Un bar vacío, posiblemente todavía cerrado, con una única mesa, no mayor que una mesilla redonda, pero más alta, de esas en las que te apoyas –no hay taburetes– mientras bebes de pie. Si los tablones del suelo hablasen, seguramente podrían contar un par o tres de historias, aunque resultaría que son todas la misma, que terminaría con el mismo lamento de siempre (después de unas copas la gente piensa que puede abusar de mí), no solo en términos de lo que pasa aquí, sino en los bares de todo el mundo. En otras palabras, estamos en el reino de la verdad universal. El camarero sale de la trastienda –vestido con chaqueta blanca de camarero–, enciende un pitillo y da las luces, dos tubos fluorescentes, uno de los cuales no funciona correctamente: parpadea. El camarero mira la luz que parpadea. Le ves pensar: «Hay que arreglarlo», que no es lo mismo que «Lo arreglaré hoy», sino que se parece mucho a «Nunca lo arreglaré». La vida cotidiana está llena de pequeñas sorpresas, esperanzas (de que quizá se haya arreglado solo por la noche) y resignaciones (no ha pasado y no pasará) que se repiten. Un hombre alto –¡un cliente!– entra en el bar, deja una mochila bajo la mesa, la mesilla redonda en la que te apoyas al beber. Es alto pero no joven, empieza a quedarse calvo, es evidente que no es un terrorista y que la mochila no esconde una bomba, pero esta acción sorprendente –dejar una mochila debajo de la mesa de un bar– no puede pasar inadvertida, sobre todo para alguien que vio Stalker por primera vez (el domingo 8 de febrero de 1981) poco después de haber visto La batalla de Argel. Le pide algo al camarero. El hecho de que la chaqueta del camarero sea blanca evidencia lo poco limpia que está. Aunque es una chaqueta, también sirve de toalla, posiblemente de paño de cocina y quizá también de pañuelo. El lugar en general parece sucio, pero está demasiado oscuro para saberlo y los títulos de crédito en caracteres rusos amarillos –cirílico de ciencia ficción– no clarifican precisamente la situación.

Es la clase de bar donde los hombres se reúnen antes de acudir a su destinado al fracaso trabajo en un banco y el camarero es de los que no se fija en nada que no le incumba, y cuantas más cosas no le incumban mejor, incluso si implica no tener prácticamente clientela. Por lo que a él respecta, mientras esté en el bar ocupado en sus asuntos y vestido con la mugrienta chaqueta de camarero, está trabajando, y si no entra nadie y nadie quiere nada y nadie necesita nada (la luz titilante, como la mayoría de las cosas, puede esperar) tanto da. Todavía fumando, camina pesadamente con una cafetera (es de esos camareros con el don de imbuir rencor a la tarea más pequeña, consiguiendo que parezca una de las labores de un Hércules con salario mínimo), le sirve café al desconocido, vuelve adentro y lo deja a solas con el café, bebiendo a sorbos y esperando. De eso no cabe la menor duda: el desconocido está esperando algo o a alguien.

 

 

Un intertítulo: una suerte de meteorito o visita alienígena ha creado un milagro: la Zona. Mandaron al ejército y nunca regresó. Está rodeado por alambradas y un cordón policial…

Este texto fue añadido a petición del estudio, Mosfilm, que quería destacar la naturaleza fantástica de la Zona (donde transcurrirá la acción). También querían asegurarse de que el país «burgués» donde ocurre todo no se identificara con la URSS. De ahí que el misterio de la Zona tuviera lugar –según el texto– «en nuestro pequeño país», que despistaba a todo el mundo porque la URSS, como todos sabemos, abarcaba un área inmensa y Rusia era (y sigue siendo) muy grande. «Rusia…», todavía oigo a Laurence Olivier decirlo en el episodio de Barbarroja de El mundo en guerra: «La infinita madre patria rusa». Ante la invasión alemana de 1941, los rusos recurrieron a su estrategia tradicional, la estrategia que había podido con Napoleón y también podría con Hitler: «Cambia espacio por tiempo», un mensaje por el que Tarkovski sentía un gran apego.

 

 

Ruido de agua que gotea. Atisbamos por unas puertas interiores en una habitación. En las abreviaturas de los guiones «Int» significa interior y «Ext» significa exterior. Este es un caso de «Súper-int» o «Int-int». Ya dentro, la cámara profundiza poco a poco. Es como si Tarkovski empezara donde Antonioni lo dejara en el famoso plano dentro-fuera al final de El reportero y lo hubiera llevado un paso más allá: dentro-dentro. Así de lento… pero sin color. La anterior película de Antonioni, El desierto rojo (1964), tal como sugiere el título, sería inimaginable sin color. El color –el abrigo verde de Monica Vitti– es lo que la hace maravillosa, pero para el Tarkovski de treinta y cuatro años, entrevistado en 1966, el año que terminó su segundo film, Andréi Rublev, era «su peor película después de El grito». Por el color, porque Antonioni se dejó seducir por «el pelo rojo de Monica Vitti contra la bruma», porque «el color ha matado la sensación de verdad». Bien. No es algo fácil de digerir. Si quitas el color, ¿qué queda? Queda La aventura, supongo (también con Monica Vitti), y te aburres tanto que anhelas el color, algo que te haga pasar el rato o consiga que dejes de preocuparte porque no pasa nada. Dado que estamos hablando de la verdad y su sensación, me siento obligado a admitir que La aventura es lo más cerca que he estado en la vida de la agonía cinematográfica pura. La vi un verano en un cine minúsculo del Quinto Arrondissement de París en una pantalla del tamaño de un televisor grande. (Una película en blanco y negro, en italiano, con subtítulos en francés, en París, en agosto, cuando aún no tenía treinta años: un caso de soledad digno de estudio.) La única manera que tuve de soportarla fue decirme No lo aguanto un segundo más, a pesar de que en La aventura no existía nada parecido a un segundo. El incremento mínimo de medida temporal era un minuto. Cada segundo duraba un minuto, cada minuto duraba una hora y una hora, un año, y así sucesivamente. Cambia tiempo por una unidad mayor de tiempo. Cuando por fin salí al atardecer parisino había cumplido treinta años.*

Incluso describir el blanco y negro de Stalker como blanco y negro es teñir lo que vemos con una sugerencia inadecuada del arcoíris. Técnicamente el sepia concentrado de la película se consiguió filmando en color y positivando en blanco y negro. El resultado es una especie de submonocromo en que el espectro se ha comprimido tanto que podría resultar una fuente de energía, como el petróleo y casi igual de oscuro, pero también con un lustre dorado. Además del goteo se oyen algunos crujidos y ruidos que dan miedo y cuesta explicar. Ahora estamos en la habitación, mirando la cama.

 

 

Una mesa, una mesilla de noche, por definición mucho más baja que la mesa del bar. El estruendo de un transporte hace temblar los objetos de la mesa. Las vibraciones consiguen mover el vaso de agua de la mesa. Recordadlo. En Stalker nada pasa por casualidad y no obstante, al mismo tiempo, está llena de casualidades. Cerca de la mesilla, en la cama, duerme una mujer. A su lado hay una niña con un chal en la cabeza y, junto a ella, el hombre que presumiblemente es su padre. El estruendo del tren se intensifica. El lugar entero tiembla. Asombra que alguien pueda dormir con semejante jaleo, sobre todo porque encima en el tren suena a todo volumen una grabación de «La Marsellesa». La cámara se acerca a los durmientes y luego retrocede, se mueve muy despacio hacia un lado y después recula igual de despacio. A Antonioni le gustaban las tomas largas, pero Tarkovski las llevó un paso más allá. «Si se aumenta la duración media de un plano, te aburres, pero si sigues alargándolo, despierta tu interés, y si lo haces todavía más largo, emerge una cualidad nueva, una intensidad especial de la atención.» La estética de Tarkovski resumida. Al principio puede darse cierta fricción entre nuestras expectativas temporales y el tiempo de Tarkovski, y dicha fricción aumenta en el siglo XXI a medida que nos alejamos cada vez más del tiempo-Tarkovski hacia el tiempo-imbécil en el que nada dura –y nadie puede concentrarse en nada– más de un par de segundos. Pronto la gente no será capaz de ver películas como La mirada de Ulises de Theo Angelopoulos ni de leer a Henry James porque no tendrá la concentración necesaria para pasar de una escena interminable a la siguiente. La época en que podría haber leído al Henry James más tardío ha pasado y como no he leído al Henry James más tardío no estoy en disposición de afirmar cómo ha perjudicado a mi sensibilidad no haberlo hecho. Pero sé que de no haber visto Stalker con veintipocos años mi receptividad ante el mundo habría disminuido radicalmente. En cuanto a La mirada de Ulises, a pesar de estar protagonizada por un Harvey Keitel inverosímil, significó otro clavo más en el ataúd del cine de autor europeo (un ataúd, dirían los cínicos, fabricado casi exclusivamente de clavos), abrió las puertas a todo lo que no fuera arte porque cualquier cosa era preferible a tener que aguantar semejante película, sobre todo porque, en cualquier caso, toda ella podía reducirse a una única fotografía de Josef Koudelka: una estatua de Lenin deslizándose por el Danubio en una barcaza, un faraón petrificado descendiendo por el Nilo de la historia.

 

 

El traqueteo del tren remite y queda solo el goteo y volvemos donde estábamos unos minutos antes, mirando la cama. El hombre se despierta y sale de la cama. Duerme sin pantalones, pero con suéter, algo peculiar. Durante mucho tiempo creí que los estadounidenses siempre dormían en ropa interior. No se me ocurrió que fuera una convención cinematográfica, algo que los hombres hacían en las películas para no estar desnudos al levantarse por la mañana en pantalla. Dormir sin pantalones pero con suéter no tiene sentido en ningún sistema de convenciones. Parece raro y no muy higiénico. Otra rareza es que, aunque va con cuidado de no despertar a su mujer, se pone los pantalones y las pesadas botas antes de entrar a silenciosos pisotones en la cocina, pero imagino que supone que si su mujer consigue dormir con el estruendo del tren y «La Marsellesa» –por no mencionar los crujidos, chasquidos y chirridos de fondo– no notará un poco de tráfico peatonal. También cabe la posibilidad de que la mujer solo finja dormir. Le vemos la nuca. El hombre –y aunque todavía no sabemos quién es, por simplificar voy a adelantar un poco de la trama y a descubrir que no es otro sino el epónimo Stalker– sale del dormitorio y se asoma a la puerta, como había hecho unos minutos antes la cámara, cuando él estaba acostado, con la diferencia de que él ya no está en la cama. Se mire como se mire, la película empieza lenta. Los funcionarios del Goskino, el comité central para la producción cinematográfica de la URSS, se quejaron, con la esperanza de que la película pudiera ser «algo más dinámica, en particular el comienzo». Tarkovski estalló: en realidad necesitaba comenzar más lenta y aburrida para dar tiempo a quien se hubiera equivocado de sala a salir antes de que empezara la acción. Desconcertado por la ferocidad de esta reacción, uno de los funcionarios explicó que solo trataba de ver las cosas desde el punto de vista del público… No pudo acabar. A Tarkovski no le importaba el público. Solo le importaba el punto de vista de dos personas, Bresson y Bergman. ¡Chúpate esa!*

 

 

El hombre camina hacia la derecha pero la cámara se queda donde estaba, viendo lo que él veía, lo que ya no ve: su mujer, que se levanta de la cama en una imagen borrosa.

El hombre entra en la cocina. Abre el grifo, pone la tetera al fuego, se cepilla los dientes. Se enciende una bombilla. Bien: pues eso, ilumina un poco el lugar, sabe dios que no le iría mal un poco más de luz. Tarkovski siempre se ha opuesto a las lecturas simbólicas de las imágenes de sus películas pero uno se pregunta por el significado de esa bombilla: ¿el hombre acaba de tener una idea? En tal caso, no es demasiado brillante: la bombilla se ilumina mucho y luego se apaga, como si se hubiera fundido. Puede que no quede claro en qué país estamos, pero dondequiera que estemos parece problemático conseguir una iluminación de fiar.

 

 

En este momento tenemos un problema más específico, la mujer. O ha estado despierta todo el tiempo o la han despertado el tren, «La Marsellesa» y los crujidos del marido por la casa. Ha transformado el regulador de la luz en todo lo contrario, en un iluminador, ha iluminado tanto el lugar que al segundo cae de nuevo casi en la oscuridad. Está claro que a la casa no le iría mal renovar la instalación eléctrica.

¿Conocéis la expresión «las famosas últimas palabras»? Como es natural sentimos curiosidad por las últimas palabras de la gente, pero sería interesante compilar una lista exhaustiva de las primeras –no simples sonidos, palabras de verdad– que se pronuncian en películas, pasarlas por un ordenador y someter los resultados a algún procesamiento o análisis. En esta película las primeras palabras las dice la mujer y son: «¿Por qué me has cogido el reloj?». Sí, la película apenas ha empezado, la mujer acaba de despertarse y, desde el punto de vista de un marido, ya está incordiando. Incordiándole y llamándole ladrón. No me extraña que él quiera irse. Pero, por supuesto, también nos presenta el gran tema: el tiempo. Tarkovski está diciéndole al público: Olvidad las ideas previas del tiempo. Dejad de miraros el reloj, esto no va a ir a la velocidad de Speed, pero si os rendís al tiempo de Tarkovski, el caos atropellado de El ultimátum de Bourne os parecerá más aburrido que La aventura. «Creo que una persona normalmente va al cine por el tiempo –ha dicho Tarkovski–, ya sea por el tiempo desperdiciado, perdido o todavía por ganar.» Este parecer dista solo un par de palabras del acuerdo total con algo con lo que incluso el espectador más idiota podría coincidir. Esas palabras son «buen rato», como en: «La gente va al cine a pasar un buen rato, no a sentarse a esperar a que pase algo». (Hay quienes no participan de ningún consenso acerca de las razones por las que vamos al cine. No van al cine nunca. Para Strike, un personaje de la novela Clockers de Richard Price, una película, cualquier película, es solo «noventa minutos de estar sentado», una afirmación que podría entenderse como el negativo de la de Tarkovski.)

 

 

La mujer amplía esta noción de tiempo –ha malgastado sus mejores años, ha envejecido– mientras el hombre se cepilla los dientes. Mientras, vuelves a acordarte de Antonioni porque la verdad pura y dura es que la mujer no es ninguna Monica Vitti. Francamente, la combinación de incordios y miradas apagadas parece un incentivo convincente para irse. La mujer descarga sobre él toda la culpa, pero los reproches habituales –solo piensas en ti– se invierten en una especie de giro dostoievskiano: Incluso aunque no pensaras en ti…*

Ella le suplica que se quede y, mientras suplica, te das cuenta de que sabe que es en vano, que él va a marcharse, incluso aunque no ha dicho adónde. La mujer le advierte que acabará en la cárcel. Él contesta que todo es una cárcel. Buena respuesta. Pero mala señal desde el punto de vista matrimonial. Diríase que la relación ha llegado a un punto donde el modo de comunicación por defecto es discutir, pelear y llevarse la contraria. No es un modo muy divertido, pero es fácil de pillar y dificilísimo de abandonar una vez que estás en ello: es, de hecho, una cárcel. Uno da por supuesto que la respuesta del hombre quiere ser metafórica, pero la película a menudo nos obliga a preguntarnos cuándo y dónde transcurre y cuál es su relación con el mundo de fuera de la pantalla. Stalker se rodó a finales de la década de 1970, no en los años treinta ni en los cincuenta, cuando la Unión Soviética era un inmenso campo de prisioneros, cuando, en argot carcelario (como apunta Anne Applebaum en Gulag), «no se aludía al mundo de fuera de la alambrada en términos de “libertad”, sino de bolshaia zona, la “zona de la gran prisión”, fuera del campo pero no más humana… y ciertamente no más humanitaria». En la época de Stalker el comunismo se había convertido, en palabras de Tony Judt, en «un estilo de vida que soportar» (que, por cierto, parece una traducción alternativa de Koyaanisqatsi, la palabra de los indios hopi que –como sabe cualquiera que se haya metido un par de viajes con una pipa de agua– significa «estilo de vida que necesita cambiarse» o «vida desequilibrada»). Stalker no es una película sobre el Gulag, pero el Gulag, ausente y tácito, se sugiere constantemente, ya sea por el corte de pelo a lo prisionero de Stalker o por las coincidencias de vocabulario. Como descubriremos después, la parte más peligrosa de la Zona se llama «trituradora de carne», otro término carcelario para los procedimientos del «sistema represivo soviético».*

Cuando Stalker se ha ido, la mujer tiene uno de esos ataques sexuados (con los pezones erectísimos) a los que Tarkovski parece tan aficionado y se retuerce por el suelo en un clímax de abandono.*

Él, por otro lado, como muchos hombres antes y después, va de camino al bar, abriéndose paso por apartaderos ferroviarios, todo charcos y bella desolación, en medio de una niebla postindustrial.*

Mientras el hombre avanza por las vías, una voz en off dice que todo es «aburrido sin esperanza»: un comentario que te lleva a plantearte lo rápido que puede aburrir una película. ¿Qué película ostenta el récord en este particular? Y dicha película ¿no sería automáticamente emocionante y veloz si hubiese sido capaz de envolver al espectador tan rápido en la manta irritante del tedio? (O quizá una de las novedades de nuestra era sea la posibilidad del aburrimiento instantáneo –como el café instantáneo– en contraposición a una sensación que tiene que desplegarse gradual y sofocantemente en el tiempo.) La voz genera una confusión muy básica: ¿a quién pertenecen esas palabras? Supuestamente son los pensamientos vocalizados de la persona –Stalker– que aparece en pantalla caminando por las vías en la densa niebla, con las manos en los bolsillos y bastante alicaída.

Sobre todo cuando ve –y se revela– que la persona que habla, que tiene los pensamientos que oímos, es otro hombre, con una mujer que lleva una capita de pieles preciosa. ¡Oh, oh! El hablador sigue elucubrando sobre lo insufriblemente aburrido que resulta todo. Ella le pregunta por el Triángulo de las Bermudas. Él sigue con lo aburrido que es todo, convencido de que quizá hasta la Zona sea aburrida, que tal vez habría resultado más interesante vivir en la Edad Media. ¿Qué quiere decir con eso? ¿Está diciendo, en efecto, que habría preferido estar en Andréi Rublev que en Stalker? No tendría sentido porque es el actor favorito de Tarkovski, Anatoli Solonitsin… y trece años antes ¡fue Andréi Rublev en Andréi Rublev! Ella, por su parte, parece una refugiada de un plató de Antonioni. No solo lleva pieles y vestido largo, sino que espera junto a un descapotable –con la capota puesta– y bebe de un vaso de tubo transparente, como si acabaran de salir del sitio de El desierto rojo donde parece que va a organizarse una orgía que nunca empieza. Están en un puerto (de nuevo, El desierto rojo). Al fondo hay un barco, jarcias y grúas.

Resulta obvio, desde el momento en que entra en plano, que Stalker se forma una pobre opinión de la pareja, incluso aunque el hombre dice que su acompañante –cuyo nombre no recuerda– ha aceptado ir también a la Zona, pese a que, la verdad, no parece ir vestida para una expedición así. A ella le emociona conocer a un auténtico stalker –está claro que un aura rodea a esta misteriosa casta de forajidos–, pero él solo le dedica una palabra: Vete. La Zona es un mundo de hombres. La mujer sube al coche y se detiene solo para insultar a Solonitsin (o quizá le dice que Stalker es un cretino) y arranca… con el sombrero de su acompañante en el techo del coche. Es el primero de varios momentos cómicos de la película.*

A Stalker no le había gustado que el hombre se trajera a la mujer y tampoco le gusta que haya estado bebiendo. Sí, vale, he bebido, admite el hombre, pero no estoy borracho. La mitad de la población bebe, la otra mitad está borracha, explica. ¿Se trata de un análisis certero del consumo de alcohol en la URSS? ¿Era una de las cosas que Tarkovski echaba de menos de aquella laguna fangosa que era su hogar?* En un par de ocasiones Tarkovski habla en sus diarios de emborracharse y «seguir dándole a la bebida», pero Stalker tiene una mala opinión del alcohol. De hecho, hasta este momento y a excepción de la Zona, no tiene una buena opinión de nada. El hombre da un trago a la botella; con la otra mano agarra una bolsa de plástico, como un adolescente se aferraría a su pegamento.

 

 

Stalker sube las escaleras de un bar, el bar que hemos visto antes. En comparación, está concurrido. Happy Hour en un lugar donde la gente parece necesitarla. A las ventanas, como a la chaqueta del camarero, no les vendría mal una buena limpieza. Solo permiten entrever muy vagamente el mundo exterior. El hombre, que nos recompensa con otro gag físico al resbalar convincentemente en los escalones, sigue a Stalker. No solo abundan los clientes, las bromas se suceden una tras otra, prácticamente estamos en una película de Buster Keaton, en su clásico del realismo social desaparecido hace tiempo Happy Hour.

 

El hombre alto, el que vimos en la secuencia anterior a los créditos, sigue allí, bebiendo café, y el camarero continúa fumando. No por última vez, regresamos al punto de partida. No necesitamos un cartel que nos avise de que estamos en la Taberna Última Oportunidad. ¿Oportunidades de conseguir un café con leche pasable? Ninguna. ¿De un vodka como dios manda? Todas. Stalker le dice al alto: Tómese algo; pero cuando el otro tipo saca una botella (se la ha llevado al bar, como ir a vendimiar y llevarse uvas de postre), Stalker le pide que la guarde. De acuerdo, contesta el hombre, en la larga tradición sofística del alcohólico, pues beberemos cerveza. El camarero le sirve una cerveza. Stalker se mira el reloj, el reloj que le ha robado a su mujer, un gesto de impaciencia y nerviosismo que el público quizá comparta o no. Mientras el camarero le sirve la cerveza el hombre agarra el vaso, ansioso por llegar al fondo de la cuestión. En cuanto el camarero termina de servirle, se la bebe de un trago –¡campeón!– y para cuando el camarero ha terminado de servir las otras dos, está listo para que le rellene el vaso. En el corazón de la Zona está la Habitación, un lugar donde –como descubriremos más tarde– tu deseo más íntimo se hace realidad, pero uno tiene la impresión de que esta habitación es la Habitación de ese tipo, que su mayor deseo es que le sirvan ahí mismo baldes de cerveza.* Trae una segunda ronda para él y dos vasos para Stalker y el alto. Parece que va a presentarse, pero Stalker (interpretado por Alexander Kaidanovski) le dice que se llama Escritor y que el tipo alto se llama Profesor (Nikolái Grinko). ¡Ah! La insinuación de un atraco: el señor Rosa, el señor Blanco y todos los demás, nombres genéricos en código al estilo de Reservoir Dogs. ¿Stalker ha sido atraído de vuelta a la Zona para dar un último golpe?

Cada vez que veo beber en una película me domina el deseo inmediato de tomarme una copa. Ciertos países –es decir, las películas producidas en ciertos países– tienden a conferir un atractivo especial a determinadas bebidas. Las películas francesas, como era de esperar, dan ganas de beber vino tinto, pero los blancos con un château en la etiqueta también tienen buena pinta. El whisky queda estupendo en las películas del oeste. («Los hombres entran con aire arrogante en las tabernas. Sedientos tras cabalgar con el ganado.») La cerveza queda bien en todas partes. Y no solo en las películas. En la mayoría de los países del mundo, incluso en los más cutres, por lo general puedes echar mano a una cerveza que, como suele decirse, se deja beber. Hablando de cerveza, nos interesa, obviamente, si Stalker va a beberse alguna. Quién sabe, quizá hasta invite a una ronda. Resulta que solo bebe el Escritor. El Profesor se queda con su café y Stalker se limita a parecer nervioso. El Escritor es el que bebe –quizá debería llamarse el Bebedor– y también el que habla más. Cuando el Profesor le pregunta por lo que escribe contesta que uno debería escribir «sobre nada». Así que, a su modo, sigue a Flaubert. En una carta de 1852 Flaubert anunció su intención de escribir «un libro sobre nada, un libro que no dependa de nada externo, que se sostenga por la fuerza interna del estilo, igual que la Tierra, suspendida en el vacío, no depende de nada externo que la sustente; un libro que casi no tenga tema, o al menos en el que el tema resulte casi invisible, si es que tal cosa es posible». Flaubert creía que «el futuro del Arte» se encaminaba por ahí: «Ya no existe ortodoxia alguna y la forma es tan libre como la voluntad de su creador». Comparado con el cine de Hollywood centrado en el contenido, parece una predicción razonable de lo que Tarkovski alcanzaría en El espejo (la película que rodó después de Stalker): no una película sobre nada, obviamente (también podría decirse una película sobre todo), pero sí una película que se sostiene únicamente por el estilo del director –«la voluntad de su creador»– en lugar de por las demandas mecánicas de la narrativa o «el peso de la tradición». Flaubert termina este interludio especulativo con una observación que podría salir directamente de los diarios de Tarkovski: «Desde el punto de vista del puro Arte podría establecerse el axioma de que no existe tal cosa como el tema, el estilo es una forma absoluta de ver las cosas».

En fin, están de pie alrededor de una mesa en un bar, charlando y bebiendo, aunque en realidad el Escritor es el que habla más y el que se lo bebe todo… y, en la vieja tradición del borracho, se repite. Está hablando otra vez de triángulos, como con la mujer de la calle, antes de que Stalker la echara. Triángulos esto, triángulos lo otro. Se pregunta por qué el Profesor va a la Zona, pero luego explica sus propias razones para ir, lo que espera. Inspiración. Está hundido. Acabado. Quizá ir a la Zona lo rejuvenezca. Sé cómo te sientes, tío. A mí tampoco me iría mal un poco de lo mismo. O sea, ¿crees que dedicaría mi tiempo a resumir la acción de una película en la que casi no ocurre nada –puede que no fotograma a fotograma, pero desde luego sí toma a toma– si fuera capaz de escribir cualquier otra cosa? A mi modo, voy a la Habitación –los sigo a los tres– para salvarme.*

Durante el tiempo que dura la conversación la cámara se mueve, acercándose, pero de un modo tan imperceptible que no te das cuenta de que está pasando hasta que ya ha pasado, hasta que prácticamente estamos apoyados en la mesa con ellos. A menudo en Tarkovski, cuando creemos que algo está quieto no lo está; como mínimo el encuadre está contrayéndose o expandiéndose muy ligeramente, casi como si la película respirase.

Oímos el pitido de un tren, oímos silbar el silbato solitario. Así pues, este tétrico bar tiene varios puntos fuertes, y con «varios» me refiero a «uno», a saber, la proximidad de la estación de tren. El pitido suena más fuerte. ¿Oyen? Nuestro tren, dice Stalker, mirándose el reloj, es decir, el reloj de su mujer.* Se disponen a marcharse del bar. Nadie dice «¡Apurad las copas!», pero se entiende. La cámara continúa aproximándose a Stalker, quien le pide a Luger, el lúgubre camarero –un tipo tan fuerte y callado que podría haber trabajado de actor en los años veinte, antes de la introducción del sonido–, que, si no regresa, «llame» a su mujer. Y después ¿qué? ¿Darle el pésame? ¿Sentarse a fumar en silencio? ¿Ver si por un casual le lava la chaqueta? Acto seguido, Stalker mira directo a cámara. El Escritor se dispone a salir del bar, le vemos la nuca y luego se gira y mira directo a cámara de manera que, momentáneamente, y de acuerdo con la convención del plano contraplano, Stalker y el Escritor se han mirado fijamente. Pero también da la impresión de que nos están mirando a nosotros. Se trata de una contravención directa de la orden de Roland Barthes en su ensayo «Directo a los ojos», según la cual, si bien en una fotografía es permisible que el sujeto mire a la lente –al espectador–, en una película «está prohibido que un actor mire a cámara». Barthes estaba tan convencido de su norma que estaba «a punto de considerar esta prohibición el rasgo distintivo del cine. […] Si una sola mirada de la pantalla recayera en mí, echaría a perder toda la película». En este caso, el efecto es el de implicarnos en la reciprocidad de la mirada de los dos. Nosotros también salimos de viaje. Somos uno de ellos.

 

 

Salen. Salimos. Stalker tiene comida para llevar y pisa un charco. No es casualidad. Stalker, aparte de todo lo demás, es un hombre con una indiferencia a mojarse los pies digna del general MacArthur. Suben a un todoterreno. Ahora el pitido constante del silbato solitario lo llena todo. Llueve y los faros del todoterreno se ven de un blanco puro en la penumbra y la humedad. Conduce Stalker. Aunque no vemos caer la lluvia –llovizna, no diluvia–, vemos charcos, gotas que salpican en los charcos y los faros reflejados en ellos, y el todoterreno avanzando entre los faros salpicados de lluvia de los charcos, cruzando entre arbustos, por callejones mojados y sombríos donde persiste la constante neblina. El todoterreno es la elección perfecta. Ningún otro vehículo se adaptaría mejor a la coyuntura. Un Mini Cooper habría remitido a Un trabajo en Italia (como quizá debiera titularse Nostalgia) y el reluciente descapotable que vimos al principio habría imprimido un toque de clase y sofisticación, pero el todoterreno, pese a las incomodidades, evoca al Long Range Desert Group, a todas las películas jamás filmadas sobre la Segunda Guerra Mundial. Es el vehículo más arrogante, diseñado para generales exaltados (Patton) e intrépidos reporteros de guerra (Capa) y, como tal, es inmune al código de circulación y a la lenta congestión de convoyes de reparto. Es sinónimo de pura aventura, dura y masculina. Los tres hombres son comandos (de hecho, resultará que uno de ellos es experto en explosivos), voluntarios en una temeraria incursión tras las líneas enemigas, con más de una alusión a la serie Last of the Summer Wine.

 

 

Mientras el todoterreno da la vuelta a una esquina oyen una motocicleta que acelera y cae al suelo, al suelo mojado. Cuando estrenaron Stalker se anunciaba como una película de ciencia ficción y aquí comienza la secuencia más de ciencia ficción del film incluso a pesar de que, en conjunto, Tarkovski estuviera encantado con la manera en que había conseguido librarse de la mayoría de los elementos que lo hacían parecer ciencia ficción, de un modo que no había logrado en Solaris, que se mantuvo dentro de los confines del género (algo difícil de evitar en una película que transcurre en el futuro en una estación espacial) y que por ello era su película menos querida.*

El motorista es un guardia, que está patrullando un perímetro o un local. Lleva ropa de cuero y un casco blanco y recuerda a un guardia de Metrópolis o 1984. Inevitablemente, ahora que ciertas fechas seminales del calendario de la proyección de la ciencia ficción (1984, 2001) han llegado y han pasado, perdidas en la historia, grandes partes del género han adquirido cualidad de antigüedad, se han convertido en un subconjunto centrado en el futuro del drama de costumbres. Una posible interpretación de esta secuencia, pues, es que Stalker y sus colegas están intentando escapar de las garras de la historia, de la ruinosa versión del futuro anunciada por Marx, que, poco más de una década después de rodarse la película, se declararía obsoleta y en bancarrota.

Sigue a continuación una persecución de coches como el gato y el ratón por lo que parece un proyecto incompleto de Artangel en un almacén abandonado de los tiempos en que vi Stalker por primera vez, cuando había almacenes abandonados por todo Londres. Digo persecución de coches pero solo hay un coche –un coche que en realidad es un todoterreno– y resulta un poco confusa en términos de adónde va exactamente Stalker o qué intenta alcanzar. En otras palabras, es una persecución de coches clásica en el sentido de que no existe para conseguir algo en particular, sino para que exista y se participe del ritual vehicular llamado persecución de coches. Mientras el todoterreno entra y sale de las ruinas postindustriales se abre la verja para que pase el mercancías cuyo silbato solitario hemos oído. Como Luger, el camarero, el tipo que la abre está fumándose un pitillo. Podría ser el infiltrado de Stalker, un creyente en la Zona que, por una tajada, acepta ayudarlos a entrar. Una vez abierta la verja y después de colarse el todoterreno, el hombre echa a correr, suponemos que a alertar a las autoridades, de modo que cabe la posibilidad de que Stalker, además, se enfrente a una traición. Realmente podríamos estar en una película de atracos… de atracos de ciencia ficción.

El viejo mercancías entra en plano, cargado con componentes de un generador eléctrico o algo por el estilo, algo grande, financiado por el Estado y probablemente dañino para el medio ambiente. El pesado tren avanza ruidosamente hacia el paso fronterizo fuertemente custodiado. La pantalla cruje bajo el peso de todo lo que en ella se proyecta, en especial ya que lo que se proyecta es como un lejano recuerdo de los albores del cine, de los hermanos Lumière y su tren llegando a la estación en 1895. Luces brillantes. Los guardias –vestidos como el que hemos visto antes en la moto– comprueban que no haya polizones escondidos debajo del tren. Stalker siempre ha invitado a lecturas alegóricas y, dado que la película desprende cierto aire a profecía, tales lecturas no se limitan a los hechos que habían ocurrido cuando se rodó. Mientras los guardias inspeccionan el tren en busca de polizones, los espectadores de una cierta inclinación política podrían estar tentados de considerar ese ferrocarril un precursor del Eurostar, preparado para entrar en el túnel del Canal de la Mancha después de pasar junto al campo de refugiados de Sangatte, con la Zona como imagen idealizada del Reino Unido y su generoso estado del bienestar: una tierra de abundancia con numerosas oportunidades para quienes estén dispuestos a vivir en Peterborough y plantar verduras por seis libras a la hora. De acuerdo con esta lectura, Stalker busca asilo… salvo que él busca asilo del mundo. La ironía, como señala Chris Marker en Un día en la vida de Andréi Arsénevich, su homenaje a Tarkovski, es que asilo y libertad se encuentran tras la alambrada, en la Zona. Lo que en cierto modo también puede decirse de Tarkovski, puesto que, aunque a menudo le frustraba el control ejercido por el Estado sobre su libertad artística y la de otros, en Occidente una clase más sutil de censura y tiranía –la del mercado– habría hecho extremadamente improbable que obtuviera el permiso (recaudara los fondos) para rodar El espejo o Stalker. (¡Cómo nos gustaba recalcarlo en los años ochenta!)

Sigue una breve pausa mientras Stalker espera el momento oportuno para intentar alcanzar la libertad de la alambrada. El Escritor aprovecha esta tregua para ponerse sensiblero. En realidad no le importa la inspiración y no sabe lo que quiere o si de verdad quiere lo que quiere o no quiere lo que de verdad quiere, y ni siquiera le importa si los otros dos atienden… ¿y quién iba a culparlos si no atienden?

Mientras el tren cruza la barrera el todoterreno se cuela a su estela, subido al carro del caballo de hierro. Los guardias se andan con cuatro ojos, en cuanto suena la alarma y se encienden los reflectores no tardan en disparar. En este momento reina la acción; quizá Tarkovski acertara en lo de empezar lento para que los que han entrado por equivocación tengan tiempo de irse. Rebotan balas y todo. Revientan cosas y el todoterreno choca con un montón de embalajes. Se paran en otra zona de lo que parece un complejo de almacenes infinito, aunque la parte en la que están no se diferencia mucho de donde estaban unos minutos antes. El graznido de los pájaros lo llena todo. En lugar del silbido solitario, se oye el gemido ajetreado de las sirenas. Con indiferencia de qué más pueda ser queda claro que estamos en un nudo de transportes importante. Stalker le pide al Escritor que busque una vagoneta. A los pocos minutos descubriremos que se refiere a un pequeño trasto a diésel que los lleva por una vía estrecha, pero en este momento la palabra sugiere que están en uno de los aeropuertos más decrépitos del planeta o en un Sainsbury’s que se arruinó hace tiempo. Obediente, aunque a regañadientes (luego será todo rencillas y desobediencia), el Escritor va en busca de una vagoneta pero se encuentra solo una descarga de tiros de los guardias. Se tira sobre una esponjosa red de seguridad de botánica. En este momento posiblemente se arrepiente de todas las copas que se ha bebido antes de partir a lo que está demostrando ser una huida bastante peligrosa, no la excursión borracha que había imaginado. El Profesor, sobrio, se ofrece a ir en su lugar, hacia otra parte todavía más mojada y ruinosa de donde cojones estén. A él también le disparan, pero fallan y los tiros acaban en el agua, ondulando pálidos rectángulos de luz –reflejos de ventanas, del mundo exterior– que terminan por calmarse, una vez que la cámara ha avanzado, para recuperar su lugar en el esquema de las cosas del agua salobre. El Profesor encuentra la vagoneta e indica por gestos a los otros que se acerquen, por el agua que acaba de pisar, el agua sobre la que gotea más de sí misma. Comprendes por qué a Stalker no le importó el charco de delante del bar: ¡ahora todos tienen los pies mojados! Otra salva de balas, pero inofensivas, y por ello muy El desafío de las águilas. Suben a la vagoneta y arrancan, agachados y sentados, perdiéndose de vista entre resoplidos, saliendo de la pantalla.

 

 

A continuación llega una de las grandes escenas de la historia del cine. Primero vemos la cabeza del Escritor en un primerísimo plano mientras, por el fondo desenfocado, pasa borroso el paisaje. La cámara se mueve del Escritor al Profesor (con su gorro con pompón y la textura del abrigo claramente enfocada) y a Stalker y vuelta atrás mientras los tres escudriñan los alrededores con atención, perplejidad, aprensión y, en el caso del Escritor, una insinuación de aturdimiento resacoso. Estas son las caras –las expresiones– de los viajeros en cualquier parte, desde la tripulación de Colón en busca de las Américas a los turistas en un taxi entre el aeropuerto y el centro de una ciudad en la que nunca han estado; al menos el Escritor y el Profesor. Intentan asimilarlo todo incluso a pesar de no estar seguros de que lo que ven difiera en algo de lo que ya han visto o de donde acaban de estar. Sinceramente, no están del todo seguros de que lo que están viendo merezca ser visto, una sensación que todos hemos tenido mientras recorremos hiperatentos el universalmente carente de interés y a menudo desolado trayecto entre el aeropuerto y la lujosa promesa (hoteles, cafeterías) del centro urbano. De vez en cuando la cámara nos permite atisbar por donde pasan –niebla, un edificio de ladrillos, montones de tuberías abandonadas, cajones de embalaje, un río (o posiblemente un lago)–, pero incluso cuando vemos con claridad no estamos seguros de qué estamos viendo. Extrarradio, periferia, abandono. Edificios que ya no son aquello para lo que se construyeron: lugares de significado deteriorado que tal vez, como resultado, hayan adquirido un significado nuevo y más profundo. Depende. ¿De qué? De si ya hemos entrado en la Zona. Difícil de saber porque la cámara –fija, implícitamente, en la vagoneta– recorre horizontalmente esa área de transición e indeterminación. Estamos, como dice Roberto Calasso de El proceso y El castillo de Kafka, «en el umbral de un mundo oculto del que sospechamos implícitamente que es este mundo». El umbral es una línea delgada y, también, ubicuo. Stalker tiene que saber si estamos en la Zona; al fin y al cabo, ha estado en ella muchas veces. Así pues, ¿qué siente? Su expresión de ansiedad ceñuda, de infelicidad general –el mundo entero es una cárcel–, no ha cambiado desde el principio de la película, cuando discutía con su mujer en suéter y ropa interior. Lo que sí vemos con total claridad es la mancha blanca en el lado izquierdo de su pelo cortísimo: ¿es la marca de un stalker o una elección? Gradualmente el insistente y soporífero tableteo de las vías deja paso a un repiqueteo de música electrónica, pasando del sonido literal de una operación mecánica a un onírico paisaje sonoro rítmico. Esta música de Eduard Artemiev, con su sonsonete de flauta de aires indios e instrumento de cuerda (un tar persa, para ser exactos) pasado por un sintetizador y envolviendo el traqueteo constante –y constantemente irritante– de los raíles, ha superado el paso del tiempo. Todavía suena remota y apenas ha envejecido. Un suave remix, una cadena con unos subwoofers robustos y recordará bastante a Basic Channel o cualquier otro grupo de electrónica minimalista por el estilo.

En su poema «The Movies», Billy Collins dice que le apetece ver una película donde «alguien se embarque en un largo viaje, /una película que prometa peligro». A mí también me gustan esas películas, sea el viaje por barco (Apocalypse now, Defensa), en tren (El coronel Von Ryan) o en coche (elegid vosotros). La idea de una road movie es casi una tautología en el sentido de que todas las películas son –o deberían– ser viajes, simplemente algunas son tan tediosas que preferiría estar en un autobús de Oxford a Londres. Stalker es un viaje literal que también es un viaje al espacio cinematográfico y –a la vez– al tiempo.

A Collins no le importa qué peligros se enfrenten en la película que está viendo puesto que él se limitará a verla sentado. De modo que esos tres hombres de mediana edad, sentados mirando, quietos y en movimiento, mientras la infinita imaginería gris-negro pasa frente a sus ojos y se les mete en la cabeza, son nuestros representantes. Este largo travelling siguiendo a la vagoneta que repica y traquetea es el viaje más claro imaginable –horizontal, plano, de derecha a izquierda, en línea recta– y está cargado de toda la maravilla que promete el cine. Es lo que nos venden en los tráileres que preceden a lo que solemos llamar la «presentación estelar». Desgraciadamente se ha convertido en una de las maravillas más degradadas de la historia del planeta. Significa explosiones, épicas históricas en las que las arcanas habilidades generadas por ordenador del mago Merlín cambian el resultado de la batalla de Hastings, significa críos de cinco años que se transforman súbitamente en diablos gruñones, significa aplastar coches y conducir sin miramientos, significa un montón de ruido, significa que tengo que calcular meticulosamente mi llegada para (al menos veinte minutos) después de la hora que indica el programa si quiero evitar todas esas cosas que, de exponerte a ellas hora y media, podrían menguar un cincuenta por ciento tu discernimiento (o, a la inversa, multiplicar por mil tu capacidad de soportar esas cosas). Significa estar sentado sacudiendo la cabeza de mediana edad; significa que uno recela de ir al cine. Significa que cada vez hay más cosas en la calle, en las tiendas, en la pantalla y la tele de las que uno tiene que proteger sus ojos y sus oídos. Con la televisión sigo una regla estricta, una regla que aplico a Jeremy Clarkson, Jonathan Ross, Russell Brand, Graham Norton y un montón más cuyo nombre ni siquiera conozco: no les dejo entrar en casa. No es –como afirma Stalker– que todo el mundo sea una cárcel; es solo que mucho de lo que se muestra en las pantallas del mundo –televisiones, cines, ordenadores– es apto solo para imbéciles. Otra razón por la cual, tras los numerosos años transcurridos desde que vi Stalker por primera vez, necesito la Zona y sus maravillas tan desesperadamente como los tres hombres de la vagoneta mientras permanecen sentados y el paisaje desdibujado repiquetea de fondo. La Zona es un lugar de valía garantizada e inmaculada. Es uno de los escasos territorios que quedan –posiblemente el único– donde no se han vendido los derechos de Top Gear: es un refugio, una reserva. También una reserva libre de clichés. Es otra de las virtudes de Tarkovski: una liberación total del cliché en un medio donde los clichés no solo se toleran, sino, en la forma de observancia ciega de la convención, se esperan. En Tarkovski no hay clichés: no hay clichés en el argumento, en los personajes, en los planos, no hay clichés musicales para subrayar el significado emocional de una escena (o, como suele ocurrir con mayor frecuencia, para compensar o reemplazar un significado emocional que no existiría de no ser por la música). En realidad, deberíamos matizar un poco: en Tarkovski no hay clichés ajenos. Sin embargo, para cuando rodó sus últimas películas, Nostalgia y El sacrificio, dependía conceptualmente cada vez más del cliché tarkovskiano. Bergman dijo que, hacia el final, Tarkovski «empezó a hacer películas que copiaban a Tarkovski». Wim Wenders opinaba exactamente lo mismo de Nostalgia, que Tarkovski «empleaba algunos de sus recursos narrativos y planos típicos como si estuvieran entrecomillados».* El gurú se convirtió en su discípulo más devoto.

No tenemos prisa por que acabe esta secuencia en parte porque cuesta saber cuánto dura. La aparente cabezada del Escritor sugiere que en este, el más lineal de los viajes, nos adentramos hacia el tiempo no lineal, entramos en el tiempo soñado, pero un tiempo soñado donde todo, cada precioso detalle, está firmemente anclado en la realidad y en el ahora. No es como la retórica psicodélica de flashes –Beyond the infinite– de la fase final de 2001; esto pertenece estrictamente a lo finito; sencillamente resulta imposible decir cuánto se extenderá esta finitud. Nunca sabemos cuándo moriremos, aprendemos en Solaris, y por ello, en cualquier momento dado, somos inmortales. Leí la novela de Stanislaw Lem para ver si la frase aparecía en el libro o la había añadido Tarkovski. Por lo que sé –me salté partes– no aparecía, pero años después me crucé con una idea similar en un poema de Auden: «Feliz la liebre por la mañana, pues no puede conocer los pensamientos del cazador al despertarse». ¿Cuáles son sus pensamientos, los pensamientos de estos tres hombres, mientras viajan hacia la Zona? El Profesor y el Escritor están pensando –preguntándose– exactamente lo mismo que nosotros, la pregunta que nos hacíamos de niños cuando viajábamos con nuestros padres: ¿Ya hemos llegado? ¿Esto es la Zona? ¿Ya está? Esa, quizá, sea una pregunta que solo puede responder quien la plantea, cuando deja de planteársela. Estamos en la Zona cuando creemos que estamos en ella. El paisaje borroso se desliza ruidosamente. Lo que vemos tal vez sea la representación externa de los restos soñolientos de la cabezada del Escritor, un sueño plagado de recuerdos borrosos por el alcohol de cosas que ha visto unos minutos o unas horas antes: edificios abandonados, metales descartados, lo artificial listo para regresar a la naturaleza. ¿Hay algo que merezca especialmente nuestra atención? Todo, o todo podría merecerla.

 

 

Dura lo bastante, esta secuencia (una secuencia que se recuerda como una única toma, aunque en realidad consta de cinco), para abocarnos a una especie de trance. Entonces ocurre uno de los milagros del cine, uno de los diversos milagros de una película sobre un lugar supuestamente milagroso. No es un salto de imagen ni un fundido, pero súbita y delicadamente –el traqueteo y los ecos de la música y la vagoneta siguen sonando–, sin ambigüedad, entramos en el color y en la Zona.* Puedes ver una y otra vez la secuencia de la vagoneta, puedes negarte a sucumbir a su hipnótica monotonía y nunca podrás predecir cuándo llegará ese momento de transición sutil y absoluta. Cámara y vagoneta continúan avanzando unos momentos y luego se detienen. La cámara para y retrocede.

Estamos aquí. Estamos en la Zona.

Es tan encantadora como asegura Stalker… y a la vez, bastante normal. El ruido de los pájaros, el viento entre los árboles, el fluir del agua, lo llenan todo. Niebla, verdes apagados. Hierbas y plantas mecidas por la brisa. Los cables enredados de un poste de telégrafos inclinado. Los restos oxidados de un coche. Estamos en otro mundo que no es más que este mundo percibido con una atención sin precedentes. Paisajes así ya se habían visto en Tarkovski, pero –no sé explicarlo de otra manera– su existencia no se había visto así. Tarkovski reconfiguró el mundo, dio vida a este paisaje, a esta forma de ver el mundo. Muchas formas de paisaje dependen de un artista, escritor o movimiento artístico en particular para ser bellas, para conseguir que el resto veamos lo que siempre ha estado ahí (como los románticos hicieron por las montañas o John C. Van Dyke por los desiertos del oeste americano). Pero no es solo el mundo natural, eterno, inmutable, lo que necesita esta clase de mediación. Walker Evans nos abrió los ojos –el propio Stalker pronto usará esa misma frase de su maestro y guía– a las casuchas precarias, los coches destartalados y las señales descoloridas de la América de los años treinta. A ese respecto Evans anticipó el recordatorio que Bresson se hacía a sí mismo en Notas sobre el cinematógrafo: «Hacer visible lo que sin ti quizá nunca se hubiera visto». Un poco después Bresson añadiría un giro específico del medio a dicha ambición: «Cualidad de un mundo nuevo que ninguna de las artes existentes permitía imaginar». Dos cuestiones relacionadas, pues: ¿consideraría tan bello este paisaje de campos, coches abandonados, postes de telégrafo inclinados y árboles sin Tarkovski? Y ¿otro medio que no sea el cine podría haberle dado vida?

Si Stalker no hubiera sido la primera película que vi de Tarkovski quizá hubiera reconocido elementos de El espejo en ese paisaje: las T de los postes de telégrafos, los verdes (quizá más exuberantes al estar atenuados), la distinción entre lo artificial y lo natural borrándose ante nuestros ojos. Si hubiera visto El espejo tal vez habría reconocido ese paisaje, sus elementos, como la tierra de Tarkovski, quizá hubieran resonado las primeras palabras que pronuncia Stalker: «Aquí estamos. Por fin en casa».

Y, sin embargo, a cierto nivel, tengo que haber reconocido o al menos sentirme familiarizado con una variante pequeña y local de esa clase de paisaje, lo que quizá explique en parte por qué la película me ha causado una impresión tan honda.

Ahora solo hay una estación de tren en Cheltenham, donde me crié, pero entre finales de la década de los cincuenta y principios de la de los sesenta había cuatro. Una de ellas, Leckhampton, quedaba a solo cinco minutos a pie de donde vivía. Mi padre solía llevarme allí cuando era muy niño para contemplar el ir y venir de trenes. La línea y la estación cerraron en 1962, cuando yo tenía cuatro años. No recuerdo ir allí con mi padre (solo a mi padre contándome que solíamos ir), pero tengo recuerdos muy vívidos de salir hacia aquella zona abandonada y llena de zarzas a jugar con un par de amigos cuando teníamos ocho o nueve años. Las ventanas del edificio de la estación en desuso estaban rotas y se colaba la lluvia; parecía que estuviera en ruinas desde hacía mucho. (Quizá hiciera solo tres o cuatro años del cierre de la estación, pero para mí hacía media vida.) Descolorido, combado por la lluvia, el horario seguía expuesto: un monumento a su propia defunción. Una cajetilla vacía de Player’s, los cigarrillos que fumaba mi madre, con la cara de un marinero barbudo, sepultada en una tumba acuosa en el fondo de un charco: con huevos de rana, color óxido, del tamaño de un estanque e infestado de mosquitos. Las vías se habían herrumbrado, comidas por los hierbajos, la hierba, las ortigas, los dientes de león. A veces las seguíamos un trecho, más allá del final del andén, pero nunca hasta la siguiente estación de la línea –también abandonada–, a unos tres kilómetros, en Charlton Kings.

Aquí estamos, dice Stalker. Por fin en casa.

 

 

Las partes de la Zona en Stalker se rodaron en dos plantas hidroeléctricas abandonadas y sus alrededores –una de ellas bombardeada cuando el Ejército Rojo en retirada cambiaba espacio por tiempo en 1941– en el río Jägala, a unos veinticinco kilómetros de Tallin, la capital de Estonia. No fue la primera opción de Tarkovski para la Zona. Inicialmente pretendía rodar alrededor de una vieja mina china a los pies de las colinas de Tian Shan, cerca de Isfara, en Tayikistán. Aparte de la línea de vía única que serpenteaba por ella, esta primera versión de la Zona no tenía casi nada en común con el lugar de la película definitiva. Se parece más a los baldíos de Death Valley (donde Antonioni rodó las escenas finales de Zabriskie Point y de donde tomó el nombre): sin vegetación, amarillo claro y seco como el desierto, inhóspito.* Tarkovski adoraba todo de la localización original, pero cuando un terremoto devastó la región antes de que comenzara el rodaje, tuvieron que encontrar una alternativa. En palabras de Rerberg: «La primera piedra rebotada contra la pared del guión fue la localización». Hay grabaciones de la localización original: se entiende cómo habría servido al propósito de Tarkovski, aunque la película habría sido muy distinta, habría carecido de la casi ordinariez húmeda, goteante, de la Zona en su encarnación final. Extraterrestre, de otro mundo (adjetivos que se aplican a un número sorprendente de lugares de la Tierra), se presta perfectamente a la ciencia ficción, pero le falta la magia sutil de la Zona, más comedida. Habría conseguido que esa frase de Stalker –«Por fin en casa»– sonara bastante rara.*

Stalker manifiesta este sentimiento acogedor después de desperezarse, como si hubiera estado durmiendo, como quien se despierta del sueño de la vida. Pero no es solo él: el paisaje entero parece emerger del sueño, frotándose la niebla de los ojos, como si el hecho de ser visto, valorado, visitado, necesitado, le hubiera devuelto la conciencia. Acabamos de llegar y ya se intuye en el lugar una sensibilidad dormida, latente y sin explotar. Qué silencio, dice Stalker. El lugar más silencioso de la Tierra. Se entiende lo que quiere decir a pesar de que, estrictamente hablando, el lugar no es para nada silencioso. Se oyen los pájaros, el viento, el agua correr, sonidos que enfatizan la ausencia de otros sonidos, sonidos que constituyen ruido, industrialización, ciudades, tráfico, estrés. Con la soledad pasa como con el silencio sonoro: No hay ni un alma, dice Stalker. ¿Y nosotros?, pregunta, no sin cierta lógica, el Escritor.*

Volver a la Zona abruma a Stalker, que lucha por computar y explicar la comparación con los recuerdos que guarda de visitas anteriores. Parece que las flores no huelen. En parte –de nuevo, habla el Escritor– porque apesta a cenagal húmedo. No, se apresura a corregirle Stalker como un agente inmobiliario disipando las dudas de un posible comprador, es el río. Pero el Escritor ha dicho lo que quería decir: a él la Zona le recuerda a un vertedero. No se siente para nada en casa. Al contrario: en ese momento entiende exactamente a qué se refería Heidegger cuando decía que «el desamparo no nos permite sentirnos en casa». El Escritor, obviamente, va por mal camino. Es una de esas personas que podría despertarse en el paraíso y no sabría que está en él hasta que encontrase algo que criticar. Había parterres, pero Porcupine los pisoteó. (Es la primera vez que oímos hablar de Porcupine, un nombre que suena vagamente a El último mohicano o algo así.) El aroma persistió durante años después de que desaparecieran las flores.*

¿Por qué lo hizo Porcupine? Stalker dice que no lo sabe pero cree que quizá Porcupine terminara odiando la Zona. Está sentado ocupado en algo mientras los otros dos vagan por ahí, echando un vistazo, sin saber qué hacer. El Escritor quiere saber de Porcupine. Es quien enseñó a Stalker, le abrió los ojos; le abrió los ojos igual que Tarkovski nos los ha abierto a nosotros. Por entonces no se llamaba Porcupine, se llamaba Maestro y no paraba de regresar a la Zona, de llevar gente a la Zona. Luego algo se rompió en él. Posiblemente fue un castigo de algún tipo.

Stalker le pide al Profesor que le ayude a atar unas a mugrientas vendas blancas a unas tuercas metálicas mientras él sale a dar un paseo. El viento sopla entre las hierbas y las plantas. La cámara se entretiene en el viento moviéndose entre las hierbas y las plantas, en las hierbas y las plantas entre las que sopla el viento. El Profesor y el Escritor están algo inquietos porque se han quedado solos, pero aprovechan la ausencia de Stalker para disfrutar del placer menos propio de la Zona de todos: hablar de él a sus espaldas. Stalker no es como el Escritor lo había imaginado. Se esperaba a alguien más parecido a Chingachgook o Leatherstocking de ¡El último mohicano! Un clásico de la Zona por el modo en que refleja lo que has estado pensando o de repente, no se sabe cómo, te empuja a pensar lo que pronto será revelado. O sea, ¿de dónde saqué la idea de que Porcupine está relacionado con James Fenimore Cooper? De haber visto la película varias veces, supongo, pero este lío de causa y efecto será recurrente. De modo que el Escritor esperaba a alguien más tipo explorador, más Daniel Day-Lewis saltando por el bosque de Michael Mann que ese zek nervioso y ceñudo que, hay que ser justos, se ha animado considerablemente desde que ha entrado en la Zona. Estamos aprendiendo mucho en un espacio de tiempo muy corto. Stalker estuvo en prisión. Ser stalker es una vocación, pero ha pagado un alto precio por ella. Tiene una hija, una víctima de la Zona. ¿Y Porcupine? El Profesor ha investigado: una vez Porcupine regresó de la Zona y de la noche a la mañana se hizo fabulosamente rico. ¿Y eso qué tiene de malo?, quiere saber el Escritor. (A veces pienso que el amor de los escritores por el dinero es más puro que el de los banqueros o el de los gestores de fondos de riesgo; solo los escritores serios aprecian de verdad la deliciosa e improbable perfección de que les paguen.) Al cabo de una semana Porcupine se ahorcó, explica el Profesor. Ah. La cámara avanza y retrocede, no va a ninguna parte ni hace gran cosa, y no ocurre demasiado. Se oye un aullido, la clase de aullido que daría un temporal terrible (no hay ningún temporal) si el viento fuera la respiración de un animal herido por lo que estaba escuchando, por lo que se estaba diciendo.*

El aullido se apaga y pasa sin rupturas a la electrónica encantada y continua de Artemiev. «No temas, la isla está llena de rumores –dice Calibán en La tempestad–, ruidos y aires dulces que deleitan y no hieren.» Los sonidos en este, el más silencioso de los lugares, no son simplemente dulces y, a estas alturas, nadie está seguro de si dañarán. Han entrado –hemos entrado– en algún reino sutilmente alterado de la conciencia donde los poderes de la Zona ya no pueden negarse, pero tampoco demostrarse. Un lugar sorprendente donde la sorpresa es vana porque aquí todo es normal.

La cámara se desliza sobre la hierba, la maraña de metales abandonados y, a medida que se levanta, vemos a cierta distancia –¿unos cien metros?– una casa en ruinas, una propiedad peculiar que, aunque de difícil acceso (como ya hemos visto) y necesitada de una restauración general, no obstante tiene gran potencial para los compradores que consideren el resto del mundo una prisión.

No es que Stalker tenga intención de comprar, a pesar de que, en términos inmobiliarios, sea la casa de sus sueños. La ve desde el centro de una zona de frondosa hierba y cae al suelo, primero como si fuera a rezar y luego sobre el estómago, para dormir. Una hormiga se pasea por su dedo. No existe diferencia entre el mundo externo y el de su cabeza. Todo es recíproco. Rueda y, por primera vez, su mirada ansiosa deja paso a un destello de contento, incluso, posiblemente, de dicha. Ha regresado a la fenomenal Zona y, pese al peso ingente de sus expectativas, no le ha decepcionado. Todavía es bella. Puede que se haya apagado el aroma de las flores pero, a diferencia de Gatsby, que se ve forzado a aceptar la vitalidad colosal de su ilusión, Stalker todavía es capaz de creer, de entregarse plenamente a su idea de perfección. Quizá no haya juntado las manos ni murmure versos de algún texto sagrado, pero para Stalker el rapto que experimenta en este momento constituye una forma de oración tal como la define William James en Las variedades de la experiencia religiosa: el alma «establece una relación personal con el poder misterioso cuya presencia siente».

No serviría de nada que siguiera diciendo que esta secuencia se cuenta entre las grandes de la historia del cine, que este fragmento conmueve profundamente. Tales palabras sirven de cabecera para casi todo el libro y se aplican a tantas partes de la película que, en adelante, intentaré reprimirme y no utilizarlas. Pero no hay escapatoria: esta escena, donde contemplamos el alivio de Stalker y compartimos su dicha (he regresado a esta Zona cinematográfica muchas veces y nunca me ha decepcionado), me parece tan intensamente conmovedora que no puedo verla sin que se me llenen los ojos de lágrimas. Me preocupa estar abusando de esto de «los ojos llenos de lágrimas», pero así son los hechos y el hecho de mis lágrimas –aquí y en Burning Man– prueba la hondura de la experiencia que las provoca. En Diario de un mal año, J. M. Coetzee se descubre «llorando de modo incontrolable» cuando relee un pasaje de Los hermanos Karamazov. «He leído esas páginas innumerables veces, y sin embargo, en vez de estar inmunizado contra su fuerza, cada vez soy más vulnerable a ella. ¿Por qué?» Así me siento yo con Stalker, de modo que pensé en plantearme la misma pregunta, en intentar expresar tanto el persistente misterio de la película como mi pertinaz gratitud hacia ella.

 

 

El Escritor y el Profesor, entretanto, no están convencidos del todo. Ni de lejos. El Profesor (es decir, un hombre acostumbrado a dar lecciones) explica que un meteorito cayó en la zona hará unos veinte años. O quizá no fuera un meteorito. Da igual lo que fuera, ocurrió algo que provocó el abandono del lugar. La paradoja del abandono surgió al instante: cualquier lugar abandonado atrae como un imán. En las ciudades las casas deshabitadas se convierten en fumaderos de crack; los almacenes vacíos acogen fiestas ilegales. La estación de Leckhampton se convirtió en un patio oficioso de aventuras para mis amigos y yo. La gente venía y desaparecía, continúa el Profesor. Las autoridades rodearon la Zona con alambradas para evitar que siguieran viniendo (una vez más, el reflejo del Gulag: un lugar rodeado de alambradas no para encerrar a la gente, sino para no dejarla entrar). En términos más generales, la Zona retoma una visión del futuro –otra paradoja– esbozada en 1946 por el escritor suizo Max Frisch mientras repasaba la devastación de la Europa de posguerra. «Es lo que existe, hierbas que crecen en las casas, dientes de león en las iglesias y, de pronto, uno se imagina cómo continuarían creciendo, cómo un bosque podría adueñarse de nuestras ciudades, lenta, inexorablemente, desarrollándose sin la ayuda del hombre, un silencio de cardos y musgo, una tierra sin historia, solo el gorjeo de los pájaros, la primavera, el verano y el otoño, de cuyo aliento no quedaría nadie para dar cuenta.»

A lo largo de todo Stalker se dejan sentir temblores del futuro. En menos de una década, el resumen del Profesor de cómo nació la Zona se ha teñido con el aura de la premonición cumplida y Stalker ha adquirido otra dimensión más de sugestión: la de su prefiguración del desastre de 1986 en Chernóbil, en Ucrania. Tarkovski no solo era visionario, poeta y místico, también era profeta (de un futuro que ahora es pasado).

El reactor averiado y mucho del material radioactivo de Chernóbil se sellaron en un inmenso «sarcófago» de hormigón. Las poblaciones cercanas como Prípiat se evacuaron y se estableció una zona de exclusión de treinta kilómetros alrededor de la planta. Como la hija de Stalker –una víctima de la Zona, como explica el Profesor–, un gran número de hijos de padres que vivían cerca de Chernóbil nacieron con malformaciones. Tras la evacuación, la zona de exclusión se llenó de los restos oxidados de los vehículos que se emplearon en la limpieza de emergencia. Las plantas ocuparon las carreteras abandonadas y agrietaron el cemento. Los árboles crecieron en los suelos combados de los edificios en ruinas. Las hojas cambiaron de forma. La vegetación trepó por las paredes derrumbadas de los hogares abandonados. Las fotografías que Robert Polidori sacó de Prípiat y Chernóbil en 2001 (y compiladas en su libro Zones of Exclusion) parecen instantáneas de una localización retrospectiva para Stalker.* Excepto que quizá no sea tan simple como que Polidori y otros documentaron un mundo que se parecía a una película rodada treinta años antes. Podría ser que la estética de los fotógrafos –su sentido tácito de lo que buscan– estuviera en parte influida por Stalker, de manera que el film haya ayudado a generar y moldear la realidad observada que le ha sucedido.

Empezaron a circular rumores de que dentro de la Zona había otro lugar (en cualquier reino mágico hay siempre una cámara o un escondite más profundo de mayor poder mágico) donde los deseos se hacían realidad. Ya está. En la forma más consciente que quepa imaginar, el Profesor ha perfilado el nacimiento de un mito y una religión: un lugar donde algo pudo haber ocurrido o no; un lugar con un poder que se intensificó –incluso es posible que se creara– al ser olvidado. Desde luego es también el parecer de otro profesor, el entrañable Slavoj Žižek, quien reconoce que el hecho de estar acordonada es el rasgo que define a la Zona: «Lo que le confiere aura de misterio es el Límite, es decir, el hecho de que la Zona sea designada inaccesible, prohibida». En un ejemplo clásico de Žižek de dialéctica a la inversa, «la Zona no está prohibida porque posea ciertas propiedades “demasiado fuertes” para nuestro sentido cotidiano de la realidad, muestra tales propiedades porque se postula prohibida. Lo primero es el gesto formal de excluir una parte de lo real de nuestra realidad cotidiana y proclamarlo la Zona prohibida».

Con indiferencia de cómo se creara, en torno a la Zona creció un culto. Se le atribuyeron poderes especiales. ¿Los tenía? No se aclara. Pero la creencia en que tal cosa o lugar existe puede dar lugar a su nacimiento, como con el unicornio en uno de los Sonetos a Orfeo de Rilke: el animal que nunca existió, pero no obstante fue amado. Ese amor, el amor de la gente que amaba esa cosa que no había sido, creó un espacio donde podía ser:

 

Lo alimentaban, no con maíz,

sino solo con la posibilidad de su existencia.

Y ello dio tal fuerza a la bestia

que le creció un cuerno en la frente.*

 

Este lugar, la Zona, es un regalo, continúa el Profesor, atando diligentemente vendas a las tuercas. Un regalo, dice el Escritor, con la mano pegada a un lado de la cara como si hablara por el móvil. ¿Por qué habrían de dárnoslo? Para hacernos felices, dice Stalker, de vuelta del paseo, meneando la colita. Ahora está de un humor espléndido, sonríe, salta por encima de los postes de telégrafo podridos (de hecho, al pasar Stalker cae parte de uno). Ni siquiera el retorno del terrorífico aullido de animal herido hace mella en su buen humor. Sí, lo está pasando en grande; tanto es así que, sin ni siquiera mirar el reloj (de su mujer) declara: Es la hora, y manda la vagoneta por donde había venido, por las vías serpenteantes, más allá de un vagón cisterna abandonado, de vuelta a la niebla, al mundo en blanco y negro y, en última instancia, fuera de nuestra vista, fuera de la Zona, fuera de pantalla. Lo mismo podría haber anunciado lo contrario: No es la hora. O al menos cuesta mucho dilucidar cuánto tiempo ha pasado. Con todo, devolver la vagoneta así suscita una pregunta evidente y el Escritor es quien la plantea: «¿Cómo vamos a volver?». (Solo ahora caigo en la cuenta de que están literalmente al final de la línea; los desechos bloquean las vías. O la Zona detiene la vía o la Zona empieza donde termina la vía. En cualquier caso, la Zona no es un lugar por el que puedas pasar, solo se llega a él.) Stalker obvia la pregunta pero parece posible que un tipo leído como el Escritor ya se haya topado antes con ella en uno de los aforismos de Zürau de Kafka: «Superado cierto punto no se puede retornar. Es el punto que debe alcanzarse». Lo sorprendente –acaban de llegar– es que ya lo han alcanzado.

Stalker le pide al Profesor que se dirija al último poste de telégrafos, junto a un camión abandonado. La cámara se desliza hacia el vehículo. La brisa mece un poco las plantas. Oímos pasos en la hierba, vemos matas aplastadas en la parte baja de la pantalla, de modo que supuestamente, aunque no hay ningún intento de transmitir visualmente la ligera acción de caminar, se trata del punto de vista del Profesor. El vehículo, ahora lo vemos, contiene los cadáveres quemados de dos figuras encogidas sobre los restos oxidados de una ametralladora. Una pista del horror. Son, imagino, los soldados que se mencionan en el intertítulo inicial, enviados a la Zona a… ¿qué? ¿A sofocarla como hicieron los tanques rusos en Praga y Hungría? Pero ¿qué había allí que sofocar? No había ningún alzamiento, no había gente en las calles… ni siquiera había calles. Nada. La mera existencia de la Zona constituía una amenaza. Por la ventanilla vemos los esqueletos de tanques calcinados a lo lejos y, más cerca, entrando en plano, a Stalker, el Profesor y, por fin, el Escritor. De modo que no eran los ojos del Profesor a través de los que veíamos. O al menos si comenzaron siéndolo, después cambiaron sin que nos hayamos percatado. Cosa que ocurre repetidamente. Damos por sentado que estamos compartiendo el punto de vista de uno de los participantes solo para descubrir que entra en su propio campo de visión creando, por consiguiente, la sensación de que hay otro observador. La convención según la cual la cámara preñada de amenaza –la cámara como acosador– sigue los movimientos de una víctima potencial es común a todas las películas de suspense, pero aquí el movimiento desde el punto de vista subjetivo de los participantes hacia el de un tercero oculto crea la inquietud de que hay otro par de ojos extra. Nunca se tiene la sensación de que es el punto de vista de una persona de verdad, de alguien que acecha a Stalker: es como una conciencia adicional (¿la de la Zona?), alerta y a la espera. Quizá a esto se refería Tarkovski al decir que quería que «sintiéramos que la Zona está a nuestro lado». En otras palabras, la persona extra (el otro par de ojos) es nosotros (son los nuestros). La Zona es la película.

 

 

Stalker lanza una de las vendas con tuerca para indicar la ruta que deben seguir. Las tres figuras avanzan hacia tanques, camiones para el traslado de tropas y piezas de artillería herrumbrosos y musgosos. Todo lo cual se observa, más o menos, desde la ventanilla del vehículo quemado con las figuras calcinadas encogidas sobre la ametralladora. ¿Es su conciencia la que implica la observación y la espera silenciosas de la cámara?* ¿Es la Zona un lugar donde los muertos conservan la capacidad de observar y ver, una conciencia absorbida por la vegetación en movimiento que percibe?

Uno a uno desaparecen en una hondonada, primero el Profesor, luego el Escritor y, por último, Stalker. Vemos, por primera vez, que Stalker tenía razón: aquí no hay nadie, ni un alma, solo un cementerio de material bélico abandonado hace mucho, pudriéndose en la hierba, a la intemperie, solo eso y la brisa y la vegetación que mueve la brisa, observadas y observando.

 

 

Un plano largo de los tres, enmarcados por árboles, plantas, follaje, dirigiéndose hacia nosotros, hacia el lugar adonde van. Por primera vez parecen no enanos, pero sí empequeñecidos por el entorno. El sonido a madera de un cuco, que también podría ser una paloma torcaz. Stalker lanza otra tuerca. Como método para encontrar la ruta esto de lanzar tuercas desconcierta un poco. Sugiere que se encuentran a merced de la tuerca, de donde aterrice, como el destino de un jugador lo decide dónde termine la bola en la ruleta. Pero a menos que Stalker sea un patoso, las tuercas siempre aterrizan a escasos metros de donde él quiere, de modo que la ruta no tiene nada de azarosa. Quizá forme parte de la habilidad y la vocación de Stalker: leer el paisaje, ver las señales invisibles en él inscritas –como una vieja que adivina un futuro que solo ella es capaz de ver en las hojas del fondo de una taza de té– deduciendo adónde ir y tirar las tuercas como señales temporales, señales que solo sirven para un viaje. Stalker dijo que Porcupine fue el maestro que le abrió los ojos; se los abrió, presumiblemente, a la relevancia mística de ciertos lugares y marcas, a los acontecimientos imposibles de distinguir de los lugares donde ocurrieron. ¿Cuándo ocurrieron? Ocurrieron aquí y aquí y aquí. Mientras Stalker paseaba a solas para entrar en comunión con la Zona, el Profesor le ha dicho al Escritor que el meteorito –que quizá no fuera un meteorito– aterrizó hará unos veinte años, pero para Stalker lo que ha pasado no puede expresarse ni medirse en esas unidades. La historia de la Zona, para él, es como el Tiempo Soñado Aborigen, no un conjunto de hechos que tuvieron lugar en el pasado, sino que permanecen en las permaprofundidades del presente.

Aparte del lanzamiento de tuercas, no pasa gran cosa. Salvo que la cámara va acercándose, tan lenta y levemente que casi no cambia nada, más allá de que nos alerta –aunque sea subliminalmente– de que siempre está pasando algo o está a punto de pasar o podría pasar. La Zona es un lugar –un estado– de mayor alerta. El menor movimiento cambia algo. Cualquier desvío de la ruta indicada por las tuercas lanzadas, asegura Stalker, es peligroso. Stalker aquí emplea el término «ruta» justo en el sentido opuesto a Milan Kundera en La inmortalidad. Para Kundera una ruta «carece de significado en sí; su significado deriva por entero de los dos puntos que conecta». Mientras que un camino es «un tributo al espacio», una ruta es «la devaluación triunfante del espacio». Kundera emplea el término «ruta» en el sentido de mapa de rutas (que de hecho es un mapa de caminos en el sentido de carreteras). La ruta por la Zona no es más que un tributo al espacio. Pero aunque así sea, el Escritor, temeroso al principio, está hartándose de la idea de planear una ruta que tiene Stalker, consistente en lanzar tuercas. El Escritor será ruso, pero personifica una actitud claramente inglesa: ¡al carajo este jueguecito de soldados! ¿Por qué no podemos ir directamente a la Habitación? Llegaríamos en cuestión de minutos. En otras palabras, la ruta le impacienta precisamente porque no es una ruta en el sentido de Kundera. Es peligroso, repite Stalker. En realidad, el principal peligro parece emanar del propio Stalker. Cuando el Escritor se pone a tirar ociosamente de un árbol, destrozando el lugar, Stalker (quien, no lo olvidemos, hace unos minutos se ha cargado un poste de telégrafos) le tira a la cabeza un pesado tubo metálico por frívolo.

Tras esta pequeña bronca, el Escritor, como es natural, necesita una copa. Stalker, en un gesto muy poco suyo, también parece querer una. El Escritor le pasa la botella, pero cualquier esperanza que pudiera albergar de que Stalker echara un trago, de que al final todo esto resultara el equivalente pedestre de un crucero de borrachera, dura poco. El optimismo boyante que animaba a Stalker tras su paseo solitario dura casi igual de poco; ha vuelto su expresión por defecto de profunda consternación, de congoja generalizada y específica. Stalker vierte el contenido de la botella, un gesto que también podría interpretarse como puya: una ofrenda a los dioses de la Zona, mojarles el gaznate.

Impertérrito, el Escritor insiste en seguir adelante por su cuenta y riesgo, con o sin alcohol. La Habitación parece aún más cerca que antes: ¿a unos cincuenta metros? Camina bastante decidido cuando de pronto la cámara se le pega justo en la nuca, parece que el Escritor se mueve con considerable rapidez. A su modo constituye un ejemplo magnífico de actuación por parte de Solonitsin: rara vez el cogote calvo de alguien ha expresado una combinación tan rica de bravuconada –¡dije que iría y voy!– y puro pavor.*

Stalker ha notado que se levanta viento pero solo cuando vemos al Escritor de frente, avanzando titubeante, nos fijamos en el viento. Las ramas se balancean y se doblan más. La brisa está convirtiéndose en un vendaval repentino. Hemos visto ese viento antes, cerca del principio de El espejo, soplando junto al mismo actor, deteniéndolo mientras se aleja de la mujer que acaba de conocer, sentado en una verja. Ya sensible, el paisaje se anima de pronto. El Escritor insiste en que el paisaje no es más que sus rasgos físicos, que son susceptibles de la medición empírica y el cálculo consciente (que de aquí a allí solo puede tardarse tanto). En este momento el movimiento del viento entre los árboles muestra el inconsciente dejándose sentir, haciéndose visible, reivindicándose. Se produce una abrupta acumulación de ruido, se oye el aleteo de los pájaros. Una voz ordena: ¡Alto! ¡Quieto!, y la cámara se retira, como un francotirador, a las profundidades del edificio. ¿Quién ha dado la orden? El Escritor regresa corriendo como un perro derrotado, exigiendo saber quién le ha mandado parar. ¿Stalker? No. ¿El Profesor? Tampoco. Es su miedo, le dice el Profesor. Está demasiado asustado para seguir y por eso se inventa una voz que le manda parar. Suena convincente, pero lo que tiene la Zona es que se reconfigura constantemente de manera sutil según tus pensamientos y expectativas. ¿Quieres que parezca normal? Es normal… ¿no? Y en ese instante ocurre algo para que pienses que quizá no es normal y, por tanto, hace algo brevemente extraordinario. (¿O no?) Y por tanto vuelve a ser bastante normal. La Zona se manifiesta incluso cuando se reprime… y viceversa.*

Una cosa está clara: la Zona ha sacado aplastantemente de su error al Escritor con respecto a la distinción de Kundera entre «el mundo de las rutas» y «el mundo de los caminos y los senderos [donde] la belleza cambia constante y continuamente; a cada paso nos dice: “¡Alto!”».

Stalker asegura que no tiene ni idea de lo que pasa en la Zona cuando no hay nadie; pero en cuanto entra alguien la Zona se convierte en un sistema de trampas. (Una de las grandes preguntas sin respuesta: ¿cómo es la Zona cuando no hay nadie para verla, para darle vida, conciencia? Iba a preguntar, retóricamente, si la Zona tan siquiera existía en ausencia de visitantes, pero una de las preferencias técnicas de Tarkovski sugiere que la respuesta probablemente sería sí. Los personajes están entrando en plano todo el tiempo, en un marco preestablecido: pantalla y Zona les están esperando, observando y esperando.) Stalker pone el énfasis en lo que queremos de la Zona, en las necesidades que cubre. Pero siempre persiste la cuestión latente, sin respuesta, de lo que la Zona necesita de la gente que entra en ella, de nosotros. ¿De qué sirve un milagro si no hay nadie para presenciarlo?

Todo lo que pasa depende de nosotros, dice Stalker. La relación entre peregrinos –incluso los más escépticos y rematadamente cínicos, incluso quienes no se consideran peregrinos– y la Zona es absolutamente recíproca. Estar en la Zona es ser parte de la Zona. Puede que resulte imposible decir si una acción dada es iniciada por la gente o por el lugar, pero la sensación de que la Zona es un participante activo en lo que ocurre cada vez se hace más tangible. Stalker se dibuja contra un verde tan oscuro que es casi negro; lo que Conrad, con su irresistible necesidad de cargar todas las tintas, habría llamado una oscuridad impenetrable. Esta oscuridad hace que el rostro y los ojos azules de Stalker brillen más cuando habla. ¿Con qué? Con la intensidad de su fe, pero también –y esto es lo que le distingue de los yihadistas o los cristianos renacidos– con la intensidad de su desesperación. La Zona no es simplemente fuente de solaz, el corazón del mundo sin corazón de Marx, es fuente de tormento, un sistema de trampas que constantemente pone a prueba, martiriza y amenaza no solo a sus clientes, sino también al mismo Stalker. Nadie es inmune al capricho de la Zona. Y otra cosa además lo distingue de los yihadistas. Uno de los puntos fuertes de Tarkovski como artista es la cantidad de espacio que deja para la duda. En Grizzly Man, Werner Herzog mira a los ojos de los osos atrapados en la película por Timothy Treadwell y decide que la principal característica del universo –o «la jungla», como lo denomina metonímicamente en Un montón de sueños– es su «abrumadora indiferencia». Para el artista Tarkovski, pese a su fe ortodoxa rusa, pese a su insistencia en que el escenario épico de Utah y Arizona solo puede ser obra de dios, es su capacidad casi infinita de generar duda e incertidumbre (y, extrapolando, maravilla). Lo cual, huelga decirlo, constituye una postura mucho más matizada que la de Herzog. La historia de Porcupine, diría después Tarkovski, podría ser una «leyenda» o un mito, y los espectadores «deberían dudar […] de la existencia de la Zona prohibida». De modo que entregarse plenamente a la Zona, confiar en ella como hace Stalker, no es solo arriesgarse, sino abrazar la traición como el principio a partir del cual dibuja su vida. Por eso su cara es un fermento de emociones: todo en lo que cree amenaza con reducirse a cenizas, el borde del que cuelga amenaza con derrumbarse bajo el peso de su necesidad de él, el peso que también lo sostiene.

Algo más sobre el viento, el viento que nace de ninguna parte: Tarkovski es el gran poeta de la calma en el cine. Hasta tal punto su visión está imbuida por la belleza serena de los iconos rusos como los que pintaba Andréi Rublev. Pero, como él mismo explicó, esta tranquilidad es lo opuesto a la atemporalidad: «La imagen deviene auténticamente cinematográfica cuando (entre otras cosas) no solo vive en el tiempo, sino que el tiempo también vive en ella, incluso en cada fotograma individual. Ningún objeto “muerto” –mesa, silla, vaso– enmarcado aislado de todo lo demás puede presentarse como [si] estuviera fuera del tiempo que pasa, como desde el punto de vista de una ausencia de tiempo». La quietud de Tarkovski está animada por la energía de la imagen en movimiento, del cine, del que el viento es expresión y síntoma. De ahí se deriva el rasgo más distintivo del arte de Tarkovski: la sensación de la belleza como fuerza.*

El Profesor resume el breve discurso de Stalker: ¿así que la Zona deja pasar a los buenos y morir a los malos? (Bueno, es más complicado, obviamente, y también más sencillo.) Stalker no lo sabe. Deja pasar a quienes han perdido toda esperanza, los desdichados, dice, agonizando desdicha, sin caer ni una vez en la cuenta de que él (por definición) podría contarse entre ellos. ¿Alguna vez la desdicha tiene esta capacidad de trascenderse? ¿O es simplemente un camino a futuras desdichas? Las insondables implicaciones de todo ello quizá pesen sobre Stalker mientras da la espalda a la oscuridad y se encamina hacia la luz, donde el Escritor y el Profesor se dibujan contra la niebla y los árboles de la Zona.

En la ultimísima página del epílogo de Las variedades de la experiencia religiosa, William James escribe sobre la buena disposición de la gente a apostarlo todo por la posibilidad de la salvación. Dicha posibilidad, dice James, distingue entre «una vida cuya tónica es la resignación y una vida cuya tónica es la esperanza». Una vez más se deja sentir la imposible paradoja de la relación de Stalker con la Zona. La tónica de su vida es la esperanza, pero la Zona solo dejará pasar a aquellos que han perdido toda esperanza. Los stalkers, como descubriremos más tarde, tienen prohibido entrar en la Habitación. Prohibido, quizá, por su fe –su esperanza– en ella.

Este discurso de Stalker ha afectado al Profesor, que está más que dispuesto a resignarse a una vida cuya tónica sea la resignación. Ha decidido dejarlo correr. Si han alcanzado el punto de no retorno con sorprendente rapidez todavía sorprende más descubrir que uno de ellos ya haya llegado al punto de rendirse. A veces las dos cosas son la misma; la diferencia habitualmente consiste en que solo hay un punto de no retorno mientras que el punto de rendición es constante –lo opuesto a un punto, en realidad– y puede sucumbirse a él en cualquier paso del camino. Sigan adelante, que yo les espero aquí, dice el Profesor. Dada la formidable publicidad generada por la Zona –¡un lugar donde todas sus esperanzas de vacaciones se cumplen!– Stalker no ha demostrado ser muy buen guía turístico. O quizá ha tenido la mala suerte de cargar con dos clientes extremadamente difíciles de contentar. En cualquier caso, los dos han perdido fe e interés en el paquete turístico prometido. (En términos vacacionales hace bastante mal tiempo, seguro que el tiempo habría sido mucho mejor en el destino que elegimos primero, Tayikistán.) El Escritor parece dispuesto a seguir incluso a pesar de lo poco que le entusiasma la idea, pero el Profesor quiere sentarse en ese claro estupendo para una merienda campestre con su termo y su café y esperar a que regresen los otros dos. Desgraciadamente no puede ser. No vuelves por donde viniste. (De modo que aunque quieras rendirte tienes que seguir; otra cosa no, pero la Zona es como la vida misma.) La única opción que les queda es regresar de inmediato. Stalker les devolverá el dinero menos una cantidad por las molestias (tensiones matrimoniales, esquivar balas, mojarse los pies y demás). El Profesor se levanta a regañadientes. Pues adelante, dice, resignado a tener que vivir con esperanza un poco más. Lance sus tuercas. Stalker las arroja y los tres echan a andar, desaparecen por la izquierda de la pantalla. Se oye la llamada de los cucos. La cámara se queda atrás, se levanta ligeramente de manera que, por encima de la niebla, nos muestra la Habitación, la casa en ruinas, que en este momento –el momento en que, según tu punto de vista, se ha vuelto demasiado lejana o apenas digna de una visita– parece más cerca de lo que ha estado nunca.