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Ese es mi mejor intento.

Acabó tan súbitamente como había empezado. Me refiero a la locura, al terrible sueño. O, más bien, desvió el asalto del cuerpo a la mente.

En realidad, no hay duda de que estaba tumbado boca arriba en un estado de semidesnudez poco favorecedora en el suelo poco sentencioso del baño. En el terrible sueño, sin embargo, estaba de vuelta en la casa de Penélope en Manchester, y las palabras «te perdono» me abrían —¿cómo describirlo?—, separándome las costillas y llenándolas con espacio infinito y mentolado. Espacio. ¿Se te puede llenar de espacio? ¿Soy sólo yo? Podía verme la cabeza por dentro. Era una zona capaz de albergar a cada ser del universo, un anfiteatro interminable abovedado por..., bueno, un cielo, supongo, un cielo de un azul gélido y cegador, al que, como cabría esperar, nunca se le veía el fin. ¿Vértigo? Algo así. El vértigo de la felicidad. (Gunn debería tomar nota de esto para un título. El vértigo de la felicidad. Tiene que servir de título para algo. No para esto, claro, pero para algo.) En cualquier caso, nunca lo había sentido antes, ni angélicamente ni de otra manera. Seguía en la mesa de Manchester, seguía observando los más mínimos detalles —los pies descalzos de Penélope en la silla de al lado; los anillos de café y el crucigrama rápido del Guardian a medio hacer (14 Vertical: ¿Perdonar? —8—; lo rellenará más tarde, no hay duda); la puerta trasera abierta con su profusión de colores y su festival de olores; el zumbido de un moscardón que pasaba; mi propia mano; el marlboro con una ceniza de 2 cm quemándose entre el pulgar y el índice—, seguía, como digo, allí. Sin embargo, me sentía, a la vez, liberado, por llamarlo de algún modo, en un reino desde donde era posible tanto sentir lo que estaba sintiendo como observarme sintiéndolo. Y lo que estaba sintiendo es agua que esta red de la lengua no puede atrapar, evidentemente. Inmensidad. Inmensidad interna. Espacio interior para... Bueno, uno duda en decir esto, pero, para todo. ¿Hay alguna otra forma de decirlo? Espera conmigo un momento, estoy buscando... Buscando... No. Espacio interior para todo. El descubrimiento de espacio interior infinito, que me pertenecía y en el cual yo dejaba de tener importancia. En este terrible sueño, mis dedos se aferran al borde de la mesa de Penélope, mis pies se enredan en sus patas imitación de estilo reina Ana. Estoy convencido de que, sin tales precauciones, mi propia ligereza infinita me habría elevado, me habría hecho atravesar inmaterialmente el techo de Penélope y los suelos y techos de los tres pisos de encima, arriba, arriba, hasta lo azul, lleno de espacio, vacío de todo menos de la imponente felicidad, impregnado del conocimiento de que a la vez soy nada y todo, una mota diminuta con la capacidad de expandirse hasta el infinito...

Desquiciante, ¿verdad? Y eso sólo con oír hablar de ello. Mientras tanto, de vuelta en el ranchito de la realidad, me estaba arrepintiendo sobremanera de haber encendido las luces del cuarto de baño. Los halógenos empotrados me rodeaban en posición prona con miradas inquisidoras de luminosidad penetrante. Habría estado muy bien —habría sido lo suyo— haberme levantado y gateado o ido dando tumbos hasta la habitación a oscuras con sus sombras indulgentes y su ventana, tamaño campo de fútbol, llena del crepúsculo londinense. Habría sido justo lo que el médico habría aconsejado. Sin embargo, en lugar de eso, me quedé tendido en el cuarto de baño, con los ojos como platos e inerte, como un paciente mudo incapaz de decirle al cirujano que se acerca a él que la anestesia no le ha hecho efecto, que cuando la cuchilla sibilante entrase, yo la sentiría.

Y eso no fue todo. No, hijo, no. Betsy —sí, Betsy Gálvez— está en su cuarto de baño agarrada al borde del lavabo con la mirada fija en el gran espejo rodeado de bombillas. Tiene los ojos muy irritados y el maquillaje resquebrajado. Lágrimas. De vez en cuando, una parte de ella se levanta y mira a las otras con claridad despectiva. En el piso de abajo, su madre, de ochenta y tres años, está sentada en su silla, donde pedazos de mente la abandonan a cada hora. Durante el día va una asistenta, pero Betsy se ocupa de las tardes y de las noches. Y ahora es de noche. El señor Gálvez quiere que la vieja se vaya y que viva en una residencia. Ridículo, dice (el olor a pis y a medicina, la mente que se deteriora, el helado en el bolso, los arranques de rabia estúpida e impotente), ya que tienen dinero para pagarle la mejor. Pero Betsy (¿te lo puedes creer?, nuestra Betsy) está casada con la idea de cuidar a la vieja porque... Porque... ¿? No lo sé.

«¡No lo sé!», creo que le chillé a los ojos brillantes del cuarto de baño, intentando, al mismo tiempo, ponerme de rodillas..., fallando.

En cualquier caso, estamos con Betsy frente al espejo. Su madre acaba de cruzarle la cara. Betsy no sabe por qué. Por qué es un concepto que roza la irrelevancia en relación con la conducta de su madre. La anciana, Maud, se ha echado el postre por toda la blusa. Han intentado que se acostumbre a ponerse un babero, pero a ella no le da la gana. Por eso, en esta comida, se ensucia. Plátano machacado con nata cuajada y espolvoreado con jengibre picante. La anciana no come virtualmente otra cosa. (Betsy, estos días, siente náuseas, al preparar la comida, después de haber visto, demasiadas veces ya, en qué se transforma al final del viaje por las tripas de su madre. El señor Gálvez no quiere ni estar en la habitación cuando la vieja papea. Betsy lo entiende...) En fin. Betsy, al inclinarse para limpiar la blusa de su madre, ha recibido un punzante tortazo en la boca y una mirada del odio más puro procedente de sus ojos octogenarios aunque aún penetrantes. «Te odio», le ha dicho Maud. «Eres una sucia ladrona. ¿Crees que no sé de dónde viene todo este dinero? No eres más que una ladrona. Llevas puesta mi rebeca. ¿Crees que estoy ciega?» Y Betsy, por una vez, ha sido incapaz de soportarlo. Incapaz, por un momento, ese momento en que sangra por la boca gracias a los granates alternos y al racimo de diamantes de Maud, de soportarlo. Corrió escaleras arriba, ardiendo de dolor y ahogando nudos intragables de lágrimas en la garganta hasta que, a salvo tras la puerta cerrada del cuarto de baño, se colocó frente al espejo y se dejó llorar.

Sin demasiada sorpresa, por cierto, me di cuenta de que yo mismo estaba llorando, justo allí, en el suelo del baño. Sin aspavientos ni gemidos, sólo lágrimas extrañamente refrescantes y continuas. Recuerdo que, en alguna parte de mi subconsciente, el pánico estaba intentando educadamente llamar el resto de mi atención.

—Mientras tenga fuerzas —me pongo a decir, con la voz temblorosa de Betsy—, mientras yo... Oh, mamá...

—¿A quién le estás hablando, loco?

Harriet al rescate. Gracias al Infierno.

—Estás enfermo —dijo—. Tienes la frente ardiendo. Deberíamos llamar al médico. Deja que llame al médico.

—Nada de médicos —dije—. No necesito un médico. —«Haz que se quite la ropa», pensé, cuando una nueva ola de fiebre recorrió mis carnes destempladas. «Haz que se desnude y (y) lo que sea para disimular esta mierda.»

—¿Es así como va a ser? —le dije a aquellos focos del baño llameantes—. ¿Cosas que no sabías? ¿Las tres caras de Eva y todo eso? ¿Sybil?

—¿Qué? —preguntó Harriet. Me había llevado hasta la cama como pudo y había conseguido quitarme los pantalones salpicados—. Declan, cariño, me temo que estás delirando.

Efectivamente. Cada imagen abría aún más espacio en la arena ya sin límites. El cielo azul que la abovedaba se desplegó con una claridad sin fin. Un destello repentino, algo que debería haber sido del todo subliminal: un hombre y una mujer desnudos de pie en medio de una cálida neblina nocturna alzan sus miradas hasta las ramas de un árbol cargado de frutos; se miran el uno al otro; se cogen de la mano; una sonrisa amplia... Quería que parara. Quería que parara de una vez.

Y ahí está Violet («Será Harriet después», pensé, con pavor y fascinación), que ha estallado en lágrimas de repente porque, en un vagón de metro de la Northern Line abarrotado y deprimente, acaba de comprarle un estúpido llavero a una sordomuda que el resto de pasajeros ha ignorado fríamente. Llora porque cuando la sordomuda (de unos sesenta años, ojos azul claro, lunar peludo encima del labio superior, el típico anorak y el olor a mantequilla de los pobres) le ha sonreído y le ha dicho algo incomprensible, Violet, que no se quería comprometer más allá de la caridad mecánica, le ha respondido con cara de perplejidad y con un vale-te-he-comprado-tu-mierda-ahora-vete-y-déjame-en-paz-por-favor. Entonces, la mujer se ha apartado con una mirada de desánimo raído y Violet se ha dado cuenta de que la confusa frase era «Que Dios te bendiga». Esta traducción la paraliza un momento y la deja a punto de experimentar un dolor espantoso. La última mirada de la mujer: «No me entiendes porque no puedo hablar bien; no quieres que te hable porque tienes miedo de que quiera algo más de ti: dinero, amor, tiempo, tu vida; sólo quieres que te deje en paz; está bien, lo sé, pero sólo te estaba dando las gracias». Toda la infancia de Vi pasa rápidamente por su corazón —los niños de los que se burlaba, las pequeñas crueldades, la culpa horrible—, los excesos de la edad adulta también y, con el corazón lleno, baja la mirada hacia el llavero de la muda. Su ardid consiste en una pequeña lista del lenguaje de signos hecha de plástico. En el reverso dice: «¡Aprende mi lenguaje y podremos ser amigos!». Y esto, esto, más que nada hasta ahora, la empuja por el precipicio y rompe a llorar, en público, y no un lloro discreto, no, sino hipidos audibles y sollozos visibles de los que te estremecen el cuerpo...

«Vamos a enseñarte un objeto familiar visto desde un ángulo poco familiar. Por diez puntos, queremos que nombres el objeto...»

No quería nombrar ninguno de ellos, créeme. La mezcla de dicha expansiva y pánico difícilmente contenido me tenían dando espasmos en la cama como un pez fuera del agua, hasta que Harriet —que el Infierno la ampare— me inmovilizó subiéndose a la cama y echándose encima de mí.

Llegados a ese punto —«Shshsh», decía ella todo el rato, «ya está, shshsh»—, llegados a ese punto, me temo que le puse la guinda al pastel de mi actuación cagándome en los calzoncillos y rompiendo a llorar.

* * *

Hidra es una pequeña isla situada en el Egeo, al sur de Poros, al noreste de Spetses, a tres horas en pesado ferri desde el dolor de cabeza de sol-y-diésel de El Pireo. No hay coches en la isla. De hecho, no hay tráfico motorizado de ningún tipo; sólo burros con pestañas ultralargas y jamelgos que han visto mejores días, que esperan pacientemente o en nulidad existencial al sol por todo el puerto o suben sin ninguna prisa, golpeteando con sus cascos los adoquines rosas y plateados, transportando mercancías, turistas y equipaje, con las sexis caderas bruñidas como las de una stripper untada de aceite y finas sombras clavadas rizándose en sus pezuñas.

Llegas allí y has entrado en una zona horaria diferente. La población local es de menos de dos mil habitantes. El puerto es una larga media luna incrustada de una única línea de joyerías y restaurantes, con un museo-fortaleza en un extremo y un destartalado bar de copas en el otro. Los barcos se mecen y cabecean en sus amarraderos. La luz del sol rebota en el agua y marmolea sus cascos. El cielo es una piel alta y estirada de un azul ultramarino puro. De vez en cuando, estratos de nubes. Muy raramente, animadísimas tormentas eléctricas. En verano, el calor y el silencio forman una conspiración tangible en el aire que circula a tu alrededor; puedes cerrar los ojos y presionarlos, dejarte llevar por la vacuidad o soñar. No se te pide nada. Una discoteca en las colinas sirve a los jovencitos itinerantes y a los desesperados adolescentes locales (atrapados en el paraíso, muriendo por salir de allí), pero en el puerto hay bares discretos con horas elásticas y precios caprichosos, donde puedes hablar sin siquiera tener que levantar la voz. Entran para consumir cócteles complejos servidos como postres en vasos del tamaño de platos soperos. Hay un cine al aire libre, un patio sin techo con un proyector ruidoso y una pantalla enrollable, donde, bajo las alas de Cygnus y las faldas de las Pléyades, puedes ver los espectáculos de Hollywood seis años después de que el resto del mundo haya dejado de hablar de ellos. El intermedio es un alto indecoroso a mitad de película calculado a ojo (mitad de escena, mitad de frase, mitad de sílaba); luego, café espeso como el mercurio en dedales de plástico, un estiramiento de piernas, un marlboro. Los chiquillos aquí corren sin supervisión a altas horas de la madrugada. Por desgracia, no les pasa nada.

Pintores sin éxito e inevitablemente fálicos (sombreros panamá, dedos de nicotina, aliento de borracho y pelo descuidado con astucia) vienen hasta aquí para convertirse en peces gordos en el diminuto estanque de Hidra. La piel se les pone marrón, sus placeres se simplifican, se dejan llevar: garabatos de vellos pectorales blancos en las tetillas tiresianas, barrigas cerveceras brillantes por el sol como oscuras ensaladeras, rodillas huesudas, asuntos lánguidos, la peregrinación ocasional a Atenas para correrse jaranas más mundanas. Dejan que la anterior vida de ambición irritada se vaya escurriendo y descubren que se trataba de un estorbo innecesario. Los turistas compran su trabajo porque no tienen ni idea de quiénes son, y les sigue proporcionando camisas de seda, cigarrillos y whisky.

Los aerodeslizadores llegan dando brincos como si viniesen del espacio exterior cada par de horas y canjean a su pandilla de visitantes. O se presenta el ferri, más lento y pesado, que abre gradualmente el buche y regurgita pasajeros que hablan atropelladamente: este es el típico sitio en donde los turistas paran durante una o dos horas, brummies con déficit de atención —«Por aquí no hay muchas tiendas que ver, ¿no, Roger?»— o neoyorquinos de pura cepa con sus consejos lacónicos sobre cómo reorganizar los menús, los burros, la lengua y la isla. Papás bigotudos e hijas rebosantes de vida vestidas de blanco regentan, alcohólicamente, los estancos; los papás se pasan el día fumando, leyendo periódicos, bebiendo, levantando la aturdida cabeza de vez en cuando para bramar o rugir a sus hijas, que no les hacen el menor caso, ya que saben que perro ladrador, poco mordedor; ya que saben, de hecho, que pueden manejar a estos viejos borrachines a su voluntad. No por ello se resignan los papás. Muestran momentos de intimidación magistral delante de los clientes (a quienes sospechan que tampoco engañan), aunque lo que quieren de verdad es quedarse justo como están, tumbados en hamacas con las copichuelas de la tarde, mecidos de vez en cuando por el roce de la cadera de una de las hijas que pasa por el lado.

¿Y esto qué es, exactamente? ¿Un trabajito para la guía Let's Go?

Joder, tío, ojalá lo fuera. Ojalá fuese tan fácil. Escucha esto.

—¿Qué hora es?

—Las siete y veintitrés. Tranquilízate.

—Sí, mejor será, ¿no? Dios. Puto Dios. ¿Cómo va tu dolor de cabeza?

—Mejor.

—¿Estás seguro de que les dijiste que me ibas a traer?

Violet estaba sentada a mi lado en el bar del hotel, en un banquillo alto, con las piernas cruzadas. Vestido de fiesta negro corto, medias negras, zapatos negros de tacón alto, uno de los cuales pende de los dedos del pie. (Todavía no está segura de si dejar que un zapato cuelgue así es señal de que tiene estilo o de que es puta. Aún está en periodo de experimentación.) Era muy rencorosa. El rencor zumbaba a su alrededor como un campo magnético, creando —hay que admitirlo— una terrible atracción cuando rodeaba los hombros lechosos y llenos de pecas, los pechos del tamaño de aguacates, los ojos azules inexorables y pelo prerrafaelista. De nuevo, ya ves, como pasaba con mi querida y no acosada Tracy, no para tirar cohetes, pero irresistiblemente humana, salpicada de imperfecciones físicas (el pinchador habría hecho su agosto con los lunares beige y los nódulos cornalina de Vi) y plagada de las psíquicas. No podía —no podía— quitarme la imagen de Violet llorando en el metro, ni desenmarañarla de la de su infinito narcisismo ante el espejo de la puerta del cuarto de baño. No me extraña que me doliese la cabeza.

A pesar de la racionalización, todavía sospechaba que algo oscuro estaba en marcha, una especie de contracción nerviosa en la periferia de la percepción, un acercamiento, una conspiración, un escalofrío...

—Oh, Dios mío. Dios, Dios, Dios, Dios. Declan, ese es... ¿Declan?

Trent, Harriet y un menganito. Un tipo al que describirías como una estrella de cine, excepcionalmente famoso y atractivo. Así es como lo describirías. A mí no se me impresiona tan fácilmente.

—¿Lo sabías? ¿Por todos los diablos, Declan, lo sabías?

Yo no sabía que él estaba en la ciudad, como al final pareció resultar. Violet, bendita ella, sólo podía contener su comprensible emoción traduciéndola en fuerza y expresándola en forma de apretón de mi muslo que, de no haber pasado lo siguiente, me habría dejado públicamente paticojo.

Cuando los vellos de la nuca se me erizaron y un débil eco, quizá de la voz de mi anfitrión, dijo: «así es como así es como así es...», alguien me dio un toquecito en el hombro y una voz en los límites de mi reconocimiento dijo: «¿Un minuto de su tiempo, señor Gunn?»

Me di la vuelta. Extraño, aquel giro. Una rotación agonizantemente lenta, que pareció emborronar y arrastrar las imágenes: mesas, sillas, vasos y caras. Luego, ya estaba hecho y me encontraba frente a él: un señor esbelto, de piel aceitunada y cara larga, ojos color ciruela, boca sensual, traje de lino color crema, corbata rojo sangre, que iba investido de una presencia que yo no había sentido desde..., desde...

La voz de Gunn me sorprendió con su pequeñez y su fractura cuando salió como pudo al mundo exterior. «Rafael», dije. Sentí que algo raro estaba pasando en mi interior, que una especie de orquídea cerrada se estaba abriendo torpemente. Ligero ataque de pánico, supongo.

Él se aclaró la garganta, sonrió por encima de mi hombro a la todavía apneica Violet, luego me volvió a mirar y dijo:

—¿Podemos charlar un momento en privado, viejo amigo?

—Estás de coña, ¿no?

—No, querido mío, no estoy de coña.

—Para empezar, deja de llamarme «querido mío». No sé por qué ahora os creéis que estoy sufriendo una especie de credulidad galopante, ¿verdad?

—¿Te vas a pensar al menos lo que te estoy diciendo?

—Es una broma. ¿Sabes lo que es esto? Es divertido, eso es lo que es. Es que me parto y me troncho. Y no había otro, no. Es que, de verdad.

Pobre Violet. Supongo que, al final, recuperó el aliento. Divisar a la estrella de cine superfamosa no ayudó, el grito de «¡Declan!» desde el otro lado del bar por parte de Trent, seguido de un gesto de si me apetecía beber, tenía toda la pinta de indicar que se nos iban a unir. No me quedé para averiguarlo. Le eché un vistazo a Violet desde la puerta. Había descruzado las piernas y ahora estaba sentada agarrándose las rodillas. El zapato que había estado colgando —como con estilo, como una puta, como lo que sea— se le había caído. El camarero mantenía la cabeza gacha, ostensiblemente perdida en la lánguida limpieza de una flauta de champán, pero me di cuenta de que había notado mi salida repentina y de que se estaba preguntando en qué lugar lo dejaba eso respecto a la putita de las tetas firmes y el pelo espectacular.

Después vino la noche húmeda de Piccadilly y la cabalgata de tráfico con tos, los árboles con respiración tranquila de Green Park y un palio alto, devastado y cuajado de estrellas, por donde pasaban nubes rápidas.

—Tengo algo que decirte y algo que enseñarte —dijo—, pero aquí no puedo. ¿Vienes conmigo?

—¿Ir contigo adonde, por el amor de Dios? —Al aeropuerto.

Nunca lo había visto así. Nunca lo había visto así, vestido de carne y hueso..., aunque no me refiero a eso. Me refiero a que nunca lo había visto firme. Antes era... Bueno, me refiero a que era un seguidor. No quiso entrar en detalles. Sólo insistió en que podía confiar en él. Que podía confiar en su amor. Que estaba sólo y desarmado. Que sería un vuelo corto. Que no necesitaba llevarme nada. Él llevaba el pasaporte de Gunn en el bolsillo interior. «Has engordado desde que la hicieron», dijo, echando un vistazo a la foto en facturación. Si no hubiese sido porque me picaba la curiosidad, me habría deshecho de él en el Duty Free y habría vuelto al Ritz. Pero ahí me tienes. La curiosidad y yo.

Así que hicimos el vuelo nocturno a Atenas, seguido del viaje serpenteante en taxi hasta bajar a El Pireo, el último aerodeslizador, la isla, las calles dormidas, los eucaliptos, las montañas abarrotadas, el pueblo. Rafael, arcángel bendito del Trono y gobernador, junto con Zachariel, del Segundo Cielo, es ahora Theo Mandros: restaurador, filántropo, viudo y griego.

—Jesús, Jesús, Jesús —dije entre risotadas.

—Lucifer, por favor. Ten un poco de consideración. Sigue siendo doloroso para mí.

—Sabes, obviamente, que estás perdiendo el tiempo, ¿verdad?

Su casa mira al Egeo por el este. Nos sentamos con grandes vasos de ouzo y los pies descalzos sobre las piedras recién barridas de la veranda. Faltaba una hora para el amanecer. Encendí un silk cut y engullí una bocanada de humo. Necesitas un cigarrillo cuando un arcángel transformado, al que no has visto desde hace varios miles de millones de años, te acaba de decir que están a punto de llamarte.

—Oh, venga ya.

—Es la verdad.

—Bueno, se acabó el tiempo.

—Lucifer, no lo entiendes.

—Según lo que pone en el libro, es lo que entiendo. Dios gana y yo voy al Infierno para siempre. Pues qué bien. Por si hay alguien que no esté prestando atención: he estado allí. ¿Sabes? Vivo allí. Puedo apañármelas.

El primer trocito de sol hacía de horno caprichoso de nubes lejanas. El mar esperaba como una novia en su noche de bodas. Rafael movía los pies delicadamente por el suelo. El hielo de su vaso tintineaba.

—No es el Infierno que tú conoces.

—Mira tú. Un Infierno distinto. ¿Cuántos hay?

—Lucifer, escúchame. ¿Nunca te has preguntado qué hay de malo en ti?

—No hay absolutamente nada de malo en mí, querido. Nada aparte de Todo, como es obvio. Supongo que no te refieres a «malo» en ese sentido, ¿no? En el sentido de «contrario a Bueno» con B mayúscula, ¿verdad?

—¿De poco tiempo a esta parte no has...?

—Oh, no empieces con eso, ¿vale?

—Si supieses lo duro que he tenido que luchar para que me permitiesen decirte esto...

—¿No pondría ese tono tan endiabladamente despreocupado?

—Al menos podrías tener la gentileza fraternal de escuchar lo que tengo que decirte. Tu existencia eterna depende de ello.

—De acuerdo, te escucho —le dije. Lo estaba escuchando, supongo, y aun así, una gran parte de mi consciencia, todavía traumatizada, estaba en las musarañas, como vosotros decís. El suave balanceo del Mediterráneo arrugado, la fragancia agridulce de los olivares, la piedra y el polvo frío entre mis pies desnudos, el anís helado, el incesante sonido bronco de las cigarras, la conmovedora brisa del alba...

—Nunca has sido tú —continuó Rafael y, durante una milésima de segundo, el mundo entero y todo aquel que lo habita parecieron dejar de respirar. Miré mi bebida. El hielo casi se había derretido. Un gorrión apareció de la nada y se posó en la terraza. Ladeó la cabeza, me examinó brevemente y luego se marchó con su agitado batir de alas.

—Supongo que vas a explicármelo, ¿no? —dije.

—Nunca has sido tú —repitió—. Todo de lo que has creído ser responsable... Bueno. No lo has sido.

Y yo pensé: «Qué raro hundirse en la oscuridad cada noche, tener que esperar otra vez a que salga el sol. A pesar de eso, no es un ritmo del todo desagradable». Me reí entre dientes.

—Veo que no te estás tomando esto en serio.

—Lo siento —le dije—. De verdad. Perdón. Deja que me ubique... Mi mente, ya ves. Desde aquel desafortunado viaje a Manchester... —Me serené. Sin embargo, me costaba la vida mantener puesto el tapón a las burbujas de risa que insistían en hacerme cosquillas por dentro.

—Lucifer. ¿Me entiendes? El mal en el mundo..., tu objetivo, lo que te ha hecho seguir adelante ha sido la creencia de que, por lo menos, podías mezclarte entre los mortales y pervertirlos. Esa ha sido tu identidad, ¿no? ¿Tu esencia? ¿Tu raison d'être?

—Me gusta pensar que es un pasatiempo necesario.

—Hayas pensado lo que hayas pensado, querido, te has equivocado. El mal que hacen los hombres —y sé que no hay manera de prepararte para esto— no tiene nada que ver contigo. ¿Me explico? ¿Lo vas viendo claro?

—Como el agua. ¿Qué es esto? ¿Ahora nos hemos vuelto existencialistas o qué?

—Sé que tienes miedo. No lo tengas. No pienses (no, por favor) que la risa sirve de algún modo para disfrazar el miedo. Ambos sabemos que no es así. Los mortales son libres, Lucifer. Lo que han hecho lo han hecho por ellos mismos. Crees que se lo has enseñado todo. Imaginas que la transcripción de tus tentaciones llenaría bibliotecas del tamaño de galaxias, y así sería. Pero ni una de esas palabras ha llegado a los mortales. Tus palabras, mi querido Lucifer, han llegado a oídos sordos.

—En ese caso, lo que tienes que hacer en realidad es quitarte el sombrero por lo que han conseguido.

—Por favor, viejo amigo, créeme. Sé que esto te causa dolor, pero tu tiempo se está agotando. Rogué al Cielo que me dejaran venir para poder ayudarte.

—¿Ayudarme a qué?

—A tomar la decisión correcta.

—Y eso quiere decir que...

—Tomes el camino del perdón.

Encendí otro cigarrillo, riendo entre dientes.

—Rafael, Rafael, mi querido y tonto Rafael. ¿Y has renunciado a tus alas para dar un recado tan vano?

—Alguien tenía que advertirte.

—Está bien, me considero advertido.

—Nelchael no va a encontrar el alma de ningún escribano en el Limbo, Lucifer.

Eso, debo admitirlo, me dejó con la mosca detrás de la oreja. Sin embargo, si en algo soy bueno es en el arte de fingir. Respiré profundamente y solté un par de anillos de humo musculosos. Ahora, la primera luz del día se abría en el horizonte. Por allí cerca alguien llevaba un caballo por los adoquines. Oí a un hombre toser, expectorar una flema, escupir, aclararse la garganta y seguir caminando.

—Veo que estás sorprendido —dijo Rafael.

—¿Ah, sí? ¿De verdad? Entonces también habrás notado que... —vaciando el último trago de ouzo en mi gaznate hormigueante— necesito otro vaso fresquito. Bastante buena, esta ridícula bebida. Estos griegos... Holgazanería, silogismos, historias de puta madre... Ahora, sé un buen chico y ponme otra. Después de todo, me acabas de dar unas noticias inquietantes.

En realidad, no puedo describir cómo me sentía. (La condición del escritor, por los siglos de los siglos, amén...) Desde luego, hubo cierto desinflamiento. No por el rollo ese de no-tiene-nada-que-ver-contigo, sino... Bueno. Uno tiene esperanzas, ¿no? Me refiero a que sabes que estás soñando pero como que todavía esperas que...

—¿Y qué pensabas que ibas a hacer con el alma de Gunn si la encontrabas? —preguntó al volver del interior fresco, acompañado por el tintineo de los cubitos en las bebidas recién servidas.

Me reí, en ese momento, con la franca generosidad de un sinvergüenza desenmascarado.

—Ah, pues no lo sé —dije—. Meterla en el Infierno, de alguna forma. Colarla en el Cielo de extranjis. ¿Qué te crees, que allí arriba no se puede untar a la peña? Vives en un mundo de fantasía, Rafa. En cualquier caso se habría quedado un cuerpo vacío. Estoy seguro de que hasta tú le ves el atractivo. ¿La segunda residencia de lujo y todo eso? Aquí abajo no se está tan mal, ¿verdad? ¿Eh? Es decir, tienes ojeras, señor Theo Calamari Mandros, si no te importa que te lo diga. No parece que hayas pasado tu estadía iluminando manuscritos y salvando chapiteles.

Él espiró pesadamente.

—No has escuchado ni una sola palabra de lo que he dicho.

—Sí que lo he hecho.

—¿En serio pensaste que podías hacer algo de eso sin que Él lo supiese?

—La verdad es que no. Pero míralo desde mi punto de vista. Me refiero a que tienes que probar estas cosas, ¿no? Está lo que se llama levantar la moral, cuando ya está todo dicho y hecho. A los chicos de Abajo les habría encantado, ya sabes. Estaba pensando en la multipropiedad.

—Querido, dudo de que tuvieras intención de compartir tu tesoro con alguien.

—Oh, qué cínico.

—Lucifer, por favor. ¿Me quieres escuchar?

—Te estoy escuchando. Sólo me gustaría que dijeras algo sensato.

—¿Sabes qué significa el Día del Juicio Final?

Bostecé y me restregué los ojos. Apreté los dedos pulgar e índice a cada lado de la parte superior de mi nariz como hacen los que prevén un dolor de cabeza.

—¿Te desbarato mucho los planes si echo un sueñecito? —dije.

Él se llevó las manos, de dedos largos, a la cara.

—Qué pérdida de tiempo —dijo, como a una tercera parte invisible.

—Mira, Rafa, sé que esto es supermegaimportante y todo eso, pero si no duermo un poco ahora, mañana estaré hecho una auténtica mierda. Había pensado que podíamos ir a hacer parapente.

Durante unos momentos de tensión, sólo se me quedó mirando. El sol estaba ya del todo fuera y yo quería escapar de él a toda costa. Su cara estaba llena de tristeza y de nostalgia. Me hizo sentir bastante mal.

Hizo ese movimiento de mandíbula nervioso de hombre-que-contiene-visiblemente-sus-emociones y, luego, dijo:

—Te enseñaré tu habitación.

Cuando desperté, estaba oscuro. Sueños de fuego, flashbacks de las primeras y vacías conflagraciones del Infierno. Me desperté farfullando y empapado en sudor. Estaba tumbado en la posición lateral de seguridad y había babeado la almohada. A mi lado, en la cama, vi un volumen abierto con una nota escrita a mano de caligrafía espantosa:

Querido L.:

He creído que era mejor dejarte dormir. Tengo que ir a Spetses a ver a uno de mis gerentes. Estaré de vuelta esta noche sobre las nueve. Estás en tu casa. Mi ropa te quedará bien. Sé que anoche estabas triste, pero quiero que sepas que me alegro mucho de verte de nuevo después de tanto tiempo. Por favor, no cometas ninguna imprudencia, todavía hay mucho que decir.

R.

Me sentía como el culo. El ouzo había desembarcado su escandalosa milicia en mi calavera y allí había campado a sus anchas. Por supuesto, el libro no había sido escogido al azar. Las Elegías de Duino, de Rilke. De algún modo, sabía que este era el tipo de conducta humana gilipollas que sólo se le podía ocurrir al Rafael encarnado. Notas, islas griegas, poesía. Ya me conoces, por supuesto. Tuve que ponerme a leer la bendita carta:

Preise dem Engel die Welt...

Ay, perdón. Quería decir:

Alabe el mundo al ángel. No el mundo inefable. Ante el ángel no puedes jactarte de tu sentir esplendoroso; en el universo, donde él, más sensible, siente, eres un novato. Por esto, muéstrale lo sencillo, lo configurado de generación en generación, lo que como cosa nuestra vive junto a la mano y en la mirada. Dile las cosas. Se quedará más asombrado.

Lancé el libro contra la pared entre maldiciones. Llegó un momento —me atrevo a decir que tú mismo has tenido unos cuantos de estos— en que cada detalle de mi situación actual se aferraba a los demás en forma de terror desaforado y repentino de insoportable consciencia y, simplemente, no podía soportarlo ni un segundo más. Allí y en aquel preciso instante, dando una arcada y un gruñido, me desgarré del cuerpo de Gunn, arrugado por el sueño, con la firme intención de abandonar esta absurda pesadilla de una vez por todas y volver al recinto familiar —aunque ardiente— del Infierno, donde, al menos, las cosas tenían un doloroso sentido.

Sabía, incluso en el acaloramiento de ese momento de irritación, que iba a doler. Sabía que el dolor de mi espíritu desprovisto de su carne prestada me iba a sorprender. Me había preparado, pensé, para afrontarlo con una gran sonrisa (o mueca).

Sin embargo —¡por el ojete chisporroteante de Batarjal!—, no estaba preparado para lo que me sobrevino. ¿En verdad podía llegar a ser tan malo? ¿En verdad había podido existir en una fragua tan furiosa de rabia y dolor todos estos putos años? Desafiaba la fe. Fue entonces cuando, por primera vez, caí en la terrible cuenta de que iba a costarme muchísimo acostumbrarme de nuevo al dolor. Y mi espíritu se retorció por encima de la cara de las aguas.

No era nada bueno. No estaba listo. Necesitaba más tiempo para prepararme. Ejercicios de calentamiento acompañados de algún tipo de dolor físico con el equipamiento de Gunn, quizá. Un paseo por brasas ardientes. Un dentista principiante. Autoelectrocución. Un baño ácido. Algo que me pusiera en forma otra vez. De cualquier manera, la incorporeidad por el Egeo en aquel momento era impensable. ¡Imagina que vuelvo con los chicos del sótano en ese estado! Dios, se reirían de mí. Me imaginé lo que el cabrón de Astaroth pensaría.

Rafael me encontró en el cine al aire libre. La lista de Schindler. No es que prestara mucha atención a los diálogos o a las imágenes. Era sólo que necesitaba la oscuridad y la silenciosa presencia de otros cuerpos de carne y hueso. El señor Mandros, Theo, presidente de honor del museo y proveedor de viandas griegas, llegó casi al final. Una mantecosa matriarca hidriota, de gigantesca cabeza de pelo negro, ahuyentó a su retoño del tamaño de un mosquito para dejarle un asiento libre. Aquí es querido y respetado. Es una eminencia. Supe por qué había venido. No pudo seguirme al Infierno hace todos esos milenios, pero podía seguirme, con el beneplácito del Viejo, a la Tierra.

—El que salva una sola vida —le decía Ben Kingsley a Liam Neeson—, salva al mundo entero.

Me levanté y eché a andar indignado.

—Lucifer, espera.

Me alcanzó en la calle. Me dirigía a una taberna apeteciblemente oscura e incitantemente vacía en la bifurcación de dos caminos adoquinados, y no me paré. Vino todo el tiempo a mi lado y no dijo una palabra hasta que estuvimos dentro, sentados en una mesa con bancos. Revestimiento de madera oscura; absurdos adornos marítimos; olor a marisco y a aceite quemado; una máquina de discos que parecía funcionar a gas. Un jack daniel's cuádruple para mí, cortesía de la casa, cuando el tabernero, un bandido bajito de ojos rojos, bigote de Zapata y antebrazos peludos, se dio cuenta de con quién estaba; el señor Mandros tomó ouzo y pidió aceitunas y pistachos. Yo me senté y lo observé después de que nos los sirvieran de inmediato.

—Esto es una puta mierda —dije—. Hace dos semanas, no, espera, hace tres semanas recibí un mensaje de nuestro amigo que decía que el Viejo quiere hacer un trato conmigo. El espectáculo de los humanos está llegando a su fin y yo soy un cabo suelto que Él quiere atar. Me da la posibilidad de la redención. Lo único que tengo que hacer es vivir el resto de la miserable vida de este triste saco de mierda sin cometer ningún acto vil en extremo. Rezar por la noche, ir a misa en Semana Santa y Navidad, querer a la gente, las chorradas de siempre. Un gran reto para mí, como es obvio, si tenemos en cuenta lo de mi orgullo y todo eso, lo de que yo soy la segunda entidad más poderosa del universo y lo de que me ha dado por ser el Mal Absoluto. Así que pensé, ¿qué coño?, voy a coger la oferta del mes de si-no-queda-satisfecho-le-devolvemos-su-dinero, vivir a tope y luego decirle el día uno de agosto que se meta Su redención por donde Le quepa. Ahora vas tú y te presentas con tu imperio del kebab y tu traje de Bogart y me dices que toda mi existencia ha sido una ilusión y que el Infierno que yo conozco no es el Infierno al que voy a ir.

—Sí.

—¿Y se supone que me tengo que tomar esto en serio?

—Sí. Sabes que no estoy mintiendo.

—No, no estás mintiendo, Rafael, pero, definitivamente, tampoco lo estás soltando todo. —Me dedicó una sonrisa triste y medio avergonzada.— Muy bien, señor Theo Musaka Mandros —continué—. Dime lo que crees que necesito saber.

—Él sabía lo que ibas a hacer. Él sabía que no ibas a escoger la vía mortal.

—Sí, bueno, para que lo sepas, eso es la omnisciencia.

—Todos lo sabíamos. Todos hemos estado observándote.

—Y os habéis hecho unas pajillas, seguro.

Ahí hubo una rara pausa, mientras él miraba su ouzo y yo me encendía un silk cut.

—Él sabe que el Infierno no teme por ti. Las palabras del Juan mortal sustituían aquellas que no podían ser pronunciadas. Te conoce, Lucifer, aunque tú pienses que no. Él te conoce.

—No en el sentido bíblico.

Ahora fue él quien se restregó los ojos. Lo hizo rápidamente, como si luchara contra un ataque repentino de sueño.

—El Infierno va a ser destruido —dijo—. Por completo y para siempre. No quedará ni rastro del mundo que conoces y no quedará ninguno de tus hermanos caídos. ¿Lo entiendes?

—Sí, lo entiendo.

Pobre Rafael. Dividido en dos. Alargó la mano por la mesa y la puso sobre la mía. Tenía los dedos aceitosos de las olivas.

—Crees que no se te ha echado de menos, Lucifer —dijo, con los ojos empañados—, pero no es así.

Bueno, no me gustó nada cómo me hizo sentir eso. El jack daniel's estaba pegando fuerte y en algún lugar de las entrañas de la taberna un altavoz cascado emitía una versión griega, instrumental y surrealista, de Stairway to Heaven. Empecé a tragar, en vano. Estupendo, de puta madre.

—De acuerdo, señor Mandros —le dije, haciéndole el gesto de «lo mismo» al camarero adormilado en un intento de autocontrol—. Si tienes todas las respuestas, contesta a esto: si todo lo que dices es verdad, si el Día del Juicio Final está cerca y, con él, la destrucción de mi reino, si Sariel, Thammuz, Remiel, Astaroth, Moloch, Belphegor, Nelchael, Azazel, Gadreel, Lucifer y todas las gloriosas legiones del Infierno van a ser aniquiladas para siempre, entonces, ¿por qué no debería yo abrazar el olvido? Mejor reinar en el Infierno que servir en el Cielo, sí. Mejor incluso no estar que estar y servir. ¿Qué miedo a la muerte hay en mí?

Los ojos del pobre Rafael, incapaces de cruzarse con los míos. Cuando habló, lo hizo como dirigiéndose a la mesa manchada de cerveza. Su voz llegó en forma de ensalmo rotundo.

—Dios se llevará las almas de los rectos y las huestes angélicas. El mundo, el universo, la materia y la Creación al completo serán deshechos. Sólo quedará Dios en el Cielo. El Infierno y todos sus caídos serán destruidos. En su lugar, quedará la nada separada totalmente de Él. La nada eterna, Lucifer. Un estado de donde nada viene y donde nada entra. Sin excepción, nada. El habitante de tal estado existiría en absoluta soledad y singularidad. Para toda la eternidad. Solo. Para siempre. En la nada.

El Infierno, ¿no lo dije en algún sitio?, es la ausencia de Dios y la presencia del Tiempo.

Después de una larga pausa (la deprimente versión de Stairway reemplazada ahora por la interminable exhalación de electricidad estática o siseos de los altavoces), levanté la mirada y me crucé con los ojos afligidos de Rafael —Oh —dije—, ya veo.

(Era algo en lo que pensar durante el viaje de vuelta a Londres. Pongamos por caso que, por un momento, me lo pensara, cosa que sería absurda. Era una especie de victoria, si te parabas a pensarlo. El último hombre en pie y todo eso. Ya me entiendes, si lo miras desde ese punto de vista. Algo así.)

—Entonces, ¿todo esto... qué es, para ser exactos? —le pregunté a Rafael, retóricamente, la noche antes de irme—. ¿Lo mejor que me puedes ofrecer? ¿Que tú y yo vivamos en una isla griega leyendo a Rilke y dirigiendo sin mucho rigor media docena de restaurantes hasta que al Viejo se le crucen los cables y cierre el chiringuito?

—Hay vidas peores —me contestó. Ambos estábamos de nuevo en la terraza. El sol se había puesto, chillón, con pasión agotada; lo habíamos visto desde el lado oeste de la isla, tras haber dado un paseo en dos de las yeguas alazanas de Rafael y almorzado aceitunas, tomates, queso feta, pollo frío y un tinto color ciruela con regusto picante. Me había tendido bajo la sombra moteada de un eucalipto y él se había ido a pescar. Para dejarme un poco de espacio. Ahora, de vuelta en la casa, estábamos sentados frente a la sombra cada vez más profunda del mar y a la primera profusión tenue de estrellas. Era divertido pensar que las estrellas iban a desaparecer. Era divertido pensar que Todo iba a desaparecer. Menos yo. Divertido.

—Pensé que necesitarías... —Se notó que iba a decir «ayuda»— compañía. La vida mortal no es nada fácil, ¿verdad?

Pensé en la foto de la madre de Gunn y en los tristes rinconcitos del piso de Clerkenwell.

—No, a menos que estés preparado para hacer un esfuerzo —dije—. Y la mayoría de los mortales no lo están. Siempre lo hemos sabido. Que la dedicación a ellos sería una puta pérdida de tiempo.

—Como la del joven Wilde a la juventud.

—No fue Wilde —contesté con brusquedad—. Fue Shaw.

Más tarde, después de que aquel pequeño intercambio piccante se quedara suspendido entre nosotros como algo exorcizado a medias, vino a mi habitación de madrugada. Sabía que él sabía que yo estaba despierto, así que no me molesté en fingir que estaba dormido. La luna estaba alta, un pétalo solitario de sinceridad proyectaba luz pétrea en el Egeo, en el puerto dormido, en la montaña, en la terraza, en la terra cotta, en la colcha con flecos de seda, en mis brazos desnudos. Sus ojos eran esquirlas de ágata. Me habría hecho gracia si la cama hubiese hecho un ruido tonto cuando se sentó —un ñiñi ñiñi o un boing boing—, pero el colchón, sólido y silencioso, no ayudó. Yo había bebido demasiado y aun así, no lo suficiente.

—No, Rafael —dije.

—Lo sé. No es eso. Sólo quiero decirte que, por favor, te lo pienses, ¿vale?

—Aunque parezca grosero no hacerlo, dado que tenemos la carne.

—No juegues conmigo, por favor.

—Lo siento. Lo sé. La verdad es que hay muchas posibilidades de que te hubiese pegado algo. —Él no lo entendió—. Algo malo —dije. Él tenía el torso desnudo y llevaba sólo los pantalones claros del pijama. El cuerpo de Theo Mandros era moreno y delgado, con músculos raquíticos en los largos brazos y una barriguita de patetismo casi insoportable. A su difunta esposa le encantaba; el fantasma de su amor todavía la rodeaba en forma de curvita de la felicidad. A Rafael le pegaba eso.

—Dime algo —dijo.

—¿Qué?

—¿Por qué te resulta tan difícil admitir que te lo has planteado?

—¿Plantearme, qué?

—Quedarte.

Medio reprimí una carcajada disfrazándola, aunque no del todo, de tos. Alcancé con toda tranquilidad un cigarrillo y lo encendí.

—Supongo (difícil de aceptar) que te refieres a quedarme aquí, como humano, ¿no?

—Sé que te lo has pensado. Conozco la seducción de la carne.

—Cuánto pareces saber, señor Mandros. Me pregunto por qué te molestas en preguntarme nada.

—Conozco tu capacidad para el autoengaño.

—Y yo conozco la tuya para la credulidad. Sin mencionar tus encaprichamientos de tío moña.

—Te mientes a ti mismo.

—Buenas noches, campeón.

—Apartas la mirada del verdadero atractivo de este mundo a propósito.

—Y ese atractivo es... ¿Qué, exactamente? ¿Las margaritas? ¿El cáncer?

—Que es finito.

Oh, qué de cosas desagradables estuve a punto de soltarle en aquel momento. De verdad. Tiene suerte de que fuésemos viejos colegas. A fin de cuentas, me alegraba de que las operaciones inminentes no le afectaran.

—¿Lucifer? —dijo, poniendo una mano en mi cadera—. ¿Tan terrible te resulta la idea de abrazar la paz del perdón? ¿No sería la redención el mayor regalo que Él podría hacerte? ¿Nunca, en todos estos años, has anhelado volver a casa?

Suspiré. Me he dado cuenta de que, a veces, suspirar es justo lo que necesito. Ahora, la luz de la luna descansaba en mí cara como un velo fresco. Las puertas de mi habitación daban a la veranda; a la pared blanca; a la geometría impenetrable de las constelaciones. «Ahora vendrá una epifanía», pensé. «Si se tratase de la historia de cualquier otro, ahora sería el momento en que la marea cambiaría, y le acompañaría un correlato objetivo de sodomía descrita con lirismo, sin lugar a dudas. Si se tratase de la historia de cualquier otro puto diablo.»

—Rafael —dije; luego, muy en mi papel, añadí—: Rafael, Rafael, Rafael. —No sé cómo, pero no produjo el efecto que esperaba. No por ello dejé de presionar—. Deja que te pregunte algo, chaval. ¿Crees que estoy desesperado?

—Lucifer...

—¿De verdad crees que vivo en un estado de absoluta desesperación?

—Por supuesto que sí. Por supuesto que sí, querido, pero lo que intento aconsejarte es que...

—Yo no estoy desesperado.

—¿Qué?

—Lo que has oído.

—Pero...

—La desesperación es ver la derrota más allá de toda esperanza de victoria.

—Oh, Lucifer, Lucifer.

—Repito: no estoy desesperado. Ahora, vete a la cama, joder.

No lo hizo. Se quedó allí sentado, a mi lado, con la mano apoyada en mi cadera y la cabeza ladeada. Puede que me equivocara, pero creí ver la luz trémula de unas lágrimas. (Y sé que esto es tremendamente horrible, pero la verdad es que sentí los primeros indicios escrotales de una erección inminente. Típico.)

Esta vez fue él quien suspiró y dijo:

—¿Qué vas a hacer?

—Me vuelvo a Londres.

—¿Cuándo?

—Mañana. Necesito... —¿Qué necesitaba? ¿El piso? ¿El Ritz? ¿Terminar el guión? ¿El libro? ¿Comprobar como un gilipollas los detalles de mi próxima aventura? (Bueno, ya dije al principio que no iba a contarlo todo, todo...)—. Necesito reflexionar sobre esto a solas. Sobre lo que me has contado. No es que no te crea...

—No me crees, Lucifer, lo sé. ¿Por qué ibas a hacerlo? ¿Por qué no pensar que todo esto no era más que una estratagema para..., para...

No pudo terminar. Se levantó y se dirigió a paso suave, enfundado en los largos pies descalzos de Mandros hacia la puerta, donde se detuvo y dijo, mirando las baldosas:

—Sólo quiero que sepas que aquí estoy. Yo ya he tomado mi decisión.

—¿Sin mes de prueba? —le pregunté.

Vi el brillo de sus dientes a la luz de la luna.

—Hace mucho tiempo —dijo—. Ahora, esta es mi casa. —Luego, otra vez al suelo—: Y la tuya también, viejo amigo, siempre que la necesites.

* * *

No sé cómo lo llamarías. Goin Loco down in Acapulco, salvo que no era Acapulco, era Londres. Una juerga de despedida, supongo. Una turca. Una jarana. Una orgía. Estuve pensando en rematar la última semana en Manhattan, pero el jet lag me habría dejado hecho polvo y cada hora era preciosa; a finales de semana en Londres, y yo todavía pensándomelo. Lo primero que hice fue mandarle a Betsy la mayor parte de esto por correo electrónico con instrucciones de que lo leyera y de que lo mandase a los de siempre a la orden de ya. Si la idea de escabullirme del pellejo de Gunn no hubiese supuesto la idea del dolor insoportable, le habría hecho una visita incorpórea a los mandamases de la editorial Picador, de Scribner, de Cape o de quien coño fuese para urdir las argucias necesarias; pero el recuerdo de mi gran ¡ay! sobre el Egeo estaba aún muy reciente. No había necesidad de repetir eso a no ser que fuese estrictamente necesario. En fin, la cuestión es que me dejé llevar. Ya lo creo que me dejé llevar, colega. ¿Has probado los mangos flambeados? Ahora hay tantas flores en mi habitación que casi no puedo sobetear a más de tres nenas EXXX-Quisitas sin chocarme con un jarrón o estropear un capullo. He rondado por parques y jardines de la ciudad día y noche abusando de olores de todo tipo, desde sábanas recién lavadas a diarrea de perro. Me he peleado a puñetazos en el Soho (gané, quizá no sea una sorpresa, ya hace mucho de aquella noche con Lewis y su barbas) y he hecho puenting sobre el Támesis. He esnifado y echado las tripas con lo mejorcito de Bolivia por un valor de tres de los grandes, me he metido éxtasis, ácido, anfetas, lo he flipado, me he chutado, colgado y desmayado. Me he dejado embelesar por el viento tibio y empapar por la lluvia. La sangre es un jugo de la más rara calidad... Oh, he manipulado, sí, la piedra, el agua, la tierra, la carne... Anoche nadé en el mar. No te rías, fue en Brighton, donde la riqueza del aire cargado (algodón de azúcar, mejillones, perritos calientes, palomitas) y la delirante banda sonora del muelle dejaron caer las armas nucleares de la niñez de Gunn sobre mi cabeza, haciéndome perder momentáneamente el equilibrio. Me di la vuelta como una cría de foca y nadé de espaldas. El agua era una mancha oscura y salada, el cielo hacía diagramas con el mito. Me sentí deprimido (sin mencionar que tenía un frío de mil demonios, sólo aliviado por los menos de cinco segundos de dicha calentita al vaciar la vejiga de Gunn) allí suspendido, completamente solo, volviendo la vista a la cadena de luces de la costa. Además, por poco me ahogo, porque me quedé medio traspuesto con la coca en vez de patalear para volver a la playa. Me pregunto dónde nos habría dejado eso. (Me pregunto muchas cosas estos días. Debéis de pasaros toda la vida con ese jueguecito de preguntaros cosas.) Sin embargo, el tiempo —este Tiempo Nuevo, ¡cómo vuela!— ha hecho su trabajo. Cada hora pasa, no importa lo impresionantemente alta que sea la pared de tu terror.

El funk, el jive, el boogie, el rock and roll..., el peso del cuerpo arrastra a este al canto fúnebre del cortejo oscuro. Esto no bastará, ni para ti ni para mí. Mañana es la fecha límite y, tras una semana de excesos, me siento extrañamente atraído por la previsible pequeñez del piso de Clerkenwell. Parece ser que uno encuentra consuelo en las grietas más inertes de la vida: el tintineo de la cuchara en la taza; el cristal empañado por el vapor de la hervidora; el poema gastado del suelo, lleno de goteos y gruñidos; el zumbido poco sentencioso del PC; la enclenque campaña del ventilador contra los matones fornidos del verano de Londres. (No creo que el cuerpo de Gunn esté muy bien en estos momentos. Lo blanco de los ojos contiene capilares asustados y pupilas acojonadas. Su espalda me está matando y sus dientes pican. Los conductos del cerebro vibran y chirrían llenos de mucosidades, e incluso Harriet se lo pensaría dos veces antes de dejar que esta lengua musgosa y maculada anduviese cerca de sus partes sensibles.) Además, necesito un sitio tranquilo donde pensar y terminar esto de una vez.

Imagina que fuese cierto. No es cierto, obviamente, pero aquí tienes a un masoquista que va a tener sus quince minutos. No puede..., no puede ser cierto. Pero imagina que lo fuese. Una vida cómoda —el señor Mandros haría de sala de descompresión, de zona de descanso, una especie de sala de llegadas—, no opongo ninguna objeción teórica real a vivirla con moderada decencia ética; hay mucho que disfrutar en el reino de las percepciones que no me haría ir de cabeza a la cárcel o a la silla..., ya sabes: tulipanes, besos, nieve, puestas de sol, viajes, y así hasta la muerte, la temporadita purgativa obligatoria y luego a casa. A casa.

¿Casa? ¿Cuánto tiempo hace que esa palabra no significa otra cosa que el Infierno? Lo cual me recuerda que todavía tengo pendiente el asuntillo de..., ah... Todavía perdura, muy vívidamente en mi memoria, el recuerdo de lo que fue sentir la versión incorpórea de mi existencia la semana pasada. En otras palabras, joder cómo mataba. No puedo evitar pensar que eso me echa un poco para atrás. Tendría que haberlo previsto antes. Debería haberme mantenido en forma con escapaditas nocturnas y regulares del cuerpo. Debería haber hecho turnos.

Por supuesto que voy a seguir así, como si me lo estuviese pensando. Me refiero a pensando en quedarme. Pensando en ser Declan Gunn. Por supuesto que voy a seguir así, como si dentro de poco no fuese a haber ruedas de un tipo muy distinto de movimiento cacofónico. Por supuesto que voy a...

Bueno.

No voy a encender ninguna de las luces del piso. La penumbra caldeada y la lluvia constante me reconfortan. Como el sol y el silencio de Hidra, me conducen lentamente al sueño. Hay tormentas eléctricas desde primera hora. La verdad es que nunca había visto tormentas desde vuestro lado. ¿No hacen que te replantees lo que aprendiste en la escuela? ¿No oyes un trueno y piensas: todo ese rollo de la atmósfera no es más que una gilipollez; el cielo está hecho de hierro y a veces se mueve y retumba porque millones de toneladas de bloques y placas sufren el mismo proceso tectónico que la Tierra, y generan esto, este cielomoto? Oh, sí, la atmósfera ha sido capaz de hacer trucos espectaculares desde esta madrugada. He contemplado los rayos revelados en fogonazos, la terrible varicosis del cielo. La lluvia se ha estado precipitando hacia el suelo como con fanatismo religioso o político. Las nubes tienen el aspecto de oscuras hemorragias internas. Seguro que levantas la vista del Cosmopolitan cuando pasan este tipo de cosas, ¿verdad? Seguro que sueltas un momento la Play.

Se me olvidaba. Por supuesto que no lo haces. Por supuesto que no lo haces. Me he pasado la vida entera asegurándome de que no lo harías. ¿Cómo se me ha podido olvidar?

En verano, cuando el tiempo es... ¡Cómo vuelan los minutos! Las seis y seis, el segundo cinco se ha metamorfoseado en el seis justo cuando mis ojos se fijaban en la hora. Pequeños números rojos en la oscuridad. ¿Es que alguien me está tomando el pelo? Betsy va a tener que cortar esto. No tengo tiempo de

* * *

Aquí termina el escrito de mi hermano Lucifer, y aquí empieza el cumplimiento de mi deber.

Demasiado formal, Rafael. Incluso ahora, su voz encuentra tiempo para amonestarme. Intenta no parecer un mariquita repelente, anda.

No puedo evitar sonreír. Debe estar ocupado, pero aun así, encuentra tiempo para criticar mi estilo. Bueno, debo intentar complacerlo.

Interrumpí su última frase. A pesar de todo, en Hidra me dijo que no podía dejar que se enfrentara a este dilema solo. Volví a Inglaterra en un vuelo que tuvo que esquivar tormentas en su camino a Heathrow. Tormentas por doquier, según el copiloto; un fenómeno inusual. El miedo a la muerte de mis compañeros pasajeros llenaba la cabina como el humo de un fuego que arde sin llama. Dios no tenía Su mano puesta sobre nosotros, pero el piloto era habilidoso y nos llevó al destino sanos y salvos. Cogí un taxi directamente al piso de Clerkenwell. Los fucilazos parpadeaban.

—Oh —dijo—. Mira, ahora estoy ocupado.

—Tienes que tomar una decisión —le dije. Tenía mal aspecto, color cetrino, un ojo morado y una profusión de granos alrededor de las comisuras de los labios—. Has estado abusando de tu anfitrión —le dije—. No puedes seguir así indefinidamente, ya lo sabes, querido.

—¿Ya estamos otra vez con lo del «querido»? Mira, Rafael, sé que tus intenciones son buenas, pero...

—¿Qué vas a hacer?

—¿Qué?

—Ya me has oído —le dije. Lo conozco demasiado como para saber ante qué tono responde mejor—. ¿Qué vas a hacer? ¿Te quedas o te vas?

Él se puso las manos en la base de la columna y estiró la espalda, como hacen las embarazadas.

Eso está mejor, mojigato. Ya le vas cogiendo el tranquillo, aunque el símil del fuego que arde sin llama era poco convincente.

—Voy a darme un baño, eso es lo que voy a hacer —contestó—. Un baño largo, profundo y caliente. Puedes mirar si quieres, aunque este Gunn no es nada del otro mundo en lo que a pollas y pelotas se refiere. Pero como dice mi querida Immaculata de las EXXX-Quisitas, con la frecuencia de un mantra, «lo que importa es lo que hagas con ella».

Esperé media hora haciendo balance, mientras tanto, de las condiciones del piso. Su paso por allí, aunque esporádico, lo había devastado: basura, botellas rotas, ropa sucia, comida derramada, páginas del manuscrito, ceniceros desbordados, el cubo de la basura volcado, ni un plato limpio... ¿Quién iba a sorprenderse en lo más mínimo? ¡Cómo has caído del Cielo, oh, Lucifer, hijo de la mañana...!

Eeemmm... Perdona...

Pero estaba perdiendo el tiempo. Peor que eso, yo estaba consintiendo su pérdida de tiempo. En menos de cinco horas tendría que decidir. En menos de cinco horas pedirían su respuesta. No había tiempo para holgazanear en la bañera. Con un toque rápido a la puerta, entré.

—No podías mantenerte alejado, ¿verdad? Creías que me ibas a pillar, ¿a que sí? ¿Un poco de lubricación a la hora del baño?

Seguro que acababa de añadir más agua caliente, porque la diminuta habitación estaba llena de vapor.

—Bueno, como puedes comprobar, aquí estoy, dándome un baño casto y reflexionando con sensatez. Cierra la puerta, por el amor de Baal.

En realidad, se estaba fumando un puro (vapor no, humo) y mecía una gigantesca copa balón de brandi en la mano, generosamente provista del licor dorado. No había el menor indicio ni de baño casto ni de reflexión sensata. De hecho, parecía como si acabase de despertar de una siesta.

—Si hay prostitutas en tu mierda de islote, acepto —dijo, y se tragó un gran buche—. Me refiero a que, en teoría, podría, ya sabes, socializar con miembros del sexo opuesto, ¿no?

—No del calibre al que pareces estar acostumbrado —dije—. Pero sí, por supuesto, y si no es en Hidra, entonces en Spetses o en Egina, seguro.

—En Egina, seguro —dijo—. Suena como un puto poema de Lawrence Durrell.

—Voy a pasar por alto tus blasfemias y tus observaciones caprichosas porque estás borracho —le dije, sintiéndome, debo confesar, desesperadamente enfadado con él.

—Cordura líquida —dijo él, levantando la copa en señal de brindis.

—Cobardía líquida —contesté yo—. ¿Es que no ves que el tiempo se te agota?

—El tiempo está sobrevalorado —dijo—. El dinero, sin embargo...

Suspiré y tomé precario asiento en el filo de la bañera.

—Por lo general, se recomienda desvestirse antes de meterse —dijo él.

Me pasé la mano por la cara. (Las manos de Mandros son delicadas y almacenan la memoria de muchas cosas.) Cansancio —un cansancio profundo de huesos y nervios— me trepaba desde los pies. Su terca elusión era como una entidad independiente que estaba con nosotros en la habitación, agotando mis fuerzas.

—Lucifer —le dije—. En nombre del amor y de la vida, escúchame, por favor. Debes quedarte. Conmigo, sin mí o con otra persona. ¿No ves que no puedes volver? ¿No has entendido que muy pronto todo habrá acabado? Que tú... Que vas a...

—Sí —dijo, despacio, y, al parecer, con seriedad genuina—. Sí, querido, lo he entendido todo. Como siempre, lo he entendido todo. Ahora, si fueses tan amable de... las cerillas swan vestas de allí... Creo que está medio apagado...

—¡Lucifer!

—¿Hmmm?

—¿Quieres pasar la eternidad en el Infierno de la Nada?

—Por supuesto que no quiero pasar... ¡Ay! ¡Joder! ¡Joder, joder, joder, joder!

La pérdida de los estribos lo había hecho revolverse para levantarse; un resbalón, y se había dado un cabezazo con la bañera. Se le derramó bastante brandi y se le cayó el puro.

—Jesucristo, Jesucristo, puto Cristo de los cojones.

(Como es natural, me duele escribir esto, pero prometí una transcripción fiel.) Lo ayudé a incorporarse, pero no renunciaba a su copa.

—Y no pienses que me vas a engañar fingiendo que estás buscando el puro, señor Mandros —dijo, con los ojos bizcos por el golpe en la cabeza.

—Esto es completamente absurdo —dije.

Él me miró un momento en silencio antes de decir, con una sonrisa condensada:

—Sí, me temo que así es, querido.

Parecía que el golpe en la cabeza le había quitado la borrachera. Colocó el pie de la copa en el borde de la bañera con sumo cuidado. Fue entonces cuando me fijé en las cuchillas de afeitar, todas menos una todavía en el paquete y esta última con el borde oxidado.

—No son mías —dijo—. Son de Gunn. Iba a cortarse estas de aquí. —Levantó las muñecas para que yo las viera—. No es una opción que vaya a tener allí solo en la Nada. Ni una soga con la que colgarme ni un tiesto donde mear.

—Exacto —dije—. Espero que esto signifique que por fin empiezas a entrar en razón.

—Lo que se me ocurrió —dijo—, es que si Dios fuese a seguir con su plan y librarse de todo menos del pobrecito de mí, yo estaría justo en la misma posición que Él al principio. Yo sería Él. Tiene gracia, ¿no crees? Lucifer termina donde Dios empezó.

—No sería lo mismo y lo sabes.

—¿Por qué no?

—Porque tú no puedes crear nada —dije.

Y eso, creo, fue lo más cerca que estuve. Unos cuantos segundos en pos de aquellas palabras en los que —pude sentir su capitulación como un gigantesco fantasma inclinado en el éter— creí que volvería. Si las palabras por las que abrió la boca hubiesen sido pronunciadas en algún momento.

Pero no lo fueron.

El haber sentido la presencia cercana de uno de los primogénitos, segundos antes de que apareciera desgarrando el éter, fue una señal de lo mucho que aún quedaba de mi naturaleza angélica. Lucifer también lo notó. Las paredes se estremecieron y la diminuta ventana del baño se agrietó; le sucedió un combamiento raro y discordante de las vigas y ejes del edificio, una condensación del humo de la habitación en forma de pequeño nudo extraño; luego, él cruzó a este lado, y el mundo material volvió a fluir con regularidad.

—¡Nelkers! —gritó Lucifer, con una sonrisa de oreja a oreja y una mano levantada para darle la bienvenida—. Caramba, chaval, que alegría verte...

—Mi Señor, debo...

—De hecho me gustaría que echaras un vistazo a...

—¡Mi Señor, escuche! ¡Por favor!

—Santo Dios que estás en Hammersmith, ¿qué te pasa, chaval?

—La guerra, mi Señor.

Las cuatro palabras clavaron un pequeño momento de silencio en el lugar. Nelchael y yo no nos habíamos visto desde la Caída. (Día a día, mi vista angélica disminuye, pero, en aquel momento, las cataratas de la visión humana eran transparentes todavía.) Su presencia no era agradable para mí, pero era horriblemente fascinante ver el estado —estaba cariado, pútrido, sangrante y exudaba una hediondez imposible de corrupción— de su ser angélico. Pude observar que, incluso en su estado —se notaba que venía directamente del fragor y fuego de la batalla—, estaba sorprendido de encontrar a otro ex primogénito (un no caído) junto a su maestro.

Lucifer se puso en pie.

—Astaroth —dijo—. Lo sabía. ¿Qué ha hecho?

—No, mi Señor, no ha sido Astaroth. Astaroth lucha con lealtad por conservar vuestra soberanía...

—¿Entonces, qui...?

—Uriel.

En el momento de silencio que siguió, el lavabo gorjeo, jovial.

—¿Uriel?

—Con renegados del Cielo, mi Señor. ¡La mitad del Infierno está ahora bajo su mando!

—Lucifer, déjalo estar —le dije—. ¿No ves que esto te libera? ¿No ves que se está haciendo Su voluntad?

Sin embargo, sus ojos estaban encendidos con una llama que no pertenecía al reino de los hombres.

—Joder —dijo—. Me ha traicionado..., hijo de... Se suponía que iba a... Se suponía que iba a esperar hasta que...

—Se presentó con la mitad del Cielo bajo su bandera, mi Señor.

—Bueno, eso fue todo lo que pudimos conseguir. Madre del amor hermoso.

—Y nos dijo que si nos uníamos a él, tendríamos poder suficiente para lanzar un nuevo ataque en el Paraíso.

—Y os dijo la verdad, Nelkers. Ahora estamos en un buen aprieto.

—Oh, no —dije—. Oh, no, no, no.

Lucifer se volvió hacia mí y sonrió. Había pescado su puro y se lo había encajado, chorreante, entre los dientes. La espuma le brillaba en la cabeza y en la espalda.

—Han empezado sin mí —dijo—. ¿Puedes..., es decir, puedes creer semejante desfachatez?

—Lucifer, para. Por favor, para y reflexiona.

—Él nos dijo, mi Señor —continuó Nelchael en voz más baja (y sin conseguir disimular una mirada al extraño traje corpóreo de su amo)—, que usted había..., que había..., perdóneme, Señor, pero nos dijo ¡que usted había desertado del Infierno para vivir como un mortal!

—Nelkers, ¿sabes —dijo Lucifer, rascándose la cabeza y chupando inútilmente el puro empapado— que antes se decía que había honor entre los ladrones?

Se había levantado para recibir a Nelchael. Ahora, sonriendo, se volvió a recostar con cuidado en la bañera. (He pensado en esto desde entonces, ya que recostó el cuerpo como uno haría con el cadáver de un amigo querido.) Nelchael, al ver que su amo, al parecer, se disponía a dormir, lo malinterpretó.

—Mi Señor, se lo ruego, debe volver y ordenar la defensa de su...

—Relájate, Nelks —dijo—. Márchate. Vete. Esfúmate. Estaré pegado a tu cogote en menos Tiempo Nuevo que canta un gallo. Di a los fieles del Infierno que Lucifer va a ir y que Uriel se postrará ante mí. Ninguna nueva campaña triunfará bajo su mandato. Yo mismo lideraré el ataque. Te doy mi... Bueno, diles eso. Ahora, vete.

¿Qué más se puede decir? Súplicas inútiles. Todavía soy lo suficientemente ángel como para reconocer mociones inevitables cuando las veo.

Así que durante unos instantes nos miramos el uno al otro en silencio. Puede que me equivocase, pero creí ver que sus manos temblaban un poco.

—Te lo planteaste, ¿verdad? —le dije—. Ahora no puedes negarme, en la cara, que no te lo pensaste. ¿Lucifer?

—Termina mi libro —dijo, después de tragarse el último trago de coñac y relamerse los labios—, para que quede algo para la posteridad...

—Esta es la segunda vez que te pierdo... —empecé, pero él cerró los ojos.

—No hay tiempo para discursos. Excelentes vacaciones. Me lo he pasado muy bien. Hasta pronto.

—Que Dios esté contigo —dije, de forma refleja, olvidándome. En ese momento, volvió a abrir los ojos, un momento, en brillante acompañamiento de la repentina y feroz sonrisa burlona.

—Hazme el puto favor —dijo, y, luego, se fue.

Vi cómo el cuerpo se aflojaba cuando su espíritu partió. Los hombros se le hundieron y las entrañas soltaron un largo y fétido pedo que burbujeó en el agua como si anunciara la aparición de un kraken. La copa de brandi cayó de la mano sin vida; una alfombrilla barata en la bañera; no se rompió. Un estruendo retumbó y resonó...

Prueba con «como pianos celestiales rodando por las escaleras del Cielo...».

En la calma que siguió, la respiración constante del sueño profundo de Gunn.

Reuní los papeles y añadí estas notas por mi cuenta. No queda nada más. Nunca lo volveré a ver.

Salvo, quizá, si soy lo suficientemente humano. Salvo, quizá, si cuento con el mundo y el tiempo suficientes.

Epílogo, 18 de octubre de 2001

15.00 horas

Creo que es más fácil si me quedo al margen. ¿Qué queda por decir? Tienes el libro en tus manos, ¿no?

Aquel día recibí cuatro mensajes en el contestador. El primero era de Violet.

«Declan, por el amor de Dios, ¿dónde estás? Llevo todo el día llamando y llamando. ¿Por qué no me dijiste que él iba a estar allí? Por el amor de Dios, ¿por qué saliste disparado con aquel tío del traje? Por cierto, ¿quién es? ¿Es alguien? ¿Alguien más? Me encanta Trent. Tanta... energía, ¿sabes? ¿Pero Harriet está... bien...? Parece... En fin, la cosa es que ninguno de los dos podía dejar de decir lo mucho que les gustaba el guión. No sé por qué coño no hiciste esto hace años. Quieren que vayamos a LA. Bueno, tú, pero me refiero a que me van a hacer una prueba de cámara de todas maneras...»

El segundo era de Betsy.

«Declan, hola, soy Betsy. Llámame cuando escuches esto. Les gusta lo que les he mandado. Supongo que lo has terminado, ¿no? De todas formas han hecho una oferta. Fantásticas noticias. Hablamos pronto, chico malo. ¡Adiós!»

El tercero era de Penélope Stone.

«Hola, Gunn, soy yo. No sé. No sé qué decirte. Me alegró verte. ¿Has pensado algo? Te dejo mi número. No sé nada, ahora...»

No es que no haya una historia que contar desde mi punto de vista. El programa de desintoxicación, la rehabilitación, la revisión y puesta a punto de mi salud sexual. (Los resultados de los análisis fueron negativos, por cierto. Está claro que no hay justicia en este mundo.) Aun así, mejor que me quede al margen. No sólo porque la historia de los dos últimos meses —desde el momento en que desperté en el agua fría de la bañera, con la sensación de que, sorprendentemente, me había quedado dormido con ocasión de mi propio suicidio, hasta el movimiento de mis recuperadas puntas de los dedos sobre estas teclas— es un auténtico cuento de metamorfosis, sino porque, afrontémoslo: con algunas personalidades es mejor no competir.

He tenido que enfrentarme a algunas decisiones. Algunas las he tomado. Otras las he aplazado. No es fácil.

Devolví tres de las llamadas.

La cuarta, no.

Supongo que la hicieron desde un bar. Había muchas voces de fondo —pero que muchas voces—, así que no supe distinguir si se trataba de una fiesta o de una pelea. Podía haber sido cualquier cosa. Hubo un instante —ya que el que llamaba no habló durante varios segundos— en que pensé que se habían equivocado, que era Violet rebuscando a tientas en el bolso o Betsy con la cabeza en otra parte. Estaba a punto de borrar el mensaje cuando una voz —a la vez extraña y profundamente familiar— dijo:

«Nos vemos en el Infierno, escribano.»

Fuera, el cielo parecía exhausto. Se había levantado viento. El polvo se arremolinaba en el patio. Una botella de leche vacía rodaba como un borracho al que ya no le importa nada. El piso era un desastre. Me sentía fatal.

«Nos vemos en el Infierno, escribano.»

«Bueno», pensé. «Seguramente.»

Pero no hoy.