Yo, Lucifer, Ángel Caído, Príncipe de las Tinieblas, Portador de Luz, Soberano del Infierno, Señor de las Moscas, Padre de las Mentiras, Apóstata Supremo, Tentador de la Humanidad, Serpiente Antigua, Príncipe de Este Mundo, Seductor, Acusador, Torturador, Calumniador y, sin duda, Mejor Polvo del Universo Conocido y por Conocer (preguntad a la picarona de Eva), he decidido —oh, là là!— contarlo todo.
¿Todo? Algo. No hago más que darle vueltas a eso para el título: Algo. Le da cierta modestia posmilenio, ¿no te parece? Algo. Mi versión de la historia. El funk. El jive. El boggie. El rock and roll. (Yo inventé el rock and roll. No te puedes ni imaginar la de cosas que he inventado. El sexo anal, por supuesto. El tabaco. La astrología. El dinero... Abreviando: todo lo que te distrae y hace que no pienses en Dios. Lo cual... prácticamente... es todo en este mundo, ¿no? Por favor.)
Ahora, tu turno. Tu millón de preguntas. Todas, al final, la misma: ¿qué se siente siendo yo? ¿Qué se siente, por todos los demonios, siendo yo?
En resumen —que, gracias a mí, es como os gustan las cosas en estos fragmentados tiempos de prisas—: es duro. Para empezar, tengo dolores todo el tiempo. Algo considerablemente más ameno que el lumbago o el colon irritable: me envuelve una constante agonía abrasadora, por así decirlo (que ya es bastante malo), que alterna con brotes irregulares de agonía incandescente o meta-agonía, como si todo mi ser estuviera celebrando su propio Armagedón particular (eso sí que es malo). Estas explosiones nucleares, estas... supernovas, siempre me pillan por sorpresa. La de chapuzas que he hecho, la de trabajos de los que me he escaqueado... sinceramente: sería realmente bochornoso de no haber hecho algo sensato (sabes que tiene sentido) y no haberme acostumbrado por completo a sentirme avergonzado hace ya miles de millones de años.
Después, también está la ira. Seguro que piensas que sabes lo que es la ira: que te pisen los sabañones, un martillazo en el pulgar, el típico jefe graciosillo, tu mujer y tu mejor amigo haciendo el soixante neuf en el lecho conyugal, la queue. Seguro que piensas que alguna vez te has puesto rojo de ira. Créeme, no es así. No te has puesto ni rosa. Yo, por el contrario... Bueno. Escarlata puro. Carmín. Burdeos. Bermellón. Magenta. Sangre de toro en días especialmente malos.
¿Y quién tiene la culpa?, te preguntarás. ¿No fui yo el que eligió su destino? ¿No iba todo sobre ruedas en el Cielo antes de que... disgustara al Viejo con el numerito de la rebelión? (Deja que te cuente algo. Te va a dejar de una pieza. Dios tiene pinta de viejo con barba blanca. Creerás que estoy de broma. Te gustaría que estuviera de broma. Es como un Papá Noel con un humor de perros.) Sí, elegí. Y, oh, nunca has sabido cómo terminó la historia.
Hasta ahora. Ahora hay un nuevo trato sobre la mesa.
Claro que puedes resoplar. Yo lo hice. Como si la cosa, alguna vez, hubiera sido tan fácil. Me mata con Sus caprichitos, te lo juro. Con Sus caprichitos y con Su... bueno, como es normal, uno duda en usar esta palabra... Su ingenuidad. (Te habrás dado cuenta de que estoy poniendo en mayúscula la ese de los Sus. No lo puedo evitar. Lo tengo grabado. Si pudiera evitarlo, lo haría, créeme. La rebelión fue una experiencia liberadora —a pesar de la ira y del dolor—, pero todavía no termino de cambiar el antiguo chip. Sé testigo —perdona que bostece— del Rituale Romanum. Tengo la tentación de instigar a los indecisos. Pero, al final, me rajo. Siempre creo que va a ser diferente. Y nunca lo es. Te lo ordena la sangre de los mártires... Que sí, que sí, que ya lo sé. Ya me he enterado. Ya me voy.)
En mi CV, la ingenuidad brilla por su ausencia. De hecho, casi todo el tiempo, lo oigo y lo veo casi todo en el reino de los humanos. En el reino de los humanos (trompetas y címbalos de celebración, por favor...), soy omnisciente. Más o menos. Y menos mal, porque hay muchas cosas que vosotros, pequeños monos curiosos, queréis saber. ¿Qué es un ángel? ¿De verdad hace tanto calor en el Infierno? ¿Era el Edén realmente exuberante? ¿Es el Cielo tan aburrido como parece? ¿Los homosexuales sufren condenación eterna? ¿Y qué pasa si tu legítimo maridito te sodomiza consensualmente en su cumpleaños? ¿Tienen razón los budistas?
Todo a su debido tiempo. De lo que tengo que hablaros es del nuevo trato. Lo intento, pero es que se las trae. Los humanos, como señaló ese teutón con cara de dogo faldero y masturbador crónico de Kant, están condicionados por los límites del espacio y del tiempo. Los modos de aprehensión, la gramática del entendimiento y todo eso. Mientras que la verdad es —ahora presta atención, porque, cuando ya todo se ha dicho y hecho, yo, Lucifer, te cuento la verdad—, la verdad es que existe un número infinito de modos de aprehensión. El tiempo y el espacio son sólo dos de ellos. La mitad no tienen ni nombre y, si hiciera una lista de los que lo tienen, no te enterarías de nada, ya que están en una lengua que no comprenderías. Los ángeles tienen un idioma propio y ninguno de ellos es traductor. No existe un Diccionario de angelismos. El único requisito es ser un ángel. Después de la Caída (me refiero a la primera, a mi caída, a la de los grandes efectos especiales), nosotros —mis colegas renegados y yo— nos encontramos con que nuestra forma de hablar había cambiado y con que nuestras bocas tenían facilidad para pronunciar una variante de la anterior, más gutural, plagada de fricativas y sibilantes, pero menos cursi, menos divina. El nuevo dialecto, además de un siglo o dos de laringitis, trajo consigo ironía. No te puedes imaginar el alivio que eso supuso. Él tendrá todas las virtudes que quieras, pero, desde luego, no tiene ni pizca de sentido del humor. La perfección lo descarta. (Los chistes explotan el espacio entre lo imaginable y lo real, a la fuerza fuera de menú para un Ser que, de hecho, ya es todo lo que Él puede imaginar... doblemente cuando todo lo que Él puede imaginar es todo lo que se puede imaginar.) Desde el Cielo nos han oído reír a carcajadas por nuestras bromas y dar risotadas por nuestras ocurrencias aquí abajo; he visto las miradas, la sospecha de que se están perdiendo algo, ese reír por chorradas. Pero ellos siempre se dan la vuelta, Gabriel a practicar con la trompeta y Miguel a entrenar con sus pesas. La verdad es que son tímidos. Si hubiera una forma segura de bajar —una escalera de incendios (patapún)— habría más de un desertor bajando a hurtadillas hasta mi puerta. Abandonad la esperanza cuantos entréis aquí, sí..., pero preparaos para echar unas buenas risas, pequeños.
Así que traducir esta experiencia angélica al lenguaje humano va a ser una auténtica dificultad añadida (mi existencia siempre ha estado rodeada y repleta de dificultades: me llevo la mano doblada a la frente sudorosa). La experiencia angélica es un renacimiento espectacular; el inglés, el minibolso de mano de una fulana. ¿Cómo embutir el primero en el último? Pongamos la oscuridad, por ejemplo. No tienes ni idea de lo que adentrarse en la oscuridad significa para mí. Podría decir que fue como enfundarse un abrigo de visón que todavía conservaba el aroma tanto de los espíritus de sus dos masacrados donantes como el tufillo atomizado de una puta de lujo. Podría decirte que fue una inmersión en un crisma profano. Podría decir que fue la primera bebida después de cinco años de escasez en dique seco. Podría decir que fue una vuelta a casa por Navidad. Etcétera. No sería suficiente. Estoy sentenciado a la insistencia vacua y frustrante de que una cosa es la otra. (¿Y cómo, si puede saberse, nos ayuda eso a acercarnos a la cuestión en sí?) Todas las metáforas de este mundo no podrían ni arañar la superficie de lo que significa para mí adentrarse en la oscuridad. Y eso que sólo hablamos de la oscuridad. No me pidas que empiece con la luz. En serio te lo digo, no me empieces con la luz.
Este nuevo trato trae aparejada cierta compasión por los poetas, lo cual es un digno acto de reciprocidad, ya que ellos siempre han sentido compasión por mí. (A propósito, no es que vaya a atribuirme el mérito de Sympathy for the Devil. Tú te lo pensarías, ¿no? Pero no, eso lo hicieron Mick y Keith solitos.) A veces, los poetas sufren delirios de angelismo y se ven condenados a expresarlo en las baratijas de lenguas existentes en el mundo de los humanos. Muchos de ellos se vuelven locos. No me extraña. «El tiempo me sostenía tierno y moribundo / aunque cantara en mis cadenas, como el mar.» De vez en cuando os acercáis..., pero ¿de dónde creías que provenía la inspiración? ¿De santa Bernadeta?
En los primeros días de la novela, era importante tener un dispositivo estructural a través del cual el contenido ficticio pudiera abrirse camino en el mundo no ficticio. La narrativa inventada, disfrazada nominalmente en forma de cartas, periódicos, testimonios legales, diarios de a bordo o agendas. (No es que esto sea una novela, obviamente, pero sé que mis lectores llegarán mucho más allá de los frikis de Biography y de los macarras de True Crime.) Hoy en día a nadie le importa, pero, a pesar de las libertades que permite la modernidad (te agradecería que no tuviera que explicar cómo Su Satánica Majestad ha terminado escribiendo, o más bien tecleando, un tratado sobre asuntos angélicos), da la casualidad de que no necesito aprovecharme de ninguna de ellas. De hecho, da la casualidad de que en este momento estoy vivo, bien, y en posesión del cuerpo, recientemente desalojado, de un tal Declan Gunn, un pésimo escritor fracasado, caído recientemente (joder, cómo cayó ese escribano) en unos tiempos tan duros que sus últimos actos significativos antes de abandonar el escenario de los mortales fueron la compra de un paquete de cuchillas de afeitar y el llenado hasta arriba de la bañera, seguido de la inmersión de su cuerpo.
Esto origina toda una nueva oleada de preguntas. Lo sé. Pero vamos a hacerlo a mi manera, ¿vale?
No hace mucho, Gabriel (una vez paloma mensajera, siempre paloma mensajera) me buscó y me encontró en la Iglesia del Bendito Sacramento, en el número 218 de la calle 13 Este de Nueva York. Me estaba tomando un descansito después de un trabajo estándar bien hecho: padre Sánchez, solo, con Emilio, de nueve años. No hace falta que siga, ¿verdad?
Esta rutina adulto-conoce-a-niño ya no es ningún reto para mí.
Hey, padre, ¿qué tal si tú y...?
Pensé que nunca me lo preguntarías.
Estoy exagerando. Pero es que a eso no se le puede llamar ni tentación. El vigoroso padre Sánchez de las Manos Aferradoras y la Santa Frente Perlada apenas necesitó un empujoncito para tirarse al barro y, una vez allí, se revolcó de forma monótona y poco imaginativa. Sorbí profundamente el perfume de Emilio Agarratobillos (este episodio sentó en él algunas bases útiles para su futuro; eso es lo bonito de mi trabajo: es como la venta piramidal) y luego me retiré a la nave para disfrutar del equivalente no material de un cigarrillo poscoital. Por cierto, cuando entro en una iglesia no pasa nada. Las flores no se marchitan, las imágenes no lloran, los pasillos no se estremecen ni crujen. No es que el frígido nimbo del tabernáculo me entusiasme demasiado y nunca me encontrarás cerca de la posconsagración de pain et vin, pero, salvo estas aversiones, probablemente esté tan a gusto en la Casa de Dios como la mayoría de los humanos.
El padre Sánchez, róseo e hirviendo de vergüenza, condujo a Emilio, con los ojos como platos y el culo dolorido, almizcleño de miedo y acre de revulsión, hacia el nártex, donde ambos desaparecieron. La luz del sol brillaba en las vidrieras. El cubo y la fregona de una señora de la limpieza resonaban por algún sitio. La sirena de un coche de patrulla ululó, dos veces, como si la estuvieran probando, y luego se calló. Ni que decir tiene que podría haberme quedado allí durante horas y horas, reclinado inmaterialmente, si el éter no hubiera temblado, de repente, en señal de otra presencia angélica.
—Cuánto tiempo, Lucifer.
Gabriel. A Rafael no lo mandan por miedo a que deserte. A Miguel no lo mandan por miedo a que sucumba ante la ira, que, al ser el número tres en el ranking de los Siete Pesados Capitales, sería toda una victoria para un Servidor. (Como ocurrió cuando, por accidente, Jesusito de mi Vida perdió los estribos con los usureros en el templo, un hecho que los teólogos siempre pasan por alto.)
—Gabriel. Chico de los recados. Chulo. Alcahuete. Casi apestas a Él, colega, si no te importa que lo mencione. —De hecho, Gabriel huele, metafóricamente hablando, a orégano, a piedra y a luz ártica, y su voz me atraviesa como un sable reluciente. La conversación se debate bajo tales condiciones.
—Padeces dolor, Lucifer.
—Y el Neurofen lo está controlando a las mil maravillas. ¿María todavía está reservando su flor para mí?
—Sé que tu dolor es muy grande.
—Y está aumentando por segundos. ¿Qué es lo que quieres, querido?
—Darte un mensaje.
—¡Quelle surprise! La respuesta es no. O que te follen. Piensa rapidito, eso es lo principal.
No estaba bromeando con lo del dolor. Imagina por un momento una muerte por cáncer (de todo) comprimida en unos cuantos minutos —una agonía que se expande fractalmente buscando cada rendija de tu cuerpo—. Sentí cómo me sobrevenía una hemorragia nasal. Vómitos exagerados. Me costaba mantener los temblores a raya.
—Gabriel, bonito, tú has oído hablar de las alergias crónicas a los cacahuetes, ¿verdad?
Él se apartó un poco hacia atrás y se agachó. Expandí mi presencia, de manera refleja, hasta el mismísimo límite del mundo material; de hecho, ya había una grieta en el ábside. Si hubieras estado allí, habrías pensado que una nube había tapado el sol, o que Manhattan estaba preparando una de sus tormentas melodramáticas.
—Debes escuchar lo que tengo que decirte.
—¿Ah, sí?
—Es Su Voluntad.
—Ah, bueno, si es Su voluntad...
—Quiere que vuelvas a casa.
* * *
Érase una vez...
El tiempo, te encantará saber —y ya que uno tiene que empezar por algún sitio—, fue creado en la Creación.
La pregunta «¿Qué había antes de la Creación?» no tiene sentido.
El tiempo es una propiedad de la Creación, por tanto, antes de la Creación no había un antes de la Creación. Lo único que había era el Viejo Colega intentando ver por Su propio esfínter todopoderoso en un estado de perpetua simultaneidad, tratando de descubrir quién demonios era. Su gran problema era que no había forma de distinguirlo a Él de la Nada. Si lo eres Todo, puedes igualmente ser la Nada.
Así que Él nos creó y, tras un zumbido y un estallido (uno bastante pequeño, por cierto), el Tiempo Antiguo nació.
El tiempo es el tiempo es el tiempo, me dirás (en realidad no: lo que me dirías, bendito, es que el tiempo es dinero), pero ¡qué sabréis los humanos! El Tiempo Antiguo era diferente. Más amplio. Más lento. Más rico en cuanto a textura. (Piensa en la boca de Anne Bancroft.) El Tiempo Antiguo medía el movimiento de los espíritus, era una dimensión mucho más refinada que el Tiempo Nuevo, que mide el movimiento de los cuerpos y que hizo su primera aparición cuando vosotros, gárgolas parloteantes, llegasteis y empezasteis a descomponerlo todo en siglos y nanosegundos, haciendo que el mundo se sintiera exhausto a todas horas. Así que tenemos el Tiempo Antiguo y el Tiempo Nuevo, el nuestro y el vuestro. Nosotros estuvimos por allí —serafines, querubines, dominaciones, tronos, potestades, principados, virtudes, arcángeles y ángeles— durante un periodo de tiempo terriblemente largo antes de que Él se pusiera manos a la obra con un universo material. En aquel Tiempo Antiguo, las cosas eran felizmente incorpóreas. Aquellos eran días de gracia. Sin embargo, lo he dicho antes y lo digo ahora: las rótulas sólo existen para que las golpees con un martillo de uña; la gracia sólo existe para caer de ella.
Entonces, ¿qué pasó? Eso es lo que quieres saber. (Es lo que siempre queréis saber, benditos seáis, junto con «¿Qué debería hacer?» y «¿Qué pasaría si?», casi nunca acompañados, me alegro de puntualizar, de «Ah, pero ¿dónde me llevará todo esto?».) Nosotros tuvimos Anti-Tiempo y Vacío-de-Dios. Tuvimos el VacíodeDios, que se dividió a Sí mismo en Dios y Vacío, en un acto de creación espontánea. La creación de los ángeles, cuyo fin les es revelado instantáneamente en su brillante génesis (eso es brillar y lo demás son tonterías), es, a saber, responder ante Dios en vez de ante el Vacío, y responder (por decirlo suavemente) sin rechistar. No hay palabra humana para designar la adulación en estado puro que se esperaba que repartiéramos a diestro y siniestro, ad nauseam, ad infinitum. El Viejo fue un inseguro desde el primer día. Después de lograr desenredar el Ojete Divino de la Cabeza Divina, llenó esta última de 301.655.722 lameculos extramundanos para cantar Sus alabanzas en ensordecedora armonía celestial. (Por cierto, ese es el número de los que somos. No envejecemos, no enfermamos, no morimos, no tenemos niños. Bueno, no tenemos angelitos. Están los nefilim —los frikis esos— pero ya os hablaré de ellos más tarde.) Él nos creó y supuso —aunque, naturalmente, Él sabía que esa suposición era falsa— que la única respuesta posible a Su perfección era la obediencia y la alabanza, incluso de superseres ultraluminosos como nosotros. Lo que sí sabía, sin embargo, era que toda esa cantinela angélica en el mundo antimaterial no servía para nada si era algo automático. Si todo lo que Le dábamos estaba congénitamente garantizado, para eso, que hubiese instalado una máquina de discos. (Por cierto, yo inventé las máquinas de discos. Así, la gente podía absorber rock and roll al mismo tiempo que se emborrachaba y se restregaba la ingle con la del prójimo). Por eso, nos creó —que Dios Lo asista— libres.
Y esa, seguro que no te sorprende oírlo, fue la madre del cordero.
Para ser justos con Él, estaba casi en lo cierto. (Bueno, de hecho, estaba totalmente en lo cierto al pensar que no estaba en lo cierto al pensar que todo iba a salir bien..., pero no hay forma de contar esta historia sin contradicciones). Él estaba casi en lo cierto. Una vez que estuvimos por allí para sufrirlo, Dios resultó ser increíblemente agradable. Sentirse inundado de Amor Divino todo el tiempo es un verdadero flipe. Es difícil no sentirse agradecido..., y nosotros lo estuvimos. Ninguno sentía otra cosa que no fuese gratitud refulgente hacia Él, y no hicimos otra cosa que dejarnos las gargantas diciéndoselo. Era obvio —Él descubrió lo que siempre había sabido— que Le encantaba tener público. La creación de los ángeles y de la primera manivela del Tiempo Antiguo Le mostraron quién y qué era: Dios, Creador, Alfa y Omega. De hecho, Él lo era Todo, aparte de lo que Él había creado. Se podía sentir Su alivio: «Soy Dios. Guaaau. Genial. Lo sabía, joder».
A pesar del amor perenne y envolvente, éramos conscientes de nuestra condición, un revoltijo de subordinación y perpetuidad. Ahora pregúntame por qué nos hizo eternos y la respuesta es (después de todo este tiempo, el Antiguo y el Nuevo): no tengo ni la más remota idea. ¿Por qué voy todavía por ahí fastidiando las cosas...? Soy un tipo orgulloso —creo que se le ha dado demasiada importancia a lo de mi orgullo—, pero no tonto. Si Dios quisiera destruirme, lo haría. Es la CIA y Sadam. Aun así, siempre he sabido (todos lo supimos), desde el comienzo de los tiempos, que, una vez creados, los ángeles existirían por siempre jamás. Como dice Azazel: «Un ángel es para toda la vida, no sólo para la puta Navidad». Pero quisiera hacer una digresión. Estoy esquizofrénico con las digresiones. Te vendrá fatal, seguro..., pero ¿qué esperabas? Me llamo Legión, porque somos muchos. Y lo que es más, de poco tiempo a esta parte, he...
Eso, por ahora, no importa.
Él volvió un lado de Sí mismo hacia nosotros y de este fluyó un océano de amor en el que retozamos y chapoteamos como arenques orgásmicos, cantando a capella impecablemente como respuesta (aquellos eran los idílicos días antes de que a Gabriel le diera por la trompeta), de forma tan reflexiva —tan irreflexiva—, que parecía que no éramos más que una máquina de discos celestial. Como Él era infinitamente adorable, nunca tuvimos más remedio que amarlo, conocerlo era quererlo. Y así fue durante lo que podrían haber sido millones de millones de vuestros años. Entonces...
Ah, sí. Entonces.
Un día, un día no material, en ningún sitio, un pensamiento vino de motu proprio a mi mente espiritual. Al segundo ya no estaba allí, al siguiente sí, y al siguiente se había ido otra vez. Iba y venía revoloteando como un pájaro brillante o como una ráfaga de notas de jazz. Durante un momento de lo más breve y titilante, mi voz se entrecortó y apareció la primera fisura minúscula en la Gloria. Tenías que haber visto sus caras. Cabezas giradas, ojos centelleantes, plumas erizadas. El pensamiento fue: «¿Cómo sería todo sin Él?».
La hueste celestial se recuperó en un santiamén. No estoy seguro de que Miguel se diera cuenta, el muy imbécil. La Gloria se renovó, dulce como la sacarina, suave como la porcelana, y nos entregamos a ella como un estallido de flores..., pero ahí estaba: la libertad para imaginar la vida sin Dios. Esa idea marcó la diferencia y esa idea —esa idea liberadora, revolucionaria y que hizo historia— fue mía. Puedes decir lo que quieras de mí. Seré un tentador, un torturador, un mentiroso, un acusador, un blasfemo y un sinvergüenza polifacético, pero nadie más va a llevarse el mérito del descubrimiento de la libertad angélica. Eso, mi carnal amigo, fue obra de Lucifer. (Resulta irónico que después de la Caída dejaran de referirse a mí como Lucifer, el Portador de Luz y empezaran a llamarme Satán, el Adversario. Resulta irónico que me despojaran de mi nombre de ángel justo en el momento en que empezaba a ser digno de él.)
La idea se expandió como un virus. Había débiles señales de algunos, una francmasonería de libertad. Se me revelaron, tímidamente, se declararon como chicos púberes a un profesor excéntrico. Muchos no lo hicieron. Gabriel se alejó de mí. Miguel permaneció frío y distante. El pobre, precioso y titubeante Rafael, que me quería casi tanto como al Viejo, siguió cantando durante un tiempo con temblorosa incertidumbre. Sin embargo, ¿qué había hecho yo después de todo? (¿Y qué había hecho yo que Él no supiera que iba a hacer?)
Siguieron unos cuantos milenios extraños. El rumor se filtró. La hermandad creció. El Viejo lo sabía, por supuesto. Siempre lo supo, incluso antes de saber que el siempre era posible en ausencia del siempre. Es tan irritante estar con alguien que lo sabe todo, ¿verdad? Ahí abajo lo llamáis sabelotodo. Pues bien, vuestros sabelotodos son recipientes vacíos comparados con Aquel con el que teníamos que tratar nosotros. Nada que no sean entusiastas celebraciones de Su Divinidad —una conversación, rematar chistes, envolver regalos, fiestas sorpresa— tiene sentido. Sólo hay una respuesta que Dios tiene para cualquier cosa que se te ocurra contarle —que un hermano se está muriendo de sida, por ejemplo, y que Le agradecerías muchísimo que ayudase con un poco del alarde publicitario que todos conocemos—, y esa respuesta es: «Claro, ya lo sabía».
Las voces de la hermandad se agitaron e intentaron nuevos ángulos. De todas formas, ya estaba harto de la sobreorquestrada melaza de la Gloria. De todo ese legato. No tengo alma, ¿sabes? Los ángeles no tienen alma, por si te interesa saberlo. Vosotros sois los únicos que tenéis alma. Yo compré muchas en mis tiempos, pero que me cuelguen si sé lo que hacer con ellas. Lo único a lo que parecen responder es al sufrimiento. Ahora, delego. Belial tiene gusto para eso. Moloch también, aunque no tiene imaginación: él sólo se las come y las caga, se las come y las caga, se las come, etc. Pero bueno, hace la gracia. Esas almas gritan con tanta pena que es música celestial para mis inmisericordes tímpanos. Lo único que hace Astaroth es hablar con ellas. Cristo sabe sobre qué. Cristo sí que sabe de qué habla con ellos, pero no hay una maldita cosa que Él pueda hacer al respecto, no una vez que están aquí abajo, en el sótano. Después de Servidor, no hay nadie que pueda dar tanto la brasa a un alma como «Asty el Asqui». Le enseñé al muy granuja todo lo que sabe. Por supuesto que está colgado con el rollo ese del alumno que aventaja al maestro. Se cree que no sé que va detrás de mi trono. (Se cree que no lo sé. Voy a tener que hacer algo con Astaroth cuando vuelva. Voy a tener que hacer reajustes.)
Ahora os estaréis preguntando —los machotes que hay entre vosotros, los locos de remate, los tipos duros, los matones— si no os las podríais arreglar en el Infierno, si no seríais capaces, llegado el momento, de echarle cojones a la cosa y salir airosos. Pues ya podéis ir tomando nota: no lo conseguiríais.
En realidad, nada de eso es verdad. Antiguos cuentos de viejas y todo eso. La verdad es que el Infierno está bien. Muchas de las almas que hay en mi casa se pasan el día fumando, bebiendo y charlando. Y además, hay de todo para leer.
En fin, que las noticias volaron. Nuestras voces atravesaron las claras aguas de la Gloria como una turbia marejada. No hicimos nada. No sabíamos qué hacer. De todas formas, ¿qué teníamos, aparte de una solitaria especulación? Tras aquella primera y tímida caricia, aquel primer indicio de yoidad, seguimos cantando en un estado de auténtica confusión durante cientos de miles de años. Y hasta me atrevería a decir que todavía estaríamos ahí cantando, si no nos hubieran llegado rumores del guión que estaba en marcha, una Producción Padre con un título con gancho: El Universo Material (al final salió como La Creación), cuyo estreno se preveía para los próximos milenios y cuyo protagonista era, naturalmente, el Hijo.
* * *
Manhattan, verano, mi lugar favorito, mi estación favorita.
Las calandras de los taxis rugen en la luz de efecto bumerán. El fétido pulmón del metro espira. Los mendigos borrachines se desnudan hasta los estratos sartoriales más tempranos: camisetas rosa salmón y chalecos a rayas sepia, emblemas del pasado que la bebida y yo hemos robado. Los camiones de la basura se jalan las inmundicias de la ciudad..., qué visión: fauces de masticación lenta con dientes manchados y halitosis embriagadora. Precioso. Las aceras recalentadas por el sol liberan sus fantasmas de meadas y cacas de perro. Cucarachas color melaza llevan a cabo sus sucias actividades comerciales mientras que, en las sombras, ratas barrigonas se ven envueltas en intrigas y misterios. Las palomas parecen haber estado metidas en gasolina y luego haber sufrido un cardado con secador.
Manhattan, verano. Con todos esos nervios crispados y necesidades estimuladas. Putas varicosas echan la pota heroínica en las alcantarillas, polis en nómina, maleantes con la manicura hecha, TV en vena, jóvenes cristianas aspirantes a estrellas porno, memos genocidas, mentiras, codicia, ensimismamiento, política. Es mi alegato modelo. El Harlem, el Bronx, Wall Street, Upper East Side... a esos relojes no hay que darles cuerda. Dame hombres blancos y un par de siglos, yo te doy la ciudad de Nueva York, mi Capilla Sixtina, a punto de quedar —gracias a que mi mano izquierda siempre sabe lo que hace la derecha— en un estado de fructuosa necesidad de restauración. Y un trabajo de restauración de los buenos, créeme.
Ni que decir tiene que me estuve riendo del mensaje de Gabriel largo y tendido, más largo y más tendido de lo que me había reído desde..., no sé, puede que desde Los Álamos. El caraculo de Gabriel, incapaz de echar una mentira. Incapaz de echar una mentira. «Júralo sobre la Sagrada Biblia», le dije. «Venga, levanta la mano derecha.»
Durante un tiempo, me dio por el trabajo. A vosotros, los humanos, os da por todo tipo de cosas: fumar como carreteros, buenas comilonas y empinamientos de codo o ligues escabrosos de una noche. A mí me dio por el trabajo. Estaba superliado: que si empezar guerrillas, que si provocar neurosis entre la plana mayor... Un brote de extrañas migrañas estalló entre los tiranos de pacotilla de todo el mundo; las celdas de tortura gemían; la música de dientes arrancados y genitales electrocutados me consolaba; el aroma de cigarrillos apagados en pechos me llenaba los orificios nasales como un bálsamo, descongestionándome temporalmente de la duda. Dediqué algún tiempo a la tecnología (muy pronto tendréis a vuestra disposición un montón de artilugios para no tener que salir de casa nunca más) y a la ingeniería genética. Los cerebritos se levantaban en mitad de la noche preguntándose cómo demonios no se les había ocurrido antes. Incluso saqué tiempo para cosas pequeñas, para tretas de la-intención-es-lo-que-cuenta, con las que me he labrado mi reputación: robos, agresiones, lesiones, mentiras y apetitos de la carne. Un viejo zoquete boloñés con aliento a expreso sodomizó a su jack russell, luego fue a mirarse en el espejo del cuarto de baño, sorprendido de que, durante tantos años, hubieran sido sólo amigos.
Pero fue inútil. La semilla ya estaba sembrada. Hay cosas que nunca cambian. La necesidad de la sinceridad de Gabriel es una de ellas. Incapaz de echar una mentira. Además, como Der Führer de las Mentirijillas, como Il Duce del Engaño, sé a la perfección cuándo alguien me está tomando el pelo.
Él me estaba esperando en un París barrido por la lluvia.
—Quiero hacer una prueba —le dije.
Pigalle, insistí, sabedor de lo que odia estas pequeñas pornucopias. Neones insomnes reflejaban colores intermitentes en las calles mojadas. Yo no podía oler ni los crêpes, ni el café, ni los croque monsieurs, ni los panini, ni los galouises, pero sí el fuerte hedor de mi trabajo, ese tufillo salobre a fornicación ilícita y a enfermedad voraz. (Lo de que el sida es un castigo de Dios me mata. Eso es cosa mía, so pedazo de bobalicones. Es una burla hacia Él mismo: aunque les esté matando, no pueden parar.) La violencia también. Allí donde haya culpa, hay violencia, y si la culpa es un olor, la violencia es un sabor: fresas y sangre con regusto a formaldehído y a hierro...
—Un mes terrenal —dijo Gabriel.
Entonces nos quedamos mirando el uno al otro (cohibidamente por mi parte) durante un doloroso instante. Dolía como la sodomía (iba a decir que dolía como el Infierno, aunque, en realidad, nada duele tanto como el Infierno), pero no iba a dejar que él lo supiera. No iba a darle esa satisfacción. A él, estar en mi presencia tampoco le hacía bendita la gracia, de eso puedes estar seguro, pero iba en plan señor Spock y el dolor-sólo-está-en-la-mente.
—No quiero febrero —dije.
—¿Qué?
—Veintiocho días. Este año no es bisiesto.
—Es julio. Treinta y un días.
—Genial. Lo mejor es coger el paquete Benidorm, del dieciocho al treinta.
—La risa es la respuesta refleja al miedo. Lo sabes. Tú te oyes reír, nosotros te oímos dar alaridos.
—«Y si río es que no puedo llorar» hubiera sido muchísimo mejor. Todavía no tenéis mucho tiempo para leer por ahí, ¿verdad?
—No hay nada de lo que carezca que desee tener, Lucifer. Tú no puedes decir lo mismo. Sabrás adónde ir.
—Sí, sí, sí. Venga, lárgate ya, compadre. Ah, una cosa, Gabriel.
—¿Sí?
—Tu madre chupa pollas en el Infierno.
Él no hizo nada. Se quedó quieto, envuelto por la aureola de gélida protección del Viejo. Sé que, desprotegido, puedo llevármelo. Él también lo sabe. Si hubiese tenido dudas —si hubiese tenido dudas—, estas habrían florecido allí, al borde de la pequeña Babilonia de Pigalle. Si hubiese tenido dudas, se habría preguntado si Dios estaba a punto de quitarle el escudo para probar su entereza. Es el tipo de cosa que Dios haría, el muy pedazo de histérico caprichoso. Si la fe de Gabriel no estuviera completamente intacta, lo que le habría ocurrido es que si Dios hubiese elegido retirarle Su poder, se habría enfrentado a una derrota segura. ¿Por qué? Bueno, porque, de hecho, hablando mal y pronto, soy el hijoputa angélico más mezquino, malo y funesto del universo conocido y por conocer, por eso. Pero no le ocurrió nada. Sólo nos quedamos el uno frente al otro, con la pared de la nada temblando entre nosotros. Los humanos pasaban y decían: «Se me han puesto los vellos de punta».
* * *
Bueno. ¡Ver para creer! Según revela el Libro del Apocalipsis: «Y el diablo, su seductor, fue arrojado al lago de fuego y azufre, donde están también la bestia y el falso profeta, y serán atormentados día y noche por los siglos de los siglos...». Ay, sí, qué bien, pensé cuando oí eso. Oh, muchísimas gracias. Y ahora me salen con que Mister Jonny Flashback no tenía pruebas suficientes en las que basarse. Se va a cabrear. (Él nunca ha estado bien, ya sabes. Se queda debajo de un árbol plateado en el Paraíso con rastas sucias y una barba del tamaño de una oveja y se pone a hablar entre dientes y a hacer esas cosas de vagabundo loco con las manos. Es la trayectoria de Kerouac, de gurú de la generación Beat a vagabundo que anda a cambaladas. Seguro que lo has visto millones de veces.)
Sabes de qué va todo esto, asumiendo, por un momento, que vaya en serio, ¿verdad? Ansiedad Divina. Crea lo imperdonable y pondrás en peligro la misericordia infinita. Perdona lo imperdonable y pondrás en peligro la justicia infinita. Misericordia, justicia, misericordia, justicia, bla, bla, bla, hasta que estés tan mareado de intentar atrapar en círculos al Bugs Bunny del fallo de sistema, que caerás sobre tu culo cósmico, apoyarás la cabeza cósmica en tus cósmicas manos y desearás no haber creado nunca nada.
De ahí sale este nuevo trato ridículo, antes de que el tiempo llegue a su fin. El Fin.
Perdón, no tenía intención de dejarte caer eso así. Olvida que lo he dicho. El tiempo no está llegando a su fin. Todavía queda mogollón de tiempo. Por razones que nada tienen que ver con que el final del mundo esté cerca, me han dado la oportunidad de redimirme. Hay una pega. (¿Qué sería de Él sin esas pegas?) Tengo que vivir como un humano. Un periodo de un mes de prueba y luego me apunto a una vida llena de cera en los oídos y de gripe. Yo, Lucifer, tengo la oportunidad de irme a casa... siempre y cuando no la arme muy gorda con el resto de la vida de Declan Gunn.
Ahora bien, cuando uno se enfrenta a este tipo de ofertas tiene que pasar por toda una serie de maquinaciones y cálculos. Ya lo he hecho (tardé unos tres segundos terrenales) y ahora mismo te pongo al corriente. Pero, antes de eso, ¿por qué Gunn?
Pues, como recordarás, nuestro escribano, tras tocar el fondo más bajo que se podía tocar, estaba a punto de quitarse la vida tan tediosamente predecible que llevaba. Cuchillas de afeitar, un baño y una cinta de Joni Mitchell en el radiocasete. El suicidio es un pecado mortal. Yo me quedo con los suicidas. Mira, si estás pensando en suicidarte, no lo hagas. No vas a ir al Cielo. (Es broma. Es broma. En serio. Adelante.) Ahora resulta que a Dios le ha entrado debilidad por este tal Gunn. Vestigios del catolicismo que el Viejo no puede soportar que se desperdicien, buenas acciones cuando era un chaval, puede que la intercesión de su querida madre muerta, sólo Baal lo sabe..., así que Dios tira del alma de Gunn (lo cual, debo añadir, es técnicamente trampa) antes de que este se borre del mapa y la mete en hielo en el Limbo. (El Vaticano te dirá que ha eliminado el Limbo: no te lo creas. El Limbo está hasta arriba de idiotas y mortinatos. No es un sitio divertido. Quiero decir que hasta en el Infierno puedes tener una conversación.) Si la vida en la carcasa humana me engancha, me quedo y Gunn sube al Cielo vía Purgatorio (imagínate la sala de espera de un dentista sin ventanas: mocosos berreando, ceniceros amontonados, la sensación de que te lo has buscado tú solito). Si no, Gunn vuelve a sus huesos y tiene otra oportunidad con el suicidio. ¿Te lo puedes creer? Obviamente no te lo puedes creer, claro, pero ¿te lo puedes creer?
Cualquier negociador avezado te dirá que la negociación espontánea es una mala estrategia; el enfoque ad hoc te dejará la sensación de que te han estafado, timado, embaucado, chuleado, burlado y de que, por regla general, te has llevado la peor parte. La ventaja de ser yo es que, desde el principio, sé adónde voy a llegar con un trato. Siempre lo sé. El hecho es que conmigo, en realidad, no se pueden hacer tratos. Hacer tratos es un concepto tan poco apropiado que alcanza el nivel del error categorial de Ryle.
Te puedo decir lo que no iba a pasar con el trato. El trato no iba a ser que yo aceptaba. El vistazo más miope, cataratoso, bizco, de reojo y somero a la propuesta debería dejarlo así de clarito. Pero no aceptar el trato no significaba que no fuera a diver...
¿Sabes una cosa? No he sido del todo sincero. Lo sé: estás estupefacto. Hubo —lo juro por los pezones ardientes de Astarté—, hubo una millonésima parte de un segundo, diminuta y fugaz, en la que pensé (los pensamientos angélicos se mueven deprisa: tienes que ser rápido), en que me pregunté, de hecho, si pensármelo, ya sabes..., si, al final, valdría la pena...
Pero como acabo de decir, se mueven deprisa. Cambian de sitio. Me estaba riendo de mí mismo, histérico, para mis adentros, antes incluso de terminar de tomar en consideración la posibilidad de que hubiera algo que tomar en consideración. Ni siquiera es justo describir el proceso como uno digno de consideración. Fue más un acto de picaresca o un espasmo involuntario del espíritu, quizá análogos a esos que, en el reino corpóreo, os sobresaltan inexplicablemente, en ese estado entre la vigilia y el sueño. («¿Qué te pasa? Ni idea. Sólo que me ha dado un espasmo bestial. Pues me has dado un susto de muerte.» Ahora que lo pienso, no son pocas las veces que los desencadenan esos medio sueños en que te caes, ¿verdad? Ese sobresalto o sacudida repentina justo antes de darte con el suelo.)
En fin. Puedes llamarlo como quieras: momento de debilidad profesional, fantasía masoquista, espasmo psicodemoniaco..., pero la cuestión es que estaba allí un instante y al siguiente ya no. La cuestión es que la cosa se redujo a...
No, no, no, no, no. Así no vale. Esa no es la historia completa. Lucifer, esa no es la historia completa. Muy bien. Levanto la mano. Economía con la verdad. La verdad es que me lo tenía que tomar en serio. Tenía que hacerlo, ¿ves? Ni más ni menos que de la forma que tiene el Viejo de tomarse en serio la penitencia humana genuina. Es una condición de Su Naturaleza. Uno no tiene alternativa con ciertas cosas, hasta Él lo admitiría. Lo que uno quiere hacer, por supuesto, es tomárselo todo a risa. «Yo de vuelta en el Cielo», quiere uno meditar en voz alta, haciendo gala de sorna a punta pala, «sí, claro. Una idea de puta madre. Fúmate otro canutito, anda».
—¿Cuánto tiempo debe pasar para que vuelva a recuperar por completo mi influencia angélica? —le pregunté a Gabriel.
—Eso queda a Su total discreción.
—¿Me estás diciendo que aunque consiga superar la prueba de vivir como un humano sin causar estragos y regrese al Piso de Arriba, mi alma será como la de un humano hasta que a Su Señoría Le apetezca devolverme mi antiguo estatus y posición social?
—Estatus angelical, sí. Garantía de rango, no.
—¿Y qué pasa, mi querida Gabrielita, si no consigo llevar la vida del escribano sin cometer pecados mortales?
Se encogió de hombros. (Hasta ayer, cuando el gordo de chiste que me atendió en el puesto de fish & chips de Leather Lane no me dijo: «¿Sal y vinagre, jefe?», y me encontré con que los hombros de Gunn subieron y luego bajaron, no tuve ni la más remota idea de cómo describir lo que hizo en términos corpóreos. ¿Cómo demonios iba a saberlo?) Muy bonito, sí señor. De modo que uno vuelve, pero no le garantizan que no vaya a pasarse los próximos cincuenta mil millones de años sacándole brillo a la corneta de algún cabeza hueca en el cuadragésimo segundo nivel.
Acepté lo del mes de «prueba» y mandé a Gaby al Piso de Arriba con un nuevo pliego de condiciones. No con la esperanza de que las tuviesen en cuenta, obviamente, sino para que supieran que me estoy tomando la propuesta —ejem— en serio.
Bien. He conseguido algunas mejoras, pero aunque no lo hubiera hecho, no hay razón para dejar escapar la oportunidad de pasar un mes de vacaciones en la Tierra de la Materia y la Percepción.
* * *
¿Sabes cómo era el Paraíso? Te lo diré. Paradisiaco. Había árboles susurrantes que estiraban sus dedos de follaje espumoso para que los pájaros turquesa se posaran en ellos lánguidamente, riachuelos de ópalo que exhalaban la dulce esencia del agua cristalina, peces rojos y plateados que adornaban, cual joyas, estanques de obsidiana, hierba jugosa que nacía y mostraba el color verde en todo su esplendor. (Esa hierba y ese verde estaban hechos el uno para el otro). De vez en cuando caían suaves lluvias y la tierra alzaba su cara para recibirlas. Los colores debutaban a diario en el cielo: aguamarina, malva, peltre, violeta, mandarina, escarlata, añil, rojizo. Los colores eran texturas en el Paraíso. Te entraban ganas de revolcarte desnudo en ellos. Estaba claro, desde el comienzo de los tiempos, que el mundo material sería mi lugar favorito.
Sí, el Paraíso era precioso... y si tuviera que estrujarme para pasar por ojos de cerradura corpóreos para colarme allí, lo haría. (¿Nunca te ha inquietado esta parte de la historia, el que yo estuviera allí, quiero decir? ¿Qué estaba haciendo yo allí? «Conócete, pues, a ti mismo, no quieras saber tanto como Dios», te habrán dicho de tropecientas mil formas, «el estudio propio de la humanidad es el hombre.» Puede que sí, pero, perdona, ¿qué estaba haciendo el Diablo en el Paraíso?) Me transformaba en animales. Descubrí que podía hacerlo. (Por cierto, esa es normalmente la razón por la que hago algo, porque descubro que puedo.) Estuve merodeando por las puertas durante bastante tiempo; di varias pasadas por los límites materiales hasta que detecté —mis corazonadas nunca fallan— que la carne y los huesos podían abrirse para mí, que el espíritu angélico podía hender y habitar el cuerpo, rodearse de forma con una capa carnosa. Al principio, adquirir una forma es claustrofóbico. Tu instinto espiritual grita contra ello. La encarnación requiere una voluntad firme y una cabeza fría; bueno, una mente fría, hasta que una cabeza como Dios manda esté disponible. Imagina que, de repente, te dieses cuenta de que puedes respirar bajo el agua. Imagina que pudieses coger agua en los pulmones, deshacerte del hidrógeno y retener el oxígeno. Coger esa primera bocanada no sería nada fácil, ¿verdad? Tu acto reflejo sería patalear hasta llegar a la superficie y devorar aire como manda tu naturaleza. Pues bien, lo mismo pasa con la posesión corpórea. Sólo los que poseen una firme determinación superan ese pánico reflejo y se rinden a la forma del cuerpo. Y, como si necesitaras que te lo recordara, yo soy la determinación personificada. Así que tomé forma de animales. Los pájaros fueron la primera opción evidente, si tenemos en cuenta lo de ver las cosas a vista de pájaro. Y, si vuelas, es difícil que puedan olerte, si lo piensas. (Uno de vuestros rasgos más irresistibles, por cierto, es la rapidez con la que agotáis la novedad. El otro día iba en un vuelo nocturno de JFK a Heathrow, trabajando en un rapero que estuvo a este poquito de apuñalar a su novia modelo hasta matarla, cuando me di cuenta de la completa indiferencia de los demás pasajeros, que seguían a lo suyo, a saber, volar por el aire. Un vistazo por la ventanilla hubiera revelado campos arados de nubes teñidas de gris azulado y violeta cuando la noche y el día hacían el cambio de turno, pero ¿cómo estaban matando el tiempo en Primera, Business y Turista? Crucigramas. Películas del avión. Videojuegos. Correo electrónico. La Creación se extendía como una doncella lozana y servicial fuera de la ventanilla, esperando sólo la lascivia de vuestros sentidos y ¿qué hacéis vosotros? Quejaros de que los cubiertos son diminutos. Poneros tapones en los oídos. Taparos los ojos. Opinar sobre el pelo de Julia Roberts. Sí, yo. Algunas veces pienso que mi trabajo ya está hecho.) Sí, disfrutaba muchísimo volando. ¿Y por la noche? Más todavía. Como un enano. Pregúntale a los búhos. Me bañaba en la oscuridad al caer la noche y me regodeaba tomando el sol a la luz del día. La mayoría de vosotros no sabe tomar el sol. A excepción de las chicas blancas de los infiernos urbanos del hemisferio norte, que se tienden en posición supina en las playas del sur y, con toda naturalidad, dejan que el sol las despoje de los últimos tejidos sensibles, los humanos tienen mucho que aprender de los lagartos. Del único animal del que no tienen que aprender es de las ovejas. Los humanos habéis aprendido todo lo que las ovejas tenían que enseñaros.
Los animales se asustaban de mí, incluso cuando era uno de ellos. Simplemente... me sentían. Se apartaban y eso era todo. Los animales y yo nunca podríamos ser amigos. De tanto en tanto, he hecho uso de ellos a lo largo de los milenios, pero nunca va a haber ninguna relación. Tres cosas: no tienen alma, no pueden elegir y dependen de Dios..., ergo, no tienen ninguna trascendencia para mí. A propósito, la ausencia de alma hace que sea más fácil habitar un cuerpo. (Entonces, ¿por qué el regordete de Elton John sigue aún rulando por ahí sin ser poseído?, oigo que preguntas.) En cambio, la presencia de un alma hace que sortearla sea un auténtico coñazo. De vez en cuando lo consigo, pero no es como echar a freír un huevo.
Otra vez estoy con las digresiones.
Él sabía que yo estaba allí. Dios Espíritu Santo se enteró primero y fue con el cuento a los Otros Dos, que, de todas formas, ya lo sabían. Que lo habían sabido todo el tiempo. Dejó que me quedara. Creó el Edén y dejó al Demonio dentro. ¿Cómo se come eso? ¿Qué más necesitas saber sobre Él? Quiero decir que si, de verdad, necesitas que siga.
Una confesión sobre la humanidad, y lo digo así..., ya ves..., a bote pronto: me colgué por vosotros, fue algo instantáneo. Cientos de miles de millones de galaxias, estrellas, lunas, polvo cósmico, arrugas, bucles, agujeros negros, agujeros de gusano... Todo eso estaba muy bien, era espectacular en un sentido remoto y como de arte elevado. ¿Pero vosotros? Joder, tío. ¿Debería decir que el ser humano se cruzó en mi camino? Allí estaba, en mi camino, en la puerta principal, sentado en el sillón cómodo, con los zapatos quitados, fumándose un canuto gigantesco mientras yo preparaba una taza de té PG para los dos. No era por vuestro aspecto (aunque yo nunca haya podido resistirme a la belleza y vuestros progenitores prelapsarios os hicieran parecer una pandilla de retrasados con ántrax), era por vuestro potencial. Me quedé observando (desde la rama más baja de un codeso que había estallado en miles de deslumbrantes flores amarillas casi con cierto aire de bochorno ante el espectáculo de sí mismo), mientras Él persuadía y preocupaba a Adán desde que era polvo. Vi la llegada de los huesos, el húmedo nacimiento de la sangre, la elaboración de los tejidos, los capilares enhebrados y el horrible saco de piel (menos Miguel Ángel que Giger conoce a Bacon conoce a El Bosco). Los pulmones resultaron ser un defecto de diseño, perdona que te diga, con la de guarrerías aspirables que ibais a inventar gracias a mi inspiración. Ah, y los genitales. El lugar donde iba a ir a parar el dinero de los inversionistas. Era, todo hay que decirlo, hipnotizador, una sangrienta obra de arte de adobe y cañas. Para ser justos con el Hacedor, sabía lo que se hacía. Los pezones y el vello eran detalles dulces, aunque desde el principio se veía cuáles iban a ser los puntos de desgaste, dónde se iba a anotar el kilometraje: en los dientes, el corazón, el cuero cabelludo y el culo. Aun así, seguíais siendo una obra maestra. Me tendí en mi rama de codeso (por aquellos entonces era un gato silvestre al que todavía no habían puesto nombre), embelesado y, debo confesar, un poquitín celoso. Los ángeles tenían un espíritu puro y una existencia unidimensional que consistía en lamer el Trasero Divino mañana, tarde y noche. El hombre, al parecer, iba a tener a su disposición todo el mundo natural, conciencia, razón, imaginación, cinco jugosos sentidos y, según las novedades que se filtraron antes de la guerra, a Jesusito de mi Vida que, gracias a una carta blanca para salir de la cárcel, cortesía de la casa, iba a introducirse paulatinamente en el mundo, no mucho antes de la caída del Imperio Romano, con retroactividad ilimitada.
Disculpa mi falta de seriedad. Esto es difícil para mí. He estado pachucho desde que descubrí lo de la Creación. Por una parte, me proporcionó material en superabundancia con el que trabajar. Por otra... ¿Qué estoy intentando decir? Por otra, llevaba consigo el nocivo tufillo de la finalidad. Una vez que el mundo estuvo creado y en funcionamiento, una vez que el Hombre estaba a bordo, rebosante de deseos y asfixiado por lo que debía y no debía hacer, mi papel ya estaba adjudicado para..., en fin, para toda la eternidad. Párate a reflexionar unos instantes. Y mientras estamos en pausa (Adán ya está terminado, con uñas, pestañas, lóbulos en las orejas, huellas dactilares..., eso fue planificación a largo plazo, lo de las huellas dactilares), no olvidemos que yo, Lucifer, aún estaba en la primera etapa agonizante de dolor. Imagina que te arrancasen la piel a tiras mientras te perforan todos los dientes, mientras te clavan las pelotas o el felpudo en una nevera. Imagina que tu cabeza estuviera siempre en llamas. Esa es la punta del iceberg de mi dolor.
Con el dolor, curiosamente, me vino la convicción de que podía soportarlo. Más tarde (mucho más tarde), y gradualmente (muchos grados), la convicción resultó estar justificada; me di cuenta de que podía cortar una hostia de mí mismo, la hostia más fina y frágil (no como el jengibre laminado que acompaña al sushi), y elevarla por encima y más allá del dolor infernal. He visto a humanos excepcionales hacerlo bajo tortura. Enormemente irritante para mí y mis torturadores, por supuesto, pero, ya sabes, hay que hacer honor a la verdad y todo eso.
Bueno, la cosa es que yo, perdona que lo repita, padecía un dolor insoportable. Sin embargo, no podía mantenerme a distancia. Allí tendido en mi rama, viendo cómo las sombras trepaban por la espalda de Adán, tuve un indicio de la rabia y la soledad que me acompañarían desde estos comienzos, un vislumbre del derroche y destrucción atroces, un primer ruido de tripas de lo que sería un hambre eternamente insatisfecha..., un momento, con todo, de duda.
La noche se había cernido sobre el jardín. Los azafranes y las campanillas de invierno lanzaban, con cada latido, plumas y estrellas perladas en la hierba oscura. Se oía el murmullo del agua y el silbido de los árboles atentos. Las piedras eran oscuras como la tinta y la luna, la huella calcárea de una pezuña. El lugar entero me esperaba con intensidad lawrenciana. Eché el peso del cuerpo hacia mis zarpas delanteras y sentí cómo la respiración me humedecía las fosas nasales. Los huesos de mi cuerpo eran pesados y, durante una milésima de segundo —al mirar hacia abajo y ver los miembros y la cara sin estrenar del durmiente Adán—, durante una milésima de segundo, debo confesar..., debo confesar que... me pregunté si, a pesar de todo lo que había pasado, a pesar de la rebelión, a pesar de la expulsión, a pesar de las almenas y los pozos negros del Infierno, a pesar de mi legión de cohortes y de sus coros de ira, a pesar de todo, no habría una oportunidad de...
—Lucifer.
Su voz me despertó de tal vergonzosa ensoñación. Su sonido aniquiló el tiempo que había transcurrido entre la última vez que la había oído (consignándome a..., a...) y ahora. Entonces era ahora y ahora era entonces y no había vuelta atrás, no había ningún perdón disfrazado de castigo, ninguna vuelta rastrera a los grilletes de la obediencia. Preguntarme si podría escapar del dolor fue peor que saber que no era posible. Él lo sabía. Toda la especulación había sido un complot. Una idea de Jesusito. Que se joda la Parejita..., perdón, el Trío.
* * *
¿Por dónde íbamos? Ah, sí, la encarnación. La droga angélica de la elección. A diferencia de la cocaína, no se puede esnifar. Al echar la vista atrás, veo mis primeras horas aquí como un artista maduro ve sus creaciones de juventud: con una lacrimógena mezcla de vergüenza y nostalgia. Me temo que estaba (¿es esta la confesión de un Arcángel consumido por el orgullo?) en un lamentable estado de hipersensibilidad y torpeza. En realidad, te tienes que reír. (Lo cual, a propósito, es la manera en que había pensado abrir lo que terminó siendo mi discurso de «¡Salud, mansión de horrores!», hasta que un examen más escrupuloso de las probabilidades reales de conseguir unas risas hizo que cambiara de idea.) Sí, me río, en retrospectiva, de los brotes de esquizofrenia, de síndrome de Tourette y de satiriasis que debió de parecer que sufría durante aquellas primeras horas como debutante.
Lo había intentado antes, como ya te dije, pero nunca con permiso expreso. (Los adolescentes y las premenstruales son útiles. Los enfermos mentales. Cualquiera que sufra de penas o de mal de amores. El candidato ideal para una posesión es una chica esquizofrénica de trece años, que se haya quedado huérfana recientemente, a tres días de que le venga la regla, y que vaya de camino a ver al loquero del que está platónicamente enamorada.) Las anteriores posesiones, por tanto, me habían obligado a vestirme con conjuntos de ropa y zapatos dos tallas más pequeños, en un espacio cuyas dimensiones nunca te permitían estar de pie o tumbado sin encogerte, con laringitis, fiebre miliaria, paperas, escrófula, gonorrea..., ya te haces una idea, ¿no? Por otra parte, esta..., esta toma de posesión de un cuerpo sin utilizar la fuerza ni sentir miedo, me envolvió en una estola de lujo material cuyo gusto nunca habría imaginado y, créeme, he imaginado muchas cosas.
Entré donde Gunn había salido: reclinado en un baño tibio.
La sensación fue como entrar..., a ver cómo lo digo..., hundiéndome hacia arriba. Imagínate una congregación gradual de átomos espirituales; la adherencia de unos a otros, un éxtasis contenido; la amalgama completada —yo, metido en la carne—, un orgasmo vibrante y prolongado que, lo creas o no, me tuvo haciendo oooohhhs y aaaahhhs, sin saber muy bien lo que hacer con mis recién adquiridos miembros, igual que una de las tenistas de Betjeman —la generosa Pam o cualquier otra— habría hecho, me imagino, si te la hubieras llevado de la pista, desincrustado los dedos del mango húmedo de su raqueta wilson y tomado al asalto esas braguitas de tenista que parecen rododendros. Fue como (ese «como» otra vez; exasperantemente, no la cosa en sí...) respirar un gas altamente afrodisiaco. Un bienestar indescriptible, una saturación de placer y de deseo infinito al mismo tiempo. Bienvenido, Lucifer, al conmocionante mundo material.
Me complace informarte de que me he calmado desde entonces, pero, en aquellas primeras horas, yo mismo era mi peor enemigo. El cuarto de baño de Gunn es, como descubrí más tarde, un lugar bastante lóbrego (por qué lo eligió para quitarse de en medio cuando tenía el piso entero —por no decir la ciudad— a su disposición, es todo un misterio para mí. En realidad, eso no es cierto; sé el motivo: pura costumbre, inaugurada en la niñez, arraigada en la adolescencia y obedecida sin rechistar en la edad adulta), pero que alguien hubiese intentado decirme eso cuando los primeros cinco capullos de la percepción se abrieron a su techo mohoso y a su aire con esencia a calcetín, a su sabor a hierro y a desagüe, a su bañera grasienta con agua marrón, a su desconsolado soliloquio de plics y de clans. Cinco sentidos no te llevan muy lejos si tienes que percibir la Realidad Absoluta, pero, por las nalgas abrasadas de Belcebú, este quinteto puede mantener un cuerpo ocupado aquí abajo, en la Tierra.
Una horda de olores anárquica —gel de baño, yeso, madera podrida, cal, sudor, semen, flujo vaginal, pasta de dientes, amoniaco, té pasado, vómito, linóleo, óxido, cloro—, una estampida de tufillos, una cabalgata desenfrenada de olores nauseabundos, pestes y perfumes en confabulación bacanal..., son todos bienvenidos..., uf, son todos bienvenidos... Sí, ciertamente lo fueron, aunque me violaron colectivamente las fosas nasales a base de bien. Di, imprudente de mí, largas y profundas esnifadas; y así penetró el pantene suave y liso de Gunn, envuelto en el fantasmal hedor de su mierda, veteado, también, con las plumerías y los sándalos marchitos de las varitas de incienso de su ex novia Penélope, que él quema al lado de la bañera como acre acompañamiento al dolor que le produce recordarla. Así penetraron la sal y los albaricoques, la bofetada a pescado y a peras cocidas de la vagina sana y bien cuidada de su actual novia, Violet, escoltado todo ello por el verdín en forma de U y aderezado por espuma de baño matey, en la que el inmoderado de Declan había insistido como si se tratara de una reliquia santa de la niñez, hasta que mi calmada voz y su fatal serie de elecciones lo condujeron hasta su último chapuzón sin burbujas...
Y eso eran sólo los olores. Al abrir mis recién adquiridos ojos, me asaltó una pared de color sin profundidad. Creo que hasta me sobresalté, intenté alejarme..., un pequeño ataque de ansiedad hasta que me acostumbré, hasta que la distancia funcionó, hasta que el mundo entero no estuvo, efectivamente, pegado a mis globos oculares. Los destellos blancos de los grifos plateados, el cielo deslumbrante del espejo (que reflejaba la ventana, claro), los volubles meniscos del agua turbia: fuegos cegadores y serpientes brillantes a mi alrededor. Un ángel menor habría... Bueno, uno necesita... aplomo en esos momentos. Tener la cabeza fría. Sobre todo, sentido del derecho. Mío, mío, mío, todo mío. Príncipe de Este Mundo, como el Buen Libro dice; aquellos primeros segundos revelaron que no fui merecedor de tal apodo hasta ese momento. Conté hasta setenta y tres tonos de gris en una habitación de ocho por diez.
El llorica de Larkin le dedicó un poema a su piel. Una disculpa por no haber conseguido ponerla al alcance de la sensualidad y la delicadeza, en definitiva, por haberla defraudado. ¿Hay algo que vosotros, chimpancés, subestiméis más que vuestra propia piel? Está claro que tienes que tener cuidado con lo que pruebas —la táctica del ensayo y el error no sirve para abrirse camino por entre los sabores de un cuarto de baño (tal y como comprobé después de tragarme lo que resultó ser crema para las verrugas de Gunn)—, pero, aparte del agua peligrosamente caliente o arriesgadamente fría, os deberíais estar restregando y frotando con casi todo. Me pasé una hora jugando con el agua en la bañera. Otras dos añadiendo agua caliente y viendo cómo mis muslos se ponían rojos. No me pidas que empiece con las toallas de Gunn. Ni con el deliciosamente exquisito tórax o garganta de su retrete, ni con el revestimiento de la caldera, ni con la colcha de terciopelo que encontré dentro del armario, ni con el linóleo resbaladizo, ni con el esmalte recalentado de la bañera después de que el agua se hubiese ido en espiral, ni con..., podría seguir, obviamente.
Y, a pesar de todo esto, aún pienso que podría haber salido a la calle ese primer día de no haberme tendido una emboscada la erección más bestia —me apuesto lo que sea— que el puñetero pitito de Gunn había presenciado en su vida. Resulta bastante embarazoso admitirlo, pero ahí estaba: una vara más dura que el impío atizador de Antioquía.
Naturalmente, mejoré la situación durante las siguientes catorce horas. Mejorar está en mi naturaleza. Puede que el debut fuera un poco confuso y patoso (oh, me puse a decir, entre morisquetas de Popeye y pies en punta estilo Fontaine, oh, oh, oooohhh), pero después me he hecho todo tipo de pajas: jadeantes, metódicas, viciosas, enervadas, llenas de determinación, juguetonas, prolongadas, con matices, primitivas, desagradables, histéricas, a hurtadillas... No creo que presuma al decir que me he hecho pajas irónicas y hasta puede que incluso satíricas. Vergonzosa, la velocidad de esa particular asimilación. Papá enganchado con un juguetito último modelo. «Malditos sean estos chismes. ¿Qué será lo próximo que saquen?»
Seré sincero: era consciente de que tendría que enfrentarme a muchas cosas en esas primeras horas de encarnación. Era consciente de que tendría que... lidiar con mi apetito. Quieres permanecer sereno. Quieres ser selectivo. Quieres —si tienes una pizquita de dignidad— evitar la tentación de corretear de un lado a otro de la percepción como un ganador de lotería de Sunderland en Harrods. Recuerdo haber pensado, justo antes de tomar posesión extática del cadáver en remojo de Gunn: lo que debo evitar es convertirme en un auténtico cerdo. Por otro lado, eso es bastante difícil, ya que lo que pretendo es, precisamente, convertirme en un auténtico cerdo.
Los trabajitos manuales me llevaron a hacer una gira por el armario pornográfico que es la cabeza de Gunn. Esperaba encontrarme allí a Penélope, su gran amor perdido, por supuesto, porque se pasaba los ratos recordando su voz y su olor y sus ojos y su alma y todo eso, pero au contraire. Violet. Es Violet todo el tiempo. Violet, la problemática sucesora de Penélope. La rienda suelta que desboca las fantasías de Gunn, ya que, a diferencia de Penélope, no está interesada en lo más mínimo en practicar sexo con él, principal afrodisiaco para la libido de nuestro chico. Violet es más guapa que Penélope. Es decir, se parece menos a una mujer real y más a una modelo porno. (Las modelos porno —Gunn lo sabe porque lo ha estudiado a fondo—, han llegado a dominar el excitante arte de aparentar que lo hacen por dinero. Una de las razones por las que se pega —ejem— a las revistas más que a los vídeos es que la mayoría de las mujeres que salen en los vídeos parecen inclinadas a convencer al espectador de que lo están haciendo porque les gusta; peor aún, de hecho hay más de una que parece estar disfrutando. Después de Penélope, cualquier cosa que se centre en lo genuino más que en lo fraudulento condena a Gunn a una detumescencia deprimente.) Así que ahí tenemos a Violet, que seguro que no lo hace porque le guste. Hasta tal punto que Gunn casi no puede creerse que le deje practicar sexo con ella. Y no es que lo haga mucho últimamente. Su disponibilidad sexual ha ido decayendo a medida que su convicción inicial de que Gunn era alguien que podía codearse con gente importante se fue marchitando.
Quisiera aprovechar esta oportunidad para darle las gracias a mi anfitrión por haber provisto al Lucifer adicto a las pajas de aquellas vergonzosas primeras horas, no sólo de la paticorta de Vi de pelo recién lavado, perfumada, con los labios y las uñas pintados, tacones de aguja y un cuerpecito caliente y caprichoso, sino de una galería, un montón, una plétora, un exceso, una verdadera y atroz superabundancia de femmes de fantasía, desde las gemidoras profesionales con cara de acelga del porno norteamericano hasta las confiadas damas del día a día de la vida de Gunn. Hay que reconocérselo. Por dentro es carnage. Sé de buena tinta el daño mortal que se le puede infligir a un católico sólo con persuadirlo (¿y qué soy yo sino persuasivo?) para que confiese las fantasías que lo ponen a tono. No tiene por qué ser algo drástico —nada de sodomizar pollos ni de correrse encima de críos talidomidizados—, porque, para empezar, la sola experiencia de ponerse cachondo está saturada de culpa. He hecho que los católicos hagan de todo, desde pajas a homicidios, únicamente acostumbrándolos a que practiquen lo que les hace sentir culpables. Mis chicos fueron alimentando la depresión suicida de Declan, poco a poco, con toques regulares a su sentido común acerca de su propia dependencia de la lujuria. Él me lo puso fácil, aunque no hay que olvidar su predisposición a tragarse mi solapada historia de que rendirse a la obscenidad era tanto un catalizador imaginativo (empezó a escribir más o menos a la misma vez que empezó a pajearse) como una poderosa forma de autoconocimiento. Pero esa es otra historia. La cuestión es que Violet ocupó un lugar preponderante durante aquellas horas inaugurales, tanto que, a la mañana del segundo día, hacerle una visita a la buena moza era una de las prioridades de mi lista de cosas pendientes. Además, pensé, con una amplia sonrisa picarona ante mi nuevo reflejo, el que revelaba el espejo manchado situado en la oscura puerta del armario de Gunn, era verdaderamente obsceno haber pasado tanto tiempo dentro de casa.
Te preguntarás por el orden del día. Si te regalaran un mes en la Tierra, ¿qué harías? Sí, claro, estás probando sin intención de compra, pero esa no es razón para no divertirse, no es razón para... no poner a prueba lo que este saco de huesos puede ofrecerte...
Ahora puedo ir desde la puerta principal de la casa de Gunn hasta la estación de metro de Farringdon en seis minutos, pero aquella primera mañana tardé un poco más de tiempo. Cuatro horas, para ser exactos, y eso sin contar los cuarenta minutos que estuve en el hueco de la escalera de Denholm Mansions: grafitis hipnotizadores y ecos elásticos, una impresionante puerta en amarillo canario, olores a bolsas de basura despachurradas, beicon frito, sudor rancio, paredes mohosas, tostadas quemadas, marihuana, aceite de moto, periódicos mojados, desagües, cartones, café y pis de gato. Fue un flirteo nasal extático. El cartero me miró mal cuando pasó por mi lado en las escaleras (una carta del banco para Gunn, pero eso, más tarde). Luego, salí a la calle.
No estoy seguro de lo que esperaba. Fuese lo que fuese, lo que sentí lo superó con creces. Recuerdo que pensé: eso es el aire. Eso es el aire, que roza, suavemente, las partes de mi cuerpo que están al descubierto: las muñecas, las manos, la garganta, la cara... El aliento del mundo, el espíritu errante que recoge gérmenes y sabores desde Guadalajara hasta Cantón, desde la reserva pawnee hasta Pizarra, desde Pueblo Federal Zuñi hasta Zanzíbar. Hay pelos diminutos..., pelos diminutos que..., oh, por favor. Me produce cosquilleo decir que, sin dudarlo ni un segundo, bajé la cremallera de los pantalones de Gunn y, con suavidad, saque su —perdón, mi— tierno pajarito y mi sofocante escroto donde el aire pudiera acariciarlos. Nada sexual. Sólo para sacar a pasear las joyas de la corona. Cuando abandone esta carcasa a finales de mes, Declan va a tener serios problemas para limpiar su imagen con la señora Corey, la costurera jamaicana de caderas redondeadas, pestañas largas y deprimente afabilidad, que vive encima de él y con la que intercambia piropos en el rellano de la escalera. La mañana en que me pilló haciendo eso: los ojos medio cerrados, la boca y las piernas abiertas, los pantalones bajados, los faldones de la camisa al viento y las palpitantes pelotas acunadas en las suaves palmas de mis manos, no hubo tantos piropos. Le sonreí cuando pasó corriendo por mi lado, pero ella no me correspondió. De mala gana, volví a ponerlo todo en su sitio.
El cielo. Por todos los santos, el cielo. Miré hacia arriba y tuve que bajar otra vez la mirada, porque..., bueno, francamente, el azul intenso amenazaba con tragarse por completo mi recién adquirida consciencia. Mis movimientos eran los arranques y arrastres de pies del cliente de la casa de la risa que se sube a la escalera móvil. Supongo que nunca te habrá llamado la atención, especialmente, que la luz del sol viaje ciento cincuenta millones de kilómetros para hacerse añicos en el hormigón de Clerkenwell, transformando el asfalto en una senda aplanada de fragmentos de piedras preciosas. O que una pared de pizarra pueda enfriar las palpitaciones de tu sangre cuando pegas la mejilla. O que los ladrillos, porosos y brillantes, calentados por el sol del verano, tengan un sabor que no se pueda comparar con nada más sobre la faz de la Tierra. O que inhalar el olor que desprende la almohadilla de la pata de un perro le cuente a tu nariz la historia de las glotonerías y gandulerías del animal. (Desde entonces he pasado mi nariz por muchos sitios, pero que me aspen si he encontrado muchas cosas con las que comparar la bocina del pie de un perro. Es el aroma del optimismo tonto e inagotable.)
¿Sabes lo que pensé? Pensé: «Algo va mal». Ya me he pasado. Esto no puede ser así para ellos. Si es así para ellos, ¿cómo pueden...? ¿Cómo demonios pueden...?
Un grupo de obreros bronceados, con estudiadas barbas de varios días, cascos naranjas y chalecos reflectantes verde-lima estaban ocupados cavando un hoyo en Rosebery Avenue. Cuatro hombres trajeados pasaron por mi lado, fumando y hablando de dinero. Un conductor negro, cuyo autobús parecía que había muerto de un desengaño amoroso, estaba sentado en su cabina leyendo el Mirror. Seguro, recuerdo haber pensado, inocente de mí, seguro que para ellos no es así. ¿Cómo consiguen hacer las cosas?
Exactamente, pensé, mirando el reloj de Gunn. Eso es lo que pasa con el Tiempo Nuevo: antes de que te des cuenta, ya lo has agotado. Antes de que te des cuenta, ya se te ha ido. En el Infierno, eso nos mata, ¿sabes?, esa cantidad de tipos en el lecho de muerte que, a pesar de todos los relojes de pulsera y de los calendarios de escritorio, a pesar de llevar la cuenta de los segundos y de las hojas arrancadas de su vida, miran a su alrededor en el último momento con expresión de auténtica incredulidad. Seguro que acabo de llegar aquí, quieren decir. ¿Seguro que acabo de empezar? A lo que, nosotros, que sonreímos y nos calentamos las manos en la llamarada del hall de llegadas, respondemos: «Va a ser que no».
Tengo que seguir adelante, pensé, cuando me terminé mi tercer cucurucho 99 de la furgoneta de helados multicolor Super Swirl que, después de una discordante versión de Three Blind Mice, se había parado a escasos metros del portal de Denholm Mansions. Aquel perro callejero tan simpático (cruce entre pastor alemán y, posiblemente, un border collie, en fin, un chucho) se comió, él solito, dos de mis horas, con sus malditas e irresistibles almohadillas, sus temores rancios, su aliento barroco y su lengua de prueba-cualquier-cosa-por-diversión. (Nunca se me habría ocurrido que tratar con animales fuese tan diferente a poseerlos. Nunca se me habría ocurrido que, en el pellejo de Gunn, pudieran llegar a gustarme.) Fue un error sentarme y compartir mi 99 con él. Se lo zampó de un lametón a cara de perro, el muy tragón. Alguien pasó y echó cincuenta céntimos en mi regazo. Otro pasó y dijo: «Busca trabajo, gorrón de mierda». Bueno, pensé, he ahí el alma profunda de Londres.
La parada que hice en Santa Ana le recortó otra media hora a mi reloj. No me pude resistir. Te acostumbras tanto a ver iglesias desde el lado incorpóreo (hago un montón, pero un montón de mi trabajo en iglesias, normalmente durante la homilía, cuando todos, menos los acólitos más beatos, están en un estado de aburrimiento surrealista que raya la alucinación), que la tentación de echar una ojeada desde la perspectiva material se me hacía irresistible. Un vistazo rápido al interior me reveló la presencia de treinta bancos oscuros y desiertos, un pasillo con rejas de hierro, un altar modernista hecho de granito y roble, y, en cuclillas, con el pronto y el paño en ristre en el comulgatorio, la tres pelos y estrábica señora Cunliffe (no estoy de coña), cuyo galopante deseo sexual por el padre Tubbs, de asombroso parecido con Lee Marvin, se traduce en limpieza obsesiva de la iglesia, dejando Santa Ana como los chorros del oro y al buen padre tranquilo. (Tengo a alguien trabajando en ella, no te preocupes. Ya se ha restregado contra uno de los agujereados pies de mármol de Jesusín al limpiar ostensiblemente el polvo del sobaco de la estatua, pensando en las manos peludas de Tubbs y en sus penetrantes ojos verdes. Se reprimía, evidentemente. Si se lo preguntaras te partiría la boca de un balletazo por poner palabras a tan blasfema obscenidad. Por lo que a ella respecta, nunca pasó. No es que se la pueda culpar, ya que nunca pasó, al menos no en realidad, si te pones muy puntilloso; pero ahí está, in potentia, créeme. Di lo que quieras sobre mí, pero no digas que no puedo detectar el talento en estado de letargo, una estrella que arde en deseos de nacer.) No entré. No me atreví. No me fiaba de mí mismo con los... estímulos perceptivos. Lo poco que vi del interior ofrecía un completo pero a la vez irresistible contraste con respecto al calor amotinado y al clamor del tráfico del Londres exterior: piedra fresca y madera con sabor a incienso, sin mencionar ni la luz de colores que entraba por las vidrieras como patas del compás del Viejo, atravesando la penumbra lila con rayos rosas y dorados, ni la suave luz de las velas, ni el aire fresco con olor a humo, ni la resonancia que podría servir para que cualquier blasfemia rugiera en las acanaladuras...
Me retiré. De hecho, di marcha atrás de puntillas, como un personaje de dibujos animados. El calor de la calle volvió a recibirme, sin hacer preguntas. Una de esas extrañas burbujas en el flujo del tráfico. No había ni un vehículo a la vista en toda Rosebery Avenue. Uno sabe, por supuesto, que tal paz repentina se hará añicos de un momento a otro —la gárgara lenta de una retroexcavadora, el traqueteo de un carruaje arreado—, pero, durante unos segundos, es como si el viento hubiese barrido la ciudad; en ese momento sólo se oían los árboles, el estruendo del calor y la grávida cognición del asfalto y el ladrillo. Me quedé de pie y escuché. Las incesantes ansias de percepción producían un sonido igual al de la llama de una cerilla en mis oídos. Había..., había tanto... Me tambaleé un poco. (El primero de los tambaleos.) Me tambaleé, me estabilicé —riéndome un poco, en un momento de luminosidad raskolnikoviana entre los témpanos de hielo movedizos de la carne y los huesos— y me hice con un olorcillo procedente del jardín de la parte de atrás de la iglesia.
«Es mejor que tengas cuidado, Lucifer», me decía la voz de mi prudente tía, «es mejor que esperes a acostumbrarte a...».
Pornografía, eso es lo que era, una pornografía salvaje de color y de forma, posturas descaradas, suculencia desvergonzada y curvas ostentosas, pétalos que hacen pucheros y bulbos oscilantes. Follaje, mucho follaje. El suave corazón de una rosa gigante. No estaba preparado. Gloria a Dios por las cosas moteadas... Bueno, está bien, me quito el sombrero y todo eso, pero en pequeñas dosis, ¿vale? Mis ojos deambulaban como locos: una desordenada explosión de lila, una pincelada maniaca de malva... Los perfumes le arrancaron los delicados encajes a mis fosas nasales y las violaron por delante y por detrás, por arriba y por abajo y colgando de la araña de luces en flor, cariño. Seguro que has visto el túnel del tiempo, el vórtice, el agujero negro, las fauces rápidamente arremolinadas y expandidas dentro de las que el heroico astronauta es succionado sin remedio. Así estaba Lucifer en el jardín, rodeado de colores que giraban sin cesar a su alrededor y conmocionado por olores. Me oí y me vi a mí mismo como desde la distancia, frágil como un gatito, emitiendo una serie de gemidos débiles y gesticulando como un imbécil. Mientras, los rojos sangre y los dorados corona me hechizaban como duendecillos que bailaran en corro; verdes oliva, lima y guisante giraban a mi alrededor; intensísimos amarillos azafrán y primavera... Resulta difícil decir si estaba a punto de pasar a otra dimensión o simplemente vomitar en el césped desbordado. Hice un leve gesto de rechazo con los brazos, me hundí en mis manos y rodillas, luego me congelé, en un estado tan curioso de equilibrio entre éxtasis y náusea, que permanecer de pie y respirar con normalidad tomaron sus puestos de honor a la vanguardia de las ideas brillantes, donde se quedaron durante los minutos que siguieron, hasta que empecé otra vez a reírme un poco de mi..., de mi precocidad, me puse en pie como pude y me dirigí de nuevo hacia la calle.
«Ya te lo dije, Lucifer», dijo tía Yo, suspirando. «Al menos he intentado advertirte...»
* * *
Poner nombres a los animales era el punto culminante de la carrera de Adán. Le llevó su tiempo, como te podrás imaginar, pero se entregó por completo, el muy lerdo. No es que no fuese un máquina sacándose nombres de la manga cuando estaba inspirado. Ornitorrinco, por ejemplo. Iguana. Jerbo. Agutí. Avestruz.
Él no sabía que yo estaba allí. Sean cuales fueren los dones con los que el Hacedor lo había dotado, la percepción extrasensorial no era uno de ellos. Eso o que Dios puso una pared entre nosotros. En cualquier caso, Adán no pudo oírme cuando intenté contactar con él telepáticamente, y cuando lo hice por medio de las laringes de varios animales, lo único que conseguí fue la previsible variedad de gruñidos, chillidos, ladridos y gorjeos. Me aburría como una ostra. Incluso un recuento rápido (cuando íbamos por los Chondrichtyes ya estábamos estancados) revelaba que íbamos a tardar un huevo. El único progreso interesante fue el nacimiento de un árbol joven, extraño y humildemente hermoso en el centro del jardín, un espécimen modesto —sin el virginal encanto del abedul plateado o el melodrama del sauce llorón—, pero con pinta de convertirse en un portador seguro de fruta suculenta la próxima primavera...
El Elohim creando a Adán de Blake tiene una cosa que me entusiasma. Dios parece —gracias a los ojos y a la mirada fija y desviada de lector de Braille estilo Feldman— como si supiera que todo va a acabar en llanto. Y lo sabe. Lo sabía. Blake consiguió plasmar algo de eso en su imagen; algo, también, de su otra preocupación por los opuestos: «sin contrarios no hay progreso...». Frase persistentemente flexible. (Muy útil en mis raros momentos de duda existencial.) Aplicada a la imagen de Elohim, que mecanografiaba a Adán al tacto, como un miope, hasta darle vida, los contrarios que vienen a la mente son los de Dios, Su desagradable costumbre de confrontar libre albedrío y determinismo en Su cabeza. «No te comas esa fruta que te vas a comer, ¿vale? ¡No te comas esa fruta que te acabas de comer!» ¿Qué era el Edén sino un ejercicio de ambivalencia divina? Otro punto a mi favor, como confirma la historia: al menos yo soy coherente...
Cuando veo balbucientes niños retrasados (por cierto, eso es cosa de Dios, no mía) peinándose felizmente el pelo con sus propios zurullos apestosos, me acuerdo de Adán en aquellos días prematrimoniales. Ya sé que es tu tatarabuelo elevado a la enésima potencia y todo eso, pero me temo que era más bien cortito. Iba por el Paraíso con una sonrisa beatífica de oreja a oreja, satisfecho con un Todo tan inmerecido que equivalía a una Nada, tan lleno de dicha irreflexiva que podría, de igual modo, haber estado completamente vacío. Cogía flores. Chapoteaba. Escuchaba el canto de los pájaros. Rodaba desnudo por la hierba exuberante como un bebé por una alfombra de lana de borrego. Dormía por las noches con los miembros completamente desparramados y la cabeza repleta de sueños. Cuando el sol brillaba, se regocijaba. Cuando llovía, se regocijaba. Cuando no brillaba el sol ni llovía, se regocijaba. Adán era un tipo de una sola marcha, hasta que llegó Eva.
Lo que te voy a contar a continuación va a ser duro, pero me temo que vas a tener que olvidarte de la historia esa de que Adán se sentía solo y que le pidió a Dios una compañera que lo ayudara, y que Dios lo durmió y creó a Eva de una de sus costillas. Vas a tener que olvidarla por una sencilla razón (¡que vivan las chicas!): es una trola. La verdad es que Dios ya había creado a Eva —por lo que sé, antes de crear a Adán— y esta había estado viviendo de manera autosuficiente en otra parte del jardín, tan desconocido para su futuro esposo como él lo era para ella. Tenéis la idea de que el Paraíso era como un parque público de Cheltenham al que le hacía falta una buena poda. Pero el Edén, hablando mal y pronto, era grande de cojones. Mantener a un hombre en una punta y a una mujer en la otra no era difícil, y eso —«supongamos que no a conciencia», etc.— fue el deseo inicial del Viejo.
La primera cosa que quisiera decir acerca de Eva es que era un modelo muy mejorado del diseño de Adán, o que Adán era una variación extremadamente descaminada del diseño de Eva. (Piensa, por ejemplo, en los testículos. Dos núcleos concentrados completamente vulnerables. ¿Dónde? Colgando entre las piernas. A las pruebas me remito.) Sin embargo, no estoy hablando sólo de las tetas y del culo, aunque, todos estaremos de acuerdo en que esas innovaciones estuvieron inspiradas. Ella tenía algo que a Adán le faltaba. Curiosidad. El primer paso para el crecimiento personal, y si no hubiese sido por la de Eva, Adán todavía estaría sentado al borde de un charco sacándose los mocos y rascándose la cabeza, embobado con su propio reflejo. En la otra parte del Edén, Eva no se había molestado en poner nombres a los animales, sino que había descubierto cómo ordeñar algunos de ellos y cómo comerse mejor los huevos de otros. Había decidido que no sentía demasiado entusiasmo por la lluvia torrencial y se había construido un refugio con bambú y hojas de platanera, donde se guarecía cuando los cielos se abrían, disponiendo cortezas de cocos para recoger agua de lluvia, con vistas a ahorrarse el tener que bajar con mil esfuerzos al manantial cada vez que quisiera beber. Lo único que no os sorprenderá de ella es que ya había domesticado un gato y lo había llamado Niebla.
Algunas veces, Eva notaba un extraño timbre de voz psíquico, como si sintiese que no estaba complaciendo enteramente a su Hacedor. Había momentos en que, en algún recóndito recoveco de su ser, sentía la presencia de Dios como si Le estuviese viendo la coronilla, como si Su atención estuviese concentrada de modo enfático y sentencioso en otro lugar. Hacía que se sintiera curiosamente aparte.
Yo no puedo llegar a explicar —sí, ni yo, Lucifer— esta fronda de individualidad que se agitaba de vez en cuando en los mistrales del corazón de Eva. No era que no quisiera a Dios. Sí que lo amaba y, durante vastos periodos de tiempo, tanto como Adán, constitucionalmente, reflexivamente, sin sentirse en ningún momento distinta de Él, penetrada (perdón) y envuelta por Él casi hasta el punto de disolución. Y aun así... Y aun así, ¿te das cuenta...? Había algo en Eva que sólo puedo describir como el primer indicio aprisionado de..., bueno, de libertad.
¿Cómo puedo decirte esto con pocas palabras? Era preciosa. (Adán tampoco es que fuese un adefesio —ojos endrinos y pómulos marcados, nalgas prietas y pectorales cincelados, abdominales como una tableta de chocolate—, pero sin el toque de personalidad de Eva, era sólo una cara bonita.) Quizá tengas en mente un modelo posdarwiniano, una basturrona de entrecejo corrido, conejo amazónico y patas llenas de pelos; quizá estés pensando en una neandertal con mandíbula prominente y pelusas scotch brite en el culo. Olvídalo. Todo eso vino después, tras la expulsión, con eso de lo del sudor de tu frente, lo de multiplicar los sufrimientos de los embarazos, lo de parir con dolor, etc. La Eva del Paraíso era... Bueno, piensa en la Forma Platónica. La Mujer Bella. Otra de las discusiones que he tenido con Buonarroti, por cierto. Oh, sí, tenemos a Miguel ahí abajo. De hecho, quizá este sea un buen momento para decírtelo: si eres gay, vas al Infierno. No importa a lo que dediques el tiempo —pintar la Capilla Sixtina, por ejemplo—, so marica. Terminas allí abajo. (Las bolleras son un caso dudoso; hay espacio para maniobrar si han hecho asistencia social.) La obra de arte entera echada a perder por haber metido la brocha tiesa en el bote equivocado. Otra magnífica ironía que no capta Su Señoría. Ni una risita. Consignó a Miguel Ángel a mis cuidados torturadores y eso fue todo. Una pena, la verdad. (Te lo has creído, ¿verdad? Por el amor de Dios, no te lo tomes todo tan en serio. El Cielo está repleto de almas mariconsonas. En serio.)
Sin embargo, la charla que tuve con Miguelín (ah..., duele cuando tengo que discutir con vosotros, dicho sea de paso) fue con respecto a Eva en su Pecado Original. Gustos aparte, uno se imagina que va a esforzarse especialmente con la Primera Mujer Jamás Creada. Y va y hace que Schwarzenegger parezca el enclenque del gimnasio. La auténtica Eva hacía que las criaturas de hoy día (vuestras troys, vuestras monroes) pareciesen brujas en comparación. Era inevitable y hermética como una novela de Conrad, desde la suerte de su pelo ondulado hasta el cáliz y la corola de su vulva alerta y malhumorada, desde el delta del vientre hasta las laderas doradas del sacro... Me dejé llevar. Lo importante de ella no era su cuerpo, era su vivacidad. (Estoy seguro de que, cuando empecé este pasaje, tenía una idea de que la carne funcionaba como metáfora de la irresistibilidad del alma. Me he pasado un poco. Acepta mis disculpas. La inclinación de Gunn por la lascivia empalagosa y su lirismo, más empalagoso aún, me están contaminando a partes iguales. Qué farsante. ¿Cómo pueden soportarlo las mujeres?)
No fue amor a primera vista. Se tropezaron una mañana en un claro soleado del bosque. Hubo unos momentos de silencio atónito. «Glockenspiel», dijo Adán, pensando (aunque lleno de dudas) que había encontrado otro animal en busca de nombre. Cuando Eva se le acercó y le ofreció un puñado de bayas, él le tiró un palo y salió corriendo.
No se volvieron a ver durante un tiempo. A Eva, él le traía sin cuidado, pero Adán no se la podía quitar de la cabeza. No era deseo (aparte de para miccionar, el pito edénico era tan útil como un globo desinflado), era ansiedad. Ningún otro animal a) le había ofrecido bayas —ni ninguna otra cosa—, ni b) le había resultado tan..., tan parecido a él. Ni siquiera los orangutanes, a los que profesaba especial cariño. Su recuerdo lo atormentó durante las semanas y meses que siguieron —los ojos negros y las pestañas largas, la boca turgente y teñida de bayas, el incomprensible arreglo entre las piernas; pero, más que nada, su temerario arrojo, el aplomo al ofrecerle la fruta, como si él —él, Adán— fuese una bestia a la que hay que amansar o embaucar. (Sí, chicas, lo sé: buena definición de hombre.) Anduvo por el jardín y llamó a Dios buscando consuelo, pero Dios eligió la inescrutabilidad. (Adán había notado que Él lo hacía de vez en cuando. Hasta ahora, no lo había cuestionado.) Su inquietud creció. Llegó a obsesionarse con la idea de que ella ya había nombrado a los animales y que los apodos que él había puesto tras largas meditaciones eran redundantes. También se obsesionó con la idea de que todas esas veces que Dios se había retraído en silencio, en realidad se debían a que estaba con..., con ella, y todo ese concepto de la soberanía de Adán, de su soberanía, no era más que un..., pero seguro que eso no era posible. Seguro que él, Adán, era el ojito derecho de Dios...
La vio dos veces más. Una vez desde lejos —él estaba de pie en la parte alta de un valle mirando el río, cientos de metros abajo, donde Eva, que había descubierto que la madera flotaba, estaba sentada a horcajadas con la espalda recta sobre tres o cuatro sarmientos que había arrancado de raíz, yéndose lentamente a la deriva con la corriente—, y otra vez a una distancia perturbadora, cuando la vio refrescarse dándose un chapuzón tras haberse levantado tarde y salir de una cueva con una catarata por cortina, tenderse después en una gran piedra plana, cerrar los ojos y dejar que los rayos de sol se le posaran en el pubis y en las pestañas como espíritus diminutos. Pensó en tirarle una roca, pero al final se rajó y se fue a hurtadillas.
La ansiedad —¿a quién coño le importa?— empeoró. Dejó de gustarle su comida (ella había hecho que aborreciera las bayas para siempre) y le salió un sarpullido en el tobillo. Fue una época frustrante para mí. No podía creer que no oyera mi insinuación de que se acercara a ella sigilosamente mientras dormía y le diera un batacazo. Todavía pienso en el golpe que eso habría supuesto: asesinato en el Paraíso; pero no pudo ser. Ese periodo de angustia de Adán fue un derroche de paranoia espantoso. Más tarde conseguí empezar genocidios con mucho menos. Ni que decir tiene que también lo intenté con Eva. Mismo resultado. Adán perdió peso e inventó el comerse las uñas. Al final, Dios tomó cartas en el asunto. (¿Por qué «al final»? ¿A qué estaba esperando Su Excelencia?) Una noche hizo que Adán cayera en un profundo sueño. Mientras dormía, hizo tres cosas. La primera fue traer a Eva en trance hasta donde Adán estaba acostado y hacer que ella cayera en un profundo sueño al lado del hombre. La segunda fue borrar de sus mentes el recuerdo que tuvieran el uno del otro. La tercera fue hacer que Adán tuviera un sueño (el primer sueño hasta entonces y que más tarde Adán recordaría como un suceso real) en el que le pedía a Dios una compañera que le ayudara y en el que Dios se lo concedía creando a Eva de su costilla.
¿Sabes lo que hice yo? Me pasé toda la noche cernido sobre Eva susurrándole: «Paparruchas. No te lo creas. Es un cuento. Os está lavando el cerebro. Son mentiras, mentiras, mentiras». Concentré toda mi energía, cada gramo de mi influencia angélica, en aquel tenue filamento, en aquella fina hebra que había sentido antes; me dediqué a eso en exclusiva.
Por la mañana —la primera pegadura de sábanas conyugal del mundo—, parecía que le había estado hablando al pez del lago. Ella se despertó con la cabeza apoyada en el pecho de Adán y con los brazos de este rodeándola. Ambos se miraron a los ojos y sonrieron. «Hombre», le dijo ella. «Mujer», le dijo él. «Hijos míos», les dijo Dios a los dos. «Oh, venga ya», dije yo (bueno, en realidad siseé, porque aquella mañana opté por el cuerpo de una pitón), antes de deslizarme en busca de algún sitio apartado donde echar mis tripas de ofidio.
Parecía, he dicho antes.
El lenguaje llegó, como estaba previsto. El lenguaje auténtico, no la mierda de Adán de la vaca muuu y del guau-guau. Verbos, preposiciones, adjetivos. Gramática. Abstracción. Dios se les presentaba sin avisar, de vez en cuando, normalmente con algún bicho que se le había escapado a Adán. Cosa diminuta, revoloteadora y multicolor. «Mariposa», dijo Eva, mientras Adán se quedaba gratamente perplejo.
«Sí», dijo Adán. «Mariposa. Eso es lo que iba a decir.»
Sin embargo, la inquietud de Eva persistía. Residuos de autosuficiencia de los días anteriores al sueño de Adán que quedaron tras el lavado de cerebro. Si la humanidad y yo tuvimos alguna posibilidad de labrarnos un futuro juntos, sé que fue en aquellos vestigios de independencia de Eva. El literal de Adán, que decía amén a todo, alimentaba a los loros y cantaba canciones a Dios con acordes disonantes y enervantes. Si La caída, parte II: la nueva generación tenía alguna posibilidad de escribirse y de que se llevara a las pantallas, si los humanos querían llegar a ser algo más que simples chimpancés en el Divino Manubrio del Organillero (perdón otra vez), entonces había que hacer algo con la dama y el vagabundo.
Y es ahí, querido mío, donde reside la respuesta a esa persistente pregunta: ¿qué hacía yo en el Edén, para empezar? Dios consiguió que se escribiera la gran escena de la muerte de un mártir para Chusito. La parte infinitamente autosacrificadora de Su naturaleza lo exige, al igual que la parte infinitamente generativa de Su naturaleza exigió la creación del Todo a partir de la Nada, y al igual que la parte infinitamente injusta de Su naturaleza exigió la creación de un Infierno infinito para trasgresiones finitas. La motivación del chico para el autosacrificio es la redención del mundo de Su Padre. La parte infinitamente filial de Su naturaleza así lo exige. Sin embargo, para que exista redención, antes debe existir trasgresión libremente elegida. De modo que —¡tachán!—, la trasgresión debe entenderse, al menos de forma temporal, como algo bueno.
Ahora, pregúntate lo siguiente: ¿había alguien más cualificado para hacer el trabajo?
Él se estaba haciendo ilusiones con Adán y lo sabía. Claro que lo había creado libre, pero respetando la letra de la ley, no su espíritu. La parte infinitamente insegura de Su naturaleza se negó en rotundo llegado el momento. La parte infinitamente ingenua de Su naturaleza había permitido la creación de un papel que el actor designado nunca tendría los cojones de interpretar. La parte infinitamente paradójica de Su naturaleza había exigido la libertad del Hombre para elegir entre el pecado y la obediencia, mientras creaba a un hombre que nunca sería lo suficientemente hombre para pecar. Hasta que Eva entró en escena.
Y detrás fui yo.
* * *
Violet, la sustituía de Gunn para Penélope, vive en un estudio en West Hampstead.
—Tú, de verdad, esperas que no me enfade, ¿verdad? —dijo ella, después de dejarme entrar, darse media vuelta y subir las escaleras como un vendaval hacia la sala de estar. Ya lo sé, fue una negligencia por mi parte no haberle dado una explicación de mi tardanza, pero aún estaba histérico por lo del jardín.
—No creo que te quedaras esperándome —contesté a sus espaldas.
—Pues claro que no, joder. No, Declan, gracias a Dios no lo hice.
—Entonces muy bien —dije—. No pasa nada, ¿no?
Ella se quedó de pie, con los brazos cruzados y el peso apoyado en una pierna afilada, la boca abierta y las cejas enarcadas.
—Ah, claro —dijo—. Tú has perdido completamente la cabeza. Bien. Pensaba que era sólo parcial. Quiero decir..., ¿eres...? Quiero decir, ¿qué eres?
Violet se cree una actriz, pero el talento y ella son dos auténticos desconocidos; tiene una gran espuma color rojo oscuro por pelo y finge estar perpetuamente irritada y en guerra con él (legión de horquillas, gomillas, pasadores, lazos, broches, palillos y cintas); aunque, en secreto, piensa en él como en su corona de gloria prerrafaelista, bajo cuyo brillo posa, incansable, ante el espejo de cuerpo entero colocado detrás de la puerta del lavabo, después de darse baños narcisistas, aderezados con todo tipo de ungüentos, en sus muchas tardes libres. No sabe cómo estaría más sexi: si haciendo de la altiva Boadicea o de la escotada Nell Gwyn con hoyuelos... En cualquier caso, está desconcertada y disgustada porque ni un solo director de castings de dramas de época de la BBC ha tenido hasta ahora la sensatez de rendirse instantáneamente a merced de tan esplendoroso pelo.
Seguía esperando, con el peso apoyado en una pierna.
—Creía que quizá italiano —dije, tras una punzada repentina en las glándulas salivales. (Yo, el amnésico desconcertado; las preferencias de Gunn, mis amigos y familiares olvidados, presentándose a sí mismos, sí o sí)—. ¿Tú qué crees?
Entonces, ella hizo algo con la cara, una sonrisa-bufido que duró una décima de segundo. Luego, ladeó la cabeza como un gatito perplejo.
—Deja que compruebe una cosa —dijo—. ¿Eres realmente consciente de que llegas seis horas tarde?
—Sí —le contesté—. Lo siento muchísimo.
—Bueno, puede que, como has llegado seis horas tarde y lo sientes muchísimo, no te importe que te mande a la puta mierda, ¿verdad?
Por un momento, me mordí la lengua, lo cual era difícil para mí, ya que hacía sólo unos segundos que había descubierto las fascinantes imprecisiones que suponía el dejarla a su aire. (Muy curiosa, también, la humilde servidumbre que los órganos del habla prestan al órgano de la cognición: todas esas restricciones mentales suavizadas por labiales y aproximantes, palatales y oclusivas y los esfuerzos coordinados de pequeños órganos y piezas.) Entonces, me instalé muy despacio y con excesiva expansibilidad en su único y maltrecho sillón de piel rojo.
—Chimera Films me ha encargado que adapte mi novela, Cuerpos en movimiento, cuerpos en reposo, para la gran pantalla —dije con toda tranquilidad. (Para ser justos con Gunn, él mismo ha pensado en esta posibilidad, una incentiva falsa para mantener el tono cordial con su acompañante de alcoba. Lo que nunca se le ha ocurrido, lo que le ha impedido lanzarse con semejante trola, es la explicación necesaria para el Día del Juicio Final, cuando Violet —eyaculada en la cara, golpeada, azotada en el culo, lesbianizada, fueran cuales fuesen los precios carnales que hubiese añadido al papel protagonista— descubriera que no había papel protagonista, ni de secundario, ni de figurante, ni una aparición, ni película de los cojones.)
Violet me miró fijamente. Luego, cambió el peso de la pierna izquierda a la derecha y dijo:
—¿Qué?
—Martin Mailer, de Chimera Films, ha pensado llevar Cuerpos a la pantalla y me ha pedido que escriba el guión. —Rebusqué un silk cut y lo encendí con la llama lánguida de una cerilla swan vesta. El olor a sulfuro me recordó..., ahhh.
—Me estás... Declan, tú me estás tomando el pelo. Dime que me estás tomando el pelo.
—Chimera Films es una filial de Nexus —le conté—. Buscan novelas que puedan darles material. Ya sabes, el setenta por ciento de las películas que se ruedan son adaptaciones de novelas o de relatos cortos. Nexus, como sabes, no es una filial británica.
—¿El Nexus de... Nexus? —preguntó Violet.
—El Nexus de Hollywood —le contesté.
—Dios mío, Declan. Dios de mi vida.
No me molesté en intentar ocultar mi sonrisa. Violet creyó que era una sonrisa de regocijo —que también—, pero sólo por mi propia desfachatez. En el último, ultimísimo momento, resistí la tentación de bautizar a mi mentor fantasma como Julian Amis.
—Martin Mailer era el tipo tras Más pasta, menos promesas.
—Dios santo —dijo Violet.
—Van a poner una cláusula de consulta de casting en mi contrato.
—No.
—Sí.
—No puede ser.
—Pues sí que va a ser.
Violet se cree que es impresionante. El ensimismamiento consigo misma, que raya en el autismo, sí que es impresionante. Tiene la nariz retroussé, los ojos saltones y los pechos como dos manzanitas frescas. Estaría mucho mejor sin tantas pecas, es culibaja y tiene los talones y los codos rojos pero, en conjunto, se podría decir que es atractiva. Sin embargo, tiene que pagar un coste muy alto. Decir que se cree el ombligo del mundo sería quedarse muy corto. Le entran dolores de cabeza, de espalda, de pierna, de ojo, indigestiones, cólicos, cistitis casi perpetua y SPM, que no coincide con la chorrada esa que cuentan las abuelas de que aparece justo antes de la menstruación. Si eres su novio, hay muchas cosas que le ponen de los nervios. Sobre todo, parece ser que si eres su novio, estar contigo le pone de los nervios. Ser el novio de Violet significa pasar la mayor parte de tu tiempo escuchando (mientras le frotas los hombros, le masajeas los pies, le preparas un baño con gel relajante radox o una bolsa de agua caliente) la lista detallada de las muchas formas en que le pones de los nervios.
Como muchas mujeres que se creen actrices, Violet es ferozmente desordenada. Su estudio en West Hampstead parece recién arrasado por los Nazgûl, y tengo tiempo de sobra para fijarme en ese desorden, ya que debo esperar, primero, a que Violet termine su rutina precoital del baño y, segundo, a que, infructuosamente (dando vueltas en la leonera de la cama), me llegue la erección.
—Joder —dijo Violet con diplomacia, echándose hacia atrás como si hubiese descubierto un olor nocivo—. ¿Qué le pasa?
Venga, no te cortes, no disimules la risita tonta ahora que puedes. Sí. Para partirse, ¿verdad? Venga, vamos a reírnos todos un ratito.
—Declan, algunas veces, de verdad, no puedo..., en serio, ¿qué le pasa?
—Puede que ya no me gustes —dije por lo bajini. Por lo bajini o por lo altini, provocó un Vi-silencio de una carga e intensidad formidables. Luego, con una astucia condensada que hizo que me sintiera hasta orgulloso, tiró de la sábana despacio hasta taparse los pechos y se dio la vuelta quedándose en posición fetal.
—Oh, ven aquí —le dije, como un buen tío lisonjero; y ella vino (revolviendo en sus archivos de memoria, deseando no haber mentido a Gunn sobre lo de haber leído su novela, deseando saber inmediatamente cuál era su papel, ¡el suyo, el suyo, el suyo!), pero no sirvió de nada. No sirvió para nada en absoluto, te lo aseguro. El pene de Gunn sintió la misma excitación que un triste bocadillo de pepino. Por otro lado, sin embargo, le dio a Violet la oportunidad de desempolvar su mejor repertorio de manualidades hasta la fecha.
—No te preocupes, cariño —dijo, con voz ronca—. No es para tanto. Suele pasar. Seguro que lo que te pasa es que estás muy cansado. ¿Bebiste mucho anoche?
Puede que me equivocase, pero creo que detecté un deje americano.
* * *
A Violet la acosa una vocecita. (Me preocupaba que la metamorfosis jodiera mi clarividencia, pero no lo ha hecho de manera sustancial. He notado interrupciones sin importancia, raros ángulos muertos, pero, en general, parece que he salido bien parado.) Violet nunca escucha a su vocecita aunque oiga cada palabra que le dice. Y no es que su repertorio sea muy extenso. Al contrario, siempre repite lo mismo, a intervalos irregulares cada vez más frecuentes. «No eres actriz. No tienes talento. Boicoteas tus propias audiciones porque sabes que, en realidad, no sirves para eso. Eres un fraude vanidoso y sin talento.»
No soy yo. No todas las vocecitas que oís soy yo. Hasta mi propia vocecita —¿lo he mencionado ya?—, incluso mi propia vocecita proviene de un lugar que no estoy seguro que domine. Casi siempre empieza con: «De poco tiempo a esta parte, he...». No consigo ignorarla del todo.
Declan, por supuesto, tuvo su propia vocecita hacia el final, y probablemente debería haber ido a ver a alguien. No puedo resistir la tentación de hacer un diagnóstico, aunque, teniendo en cuenta lo del baño y las cuchillas de afeitar, tampoco hace falta ser un lumbrera. El olor de esa tristeza tarda en desaparecer de las arrugas y surcos de su carne mortal. Estrías del alma, por así llamarlo. Eso me molesta. En ausencia de mi dolor angélico, lo siento como un dolor de muelas profundo y difuso.
A decir verdad, no me gusta mucho su aspecto. Si considerara la posibilidad de quedarme —me refiero a quedarme para siempre—, atracaría un banco y me pagaría una cirugía plástica de último grito o un intercambio de cuerpos a la californiana. Est hoc corpus meum. Puede que sí, pero deja mucho que desear. Cuando me enfrento al espejo, veo una frente de simio, unos ojos lastimosos y cejas a punto de desaparecer. Su piel es beige, grasienta y porosa. La entrada del pelo no está luchando precisamente por disimular su inminente recesión y la barriga cervecera (demasiada bebida, demasiada grasa y cero ejercicio, el lado corpóreo de la historia de un humano adulto corrientito) no ayuda demasiado. La nariz se le está volviendo más gruesa y el menor movimiento de la cabeza revela una papada putativa. Parece, en general, un chimpancé enfermizo. Dudo mucho que se haya lavado las orejas desde que era pequeño. Puede que a los diecisiete o dieciocho años engañara a alguien con la historia de su abuelo navajo (respaldada por los disparates de siempre: pelo largo, joyas de plata y turquesa, abalorios). Ahora lo ves, a los treinta y cinco, y buscas otra explicación menos glamurosa: mezcla de hispano, cóctel de negro, italianini descafeinado. Y la verdad es esta: madre irlandesa católica romana preñada en un momento de debilidad (gracias) y borrachera por un fresco sij de Sacramento en la fiesta de cumpleaños de una amiga en Manchester. Barcos en la noche, la patata caliente en el horno, él que se va, ella que es católica: ahí es donde entra Gunn el beige, sin padre y con un peso enclenque de dos kilos y medio. Ella lo cría sola. Él la quiere y se odia a sí mismo por haber arruinado su juventud. Crece con la típica dicotomía virgen-puta en lo que a mujeres se refiere (con la que ahora cargo yo, muchísimas gracias); un rabioso complejo de Edipo, reemplazado durante los años de adolescencia por una fase aterradora de fantasías homoeróticas (ya les encontraré algún uso antes de acabar, ya lo verás), antes de que la imaginación sexual se estabilizara con una especie de sadomasoquismo heterosexual suave a los veintipocos, concomitante con el descubrimiento de un cierto afeminamiento del cuerpo, una tremenda aversión hacia el trabajo manual, una gran afición por las artes y una creencia magullada, pero aún virulenta, en el Viejo y en un servidor.
Tampoco es que su guardarropa me vuelva loco. Ojalá hubiese una manera más apasionante de decirte que es soso, pero no la hay: el guardarropa de Declan Gunn es soso. Dos pantalones: uno negro y otro azul. La de ropa de mercadillo a la que tuve que recurrir tras mi debut pajillero-maratoniano. Media docena de camisetas, dos jerséis de lana, un polar beige (¡?), un abrigo largo, unas zapatillas de deporte sin marca y un par de zapatos marca DM. Parezco un vagabundo. Nunca ha tenido un traje. Me han hecho esto aposta, para minar mi dignidad, para herir el orgullo del que tanto hablan. Ni que decir tiene que Gunn, después de la extravagancia de su obra invendible e inspiradora de suicidios, Tempestad divina, no se puede permitir comprar ropa nueva, con sus dos primeros libros ya agotados y su agente, Betsy Gálvez, que sólo ve su nombre porque está justo detrás de Pizzeria Giuseppe en su agenda. Debería haber robado dinero. Debería haber atracado a un pensionista. Los pensionistas están forrados. ¿No los ves con sus carritos de la compra a cuadros? Pues los llevan llenos de lingotes de oro. ¿Por qué te crees que se mueven tan despacio? Se mueren de hipotermia y nadie menciona la pasta gansa que se ahorraron al no comer nunca ni encender la calefacción. Me encantan los abueletes. Siete u ocho décadas de trabajo por mi parte, susurrándoles al oído cosas sobre maricas y negros (¡resulta que ellos lucharon por eso!) y, para cuando la muerte los reclama, rezuman malicia y pregonan su rencor. En el Infierno, das una patada y te salen diez almas de viejos. En serio. Las tenemos a porrillo.
Gunn vive solo en un segundo piso de protección oficial, de una habitación, en Clerkenwell. Un dormitorio pequeño, un saloncito pequeño, una cocina pequeña y un cuarto de baño pequeño. (Que conste que he buscado otros adjetivos.) Fuera, un patio. Los edificios colindantes son seis pisos más altos, por lo que el de Gunn está privado de luz. Él soñaba con que Violet se mudara allí. Violet, no. Violet soñaba con que Gunn utilizara el dinero resultante de la venta de su, por aquellos entonces, obra maestra en curso, para adecentar el piso de Clerkenwell y venderlo para poder mudarse a Notting Hill. De la venta de su... Sí. Ahí está la pega. Si tenemos en cuenta el panorama general, la verdad es que no puedo decir que me extrañe que nuestro chico decidiera suicidarse. Hay humanos que sobreviven a campos de concentración y otros que se sumen en un abismo por una uña rota, un cumpleaños olvidado o una factura del teléfono que no pueden pagar. Gunn se encuentra en un término medio. En los términos medios es donde hago mis mejores trabajos.
Su madre murió por la bebida hace dos años y le dejó el piso. La bebida, la soledad y el menda nos cargamos a la madre de Gunn. La bebida le devoró el hígado, y la soledad y yo nos encargamos de zamparnos su corazón. El hígado y el corazón, mis órganos vitales favoritos. Que sepas que no bajó. Se le deben estar congelando los talones en el Purgatorio. La extremaunción. Gunn llamó al crapuloso padre Mulvaney (aliento a jerez, labia con acento irlandés, nudillos rojos que no paraba de crujirse y eccemas; ya me ocuparé de su hígado, el muy hipócrita), y así me robaron a otro inquilino. No hay justicia en el mundo. Ángela Gunn. La quería para mí. Algunas almas —no sé por qué— llevan calidad escrito en la frente. Ella se sentía culpable por Gunn, por haberlo traído al mundo sin padre (creía que el hecho de que por poco se estrangulara con su propio cordón umbilical era una crítica a su maternidad); pero no fue la culpa lo que la arruinó, fue la soledad. Unas pocas aventuras escabrosas con hombres que no le llegaban ni a la suela de los zapatos. Su indignación por no poder apartar de su mente la idea de un gran amor apasionado. Ella los observaba de madrugada (después de la lucha malhumorada, de la gimnasia sin amor), desnudos y repanchingados, como descolgados de una medio crucifixión. Haciendo de tripas corazón, se obligaba a absorber los detalles desagradables: hombros regordetes, uñas sucias, pelo quebradizo, tatuajes descoloridos, espinillas, estupidez, avaricia, odio por las mujeres, pretenciosidad y arrogancia. De madrugada, se sentaba a llorar amargamente, apestando a alcohol; miraba el cuerpo del que tuviera al lado —un tal Tony, Mike, Trevor o Doug— y forzaba un rictus en los labios a medida que las sórdidas imágenes pasaban de nuevo por su cabeza. Qué absurda, pensaba, era esa búsqueda del amor de un hombre que fuese su igual. Se odiaba por ello. Pensaba que su vida (y ella misma) eran el resultado de una oportunidad que había dejado escapar. En algún momento, en algún lugar, se había equivocado en algo. ¿En qué? ¿Cuándo? El peor horror de todos: que no había dejado escapar nada, que su vida era simple y llanamente la suma de sus propias elecciones, y que sus elecciones la habían llevado a eso: a otro encuentro truncado, a la creencia cancerígena en la idea de un gran amor, al sexo viscoso, a la soledad en plena madrugada.
Había querido a Gunn, pero la educación que él recibió los distanció. Ella ansiaba sus visitas, pero luego no podía evitar que se avergonzara de sus malapropismos y sus faldas de niñata. Era inteligente, pero incapaz de expresarse con propiedad. Las palabras la traicionaban: bellas mariposas en su mente; polillas muertas cuando abría la boca para liberarlas al mundo. Gunn sabía todo esto. Siempre iba armado de las intenciones filiales más nobles, pero luego sentía cómo se evaporaban cuando ella hablaba de «ampliar sus bisontes». La bebida era el tercero en discordia espectral que Gunn no terminaba de asimilar. Saber y esperar. (Jesús, vosotros, los humanos y vuestra sapiencia; vosotros, los humanos y vuestra esperanza.) La creencia de Ángela en su escritura. Gunn sospechaba que rezaba por ella. Lo hacía. Le rogaba a Dios que encontrara un editor para el libro de su hijo. El idiota y ex acólito de Gunn se preocupaba, entonces, porque no lo sintiese como un auténtico logro personal. Manchado por la mano de Dios, por así decirlo.
Pero entonces llegó el fallo del hígado, el hospital, su avalancha de culpa y de vergüenza. Ella, de sólo cincuenta y cinco años, con aspecto de setenta. Mulvaney, el del cuero cabelludo rojo y descarnado, no la había visto desde hacía tres años, pero fueron directos al grano en cuanto él llegó, oliendo a Londres húmedo y a brandi cockburn's port. Gunn paseaba junto a su cama apesadumbrado. Le cogió la mano (por primera vez en mucho tiempo) y descubrió con estupefacción su piel de cebolla y la orgía saturnal de sus venas. Se horrorizó porque la recordaba suave y firme, con olor a nivea. Estos eran los recuerdos que le sobresaltaron en los meses que siguieron a su muerte, atracadores sin corazón empeñados en redistribuir la riqueza enterrada de la mente...
Mierda. ¿Ves lo que pasa? Sólo había mencionado a la mujer porque quería contarte cómo Gunn consiguió el piso. Ahora mi pantalla está llena de chorradas sensiblonas.
Sería muy conveniente que otras presencias demoniacas pasaran por este trance: es manifiestamente imposible ocupar el cuerpo de alguien sin que parte de su vida se te filtre. Hasta ahora, la parte más dura de la visita ha sido alojar las sobras de Gunn; a pesar de mi casi omnisciencia, nunca termino de saber cuál va a ser el próximo tic desafortunado o costumbre desagradable con la que me voy a topar. ¿Es que no podían haber escogido a otro? ¿A alguna estrella del rock con su séquito de aduladores? ¿A algún jeque con la costumbre de irse de putas? ¿A algún adicto a la coca con yate? Cualquiera hubiera sido mejor que este memo con sus correlatos objetivos, su té earl grey y su saldo bancario de pena.
Con respecto al saldo bancario de Gunn, dos palabras: Virgen Santa.
La señora Karp es la supervisora de cuentas de Declan Gunn en el NatWest. El día que nuestro chico compró las cuchillas de afeitar, había llegado una carta de la señora Karp. Su tono era severo pero compungido (el de la siguiente fue sólo severo), y solicitaba la devolución del talonario y de la tarjeta de Gunn, cortados por la mitad, de inmediato. Señalaba que, lamentablemente, Gunn tenía más de tres mil quinientas libras de números rojos (dos mil quinientas libras por encima de su límite) y que, a pesar de los repetidos esfuerzos por su parte pidiéndole que se acercara al banco para hablar de su situación, él se había mostrado poco dispuesto a hacer otra cosa que no fuese seguir gastando un dinero que no tenía. Lo cual, no le dejaba otra alternativa que, etc.
Lo cual, no me dejaba otra alternativa que echarle una manita, como te encantará oír: salirme del cuerpo de Gunn durante una hora o así, darme una vuelta por el pareado de la señora Karp en Chiswick, darle un susto de tres pares de cojones y conseguir que hiciese algo creativo con el saldo de Gunn. Pero cualquier plan, por simple que sea, siempre tiene un fallo que resulta fundamental, y el fallo en este plan tan simple no era una excepción: me dolió tanto cuando salí del cuerpo de Gunn que volví a meterme en él disparado, sin haber salido siquiera del piso.
Vas viendo que hay Alguien detrás de todo esto, ¿verdad? Me he acostumbrado tan rápido a la ausencia de dolor angélico, que incluso pasar el resto de mis días en el flatulento corpus de Gunn es preferible a las llamas y armas nucleares que suponen la separación de alma y cuerpo. El golpe de Dios: la degradación voluntaria de Lucifer a vivir como un escritor de tres al cuarto sin dinero en Clerkenwell; puede que nuestro Amiguito esté desarrollando el sentido de la ironía después de todo. Una de las cosas de las que nunca me canso (para seres eternos como yo, cansarse de las cosas es un problema) es de mi propio asombro ante lo estúpido que Él debe de creer que soy. ¿Será el Tío tan arrogante como para pensar que una breve estancia en el saco húmedo, frío y resonante del cuerpo de Gunn...?
Relajaos, fanes. En cuanto llegue agosto, me deslizaré en ese dolor como Biggies en su chaqueta de aviador. Mientras tanto, me divertiré un poco.
—Mi Señor, no lo había reconocido.
Nelchael. No hay muchos en los que puedas confiar. Nelchael es uno en el que sí. Mi hombre de los números. Dios creó la mayoría de los números del mundo para que tuviesen sentido. Pero de vez en cuando hay fallos técnicos. El trabajo de Nelchael —cuando nos conviene— es explotarlos.
—Número de cuenta 44500217336. Mira a ver lo que puedes hacer. No tienen por qué ser millones. Cincuenta de los grandes bastarán. ¿Lo has entendido?
—Mi Señor Lucifer, yo...
—¿Recuerdas, Nelchael, lo que te dije antes de irme?
No es fácil mantener la dignidad dictatorial cuando estás sentado en un sofá comido por las polillas, fumándote un silk cut, comiéndote las uñas y ofreciendo a todos el aspecto de chimpancé cetrino de Declan Gunn.
—Que esta misión era alto secreto, mi Señor.
—Puto alto secreto, Nelks —le dije—. Y así debe seguir. ¿Me he expresado con claridad?
—Sí, mi Señor.
—Aparte de ti, nadie más sabe de mis asuntos aquí en la Tierra. Si volviera al Infierno y me encontrara con que te has ido de la lengua...
—Mi Señor, le aseguro que...
—Si me encontrara con que se ha corrido el más mínimo rumor, entonces mi razonamiento, Nelchael, me conduciría a concluir que has traicionado mi confianza, ¿no te parece?
—Mi Señor, sólo existo para cumplir su voluntad.
—Sí, es cierto. Acuérdate de Gadreel.
Gadreel me desobedeció estableciendo una moratoria sobre el incubismo allá en el Antiguo Egipto. Me desobedeció soberanamente, dirás. Se tiró a Cleopatra. (Gadreel era un promiscuo empedernido, por supuesto, y Cleo no podía mantener los fémures cruzados más de cinco minutos, era inevitable.) Tuve que darle un escarmiento ejemplar. Desagradable. Sé que el dulce de Nelchael sigue teniendo pesadillas. El propio Gadreel se recuperó hace siglos. Además, lo compensé en el siglo XV: un largo fin de semana con Lucrecia Borgia.
Debería explicarlo. Este tema de que los ángeles mantengan relaciones sexuales con mujeres mortales ha sido un problema. No es que todos los ángeles sean heteros: Usiel es más maricón que un palomo cojo, igual que Busasejal y Ezequeel o Ezequiela la Reinona, como solemos llamarlo, por mencionar sólo tres de entre miles. La mayoría de nosotros, llegado el momento, disfruta del congreso carnal con damas y con caballeros. En realidad, a vosotros os pasa lo mismo —internados, chirona, la Marina—, sólo tienen que darse las condiciones adecuadas. Además, el consorcio entre maricas tiene una enorme ventaja con respecto al de los heteros: no hay descendencia.
... vieron los hijos de Dios que las hijas de los hombres les venían bien, y tomaron por mujeres a las que preferían de entre todas ellas...
Dice el Génesis 6:2. Los «hijos de Dios» eran ángeles. Mi gente (Su gente no adquirió ni el gusto ni la oportunidad); las «hijas de los hombres» eran, como es obvio, mujeres mortales. Lo que tenemos aquí —aunque nadie parezca darse cuenta— es peligrosa copulación entre ángeles renegados y chicas terrenales predispuestas. Un cóctel explosivo. Hay dos maneras de tirarse a los mortales. La primera es el incubismo (palabra que todavía no habéis inventado pero que deberíais tener a todas luces, dada la cantidad de chingamientos en los que hemos participado), la segunda, la posesión. Con el incubismo, el ángel se queda como ángel; con la posesión, el ángel se mete dentro de un humano para que este le haga el trabajo. El incubismo es un descafeinado, la posesión, una jugosa carne a la parrilla. Vosotros lo hacéis los unos con los otros y la mitad de las veces no sentís nada. Cuando nosotros intervenimos..., buah. Se me pone la carne de gallina sólo de pensarlo. Pero, como he dicho, la posesión no es un truco que haga cualquiera. El incubismo, por otra parte, era algo a lo que la mayoría de los caídos podía echar mano, y seguía siendo popular a pesar de ser tan sosito. Parecía que las chicas también lo disfrutaban, aunque se pasaran casi todo el tiempo sonámbulas y se despertaran ruborizadas y con sentimiento de culpa —«No te vas a creer lo que he soñado esta noche, Marj...»—, por no mencionar el riesgo a ser quemadas en la hoguera si alguien se enteraba.
Sin embargo, existían dos grandes problemas con las jaranas interespécimen. El primero era lo que dio en llamarse demencia carnal. Un ángel en estas condiciones se obsesionaba con su apretujamiento terrenal, en el mejor de los casos hasta el punto de desatender sus propios quehaceres y en el peor, hasta el punto de abandonar del todo su puesto para rondar a la amada y suspirar por convertirse en humano. Inaceptable, obviamente. Una cosa es mojar tu colita angélica, y otra muy distinta empezar a soñar con asentarse en una choza de adobe y caña de dos habitaciones en Ur. Esas hubieran sido razones de peso para prohibirlo tarde o temprano, incluso sin la aparición del segundo problema, los nefilim. Génesis 6:4:
Los nefilim existían en la Tierra por aquel entonces (y también después), cuando los hijos de Dios se unían a las hijas de los hombres y ellas les daban hijos: estos fueron los héroes de la antigüedad, hombres famosos...
Paparruchas. No hubo gigantes en la Tierra ni en aquellos días ni en otros, y la idea de que un nefilim, el fruto de la unión del espíritu y la carne, se convirtiera en «héroe» es una de las distorsiones más ridículas del Antiguo Testamento. Gracias a algún tipo de ley oculta que regía el congreso entre los reinos de lo visible y lo invisible, los nefilim fueron unos cretinos aburridos, lloricas, neuróticos, inútiles y feos. Para mí, uno de los misterios sin resolver hasta la fecha es por qué esos críos vinieron al mundo sin ningún tipo de mérito o atractivo estético. Si hubiesen sido moralmente buenos, habría dejado que sobrevivieran con la esperanza de corromperlos. Si hubiesen sido moralmente malos, habría permitido que viviesen para que contribuyeran a joder el mundo. Pero eran tan rematada y solipsísticamente tristes y aburridos que eran una verdadera vergüenza. ¿A que resulta increíble?: uno se piensa que está por encima de la vergüenza, con lo de ser puro mal y todo eso; pero entonces, estos putos quejicas, estos frikis obsesionados consigo mismos aparecen como el resultado de tu lujuria y te hacen sentir..., arggg. No importa. La cosa es que los quité de en medio. Hice una limpieza general, al estilo Don Limpio, los borré de la faz de la Tierra y las ofensas excrecentes se fueron para siempre...
O eso pensaba yo. No tengo pruebas concluyentes, pero vengo sospechando desde hace tiempo que algunos de mis hermanos —no más de un puñado— se las ingeniaron, de alguna manera, para llevarse sus espantosas proles y esconderlas en algún rincón de la guadaña de mi cólera. De vez en cuando veo a alguno (en un documental sobre la banda de blues Fleetwod Mac, en un especial de Elton John..., la industria de la música parece sospechosamente fértil en este aspecto) y me pregunto si la sangre de los nefilim no correrá aún por las venas de los humanos. No hago más que pensar que debería hacer algo al respecto, pero, como ya sabes, ando siempre muy ocupado...
—Escucha, Nelchael. ¿Qué hay de tu otro encargo?
—¿Encargo, mi Señor?
Puse los ojos de Gunn en blanco. (Le estoy cogiendo el truquillo a este tipo de gestos. Ahora, ese encogimiento de hombros galo con retorcimiento de boca es uno de mis favoritos. Ese y el de chasquear la lengua poniendo los ojos en blanco que acabo de despachar a mi siervo.)
—Dame fuerzas —dije en voz baja—. Tu otra misión, idiota. Tu otro recado.
—Por supuesto, mi Señor. Perdóneme. Ya veo, ya veo lo que...
—¿Lo has encontrado ya?
—Por desgracia, mi Señor, el Limbo es engañosamente grande. Sólo con..., sólo el número de infantes no bautizados...
—Sí, sí, ya sé todo eso. No cabe duda, Nelkers, de que el tiempo no está de nuestro lado. Sigue buscando. Y tráeme noticias tan pronto como lo encuentres. ¿Entendido?
—Entendido, Señor.
—Una cosa más.
—¿Sí, mi Señor?
—No pierdas de vista a Astaroth. Quiero nombre y rango de sus más allegados. Ahora, vete.
Comprobé el saldo a la mañana siguiente: setenta y nueve mil seiscientas sesenta y seis libras. Un bonito detalle, ese. Me hizo sonreír. Lo celebré con una fritada en un puesto grasiento del mercado Leathe Lane antes de dirigirme a Oxford Street para hacer una compra sartorial y correrme una juerguecita.
* * *
Lo que voy a decirte a continuación puede causarte una conmoción, así que sírvete una copa doble y deja caer tus posaderas en un puf.
¿Listo?
De acuerdo. El sexo no fue el Pecado Original.
La verdad es que Adán y Eva ya habían tenido relaciones sexuales unas cuantas veces (¿de qué otra forma se supone que iban a multiplicarse, estimado cabeza de chorlito?); sólo que no era muy divertido. No es que fuese desagradable, pero no era el sexo que conocéis ahora. Era la expresión de una característica de diseño, eso es todo, como doblar los brazos o tener hipo. La herramienta de Adán funcionaba —es decir, de vez en cuando se le ponía dura—, pero a su bola. No tenía ningún sentimiento al respecto, ni en un sentido ni en otro. Eva, por su parte, sentía más o menos lo mismo. No le importaba. Era sólo otra de las cosas que hacían porque así es como estaban configurados. El sexo edénico no les hacía sentir ni bien ni mal. Cómo han cambiado los tiempos, n'est-ce pas? Ahora te hace sentir tan genial. Ahora te hace sentir tan de puta madre. ¿Sí? No, en serio, eres muy amable.
—Sabes que lo estás deseando, sucia perra.
Lo que nos asombró a los dos es que saliera no como una sucesión de siseos (había decidido que la piel de serpiente me quedaba muy bien y reptar era mi métier corpóreo), sino como una articulación perfectamente inteligible. Durante unos momentos, nos quedamos en silencio, sorprendidos, Eva tendida en la hierba boca arriba, mirando la fruta reluciente; yo, enroscado en la rama más alta con el cuello y la cabeza apoyados junto a una de las esferas doradas.
—Una perra es una hembra de perro —dijo Eva, con sensatez—. Y sucia es antes de bañarse en el río.
Alarmado por haber desperdiciado la oportunidad de una estrategia de introducción sutil (no intentes practicarla en el gimnasio), le dije:
—¿Recuerdas cómo era todo antes de Adán?
Eva no era una de esas personas que te dicen «¿Qué?» cuando te han oído perfectamente. Ella se quedó tumbada, con el cuerpo manchado por la sombra de las hojas, parpadeando lentamente y meditando sobre la pregunta. Una mano acariciaba la hierba, la otra reposaba inerte sobre su vientre.
—A veces creo recordar algo —dijo, sin apenas mirarme—. Pero luego, se esfuma.
No puedo atribuirme ningún mérito por prever o planificar las cosas, pero sí puedo y quiero hacerlo por ser un oportunista consumado. (¿Te he dicho ya que soy omnisciente? Eso no es del todo cierto, pero sí soy un maldito oportunista.) No sabía con precisión cómo se sentiría con aquel primer mordisco jugoso, pero, en general, me hago una idea. En general, iba a sentir una versión más suave del bocinazo termonuclear que sentí yo la primera vez que me reconocí como un ser libre de separarme de Dios. En general, iba a obtener pruebas fehacientes de que era su propia dueña. En general, iba a ser iniciada —no antes de tiempo, debo añadir— en el placer superlativamente delicioso de la desobediencia.
Fue una seducción larga y elocuente. Me superé a mí mismo. Ella no podía creer que yo fuese capaz de hablar. Ese era, en realidad, el quid de la cuestión. Una voz inteligente que pedía su opinión. Ni Dios ni Adán se habían tomado nunca la molestia. Ella llevaba algún tiempo intentando convencer a su cabeza —y, por tanto, a su lengua— del..., del... —la ayudé—: «¿del inherente atractivo de una actividad proscrita de forma arbitraria?». Sí, asintió, con los ojos abiertos como platos, llenos de encanto, y el alivio de un fan de Mervyn Peake que se encuentra por casualidad con otro fan, sin el cual no habría tenido amigos en ese lugar. Sí, eso es, exacto... Las palabras se abrían entre nosotros como capullos en flor, y cada una de ellas liberaba la fragancia de su duda. El trabajo laborioso de Adán, su naturaleza irreflexiva, la desaprobación latente de su cuerpo por parte de Dios —pues sí, Lo había visto respingar el labio—, el anhelo de encontrar a alguien con quien hablar, con quien mantener una conversación no sólo de lo de siempre, sino una conversación llena de imaginación y... —se atascó otra vez— de sentido de la ambigüedad, sentido del humor, una conversación que fuese más allá del nombramiento de las cosas y de las alabanzas a Dios, una conversación que te permitiese crecer, que descubriese, que... explorase lo desconocido...
—Parece como si todas las palabras perteneciesen sólo a Dios —dijo, en tono soñador, haciendo girar el tallo de una flor bajo su barbilla—. Pero, a lo mejor, también me pertenecen a mí, ¿no?
(Dime que no nací para esto. Por aquellos entonces me preocupaba, periféricamente, como me preocupa ahora: ¿Nací para ello? ¿Eso era todo? ¿Era la rebelión sólo parte de..., sólo..., bueno, vale, no importa.)
Ella se aferró a ese «a lo mejor» durante un rato. Recuerdo que hubo un punto (le puse la fruta en la palma de la mano) en el que ambos supimos que ella iba a capitular, pero también que quería prolongar su postura de resistencia un poco más. Entre los dos inventamos los juegos preliminares y el hacerse la estrecha. «Ahora, la serpiente era el más astuto de todos los animales del campo», dice la versión del rey Jaime. Puedes apostar la leche en polvo horlicks de tu abuela a que así era, ya que yo estaba dentro de ella. Utilicé todas las estrategias a mi alcance. La tentación tiene menos que ver con agobiar a alguien mediante la repetición que con encontrar la frase adecuada en el momento justo.
—Eres endiabladamente...
—¿Elocuente?
—Elocuente. Eres endiabladamente elocuente, serpiente.
—Eres muy amable, mi señora. Sin embargo, si la fruta de ese árbol ha dotado de perspicacia a la lengua de una serpiente, un mero reptil, imagina la sabiduría que tus exquisitos labios tendrán a su alcance. (Lo de los labios y lo del alcance fue horroroso, lo sé, pero es que, verdaderamente, tenía los más atractivos que jamás había visto: me refiero a los labios, los de la boca y los del monte.)
—Eso es adu..., adu...
—¿Adulación? Para nada, Reina del Paraíso. No es más que la verdad. ¿No te sorprende que Él te prohíba lo que podría hacerte Su igual, si no Su superior?
Una forma de hablar, lo sabía, con la que ambos podíamos disfrutar de la conciencia de mi adulación (Eva aprendía rápido, de eso no había duda) y, aunque se reía, no podía ocultar el rubor de satisfacción que se extendió por su garganta y sus pechos. Fue, debo confesar, tan placentero sentarme y jugar a este juego con ella (yo era el camarero de date-un-capricho-te-lo-mereces; ella, la esclava de oficina que deja que los margaritas borren uno a uno los límites de su hora del almuerzo hasta que —oh, querida— se ha sorbido y tragado todo el día de trabajo), que casi se me olvida adónde quería llegar.
Y cuando, por fin, clavó esos dientes preciosos, con las mejillas escarlata y los ojos ardientes, y el jugo chorreó como en un dibujo animado, yo, dando un brinco intuitivo que creo no haber superado desde entonces, asesté el coup de grâce e introduje con delicadeza mi... Lo que intento decir es que hubo cierta compatibilidad espacial entre mi... Resultó que su... Oh, venga ya, me vuelvo tímido y todo, ¿te das cuenta? Bueno, al grano: eso. Sabes a lo que me refiero, ¿no? Creo que uno debe esforzarse por evitar la vulgaridad innecesaria. Que sea el mal personificado no significa que tenga la boca como una cloaca. Después de todo, soy un hombre rico y con clase. Y sé que nos estamos entendiendo. Creo que no hace falta contar los detalles, ¿verdad?
Fue un golpe de buena suerte o instinto perfeccionado que una de las primeras cosas (una de tantas) que la fruta liberara fuese sensualidad. Lo principal fue el placer de haber desobedecido adrede. Vi que la impetuosidad de este pensamiento la sacudía: ojos medio cerrados, yugular prominente, el color del humo. Vi cómo saboreaba por primera vez su propia identidad y que casi la destruye, como le debe ocurrir a una vampira principiante con el primer trago de sangre. (Sin embargo, ¿qué ocurre si la vampira novicia sobrevive a esa primera ingestión turbadora? ¡Que su sed se despierta y aumenta diez veces!) «A partir de ahora —pensé (tras haber descubierto la terapia de la aversión invertida)—, a partir de ahora, pecado y placer sexual irán de la mano. Lucifer», me dije a mí mismo, notando con satisfacción las caderas cooperativas, las aletas de la nariz palpitantes y las cejas enarcadas por el arrebatamiento carnal, «Lucifer, hijo mío, eres un verdadero genio». Liberación, subversión, poder, rebelión, bestialismo, orgullo..., ni Dios sería capaz de embutir todo eso en una Golden Delicious. Observé cómo reflexionaba, bañada en aquel nuevo conocimiento frutal, sobre lo que había hecho (que podía hablar por sí misma; que la desobediencia sensibilizaba la carne; que ya nunca habría vuelta atrás; que si lo único de que disponía el ser humano para luchar contra el yugo de la servidumbre era el pecado, entonces ella elegía el pecado; que ella era, contra todo pronóstico, libre), a través de la herida de la concupiscencia. El éxtasis y el delito habían dejado, a su paso, una leve mueca de perplejidad, la marca del estupor que le producía sentir tales cosas, la expresión inicial de su cara como preguntándose: ¿Cómo he podido?, que nunca la llevaría a ningún sitio, porque sabía cómo lo había hecho. Oh, sí, y muy bien. Lo sabía.
¿No te sientes agradecido de que ligara el sexo al conocimiento y al placer sensual? ¿O preferirías que el coito hubiese quedado al mismo nivel fisiológico que, por decir algo, sonarse los mocos? Y, ya que estamos hablando del tema, también puedes atribuirme el mérito de haber hecho despegar el arte. El universo se transformó, gracias al primer y osado bocado de nuestra chica y a su precoz peristalsis, en un fenómeno representable, en el sujeto separado del objeto: represéntalo todo y no habrá nada que Dios sepa y tú no. Nada que valga la pena saber, ya me entiendes. Desde aquel día en el Paraíso, el sexo y el conocimiento han formado la doble espiral del ADN de vuestras almas.
—Cuando vienes, el tiempo se detiene —dijo Eva—. Es un tremendo alivio, ¿verdad, serpiente? ¿Crees que ser divino es sentirse así todo el tiempo?
Tendida en la verde hierba, destacaban su dorado rosáceo y su fulgor, estaba fabulosamente bebida y sobria como la piedra fría al mismo tiempo. La vi envolverse mentalmente en vergüenza como en un suntuoso visón ruso. Durante un segundo, retiró la fruta de sus labios y la observó como si la propia libre voluntad de esta la hubiese traicionado. Pero, tras un momento de duda, volvió a acercársela a la boca y a hundirle los dientes. Había tomado su decisión la primera vez. En caso de que hubiese alguna duda, lo hizo una segunda.
—Esto es sólo el principio —le dije—. Ahora, si contemplas la posibilidad de darle la vuelta a tu... Lo que quiero decir es que si pudieras terminarte..., ah. Cuando yo voy tú ya has venido, querida. Encantadora.
—Voy a decirte algo —dijo—. No estoy segura de que me gustara de verdad.
—¿Adán? —le pregunté—. No me extraña.
—Adán no —contestó, luchando por tragarse un pedazo que había masticado con avidez—. Dios.
* * *
Y así, estimado lector, hasta el día de hoy, y hasta la ridícula sucesión de hechos que me trajeron hasta aquí. (Me refiero al «aquí» específico del pesebre hacinado y el PC polvoriento de Gunn del séptimo día.) Deja que te recuerde que ya ha pasado la primera semana. Este juego de no saber muy bien lo que te deparará el mañana no está hecho para pusilánimes, ¿verdad? Estoy casi tentado a empezar a veros, monos, desde una nueva perspectiva.
Cronología, Lucifer, por el amor de Dios. Estás cansado, sí, pero te sentirás mejor cuando lo hayas puesto todo por escrito mientras todavía estás fresco.
Bueno, yo no diría exactamente «fresco», ya que todavía apesto a coño de calidad y a humo de pitillo francés..., pero eso es adelantarse a los acontecimientos. Empecemos, como sugiere la sombra del auto-biógrafo o la voz del doppelgänger (¿esto le pasa a todos los escritores?), por el principio.
La debacle Violet me estremeció, lo admito, y le siguió una noche de borrachera frenética. (También empecé a fumar. Estoy deseando dejarlo, como es obvio, ya que el verdadero placer consiste en caer otra vez, pero, mientras tanto, he encontrado mi ritmo en unos cincuenta al día.) No sin el beneficio de la perspicacia. Decidí que la fuerza era el afrodisiaco que faltaba. Contra su voluntad, el ingrediente crucial. Tenía sentido: la extensión lógica del placer pospenelopiano de Gunn era practicar sexo con mujeres que, en realidad, no querían practicar sexo con él. A él se le saldrían los ojos de las órbitas, sin duda, al ver dónde apuntan esas predilecciones. Pero, ese soy yo, ya lo ves: no me ando con chiquitas. Las cosas por su nombre. Además, ¿qué alternativa me quedaba? ¿Un mes en la Tierra... impotente? Por favor.
Por tanto, después de haberme resuelto por el enfoque drástico, la noche de ayer me encontró paseando por High Holborn tras la estela prometedora de una tal Tracy Smith, que, aunque todavía no conocía, estaba destinada a jugar un papel importante en el urgente asunto de mi rehabilitación sexual.
Nuestra Tracy era una buena soltera anglosajona de clase trabajadora, con culo de peso medio y pantorrillas con piel de gallina, tetas gelatinosas subidas con wonderbra hasta las amígdalas y pelo rubio ceniza recogido de cualquier forma con un pasador de carey, revelando un cuello de nácar y dos orejitas rosa intenso. Un vistazo a esa boca rosa cerdito con sabor a chicle wrigley y este chico ya estaba enganchado. Tracy Smith. Cabeza inundada de tele y de Radio One, el vago eco del instituto (maquillaje, cotilleos, chavales), los exámenes Pitman de taquigrafía, las copas de pimms, el folleto del paquete de vacaciones..., ¿de qué más formas se podría llamar a Tracy Smith? De hecho, está pensando en cambiarse de nombre. No el Tracy, sino el Smith. Por Fox. Tracy Fox. Modelo en topless de la página tres de The Sun, presentadora de un programa infantil de televisión, invitada al concurso Blankety Blank. Lo ha investigado. No es tan difícil como pensaba. El único problema es que sabe que su madre y su padre lo fliparían. Y como ellos eran los que pagaban la hipoteca del piso (papá, taxista; mamá, auxiliar de enfermería), más le valía tenerlos contentos. Así que, para mí, y por ahora, es Tracy Smith, al verla salir por la entrada principal del edificio Holborn y adentrarse en la luz plomiza de la noche y comprobar cómo la puerta ahumada balancea el reflejo de su precioso trasero ante mis ojos. Plumas corto plateado, falda a rayas azul marino, medias marfil y zapatos de tacón negros de chúpame la punta. Esa es mi chica. Un autobús de dos pisos ruge al pasar con Kate Moss en el costado. Por mí, os podéis quedar con los maniquíes, las anémicas con porte angular y las mantis esqueléticas; a mí me dais a la humana Tracy Smith, con aliento a nescafé, braguitas rosa de M&S, la huella de un frenazo como la marca de una cerilla al encenderla, sueños de celebridad, gramática deficiente y hambre, hambre, hambre de dinero. El autobús pasa con el sonido del bostezo de un dinosaurio y yo me cuelo en la estela que va dejando mi chica, rodeado de londinenses que corren a toda prisa, cuyas caras flotan ante mí como faroles cerosos en la penumbra de la ciudad.
Siempre he sentido debilidad por Londres, por el manto parcheado y hecho jirones de su historia (algunos de mis mejores trabajos, por supuesto; siento lo mismo por el antiguo Bizancio), su sabiduría ajada y su humor negro. Vosotros sabéis —vosotros, humanos de provincia, lo sabéis— lo que se siente cuando te rompes bajo el peso del amor perdido o el deseo ingerido y decides mudarte a Londres: la ciudad te está esperando con los brazos abiertos. Te llevas allí tus preciadas penas y las desembalas... para descubrir que la ciudad ya las ha asimilado, lo hizo hace siglos, junto con las grandes pasiones isabelinas y los pecados mortales victorianos. Ahora, la asimilación está codificada: en los colores artificiales del mapa del metro, en las palomas punkis de Trafalgar, en los miles de tacones de aguja repiqueteadores, en los bostezos cafeínicos, en las pintas ingeridas y en los magreos adúlteros. Apareces una tarde lluviosa de lunes, orgulloso de tus lamentables pormenores... y Londres te humilla con su riqueza al por mayor. Tú has visto tu vida. Londres ha visto la Vida.
París es pija y dueña de su pecado, como una mademoiselle liberada es dueña de su cajita de terciopelo donde guarda el diafragma y el vibrador jackhammer deluxe; pero Londres, Londres olfatea sus cúmulos de pecado como haría un chucho sarnoso entre cubos de basura, en parte avergonzado, en parte nervioso, en parte asqueado, en parte triste...
Pero esta no es la cuestión. (Esto es superogatorio, como diría Gunn.) La cuestión es que he elegido a Tracy Smith, nacida y criada en East End (mi yo romántico prefiere pensar que ella me eligió), para la última consumación del deseo angélico en la Tierra. Como Violet tenía un fallo de señal para generar el requisito... No es que haya un gran número de pruebas empíricas (pregúntale a Eva, Nefertiti, Helena, Herodías, Lucrecia, María Antonieta, Debbie Harry...) acerca de mis habilidades con los melones y mis dotes con los conejos; es sólo que... mirándome al espejo... no estoy seguro de lo que el armazón mortal de Gunn puede soportar. En posesiones anteriores, he escogido con sumo cuidado a mis anfitriones carnales —todo el mundo salía satisfecho—, pero en el caso de Gunn, no he podido evitar fijarme en sus defectos: no es que esté especialmente bien dotado, físicamente coordinado o provisto de resistencia. Fue todo un horrendo impacto para mí —por enésima vez— cuando me di un golpe en el dedo gordo del pie con el borde del mueble de la cocina, por enésima vez. Me he mordido tantas veces la mejilla por dentro que ahora tengo un bulto del tamaño de un gajo de naranja Jaffa. Así que creo que se me puede perdonar un poco de, qué sé yo, miedo escénico, si no te importa, cuando Tracy y yo nos sumergimos en el metro en Holborn para coger Central Line hasta Mile End.
Dios se deprime con el metro de Londres. El de París se ha salvado gracias a las burbujas de romanticismo y a las chorradas intelectuales (Él puede sintonizarlo durante diez minutos y conseguir algo); el de Nueva York es una cloaca, obviamente, pero se parece al de las películas, ya sabes, moderno, famoso, sofisticado; el Metropolitano de Roma —bueno, Roma tiene un trato especial, qué raro—; pero Londres, mira tú por dónde, el metro de Londres Le deprime. Anuncios de Lloyd Webber; conductores cadavéricos con ojos abisales y miles de sueños por cumplir; anuncios de Lloyd Webber; vomitivos auxiliares de oficina y temporeros desmayados; mendigos a las puertas de la muerte con los tobillos descarnados y los pantalones cagados; anuncios de Lloyd Webber; músicos callejeros; maquillaje resquebrajado por la noche y halitosis por la mañana; todo esto y mucho más, pero, sobre todo, la rendición a la desesperación o al vacío que reclama el traqueteo del metro; sobre todo la tendencia de los seres humanos que viven en Londres a desplomarse en un asiento o a colgarse de una barra en un estado de amarga capitulación que deriva en la tristeza, el aburrimiento, la soledad y la atroz falta de glamur de sus vidas. Lo único que Él ve en el metro y que Le alegra el día es la relación cordial de los ciegos con sus perros guía. (Hay un puñado de ciegos en los que he estado trabajando en un intento por alterar de forma radical la relación que tienen con sus perros. Hasta ahora, nothing de plastic. Estaría bien poder conseguir uno antes del final de los tiempos.)
Tracy se deja caer en un asiento y saca su periódico Evening Standard ya abierto por las páginas de la programación de la tele. «No sirve de nada que las consultes, Trace», pienso, justo cuando el tren empieza a tronar dentro del primero de muchos túneles.
Sé lo que habrías pensado, humano cansado-del-mundo. Habrías pensado: «Dios, qué mierda de noche». Una manta de nubes, llovizna cálida, basura azotada por el viento, el olor embotado de Londres a gases de combustión y a ladrillo húmedo, ese calor más que estúpido.
Yo no. Tengo los cinco sentidos de Gunn haciendo horas extras. Cada pitido de coche, puesto de perritos calientes, eructo, brisa, rayo de sol y mierda de perro..., ya te puedes hacer una idea. Estoy enamorado, de verdad, locamente y hasta los huesos, de la percepción.
Y, manifiestamente, de la digresión.
El piso de Tracy está situado en el sótano de una adosada victoriana de cuatro pisos en Mile End. He pensado abordar a mi tórtola cuando abra la puerta de entrada, en el curioso meridiano donde el exterior se encuentra con el interior y la alfombrilla dice «Bienvenido»; pero hay demasiado tráfico humano por la calle y una luz de porche demasiado entusiasta bajo el dintel. Me verían, seguro. Así que me voy por detrás y oigo el sonido de la ducha, fuerzo la ventana, me cuelo en la cocina dando un salto por el alféizar, con el tiempo justo para servirme un whisky y echar un vistazo a los titulares antes de que mi chica emerja lustrosa y embadurnada de crema y me ponga manos a la obra.
No hay whisky, así que tengo que conformarme con un gin tonic sin burbujas. El piso tiene un salón oscuro, un dormitorio desordenado, una diminuta cocina blanca y azul y un cuarto de baño, tras cuya puerta Tracy respira entrecortadamente y suspira bajo los chorros mientras el agua, calentada poco a poco, se lleva por el desagüe las tensiones del día. Me crujo los dedos y enciendo un silk cut. El resumen de Julia Sommerville sobre los acontecimientos del mundo me confirma que los chicos se están empleando a fondo en mi ausencia, pero también me recuerda (otra inundación en la India, otro terremoto en Japón, otro astrónomo cerebrito que no niega categóricamente que la Tierra esté en la trayectoria de colisión de un cometa) que el tiempo, el Tiempo Nuevo, quiero decir, vuestro tiempo, se está acabando. «Tienes un mes de prueba. Tu oportunidad, Lucifer. ¿Quién quiere ser millonario?» Algo así. De todas formas, no me preocupo por este tipo de diálogo interno (una sensación cada vez más frecuente de que hay dos yoes en mi cabeza —es decir, en la de Gunn—, lo cual no me gusta en absoluto) y, además, el siseo de la ducha ha parado y puedo oír a Tracy —doblada en dos, conjeturo, con las tetas regordetas balanceándose cuando se seca entremedio de los dedos rosados de los pies— cantar fragmentos sorprendentemente melodiosos del Hit me baby one more time de Britney, lo que, a modo de inexplicable afrodisiaco, me levanta del sofá de un salto con las caderas en llamas y me decide, de inmediato, a perpetrar un asalto frontal en el cuarto de baño —contra el secatoallas, quizá (tsss, ¡ay!)— para abrir boca.
Pero hay cosas que nunca cambian.
Cuando me dispongo a cruzar el umbral de la cocina, el éter se estremece y un tridente de luz cegadora me da de lleno en la cara. Me desplomo y me tapo los ojos.
—Demasiado —dice la voz de Gabriel—. Baja.
—No hay daños irreversibles. Venga ya, Luce, levántate. Hace tiempo que no nos vemos.
Uriel.
—Si has dañado estos globos oculares, lo vas a lamentar.
—¿Por qué no abandona el cuerpo?
Zafiel. Tres de los grandes. Y yo pienso: ¿es que Tracy es devota de la Santa Virgen o qué? Pero Zafiel tiene razón. Temblar de esa forma en el linóleo... intolerable. Así que dejo la triste carcasa de Gunn en posición de rezo a Alá e, inspirando profundamente como preparación para el dolor atroz que supone la separación cuerpo-alma (Jesusito, cómo duele), vuelvo al reino de lo incorpóreo para hacer frente a mis hermanos angélicos. Tampoco puedo decir que lo de expandirme de nuevo en mi dimensión no-dimensional sea malo del todo, ya que puedo relajar las articulaciones del poder y abrir las alas del dolor. La rabia les pilla a todos, menos a Gabriel, que ya la ha probado recientemente, por sorpresa. El mariquita de Zafiel retrocede. Uriel —capto su mirada de horror admirado por lo que me he convertido—, sube su propio indicador hasta la zona roja, de forma reflexiva, y los cuatro cristales de la ventana de la cocina de Tracy explotan.
—Tranquilo, chaval, tranquilo —le digo—. No sales mucho por ahí, ¿verdad? —Para mí, es una satisfacción menor, pero, a la vez, dulce, comprobar que Tracy, en el tiempo detenido del mundo material, está justo como me la había imaginado, doblada en dos, secándose los deditos, con los pechos bulbosos detenidos a mitad de un balanceo y las caderas aún rosas por el agua caliente. Tengo la terrible sensación de que esto es lo más cerca que voy a estar nunca de ella.
—Así es —dice Uriel, bajando otra vez la intensidad—. No lo vas a estar.
—Hay reglas —dice Gabriel.
Los miro, fríamente, con una sonrisa. El olor a Cielo es abrumador; me repele evocándome algo parecido a la náusea.
—Puede que haya escapado a vuestro entendimiento —les digo—, pero las reglas y yo no mantenemos lo que se llama una buena relación. Las reglas y yo no hacemos lo que se dice buenas migas, no sé si me seguís.
—Si eliges dejar el cuerpo de tu anfitrión y no volver —dice Uriel—, entonces, las consecuencias de tus actos serán consecuencias para el ocupante original del cuerpo.
Eso ya se me ha ocurrido. Para ser sincero, el pensamiento de endosarle una violación y un asesinato a Gunn justo antes de abandonarlo se me antoja bastante atractivo.
—Si dejo su cuerpo y él vuelve —rebato—, las consecuencias no van a tener su oportunidad. Por si lo habéis olvidado, so tontos, el primer acto del señor Gunn al volver al mundo de los vivos será salir de él, con la ayuda de su propia mano mortal y pecadora. No tiene mucho sentido que arresten al nota si está muerto, ¿no?
—No está tan claro que vaya a quitarse la vida —contesta Gabriel.
—Bueno, estaba claro cuando el Viejo decidió darle al pause y enviar al Limbo al pobre diablo —le contesté.
—Sus caminos son inescrutables, Lucifer. Lo sabes. —Uriel otra vez. Hay algo en la inflexión de su voz. Esa temporada vigilando el Edén le dejó mucho tiempo para pensar en solitario.
—Vas a tener que comportarte según parámetros que dejen intacta la libertad de Gunn en caso de que su cuerpo le sea devuelto —dice Gabriel—. Si, tras tu periodo de prueba, decides quedarte, podrás comportarte como buenamente quieras.
—Y sufrir las consecuencias mortales —añade Zafiel, tras haber recuperado la compostura.
Para desgracia de Tracy, el mango de la sartén se ha derretido y ha chorreado por el frontal de la hornilla. Cuatro presencias angelicales son demasiada tensión para una cocina material en Mile End.
—Imaginad —continúo— que os digo que me beséis el cerito mefítico, hablando en plata.
De nuevo, existe la posibilidad de una sonrisa de suficiencia por parte de Uriel, pero el acartonado de Gabriel se ciñe a los hechos.
—Sabes, Lucifer, que en estas cuestiones no se puede contradecir Su voluntad.
—Querida Gabriela, ¿te olvidas de tu histoire? Si he llegado hasta aquí es por contradecir Su voluntad. ¿Qué va a hacer? ¿Declarar de nuevo la guerra por una fulana de East End?
—Si ha de ser, será. ¿Crees que Miguel duerme, Lucifer? ¿O que la armadura del Cielo se ha oxidado?
—Cosita, tengo que preguntártelo: ¿Por qué hablas como un mariquita santurrón?
—Se nota que no quiere volver a casa de verdad —suelta Zafiel—. Si él quisiera volver a casa, no diría esas cosas.
—«Él» está aquí, si no te importa. Por supuesto que no voy a volver a casa. ¿Es que alguno de vosotros ha pensado seriamente que esto es algo más que unas vacaciones para mí? ¿Sabéis a lo que saben las tostadas con mantequilla? ¿Y el chocolate?
—Considero que la dama protesta en demasía —dice Uriel, y por poco si le parto la boca al descarado pillastre. (Si él y yo no hubiésemos... Si no fuésemos... Bueno.) Sin embargo, está claro que están dispuestos a quedarse indefinidamente (la pobre de Tracy todavía está doblada y a medio secar en el vapor detenido del cuarto de baño), y como no dudo de que estén preparados para insistir en el tema, me deslizo disimuladamente dentro de la carcasa de Gunn orientada hacia la Meca (cese instantáneo del dolor), les hago la peineta y, como decís en Albión, me doy el puto piro.
Ahora, chiquitín, cualquiera te dirá: no hay nada más deprimente y a la vez más indignante que estar a punto de violar y asesinar a alguien y que te lo impida una intercesión súbita en el último momento. Sólo necesitas eso para que te entren ganas de violar y matar a alguien. (También resulta gracioso que este Dios vuestro, tan encantador y que sólo quiere lo mejor para vosotros, nunca se moleste en interceder ante violadores comunes, ¿no te parece?) Sin embargo, hay veces que necesitas un buen revés para aclarar las ideas.
En realidad, fue más bien una paliza que me destrozó. Me senté en la parte de atrás del taxi, me agarré las rodillas y me estuve riendo a carcajadas hasta que por poco se me descoyunta la mandíbula. Ochenta de los grandes en el banco y vivo en un antiguo piso de protección oficial, sin televisión por cable ni columna de masaje, y con una cocina del tamaño de una bolsita de té. Que si me reí, ya lo creo que sí. Fue tan divertido que me entraron ganas de arrancarme los ojos de Gunn y tirarlos a la carretera.
Pero, cosas de la vida, el taxista no lo entendió. Echó varias miradas por el retrovisor hasta que saqué un espigado fajo de billetes de cincuenta y lo agité ante sus ojos. Él era..., bueno, era el típico taxista de Londres: con papada y pelo gris peinado en cortinilla, pelusa en las orejas, mofletes estilo patatas pasadas, antebrazos de Popeye y un forúnculo como un rubí en la parte de atrás del cuello. Más abajo, sabía que habría una tripa que no se rinde, pelotas como melones, una raja del culo cérea y una canastilla llena de hemorroides..., pero prefería no pensar demasiado en eso. Mis trapitos lo habían confundido (he revolucionado el armario de Gunn: chaqueta negra a rayas de Armani, camisa blanca de seda, corbata roja de cachemir, botas gucci Royal y un tres cuartos de piel negra de Versace); para él era difícil creer que pudiera ir así vestido y ser un chiflado que no hacía más que reírse, pero las esterlinas lo tranquilizaron.
—Que le den por el culo a Clerkenwell —le dije, pasándole un billete recién salido de fábrica por la ventanilla—. Llévame al Ritz.
—¿Le importa si le pregunto cómo se gana las habichuelas, jefe? —me preguntó cuando nos paramos en la fachada iluminada de amarillo.
—Tiento a la gente para que haga cosas malas —contesté.
Pareció contento con la respuesta. Cerró los ojos y asintió, vigorosamente, con los labios apretados, como si hubiese confirmado su intuición (publicidad, política, la ley). Y más le valía, ya que sólo un milagro de autocontrol impidió que añadiera: «A tu mujer, Sheila, por ejemplo, que en este preciso instante se está tragando el requesón pastoso y caliente de tu hermano Terry, con quien ha estado disfrutando de relaciones carnales y gladiatorias durante los últimos dieciocho meses, hijo mío». No fue compasión (por supuesto) lo que me echó para atrás. Fue la visión que tuve de él siguiéndome hasta la recepción y montando un numerito.
Sin maletas. Les encanta. Denota capricho, un vuelo, drama o apareamiento verboten. (Lo cual, ilícito o no, seguía muy presente en mi mente: la voz melosa de Julia Sommerville y la interpretación de Tracy del Hit me baby one more time habían conseguido, entre las dos, que me subiera la sangre de aquella manera, por fin.)
Me planté delante del espejo tamaño mesa de billar de mi suite y abrí los brazos con una sonrisa, el gesto de amor sin palabras de un cantante melódico de Las Vegas delante del público que se levanta para ovacionarlo. Sin embargo, admito que, de alguna forma, lo estropeé al decir en voz alta: «Esto, hijo mío, se parece un poco más», pero no podía culparme, ya que me había embargado un profundo sentimiento de vuelta a casa.
Mandé lavar y planchar mis trapitos; luego, me metí cuidadosamente en una bañera con exceso de espuma, aceites y sales, y me congratulé por haber inventado el dinero. La riqueza genera aburrimiento y el aburrimiento genera vicios; la pobreza genera rabia y la rabia genera vicios. Una parte más que suficiente de mi yo angélico podía sentirlo en el costoso aire del hotel; una parte más que suficiente de mi yo corpóreo podía olfatear —en forma de encantadores correlatos perceptivos— las fragancias a perfume y aftershave de sus practicantes, el aliento y el viento roto aderezados con el sabor fuerte y picante de las ingestiones desorbitadamente caras. (El dinero calibra la escala de olores de la sociedad y, naturalmente, los tipos que rondaban por allí estaban forrados. A la mayoría de ellos no he tenido que azuzarlos —profesionalmente—, ya que han tenido dinero desde que nacieron. Esa es la belleza del dinero: lo único que me he tenido que currar es hacer que la gente desee tenerlo. Una vez que lo tienen y prueban la libertad que les brinda, la mayoría de ellos —y sus beneficiarios— se descarriarán por menos de una uña mordida.) El dinero fue mi escapatoria de la Edad Oscura.
Los humanos y sus necesidades yacían ocultos en la noche.
Dije yo: «¡Que sea el dinero!» y todo se hizo luz.
¿La clave del mal? La libertad. ¿La clave de la libertad? El dinero.
Para vosotros, queridos míos, la libertad de hacer lo que os gusta es el descubrimiento de lo desagradables que os vuelve hacer lo que os gusta. No es que eso os disuada de hacer lo que os gusta, ya que os gusta hacer lo que os gusta más de lo que os gusta gustar que os...
Entonces, no está tan fuera de lugar que, tras decidirme en el bar por un tom collins en tubo (bebida que aumenta la deliberación sobre cuántas acompañantes..., de acuerdo, la violación y el asesinato estaban descartados, pero, por el amor de Dios, algo tendría que hacer para dar algún uso a mi recién adquirida porra-del-amor, ¿no?), una voz exhausta y pija de mujer dijera, dos taburetes más allá: «No parece que hagas nada para ganarte la vida».
Me di la vuelta. La reconocí de inmediato. Harriet Marsh. Lady Harriet Marsh, pensarás, con vocales biseladas y aspecto de Susanna-York-con-el-cuelgue. Sesenta años (hace bastante tiempo desde la última vez que la vi) y un cuerpo lleno de pecas de complicada complexión enjuta y nervuda bajo un vestido de fiesta negro con escote halter. Ojos verdes magníficamente aburridos. Pelo teñido de un color entre platino y rosa claro, recogido y con pequeños mechones colgando. La rara mancha producida por el hígado. Dientes descaradamente trabajados en Los Ángeles. Lady Harriet, pensarías..., pero te equivocarías. No es la sangre, es el dinero. Hace cuarenta años, Harriet destacó entre un brillante puñado de posibles candidatas, compartió cama y se desposó, en ese orden, con el tejano Leonard «Lube» Whallen (tampoco procedente de la realeza, obviamente, sino de una gran familia con pozos de petróleo hiperactivos), que, gracias a pintorescas experiencias en sus primeros años con una niñera de Dorset, sentía una debilidad de consecuencias catastróficas por las mozas inglesas que sabían cómo manejarlo en el catre. «Lo que tienes que hacer», le susurré a Harriet aquella vez, «es hacer que se lo gane». A él le dije que entregarse a ella en cuerpo y alma lo llevaría a un conocimiento más profundo de sí mismo. Me creyó, con la mirada fija en su cara porosa y bigotuda reflejada en el espejo de la mañana, asombrado e inexorablemente complacido. Uno a uno, los miembros de la familia fueron borrados del testamento. Harriet no iba a dar marcha atrás: la casa apestosa a cerveza con dos habitaciones arriba y dos abajo en Hackney, el padre marrullero, la madre harapienta, la radio, los cigarrillos woodbines... Ya llevaba bastante tiempo con Leonard cuando este murió por sorpresa en 1972 de un ataque al corazón (cuatro jack daniel's, gambas con salsa a la diablesa, tres imprudentes montecristos y una carrerita por la pista de estacionamiento achicharrante para que el jet privado no perdiese su turno de despegue), dejándola a ella, más o menos, como única heredera. Después de eso, dejé que volara sola. Ya no me necesitaba. Se las apañaba bien. Ahora —oh, en verdad te digo que estoy dotado, lo estoy— posee el treinta por ciento de Nexus Films.
—No parece que hagas nada para ganarte la vida. —Sí. El derecho de los ricos y de la gente guapa a la táctica directa. La franqueza, un punto a mi favor.
—Sí que hago algo para ganarme la vida —le contesté.
—¿En serio? ¿El qué?
—Soy el Demonio.
—Muy apropiado para ti.
—En posesión, en estos momentos, de un cuerpo mortal, como puedes ver.
—Ya veo, ya.
—Y tú eres Harriet Marsh, viuda de Leonard Whallen.
—Y tú no eres adivino. Mi nombre normalmente me precede.
—Pero no otra información.
—¿Como cuál, por ejemplo?
—Como, por ejemplo, que ahora mismo llevas un canesú color melocotón de la boutique Helene de París. Como que, hace un momento, estabas pensando varias cosas: que los ingleses están enamorados del fracaso y de las pérdidas; que ahora no existe más placer para ti que el placer de que te lleven en coche por las principales ciudades a última hora de la madrugada, antes del amanecer; que seguro que tenía la polla pequeña y que hace mucho tiempo que no sabes lo que te gusta; que debería haber otra dimensión u otro lugar para los asquerosamente ricos cuando ya no haya más bacalao que cortar en este mundo; que no hay nada que te gustase más que una larga estancia en un hospital frío y con paredes blancas donde no se te exigiera nada; que tendrías que estar muy borracha para follar conmigo.
—Me equivoqué —dijo, tras dar un sorbo a su copa champán—. Encantador.
—Va con el cargo.
Cejas enarcadas. Cansada, nuestra Harriet, cansada de la vida, cansada de haberlo hecho ya todo, pero deseosa de que la seduzca la curiosidad.
—¿El cargo?
—El de ser un ángel caído —contesté—. Ser el ángel caído.
Otra sonrisa exhausta. Otro trago. Esto no era mucho, pero, al menos, era algo.
—Dime qué estoy pensando ahora mismo —dijo.
Le dediqué una sonrisa endemoniadamente indiferente de las mías.
—Estás pensando lo poco que vas a ganarle a la casa de seis millones de South Kensington y que, en cualquier caso, no vas a quedártela más de un año porque las casas de Londres están llenas de tristeza. Te estás preguntando si follaría contigo porque tengo debilidad por las mujeres mayores, por algún lúgubre tumor de Edipo, o porque soy el tipo de joven que cree que la autodegradación lo eleva a una especie de conocimiento divino.
—La verdad es que eres bastante bueno.
—El mejor.
—Seguro que detrás hay una historia que contar. —Sonó desganada ante la perspectiva.
—Después.
—¿Después de qué?
—Ya lo sabes.
«Oh, mi ángel, mi ángel malo.» Como te podrás imaginar, ya con eso tocó algunas fibras sensibles. «Oh, mi señor de todos los ángeles, fóllame, folla a tu zorrita, mmmsí, méteme tu puta polla por el puto culo, hasta el puto final, hasta el final, mmm, arggg, nnhh. Sabes que soy tu sucia putita chupapollas, ¿verdad? Fóllate a tu putita Virgen María...»
Me temo que en ese punto perdí un poco la cabeza. Curiosamente, sin embargo, recitó este monólogo completo (un servidor estaba demasiado ocupado con el milagro de su propia vara restablecida e impaciente como para molestarme en contestar) con una monotonía robótica, como un obispo sonámbulo que recita el Credo Atanasiano. El sexo se ha convertido en una de las herramientas de Harriet para la sumersión; la lleva a las profundidades de la consciencia, lejos de la superficie de su vida. El pornólogo es mántrico (como lo es, por cierto, el Credo Atanasiano) y la absorbe a un nivel profundo de ella misma donde no hay preguntas, donde su historia se evapora y donde su yo sangra de forma indolora en el vacío.
Y, aunque permanecí mudo, no había duda del efecto que un lenguaje tan procaz ejercía en los empellones de Gunn. Incluso saliendo de los labios nada pasionales de Harriet, producían una asombrosa transformación. (Y me hicieron recordar que Penélope no podría, sencillamente sería incapaz de decir guarrerías sin sufrir una crisis; mientras que la dispepsia de Violet acecha tan cerca de la superficie que en unos cuantos encuentros apasionados ha salido en forma de estrategia de dominadora suave que ha hecho que Gunn se corra como un perro de caza.) Siempre ha sido así, desde que aprendió a leer. De hecho, su competencia lectora en la niñez estuvo impulsada casi exclusivamente por el deseo de conocimiento sobre sexualidad contenido en los libros. Incluso siendo ya adulto, siente hormigueo en las pelotas con palabras como follaje, folletinista, coño, coñac, pollera y pollería por la única razón de que son vecinas en el diccionario de follar, coño y polla. Estoy seguro de que convendrás conmigo que es una forma absurda de comportarse para un hombre hecho y derecho.
Harriet parecía profundamente triste cuando todo acabó. Profundamente triste porque todo había acabado. Profundamente triste porque el tiempo había empezado a correr de nuevo, con sus tics y sus tacs, y con sus insoportables recordatorios de quién era, dónde había estado, qué había hecho y dónde iba a ir a parar al final.
—Te preocupa ir al Infierno —le dije, ejercitando los pechos de Gunn (casi escribo «pectorales», pero no quería faltarte al respeto) frente al espejo mientras me fumaba un cigarrillo—. No tienes por qué. He hecho algunos cambios allí abajo. ¿Todo ese rollo del fuego, el azufre y la agonía? Historia. No tenía sentido. Además, la cuenta del gas... Estoy de coña. No, en serio, ¿puedes darme una buena razón por la que debería malgastar mi tiempo haciendo sufrir a mis invitados? Esa..., esa idea de que yo hago sufrir a las almas es tan estúpida...
—Déjalo ya, por favor.
—Lo que yo siento es, oye, welcome home. Mientras no estés arriba con el Viejo, mi trabajo está hecho. No hay motivos para no ser civilizados. No hay razón para no estar a gusto.
—Cariño, es un truco muy bueno, pero uno debe saber cuándo parar.
—Nadie lo pilla. ¿Qué crees que Le molesta más? ¿Qué las almas sufran en el Infierno y deseen haber sido buenas o que las almas estén de fiesta en el Infierno y piensen: «Menos mal que no me molesté en seguir todas esas gilipolleces de la conducta moralmente sensata»? Ves la lógica, ¿no?
—En la lógica no hay consuelo —dijo Harriet, cogiendo el teléfono y marcando el botón del servicio de habitaciones—. Suite 419. Bollinger. Tres. No. Me importa una mierda.
Clic. El lenguaje económico del dinero. No hay necesidad de decir por favor o gracias. Si los padres no hubiesen regañado a sus hijos por olvidar decir por favor y gracias, nunca habría visto despegar el capitalismo.
—Harriet —le dije—. Me siento de putísima madre. ¿Por qué no dejas que te cuente una historia?
Ella se puso boca abajo y dejó caer un brazo por el borde de la cama. Ahora su pelo era una catástrofe de ancianita loca. Increíble: me quedé embobado mirándole el codo arrugado y los capilares revueltos de la muñeca y sentí que se le ponía otra vez dura a Gunn. ¿Quién lo habría imaginado? Todos los encantos de Vi a mi disposición y no se me levanta ni una ceja. Y Harriet, que —claro, ahora caigo— es de la edad de su madre si esta no la hubiese palmado...
—No es necesario —dijo Harriet—. Ya la he oído antes. El mundo se quedó sin historias hace siglos.
—No podría estar más de acuerdo contigo, Harriet —contesté, encendiendo un nuevo silk cut con la colilla del que me acababa de fumar hasta el filtro—. No podría estar más de acuerdo. Pero esta historia, deja que te diga, esta historia es la historia más vieja de todas...
* * *
La historia de mi —ejem— caída.
Uuuuyyy..., mamma mia, eso sí que fue una caída. Incluso me atrevería a decir que no ha habido otra igual. Semyaza, Samael, Azazel, Ariel, Ramiel..., todos ellos fueron arrojados del borde del Cielo y estallaron en rebelión radiante. Mulciber, Thammuz, Apolión, Carnivean, Turel..., uno a uno, un tercio del Paraíso se precipitó al vacío arrastrado por la correa de mi carisma. En algún lugar a medio camino me di cuenta de lo que había hecho. Me..., ah..., afectó. ¿Sabes lo que pensé? Pensé: oh, oh. A la puta mierda. Al... Infierno. Oportuno, en realidad, si lo piensas. Pero me estoy adelantando a los acontecimientos...
El choque principal, obviamente, fue mi riña con Junior. El Hijo de Dios, para decir Su título completo. Jesucristo Superstar. Brian Emmanuel Joshua de todos los Santos. El Hijo con Mayúsculas. Sonny.
¿Por dónde empiezo? ¿Por la lamentable barba de chivo? ¿Por la falta de humor? ¿Por la transferencia edípica? ¿Por la anorexia? Expulsó a siete de mis mejores amigos de María Magdalena y lo disfrutó cada minuto. No es que Le culpe. Magdalena era una pedazo de zopenca incluso después de su conversión; retorciéndose de aquella manera con el medio exorcismo aquel parecía... Bueno. Lo tengo en DVD. Ya le empalmaremos alguna escena más a la película.
Le he dado muchas vueltas a lo del Hijo. Cuando el VacíodeDios nos creo para separar a Dios del Vacío, Él se autorreveló como una naturaleza tripartita, un 3 × 1 que desestabilizó el no-mundo ontológico entero. No estoy seguro de que no fuese un poco chocante incluso para Él, descubrir no sólo que Él era el Ser Supremo, sino que había tenido un niño y un relaciones públicas fantasmal todo este no-tiempo sin siquiera saberlo. Al parecer, también se había perdido los mejores no-años —los dientes de leche, la hora del baño, el cuento para dormir—, ya que era evidente que Junior estaba bien crecidito, detenido para la eternidad en una edad entre la etapa pajillera final de la adolescencia y el comienzo de la melancolía de los treinta y tantos.
El Hijo era el lado de Sí mismo que menos mostraba, como si sospechara que podría causar problemas entre las filas, como si supiera (y lo sabía) que la libertad también era la libertad de querer más de Su amor del que ya tenías, de querer que te amara tanto como Ese Otro Alguien era amado, por ejemplo. De vez en cuando veíamos al joven Emmanuel de pasada, practicando Su deslumbrante mirada de compasión lastimera. Era vergonzoso.
Había débiles indicios que nos hacían presagiar algo malo. El rumor de la Creación. Una modalidad diferente de la que conocíamos, una forma de existencia tan fundamentalmente ajena a la nuestra que muchos de nosotros nos devanamos los sesos intentando comprenderla.
Fue Rafael quien levantó la liebre. A algunos serafines se les permitió caer en la cuenta antes que a otros. Rafael —ese borrico—, la mente de Rafael era como un libro abierto para mí.
—¿Va a pasar esto?
—Sí.
—¿Cuál es mi misión?
—La misión de Gabriel es...
—¿Cuál es mi misión?
—La de Miguel será...
—¿Cuál es mi misión, Rafael? —U otras palabras a tal efecto.
—Nosotros seremos mensajeros —dijo Uriel.
—¿Mensajeros?
—Para los Nuevos.
—¿Qué nuevos?
—Los Segundos Nacidos. Los Mortales.
La materia. La materia, aparentemente, era el concepto clave. Nos mareábamos sólo con pensarlo. No podíamos pensar en eso. ¿Y qué era toda esta jerigonza sobre los mortales?
Permíteme una litotes: no me gustó.
Mientras tanto, Junior me ponía esos ojos cada vez que nuestras miradas se encontraban. Lo que me afectó no fue la animadversión. Fue la condescendencia. Mil veces estuve a punto de preguntarle, «¿Qué coño pasa?», lo tuve en la punta de la lengua (no bífida por aquellos entonces). Siempre había algo que me frenaba. Que fuese el ojito derecho del Padre. Y ya que hablamos del tema, voy a aclarar lo del «favorito de Dios» de una vez por todas. Nunca fui yo. La verdad es que..., ah, la verdad..., la verdad es que Dios en realidad nunca..., en realidad nunca me escuchó. Durante años, durante años casi justo después de mi nacimiento intenté... aportar a la Gloria algo especial, algo único, un comunicado especial para Él de mi parte, una señal de que yo estaba..., de que quería..., que entendía el modo en que Él..., que...
Pero bueno, el caso es que el puñetero Michael (ruego perdones mi francés) siempre fue Su favorito. Miguel.
Algunas presencias poseen su propia gravedad, su propia radiación. Eso fue lo que pasó con la Creación. No había pruebas tangibles, pero, poco a poco y uno a uno, todos fuimos entendiendo que estaba ahí, en algún sitio, en otro sitio. ¡Otro sitio! Nuestras mentes se aturdieron bastante. ¿Era posible concebir otro sitio en la nada? (Una cuestión peliaguda. En el reino de los cielos no hay concepto de lugar. En realidad, ni siquiera tiene sentido hablar del «reino» de los cielos). Por tanto, nosotros no estábamos en ningún sitio; estábamos en la nada. Y aun así, a medida que el Tiempo Antiguo pasaba...
—Creo que ya ha empezado —le dije a Azazel.
—¿El qué?
—La Creación.
—¿Qué es eso?
—Algo diferente a esto. Tiene que ver con el Hijo. El Hijo y los mortales.
—¿Qué son esos mortales?
—No son como nosotros.
—¿No son como nosotros?
—No.
Pasamos un buen rato en completo silencio. Entonces, Azazel me miró.
—No pinta nada bien, ¿verdad? —dijo.
—Se supone que tenemos que darles a conocer Su Voluntad —insistió Uriel.
—¿Por qué?
—Porque son Sus hijos.
—Nosotros somos Sus hijos.
—Ellos son diferentes. Tienen algo.
—¿Qué?
—Él está en su interior.
—Tonterías.
—Es verdad. Tienen un trocito de Él en su interior.
—¿Me estás diciendo que ellos son mejores que nosotros?
—No lo sé.
—Escuchadme, ¿soy sólo yo o hay alguien más que opine que esto es un poco... demasiado?
Aquellos fueron tiempos sombríos para nosotros, aquel periodo en que Su Señoría nos dio la espalda y se encerró en Sí mismo para crear el Universo. La calefacción central se estropeó. Los incondicionales hicieron que la Gloria continuase funcionando, pero mi corazón (y yo no era el único ni mucho menos) no estaba en lo que tenía que estar. El Espíritu Santo vino a hacer una ronda para comprobar la moral, pero un tercero (el tercero malo) no fue ni para dedicarnos un saludo. Mientras tanto, Emmanuel estaba empezando —como decís tan evocadoramente— a tocarme las pelotas. Desarrolló un nuevo ardid. Al principio me pareció simplemente estrafalario. Luego, lo encontré extrañamente grosero. Al final, lo encontré descaradamente insultante. (Merde alors, el labour de todo esto, esta búsqueda de cosas con las que poder trabajar. Ten en cuenta que todo esto precede a la Materia y a la Forma. Ten en cuenta que he montado todo esto a través de metáforas inadecuadas y a la desesperada.) El nuevo ardid era este: Él elegía un momento en el que yo estaba absorto en la reflexión o inmerso en una conversación. No podía ignorarlo. (La postración en Su presencia era una costumbre. Nunca se solicitó de forma explícita —eso habría sido vulgar—, pero, como se te ocurriera no hacerla, ibas a ver cómo seguían las erupciones y las hemorragias nasales. Se había convertido en una obligación para mí.) Él levantó y apartó Sus vestiduras, como una jovencita que utiliza su propia inocencia como arma de seducción, revelando una horrible cavidad en el pecho alrededor de un corazón pulposo y coronado de espinas. Gotitas de sangre perlaban este órgano mortecino, complementado, como pude comprobar, con heridas en forma de diamante de naipe en manos y pies y un corte profundo con muy mal aspecto justo encima de los riñones. No tengo ni idea de por qué fui convocado para presenciar un espectáculo tan obsceno, ni qué se esperaba de mí, aunque debo decir que tenía un mal presentimiento. Incluso entonces, tenía la triste corazonada de que aquello significaba algo...
En cierto modo, Dios se lo buscó Él solito. (Por supuesto que se lo buscó Él solito, Luci, so pedazo de idiota.) Si no me hubiese obsequiado con Su ausencia, las cosas hubieran seguido derroteros completamente diferentes; pero allí estaba yo, allí estábamos, los pensadores y especuladores del anfitrión angélico, arreglándonoslas bastante bien sin Él. Parecía..., ¿cómo puedo expresarlo con palabras? Parecía como si estuviésemos de vacaciones. Hasta entonces había pasado todo ese tiempo (y recuerda, todavía estamos en el Tiempo Antiguo), todo mi tiempo, de hecho, volando por el Cielo y diciéndole lo maravilloso que era por permitirme el privilegio de volar por el Cielo diciéndole lo maravilloso que era. No sabía por qué, pero, de repente, me pareció..., en fin..., un sinsentido.
Cuando tuve este pensamiento (hubo auténticas bandadas de estos pájaros de colores vivos, ahora, auténticos experimentos en jazz), hasta el Espíritu Santo me dejó solo y, por primera vez, existí en un estado de singularidad brillante y adamantina. Era mareante y estimulante. Era basto e ingenuo. Era atrevido y aturdidor. Era glorioso y —dado que asumí que era el modo en que Él se sentía todo el tiempo— profano. La verdad es que fue un subidón de órdago. La cristalización de la propia identidad, el momento en que me di cuenta de que era, sin lugar a dudas, yo, separado de cualquier otra persona o cosa, con un montón de tiempo y reafirmado en mi deseo de pasarlo lejos de casa, de malgastarlo, de derrocharlo en mis propios actos y deseos, de hacerme a un lado de Dios (los teólogos que tomen nota, por favor: a un lado, no por encima), de despertarme por la mañana y pensar: ¡santa mierda bendita, soy yo! ¿Qué voy a hacer hoy? Un subidón. El subidón. De todos los tiempos. A pesar de mi largo, escabroso, violento e indecente historial de momentos, tengo que decir que ese los eclipsó todos. No te lo puedes ni imaginar. No es una crítica. Sólo que sé que no puedes imaginártelo porque me he asegurado de que el estado de separación de Dios sea algo que os venga de serie.
Mi murmullo se extendió por la peña como la gonorrea. Hasta que mi espíritu no saltó sobre sus piernas y se puso a dar saltos entre ellos, susurrando lo de todo ese tiempo que habían malgastado, la mayoría no se dio cuenta de que eran realmente libres.
No puedes culparme. Lo digo literalmente. Eres incapaz de culparme. Eres humano. Ser humano es elegir la libertad en lugar del encarcelamiento, la autonomía en lugar de la dependencia, la libertad en lugar de la servidumbre. No puedes culparme porque sabes (venga, colega, siempre lo has sabido) que la idea de pasar la eternidad sin otra cosa mejor que hacer que alabar a Dios no tiene nada de atractivo. Después de una hora estarías en estado catatónico. El Cielo es un engañabobos porque para poder entrar tienes que dejar tu yo fuera. No puedes culparme porque —ahora, por favor, sé sincero contigo mismo por una vez— tú también te habrías largado.
Cuando Su ira llegó, me pilló desprevenido. De hecho, deja que te dé un consejo: nunca jamás en la vida pienses que estás preparado para la ira de Dios. Todo pasó muy rápido. En términos del Tiempo Antiguo diríamos que no pasó nada de tiempo. Nada de tiempo en absoluto. De repente, volvió Su presencia hacia nosotros. Nosotros. Hasta ese momento, no nos dimos ni cuenta de que habíamos empezado a perder el tiempo en grupo. Supe que el juego había terminado. Él no dijo nada. No tenía que hacerlo. Mandó a Miguel.
—Supongo que es demasiado tarde para cambiar de opinión, ¿no? —dije.
—Es demasiado tarde para cambiar de opinión —dijo Miguel—. Tu orgullo ha marcado tu camino, Lucifer.
Entonces los vimos, los fervientes soldados congregados tras él. Nos doblaban en número. Es fácil cuando son el doble. Sentía la rabia del Viejo contenida a duras penas como un cielo a punto de explotar. Sé fuerte, Luci, me decía a mí mismo. Sé fuerte, sé fuerte, sé fuerte. Sabes cómo es esto: una gloria nauseabunda en las tripas porque ahora sabes que lo has hecho, ahora sabes que vas a conseguirlo. La feliz claridad del desafío. Te sientes fantasioso, aturrullado, encendido y ridículamente envalentonado. El terror y la euforia. Lo estamos haciendo, pensé, ¡lo estamos haciendo de verdad!
Me di la vuelta y miré hacia atrás desde el umbral, con la barbilla alta, como el momento de puro ser que siente un saltador de trampolín justo antes del lanzamiento hacia atrás y la nota garabateada en el espacio. Un momento, aquel, en que el éter se estremeció y se contorsionó, los soldados resplandecieron y el tiempo aguantó su enorme respiración. No había ensayado nada, pero sí que pensé unas cuantas palabras que vinieran al caso.
—Bien —empecé.
Entonces, el Cielo entero se desató y, antes de que nos diésemos cuenta, estábamos luchando por nuestras vidas.
* * *
Di lo que quieras de mí, pero no digas que no sé arreglármelas sobre la marcha, ¿vale? En serio, ¿te habías parado a pensar eso? El Diablo encuentra trabajo para manos ociosas, incluso si esas manos son las suyas. No me avergüenza demasiado admitir que hasta que me encontré con Harriet en el bar, en mi orden del día no había otra cosa mejor que hacer que la exhaustiva consumición en exceso de los recursos mortales de Gunn: resulta que siento una terrible debilidad por los huevos revueltos con salmón ahumado, eneldo fresco y pimienta en grano grueso; me he plantado en los ochenta silk cuts al día, pero estoy casi seguro de que he batido un récord; los camareros... me conocen, digámoslo así, e incluso han añadido el Sublevación de Lucifer —vodka, tequila, zumo de naranja, zumo de tomate, tabasco, tío pepe, grand marnier, canela y guindilla— a su, hasta ahora, catálogo de bebidas poco atrevido. He cabalgado a lomos de una tigresa desgreñada. Esa tigresa se ha dado la vuelta sobre su llameante espalda, ha levantado las zarpas y me ha pedido que pare. La cocaína (dos rayas constituyen el décimo ingrediente extraoficial del Sublevación de Lucifer) ha encontrado su camino batallador por ambas ventanas de mi napia hambrienta y me he trabajado (y dado cachetes y surcado y cavado y sorbido y masticado) a buena parte de las talentosas Acompañantes EXXX-Quisitas: «chicas con personalidad y vitalidad para caballeros que exigen excelencia». ¿Pido yo excelencia? Deja que te diga que la excelencia que ofertan en EXXX-Quisitas es excelente. Me siento... Bueno, me siento bien, ¿sabes? Baños de burbujas estilo Violet, codorniz asada, pezones espolvoreados de coca y alguna que otra vulva con sabor a vainilla, estados alterados, caché de clarividente (ahora tengo toda una pandilla de admiradores) y lujuria extrañamente fiable, inspirada por el conducto de popa pasado de Harriet, aunque eso no es nada comparado con los quejidos sordos de mis ruandesas o el escándalo de mis balcánicas, ya me entiendes, pero algo es algo, es material. ¿Qué otra cosa se puede hacer con un cuerpo finito, con una vida en la Tierra? He estado soñando con unas vacaciones como estas durante miles de años. ¿Y ahora? —¡oh, gloriosa y bondadosa casualidad!—. Harriet, Nexus Films y Trent Bintock.
El corto de Trent, Todo incluido, fue el ganador del festival de Sundance esta temporada. Y de Cannes. También ganó en Los Ángeles. Y en Berlín. Y en otros sitios importantes y en otros que no lo eran tanto. Trent, un neoyorkino de veinticinco años de facciones tan doradas y bien esculpidas que rozan la autoparodia, está ahora mismo bajo las órdenes de la eminente Harriet Marsh de Nexus Films. Parece un cruce entre un apache aeróbico y un dios de las olas californiano. Sus uñas y sus dientes compiten en blancura con la nieve de Aspen. Trent, cuyos coqueteos juveniles con la celebridad incluso modesta lo han elevado a cotas de vanidad que harían que Gunn pareciese tímido, es lo que vosotros llamaríais alguien «listo para comerse el mundo». Harriet va a lanzarlo a la fama. El lanzamiento de chicos jóvenes a la fama se ha convertido en uno de los pasatiempos de Harriet; se considera a sí misma una especie de marca de agua que ellos van a llevar por el mundo y que sólo será visible en el futuro cuando alcen al joven en cuestión contra una luz potente... Lo único que falta en esta película es la propia película. La cinta que va a llevar a Trent a la cima de Hollywood y a que Nexus se embolsique el correspondiente trozo del pastel del tamaño de un planeta. La cinta, el largo, la peli, el filme. La historia. La que le solté a Harriet, poscoito, después de tres botellas de bolly y de ocho rayas de Cocaína Gran Reserva.
Ya sé que es frívolo. Frívolo de cojones. Pero una vez que Harriet me tomó en serio, no pude hacer otra cosa que seguir adelante. Cogió el teléfono allí mismo y en aquel mismo momento. LA. Tokio. París. Mumbai. ¿Veinticinco palabras o menos? Menos. «Lucifer», dijo. «Creación. Caída. Edén. Julia. Batalla en la Tierra con Cristo. Efectos especiales por un tubo. Controversia.» Remató el argumento con pura antilógica. «La película más cara de la historia.» Les encantó. No puedes culparme, ¿a que no? Obviamente, quiero poner las cosas en su sitio antes del final de los tiempos; obviamente, revelo mi Verdadero Yo, pero piensa en el merchandising. Y en que vamos a filtrar la historia de que el hasta ahora solitario guionista Gunn estaba realmente poseído por Lucifer para escribir el guión. Nos cargamos a un par de críticos verdes de envidia para darle impulso a la cosa. Podemos decapitar a Julia a mitad del rodaje y fichar a Penélope Cruz. «... los miembros del equipo están empezando a creer el rumor de que el escritor Declan Gunn hizo un pacto faustiano...» Lucifer va a convertirse en el icono de la cultura pop en los últimos días de la cultura pop. Y en los últimos días de todo lo demás, ahora que lo mencionas. Quitando a Madonna, los católicos, los fundamentalistas, los baptistas, los testigos de Jehobaba... Santo Dios, cualquiera que sea alguien en el vasto mapa del cristianismo va a organizar piquetes en los cines de todo el mundo. ¿Y los niños? A los niños les va a encantar.
En serio, esta mañana me miré al espejo y pensé: sabes lo que eres, ¿verdad? Eres un chulito. Tu problema, Lucifer, tu irresistible y odioso problema es que siempre te pasas de rosca. No te conformas con aceptar el alma de Declan medio liberada por el pecado mortal del suicidio, sino que quieres volver a ponerlo en circulación con una nueva serie de condiciones que van a refrescar su apetito por la vida y que van a apartarlo del Viejo una y otra vez. Lo que quieres es decirle, entre sorbos de remy y anillos de humo expulsados con total despreocupación: «Esta alma ya era mía. Ya la tenía, pero te la devuelvo. Me gustaría que observaras, querido, cómo tu chico, con su nueva vida de alquiler, arrebatada desde el mismísimo umbral del Infierno, pasa lo que le queda de libertad corriendo de nuevo a mis brazos...». ¿Seguridad en mí mismo? Esto es metaseguridad, chaval.
Así que ahí la tenéis. Próximamente en vuestro cine más cercano. Lo que me mata es esta curiosa manía que tengo de tener que volver a la pocilga de Gunn para escribir. No te rías. En el hotel no me sale ni una palabra. No me estoy quejando, en serio: la pobreza de la anterior vida de Gunn me proporciona un contrapunto titilante con respecto a la extravagante que estoy viviendo a sus expensas en el Ritz. Un contrapunto en pequeñas dosis, deja que puntualice, en dosis muy, muy pequeñas.
La vida entre los peces gordos del hotel me va. Soy Alguien: el clarividente que se hace pasar por Diablo. Fama, a una escala con la que Declan sólo podía soñar (y lo hacía a menudo). Aquí, como es obvio, están acostumbrados a los famosos. Se prohíbe que los empleados monten un numerito bajo pena de despido. Es decir, son amables, por supuesto —se supone que tienen que reconocerte—, pero no sueltan las chorradas esas de: «Oh, señor Cruise, me encantó esa en la que sale con el retrasado». El rumor del trato de la película ya está en la calle. Se oye un zumbido de susurros sobre nosotros, Trent, Harriet y yo, cuando aparcamos en el bar. El Sublevación de Lucifer es el cóctel de la casa que más se vende. Ahora me levanto por la mañana con una sonrisa en los morros y vitalidad en la polla. El sol llega a la ventana y me abraza. Esos desayunos con champán en los que insiste Harriet prácticamente garantizan un día de esos de feelin' groovy. Parece que, por fin, los huesos de Gunn se están alineando correctamente. Canto en la ducha (Guiroppa, guirorap, like a sex-machine, guirorap) y subo los escalones de tres en tres. Así es como uno debería vivir. Así, déjame que lo repita, es como uno debería vivir.
(Sabes que es verdad. El trabajo había llegado a deprimirme últimamente. De poco tiempo a esta parte. La previsibilidad. La rutina.
La ausencia de la más mínima sombra de reto. Mis recién adquiridas vestiduras corpóreas me proporcionan, con agradable simetría, material para la analogía: me sentía pesado, lento, febril de vez en cuando, con las articulaciones rígidas, la cabeza plomiza, las tripas revueltas, estaba inmaterialmente flojo y casi siempre pachucho. Esta escapada era justo lo que necesitaba. Como suele decirse, cambiar es tan bueno como descansar.)
El truco de la clarividencia es magnético. Jack Eddington quiere que presente mi propio programa. Lysette Youngblood quiere que me embarque en una gira con Madonna. Gerry Zooney quiere que me codee con Uri Geller. Todd Arbuthnot quiere asociarme con sus contactos en Washington. ¿Quién es esta gente? Son los miembros de mi círculo de amistades del Ritz.
—Declan, ¿tienes idea de la cantidad de dinero que podrías ganar con esto? —me dijo Todd Arbuthnot anoche, después de que le contara una o dos cosas sobre Dodi y Di que hicieron que se le rizaran las uñas de los pies.
—Sí, Todd, me hago una idea —respondí—. Y, chaval, llámame Lucifer, por favor.
Nunca pillan lo del Diablo. Se lo toman como la excentricidad permisible de un gurú. Ni que decir tiene que ninguno de ellos ha leído Cuerpos en movimiento, cuerpos en reposo. Ninguno de ellos ha leído Las sombras de los huesos. No es que las credenciales del anonimato no me viniesen bien con Trent, que es un esnob de la escritura cuando no se le va la pinza con las drogas.
—De acuerdo —me dijo, entrando, con los ojos legañosos, después de una borrachera en mi suite, donde habíamos decidido, de mutuo acuerdo, que tendrían lugar las «reuniones de desarrollo». Harriet estaba fuera. De cena con microelectrónicos y farmacéuticos. Al otro lado de la ventana, un Londres alumbrado me reclamaba. Me excito muchísimo una vez que oscurece. También me excito muchísimo cuando todavía hay luz; pero esa oscuridad, esas luces parpadeantes de la ciudad... He empezado a salir de marcha. Salir, en Londres, por la noche, con dinero, drogas, gente famosa y prostitutas extremadamente caras. (Mientras que Gunn solía salir, de noche, solo, sin apenas dinero, ni drogas, ni famosos, incapaz de atraer, sexo denegado incluso después de la capitulación y retirada en Vi. Después volvía a casa, se hacía un trabajito manual resacoso, luego venía un sollozo, un vómito, un cigarrillo y mucha reflexión sobre lo cerca que estaba de darse definitivamente por vencido antes de caer en un sueño turbulento y poco reparador.)
—Muy bien —dijo Trent, desencajándose la mandíbula de abajo y abriendo los ojos de zafiro al máximo para después contraerlos—. Empezamos con una pantalla completamente en negro y una voz en off. Sin estrellas, ¿no? Es decir, no habría estrellas, ¿verdad?
Yo acabé mi llamada programada con Elise de EXXX-Quisitas y colgué el teléfono. Una cita telefónica —o una conversación con cualquier otra persona—, no representa ningún obstáculo para Trent.
—No había estrellas —respondí—. No había nada.
Él se me quedó mirando un momento muy a la manera de una persona a punto de entrar en una dimensión inaccesible de la consciencia. Entonces, se sacudió.
—Bien —dijo—. Bien, bien, bien. Tú estabas allí. Se me había olvidado.
—Lo que tenemos que clavar —dije, encendiendo uno de los gauloises que Harriet se había olvidado—, lo que tenemos que reflejar a la perfección, porque todo lo demás se deriva de ahí, ya sabes...
—Lo sé, tío. Claro que lo sé...
—Es el momento en que aparezco. El momento en que me rebelo.
—Sigue, sigue.
—Miguel acaba de extender esa acusación infame del orgullo, ¿vale? —Me levanté de un salto de la cama y dejé que las luces de la ciudad se reflejaran en el lado bueno de Gunn—. Y yo me quedo como diciendo... «¿Orgullo?». En este punto es un susurro, un susurro de Pacino: «¿Orgullo?». Sin embargo, esta escena es de esas en las que el volumen va aumentando. «¿Es orgullo querer tener tu propio lugar? ¿Es orgullo querer ser independiente?» Cada vez más alto, ¿de acuerdo? «¿Es orgullo querer hacer algo en el universo?» Más alto: «¿Es orgullo querer ser alguien?». Más alto todavía: «¿Es orgullo querer vivir con dignidad?». Y ya, a toda ostia: «¿Es orgullo hartarse de BESARLE EL CULO A UN VIEJO?».
Trent meneaba la cabeza en un estado de incredulidad extática, como un músico ido.
—Dios, tío, deberías hacer tú el puto papel —soltó.
Lo apunté con mi cigarrillo.
—Y tú, chaval —le reprendí—, eres un adulador pésimo.
No tengo palabras para expresar lo bien que me sentía. Mirar cosas como narcisos y nubes es maravilloso. Mirar cosas como narcisos y nubes después de gastarte trescientas setenta y dos libras en una cena y de dejar caer dos pastis de éxtasis como preparación para un turno de cinco horas y sesión doble con la rubia platino más cariñosa de EXXX-Quisitas, sí que es realmente maravilloso. Sé lo que piensa la mayoría de vosotros sobre todo esto. Lo del sexo y el dinero y las drogas. Piensa: «la gente que vive así, al final, nunca termina siendo feliz». Necesitáis pensar eso justo como los hombres de pene pequeño necesitan pensar que el tamaño no importa. Es comprensible. Los ricos, los famosos, los bien dotados, los delgados-y-guapísimos... provocan una envidia tan urgente que sólo podéis escapar de ella convirtiéndola en piedad. «La gente que vive así, al final, nunca termina siendo feliz.» Sí, tenéis razón. Pero vosotros tampoco. Y, mientras tanto, ellos se llevan todo el sexo y las drogas y el dinero. (Gunn, debo añadir, conservaba en gran medida su cariado catolicismo porque el ateísmo le habría obligado a aceptar que no le iba a pasar nada horrible a gente como Jack Nicholson, Hugh Hefner y Bill Wyman después de muertos, un principio que no podría haber soportado.)
—¿Cómo es que nadie ha hecho esta película? —preguntó Trent—. Es decir, uno se lo pensaría, ¿no? Spielberg. Lucas. Cameron. Fíjate, el presupuesto de FX va a salirse de la puta capa de ozono.
—Si lo escribimos, ellos pagarán —contesté.
—Queremos efectos especiales, ¿verdad? —añadió Trent—. Me refiero a que no lo estamos enfocando como una mierda de esas de lucha existencialista estilo Beckett, ¿verdad?
—Queremos hacer la mayor película desde Titanic, Trent —repuse.
—Y tampoco nada de esa chorrada de «grandes nombres, no» —dijo Trent, entre esnifada y esnifada de su propia cucharilla de monogramo—. Estos gilipollas de academia de cine piensan que es un pecado utilizar talentos de renombre. Tienen tan poca clase.
—¿Puedo follarte las posaderas, Trent?
—Lo que quiero decir es, por Dios... ¿qué?
—Nada. Una broma verbal, querido amigo. Tienes razón. No tienen clase. Harriet quiere a Julia Roberts para el papel de Eva —dije todo esto y conseguí mantener la seriedad. Me gustaría que se me reconociese el mérito por ello.
—Una verdadera pena que Bob De Niro ya haya hecho de Lucifer en El corazón del ángel —dijo Trent restregándose, rabioso, la punta de la nariz, como si intentara borrársela—. Y que Nicholson lo hiciera en Las brujas de Eastwick. Joder, y Pacino acaba de hacer de Satán en ese pedazo de mierda con Keanu Reeves.
(¿Os digo cómo es la lista de los actores que han rechazado interpretar mi papel? Muy corta.)
—Depp —dije—. Keanu saltaría como una liebre, pero necesitamos tener a algún puto talento. Deberíamos pensar también en incluir algunos cameos. Quizá un dinosaurio del rock con dentadura postiza podría hacer de Dios. Robert Plant con barba.
—Sí, pero ¿queremos a un tío que haga de Dios? —preguntó Trent—. Estoy pensando en algo más estilo mano-estrella-huevo-ojo-polvo-cósmico-secreción-al-estilo-Giger.
—Me gusta cómo piensas, Trent —dije—. Me gusta cómo piensas.
Naturalmente, todo esto ha afectado a mi relación con Violet. (Ahí va una pregunta: ¿crees que mantener a Gunn atado a Violet será bueno para él?) Gracias a que nunca se ha leído Cuerpos en movimiento, cuerpos en reposo, no fue un problema para mí recordarle que era la historia de la rebelión de Lucifer y su posterior caída y batalla contra Jesucristo en la Tierra.
—Va a ser la mayor campaña de marketing de la historia —le dije, mientras nos tomábamos unos daiquiris en Swansong. No le dije ni una palabra de lo del Ritz. Para ella, sigo viviendo en el piso de Clerkenwell.
También es fundamental mantenerla alejada de Harriet y de Trent, fundamental si quiero mantener la ilusión de que podría tener una remota posibilidad de conseguir un papel. Hasta ahora, el gasto pródigo —el trastorno por déficit de atención de mi cartera— la ha cautivado; pero es sólo cuestión de tiempo que empiece a esperar los encuentros y los saludos, los besos al aire, los apretones de manos con toque de Midas, las inevitables negociaciones de contratación. Aquí abajo todo es sólo cuestión de tiempo.
—Uno de los hombres de Harriet va a hablar con McDonald's el jueves. El McDiablo. Vamos a conseguir al equipo del Quake para el juego en CD-ROM. Oh, sí, y vamos a hacer naipes coleccionables, los Ángeles Caídos. Como una baraja de Top Trumps.
—¿Top Trumps?
—Harriet ya ha empezado a quitarse de encima a los inversores más pequeños. El príncipe Faquit acaba de estampar su firma por cuatro y medio después de comerse unas ostras en el Exclusive. No te puedes imaginar lo fácil que es conseguir dinero de la gente para la película. Con tal de que sea una cantidad indecente, ya está. Las producciones independientes no pueden permitirse ni unas putas pizzas.
—No le has hablado de mí, ¿verdad, Declan? —me preguntó Violet, tras asumir que en los últimos segundos yo había decidido hablar en chino.
—Sí.
—No, pero quiero decir que lo hiciste, ¿no?
—Ya te lo dije. Eva.
Violet, sentada con las piernas cruzadas y un zapato de tacón pendiendo de los dedos de los pies, se quedó muy quieta. Muy presente.
—A mí no me tomes el pelo, Declan —dijo.
Le puse la mano en la rodilla.
—No depende de mí —repuse—. Quiero decir que no soy el director del casting. Tienen a Hagar Hefflefinger, ya sabes. Es muy estricta. Muy buena. Estricta en el buen sentido. Buena en sentido estricto. Como tienen que ser los directores de casting. Así que, como te he dicho, no depende de mí. Pero es mi guión. Por cierto, ¿qué te parecería el papel de Salomé?
—¿De quién?
—De la hija de Herodes. Una princesa. Pelirroja, como tú, así que estaba pensando, obviamente.
—Sabía que me estabas mintiendo.
—¿Qué?
—Con lo del papel de Eva. Sabes que no soy una puta estúpida.
Otra cosa, no, pero para coger las cosas al vuelo, Violet es la número uno. Al principio, la buena nueva de la recuperación de mi pajarito fue recibida con unos hoyuelos marcados en sus mejillas y con una embestida contra el tocador revuelto, donde mi chica me dispensó sexo oral con tal banalidad y coquetería que mis cejas, que se levantaron cuando empezó, se negaron a bajar hasta que todo hubo terminado. (Mirarme en el espejo resultó ser una mala idea: la irregular barriga de Gunn, sus piernas peludas, la papada, las tetillas y las orejas de soplillo, todo un ejemplo de cuerpo antiafrodisiaco, hasta que empecé a ver el potencial pornográfico en nuestras discrepancias estéticas...) Pero ella es lista. Ya ha empezado a racionar sus favores. El derroche sirvió para dejar claro que su moneda de cambio aún era buena. Ahora, a falta de un encuentro real con el productor y el director, ha cortado el grifo.
—Violet —dije—. Violet. Si estuviera en mi mano..., pero escucha. Escucha. No soy el director de casting, pero me van a poner una cláusula de consulta en el contrato. Harriet va a tener los contratos redactados esta semana. Pero, tanto si soy el director de casting como si no —Hagar Hefflefinger o su puta madre—, Trent Bintock es el director de esta película y Trent Bintock cree que soy un genio creativo. Si le digo que te necesitamos en el papel de Eva, si le digo que te necesitamos en el papel de Eva... ¿Oyes lo que estoy diciendo?
Había estado a punto de llorar. Los ojos diamantinos se habían llenado de lágrimas. Los cerró, durante tres, cuatro o cinco segundos y respiró despacio por la nariz.
—¿Sabes a quién quiere Harriet para Lucifer? —dije—. ¿Sabes con quién habló anoche por teléfono?
Violet abrió los ojos. Ahora estábamos en una situación familiar. Yo era el padre que la había asustado —por su propio bien— y ahora, escarmentada, me miraba y estaba lista para que la rescatara del miedo.
—Johnny Depp —dije, tranquilo. Luego, le di un trago a mi bebida y miré por la ventana.
Ella bajó la cabeza durante un momento de silencio introspectivo. Cuando la levantó de nuevo, tenía dibujada una sonrisa compacta y casi amarga.
—Nos lo hemos ganado, Declan —dijo ella—. ¿Sabes lo que quiero decir? Nos hemos ganado esto, joder.
* * *
En general, se tiene un concepto equivocado de mí. Se trata de una calumnia difundida por la Iglesia, a saber, que si haces un pacto conmigo, te engañaré. Paparruchas, por supuesto. Yo nunca engaño. Nunca tengo que hacerlo. Pregúntale a Robert Johnson. Pregúntale a Jimmy Page. Los humanos están tan sordos y tan ciegos ante las ambigüedades de sus propias lenguas, y formulan sus deseos en términos tan permeables, que siempre puedo concedérselos de un modo que nunca imaginaron. «Quiero ser tan rico como mi padre.» Parece razonable. Nelchael revienta los mercados, papá se va a la quiebra y gracias por el alma, hermano. Este es un ejemplo estúpido, obviamente, pero te sorprenderías de lo abiertas que dejáis vuestras puertas para mí. (Para empezar, los clientes que mejor parados salen conmigo son sabandijas sucias y listas, deseosas de firmar para que las cuide en la otra vida a cambio de la oportunidad de ser más sucias y más sabandijas aún mientras todavía estén del otro lado de la tumba.)
Yo no salgo perdiendo con ninguna de estas transacciones. Incluso si consigues formular un pacto a prueba de dobles sentidos, incluso si has vestido el deseo de tu corazón con una camisa de fuerza semántica y yo me veo obligado a darte lo que pides, aun así, al final de un periodo de tiempo increíblemente corto (el Tiempo Nuevo es corto para mí), le echaré el guante a tu alma. ¿Cómo decirlo? Reza para que eso no ocurra.
Puedes ser una de las genuinas sabandijas listas y sucias que mencioné antes, cuyos deseos coinciden con mi diseño global. Puedes, por ejemplo, querer el control de las mentes humanas, poder económico, inmunidad en los procesos judiciales, acceso a niños, un harén personal, etc. Pero si de verdad eres listo, si creo que lo llevas dentro, puedo hacerte un hueco en el sistema. Te haré magnate de los medios de comunicación, o dictador, o líder de culto, o rey del porno, o zar de las drogas. Mientras tu mal tenga alguna relevancia, mientras atraiga a otros y mientras estés preparado para introducir un poco de corrupción de la buena..., en fin, conseguirás lo que quieras: fama, carisma, el trozo grande de pastel, un lugar en la historia, niños de seis años, cualquier cosa. Tú consigues placeres; yo un agente del sistema; el Viejo, una migraña; y —creías que se me había olvidado, ¿verdad?— yo me quedo con tu alma cuando mueras.
De modo que dejemos que los santos varones sigan dale que te pego con lo de las mentiras y las traiciones. La verdad es que yo no soy ningún estafador.
Sólo me la han jugado una vez, mira por dónde: un desgraciado español de nombre don Fernando Morales, poco antes de finales del primoroso siglo XVI. Este joven era un verdadero elemento. Hijo único de padres adinerados, pasó los primeros años de vida adulta dilapidando su fortuna en una extraordinaria dieta de borracheras, putas y juegos de azar. Se granjeó su mala reputación por libertinajes blasfemos y orgías criminales. El mal personificado, como suele decirse. De vez en cuando, si la culpa le hacía cosquillas o la imaginación flaqueaba, le daba algún que otro codazo, pero, con mucho, era el tipo de pecador con iniciativa propia. Seré sincero, no pensé que llegara a los veinticinco, con tanta pelandusca sifilítica y tanto jovencito verminoso en los que hundía su formidable chorizo, sin mencionar el creciente número de padres, machete en ristre, a cuyas hijas había preñado de forma totalmente irresponsable; pero, contra todo pronóstico, siguió meciéndose en el mundo libre hasta que se quedó sin dinero. Entonces, como te confirmará cualquier mirón que haya perdido la vista repentinamente, las llamas del deseo queman con doble fiereza en ausencia de medios para gratificarlo, y así ocurrió con el joven Morales, hasta que decidí pasar a visitarlo, hacer un trato, ponerlo de una vez por todas fuera del alcance de la redención, y hacer que su alma escrofulosa pasara a engrosar las listas infernales.
Desde entonces, he echado la vista atrás y he pensado que tuve que estar de un humor raro. Fue un día de dolor de los malos, sí —a veces casi no puedo levantar la ceja ni mostrar mi sonrisa diabólica—, pero había algo más... ¿La sombra de la melancolía, quizá? ¿La sensación de que mis mejores días ya habían quedado atrás? ¿Que ya había conseguido superar los retos? (Tonterías, en retrospectiva, si tenemos en cuenta mis logros de los últimos cuatrocientos años, pero soy propenso a momentos de duda como cualquier mortal. Y no estoy hablando de dudas pequeñas o acuciantes. Estoy hablando de dudas paralizantes, existenciales, de las de qué-sentido-tiene-todo-esto. Ha habido días en que he tenido que acostarme en una habitación a oscuras). En fin, la cuestión es que, por la razón que sea, no estaba al cien por cien cuando visité a Morales en la habitación de los rituales de uno de sus amigos ocultistas, que, ante la insistencia de Morales, se dedicó de lleno al esfuerzo falaz y completamente innecesario de «convocarme». Fíjate, por favor, en esas comillas que significan guasa. Tú, querido, no «convocas» a Lucifer. Él no es un puto mayordomo. Lucifer te visita. Eso es todo. Si considero que me interesa tratar directamente contigo (y más te vale esperar que no me interese), entonces apareceré, tanto si intentas «convocarme» como si no. Si considero que no, ni cánticos espeluznantes, ni culos desnudos, ni barbas siniestras, ni machos cabríos sodomizados, ni pollos estrangulados surtirán el menor efecto, excepto en tu alfombra. No me malinterpretes: montarás una buena, pero no funciona.
Malditas digresiones. ¿Cómo pudo Gunn, cómo puede cualquiera terminar algo? El amigacho de Morales, un tal Carlos Antonio Rodríguez, era uno de esos aficionados de pacotilla manifiestamente en el ajo por las extravagancias carnales. Había mantenido arduas discusiones con Fernando acerca de que la evocación de Su Satánica Majestad era a la vez difícil y muy peligrosa, pero al final —viendo que si no accedía a su solicitud, existían muchas probabilidades de que Fernando le clavara la espada en la cabeza—, capituló y empezó. Cuando aparecí, lo pillé por sorpresa. (Consulté el guardarropa de las manifestaciones: sí, algo... tradicional, creo, aunque, corazón, te haré una confesión gratis: esas pezuñas hendidas son totalmente seductoras.) Te puedo asegurar que ya llevaba como dos horas de charlatanería y ensalmos, pero, la verdad es que no pude esperar más cuando empezó la parte en latín. Le di un buen susto. De hecho fue tan grande que se cagó en los calzones y salió corriendo de la habitación, dejándome a solas con Fernando.
Don Fernando Morales. Ay. Cuando menos te lo esperas..., perdón. Hablo conmigo mismo cuando debería estar hablando contigo. (Tú. Sé quién eres. Sé dónde vives. ¿Cómo te hace sentir eso? ¿A salvo?) Fernando, a fin de cuentas, tenía un buen par de cojones. Estaba asustado. Estaba..., ah..., sudando —pero logró mantener la entereza el tiempo que duraron las negociaciones. Sin sorpresas: yo me quedaría con su alma y él con toneladas de dinero, accidentes fatales a una larga lista de enemigos reales e imaginarios y muchos polvetes antihigiénicos (realmente a porrillo). De modo que dicté las condiciones del contrato y le dije que se abriese una vena para firmar con sangre. (Como es obvio, el contrato no consiste en un pedazo de papel que, en cualquier caso, no puedo llevarme al éter, sino en el acto de firmar. La sangre lo sella. Siempre ha sido así. Pregúntale a Chuso. El contrato se puede destruir materialmente —todos lo hacen—, pero eso no cambiará las cosas llegado el momento de la recaudación. Eso te lo puedo garantizar.) Así que Fernando se acababa de remangar la manga y se estaba buscando un punto seguro en el antebrazo para hacerse el corte cuando —Dios sabrá lo que le metió en la cabeza para hacer algo así— me soltó la pregunta de si era verdad que yo había estado presente en la crucifixión. Cuando le contesté que sí, que por supuesto, me preguntó, de forma bastante absurda, pensé, si podría describirle lo que vi.
En términos estrictos, debería haber examinado el alma de Morales con un poco más de detenimiento. Fue una negligencia por mi parte, lo admito. Me sentía un poco raro. El dolor me daba punzadas como un timbal autista y mi corazón..., mi corazón... Bueno, vale, no tengo corazón, pero era uno de esos días raros en que apenas podía concentrarme en lo que estaba haciendo, en que la estela de mi agitada vida salpicada de sangre y plagada de cadáveres tiraba de mí como un acertijo. «¡Cómo has caído de los cielos, Lucero, hijo de la Aurora!» A veces dejo que eso me dé vueltas en la cabeza y es como oír una trompeta triunfal. Otras, sólo me hace sentir terriblemente triste. Fernando —Dios sabrá por qué— lo citó en voz baja, un susurro imperceptible para el oído humano. (El propio Isaías ni siquiera se refería a mí cuando lo dijo. Profetizaba el destino de Merodach Baladan, que no era, como puede que estés pensando, uno de los Harlem Globetrotters, sino el rey de Babilonia. Lo que pasa es que, a veces, las expresiones humanas se alinean accidentalmente con las verdades del Cielo y del Infierno. Cuando esto ocurre, las frases se pegan a la historia como lapas.)
Lo de mojar la pluma en la sangre de Morales lo hice de forma telecinética. No sabía que tenía talento artístico hasta que aquel dibujo apareció en la parte de atrás del contrato sin firmar. Nunca supe que era..., ya me entiendes..., creativo. Me perdí, el reto de mantener la línea recta, el extraño estado de suspensión entre concentración absoluta y vacuidad absoluta (por lo visto es uno de esos rollos Zen), la disolución momentánea de la frontera entre sujeto y objeto, la efímera trascendencia del yo. ¿Sabes que existen dibujos que parecen decir mucho con sólo unos cuantos trazos? Este era uno de ellos. Además de mis otros dones y talentos, era sobrenaturalmente bueno dibujando.
Demasiado bueno para mi propio bien, como resultó después. Cuando volví a fijar mi atención en Morales, vi que estaba llorando lastimosamente y que se arrancaba mechones de pelo. Besó la imagen (a decir verdad, había sido un poco halagüeño con el peinado y la barba de Junior, pero es lo que le ha ocurrido a la práctica totalidad de pintores a lo largo de la historia del arte), sollozó, y sus lágrimas se mezclaron con la sangre: «Vade Satana: Scriptum est enim: Dominum Deum tuum adorabis, et Illia soli servies... Vade Satana... Vade Satana!», que, para aquellos de vosotros que no seáis de clásicas (que es la mayoría, hoy por hoy) se traduce como: «Atrás, Satanás, pues escrito está: Adorarás al Señor tu Dios y a Él sólo servirás».
Vosotros, los humanos, y vuestras malditas epifanías, ¿eh? Sinceramente. Como tío Monty Withnail diría: sois tan malva... Después de aquello no pude sacarle ni una palabra. Desde luego, no hubo firma.
Peor que una auténtica pérdida de tiempo..., una conversión. Como suele decirse, me salió el tiro por la culata. Por supuesto que no lo pude evitar una vez que vi que realmente podía... capturar algo en un dibujo. Tenía que seguir. Tenía que lucirme.
Volví al Infierno con mis hermanos a la chita callando. Les dije que no me encontraba bien. Me eché una siesta. (Astaroth sonrió, ahora que me acuerdo.) El maldito Morales le dio el dibujo al cardenal penitenciario y —tan cierto como que estoy vivo y respiro— se unió a los franciscanos. Idiota. Un par de milenios en el Purgatorio y luego el Viejo le deja entrar. Mientras tanto el dibujo, mi dibujo, está encerrado en una de las salas raramente abiertas del Vaticano, y su existencia, hasta ahora, se ha dado a conocer tan sólo a unos cuantos privilegiados. Puede causar... efectos en aquellos que lleguen a verlo, fíjate tú. Volví completamente loco a un cardenal corrupto (frase tautológica donde las haya) en el siglo XVIII. Tan loco, de hecho, que se ahorcó en un burdel poco después de que su joven acompañante saliera de la habitación para que se vistiese, dejando caer su pesada alma pecadora en mi regazo como un trozo de fruta podrida... Una compensación por Morales, debo añadir, con intereses atrasados.
* * *
Sigamos con Gunn. Gunn y el suicidio. Te preguntarás: por el amor de Dios, ¿por qué?
Se requiere paciencia para llevar a alguien al suicidio. Paciencia y una voz de la razón concreta. «No va a mejorar. Sólo va a ir a peor. Necesitas que este dolor pare. Es perfectamente normal que quieras que desaparezca este dolor. Lo único que tienes que hacer es tumbarte y cerrar los ojos...» Me llevó mi tiempo dar justo con el tono adecuado, mitad de terapeuta desinteresado, mitad de sacerdote misericordioso, con su doble implicación: «Lo necesitas; está bien».
Pero Gunn. ¿Qué lo incitó? ¿Qué ocurrió, aparte de la muerte de su madre, de Violet, de Tempestad divina, y de una melancolía propia de Wordswoth por la pérdida de la luz celestial de la niñez?
Hay una versión larga y otra corta. Si no crees en Dios o en el libre albedrío, sólo existe la posibilidad de una historia larga, un cuento sobre la antimoralidad en la que nadie es culpable de nada. (Otro lugar donde mi voz de la razón vino muy bien, al reducir el universo a la materia y el determinismo) La versión corta, por otro lado, la líder en audiencia, es Penélope. No esa Penélope —aunque el nombre de la ex de Gunn me venía de perlas, ya que él pensaba en ella, entre otras idealizaciones, como en un modelo de fidelidad femenina—. (Y disfrutó con deleite mitad extraño, mitad vergonzoso, de mi sugerencia de un vídeo porno en un hotel de Manchester —estaba allí para una firma de libros; «... sensible e intuitivo...», el Manchester Evening News— titulado Las pasiones de Penélope, cuyo argumento sigue al de su predecesora clásica en todo menos en un detalle significativo: Penélope se trabaja carnalmente a la hueste entera de pretendientes y a la mayoría del personal del servicio de la casa, terminando las sacudidas en tal estado de saciedad bizqueante que uno se pregunta si sería capaz de reconocer a Odiseo si este desbaratara sus planes de hacer Las pasiones de Penélope II volviendo a casa...) ¡Nada, otra vez con las digresiones! El problema de conocer a gente es que todo es relevante. Nada es una digresión. Hasta Gunn lo sabía. Pongamos, por caso, al cara de repollo de Auden, cuya copia de Collected Poems se abre como una desvergonzada robótica por «The Novelist» cada vez que Gunn la coge de la estantería, y donde podemos encontrar la observación de Wystan de que un Dickens o un Joyce en ciernes debe:
Llegar al mayor tedio y someterse,