entre otros, al mal común de amores.
Ser justo entre los justos, vil entre los viles,
y en su débil persona acarrear, si puede,
sordamente los males de los hombres.
«Por miedo a que os convirtáis en dioses.» ¿No se lo dije a Eva, la primera novelista en potencia? ¿Es que acaso era mentira? Hay que saberlo todo y contar algo. Que es como mentir por omisión. Ningún artista lo sabe todo (sí, ni siquiera este artista: artista cabreado, artista expulsado, artista estafado, artista corporeizado), y como cada artista sabe más de lo que puede contar, el arte entero es una mentira por omisión. Y si Dios es el único artista que lo sabe todo, ¡qué enorme es ese pecado de omisión! Ahora te pregunto, humildemente: ¿quién es más merecedor de la etiqueta de Padre de las Mentiras? Escribes un libro increíble, pero hay una pega: sólo tú puedes leerlo, y ¿qué es la Creación sino un libro que sólo Dios puede leer? Lo que no se dice queda oculto, y lo que queda oculto es temido, y lo que es temido raras veces no es venerado. Quod erat demonstrandum.
Pero volvamos al joven Gunn, que, en los últimos meses, se ha encontrado a sí mismo delante del espejo picado del cuarto de baño, pronunciando las palabras «joven gun» en voz alta, explorando la chocante falta de aplicabilidad de la metáfora de la palabra inglesa con ironía demacrada y biliosa, de modo muy parecido a como uno se explora con la lengua, perversamente, la cavidad aún dolorida de una muela extraída hace poco. Es uno de sus hábitos de desesperación. Lleva un carcaj con ellos y los libera por horas hasta que, llegada la noche, se detiene ante su reflejo sansebastianizado una vez más, y se deja arrullar por mi voz de apacible razón hasta que concilia el sueño atroz: «Ella te llamaba Joven Gunn. Salía de sus labios como un dulce hechizo donde se entremezclaban ternura y broma». Junto con Ángel, Deckalino, Gunneroo, Cariño, Cielo, Tesoro y —el crucificador— Amor. Decir en alto, a su propio reflejo inclemente, los nombres que nadie más va a llamarle jamás es uno de sus hábitos de desesperación. Como lo es el alcoholismo. Como lo es la pornografía. Como lo es Violet. Como lo es la repetida cinta de silencio entre él y su querida y difunta madre. Como lo es el diario-mapa refinado de su propia fraudulencia —«... sensible e inteligente...», como decía el Manchester Evening News—, frase que repite, guturalmente, justo antes de desplomarse de rodillas, borracho, en una alcantarilla de Shaftsbury Avenue o de lanzar un proyectil de vómito en la boca poco sentenciosa de su cagadero de Clerkenwell.
Cielos, cómo se alarga esta lengua. No tengo el don de la brevedad. Ni tú el de la paciencia, no te quepa duda. Así que, ¡venga, al lío! (Además, para esta tarde tengo que escribir la escena de la tentación en el desierto. Harriet se ríe cuando le enseño material. Un caramelo para un niño, lo sabe. Criminal, un caramelo para un niño.) Él es el arco de oro en llamas y estas son las fechas de su desesperación, pero aún no nos hemos acercado al por qué ni al cómo.
Si Gunn escribiese sobre Penélope, la perfeccionaría, ya que nunca llegó más allá del romance para llegar a la realidad. Así que déjame, al menos, que aclare algo. Ella no era ninguna santa. (Ojalá lo hubiera sido. Santos, me parto con ellos. Están perpetuamente a punto de convertirse al pecado. No lo pueden evitar. Los extremos siempre se atraen a altas horas de la madrugada.) Era bastante guapa, pero no tanto como para echarle un polvo si estuviera completamente calva. De hecho, tuvo suerte de no convertirse en un bellezón deslumbrante, porque no habría sido lo bastante fuerte como para resistir el vivir de los beneficios que otorga tal condición. (Los bellezones deslumbrantes rara vez son buenos, por el simple motivo de que no necesitan serlo. El Infierno está hasta arriba de almas de ex pibonas y de buenorros, mientras que el Cielo se ha quedado en un estado más o menos perpetuo de hambre de talento desde la primera vez que los seres humanos mordieron el polvo.) Bueno, estábamos con Penélope. (¿Ves lo que pasa cuando una inteligencia angélica empieza a contar historias de seres humanos? Uno necesita paréntesis de regresión virtualmente infinitos; una de esas muñecas rusas —una inconcebiblemente fértil, no con media docena de versiones de ella misma en su interior, sino de varios miles de millones— con tantísimo tiempo antes de llegar a la última, a la primera, al punto de origen o de término... Recuerda, Lucifer, lo único que importa aquí es la decisión de Gunn de terminar con su vida...)
Penélope se fue a Londres, a la universidad (con su pelo cardado estilo leona, su chaqueta de piel verde y su pintura de uñas granate desconchada) para estudiar literatura y enamorarse. Fue así como conoció al Declan Gunn de los ojos negros y del color del té.
—Me gusta tu frente —le dice él cuando ella abre los ojos una mañana. Habían llegado en seis meses al discurso de los enamorados: arrogantemente tangencial y próspero bajo la aparente falta de lógica—. A veces es como la de un gato. Y el pelo te sale justo como cuando tenías cinco años.
—Quiero tomate, miel y yogur —dice ella—. En mi sueño, pensaba que había tenido un bebé, pero cuando me miré los brazos, lo que tenía era una peladilla.
—Y seguro que cuando estabas en el colegio —sigue él—, el profesor estaba pendiente de cuándo mirabas al patio por la ventana, y seguro que sabía con toda seguridad que no estabas escuchando ni una palabra de lo que estaba diciendo, y seguro que su yo superficial estaba irritado, pero el profundo y estético te quería por tu frente de gato y por tu absoluta indiferencia por el sitio en el que estabas y por lo que intentaba enseñarte.
—¿Qué es lo más importante? —dice ella, cambiando de tema otra vez.
—Los postres angel delight —dice Gunn.
—La verdad —dice Penélope, a la vez que recorre el cuerpo de él con los dedos y traza un mapa de sus dominios con inocente avaricia—. La verdad es lo más importante. Ser auténtico. No ser falso.
—Ya.
—Pero de verdad.
—Ya.
—Entonces, angel delight.
Él no puede creer, por supuesto, su buena fortuna, la suerte del todo inmerecida que ha tenido al encontrarla. El placer de poder decirse las verdades del mundo el uno al otro. Sólo tienen diecinueve años, así que tampoco eran tantas.
—Tenemos que tener niños —dice Penélope, encaramándose encima de él y posándose con cuidado.
—¿Eh?
—Ahora mismo no —dice ella cuando lo siente en su interior—, sino algún día. Porque si no los tenemos nosotros, los tendrá otra gente fea, estúpida y desagradable, y las fuerzas del mal y de la mezquindad ganarán.
Gunn está en un estado que roza el hipnotismo: la modorra de su cuerpo, el calor de la media mañana. La ventana es un lingote de oro cálido. «No me merezco esto», piensa, al mirar la luz que resuena en el pelo de Penélope y sentir el peso exacto de su cuerpo que ella está conteniendo —una compostura terriblemente erótica—. «Voy a tener que pagar por todo esto.»
Estaba en lo cierto.
Ahora... ¡Dios mío, mira qué hora es! Sólo mencioné a Penélope porque es parte de lo que llevó a nuestro Gunn a las cuchillas y a la bañera. He observado que así es como todo pasa aquí abajo, la pesadez aterradora de encontrar las causas y luego, lo que es peor, encontrar las palabras. La cantidad desmesurada de tiempo que se lleva. Si Gunn hubiese dejado de hablar hace años, habría empezado a vivir. Incluso llegó a pasarle; y, de forma totalmente previsible, cuando ocurrió, se marchó y escribió sobre ello.
Vaya por Dios, nos hemos desviado del camino. Culpa mía, lo sé. Y ahora me temo que la atracción del mundo me aparta de esto. Como sabes, tengo sitios adónde ir. Como sabes, tengo gente a la que ver.
* * *
No fue una lucha justa. Eso es lo que quiero sacar en claro de esta historia, ¿vale? Trent está de acuerdo con resaltar este aspecto. ¿Y por qué no? No fue una lucha justa. Si hubieran dejado a Junior a su aire, no estoy seguro de que hubiese llegado al Gólgota. No estoy hablando sólo de lo que se tiene constancia —la advertencia al supercornudo de José de que Herodes estaba furioso y de que Egipto estaba precioso en aquella época del año, por ejemplo—, estoy hablando de cosas de las que ni siquiera sospechas, cosas que vinieron después, cuando el Niñito Jesús estaba ya crecidito, cuando, si el Viejo hubiese mostrado alguna consideración por Él, tendría que haberse quedado al margen y habernos dejado solos, cara a cara, con los guantes quitados, el ganador se lo queda todo y esas cosas. Pero, ahí te lanzo una pregunta retórica, ¿qué sabe Dios sobre luchas justas?
Piensa, por ejemplo, en la tentación en el desierto.
Aunque resulte redundante, deja que empiece diciendo que hacía calor. Un calor espantoso. El cielo era color blanco hueso y estaba desierto, la luz de sol era una explosión inmóvil en la arena. Aquí no había martines pescadores, sino que el lugar estaba sembrado de lagartijas que se encendían. Las plantas del desierto hacían girar sus sombras lentamente. Él había llegado a un estado de inanidad interrumpido de manera muy ocasional por algún esenio balbuceante o por algún friki con cilicio. Cuando me acerqué, tenía muy mal aspecto: barba enmarañada, ojos enrojecidos y con orzuelos, pómulos hundidos, uñas partidas y labios agrietados y con ampollas. Sí, estaba claro que ayunar durante cuarenta días y cuarenta noches no había sido una experiencia muy gratificante. Cuando lo encontré, estaba sentado en cuclillas en la boca de una cueva, con el mentón apoyado en las rodillas y los dedos huesudos entrelazados alrededor de sus largas piernas. Muy negra era la fría boca de la cueva y muy blanca era la tierra chamuscada que la rodeaba.
—¿Hambriento, querido? —le dije. Ha sido una flaqueza por mi parte, sí, definitivamente una flaqueza, que, ya desde aquellos días de las vestiduras rasgadas y el corazón perforado, encuentre del todo imposible controlar mi irritación en su presencia. Tan pronto como lo veo, una especie de resorte salta en mi interior y todo son pullas punzantes y sarcasmo sombrío. Muy molesto. Estoy seguro de que si lo hubiese superado y hubiese dejado fluir el encanto...
—Ah —dijo él—. Eres tú.
—Sabes que esas dietas milagro son un engañabobos, ¿verdad?
—Estás perdiendo el tiempo, Satán.
—No, si estar aquí me produce placer. Lucifer, si no te importa.
—Vete.
—Mira, ya sabes cómo va esto. ¿Estaría yo aquí si tu Padre no quisiera que estuviese?
Suspiró. Allí lo tenía. Había salido para que lo tentara.
—Entonces, empieza ya, ¿vale? —dijo él.
Y eso hice. Obviamente, las versiones que habéis heredado distan mucho de la verdad. Mateo me pone como que intenté que convirtiera las piedras en panes (instigando el rollo ese de «no sólo de pan vive el hombre»), que se tirara desde una montaña para precipitar un rescate angélico (provocando la chorrada esa de «no tentarás al Señor tu Dios») y que se postrase ante mí y me venerara a cambio de todos los reinos de la Tierra (obteniendo así la charlatanería esa de «vete de mí»). Lucas está de acuerdo, pero cambia el orden y sustituye la montaña por un edificio (en el desierto).
Ahora yo te pregunto: ¿crees que eso es lo mejor que podía proponer? Es decir, voy a recordarlo por si a alguien se le ha olvidado: soy... el Demonio. Y, aunque no lo fuese, tendría que haber sido un auténtico zoquete para pensar que se entusiasmaría con cualquiera de esas tonterías. Después de cuarenta días y cuarenta noches de inanición, uno es incapaz de comer pan. Que los ángeles hubiesen venido en su rescate, ¿qué habría probado? Supongo que le habría dado la oportunidad de mostrarme lo importante que era, la oportunidad de gratificar su ego o su orgullo, pero el orgullo no era su debilidad. Si quieres tentar a alguien, encuentra su debilidad. ¿Todos los reinos de la Tierra? Como si le hubiese ofrecido la colección completa de los Pokémon. Los evangelistas os cuentan lo que les habría tentado a ellos. Chusito no estaba interesado en ese tipo de cosas. No me molesta que los evangelios estén sesgados, lo que sí me molesta es que me pinten con las miras tan estrechas, tan miope.
Aparte de la santurronería y de las parábolas impenetrables, Emmanuel, en realidad, sólo tenía un punto débil. La duda. Muy ocasional e invariablemente controlada por la fe..., pero ahí estaba. (Me dirigí a él en Getsemaní, justo antes de que empezara la diversión y los fuegos artificiales, y casi lo convenzo en el último momento en la cruz cuando, después de inquietarlo con el comentario de «te dije que no se puede confiar en Él», le entró el pánico y empezó a decirnos lo del lama sabachthani). Sí, de vez en cuando solía preguntarse si todo aquello era estrictamente necesario, lo de que lo traicionaran y le escupieran y se mofaran de él y lo azotaran y lo coronaran de espinas y lo clavaran a una cruz durante horas de agonía y siguieran con más burla y más abucheo y todo eso. Solía preguntarse, con toda la razón del mundo, si todo eso iba a merecer la pena.
Así que me lo llevé a un lugar donde las dunas venían a morir a un lecho de rocas que despedían un color rosa por el reflejo del sol.
—Tú estás haciendo esto para salvar el mundo, ¿verdad? —le pregunté.
Él sólo bajó la mirada sin decir nada.
—De acuerdo —continué—. Este es el aspecto que tendrá el mundo después de que hayas hecho lo tuyo. Sólo voy a darte los titulares, pero párame cuando quieras si hay algo que quieras ver con más detenimiento.
Un anticipo nada apetecible, aunque para nada falto de verdad (de verdad) de los próximos dos mil años proyectado, como por arte de magia, en la meseta rocosa bajo nuestros pies, completado con nombres, fechas, lugares, efectos de sonido y estadísticas. Había material fantástico —bueno, ahora ya lo sabes—: holocaustos, tiranías, masacres, tecnología, biotecnología, guerras, ideologías, ateísmo, hambre, dinero, enfermedades, Elton John... Se notaba que no le gustaba cómo pintaba todo aquello. Tampoco pensaba que me lo estaba inventando. No pensaba que me lo estaba inventando porque sabía que no me lo estaba inventando. Se quedó de pie a mi lado y se tambaleó. Puede que fuese el hambre, el calor, las alucinaciones o los dolores de cabeza. Puede que fuese el efecto de los subliminales que metí de extranjis —destellos X de él y de una María Mag (o Mag Guarrilla, como solía llamarla yo, para disgusto de Junior) en tanga y embadurnada de aceite Johnsons, haciendo el bestia con dos zagueros (un poco descarado por mi parte, lo sé, pero de vez en cuando tienes que divertirte en el curro, ¿no, colega?); puede que fuese que se sentía terriblemente solo después de más de un mes hablando con escorpiones y otros bichos—, ¿quién sabe? Lo que sí sé es que vaciló. Dudó. Se tambaleó. Se volvió hacia mí y levantó una mano temblorosa como para agarrar mi solapa inexistente. Llegados a este punto, como es típico —típico—, el Viejo tapó el sol con una nube negra y lanzó un rayo justo en medio de mi pantalla, dándome un susto de padre y muy señor mío, y haciendo entrar groseramente en razón a Charlie Brown.
—Voy a llegar hasta el final —dijo él—. Ahora, esfúmate, ¿de acuerdo?
Lo que yo decía: no fue una lucha justa.
* * *
El hotel está lleno de ecos, la resonancia fantasmal de encuentros tortuosos y de negocios sucios. Tratos, traiciones, pasiones reprimidas y muertes repentinas; cada habitación alberga el retrato robot de los seres que han pasado por ella. El hotel es una enorme válvula de Londres, a través de la cual ha pasado la sangre vital de la riqueza de la ciudad —de la riqueza del planeta—, unas veces con devaneo y otras con prisas. La belleza y el aburrimiento conforman su humor poco sentencioso. Aquí me siento en casa. Aquí me siento tan... en casa.
La escala jode con mi cabeza. Escala angélica con cabeza humana, escala humana con cabeza angélica, ay. Te entra vértigo. ¿Qué hace uno —después de haber estado inmaterialmente presente en la eyaculación divina que trajo al mundo la materia—, qué hace uno con... una margarita? ¿Cómo la conciencia —sobre todo la híbrida y turbulenta con la que ando por el mundo en este momento— va a poder reconciliar estos extremos? Después de haber observado el nacimiento de galaxias lanzadas pródigamente, lácteamente, hacia el vacío; después de haber puesto un pie a cada lado de horizontes de sucesos y de haber paseado incorpóreamente entre arrugas del tiempo y bucles de la materia, ¿cómo, exactamente, voy a adaptarme a las crenulaciones de las uñas de los pies de Harriet? ¿Se supone que yo tengo que aprehender que los segundos y las semillas de alcaravea que han llamado bagatelas a los eones y reducido gigantes gaseosos a meras baratijas son aptos para una puta celestial?
Por lo visto, sí. Y no te equivoques. Si parezco confuso, se trata sólo de la feliz confusión del ganador del premio gordo de las tragaperras, ahora que todas sus opciones son opciones entre placeres. Sonrío mucho, ahora que estoy frente a estos roces encantadores. Los recuerdos de las deflagraciones sin medida de mi hogar se mezclan ahora con el paso íntimo de la sombra de una paloma, o con las dimensiones precisas de un punto y aparte. Con drogas o sin ellas, esta amable disonancia de la cognición me transporta hasta aquí, a través de mi tiempo, con dicha rebosante de energía...
Tengo que escribir catorce escenas, lo sé, pero ¿cómo —pregunto— os las apañáis con los sueños?
Para empezar: dormir. ¿Cómo he podido vivir sin eso? En realidad, no el sueño en sí, sino el quedarse dormido. ¿Cómo he sobrevivido sin esto de quedarse dormido? Hay —día doce (Cielos, qué rápido corre el tiempo cuando te lo pasas bien)— todo tipo de cosas sin las que me pregunto cómo me las he podido arreglar. Los tomates en rama israelíes. El rioja campo viejo. La heroína. Eructar. El bollinger. Los cigarrillos. El escozor del aftershave. La cocaína. Los orgasmos. Los Sublevación de Lucifer. El aroma del café. (El café justifica la existencia de la palabra «aroma».) Como es normal, también hay muchas cosas que no sé cómo soportar —los disc jockeys, los padrastros, los gases, los all bran—, pero ya sabía que iba a haber de todo.
¿Por dónde íbamos? Dormir. De acuerdo. La primera vez que me pasó, me pilló con la guardia baja: hubo un momento en que era de noche y estaba tumbado en el camastro de Gunn, con los tobillos cruzados y una sensación de calidez en pies y hombros y, en el siguiente, el sol radiante estaba fuera y un servidor se despertaba por el bocinazo de un camión, con un sobresalto de calzoncillos cagados y una minicrisis de identidad que provocó la primera rutina de reconstrucción de la propia historia la primera mañana que despiertas en un hotel extraño. Me sobresalté tanto (otra primera vez), que salí disparado de los huesos de Gunn de vuelta, en estado incorpóreo, al éter. Eso resultó (desquiciante eso de que las cosas resulten) no ser una buena idea. El dolor —el dolor— volvió, de repente, vivo y clamoroso. (Cuando abandone la carcasa de Gunn al terminar el mes, ya verás, me va a doler como... No parece que hayan transcurrido sólo doce días, ¿verdad? En fin, no pasa nada, pero..., bueno..., joder, tío. Hace pupa.) Sin embargo, me he acostumbrado a dormir, a quedarme dormido. Es fácil comprender por qué os gusta tanto, aunque por qué elegís hacerlo por la noche, la mejor parte del día, sigue siendo todo un misterio para mí.
Pero esto de soñar..., buah. Fue uno de los de Gunn. (Sí, me temo que sí: además de los trapitos grises y de la pichilla diminuta, tengo que cargar también con un montón de fruslerías de su subconsciente.) Bien, como todo el mundo sabe, los sueños de los demás son superlativamente aburridos a menos que estés en ellos, así que no voy a darte la paliza con los detalles. («Esta noche he tenido un sueño increíble», dice Peter. «¿Salía yo en él?», pregunta Jane. «No», dice Peter. «Estábamos Skip y yo en un bosque, ¿sabes?, y...», etc. Jane no está escuchando, pero ¿quién puede culparla? Fingir interés en los sueños de tu pareja es uno de la media docena de pegamentos que mantiene unida la lamentable estructura de la monogamia.) Es un sueño que Gunn sólo ha tenido una o dos veces antes. Un hombre mayor, con barba, viene para llevar a su madre al cine. No es un amante. (Que conste, es un sarasa cuya pareja ha sido devorada recientemente por el cáncer, y del que Ángela siente pena.) El pequeñín de Gunn sabe que no es un amante, pero no puede o no quiere confiar en el gachó. «Sólo soy el amigo de tu madre», le dicen una y otra vez los labios bigotudos. «No hay nada que temer. No la voy a separar de ti. Puedes confiar en mí. Sabes que puedes confiar en mí.» (Pero el Gunn de los hombros tensos es una pequeña tempestad concentrada. Su cara está hirviendo y su pecho bulle con sentimientos desnudos que esperan los sombreros y abrigos del lenguaje. El amigo de su madre está sentado en el sofá y Gunn está de pie delante de él sujetando en la mano izquierda el nuevo Mini Cooper de juguete, color verde eléctrico, con maletero, capó y puertas que se abren: el precio de la compañía de su madre, asume. La niñera está calentando espaguetis en la cocina. Gunn oye el blup y luego la exhalación constante del anillo de gas. Con toda su fuerza inútil (cuando su madre se vuelve de espaldas para darse un retoque final ante el espejo: gabardina beige, pañuelo de gasa malva, rizos cobrizos, sombra de ojos verde), cierra los puños sudorosos y le propina al señor Inofensivo un gancho salvaje en plena jeta barbuda. El pequeño Gunn piensa, ardiendo de orgullo y vergüenza, que algo grande, algún cambio de paradigma debe seguir. Sin embargo, el hombre del sofá simplemente muestra una amplia sonrisa, sin levantar las palmas de las manos, que descansan sobre las rodillas. «No había necesidad de eso, amigo mío», susurra, levantándose y revolviendo el cálido pelo de Gunn. Entonces, se dirige a Ángela: «Su carruaje espera». Ángela le da un beso en la mejilla y le deja la marca de sus labios. Es un pacto entre ellos. Le deja irse a la cama sin lavársela. Sus labios son cálidos y pegajosos. Al llegar a la puerta, se da la vuelta y le tira otro beso. El hombre barbudo le dice adiós con la mano y le guiña. Gunn también dice adiós a medida que el pasillo se alarga y la puerta se aleja, lentamente. Dice adiós con la mano, sonríe y piensa: te odio, te odio, te odio...
Cuando me desperté estaba farfullando una versión no traducida de esto. Terriblemente acalorado y molesto. Tenía las caras sábanas del Ritz enredadas en las piernas. Volví como pude a la consciencia a través de tumbos y gorjeos poco dignos. Luego me senté jadeando y resoplando, asombrado de la fragilidad del mundo de la vigilia: la habitación, el rebuzno del tráfico, el tiempo. Llamé para que me trajesen una jarra de café colombiano de tueste urbano y media docena de chupitos, lleno de tierno —casi diría que humilde— agradecimiento porque todo seguía estando allí. Increíble. Y vosotros tenéis que enfrentaros a este tipo de cosas noche tras noche. Debe de llevar tiempo acostumbrarse a...
Sin ningún tipo de malicia, fui a ver a la agente de Gunn, Betsy Gálvez. ¿Sabes una cosa? Me ha resultado muy difícil ceñirme a mis catorce escenas. Esta chorrada de escribir debería venir con una advertencia para la salud: PUEDE PROVOCAR DESVIACIÓN INCESANTE DE LA INTENCIÓN ORIGINAL. Y SOMNOLENCIA. Obviamente, ya tengo escrito buena parte del guión —las grandes escenas, por llamarlo de alguna manera, y Trent ya piensa que soy Dios—, pero ¿crees que puedo ceñirme a la tarea en cuestión? Enciendo el PC de Gunn, espero sentado todo el tedioso proceso del inicio, la breve llegada de la cara sonriente de Penélope como fondo de escritorio, y me obligo a reconocer la presencia de un archivo sin nombre junto a «Guión de Lucifer» que ha recibido varios títulos: Algo, Da igual, Últimas palabras, Los por qués que desconozco y Paraíso jodido, y que, hasta ahora, ha demostrado ser una terrible distracción de mis obligaciones contractuales. Sabes lo que hay ahí dentro, ¿verdad? Lo has estado leyendo, ¿a que sí? No me importaría si sólo fuese la versión narrada del próximo éxito de taquilla —la «novelización», como suelen llamar bárbaramente a tales cosas—, pero, como ya sabes, es peor que eso. Parece que estoy continuamente luchando contra la tentación de escribir sobre Declan Gunn.
Iba a enviárselo a Betsy de forma anónima (tengo la tentación de privar a Gunn del mérito de todo este currelo; tengo la tentación —ya sé que estoy tonto— de conservar esto como algo que he hecho por mí mismo, ¿entiendes?), pero entonces se me ocurrió (este tema de las cosas que se me ocurren, esta costumbre que he desarrollado en el pellejo de Gunn de no saber lo que va a pasar, se está convirtiendo en un coñazo) que había muchas probabilidades de que terminara en la pila de sensiblerías o en la carpeta de «no corre prisa» de la secretaria o, peor aún, ignominiosamente en la papelera. Así que fui a verla. Por lo general, Gunn llama primero y concierta una cita. Yo no.
Este clima... Humanos, ¿cómo hacéis para no pasaros el tiempo experimentando el clima? Fui andando desde Clerkenwell hasta Covent Garden sintiendo que el aire templado, y apenas perceptible, tocaba las partes de mi cuerpo expuestas al exterior como pétalos de rosas frescas. El cielo (hasta yo tengo que quitarme el sombrero ante Él cuando se trata de cielos estivales) estaba alto y raso, y el sol bajo hacía explotar suavemente tonos naranja claro y verde agua en los márgenes superiores del lila y el azul. El conjunto tenía una cualidad distante y aclarada que me hacía sentir pequeño y solo en el cuerpo de Gunn, no muy diferente a como él mismo se sentía de niño, cuando su madre le compraba un globo de helio de precio desorbitado, que, invariablemente, escapaba de sus húmedas manos y salía volando hacia el espacio vasto y solitario hasta que Gunn, asqueado por su relación con algo ahora tan remoto, empezaba a sentirse mareado y asustado. (Me he resignado, como puedes comprobar, a la intrusión de retazos de la vida de Gunn. Parece ser que cuanto más tiempo lleve aquí, más susceptible me volveré. Es extraordinario lo que el cuerpo puede recordar. Los huesos veteados de amor, las arterias obstruidas de amargura, el miedo, molde recurrente de las entrañas. ¿Quién hubiese pensado que meros carne y huesos pudiesen retener tanto guión fantasmal de la psique?)
El bueno y viejo del mundo olía a bueno, a viejo y a mundano: desagües afrutados, diésel, garrapiñadas, cebolla frita, basura podrida por el calor, neumáticos, alientos mentolados y, decididamente, no mentolados. La puerta de un pub, abierta de repente, dejó escapar al aire fresco una burbuja de olor a porro y a alfombra con sabor a cerveza. Inspiré (también había eructos de alcohol y aperitivos de bar) al pasar por delante, sonriente. Las mujeres se habían echado polvos —cosméticamente hablando, gracias— y sus facciones estaban ruborizadas y relucientes: bocas como cimitarras en claret, ciruela, siena, mimosa, perla, burdeos y pardo rojizo; los ojos, nublados por el humo, con atisbos de diamante y reflejos de zafiro, moteados de esmeralda y con fragmentos de jade. Tranquilo, Luci, tranquilo. Esto es lo que ven cada día. No significa nada para ellos. Lo sé. No puedo remediarlo. Como decía vuestro Rumi, me encuentro «empapado de hallarme aquí, ebrio de divagaciones...». No sabes lo que este ocio significa para mí (nada de curas en el taxi, ni rabinos en las escaleras), este quinteto sensorial de Gunn trabajando todo el tiempo. Uno tras otro: el viraje brusco y repentino del viento; un aftershave con olor a canela; el jirón de cielo de una alcantarilla inundada; el calor corporal de un adolescente en un metro atestado; aliento a mermelada y muñecas perfumadas. «Lleva la mancha del hombre y comparte del hombre el olor», como se quejaba el viejo Hopkins. ¿Ves que me queje? ¿A que no? ¿Eh? Digo, doñita, si ves que me queje.
A Gunn le producía un enorme placer visitar a Betsy en su oficina de Covent Garden. Era el tipo de oficina que siempre había imaginado que tendría una agente literaria: escritorio descomunal de madera de roble, alfombra persa fina como una oblea en azul cielo y oro, orondo sofá de piel granate, libros por todas partes —simplemente por todas partes— y, por supuesto, manuscritos. Betsy, que, con cincuenta y seis años, tiene la cara arrugada como una pasa y los pómulos hundidos, fumaba dunhills como una carretera y mantenía conversaciones taquigráficas o en un lenguaje privado por teléfono que siempre hacían sentir a Gunn que era parte del selecto mundo de la literatura, incluso sin tener ni idea de lo que estaba hablando. (Era, por supuesto, el selecto mundo de la industria editorial, pero Gunn era un romántico empedernido.) Con el paso de los años, nuestra Betsy ha perfeccionado una personalidad muy sutil de flirteadora sexual hacia sus jóvenes escritores, una basada en el conocimiento de que no tiene atractivo físico pero sí poder social y profesional. Sus ojos son de un azul transparente y, de vez en cuando, se quedan observando durante una fracción de segundo más larga de la necesaria las facciones de sus chicos. (No tiene jóvenes escritoras porque no le gustan las jovencitas.) Ha tenido tres largos almuerzos con Gunn, al final de los cuales, él tenía la sensación —el extraño doble sentido, nada vergonzoso— de que ella estaba a punto de ofrecerle dinero para que se la follara, y no podía decir que ese pensamiento no le estimulase. Se imagina sus pechos vastos y desinflados con pezones color vino, axilas pellejosas de mujer mayor, un ano con historia... Desde que se convirtió en escritor, Gunn cree que tales relaciones pervertidas o distendidas están a su alcance (Harriet le va a encantar); que, de hecho, son parte de su deber, igual que dar bandazos con el coche por West End, borracho, a las cuatro de la madrugada, y llevar puesto abrigos que apestan a Oxfam.
Después, que Dios lo asista, vino Tempestad divina.
—Creo que está siendo extremadamente duro para ti escribir un libro tan largo —le dijo en el último almuerzo que tuvieron, prolongado, aunque enfáticamente nada erótico, después de que leyera el monstruoso tomo.
—Sí —dijo Gunn—, pero cuando un libro es bueno, no quieres que termine nunca, ¿verdad?
Este comentario dejó a Betsy tan hecha polvo que, subrepticiamente, se clavó el pincho de la hebilla del cinturón en la palma de la mano para distraerse. Sabía exactamente el tipo de reseñas que Gunn pensaba que iba a recibir el libro. Sabía exactamente (encendió otro dunhill) el tipo de reseñas que iba a recibir el libro.
—¿Has hablado con Sylvia? —preguntó Gunn. Sylvia Brawne, editora de la última novela de Gunn—. ¿Le has contado algo?
Betsy, harta ya, hizo un anillo de humo gandalfiano. Qué ganas tenía de decirle: «Declan, eres un buen escritor que hace lo que sabe hacer, pero no eres Anthony Burgess ni Lawrence Durrell. Tienes dotes de observación poética sobria, pero, virtualmente, ningún rigor intelectual. Has querido abarcar demasiado y, como resultado, este manuscrito es un fracaso titánico».
En lugar de eso, soltó:
—Iremos primero a ver a Sylvia y, luego, ya veremos.
Ya lo creo que lo vieron. Tempestad divina fue rechazada. Por todos.
Al sanctasanctórum secreto de la oficina de Betsy le precede una habitación más pequeña, con el suelo de madera barnizado, paredes en azul oscuro y un escritorio muy moderno de Ikea, detrás del cual se sienta Elspeth, la secretaria bajita y malhumorada de Betsy.
—Está con una visita —me dijo Elspeth—. ¿Tenías cita?
La ignoré y crucé la puerta con resolución. Inconcebible, traspasar furtivamente el ádito sin intermediarios y sin ser anunciado. La mandíbula inferior de Elspeth sufrió una rápida secuencia de pequeños ajustes. Luego, se deslizó en la silla giratoria impulsándose con la mesa y se dio la vuelta para ponerse frente a mí.
—Está con una visita, Declan —repitió.
Uno de los inconvenientes de ser yo es que, de vez en cuando, me quedo mudo por el aplastante número de respuestas acerbas que bullen en mi lengua. Le eché una mirada enfurecida a Elspeth y abrí la puerta.
«... desarrollando un lenguaje mucho más... muscular», fue el final del cumplido de Betsy hacia el joven que tenía delante repanchingado en el centro del sofá granate. Tony Lamb. Gunn odia a este personaje. En segundo lugar, por su cara gordinflona, corte de pelo a la última y la costumbre de vestirse de negro por completo, pero, principalmente, por su ubicuidad y por el éxito que cosechan sus novelas. Betsy también desprecia a Tony Lamb, por su empeño en vestirse siempre de negro, por supuesto, pero, más que nada, por la insipidez y la impertinencia de su forma de escribir, la ausencia de ideas, la ausencia de interpretaciones y la presencia de un deseo rabioso por entrar en Hollywood (lo cual conseguirá este año), esnifar coca, follarse a actrices principiantes y vomitar en baños de sitios muy exclusivos. La misma vida que Declan, bendito sea, está viviendo ahora. Sabe que, para Tony Lamb, escribir es una herramienta que, utilizada con astucia, le permitirá no tener que escribir nunca más.
Declan tampoco tendrá que hacerlo después del escrito que voy a entregar.
Yo, por mi parte, no tengo ninguna opinión formada de este Lamb soplapollas, ni en un sentido ni en otro. Me gusta, como es obvio, porque a) está perpetuamente distrayéndose de Dios y b) tiene sus miras puestas en Hollywood, donde su dedicación a hacer dinero y a inflar su propio ego contribuirán productivamente a una industria que distraiga de Dios a poblaciones enteras. Aparte de eso, no tiene ningún interés para mí. No hay ningún asesino en su interior y sólo un hilillo muy predecible de lujuria. Su alma, y millones como esa, conforman el hilo musical del cosmos.
Betsy y Tony se quedaron mirando cuando Elspeth se chocó conmigo y entró en la oficina a empujones.
—Declan —dijo Betsy.
—Le dije que tenías visita, Betsy.
—Declan, yo..., eh... —dijo Betsy, pero yo ya me había aburrido. Además, esto no era algo que el propio Gunn no hubiese hecho, de haber tenido un buen día. De modo que me moví rápido. Hacia el sofá, donde sonreí a Tony Lamb de oreja a oreja antes de cogerle por las solapas negras y ponerlo de pie de un tirón.
—Pero qué demonios...
Lo miré. Yo lo miré a través de Gunn. (Y menos mal, porque la mirada aterradora de Gunn no asustaría ni a un octogenario con prótesis.) Pensé, por un momento, en levantarlo del suelo, pero el equipo de Gunn —con radiales y bíceps holgazanes, tríceps escasamente desarrollados y cuádriceps gorrones— no daba para tanto. Es asombroso lo que puedo transmitir con la mirada, incluso a través de ojos humanos. Es asombroso cómo puedo hacer que veáis el tiempo que yo he vivido y que vosotros no.
—Tus libros son una auténtica mierda de perro, Tony —dije, muy tranquilo. Luego, esperé un momento antes de darme media vuelta y dirigirlo de un violento empujón (estaba pensando: no la cagues, Luci; no te tropieces) hacia la puerta. Elspeth, con los brazos cruzados, hizo un gancho con el estómago al apartarse cuando él pasó por su lado dando traspiés para acabar chocándose con la silla giratoria. Gran estrépito. No emitió ni un sonido. Yo me acerqué a Elspeth, le rodeé la base del cuello con la mano y la conduje hacia la puerta.
—Betsy, yo...
—Shhh —dije yo—. Sé una buena chica y ayuda a Tony a levantarse. Querida, haz lo que te digo, o te rompo tu malhumorada columnita.
Ella abrió y cerró la boca varias veces, con la mirada fija al frente, pero conseguí que cruzara el umbral y que cerrara la puerta tras ella.
—Muy bien —le dije a Betsy Gálvez—. Eso está mejor. Ahora podemos hablar.
Hay que reconocer una cosa de Betsy: sabe comportarse bajo presión. Se reclinó en la silla (pensando ya en las palabras de asombro y disculpa que utilizaría cuando llamara a Tony Lamb: «Ha estado bajo mucho estrés... La verdad es que creo que la medicación...») y cruzó las piernas enfundadas en medias azules, produciendo un susurro de nailon electrificado. Dejó descansar sus varoniles manos entrelazadas (donde pronto habría manchas producidas por la edad; ya de aspecto tísico) en la batata regordeta de su estómago y apoyó la cabeza en el sillón, de modo que podía mirarme como si estuviese en una posición de serena superioridad. Es muy buena fingiendo serenidad, así es Betsy. Deja que su boca, ese sardónico orificio circundado, con tanto encanto, por cientos de finas líneas, efectúe leves maniobras de sonrisa para demostrarte que es plenamente consciente de que todo esto no es más que una diversión sin sentido alguno, y que va a consentirlo como si de una tía indulgente se tratase. Por todo eso, sabía que no estaba tan serena. Una parte de ella veía este espectáculo como la confirmación de que, según sospechaba, el asunto de Tempestad divina había vuelto a Gunn completamente majareta.
Crucé la habitación como una flecha, me arrodillé ante ella y le puse las manos en las rodillas. Estas eran del tamaño de cráneos de bebé.
—Si esto es una súplica al estilo clásico, te falta cogerme la barbilla, cariño —dijo—. ¿A qué demonios te crees que estás jugando?
Puse la cara en su regazo y la dejé allí un momento. Un aroma delicioso: lana lavada y planchada, opium, la ensalada de atún del mediodía, whisky laphroaig simple malt, humo de pitillo y, ah, sí, claro, el vestigio de la vagina traviesa y avezada de Betsy. Me puse de pie de un salto, crucé la alfombra persa y me lancé en el sofá de piel desalojado tan recientemente y con tan poca gloria por Tony Lamb. Betsy —con más represión dramática de connivencia infantil— cogió un dunhill de la caja de plata y lo encendió con un horroroso mechero de escritorio en malaquita y oro. Yo hice lo mismo con un silk cut y una cerilla swan vesta.
—Es muy sencillo, Betsy —dije—. Es increíblemente sencillo. Quería verte, así que aquí estoy.
El humo del dunhill salía por la nariz en forma de columnas gemelas. Los ojos, de párpados pesados, pestañeaban lentamente.
—Ah —dijo ella, bronco monosílabo—. ¿Una alergia recién descubierta al teléfono?
—Un don recién descubierto para la espontaneidad.
—Y para la violencia, por lo visto. Le lancé una sonrisa lasciva.
—Sabes que es un cabrón sin talento con menos luces que una bombilla fundida.
—Por supuesto que lo sé, Declan, pero eso no te da derecho a agredir al pobre muchacho. Además, Villiers Publishing va a soltar un cuarto de millón para su próximo libro si yo estoy de por medio.
—¿Quién está hablando de derechos? —dije—. Quiero volver ahí y subirte la mano por la falda.
—Pues yo que tú no lo haría —garganta profundamente ruborizada pese al aplomo—. ¿Por qué no me cuentas adónde quieres llegar con todo esto, eh?
Di un par de caladas en silencio. Me sentía realmente a gusto repanchingado en el sofá de Betsy, con una pierna enganchada en el respaldo y un brazo arrastrando por el suelo. La luz del atardecer se iba atenuando y sabía que en cualquier momento Betsy encendería la lámpara de escritorio (un encantador garabato de art nouveau en estaño con pantalla de cristal verde), creando una extraña gruta de luz alrededor de su cara seria. El humo de nuestros cigarrillos era una maraña suspendida sobre nosotros. Fuera, unos espectadores del Covent Garden rompieron en aplausos. Los niños alborozaban, con voz chillona. El reloj de pared oscuro de Betsy cloqueó, suavemente, y yo pensé: «Va a darme mucha pena dejar todo esto».
—Betsy —dije, y luego exhalé una sucesión de anillos de humo—. Betsy, tengo un libro para ti. Todavía no está terminado, pero casi. No tengo ni la más remota idea de si te va a gustar o no, ni me importa. Lo único que quiero es verlo publicado.
* * *
—Lo escribí porque tenía muy claro que todo este debate entre hombres y mujeres... la guerra de sexos, la política de géneros..., toda esa dialéctica estaba empezando a estancarse.
Ese era Gunn en Cuerpos en movimiento, cuerpos en reposo. Yo estaba allí. (Sí, estaba allí. Estoy en todos sitios, sí. No soy omnipresente del todo, pero estoy ocupado. Realmente ocupado.) Había un estudio mugriento, color nicotina, en Cult Radio. Gunn estaba con Barry Rimmington, un pinchadiscos apolillado y perennemente borracho, tan delgado que parecía que le costase trabajo aguantar el peso de los cascos, que fumaba rothmans uno detrás de otro y que se sentaba al modo joyceano, con las piernas no cruzadas, sino trenzadas, como si una postura más suelta hiciera que todo el cuerpo se le desenrollara y se le desbaratara.
—Ya sabes, se me ocurrió que para muchos de mi..., bueno, no de mi generación..., sino de mi... demografía..., vamos por el mundo con una especie de diseño conductista de hombres reconstruidos.
Estaba encantado con esa frase, que había concebido en el tren en que había venido desde Londres. Hizo una pausa después de su declamación, en la que esperaba que Barry dijese algo como: «¿Qué quieres decir exactamente?». Por desgracia, Barry, que se estaba encendiendo un rothmans con la colilla de otro con el mismo ímpetu que un loris perezoso dopado, no estaba escuchando. (El bueno de Barry ya había hecho algunas cagadas en directo, como resultado invariable de las divagaciones de su mente, habiendo dejado la entrevista en las manos radicalmente incapaces de su piloto automático profesional. «Margaret, dices que esta siempre ha sido tu ambición. Dime, ¿siempre has tenido esta ambición?») Así que Gunn continuó:
—Lo que quiero decir con eso es que supongo que hay cierto número de hombres que han aprendido a utilizar el lenguaje feminista: hemos leído a nuestra Andrea Dworkin y a nuestra Germaine Greer y demás, y tenemos una idea de lo que se debe y no se debe decir, pero la cuestión sigue siendo: ¿hasta qué punto ha cambiado realmente el mecanismo psicológico interno? En otras palabras: ¿somos genuinos? Quería escribir una novela que planteara esa pregunta... sobre mí mismo, naturalmente —creo que fue Trollope quien dijo que cada escritor es su primer lector—, pero también sobre los hombres y mujeres en general. Ese, al menos, era el punto de partida...
Penélope está con los brazos metidos en burbujas de fairy hasta los codos. Está mirando por la ventana (es un piso cutre de una habitación a pie de calle, en Kilburn, pero ha sido la palestra de su amor de juventud y, por lo tanto, irradia una belleza indescriptible) el macilento jardín trasero con su caja oxidada para la leche y su árbol neurótico. Se había parado a escuchar con una sonrisa pintada en los gruesos labios. Ahora simplemente no se mueve. Las burbujas siguen con sus continuas explosiones silenciosas alrededor de los brazos.
—Entonces —le dice Declan por teléfono esa noche—, ¿la oíste?
—Sí.
—¿Y?
—Parecías nervioso.
—Estaba nervioso. Tenías que haber visto al puto DJ. Parecía un zombi a medio reanimar.
—Ajá.
—¿Estás bien?
—¿Qué? Sí, sí. Llevo todo el día con dolor de barriga, eso es todo. ¿Tú estás bien?
—Sí. ¿No resulta absurdo que te pases la vida entera intentando que la gente te escuche y, cuando por fin pasa y alguien te planta un micrófono delante...?
—¿Gunn?
—¿... termines soltando perogrulladas? ¿Eh?
—Tengo algo en el fuego.
—Ah, vale. ¿Estás segura de que estás bien, cariño?
—Sí, sí, estoy bien. Sólo que tengo que ir y apagarlo.
—Vale. Ve. Te espero.
—No, te llamo luego. ¿Te parece bien? Es que...
—¿Qué?
—Creo que voy a tener que ir a hacer un popó gigante.
—Ah, vale.
—Entonces, te llamo luego. ¿Sobre las once?
—Vale. De acuerdo. Te quiero.
—Yo también te quiero, Deckalino.
Y ella es incapaz de contarle a la rosa encorvada (ya que hay una, patética y milagrosa, que ha reptado desde el arbusto de la puerta de al lado) cómo, en lo más profundo de su corazón, (oh, los humanos y sus corazones) tiene la sensación, la certeza, de que algo ha cambiado entre ellos, que se ha bifurcado y retorcido por la falsedad de su voz radiofónica. Está sobre ella, sobre nuestra Penélope, como el horror que siente en el sueño que ahora se repite con más frecuencia, en el que Gunn está dormido y ronca a su lado, pero en el que, cuando ella le da un toque en el hombro y se da la vuelta, resulta que no es él, sino alguien completamente diferente —no es un monstruo ni nada terrorífico en sí—, alguien que..., de modo siniestro..., no es él...
—¿Declan?
—¿Mmm?
—¿Por qué dijiste eso en la radio?
—¿Qué dije en la radio?
Una semana más tarde, Penélope tiene una horrible sensación de vacío sobre esta conversación. Como si todo estuviera ya dicho.
—Todo ese rollo de llevar un orden del día temático, lo de querer preguntarte cuántos hombres en general han cambiado de verdad.
—No sé qué quieres decir. ¿Qué quieres decir?
Tienen estas conversaciones en la cama, por supuesto, bajo el manto de la oscuridad. Así se ahorran el ver cómo el otro miente, como ahora hace Declan (no recuerdo con exactitud quién estaba trabajando con él por aquellos entonces..., puede que Asbeel...) con respecto a la cuestión de no saber de qué está hablando.
Penélope sabe que está mintiendo y sabe por qué está mintiendo.
Aprieta las mandíbulas con fuerza durante un momento, para que se le pase la desesperación, para ahogar la necesidad de decirle a gritos que está cambiando y que la está traicionando.
—Bueno, estaba pensando, ya sabes, porque recuerdo aquella conversación que tuvimos sobre lo falso que creías que era todo eso, la charla esa sobre empezar con un tema y luego meter una historia. Dijiste que era revisionismo pretencioso y que cualquier escritor honrado admitiría que se empieza con un personaje, una situación, un lugar, un acontecimiento o (recuerdo que dijiste esto, ¿sabes?) incluso un fragmento de conversación oído por casualidad.
—Espera un...
—Dijiste que todo eso eran pamplinas y que, si realmente había un algo ahí, entonces sería «sobre» algo. Pero dijiste que empezar con el «sobre» e intentar llegar a la historia era una invención de criticismo académico.
—Penélope, ¿de qué demonios va todo esto?
—Mientras que en la radio, para que veas, dejaste muy clarito que empezabas con un tema y luego concebías la historia.
—Yo no dije eso. ¿Lo dije?
—Y me acuerdo de la conversación que tuvimos sobre este tema porque estabas muy animado. Estábamos sentados en una puta mesa de plástico con una sombrilla ladeada fuera de la cafetería.
—Penny, espera. Sólo...
—Y me acuerdo de que estabas muy entusiasmado hablando de todo esto. No tenía nada que ver con intentar impresionarme. Me acuerdo porque fue entonces cuando me di cuenta de que estaba ena...
—Dios santo. Dios santo.
—¿Y cómo pudiste, cómo pudiste decir lo de Trollope?
—¿Qué?
—«Creo que fue Trollope quien dijo que cada escritor es su primer lector.»
—Bueno, fue Trollope, ¿no?
—Estabas intentando hablar como un puto escritor.
Bien. La magnitud de esta declaración y el silencio sepulcral que engendra sorprende a ambos. No suena mucho a acusación, ¿verdad? Sin embargo, Gunn se queda tumbado completamente quieto, lleno de fuego o de hielo, no sabría decir de qué. Penélope está tumbada boca arriba con todos los miembros del cuerpo fríos y muertos.
Este, aunque Gunn no lo sepa, es el momento para que se vuelva hacia ella y le diga: «Tienes razón. Tienes toda la razón. Fue falso, el producto del ego, de la vanidad, de la repugnante autoadulación y de la superchería. Soy débil, eso es todo. Intentaré enmendarme. Perdóname». Pero está tan avergonzado y tan furioso de que ella lo haya visto, que le haya mostrado a sí mismo, visto desde un ángulo que él siempre habría ignorado, está tan acobardado por esto que él también se queda inerte boca abajo. Aunque está tumbado junto a ella, tiene la extrañísima sensación de que la cama, de repente, se inclina y se balancea, una distorsión LSD-esca de la proximidad, que le muestra a Penélope alejándose en una inmensidad del colchón que se expande hacia el infinito, hasta un punto más allá de donde alcanza la vista... Piensa que, después de todo, tuvo la oportunidad de haber confesado, que, incluso ahora, incluso cuando cae en picado de ella, de la posibilidad del amor, piensa (sin ninguna intención de sonar como un escritor) que así es como así es como así es como se acaba el puto mundo cabrón de mierda...
* * *
—¿No deberías estar por ahí matando gente?
—¿Perdona?
—Quiero decir que, si eres el Diablo, ¿no deberías estar, ya sabes, un poco más ocupado?
—Estoy ocupado —dije. Eran las tres de la mañana y yo estaba con Harriet en el rolls royce de vuelta de una fiesta muy privada en Russell Square y de camino a una fiesta muy privada en Mayfair. Pasamos una cartelera de cine en la que ponía Little Voice. Encendí otro silk cut—. Claro que estoy ocupado, por el amor de Dios. ¿Tienes idea de cuánto guión tengo ya escrito? La escena de Pilato va a hacer que se desternillen de risa.
—Lo que quiero decir —continuó Harriet, dando un sorbo— es si no deberías ser más participativo en el departamento criminal, un «asesino desde el principio» o lo que sea, ¿no? Pensé que a estas alturas los mejores agentes de New Scotland Yard estarían muy ocupados con un montón de cadáveres.
Es difícil que no te guste Harriet. Está tan aburrida, tan loca y es tan mala... Es un trabajo excelente. También es comprensible que te guste: si, en estos momentos, estás vivo en el mundo occidental, seguro que algo de lo que compres meterá dinero en los bolsillos de Harriet, y no tiene sentido meter dinero en los bolsillos de aquellos que no te gustan, ¿verdad? Yo inventé las sociedades matrices multinacionales (una de las cuales se vanagloria de tener a Harriet Marsh entre sus directores ejecutivos). (Y, sin embargo, ¿ves que me vanaglorie por haber tenido la idea? ¿Oyes que presuma de ello?) La belleza del concepto reside en que baja muchos humos que aspiran a ser éticos: la empresa dueña de las revistas porno es dueña de la empresa que fabrica los polvos para la lavadora. La empresa dueña de las plantas de municiones es dueña de la empresa que fabrica pienso para periquitos. La empresa dueña de los residuos nucleares es dueña de la empresa que te recoge la basura. Hoy en día, gracias a mí, a menos que hagas las maletas y te vayas a vivir a una cueva, estás invirtiendo en el mal y en la mierda. Y, seamos realistas, si el coste de la ética es vivir en una cueva...
—Voy a decirte algo, Harriet —dije, sirviéndome otra—. Siempre me ha molestado esa tontería de que soy un asesino. No es más que una mentira flagrante.
—Creo que Jack tiene razón, ¿sabes? Deberías tener un programa. Después de la película. Después de los Oscars.
Little Voice, por lo visto, estaba por todas partes. Supongo que Él se cree que tiene gracia. Supongo que Él se cree que está haciendo un chiste.
—«... [Un] homicida desde el principio...», dice Jesús en Juan 8:44 —le dije, llenando hasta arriba, al asomar a nuestra izquierda la National Gallery—. Además, un homicida que «... no se mantuvo en la verdad, porque no hay verdad en él. Cuando dice mentira, dice lo que le sale de dentro, porque es mentiroso y padre de mentira». Encantador. Y un puñado de falacias, debo añadir. ¿A quién, exactamente, se supone que he matado?
Harriet desvió el cadavérico rostro de modo que su aliento empañaba la luna tintada del rolls y me desabrochó la bragueta y buscó a tientas, con un suspiro de hastío, mi polla.
—Encuentra un fiambre —dije—, ejem, sólo uno, y podrás quedarte con mis pezuñas como pisapapeles. Convencer a alguien para que cometa un asesinato, obviamente sí, por supuesto, mea culpa, y todo eso, pero no puede decirse que sea lo mismo. (Convence a un escritor para que escriba una novela de éxito y verás lo lejos que llegas al intentar cobrar los derechos de autor.) Y si estamos de acuerdo en que no soy un asesino, eso hace de Sonny un mentiroso.
—No parece que esté funcionando, cariño —dijo Harriet, abandonando mi miembro con tal brusquedad que un alma más sensible lo hubiese encontrado..., bueno, un poco hiriente.
—La cuestión es que yo nunca he asesinado, ni cometido ningún homicidio, ni le he causado la muerte a nadie por accidente —dije—. Pero fíjate, he visto el estado en que pone a los humanos.
Harriet pulsó un botón en el panel de la puerta.
—¿Señora?
—¿Qué?
—Ha pulsado el intercomunicador, señora.
—¿Ah, sí? Oh. No pasa nada. Desconéctalo permanentemente, ¿de acuerdo?
—Lo desconecto, señora. Dé un toque en el cristal si me necesita.
—¿Quién es este tío? —pregunté—. ¿Parker?
—¿Estabas diciendo?
—¿Yo?
—El estado. En el que pone a los humanos.
¿Crees que todo esto le interesaba lo más mínimo a Harriet? ¿Te haces una remota idea de hasta dónde lleva el aburrimiento a los ricos?
—He visto el estado en que pone al asesino bastantes veces —dije. Y es verdad. La sangre cantarina, la carne hipersensible. He visto caras de no-mataría-ni-a-una-mosca transformadas en el acto; írsele la olla al cabezón de la calva tapada con tres pelos, al de los bifocales y los dientes de conejo, al del mechón, al de los pelos en la nariz, al de las orejas de soplillo; la gárgola embelesada, la belleza de la fealdad, la fealdad de la belleza, la impresionante pureza y la singularidad del ser humano transportadas por el crimen. El bueno de Caín, que en estado de no asesino habría pasado totalmente desapercibido, era una propuesta diferente cuando se le calentaba la sangre: todo pómulos y ojos ardientes. Arrodillado ante el aporreado Abel, un golpe de viento le revolvió el pelo oscuro (muy parecido a como hacen los ventiladores colocados estratégicamente para alborotarle el pelo a las estrellas del rock encima de un escenario) y sus labios normalmente anodinos se hincharon hasta convertirse en unos morritos voluptuosos que la mismísima Sofía Loren habría envidiado. Qué parecido a un dios—. Llámame adulador si quieres —continué—, pero el asesinato, definitivamente, os sienta bien. Lo lleváis escrito en la piel. En la de los humanos, quiero decir. La verdad es que es el último retoque. Elton John estaría salvajemente sexi si se armara de valor para cargarse a algún indeseable.
«Está bien», pensó Harriet. «Es inofensivo. Si lo supiese, no seguiría hablando como un idiota.»
Seguía con la cara vuelta, sin más indicio externo de nada más que de un profundo aburrimiento. Pero claro, yo no necesito indicios externos. Esa es otra de las ventajas de ser yo.
La fiesta en Mayfair (leyenda del rock, ex gurú guitarrista afeminado con body de pana y pintas de sin techo, que ahora parecía un transexual atormentado, con paperas permanentes, panza de buda, pelo estropajoso y piel con textura de gachas solidificadas) resultó más bien aburrida, y Harriet, Jack, Lysette, Todd, Tren, yo mismo y un puñado de otros parranderos crispados nos retiramos con opio a uno de los fumaderos del maestro que imitan los de Casablanca. La casa es enorme, naturalmente, una ganga de ocho kilos y medio, según Harriet, que está pensando en hacerle ella misma una oferta, en caso de que lo pille en un estado de lucidez duradera. Habitaciones, habitaciones y más habitaciones, salpicadas, aquí y allí, por esos escondrijos sin ventanas, equipados con toda la parafernalia de la indulgencia árabe. Todos quieren estar en la película. Todos quieren darnos dinero. Hasta el músico multimillonario, que se encontraba en el piso de arriba, salió como pudo de su fiebre bulímica o de su siestecita cocaínica para ofrecernos una cantidad de dinero estúpida. Harriet, entre sus muchos talentos (la mayoría de los cuales se los inculcó un servidor en sus más tiernos años), sabe a la perfección cómo hacer volar las noticias calentitas por los corrillos de cotilleos más pudientes.
—Me he quebrado la cabeza, pero no sé de qué céfiro pasajero saqué la idea del «ocho de cada diez». Como con mis otras ideas inspiradas, sabía que iba a ser un bombazo.
Sí, me temo que estoy largando un nuevo discursito en público, aunque mi corazón no está realmente ahí. A decir verdad, tengo descomposición crónica de tripas y un dolor de cabeza detrás de las bolillas de los ojos leve pero profundamente personal. He estado... ausente... desde que iba en el rolls royce con Harriet. Desde que... Bueno.
—«Ocho de cada diez» —continúo diciendo, mientras, en las tripas de Gunn, algo está pasando, algún avinagrado pescado fecal da un salto mortal—. Una proporción nada desdeñable, verificada, como sé que recordaréis, por la duradera y exitosa campaña de whiskas. Ocho de cada diez humanos, pensé. Me conformo con eso. No soy perfeccionista.
Ellos no están aquí por esto, por los chistes de Lucifer; están aquí por la clarividencia, aunque fingen interés y hasta se ríen entre dientes en los momentos oportunos. Estoy a punto de arrancar algo de la intimidad del poeta inglés sentado con las piernas cruzadas en el rincón más oscuro de la habitación, cuando las tripas fiesteras de Gunn y su cerito temblón me envían un telegrama neural urgente: ve al roca ahora mismo u olvídate de vida social en lo que queda de mes. Podrás ser todo lo Apóstata Original y Soberano del Infierno que quieras, colega, pero suelta esa carga en los gayumbos en público y más pronto sales de la lista de los número uno para engrosar la del ostracismo de famosos.
Toda esa comida indigesta, estoy pensando, de forma muy parecida a como vosotros hacéis, elevando los pitillos, las bebidas y las drogas (sin mencionar la cantidad nada desdeñable de besos negros EXXX-Quisitos higiénicamente sospechosos) a la categoría de irrelevantes. Debe de haber sido toda esa comida horriblemente indigesta.
—Lo siento mucho —digo—. ¿Me disculpáis un segundito? Me temo que hay algo..., sí. Vuelvo en un momento.
—Dios mío —oí decir a Lysette, cuando yo salía aferrando mi plexo solar—, ¿de verdad se supone que tenemos que hablar entre nosotros?
Me libré por los pelos. Después de media docena de cuartillos de la limpieza y de armarios empotrados, llegado a un punto en que mi ano estaba concentrado bailando una especie de salsa vudú o de shimmy gogó por su cuenta, por fin encuentro una puerta que se abre a la blancura indulgente de un cuarto de baño, donde, después de un conflicto entre mucha precipitación y poca velocidad con los botones repentinamente arcanos de mis pantalones, me abalancé hacia el cagadero.
Me salen un montón de ooohhhs y aaahhhs y, como cabía esperar, unas cuantas muecas caricaturescas. Descubro los sudores fríos, las lágrimas, los escalofríos, los apretones de puños y una escala vocal que podría pertenecer a un imitador de animales senil. Oh, te encantaría haberme visto en la taza, resoplando y bufando por ambos extremos, con los falsos finales, los finales triples, el alivio beatífico cruelmente traicionado por los malvados caprichos intestinales... Oh, sí, soy algo digno de ver, decaído como un orangután deprimido y acosado, pero eso no es lo que me preocupa. He firmado por eso, lo sé. Hazle a tu cuerpo lo que querrías que este te hiciera a ti. Parece razonable. No, lo que me molesta es esta sensación de... No sé... Siento algo, una especie de sospecha persistente de que me están vigilando, cuando, vestido decentemente otra vez, me apoyo en el lavabo con los pulpejos de las manos, tratando de ver con maliciosa penitencia mi reflejo mortal en el espejo del dios de la guitarra eléctrica. A lo mejor tiene un circuito cerrado de cámaras en este antro, pienso, pero incluso al pensarlo sé que me estoy engañando a mí mismo. Ese no es el tipo de vigilancia a la que me refiero.
—De poco tiempo a esta parte, el porqué es lo que ignoras, has...
Al darme la vuelta sobre mis guccis, estoy casi seguro de haber percibido, periféricamente, una sacudida rápida en el cristal del espejo, un combamiento, un temblor, una protuberancia o un hoyo por el paso de una presencia incorpórea.
El baño está vacío, a excepción de mí y del olfativo escape radiactivo de mi ano-explosión termonuclear. Dirás que tengo una imaginación desbordante, pero estoy seguro de haber oído el susurro de...
—Muy divertido —digo en voz alta, volviéndome hacia el espejo, los grifos y el jabón camay—. Es que me parto el culo peludo...
El poeta inglés (cuya editorial acaba de comprar el genio del hacha, de modo que él, el genio del hacha, puede publicar su poesía, la del genio del hacha... y que Dios se apiade de vuestras almas) está preocupado. Está preocupado por la sospecha de que sería capaz de hacer cosas horribles en ciertas situaciones hipotéticas de carte blanche.
—Pero si la elección está entre torturar a unos cuantos bastardos porque estás siguiendo órdenes... —está diciendo Trent Bintock cuando vuelvo—. Lo que quiero decir es: ¿qué pasa si van a torturarte a ti si no lo haces? —dice todo esto rechinando los dientes y con una brillante sonrisa de deleite. Está pensando que el dilema dramático sería mayor si no sólo fuera que tú...
—No, no —dice el poeta—. Esta es una situación en la que tienes el control absoluto. Eres el comandante del campamento.
—Es que yo no sería el comandante del campamento —dice Lysette. Y no está ni bromeando ni mintiendo. Estaría demasiado ocupada gestionando la publicidad del gobierno. Estaría demasiado ocupada asegurando avales políticos de atractivas estrellas del tenis femenino.
—Pero ¿cómo puedes decir que nunca llegarías a ser comandante de campamento? —quiere saber Trent, el de la sonrisa generosa, cuando le llega el turno de la pipa—. ¿Cómo puedes estar tan segura?
—Porque me uniría a cualquier grupo que estuviese en contra del grupo que tuviese cosas como comandantes de campamento —interrumpe Jack, sin pizca de sinceridad—. Porque me iría del puto país.
«No lo haría», piensa el poeta inglés internamente sincero, tomándose otro vodka on the rocks, abatido.
—Te dan autoridad —dice Todd Arbuthnot, el de los contactos en Washington—. Si te encuentras en el marco adecuado... Autoridad de un poder superior y de una comunidad cerrada en la que ejercerla...
—Es el experimento de descargas eléctricas de Milgram —dice Jack.
Trent Bintock, que acababa de inspirar, masivamente, sonríe de oreja a oreja y abre un nuevo paquete de marlboro lights rasgándolo ruidosamente.
—¿Quién es Milgram? —suelta, con una vocecilla de engullidor de helio.
—En los años sesenta —continúa Todd—, en New Haven, Stanley Milgram llevó a cabo un experimento ideado para probar la capacidad de la voluntad humana para obedecer órdenes, incluso cuando esas órdenes causan sufrimiento ajeno.
«No sé quién es ese cabrón de Milgram», piensa el poeta inglés, «pero sé cómo saldría de su puto experimento...»
Yo, mientras tanto, estoy sentado entre las sombras en silencio, cuidando no sólo de mis devastadas entrañas y de mi traumatizado cerito, sino también de mi ultrajado sentido de la deportividad...
—El científico, el tipo de la bata blanca —prosigue Todd Arbuthnot—, dice a los voluntarios que van a participar en un experimento sobre el aprendizaje. Les dice que el alumno de la puerta de al lado está conectado a unos electrodos y que cada vez que dé una respuesta incorrecta, el voluntario debe darle una descarga eléctrica accionando un interruptor. Como es obvio, no se produce ninguna descarga eléctrica real, pero el alumno actúa como si lo hiciera cada vez que el voluntario acciona el botón.
—Qué experimento más desagradable —dice el poeta, al borde de la histeria—. Qué experimento más predecible.
—En todo caso —dice Todd (me gusta mucho la voz de Todd; es seca, calmada, con un toque de roble y riqueza de la antigua Nueva Inglaterra)—, como es normal, algunos de los voluntarios empezaron a, ya sabéis, plantarse, cuando oyeron al alumno de la puerta de al lado quejarse, darle patadas a la pared, pedir que lo soltaran, gritar... Sin embargo, el hombre de la bata blanca les ordenó que continuaran, y la mayoría lo hizo. La cuestión es que para dar las descargas tenían que situar el interruptor en diferentes posiciones, que iban de los quince a los cuatrocientos cincuenta voltios. Estas posiciones del interruptor estaban señaladas como «descarga suave», «descarga moderada», «descarga fuerte» y así sucesivamente, hasta llegar a cosas como «descarga intensa», «descarga de intensidad extrema», «peligro: descarga mortal» y, finalmente, a cuatrocientos cincuenta voltios, la posición del interruptor estaba marcada como «XXX 450 voltios». Más de la mitad de los voluntarios recorrieron el registro de descargas al completo.
—Joder —dice Trent, que disfruta realmente con todo esto y comprueba que, de hecho, el asunto en cuestión va adquiriendo tintes dramáticos; ve los ángulos de la cámara, los pull backs, los primeros planos—. Tío, es acojonante, joder.
—Y lo peor de todo —dice Todd— es que, cuando repitieron el estudio en Princeton, obtuvieron unos resultados del ochenta por ciento de obediencia total de los voluntarios.
—Ocho de cada diez —dice el poeta inglés, con voz ronca. Luego, lanza una mirada fugaz y llena de culpabilidad al cigarrillo de Trent—. ¿Me puedes dar uno de esos?
—Sí, pero ¿lo mejor? —sigue Todd, con esa entonación americana por la que convierte una afirmación en pregunta— es que uno de los tíos del experimento se negó, categóricamente, a administrarle siquiera la primera descarga. Dijo que era incapaz.
«Cabrón», piensa el poeta inglés. «Cabrón afortunado...»
—Sí —sigue Todd—. Y ¿sabéis quién era ese tipo? —Todos, menos yo, se quedan en blanco.
—¿Quién? —pregunta Lysette Youngblood.
—Ron Ridenhour —contesta Harriet, para mi sorpresa. No me había dado cuenta de que estaba históricamente al día. Se supone que optó a la compra de los derechos de su historia.
—¿Quién coño es Ron Ridenhout? —pregunta Trent, con una sonrisa estelar.
Todd y yo nos sonreímos en la penumbra, como si Ron Ridenhour fuese nuestro hijo.
—Es el tipo que más tarde destapó lo de la masacre de My Lai en Vietnam —dice Todd—. Sin él, lo más probable es que el asunto hubiese permanecido oculto para siempre.
—Aún así —dice Trent, y sé que, bajo los efectos del opio, está pensando en llevar My Lai a las pantallas, con algún que otro flash al futuro, alguna profecía satánica—, el ochenta por ciento es deprimente de cojones, ¿no? Es decir, son sólo dos tíos buenos de cada diez, ¿no?
—Aquí somos diez —señala Jack—. ¿Quién es quién? ¿Quiénes de los que estamos aquí saben que estarían en ese veinte por ciento ético? ¡Vamos a hacer una votación secreta!
«Oh, sí», piensa el poeta inglés, «sí, hagámosla. Una idea de puta madre...»
Nunca creí que pudiera acercarme siquiera al ochenta por ciento. Nada parecido. Por supuesto que en el Infierno no paraba de decirlo, por supuesto que sonaba fantástico...
—Ocho de cada diez. ¿Me oís? No me vale conseguir menos. Debemos trabajar en el jardín, amigos, debemos trabajar duro en el jardín... —Pero la verdad es que me hubiese conformado con el cincuenta por ciento. Demonios, me habría bastado con el veinte. Ese, a decir verdad, era mi porcentaje real, veinte por ciento. Dos de cada diez. Suficiente como para cabrear al Viejo. Sin duda, debe de estar mosca con las cifras actuales. Se lo tiene bien merecido. Tiene toda la culpa. Ya lo creo. Pongamos por caso los mandamientos. ¿Qué me dices de los Mandamientos, eh? «Honrarás a tu padre y a tu madre.» Ehhh..., sí, ya. «No codiciarás la mujer de tu prójimo.» Perdona, ¿tú has visto a la mujer de mi prójimo? «Amarás al prójimo como a ti mismo...» Recuerdo haber pensado ya en aquellos tiempos: no lo dice en serio. No puede estar diciéndolo en serio. «No matarás.» (¡Si hubieseis respetado al menos ese! ¡La Crucifixión..., el Nuevo Testamento al completo habría sido imposible! Me habríais hecho todo el trabajo.) «No dirás falso testimonio.» Oh, para, pensé, me matas. La cuestión era que, si seguía así, nadie iba a ir al Cielo.
Me acuerdo de san Pedro con su uniforme nuevo y su picador de entradas. El tiempo pasó. Deseó haberse traído una revista. El torno de la taquilla se le hizo... opresivamente familiar. Mientras tanto, nosotros contratábamos nuevo personal allí abajo. Cada día era un día de fiesta. Me reduje el horario a tres horas y media a la semana. Pasaba el resto del tiempo tendido en una hamaca caliente secándome las lágrimas de felicidad.
Le envié un telegrama. «Lejos de mi intención decirte lo que tienes que hacer y todo eso, pero...» Silencio sepulcral. Seguía sin sentido del humor. Por otra parte, no mucho después de esa ocurrencia lamentablemente indulgente, empecé a darme cuenta de que los postes de la portería se empezaban a mover. En menos que canta un gallo. Primero fueron los codiciosos, separados en el Purgatorio cuando deberían haberlos lanzado de cabeza abajo con nosotros. Después, los ladrones de un —solo— robo. El raro adúltero arrepentido. Generaciones enteras de protestones contra mamá y papá. Espera un momento, pensé. Eso es un poco..., es decir, no puedes, de repente... Pero claro, Él podía. Era Él. Y lo hizo. «Estimado Lucifer», debería haber respondido, «muchísimas gracias por tus útiles sugerencias...». Podría haber respetado eso. Pero no, ni una palabra. Y luego dicen que yo soy el quisquilloso.
Historias de estas surgen, de vez en cuando, après déjeuner, en el Infierno. Imagínate la escena: cinturones desabrochados, cerebros en la cúspide de la embriaguez, el genio del humo del hachís presidiéndolo todo, una espiral de aroma a oporto y a brandi en el aire, una expansión del cuerpo, una mente o dos que divagan provocadoramente... «¿Cuál es el mal mayor?», dirá alguno, Thammuz, seguro, que es de naturaleza exasperantemente reflexiva, o Asbeel, al que le encanta discutir. Están colgadísimos por la tortura, ¿sabes?, por crear ejemplos individuales de desesperación. Yo les digo —al final, después de que han charlado durante horas sobre empulgueras, botas y potros de tormento—, les digo que lo que necesitamos son sistemas. Sin sistemas, sin ver el gran cuadro al completo, sin poner en marcha una máquina que funcione por sí sola, nuestro trabajo es mero vandalismo.
Pongamos la tortura, por ejemplo. ¿Qué quieres obtener con la tortura? Quieres el sufrimiento de la víctima, como es lógico, el buqué del miedo, el parfum del dolor; quieres que la esclavitud del cuerpo se revele gradualmente a la física, quieres sentir el meticuloso viaje de vuelta a la soberanía de la carne sobre el espíritu. Quieres que descubra, con horror, la proporción ineludible: tu motivación es el placer; tu placer aumenta de manera proporcional a su sufrimiento; tu capacidad de sentir placer supera su capacidad de aguante del sufrimiento; de modo que, por más que lo tortures, nunca será suficiente. (Lo que me mata de la tortura es el tiempo que tarda la víctima en entender la imposibilidad de negociar. No hay nada que el torturador quiera de él excepto su sufrimiento. Aún así, la víctima sigue hablando y gimoteando sin parar, diciendo nombres, ofreciendo secretos, promesas, sobornos. El lenguaje le compele —si lo tiene a su disposición, si no le han dado ya el tijeretazo a la lengua o se la han asado a la parrilla— a aferrarse a la creencia de que puede ayudarle. El repliegue voluntario de la víctima en el silencio, salvo gritos y gemidos, es siempre señal de que ha cambiado de opinión, de que se ha dado por fin cuenta de la situación, de que lo tengo.) También quieres que sea testigo de su propia degradación; quieres que observe cómo se desmantela su propia persona, su cambio atónito de sujeto a objeto. Ese es el motivo por el que los torturadores más clásicos obligan a sus víctimas a establecer una relación con los instrumentos de tortura antes de que estos se utilicen con fines torturadores: el látigo se arrastra a modo de caricia por hombros y espalda; las varas y los pinchos, las férulas con virolas, las sondas, las cachiporras y las fustas deben ser besadas, acariciadas o veneradas de cualquier otra forma por el torturado, como si fuesen sujetos sensibles, mientras que la víctima es un mero objeto de sus intenciones. Quieres que vea que en el universo que ahora controlas, en tu universo, cualquier jerarquía anterior es nula.
Antes o después (vosotros, los humanos, no lo podéis evitar, es la forma en que estáis hechos), esto conduce a la desesperación. La desesperación de la víctima. La preferencia del torturado, después de haber traspasado cierto límite con miles de fatigas y dolores, es la muerte sobre la vida. El ideal imposible para el torturador, por supuesto, es que la víctima continúe viva en este estado de anhelo-de-muerte-sin-concesión para siempre. En el Infierno, no lo llamamos un ideal imposible. Lo llamamos rutina.
Sí, sí, sí, la desesperación es buena, y la tortura, un método infalible para sacarla a relucir, pero tengo que seguir recordándoles —llegados a este punto, los borrachos se han quedado dormidos, los imbéciles están soñando despiertos o se están escarbando entre los dientes— que, aunque estos episodios de celda de cárcel puedan resultar muy apetecibles, el verdadero trofeo está en conseguir un estado en el que la desesperación florezca sin que apenas intervengamos, en el que se lo hagan a ellos mismos y para ellos mismos, en el que esa sea la forma en que el mundo gire.
Uffenstadt, Neiderbergen, Alemania, 1567. Marta Holtz está de pie, desnuda y tiritando en la iglesia del pueblo. Está empezando a hacerse una idea de por qué Bertolt la ha acusado. Los inquisidores —tres franciscanos liderados por el abad Thomas de Ratisbona— están sentados formando una especie de semicírculo de sillas altas de caoba entre la barandilla del altar y el primer banco. Un brasero arde, con ocasionales crepitaciones y chasquidos, tiñendo las tallas toscas de pétalos de luz naranja. El Cristo crucificado a la izquierda del altar libera una sombra de pterodáctilo, y del jarrón a los pies de la Virgen sale una erupción compacta y vivida de narcisos. El olor (imagino) es a incienso y a piedra helada. El primer banco era antes el cuarto; los hermanos han quitado tres de ellos para hacer sitio. Marta, que no es tonta (esa es una de las razones por las que está ahí), tiene más que una noción de para lo que pueden necesitar espacio. Este «más que una noción» le nació en los pies y en las rodillas, pero pronto le subió a toda prisa por las caderas y el vientre, de ahí a las costillas, pechos, garganta y cara. Ahora este «más que una noción» cubre todo su cuerpo como una profusión de arañas peludas. Está empezando a hacerse a la idea de que Bertolt la ha acusado porque ese es su trabajo. Bertolt vino a Uffenstadt hace tres meses. Ella apenas ha tenido trato con él. Una vez lo ayudó a atrapar un lechoncillo que andaba suelto. Otra vez le dio a probar un trozo de la tarta de ciruelas damascenas que había hecho para el cumpleaños de su hermana. En ninguna de estas ocasiones tuvo la menor impresión de que tuviera algún tipo de sentimiento hacia ella, aparte del que compartía con la mayoría de hombres del pueblo: el de que era una mujer deseable y que Günter Holtz era un cabrón con suerte. (En este momento —este momento en que Marta se da cuenta de que Bertolt trabaja para los franciscanos y que, con los tres primeros bancos quitados, habrá bastante sitio para las maniobras de los buenos padres—, el contable de Ratisbona informa a Günter de que si Marta es hallada culpable de brujería, su ejecución vendrá seguida de la confiscación, por parte de la Iglesia, de cualquier propiedad que le pertenezca —incluso de las que posea conjuntamente o por medio del matrimonio—, sin mencionar una cuenta detallada —instrumentos, combustible y mano de obra— de las costas del interrogatorio. En este momento, Günter está mirando la cara ancha y porosa del contable y se pregunta cómo su mejilla consiguió tener esas tres cicatrices plateadas en forma de raspa de pescado. También está pensando en el vientre pálido y sedoso de Marta, en sus ojos endrinos y en su curiosa voz profunda, en la costumbre que tiene de hacer que se ría de su propia lucha por ser un hombre varonil, en el pequeño lunar en la corva izquierda, en su aliento a trigo cuando llega, en el bebé del tamaño de una pera de su útero engrosado. Está pensando en que va a matar a este contable, sin importarle nada. Al contable y a Bertolt. Con la pesada guadaña. A Bertolt primero. Está pensando en estas y en otras muchas cosas, aunque ninguna de ellas sirve de nada a Marta que, tras el torpe rasurado efectuado por el hermano Clemente, ahora está siendo examinada manualmente por el trío, que aplican un predecible y excesivo celo investigador cuando se trata de su vagina, pechos o ano.) Marta —que, más allá de todo esto, está intentando atesorar algunos recuerdos que llevarse a la tumba, algo suyo y de Günter, como aquella calurosa noche de verano en que nadaron e hicieron el amor en el Donau, envueltos por el roce de peces fantasmales bajo un fiero manto de constelaciones— nunca ha conocido a ningún papa. Nunca ha oído hablar del papa Pío XXII, que, espoleado por un servidor a altas y ácidas horas de la madrugada, confirió poder oficial a la Inquisición allá por 1320. Nunca ha oído hablar del papa Nicolás V, que, ciento treinta años después, extendió su autoridad, ni del papa Inocencio (¿no te encantan estos nombres? ¿Pío? ¿Inocencio?) VIII, cuya bula, que también podría haber dictado yo, ordenaba a las autoridades seculares a colaborar de lleno con los inquisidores y a ceder poderes judiciales y ejecutivos en materias relativas a la herejía y a la brujería. Marta nunca ha oído hablar de estos buenos prelados ni de las bulas (excepto las que paren las burras que han pisado los caballos) ni mucho menos de teología. De hecho, Marta no sabe ni leer ni escribir. (Ni Günter, que conste). No tiene ni pajolera idea de que el carbón en el brasero, los hierros para marcar, las empulgueras, las lanzas, el gato de nueve colas, la fusta, los martillos, las tenazas, los clavos, las cuerdas, la silla caliente, las manillas, los cuchillos, el hacha, las broquetas..., no tiene ni la más remota idea de que escribas del Vaticano y una serie de papas, algunos perspicaces, otros atemorizados —todos ellos dispuestos a darse cuenta del potencial remunerativo de la caza de brujas—, han facilitado su inminente relación con esos instrumentos. Marta nunca ha oído hablar de los hermanos Sprenger y Kramer, mis estudiantes estrella entre los dominicanos alemanes, cuya obra realizada con tanto amor, el Malleus Maleficarum, publicada ochenta y un años antes, trazó un esquema minuciosamente detallado de cómo detectar, interrogar y ejecutar a núbiles consideradas sospechosas. Ella nunca ha estado en un aquelarre, ni ha firmado con sangre, ni ha sacrificado bebés, ni ha dado el «beso infame» del acólito (meter la lengua, gracias querido, en el ano descuidado y apestoso de Su Satánica Majestad), ni ha volado sobre el palo de una escoba, ni —siento decir— ha copulado conmigo ni con ninguno de mis caprinos apoderados. Sinceramente, los pecados veniales de Marta se cuentan con los dedos de una mano: robar una naranja, desear que a Frau Grippel le entrara una fiebre, llamar cerda pedorra a Helga, chuparle el nabo a Günter (y tiene un bratwurst formidable, te lo aseguro), admirar la belleza de mis brazos en el Donau, pensar que era la muchacha más bella de Uffenstadt.
No, Marta ha sido una buena chica. La verdad es que Dios debería cuidar mejor de ella. Sin embargo, como suele pasar con creadores cuyos caminos son inescrutables, Él no lo hace.
En cualquier otro momento y lugar, Marta se habría acercado más al brasero para calentarse. Esta vez y en este lugar, intenta mantenerse lo más alejada posible. La imbecilidad de la pregunta es obvia, incluso para la mujer analfabeta de un granjero. «¿Crees en la brujería?» No, y contradices la doctrina de la Iglesia; sí, y confiesas virtualmente haber ocultado el conocimiento desde el principio. «¿Cuánto tiempo llevas al servicio de Satán?» No estoy al servicio de Satán. «¿Cómo hiciste tu pacto con él?» No he hecho ningún pacto. «¿El hijo que llevas en el vientre fue engendrado por un demonio?» No, por mi marido. «¿Cómo se llama el demonio con el que copulaste?» No hubo demonio, señor. «¿Este demonio te sodomizó y te preñó?»
El abad Thomas, de cincuenta y ocho años, tonsurado y corpulento, con ojos del color de las castañas de Indias y el colon ferozmente irritable, preferiría que los hermanos Clement y Martin no estuviesen allí. Thomas tiene una mente fervorosa, propensa a estallar en combustión colérica a la menor provocación. Marta, desnuda, rasurada, inocente de todos los cargos, constituye de por sí más que una provocación menor. El pensamiento perpetuo de Marta (o Wilhomena o Inge o Elise o la que sea), en el pudín calenturiento de su cerebro, es una provocación constante. Thomas es un ser hermosamente dividido. Una gran y sana parte de él sabe que las muchachas son torturadas y asesinadas salvajemente para su propio placer y beneficio. Una gran y sana parte de él lo sabe. Pero otra parte de él pide justificación moral. Lo pide a gritos. Ruge. Esto enciende su mente fervorosa. (Seguro que has llamado alguna vez para decir que estabas enfermo, ¿a que sí? No te pasa nada, por supuesto. Lo único que pasa es que ese día no puedes enfrentarte al trabajo. Has preparado el discurso ronco, el diagnóstico tembloroso o frustrado —maldita gripe—, y no te extrañes si cuando cuelgues el teléfono no estás seguro de haber pillado la gripe de verdad.) Humanos: cuando necesitan una mentira desesperadamente, se engañan a sí mismos. Ídem con el abad Thomas. Si deslizas unas cuchillas bajo las uñas, las confesiones de la desdichada salen solas. «¡Dios mío, tenía razón! ¡Zorra infernal! ¿Cómo te has atrevido a engañar a un santo pastor de Dios? ¡Gracias al Cielo que llevé a cabo la odiosa tarea!»
Se llama al pinchador para que busque las marcas del diablo en la bruja. Un tercer pezón, una cicatriz, un lunar, un grano, una peca, un quiste, una verruga, una marca de nacimiento, un arañazo, una costra..., casi cualquier cosa de la familia de las imperfecciones es válida. El pinchador —pelado al cero, de cara larga y tuerto de un ojo—, al que pagarán una importante suma si detecta cualquier signo de brujería (un porcentaje de éxitos del cien por cien hasta ahora), pasa gran parte del tiempo examinando el clítoris de Marta, del que no tiene la completa seguridad que sea lo bastante grande como para desenmascararlo como la tetilla de la bruja, antes de darse cuenta, con gran alivio, de que tiene un lunar detrás de la rodilla izquierda. («Este es mío», le había dicho Günter, besándolo, en su noche de bodas. «Y este y este y este...»). La pone boca abajo para verlo mejor, mientras yo dejo caer copos ardientes en los genitales clericales y la lujuria franciscana llena el éter como el olor a cerdo agridulce. El pinchador se mete la mano en el bolsillo y saca una cartera de piel grasienta. Las lágrimas de Marta («No creo que exista un Dios... Si hay un Dios, cómo es que...») empapan el suelo de piedra. La sombra del pterodáctilo se estremece, parece alargarse y luego se repliega. El pinchador saca una aguja de entre las varias, brillantes y de distintos tamaños y grosores, que tiene en la cartera. Le da la espalda a los hermanos —que ahora están rojos como tomates—, acerca la aguja al lunar, se queda sin hacer nada un momento y luego se da la vuelta. «Sus ilustrísimas señorías. Tengo el triste deber de comunicarles que esta mujer, sin lugar a dudas, es una bruja. Le he pinchado en esta marca detrás de la rodilla y, como sus propios oídos han podido atestiguar, no ha emitido el menor sonido.» No había tenido ni que pensárselo. Una dilatada carrera como pinchador —que es lo mismo que decir años y años dando pinchazos— le había enseñado qué puntos eran insensibles y cuáles receptivos. Esta desdichada joven prácticamente ardía de sensibilidad. Si la hubiesen pinchado en cualquier sitio, habría tirado el techo dando alaridos. De ahí que hiciera el informe del pinchazo en su lugar. Por eso ahora se dedicaba a dar cuenta de los pinchazos llevados a cabo con éxito en lugar de hacer punciones reales. El resultado iba a ser el mismo de ambas formas.
Perdóname si no insisto. Las mismas preguntas, esta vez con tortuosos acicates para que contestase algo diferente. Marta resiste durante dos minutos y ocho segundos. Esas son sus reservas de fe, exactamente dos minutos y ocho segundos. Aunque es comprensible, después de haberle roto el segundo dedo y de que el Cristo crucificado no haya dado muestras de que vaya a bajar a rescatarla como un superhéroe, ni de que la Virgen vaya a rodearla con un halo impenetrable de protección maternal; así que Marta empieza a cantar. No es que eso ayude, ya que el orden del día de los inquisidores nada tiene que ver con que ella se declare culpable. Los dos hermanos más jóvenes, Clement y Martin, saben que soy yo. Saben, en lo más profundo de sus seres, que, en verdad, desgarrar el pezón de una mujer con unas tenazas no puede ser obra de Dios. Saben que soy yo..., pero al diablo con eso, ya que les hace sentir como nunca, ya que no hay nada, nada como eso en la faz de la Tierra (ni tampoco, como apostarán más tarde, después del áspero vino de la casa y del pescado a la pimienta, en el Cielo). Por otra parte, el abad Thomas se las arregla para meter algún salmo entre mutilación y mutilación. Hay destellos de haciendo la voluntad de Dios que son como parches de azul en un cielo de otro modo gris y encapotado. No puede entregarse del todo a la verdad de sí mismo, y su absurda oscilación entre la lujuria de la carne y la fraudulenta racionalización me resulta estimulante, preferible, de lejos, a la rendición de Clement y Martin ante el pan blanco.
Te preguntarás, por cierto, qué están haciendo Dios y su hueste de ángeles en el Cielo mientras pasa todo esto. No te lo preguntes más. Yo, Lucifer, te lo digo. Nada. No están haciendo nada. Están mirando. La parte infinitamente misericordiosa de Su naturaleza se traga uno o dos sollozos, sí, pero la parte infinitamente indiferente de Su naturaleza sigue con la mirada fija al frente. Existe una tradición, instaurada por aquellos primeros mártires charlatanes, aunque desaparecida en tiempos modernos, de ofrecer a Dios el propio sufrimiento. El ojo saltado, el pulgar aplastado, la lengua arrancada, las posaderas tostadas... Una buena disposición puede separarlos del cuerpo y elevarlos volando hasta Dios, cual perfumes exquisitos. Las narices divinas los inhalan y su olor es dulcísimo. (Pensarás que hay algo obsceno en todo esto, pero te llevará derechito al Cielo.) Así que si algún día te encuentras en medio de un interrogatorio vejatorio, ofrécele tus aporreadas pelotas a Dios.
La próxima vez que invadan groseramente tu cerito con un atizador al rojo vivo, levanta los ojos al Cielo y di: «esta va por ti, mi Señor».
Marta, siento decírtelo, no está ofreciendo sus sufrimientos a Dios. Marta está proporcionando a sus anfitriones franciscanos la confirmación de que los otros nombres que tienen en la lista (la lista de Bertholt, completa, con color de pelo, edad, estadísticas vitales y probabilidades de hímenes intactos) son los de sus hermanas brujas. Deberías oír la descripción —o, más bien, la refrendación de la descripción de los padres— del aquelarre. Dios santo, ojalá yo hubiese estado allí. Bebés descuartizados, bestialismo, coprofilia, necrofilia, pedofilia, incesto (el abad Thomas está deseando entrevistar a las gemelas Schelling), sodomía, profanación de objetos sagrados, blasfemia..., una fiestuqui por todo lo alto como ninguna otra. Cuando lean esta confesión públicamente dentro de tres días, las buenas gentes de Uffenstadt van a ver a Marta con otros ojos. (También va a devolver los ánimos a las alcobas decaídas, eso está bien.) Dentro de tres días, Marta, o lo que quede de ella, afirmará que esa es su verdadera confesión y que la ha dado libremente, sin coacción de ningún tipo (si no, habrá coacción de nuevo, aunque ya le resultará familiar) poco antes de que la suban a la estaca. Günter, refrenado por dos oficiales municipales, verá, gritando, cómo abren en canal el útero de su mujer y le extraen el feto —algo innecesario, ya que mami se ha ido a algún lugar convertida en humo— para mantener a la muchedumbre contenta y el poder de las masas intacto.
Esta es una operación de las grandes. Trescientos años, un cuarto de millón de muertos, todos en nombre de Dios. Después de unos mil cuatrocientos, apenas necesité hacer acto de presencia. El sistema ya estaba cimentado y en marcha. Todo el mundo (a excepción de las víctimas inocentes) salía ganando. Los sádicos conseguían un pedazo de culo, la Iglesia aumentaba su lealtad al dios Mamon, a los mentirosos les pagaban por sus mentiras, las tabernas gruñían bajo el peso del gentío de aspecto demacrado y, la muchedumbre..., la muchedumbre acusadora se regodeaba en el recto alivio de que le había tocado a ella (maldita bruja) y no ellos. Dime que no fue todo un logro. No era ni una mínima parte de lo que estaba preparando, pero, ya sabes..., era prometedor. Creo de verdad que Dios estaba molesto conmigo. Por lo de que fuera Su Iglesia y todo eso.
¿No te digo yo? Me he alargado, muy a mi pesar.
* * *
Penélope está de pie en la penumbra, con los brazos cruzados, en la fiesta que celebra el lanzamiento en rústica de Cuerpos en movimiento, cuerpos en reposo. No está borracha, al menos no como para tambalearse, pero ahora está bendecida, lo quiera o no, por esa perspicacia desalentadora de la quinta copa. Tampoco está restando, deliberadamente, su contribución al aplauso por Gunn cuando este se dirige al escenario diminuto y elevado con un único micrófono para el lector; lo que pasa es que ha entregado toda su consciencia a la tarea de observarlo: la longitud de su zancada, la inclinación de sus hombros, el retraimiento de las comisuras de su boca profundamente satisfecha. Está mirando, con el peso apoyado en una pierna, acunando el vaso número seis en la mano izquierda hasta un ángulo de casi derramamiento, mientras Gunn hace lo que puede, en lo que respecta a gestos, movimientos y expresiones faciales, para aparentar exactamente lo que no es: un tipo que no se ha preparado nada, perplejo por la atención, tímido por ser el blanco de todas las miradas e incapaz, en realidad, de tomarse en serio todo este sinsentido. Sylvia Brawne, su editora, ha hecho una presentación halagadora que Gunn ha escuchado con la cabeza gacha y los ojos clavados en el suelo, como si —Penélope lo sabe— estuviera tratando de disimular un rubor crónico. Luego, el aplauso, su fausse exasperación ante la ridiculez de la hipérbole de Sylvia y el camino hasta el estrado con la palmadita en la espalda y el Dios-qué-embarazoso-pero-acabemos-con-esto-de-una-vez.
Yo estoy allí. Siempre estoy allí. Bueno, invariablemente. No por Gunn en especial —hay otros trabajitos en curso en el club: el primer chute de caballo para el chapero de dieciocho años en los servicios; la transmisión del VIH que un periodista donjuán va a llevarle a casa a su señora (que está ya hasta el moño y que está propiciando una buena oportunidad para que se le olvide la pastilla esta noche tras suavizar sus penas con canciones de Dusty Springfield, un porro y una botella de sangre de toro); la camarera que sabe que si se va a casa con el tipo del traje color muselina, este será su primer engaño, que habrá capitulado y hecho uso de todo lo que pueda hacer uso (pero Elise lo ha hecho, le sigo recordando, y dice que nunca se ha arrepentido..., las vacaciones en Antigua, el piso con jardín y dos dormitorios en West Hampstead, el dinero, el dinero, el puto dinero que ella finge no querer...); el gorila de la entrada, majo, confundido, cuellicorto y con cabeza de nabo sueco que, según cree el resto del mundo, está soltero, pero que, en realidad, tiene una mujer anoréxica encerrada, cuya mera existencia —además de su incapacidad para absorber todo el miedo y la rabia sin importar cuántas veces los descargue sobre ella— le conduce, como si de una enfermedad se tratase, a ataques repentinos y concentrados, mientras el horror, la claustrofobia, el odio y la rabia chocan en su cráneo como dioses en guerra, hasta que, finalmente, se apaga y cae de rodillas, pidiendo perdón y haciendo promesas entre sollozos y balbuceos (su piedad no tiene límites, mientras el objeto de tal piedad sea él mismo: «¿Por qué me hace hacerle esto? ¿Por qué? ¿Por qué?»)—, así que Gunn no era ni de lejos mi prioridad. Sin embargo, con los años, he desarrollado la costumbre de estar pendiente de Penélope, de husmear, de vez en cuando, en el revoltijo de su vida con la esperanza de ser capaz de improvisar algo. Nunca te rindas, ese es mi lema. Y nunca tires nada, ese es otro. Sinceramente, soy Reciclator, de veras, hago buen uso de la peor basura. En fin, aquí está Penélope, y allí, en el escenario, Gunn. «¿Vas a decir algo?», le preguntó Penélope, antes. «No», dijo él. «Es una gilipollez. Leeré algo y nos iremos.»
—Siempre esperas —empieza, intentando encontrar ese esquivo aire intermedio entre la espada de la dicción sobreorquestada y la pared de las desempolvadas vocales norteñas de su niñez— que la persona que te presenta no te haga parecer demasiado inteligente o dotado. —Pausa. Es una audiencia pequeña, políticamente escogida por Sylvia y por él mismo—. De lo contrario, la lectura será una decepción segura. —Algunas risitas amables. Penélope rechina los dientes. Gunn habla con una voz que nunca ha oído antes. Con acento, ritmo y profundidad: ninguna de estas características ha pertenecido, hasta ahora, al hombre que ama. Amaba. Ama. (¿Quién dijo «amaba»?) Ni, a tal efecto, lo han hecho los gestos esporádicos de modestia irónica—. Por desgracia —continúa Gunn—, Sylvia ha cometido el tonto error de hacerme parecer inteligente y talentoso. Por tanto, mis disculpas de antemano. —Risa educada, el oohhh general de una audiencia que dice: «No seas tan divertidamente modesto, encanto»—. En fin —dice Gunn, dando una última calada calculada a su silk cut y apagándolo en las tablillas—, he pensado leer el principio del libro, para no aguarles el final a aquellos sinvergonzones que han tenido el buen juicio de no molestarse en leerlo todavía...
Uno tiene la tentación de concluir que hay algo genético en la alergia aguda que siente Penélope por la falsedad, algo profundo, algo estructural. Preferiría poder explicarlo contando el cuento de un padre desaparecido o de un primer amor compulsivamente mentirosillo, pero no puedo. Penélope, simplemente, es uno de esos seres humanos para quienes la falsedad lo destruye todo.
Y aquí, en este club insufriblemente complacido consigo mismo y sobrevalorado de Notting Hill, la falsedad está todo el rato en su mente, mientras observa a Gunn en el centro de un pequeño grupo de chicas de la industria aduladoramente risueñas. Oh, no es que les esté metiendo mano ni nada de eso (yo no paro de decirle: «mételes mano, por el amor de Dios, mételes mano»); sino que su vanidad crea un halo de luminosidad a su alrededor. Observa, de nuevo, el lenguaje corporal irreconocible, la sobreactuación, la pose falsa de bueno-son-gajes-del-oficio. Al pasar, secretamente, por detrás de él, le oye dirigirse a una de las chicas como «querida amiga»; sería algo inocente si no fuese por lo claro que ve lo que está haciendo con eso, a saber, connotar (aunque sutilmente, y, como resulta obvio, no tan sutilmente para la rubia sonriente con gafas de bordes oscuros y risueño pelo empingorotado) la relación artista-fálico-hacia-musa-núbil, que sería una historia manida incluso si le llevase treinta años, pero que, dado que ella parece más o menos de su edad, es tanto ridícula como nauseabunda.
No son celos. Ojalá lo fuesen. No. Es simplemente un sentimiento horrible, casi aniquilante, de decepción trillada. Todas esas horas y todos esos años. Su mano en la parte baja de la espalda. «Sé auténtico conmigo», le dijo, sin avergonzarse por estas palabras, ya que se dio cuenta de que él lo había entendido. «Vas a ser auténtico conmigo, ¿verdad, joven Gunn?»
Mientras tanto, Gunn me está desconcertando con la firmeza de su determinación: «Tú no vas a hacer nada». Lo sigue afirmando, mirando la luz reflejada en su pintalabios y los pequeños sacacorchos de su pelo recogido que se agitan y le rebotan en la cara. «Te sientes halagado. Es guapa (pero tonta) y ahora estás casi seguro de que podrías tenerla si quisieras..., pero NO VAS A HACER NADA, ¿ME ENTIENDES?»
Muy a mi pesar (que pasen del embaucamiento es como un crónico estreñimiento; no es un rap satánico, es la pura verdad), él sí que entiende, o eso parece. Consigue librarse: «No, en serio, lloré», ha confesado la rubia con voz metálica. «Lloré a moco tendido hasta la última página», y se dirige al servicio de caballeros. Sabe que ha desatendido a Penélope. La ha visto fugazmente en la periferia con los ojos imperturbables y las comisuras de los labios tirantes, anunciando problemas. ¿Por qué se ha dejado beber tanto? ¿Por qué ha pasado cuarenta minutos ligando de forma tan descarada con Aurora, por el amor de Dios? Buenas tetas, por cierto, lo convenzo para que admita en el urinal, donde, con un exceso de autosatisfacción («... la belleza poética de su imaginación...», Times Metro, ¡hurra!), mear en línea recta se le antoja una actividad miserable o poco imaginativa, y empieza a hacer ráfagas balanceando las caderas, acompañado de su propia versión, sorprendentemente melodiosa, del I feel good de James Brown, una actuación a la que se lanzó en la creencia miope de que estaba solo allí (aparte de mí, obviamente), y hecha añicos a mitad de un alarido de hermano por la aparición del redactor literario del Independent, que, como es lógico, le dedica una sonrisa de lástima antes de salir a toda prisa.
Y, cuando piensas que ya no hay esperanzas, justo cuando un bribón angélico de categoría inferior lo hubiese llamado una buena noche (la manga remangada del chapero, la llamada de móvil ronca del periodista en el vestíbulo púrpura, la racionalización exitosa de la camarera, el hambre despertada y el miedo corroyente del gorila..., todos en el saco), un rayo de luz se abre en la oscuridad a medida que el quinto gin tonic de Aurora pasa por sus amígdalas y manda el alcohol, en entrega urgente por el corriente sanguíneo, al cerebro ruidoso e irritable. Bueno, sólo necesitó un empujoncito. «Sigue, te desafío. Sabes que le gustas. Y no puedes echarle la culpa, porque estás que te sales con ese puto vestido, nena.» «Te pareces a Nicole Kidman», dijo él. (Lo hizo. Cree que soltar a la ligera tales juicios es parte de su recién adquirido estatus de artista.) «Bernice dijo que su novia estaba aquí. Que le den. Sigue, te desafío. Pásatelo en grande.»
Lo increíble —Gunn sale a tropezones de los servicios y se encuentra con que Aurora lo está esperando en el rellano; casi no le da tiempo a abrocharse la bragueta antes de que se abalance sobre él, le coja la cara de sorpresa entre sus blancas manos y lo bese, con suavidad, en la boca—, lo increíble es que la pura casualidad hace que Penélope los vea cuando ella misma va al baño (acción interrumpida, como es natural). Ese tanto no me lo apunto yo. Yo —larga vida a los ángulos de la casualidad— no he tenido nada que ver con eso. Se para y los mira. Ellos no la ven y ella no los oye. «Muchas gracias», dice Gunn, sujetando a Aurora por los codos, «pero me temo que no puedo hacer esto. Tengo novia. De todas formas, eres muy atractiva. Me siento realmente halagado. Lo siento. Y es verdad que te pareces a Nicole Kidman».
Sin embargo —alabado sea el Infierno—, Penélope no sabe leer los labios. «Tenemos que encontrarnos en algún sitio», supone que está diciendo. «La gilipollas de mi novia está aquí. Dame tu dirección.»
—Dile a Declan que me he ido a casa, ¿vale? —le dice a Sylvia—. Tengo un dolor de cabeza espantoso y no quiero aguarle la fiesta.
Ahí es donde yo entro en acción. Hago que culpe a Dios por autodegradarse. ¿Retorcido? No, no, no, no, cielos, no. ¿Cuántos de vosotros no habéis oído esa voz, la amiga que no se anda con rodeos, que llama al pan, pan, y al vino, vino, que aparece cuando el mundo se ha cagado en ti? «Así que esto es lo mucho que Él se preocupa por ti, ¿no es así? Se preocupa tanto que deja que suspendas la puta Biología Humana/te denieguen la hipoteca/te corten una pierna/pierdas el autobús/te des un golpe en el dedo del pie/te despidan/te rompas los piños/se te olvide el guión/llegue tu turno en la taquilla y descubras que el cabrón que tenías delante se ha llevado la última entrada... Eso es lo mucho que Él se preocupa por ti. Sí. Bueno. Que te jodan, Dios. Yo también sé jugar a este juego. Mira ESTO.» Y ahí que te diriges al estanco, al bar, a la sección de vídeos para adultos, al burdel o al casino. «Mira tu preciosa Creación ahora, Mister. ¿A que no te gusta que te den de tu propia medicina? Y si pillo cáncer de pulmón o fallo hepático o el puto sida, Colega, ya sabemos de quién habrá sido la culpa, ¿verdad? ¿Eh? ¡Haber pensado en eso cuando dejaste que Claire ROMPIERA CONMIGO!»
Penélope es una versión secular, más o menos. De modo que no le hablo de Dios ni de la friabilidad de Su amor, sino más bien del castigo largo, fino e interminable que te reserva el mundo si intentas vivir de acuerdo con la verdad y la decencia. Le hablo, con amargura, de cómo lucha a diario contra la idea de que su postura no lleva a ningún sitio, que todo, al final, resulta ser una mierda, que el mal gana invariablemente, que la gente..., la gente, en el fondo, no es buena, que su propio horror ante la falsedad no es más que un lamentable delirio de grandeza, y que lo mejor que puede hacer ahora es darse un buen y amargo guantazo en la cara...
Ella resiste bastante tiempo. Si no hubiese estado rondándola tanto tiempo —tantísimo tiempo—, me sorprendería, un poco, la fuerza de su resistencia. Pero no lo hace. Yo persisto en el aburrimiento. Hora del poli malo. «Puta imbécil de mierda. Lo sabías, ¿verdad? Tú sabías que esto acabaría así. Hay mierda por todos sitios, todo es una mierda, idiota ingenua y patética. Ponte de rodillas y refriégate la puta cara estúpida, confiada y arrogante que tienes en ella... Venga. ¡Te hará bien!» Hasta que, tras sentir una especie de fractura gélida en el centro del pecho, y siendo plenamente consciente de que no tiene ni idea de lo que va a hacer, detiene el taxi a la altura del bar que acaba de abrir a escasos tres bloques del piso que comparte con Declan Gunn. Recuerdo las últimas palabras que le dije. No es la primera vez que las uso. Y seguro que no es la última. Se las dije en un susurro largo y lento. «Asúmelo...»
* * *
He oído algunas patrañas teológicas con el paso de los años, pero una de las teorías más estúpidas con las que me he encontrado es la que sugiere que poseí a Judas Iscariote para que traicionara a Jesusito. ¿Alguien me lo puede explicar? Mejor no te molestes. Ya conozco la explicación. (Conozco todas las explicaciones.) La explicación es que millones de personas en todo el mundo, a pesar de estar en plena posesión de un cerebro en funcionamiento, piensan que yo quería ver a Cristo crucificado. Ahora, si me permites que hable sin tapujos: ¿esta gente está retrasada o qué? La crucifixión de Cristo era el cumplimiento de las profecías del Antiguo Testamento. La crucifixión de Cristo iba a reiniciar el mecanismo para el perdón de los pecados. ¿Y eso qué significaba? Que nadie tenía que ir al Infierno.
Así que, ¿puedes decirme por qué iba a hacer yo algo que ayudara a que ocurriera?
Debo decir, no obstante, que estuve en la Última Cena. Trece tíos con sandalias de piel apestosas, sobacos tropicales y rajas del culo pestilentes; una habitación diminuta (lejos del modelo de Leonardo), poca ventilación, humo de lámparas mal mantenidas, algún que otro cuesco apostólico, discreto pero sulfuroso, el sabor fuerte del vino peleón eructado... ¿Sabes cómo pasé la noche? La pasé cargando a Judas de culpa. «Tú, bastardo desgraciado. Sabes que lo que estás haciendo está mal. ¿Trece putas monedas de plata? Barato hijo de puta. No lo hagas, hombre. Escúchame. ¡Escucha la voz de tu conciencia! El enemigo te ha guiado por mal camino, pero aún no es demasiado tarde para que cambies de opinión y salves tu alma. Escucha la voz de Dios, Judas Iscariote. Este es un momento clave para ti. Estás a punto de condenarte al Infierno para la eternidad... ¿y por qué? ¡Por treinta putas monedas de plata! ¡No lo hagas, Judas!»
El tío era una roca. Ahorcarse fue demasiado bueno para él, si quieres mi opinión. En realidad, no es justo. Quiero decir que no es justo darle a Judas todo el mérito de su propia resistencia. Fue, como en el desierto, obra y gracia del Puñetero Viejo. Dios endureció el corazón del faraón... Sí, lo hizo (Él ha endurecido muchos corazones con el paso de los años), y el de Judas, también.
A pesar de todo esto, a pesar de la naturaleza injusta de la lucha, a pesar de Sus trampas, estuve a punto de clavarlo (perdonad el chiste) con Pilato y Procula.
Lo que he escrito, he escrito. A pesar de la decepción general que me llevé con el entonces gobernador de Judea, siempre he sentido cierta debilidad estética por la ambivalencia ecuánime de su infame sentencia. La gravidez solitaria de la pausa, sus sombrías implicaciones: lo que he escrito no es lo que quería escribir. Lo que he escrito es la verdad. Lo que he escrito es por lo que me juzgarán. Lo que he escrito no tenía que haberlo escrito yo... Quod scripsi, scripsi. La conclusión tautológica con su gravedad e idiotez. Lo escribió al final de una mañana de duración y transcurso no mensurables en horas. Fuerzas más allá de su control lo habían maltratado, acorralado y moldeado como lo harían fiebres y gripes. Sentía los huesos de los muslos frágiles, los tobillos débiles, la carne caliente y fría, como si un sudario empapado lo abrazara y abandonara al calor del sol. La sangre le silbaba y le latía con fuerza; el ensordecimiento descendió, poco a poco, hasta que sólo le dejó el sonido de los latidos de su corazón en el pecho; la visión parecía estrechársele en un túnel oscuro, cuyo extremo distante rondaban espíritus incandescentes. No lo di por perdido sin luchar, eso te lo puedo asegurar.
El lado de la cama de Pilato llevaba bastante tiempo frío cuando Claudia Procula se despertó con brusquedad eléctrica, bañada en sudor, sentándose erguida como una flecha por el sobresalto, asombrada de que los fuertes lamentos al otro lado del sueño se hubiesen traducido en meros gimoteos en el mundo de la vigilia. La señora de Pilato no estaba mal, y se volvía mucho más atractiva con la agitación sonambulística, pero eso no es realmente relevante, en absoluto, Lucifer. Lo que sí es relevante es que Pilato confiaba en sus sueños. No es que él fuera excesivamente supersticioso (aunque no encontrarías a muchos militares que, al final, no pasaran por gestos de propiciación pagana), pero los presagios de su esposa, inspirados en sueños, habían demostrado ser de utilidad en más de una ocasión, y una vez llegaron incluso a salvarle literalmente el cuello en Roma, poco después de que se casaran, cuando ella lo disuadió, tras una fuerte pesadilla, de que conservara un caballo que había comprado para la monta recreativa y que, una semana más tarde, tiró y le rompió el cuello a su siguiente propietario. En realidad, ella nunca había visto a Jesús, aunque había oído hablar de él y, por medio de cotilleos de esclavos la noche anterior, de su arresto y detención a manos de Caifás y compañía. En realidad, nunca había puesto sus ojos negros sobre él, así que no estoy del todo seguro de por qué me molesté en personificarlo tan minuciosamente en su sueño; podría haberme aparecido como Groucho Marx y ella no se habría coscado. Sin embargo, estaría mintiendo si no admitiese que asumir su apariencia y su semblante no me producía un cosquilleo profano. Me hacía sentir... Casi me da vergüenza decir que... Pues eso: lo que podría haber sido. En fin. Entré en el tejido de los sueños de Procula y me crucifiqué a mí mismo. Lo de estar ahí colgado en su mente con los estigmas floreciendo y el cielo oscureciéndose a mi espalda fue divertido. Me preocupaba haberme pasado con la sangre —ella y su marido enfangados en ella hasta las espinillas, agitándose y con las manos rojas— pero el tiempo (el Tiempo Nuevo) pasaba (la envidia de Caifás relucía a su alrededor como el aliento de un bebé, mientras el verdadero J. C. permanecía descalzo, con la cabeza a un lado y una paciencia exasperante en la sosegada línea de su boca) y yo quería el mensaje en titulares, por así decirlo: PILATO Y ESPOSA ASESINAN A UN HOMBRE INOCENTE. «ARDEREMOS EN EL INFIERNO POR ESTO», ADMITE EL GOBERNADOR. En cualquier caso, surtió efecto. Las piernas empezaron a cocear, bajó las cejas primorosamente depiladas (una grave, la otra aguda), frunció los labios color ciruela y puso una mueca de disgusto, las manos sudorosas se abrían y se cerraban. «No te metas con este inocente... No te metas con este inocente... No te...», me quedé allí hasta que se despertó, encantadoramente despeinada (encendida, hiperventilando, con un pecho del tamaño de un mango fuera del camisón; si no hubiese tenido tanta prisa...) y llamó con voz aflautada a la sirvienta.
Si quieres llegar hasta el hombre, hazlo a través de la mujer. El Edén parecía a años luz (secuencias en súper 8, con mucho grano y colores desvaídos) pero yo no había olvidado sus lecciones. La autocomplacencia nunca ha sido mi vicio y, ciertamente, no lo era aquella mañana en Judea, pero me sentía, ¿cómo decirlo?, optimista.
Pero bueno, sigamos.
De hecho, las cosas empezaron con buen pie, con la irritación de Pilato por tener que salir del praetorium y dirigirse hacia el patio para encontrarse con los sacerdotes (la pascua judía establecía qué objetos, comidas y lugares eran limpios y cuáles no), irritado por la respuesta del chivato de Caifás a la pregunta del gobernador sobre de qué se acusaba al prisionero. «De no ser un malhechor, no lo habríamos traído ante ti.» Vi cómo aparecían surcos en la frente de Pilato y, prácticamente, me froté las manos de regocijo. Creo que si se hubiesen quedado fuera, yo habría tenido alguna posibilidad. Sin embargo, Dios se estaba entrometiendo. El puñetero de Dios se estaba entrometiendo. Lo notaba de vez en cuando en las leves sacudidas de cabeza del gobernador (como si intentara deshacerse de un pitido de los oídos) y en el movimiento nervioso de sus manos. El sol martilleaba las piedras del patio y, cuando Pilato alzó la mirada, durante un momento, el cielo le golpeó como una cacofonía.
—¿Eres tú el rey de los judíos?
—Tú lo dices.
No olvidemos el estilo elíptico de Junior. Si hubiese dicho: «Puedes apostar tus faldas a que sí, Soponcio», el procurador podría haberlo dejado ir como a otro Hebe chiflado, pero el tono no era el más adecuado para eso, ya que sugería, cuando menos, impavidez, y cuando más, desprecio. «No te ofendas», le digo yo. «Su intención no es ser insolente. No te precipites, hombre.» Mientras tanto, los peces gordos del sanedrín refunfuñan y farfullan como una banda de pavos hiperactivos, y la luz del sol juega a su antojo con sus bumeranes y arpones. «Diles que tú no tienes nada que ver. Diles que lo crucifiquen ellos si tanto les pone de los nervios.»
Lo cual sería ilegal, como saben muy bien tanto Caifás como Pilato.
—Aquí hace demasiado calor —dice a nadie en particular. Luego, al prisionero—: Tú, entra conmigo.
Era hora de pedir refuerzos. Escogí a la crême de la crême de entre la hueste de ángeles caídos y los reuní en Jerusalén. «Esto se va a poner feo», les dije. «Estoy seguro de que va a utilizar a la peña. Quiero que estéis ahí. Justo ahí, ¿entendido? Quiero que les susurréis tan cerca que podáis saborearles la cera de las orejas, ¿de acuerdo? Por lo menos tres de vosotros por cada persona que se encuentre entre la muchedumbre. ¿Está claro? Venga, vamos.»
Me trabajé bastante a Pilato en el praetorium. En verdad, uno de mis mejores trabajos, distorsionado, no obstante, por la ironía de su aplicación. Cualquier otro día, las réplicas cortantes y los auténticos non sequiturs de J. C. habrían agotado su paciencia y habría firmado la orden de crucifixión con la cabeza en otra parte. Pero en este caso, se pasó la mayor parte del tiempo en la sala de juicios dudando entre la curiosa fraternidad que sentía hacia este zángano y una convicción extrañamente objetiva de que su propia destrucción sería inminente si no lo ejecutaba. Las manos y la cara le empezaron a arder. Las lámparas no estaban encendidas (¿qué necesidad había con aquellas columnas de luz llenas de polvo y de palabra divina?), pero tenía problemas para respirar por el hedor a aceite quemado. Esta noche le pediría a Claudia que le preparara un trago. Los pensamientos ascendían y estallaban, vacíos, como pompas de jabón indoloras. Tenía el irresistible deseo (cortesía de moi) de entender las adivinanzas. «Mi reino no es de este mundo. Si mi reino fuera de este mundo, mis siervos habrían luchado...» Pero sus palabras —reinos, siervos, luchar— no hacían más que devolverlo a su propio mundo, uno en el que él era Poncio Pilato, procurador romano de Judea, con una ciudad desbordada por las fiestas, una muchedumbre cebada por las habladurías fuera de palacio y una falange de psicopolicías eclesiásticos a punto de derribar la puerta. Y aun así, seguí trabajando, asombrándolo a él —y a todos los guardas de la sala— con su propia tolerancia. Su cara encontró alineaciones nunca vistas hasta ahora, una gramática de la expresión que su propia madre no habría reconocido, poniendo de relieve transiciones improbables que iban de la ira a la dicha, de la perentoriedad a una paciencia que ascendía casi a la categoría de cordialidad. «Yo no encuentro ningún delito en él.» Las palabras cayeron como pétalos de genciana. Un centurión sudoroso intercambió una mirada arriesgada con un portaestandarte. «¿Estamos soñando, Marcos?»
No, no estábamos soñando. Yo estaba terriblemente cansado, no me importa decirlo, y con más dolor insoportable de lo habitual. Todo este tira y afloja me estaba matando. Sé que esta es una pregunta retórica pero ¿tienes idea de lo difícil que es tentar a un ser humano para que se aparte de su destino? Ves el conflicto conceptual, ¿verdad? Para Pilato, como te podrás imaginar, también resultaba estresante. Se rascaba mucho el cuello. Echaba a andar con arranques violentos y luego se sentaba otra vez después de dar tres o cuatro pasos. Las propias piedras del praetorium estaban caldeadas de incredulidad, como si se hubiesen abochornado.
«Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad, escucha mi voz.» Recuerdo haber pensado: sí, todo esto de estar aquí de pie con los hombros caídos y las venas hinchadas, hablando de dar testimonio de la verdad está muy bien, pero lo que acabas de decir podría haberlo dicho yo perfectamente, colega, y nada de eso habría sido mentira. Parte de esta sensiblería se le pegó claramente a nuestro jefe asediado, que, poniéndose de pie de repente, espetó: «¿Qué es la verdad?», antes de darse media vuelta sobre sus talones asandaliados y salir de nuevo, furioso, donde se encontraban los sacerdotes.
¿Sabes qué te digo? Que hablar sólo de esto resulta bastante agotador. Ven conmigo un momento. Confía en mí.
La pedofilia es lo que yo llamo una inversión de ganancias flexibles. Produce beneficios de tropecientas maneras diferentes. El más obvio es el sufrimiento inmediato de los niños, seguido de la vergüenza, la culpa, la repugnancia por uno mismo, el que no te crean, el odio. No menos importantes son el reloj de sus propios deseos, cuyos tictacs se oyen ahora alto y claro, y todos esos días y horas rebosantes de sueños antes de que se geste el primer daño y empiecen a juguetear ellos mismos con jovencitos. Luego están los perpetradores. De nuevo la vergüenza, el odio hacia uno mismo, la culpa inútil. Inútil para Dios, quiero decir. La culpa sólo es útil para Dios como prólogo a la penitencia y a un cambio de conducta. Pero ningún pedófilo va a cambiar sus costumbres basándose en la culpa. El deseo de carne fresca es demasiado fuerte.
La culpa, simplemente, no está a la altura. Va así: deseo-gratificación-culpa-deseo-gratificación-culpa-deseo-gratificación-culpa, etc. Es un mecanismo interrumpido si los polis los trincan y un juez los enchirona, pero, de lo contrario, imparable, excepto a través de un importante curro psíquico y profesional, en el que ni el perpetrador ni su mundo están remotamente interesados en invertir. Luego, también está el sufrimiento de los padres (me refiero a aquellos casos en los que ellos no son precisamente los culpables). El horror de tener miedo de su propio hijo mancillado. La vergüenza de haberlo sospechado y no haber hecho nada. La vergüenza de haberlo sabido y no haber hecho nada. Pero lo mejor de todo, con diferencia, es la oportunidad que da a la peña con pretensiones de superioridad moral.
La próxima vez que un pedófilo salga en los medios de comunicación, fíjate bien en la atención que le prestan sus espectadores, mira con detenimiento las caras de la muchedumbre indignada. Ahí es donde me encontrarás. Esos fotogramas pixelados de papás y mamás amorosos que aparecen en los tabloides transformados, por la rectitud, en bestias gesticulantes, pidiendo sangre a gritos, enseñando a sus hijos a odiar primero y a preguntar después (o, mejor aún, nunca), alentados e inflados por la mentira que se han tragado de que están haciendo el trabajo de Dios. Esta es la cosecha de calidad de la pedofilia: la indignada muchedumbre sedienta de sangre, movida por la decencia, obscenamente aliviada de la carga del pensamiento y del yugo del argumento. LOS MALVADOS PERVERTIDOS DEBERÍAN SUFRIR LA MISMA TORTURA. Los líderes más vehementes me hacen burbujear de orgullo. Habrás notado, sin duda, cómo las primeras expresiones genuinas de dolor y conmoción de mamá y papá se convierten, gracias a la seducción de las cámaras y a que las masas los tratan como a famosos, en indignación estudiada y en tartamudeos de incredulidad calculados. Habrás observado, me atrevo a decir, alguna que otra amarga confidencia comprada a muy buen precio, ahora que su pérdida los ha excusado de sus propios defectos éticos y mediocridad moral. Han sufrido la tragedia del pobre soldado Tommy y, por consiguiente, quedan absueltos de cualquier responsabilidad. Ahora sólo se les requiere para que existan como mascotas de las masas. Por favor, fíjate en la multitud de ahorcarlos-es-demasiado-bueno-para-ellos que sale en los periódicos; fíjate y dime, si puedes, que hay mal mayor que la transformación de los individuos en muchedumbre que se mueve dando bandazos al unísono y que se autofelicita.
Dios me lo enseñó. Sí, el mismísimo Dios me enseñó el valor de las masas hace un par de milenios en Jerusalén.
Los chicos me contaron más tarde que no pudieron creer lo que pasó. Lo que pasó fue, ni más ni menos, que se mezclaron masivamente las miríadas de instigaciones en los oídos de la multitud. (Por cierto, no era una multitud tan multitudinaria. Puede que un par de cientos. No más, vaya. De todas formas, la idea de que eran unos putos miles de judíos a su libre albedrío pidiendo a gritos la sangre de Junior me ha venido muy requetebién a lo largo de los siglos, así que supongo que no debería quejarme. Seguiré el rollo y ya está.) Lo que pasó es que ellos dijeron una cosa a la muchedumbre y Dios se aseguró de que oyeran otra. Es decir, «liberad a Barrabás» no se parece en nada a «liberad a Jesús», ¿a que no? Ni «crucificadlo» se parece mucho a «dejad que se vaya». Ni el tipo de cosa que oyes mal por accidente. En aquel momento pensé que los chicos no se estaban esforzando al cien por cien. La psique de Pilato todavía se tambaleaba como un manjar blanco, preocupada —atónita, de hecho— por su propia reticencia a hacer lo que haría normalmente y buscar el camino político menos conflictivo. La sensación era tanto seductora como nauseabunda y, en algún lugar intermedio entre ambas, ordenó que azotaran al prisionero.
No me gustó. No lo del azotamiento per se, obviamente, sino lo de que se hubiese traspasado la línea del contacto físico. Los maltratadores de esposas de todo el mundo te lo confirmarán: el efecto principal que produce pegar por primera vez a tu esposa (asumiendo que ella no te deja inmediatamente ni te corta la polla mientras duermes, claro) es que hace mucho más fácil pegarle —más fuerte— una segunda vez. Luego una tercera y una cuarta, etc., hasta que pegar ya no te llena y tienes que empezar a ser creativo. Aunque él no blandió el látigo, Pilato tenía las manos manchadas con la acción; y lo que es más importante, había visto que podía hacer sangrar a aquel hombre y que su sangre era roja, como la de cualquier otro. Eso bajó las apuestas. No pintaba bien para mí. Si podía azotarlo como a un hombre, podía crucificarlo como tal (aunque, después de todo, fue algo ameno ver a Emmanuel pasar tan mal rato, lo admito). Después llegó el mensaje de Procula, de manos de una sirvienta vestida de rojo, cuyas pequeñas facciones oscuras parecían apiñársele en medio del rostro como temerosas de un disparo. «No te metas con este justo, porque hoy he sufrido mucho en sueños por su causa.»
Bueno, ya era un poco tarde para no haberse metido con él, ya que estaba colgado del poste con jirones de tela manchados de sangre, una corona de espinas, sudando a chorros y vidrioso con los escupitajos de los soldados de Pilato. Pero no demasiado tarde, quizá (¡eso es, sigue!), como para evitar que lo clavaran a la cruz en el Calvario. Convencido de que mis chicos, para aquellos entonces, ya habrían convencido a la muchedumbre, le metí al procurador en la cabeza mareada (¿por qué el suelo se bamboleaba así?) que debería llevarse con él al prisionero, dejar que aquellos idiotas viesen que aquel que llamaban «Rey de los Judíos» estaba dando un espectáculo inofensivo y más bien lastimoso para la pompa y el orden imperial; salvarlo, en otras palabras, por compasión. Yo no sabía, repito, que Dios ya se había puesto manos a la obra con ellos. Y tampoco lo sabía, como es obvio, Caifás, que había ordenado a sus compinches que se mezclaran entre el gentío para comprar gritos con monedas. Todo redundante. Dios había liberado la fuerza del colectivo de rectos con muerte cerebral. Ellos no sabían por qué parecía imperativo crucificar a aquel tipo, sólo sabían que, de algún modo, él era Ellos y ellos eran Nosotros. Podían haber sido las gradas de Old Trafford o el oscilante Anfield Kop. Podía ver a mis hermanos angélicos entre ellos como fragmentos de un arcoíris hecho añicos. La falta de resultados no se debió, claramente, a la falta de esfuerzo; ellos brillaron, pulularon y susurraron... y no consiguieron nada en absoluto. Y aquí es donde mi anterior presunción acerca de la importancia del comentario adecuado en el momento oportuno vuelve para atormentarme, ya que Caifás se acercó más para soltar el que le puso la guinda al pastel:
—Los súbditos de César son unánimes al condenar a este blasfemo e instigador contra Roma. Estoy seguro de que al emperador no le gustaría saber que su gobernador en Judea permite que un individuo así viva y divulgue sus mentiras. Roma, tarde o temprano, se entera de todo.
Pilato cerró y abrió los ojos con lentitud y cansancio, aunque no tan despacio ni con tanto cansancio como Jesús, claro, que ya tenía problemas para mantenerse en pie.
—Muy bien, tú ganas —dije, deslizándome a su lado—. Sin embargo, el asunto de los clavos no va a ser nada fácil, ¿verdad?
* * *
¿Sabes una cosa? Voy a echaros de menos cuando os hayáis ido. Voy a echar de menos nuestro..., nuestro rollito, nuestra relación de trabajo. Voy a echar de menos que me escuchéis, que le encontréis sentido a las cosas y sigáis mi consejo. Voy a echar de menos vuestra franqueza (me refiero a la franqueza interior, la que está camuflada de toda esa duplicidad, omisión y pretensión externa). Voy a echar de menos vuestro narcisismo, vuestro sentido del humor, vuestra abrumadora debilidad por lo que os hace sentir bien. Es decir, por lo que os hace sentir bien al principio. Pronto, ya mismo, se habrá acabado, todo se habrá acabado. ¿Qué voy a hacer conmigo mismo cuando os hayáis ido?
Y, gracias a esta estancia encarnada, voy a echar de menos..., maldita sea, colega, voy a echar de menos los apretones de manos, ¿sabes? La sincera comodidad de la carne y los huesos. Esta carne y estos huesos son sinceros, ¿que no? Te dicen la verdad, ¿a que sí? El viento en el pelo, la lluvia en la cara, el calor del sol entre los omóplatos..., la percepción en estado puro. Los besos. Los abrazos. Las mamadas. Olvida a René: los sentidos no nos engañan, no sobre las grandes cosas, no sobre lo que significa estar aquí.
Hice un alto en el guión y fui a la iglesia. San Pablo. Llámalo corazonada, intuición o presentimiento, pero algo me atrajo hasta allí. (Por cierto, los sueños me están matando. Estoy atrapado, una y otra vez, en espacios minúsculos y vastos. ¿Le encuentras sentido? ¿Sueñas con paradojas? Cuando me desperté esta mañana, no podía ni con un buck's fizz. Harriet me sugirió que fuese al médico. Harriet me sugirió que fuese a ver al loquero. «Le dijo la sartén al cazo, Harriet», pensé, «le dijo la sartén al puto cazo». La película..., la película va viento en popa. Harriet lleva dos días sin salir de la cama. Se sienta con las piernas cruzadas entre los almohadones y habla por teléfono, mueve dinero, cuenta mentiras, pide que le traigan cosas, las consume a medias y pide que se las retiren. Se lo he dicho: «Para el carro, vas a caer enferma». ¿Crees que me hace algún caso? Trent está molesto por la naturaleza no episódica del proyecto. Lleva deprimido desde que le mencioné que tampoco había razón para una protosecuela. Y yo, mientras tanto, ando preocupado por el tercer acto...).
San Pablo. Bien, si vas a hacerlo, hazlo a lo grande. Todavía me cuesta llegar a los sitios y la excursión de esta tarde a la catedral no fue una excepción, con ese asfalto recalentado y esos árboles vergonzosos de Londres, ese revuelto de hedores y perfumes, esa luz del sol gran angular y esos cirros fantasmales en la estratosfera. Yo estaba fresco, bueno, más o menos, si no contamos el cuelgue de coca y los tres Sublevación de Lucifer que me había tomado para dejarlo. La verdad es que hay un residuo más o menos permanente de productos químicos y de alcohol en el cerebro encogido de Gunn estos días, pero, ya me entiendes, estaba fino, relativamente.
Y menos mal, si tenemos en cuenta quién apareció.
Me salí de la carcasa de Gunn justo a tiempo. Allí arriba, en la Galería de los Suspiros, bajo la gigantesca panza nervada de la bóveda, no podía deshacerme de ella, de aquella sensación de que me estaban vigilando que me venía preocupando desde... No sé. De un tiempo a esta parte. A pesar de llevar tiempo ardiendo a fuego lento, prendió allí mismo con virulencia, entre los susurros sibilantes que correteaban a toda prisa. Además, fue peligroso por el descubrimiento, sin previo aviso, del miedo que siente Gunn por las alturas y por mi balanceo, precario, en la barandilla de la galería. La presencia —de la que ya no cabía la menor duda— se fusionó justo antes de que la creciente marea de zumbidos en los oídos que la anunciaba me hubiese sacado, literal y metafóricamente hablando, de mis casillas. Con un tirón nauseabundo (imagínate un fémur desencajado de la ingle), me desgarré del cuerpo de Gunn, que, como es lógico, se cayó al suelo, de culo, quedando en esa indecorosa postura sentada que adoptan las muñecas de trapo abandonadas.
—«Y fue arrojado el gran dragón, la serpiente antigua, el llamado Diablo y Satanás» —dijo Miguel con tono monótono y una especie de exceso de aburrimiento—, «el seductor del mundo entero; fue arrojado a la Tierra y sus ángeles fueron arrojados con él...», hasatan, ¿lo has olvidado, amigo mío?
¿Dolor? Bueno, puedes apostar que sí. Ni te imaginas lo que me costó mantenerme de una pieza, allí arriba, en las sombras de la bóveda, mientras vosotros, chiquitines, correteabais abajo como cucarachas. En términos corpóreos, lo habría definido como una grave hemorragia interna. Lo habría definido como un traumatismo craneal. Lo habría definido como una necesidad inmediata de cuidados intensivos. Dejar el cuerpo ya, de por sí, era bastante malo —la espantosa reunión con mi rabia y dolores angélicos por defecto—, pero obligarme a hacerlo tan rápido y que él tuviera que encargarse de... Bueno. Me refiero a ser justos.
No es que se lo demostrara, como es obvio, no más de lo que él me lo demostró a mí, y te puedo asegurar que, para él, mi presencia tampoco era un regalo para los ojos.
—Miguel —dije—. Querido. Han pasado años.
Me pregunté, periféricamente, cómo demonios este trozo de mundo material podía contenernos sin mostrar signos radicales de estrés —casi me esperaba que la cúpula se agrietara y se derrumbara—, hasta que caí en lo que debería haber sido obvio: dispensación divina. Después de todo, era la Catedral de San Pablo. A veces soy un poco lentito.
—Tienes miedo —me dijo, calmado.
Sonreí.
—Es alucinante —dije— que tengáis tan claro que vuestro deber es decirme eso. El otro día fue Gabriel. Me pregunto por qué pensáis que es tan importante. Me atrevo a decir que los escépticos hablarían entre dientes de que eso es lo que os gustaría.
Él me devolvió la sonrisa.
—¿Recuerdas el consejo que Él les dio a los mortales —dijo— de que deberían amar a sus enemigos? Yo los compadezco por tener que requerir tal instrucción.
—¿Tú has visto El imperio contraataca? —le pregunté.
—Porque para nosotros amar a nuestros enemigos en proporción a nuestra proximidad a ellos es de lo más natural. Somos tan parecidos, satán. Estamos tan cerca el uno del otro.
Me irrita un poquitín lo de «satán» con la s minúscula. Sólo significa «el que obstruye». No el insulto en sí, sino que él sea incapaz de estar por encima de eso. No hay ni que decir que él le tiene mucho apego a su propio nombre, que, en las fiestas, traduce como «el que es como Dios». No sé cómo el Viejo Cascarrabias se lo consiente, ya que la traducción correcta —y muchísimo menos halagüeña— es una pregunta retórica: «¿Quién es como Dios?». Eso le tocaba mucho las pelotas en los viejos tiempos. Cada vez que alguien decía: «Mmm, ¿Miguel?», yo lo cortaba diciendo: «Yo».
—Tan cerca y aún tan lejos —dije—. ¿Cómo van las cosas en el negocio del peloteo? Por cierto, estoy pensando en darle tu papel en la película a Bob Hoskins. ¿Qué te parece? Estoy seguro de que me convencerías para que lo hiciese Joe Pesci.
Entre tú y yo, estaba padeciendo el malestar más insoportable. Bajé la mirada hasta la galería, donde la imitación de Gunn de un borracho o de un yonqui desmayado había atraído la atención de dos niños pequeños que, ignorados por sus susurrantes padres, estaban haciendo pedazos los envoltorios de aluminio de sus kit-kats y echándole a Gunn los trozos en el pelo. Me pregunté, abatido, qué pasaría si llamaran al guardia de seguridad.
—Nos has sorprendido —dijo. Nunca ha llegado a comprender que una conversación no consiste en que la otra persona emita sonidos a los que no prestas atención mientras piensas en la siguiente parte de tu monólogo.
—¿En serio? ¿En quién estabas pensando? ¿En Harrison Ford?
—Con la brevedad del periodo de tiempo que se te ha dispensado, pensábamos que, a estas alturas, estarías en la melancolía de la madurez. Y, sin embargo, has conseguido... mantenerte, más o menos, en el egotismo de la adolescencia.
—No menosprecies el egotismo adolescente, listillo. Con egotismo adolescente y mucho dinero, uno tiene muchas posibilidades de gobernar el mundo, lo cual resulta obviamente redundante cuando, de hecho, ya gobiernas el mundo.
Me sentía fatal, te lo juro. ¿Te ha pasado alguna vez que llegas a casa perdida, completa y auténticamente borracho, apagas la luz, te tumbas y sientes que la habitación da vueltas como bailando un vals? ¿Sí? Bueno, pues eso era mil galaxias peor.
—Soy consciente de que esto puede resultarte grosero, querido, pero ¿para qué has venido exactamente, eh?
—Para ayudarte —dijo él.
De haber tenido cara, justo en ese momento, ponerla seria no habría sido un mal truco.
—¿Ajá? —dije— ¿Umhum? ¿Sí?
—De poco tiempo a esta parte, Lucifer, ¿no has...?
—Mira, ¿por qué no eres un buen chico y lo sueltas ya, eh? Así quizá podamos seguir disfrutando de nuestras respectivas movidas. En caso de que haya escapado a tu atención, había venido a pasar media hora tranquilito en la Casa de Dios.
—Has venido porque has sido llamado.
—Oh, querido, esto es muy poco civilizado. Esperaba, ya sabes, por tu parte, Miguel, esperaba cierto nivel de...
—Tienes miedo —dijo, esta vez con aires de alguien que está en genuina posesión de una verdad poderosa. Si no hubiese continuado, no estoy seguro de no haber empezado el Apocalipsis allí mismo y en aquel preciso instante—. Tienes miedo de lo que más deseas. Deseas aquello de lo que tienes más miedo. Piensa en ello, hermano.
—Seguro.
—Piensa en ello.
—Seguro.
Para ser justos con él, no tenía pinta de estar regodeándose. Ni, en honor a la verdad, se quedó para una cháchara vacua.
—Pronto te veré, Lucifer —dijo.
—No si yo te veo antes, Miguel —le respondí.
Después de eso, no me apetecía volver andando al Ritz. Llamé a Harriet al móvil y mandó a Parker —cuyo verdadero nombre es Nigel— con el rolls. Nigel y yo hemos conectado. Nos pusimos a charlar dando una vuelta relámpago de madrugada por la ciudad (Harriet perdió el conocimiento en el asiento de atrás) y lo reconocí como uno de los míos. Ahora lo necesitaba como vosotros necesitáis una película de evasión cuando hay que repasar para un examen.
—La cuestión —dije, después de desplomarme en el generoso asiento trasero del rolls y de que la tapicería ronroneara dándome la bienvenida— es que, al llamarlo multiculturalismo, diversidad, ébano y marfil, somos el puto mundo o lo que sea, se está pasando por alto algo mucho más fundamental. Se está pasando por alto la erradicación deliberada de una raza a manos de otra, para lo cual, en el siglo XX, existe una palabra: genocidio. Me parece, Nigel, que tu preocupación (y doy las putas gracias a que no estás solo en esto), tu preocupación sentida feroz y justamente, es detener el genocidio que está teniendo lugar en este país aquí y ahora.
—¿Está bien, jefe? —dijo Nigel, lanzándome una mirada de ojos azules por el espejo retrovisor—. Está un poco paliducho (un lenguaje familiar el de Nigel, aunque sazonado con los ingredientes básicos del Partido por la Preservación del Nacionalismo Británico: derechos, gente decente, honor, diferencia, la raza blanca, nacionalismo, patria, realojamiento).
—¿Qué se puede decir, Nigel, de un país cristiano —proseguí, palpándome los bolsillos en busca de los silk cuts y el zippo— que vende sus iglesias, sus iglesias, a los musulmanes para que las conviertan en mezquitas? Es decir, corrígeme si me equivoco, ¿vale?, corrígeme si mis conocimientos de historia son deficientes, pero ¿no hubo, años ha, una pequeña operación conocida como las Cruzadas? ¿Y qué era entonces, un ejercicio académico, eh? —Le puse a Nigel un tono de rugido en mi pregunta retórica. Le saca de quicio. En realidad, le encanta, aunque experimente el disfrute como asqueamiento político—. ¿Sabes, Nigel, que en ciertas zonas de Reino Unido, ahora obligan a niños menores de diez años, niños cristianos, esto es, niños cristianos ingleses, a estudiar el Corán? Tú esto se lo cuentas a la gente y se cree que te lo estás inventando.
—Los conservadores tienen un lord negrata.
—Lo sé, Nigel, lo sé. Cuando pienso en el..., el...
Dudé. (Hacía mucho tiempo que no veía a Miguel. El Tiempo Nuevo no lo había cambiado. Seguía con su seriedad excesiva, su alarde de físico angélico y sus irritantes aires de inteligencia privilegiada. No hay duda de que se cree que hay un montón de cosas que él sabe y yo no. Que se las meta por donde dijimos. A fin de cuentas, hay algo que yo sé y él no...)
—Cuando pienso en el papel que este país vuestro desempeñaba en el escenario global —continué—; cuando pienso en la idea de que el sol nunca se ponía en el Imperio Británico; cuando pienso que este país ha llevado la luz de la civilización a sitios oscuros, que ha llevado tecnología, conocimientos, industria, importaciones y exportaciones, ya me entiendes, que ha educado a naciones menos inteligentes para que aprendan a hacer uso de los recursos naturales, recursos que muchas veces no sabían ni que tenían, Nigel; cuando pienso en eso, a la luz del genocidio cultural y lingüístico que se fomenta ahora en vuestras escuelas, iglesias, hospitales, sistema legal... Cuando pienso en eso, me pregunto: ¿es así como los países del Imperio le devuelven la moneda a su antiguo soberano?
Vuestro país. He suavizado el recelo inicial de Nigel: le dije que era medio italiano, que no vivía aquí, que estaba de paso y que era un miembro de la PPNI (Partita per la Preservazione di Nazionalismo Italiano), el equivalente ficticio comespaguetiano del PPNB. Cuando digo cosas como «antiguo soberano», luego me arrepiento, ya que el vocabulario de Nigel necesita muy poco espacio para estirar las piernas... pero ahí me tienes otra vez, ¿te das cuenta? Barroco. Siempre tengo que recargarlo todo. Sinceramente, a veces soy mi peor enemigo.
—Lo de los presentadores de informativos sí que me cabrea —dijo Nigel, cuando giró hacia Trafalgar Square—. Que si Sanjit esto, que si Mustafá lo otro... Hay un puto pakistaní dando el tiempo en BBC1.
Fachadas de West End, una troupe de palomas repiqueteadoras, semáforos en verde.
—Nigel —le dije—, va a tener que haber algunos cambios significativos en el mundo. Hace mucho, mucho tiempo que hacen falta cambios...
* * *
Esta tarde, en el cuchitril de Clerkenwell, una foto de la madre de Gunn me deprimió. (Por los clavos de Cristo, conque este puto jueguecito de escribir era coser y cantar, ¿eh? Lo del guión está chupado comparado con estas divagaciones. De todas las seducciones terrenales posibles del mundo mundial...) Bueno, la foto. De finales de los sesenta, justo cuando Gunn debió de haber empezado la escuela. Ella estaba trabajando por las tardes en un café de Market Street. El chef estaba enamorado de ella. A ella le gustaba como amigo, pero después del sij que se largó sin pagar, ella le había echado el cerrojo a la tienda de su corazón, y no digamos a las dependencias vaginales. (Estos eran los días anteriores a la bebida y a que yo la sedujese, aquellos días castos anteriores a que la soledad la condujese a los abrazos pulposos de taxistas y vendedores con halitosis.) Bueno, la foto. Se nota que alguien acababa de decir «Ángela» y luego había hecho saltar el flash cuando se giró. El momento captura su mirada ignorante, la cara que le dio al mundo cuando este no le había dado tiempo para que se preparara, la cara sin arte ni protección. Se nota que una fracción de segundo después, tras parpadear intentando borrar la persistencia de la imagen creada por el magnesio, dijo: «Maldita sea, Dez», o Frank o Ronnie o cualquiera, «vete a freír espárragos». Pero en ese momento, es ella misma, absoluta y desprevenida.
Esta foto afecta a Gunn, porque no hay rastro de él en los ojos de su madre. Él está en la escuela o en casa de su abuela o en casa de la señora Sharpie o en cualquier otro sitio (muchas mujeres en la infancia de Gunn, no los hombres suficientes; no me extraña que saliera tan mariquita). Seguro que, justo después de que el obturador y el flash la hubiesen atrapado, su historia y su condición de madre volvieron; pero, gracias a ese único instante, Gunn está viendo una versión de su madre que no tiene nada que ver con él. Él la recuerda, recuerda que ella tenía mucho que perdonarle. Sobre todo, que nunca pensara en ella como persona en sí. En vez de eso, la medía por su estética poco adecuada y su mala pronunciación, erizante de vellos; es decir, la medía, únicamente, en relación consigo mismo. Ella lo sabía. Él sabía que ella lo sabía. Una y otra vez su determinación de sobreponerse a sí mismo. Una y otra vez su fracaso para cumplirlo.
En cualquier caso, me deprimió un huevo cuando esta mañana la encontré con una pompa en una esquina y un doblez en la otra en la cajonera de Gunn. Se suponía que estaba haciendo el borrador de la versión cinematográfica de mi discurso de «¡Salud, mansión de horrores!». Terminé sentado con un repugnante y apestoso silk cut, la barbilla apoyada en una mano y la cara más alegre que un neumático desinflado. Me costó un mundo arrastrarme de vuelta hasta el Ritz para cenar. De hecho, si no me hubiese acordado de que había quedado para comerme la cena en el EXXX-Quisito y jugoso culo de Miranda...
Te lanzo una pregunta. Yo, Lucifer, te pregunto: ¿qué maneras son estas de que el Rey del Infierno pase sus días terrenales?
—¿Qué es lo que veo? —me dijo Trent Bintock después de la cena (¿quieres los detalles de la cena?, no, mejor no quieras saberlos)—. Lo que veo es un puto travelling superlargo desde el ángulo de Lucifer, como si... —se debatía consigo mismo— como si bajara por una montaña rusa mirando hacia el lado contrario, ¿sabes? Mira hacia atrás y ve el Cielo alejándose cada vez más. Se cae por esta puta pendiente irreal. Salvo que no es una puta montaña rusa, tío, es el espacio, es el antiespacio y está vacío. (Sus ojos azules de halcón brillaban con regocijo infantil; estaba poseído, observé, por la confianza, aburrida e inagotable, de la cocaína.)
—Salvo que no estaba vacío —le dije, y le dejé una pausa para que lo pillara por sí mismo. Con Trent, esto siempre es un error. Diez segundos de brillante desconcierto por su parte. Yo estaba descubriendo (a estas alturas del juego, por el amor de Dios) la impaciencia—. Estaba ocupado, de hecho, por mis seguidores. Te olvidas, chaval, de que todo un tercio de los benē 'elöhïm se vino conmigo.
—¿Bene qué?
—Hijos de Dios. Ángeles. ¿Sabes lo que te digo, Trent? Que no te vendrían mal unas lecturas previas si vas a... Lo que quiero decir es que en esta historia hay un puto argumento, ¿entiendes? Podrías pasarte por una biblioteca para verificar datos antes de empezar a grabar.
Durante dos minutos —y no estoy exagerando— la cara de Trent conservó su expresión de alegría a prueba de bombas. Era tal el brillo de sus ojos que podría haberte perdonado por suponer que estaba al borde de las lágrimas. Pues incluso en ese momento, no hubo más que la chispa de un destello cuando dijo:
—¿Estás siendo condescendiente conmigo, tío?
—Trent —le dije, riéndome y sobándole el pecho de un modo que él no sabía muy bien cómo interpretar—, mi querido, querido y adorable Trent. ¿Por qué no dejas que te cuente cómo fue y ya está? ¿Por qué no te cuento lo que recuerdo?
—Lo que recuerdo —le dije, no a Trent, que tuvo que atender una llamada que le hicieron desde Nueva York, sino, mucho más tarde, a Harriet en la cama, después de un aborto de juerga padre— es el aspecto que tenía al mirar hacia atrás. Es difícil expresarlo, como es obvio, dado que no estamos hablando de un sitio, de algo material. Ni siquiera de una idea, en realidad.
No sabía si estaba dormida o despierta. Las cortinas estaban abiertas y dejaban al descubierto una elegante vista de las luces de Londres, antes del amanecer, bajo un cielo claro del color del humo. El último despliegue de estrellas era aún visible. La salida del sol era una presencia vasta y magnánima por debajo del horizonte, una benevolencia furiosa con una riqueza de energía inagotable. (Salvo que, por supuesto, no es inagotable. Salvo que, por supuesto, se está quemando hasta extinguirse.) Pensé en las gradaciones atmosféricas del planeta: troposfera, estratosfera, mesosfera, termosfera y exosfera. Pensé en lo lejos de casa que te sentirías allí fuera al mirar hacia atrás. Pensarías que eso era nostalgia. Pensarías que eso era exilio...
—Si tuviera que constreñirme a una metáfora —continué, a medida que se acercaba un avión con su parpadeo rítmico—, supongo que sería..., supongo que sería la cualidad de lo azul.
Esperé a que Harriet dijera: «¿Azul?», pero no dijo nada. Siempre se queda dormida (si es que efectivamente estaba dormida en ese momento) en la misma postura: tumbada boca abajo con la cara vuelta hacia la derecha, hacia la ventana y el brazo derecho colgando por el lado de la cama. Se parece a Cindy Sherman. Casi te esperas ver pastillas desparramadas cerca de la mano colgante, un vaso vacío y dinero arrugado. Y, ¿quién te culparía? La mayoría de las noches, cerca de la punta de los dedos colgantes, puedes encontrar pastillas desparramadas, uno o dos vasos vacíos, billetes y recibos arrugados...
—Azul —repetí, en voz baja. El bajo murmullo reconfortante del hotel, la respiración agitada y la inteligencia cansada de la ciudad, la una dentro de la otra—. Recuerdo, al volver la vista hacia la cabalgata que descendía vertiginosamente, el torrente llameante de mis hermanos rebeldes... ¿Harriet...? Recuerdo haber visto lo que vosotros pensaríais que es, lo que vosotros representaríais perceptualmente —sabes que la percepción es la mayor de las metáforas, ¿verdad?—, lo que veríais como lo azul y el espacio. Un tipo especial de espacio, un tipo especial de azul, no el azul de un cielo ártico, ¿vale?, ni el azul lapislázuli de la Alegoría de Venus y Cupido de Bronzino... y, sin duda, no el azul medianoche del manto de la Virgen, ni el encantador cobalto de estas primeras horas... Bien. ¿Harriet? La cuestión es que vamos a tener problemas para reflejar esto en la película. El azul ya va a ser un gran problema, pero el espacio, ese espacio que era infinito y que no era espacio en realidad, más bien un sentimiento. Más bien un sentimiento de..., un sentimiento de...
«Bah», pensé. Y pensé, a la vez: «¿Qué es todo esto, Lucifer?».
Me levanté, hice una incursión en el minibar para improvisar un Long Island Ice Tea, después me quedé de pie un rato, con el culo al aire, mirando el cielo caprichoso por la ventana. Caí en que el problema era que yo siempre estaba muy ocupado. El ajetreo..., sí, el ajetreo me estaba afectando. Este era, después de todo, el cuerpo culo-de-pena-orejas-de-soplillo-y-barriga-cervecera de Declan Jesús Cristín Gunn. ¿Qué esperaba, a la luz de las limitaciones que imponía aquel acuerdo? Desde luego, iba a haber ruidos físicos de protesta. (El ano de Gunn soltó un pedo doloroso y prolongado a modo de confirmación, con la cualidad interdental muda de un tartamudo que empieza la palabra «cero» y nunca pasa de la «c». Si Harriet seguía sin moverse por el olor que lo acompañaba, pensé, no estaba dormida, estaba muerta.) Muchas mañanas me levantaba con dolor de espalda. Mis lágrimas a la hora de hacer pipí no eran precisamente señal de un tracto urinario feliz, y sólo conseguía ignorar el dolor de cabeza y la deshidratación, más o menos perpetuos, que se habían instalado hacía una semana con un esfuerzo de voluntad supremo. Cuando pensaba en el hígado de Gunn, se me venía la imagen de una guindilla seca. Prestar atención a sus pulmones me evocaba el olor del alquitrán y el sonido del resuello abrasivo del desierto. No, había que admitirlo, el cuerpo tiene sus límites, la carne y los huesos se rebelarían si se les castigaba.
«Salvo que», dijo la Vocecita, «no es ni la carne ni los huesos lo que te está dando problemas, ¿verdad?».
—¿Qué estás haciendo? —dijo la voz de Harriet, fuera de la ciénaga pálidamente iluminada de la cama.
—Bebiéndome un Long Island Ice Tea. Vuelve a dormirte.
—Ven aquí y acuéstate a mi lado.
—No es buena idea. No puedo dormir.
—Yo no quiero que te duermas. Sólo quiero que..., bueno, olvídalo.
Dejé que pasara un buen rato después de esto y me sentí muy desgraciado, la verdad sea dicha. Sorber la bebida y fumar un cigarro tras otro ya suponían un esfuerzo sobrehumano. El humo y la niebla de la ciudad, furiosos a la salida del sol, habían convertido su primera franja de luz en una cicatriz larga y ligeramente purpúrea. El tráfico de Piccadilly se estaba condensando.
—¿Has tenido alguna vez uno de esos sueños —dijo Harriet despacio y con voz ronca— en que has hecho algo, algo terrible e irreversible? ¿Algo horrible, y que por más que lo sientas no sirve de nada? ¿Que es indeleble?
—No.
No la miré. No necesitaba hacerlo. Sabía cuál sería su aspecto, tumbada de lado, de cara a la ventana, con las luces de la ciudad capturadas al detalle en las convexidades brillantes de sus ojos cansados. Sabía que no estaría pestañeando y que tendría la mejilla aplastada en la almohada mullida y un hilillo de saliva le estaría cayendo de la boca. Sabía que tendría un aspecto de lo más triste.
—Tengo ese sueño todo el tiempo —dijo—, salvo cuando estoy dormida.
* * *
«Sigue así, hijo mío», pensé a la mañana siguiente, «y te veo de vuelta en Clerkenwell».
Quedé para tomar unas copas con Violet en Swansong. Violet, estimé, bajo fatídicos delirios de sabiduría, era justo lo que necesitaba.
—Mira, esto es ridículo —dijo—. Creo que lo menos que podías hacer es presentarme. A ver, ¿qué puto daño va a hacer eso?
Pacífica como nunca. Ese es su estilo ahora conmigo: una curiosa oscilación entre impaciencia brusca y colusión acogedora.
—Por eso quería verte —le dije—. Creo que ya va siendo hora de que te presente a Trent.
Le había dado muchas vueltas. El resultado más probable, por supuesto, era que Violet no consiguiera ningún papel. Esa situación dejaría a Gunn con el marrón de librarse de ella (ese chaval va a tener que negociar mucho cuando vuelva a meterse en este pellejo) y a Violet con la amargura de poner a prueba las costuras de los bolsillos de su alma. Violet, en ese estado —después de haberse sentido tan cerca de la fama como para tocarla con los dedos y ver cómo esta se daba la vuelta y se esfumaba con glamur— será un material realmente prometedor. En serio, no hay necesidad de decir lo que ese querer-y-no-poder de Violet será capaz de hacer. Por supuesto, veo el acoso. Por supuesto, veo la rabia. Por supuesto, veo una dualidad de autoaversión y amor propio de consecuencias psíquicas potencialmente fatales. Por supuesto, veo un silencio vasto y hambriento en el que un número indeterminado de mis voces podrían entrar...
—Oh, Declan, eres lo peor —dijo, golpeando el húmero de Gunn con lo que pretendía ser exasperación de niña pequeña, pero que, en realidad, me dejó la pierna insensible durante los siguientes diez minutos—. ¿Por qué me haces esto? Es decir, ¿por qué me haces esto, eh?
Otra alternativa es que termine con un papel. Nunca se sabe. Después de todo, no va a tener que actuar tanto. La veo como a una de las groupies de Junior o como a uno de los rolletes de Pilato. Puede que como una de las colegas de Mag Guarrilla de antes de la conversión (ahí hay cierta actividad obvia entre dos chicas que confío que Trent no esquive). O puede ser Salomé, ya que tiene la cualidad de cachorrita carnosa y erótica que volvería loco a cualquier papá. La cuestión es que todo el mundo sale ganando. ¿Cómo crees que va a ser Vi si logra llegar a Hollywood? ¿Qué clase de pareja crees que harán ella y Gunn?
—Vamos —le dije.
—¿Dónde?
—Necesitas ir al baño.
—No.
—Sí.
—No, Declan, de verdad que no. Ah, ya veo. Ah.
Pero, que me aspen si Gunn... Lo que quiero decir es que, a pesar del eficiente cumplimiento del requisito por parte de Violet —un pie con tacón de aguja en el asiento de la taza, ambas manos rojizas agarrando la cisterna, la espuma de Jane Morris echada a un lado, como con petulancia...—, a pesar de las encantadoras prendas libertinas que descubrí bajo la falda subida de un tirón (parece ser que «siempre preparada» es el nuevo lema de Vi), me encontré otra vez con que..., que yo... Eso.
—Esto empieza a resultar ridículo —dije, subiéndome la cremallera, abrochándome el botón y arreglándome con furia contenida—. O sea, esto es...
—Te he dicho que no importa. Si quieres mi opinión, pareces un poco pachucho. ¿Por qué no quedamos para el viernes?
—¿El viernes?
—Trent Bintock. El viernes por la noche. ¿Dónde se hospeda?
En Swansong tienen los retretes limpios como una patena, pero en un azulejo justo a la izquierda de la cisterna había una frase a rotulador parcialmente borrada. «Por nada», decía.
—En el Ritz —contesté, un poco cansado—. ¿Dónde si no?
Después de eso, el día fue de mal en peor.
No había planeado terminar desmayado encima de la mesa de la cocina de Declan. Sin embargo, ese tablero manchado de ketchup heinz con círculos de tazas estaba allí cuando desperté, al final saciado de la tarde de la ciudad, hasta las cejas de manjares y delicias —tío, ¿alguna vez se puede uno hartar de los conos 99?— y mareado por horas de paradas en garitos, donde las maltas y los vinos peleones seguían a pendencieros Bloody Marys y cervezas pilsen heladas por mi tolerante gaznate. Lo que se llama una tarde de copas. Y con ese calor, para más inri. Bueno, ya sabes a lo que me refiero. ¿Que si me sentía mal? Me sentía fatal. Por las sacudidas y agitación nauseabunda del cuerpo, eso fijo; pero, sobre todo, por el curioso desinflamiento de la mente. Sobre todo por la irritación conmigo mismo. Llevo ya mucho tiempo, muchísimo en realidad, irritado conmigo mismo. Y por qué pensé visitar la tumba de Ángela Gunn en un mes de domingos hadeanos, es un misterio para mí. ¿Es que creí que eso iba a ayudar?
No por ello dejes de reírte, porque eso es lo que hice yo.
De poco tiempo a esta parte siento estos impulsos, estos extraños destellos luminosos que me están arrastrando a todo tipo de gestos repentinos y absurdos. Palabras como «irreducible» y «oculto» se abren paso desde lo más recóndito de la mente. Brumosas incertidumbres words-worthianas, todo aquello que se desprende y esfuma de nosotros... En realidad, tienes que reírte. Un segundo estoy echado sobre la formica de Gunn, observando por la ventana el desfile, a cámara lenta, de las nubes montadas y batidas del cielo y, al siguiente, estoy de vuelta en las calles cocidas de camino a Santa Ana, un murmullo en el corazón, una insistencia posada en la columna de Gunn que me empuja como una mano helada. Las imágenes van y vienen en forma de pálpitos: la cara de Ángela en la fotografía. Los asistentes al funeral como menhires oscuros alrededor de la tumba descarnada. La cara de Gunn..., el espejo picado en el baño del director de la funeraria, al que había acudido a mitad de la frase acorralado por la panda de matones de sus filiales palabras de afecto secretas. Todo esto mientras iba dándole patadas a restos de comida basura y a periódicos pisoteados, con las manos en los bolsillos y las tripas revueltas. Si es que tienes que reírte. Allí abajo seguro que se partirían el culo. Hasta yo me lo estoy partiendo, casi, sólo de pensarlo. Cementerio diminuto. Ya no quedaba ni un trocito de azul en el cielo cuando llegué allí. Menos de cien lápidas como... ¿como qué? ¿Dientes horrorosos? ¿Uves de victoria? Diablos, maldición, este lenguaje pone a prueba mi paciencia. En fin, las camitas de la muerte, unas nuevas y blancas, otras reducidas a ruinas leprosas. Fechas borrosas. Hasta el Tiempo Nuevo tiene el poder de emborronar las líneas del quién y del cuándo. No me llevó mucho tiempo. No había nadie más allí. La iglesia, pequeña, oscura e insensiblemente reformada, proyectaba su sombra a mis espaldas. Por un momento, consideré la posibilidad de pasar a visitar a la señora Cunliffe de la mirada lasciva estrábica y la limpieza compulsiva, pero, al final, me lo pensé mejor. Está en buenas y capaces manos. Está empeorando. Tenía mucho frío. A decir verdad, me encontraba fatal: la carne desnuda de mi garganta se había ablandado y el corazón de Gunn me hacía lo del pajarito de alas rotas en el pecho, los narcisos brillantes de mi ramillete estaban cabizbajos, el viento había amainado, los árboles estaban atentos y, poco a poco, me iba inundando la sensación por la cual Gunn viene aquí tan de tarde en tarde.
¿Sabes lo que hice? Lloré. Ya lo creo que lloré. Lloré a moco tendido. Allí mismo, junto a su lápida. ÁNGELA MARY GUNN, 1941—1997, DESCANSO ETERNO. Ahora te puedes reír. Lo del «descanso eterno» fue lo que acabó conmigo. No fue culpa mía. Fue de Gunn. Últimamente ha descubierto que se siente vulnerable ante nombres abstractos venerables y frases santificadas. Deber. Gracia. Honor. Paz. Descanso eterno. Las lágrimas empiezan a brotar. El labio inferior tiembla de esa forma que siempre hace que el que observa —no importa lo compasivo que sea— no pueda contener la risa. Pena. Hogar. Remordimiento. Vive con miedo mortal al Amor. Como buen niño producto de sus tiempos, enterró estas cosas en algún sótano de sí mismo bajo enormes telarañas y montones de polvo. Allí se quedaron las reliquias sagradas que su escepticismo había dejado atrás. Luego, vino la muerte de su madre, seguida, poco después, por el descubrimiento de que, incluso la pronunciación más casual de tales palabras en el mundo que él había creído desacreditado podían despertar su horrorosa magia. Anuncios de la British Airways, música country, tarjetas de cumpleaños de Hallmark, himnos. Justo dos semanas antes de que yo llegara, estaba amedrentado fuera de una iglesia, detenido por una melodía que conocía.
Vela nuestros sueños y pon, te rogamos,
Señor, tu paz en nuestros corazones al final del día...
Horroroso. Ha probado con la prudencia. Se mantiene alejado de los poemas que hay en el metro, con sus bellezas que son dichas para siempre y sus pinzas para ciclistas quitadas con torpe reverencia. Siempre termina deshecho. Una vez fue la versión mecánica y, aún así, extrañamente desesperada de Wish you were here, cantada por un músico callejero laringítico. Otra vez (por favor), un discurso de Tony Blair. No se trata del bienestar autocongratulatorio del mero sentimentalismo. Es más un extraño arranque del alma y de las entrañas, un giro o torcimiento de los sentimientos tan susceptible de hacer que tire violentamente la cena como de romper su corazón. Sea lo que sea, lo deja destrozado, y no me niego a contarte que a mí también me dejó destrozado, a base de bien, allí, junto a los restos de la vieja Angie en estado de putrefacción.
Debilitante, eso es lo que es. Tuve que irme y poner en orden mis pensamientos con un Jameson's cuádruple en un garito llamado la Sota de Copas. (No me explico cómo lo soportáis, esto de que el sentimiento te embargue de repente. ¿No es una carga exclusiva del todopoderoso Jesusito de mi Vida?) Después, cuando el irlandés empezó a hacer efecto, me sentí poderosamente raro. Mareado, dirás. Aunque, debo confesar, no del todo desahuciado. Experimenté, debo admitir (¿debo hacerlo?, bueno, sí, quizá deba...), una pizca..., una especie de... ¿Cómo definirlo? Una respirabilidad interna. Un espacio alrededor del alarmado corazón. El sentimiento de que alguien, en algún sitio (lo sé, lo sé, lo sé) estaba tranquilamente, simplemente, sin un orden del día oculto, diciéndome que todo saldría bien, que la tranquilidad llegaría, que la paz se compra con la moneda de la pérdida...
Llegados a este punto (tras pedir otra familia de cuatro Jameson's, encender un silk cut, estornudar y crujirme los nudillos), me dio por reírme, para mis adentros, de la triquiñuela imprevisible en que se estaba convirtiendo esta broma.
Me llevó un buen rato volver a casa. Se me ocurrió que coger autobuses y metros al azar era para partirse de risa. Supongo que no es de extrañar que terminara en los brazos de un joven caballero de la noche de diecinueve años en una alcoba anónima y, aun así, sorprendentemente adornada y perfumada de lavanda, encima de Vivid Videos, en una calle que sale de Gray's Inn Road, aunque, después de haber sucumbido de forma bastante tonta a la melosa voz de un vendedor de alucinógenos menos de una hora antes, no estoy seguro al cien por cien de la localización exacta.
Había hecho... una pausa en King's Cross. Intrigante poder ver una de mis pequeñas semillas urbanas del vicio (y de la miseria, el remordimiento, la vergüenza, la culpa, la violencia, la codicia, el odio, la rabia y la confusión) desde el otro lado, por decirlo de algún modo, desde el suelo. Teoría en práctica. El abstracto técnico de investigación militar entre los gruñidos de la sala de máquinas. Mis hermanos estaban ocupados en el éter, lo sabía por las delicadas tentaciones y los susurros provocadores; sin embargo, yo estaba un poco desconcertado por ser capaz de verlos, pululando alrededor de las multitudes con magnífica fluidez..., hasta que me di cuenta de que lo que estaba era alucinando. Es extraordinario, permíteme que lo repita, ver los frutos de nuestro trabajo desde el extremo material. Normalmente, mis hermanos y yo vemos sólo los correlatos espirituales de los actos físicos, no los actos físicos en sí. Hay todo un reino (de nuevo «reino» resulta muy engañoso, pero es lo mejor que tenéis) en el que la dinámica espiritual de esta voluta mortal encuentra su sitio. Sabemos cuándo una operación ha sido un éxito, por supuesto, no porque veamos los cuerpos, sino porque sentimos los efectos (los desgarros, las arrugas) en el tejido del reino espiritual.
Había hecho una pausa, como he dicho, en King's Cross, y estaba apoyado en una farola con lo que debe haber sido una expresión de felicidad carnal casi obscena, cuando el joven Lewis apareció, nuestros ojos se encontraron y, con un intercambio de cejas enarcadas y un par de sonrisas, pasamos de la vulgaridad de su lista de precios al encanto de la habitación encima de la tienda.
Un chaval esbelto. Ojos delicados y pequeños color avellana amarillenta; huesos y labios que deben haber pasado por el Caribe en algún momento, aunque su piel era tan oscura como una latte prêt-à-manger. Manos delicadas (y un poco mugrientas de cerca) con uñas largas y nacaradas y una minga oscura de proporciones sorprendentes para alguien de constitución tan ligera. Talentoso, también, por lo que puedo recordar, aunque, por el impacto que sus atenciones tuvieron en el miembro traicionero de Gunn, podía haber estado recitando el código de circulación. Malditas sean esas drogas. Cientos de cucarachas salieron correteando por las perneras de los pantalones de los que me había desembarazado; las rosas color burdeos de las cortinas se transformaron en diminutos enanos con un saco al hombro; mi mano, del tamaño de una cama de matrimonio; un estadio de susurros; rubores calientes; yo expulsando géiseres de sinsentidos que no aportaban nada a la paz de espíritu de Lewis. Y lo peor de todo (¡no te relajes tanto, Monsieur Gunn, enderezaré esto antes de irme!), un pene que podría haber sido un estropajo scoth brite por lo que a sensibilidad se refería.
—No creo que esto vaya a funcionar, monada —me oí decir, como desde muy lejos, después de cuarenta minutos de sobeteo infructuoso—. No es una crítica a tu..., tus aptitudes para la tarea que tienes entre manos, espero que lo entiendas.
—Sí, pues no se hacen putas devoluciones, cariño —respondió mi compañero, sorprendiéndome, un tanto, por la rapidez de su cambio de maricón descarado a hombre de negocios sin escrúpulos.
—Encantador —dije—. Justo la táctica que, probablemente, hará que alguien te abra esa cabecita que tienes uno de estos días, aunque no seré yo, por supuesto.
No es que no se me hubiese ocurrido, más teniendo en cuenta la repentina aparición de una enorme hacha de combate de doble cabeza colgada sobre la repisa de la chimenea y que daba bastante el pego, ya que lucía sangre coagulada en ambos bordes y un curioso mechón de pelo humano. Lewis, mientras tanto, se vistió, como si cada prenda que se ponía expresara un desdén único e inconfundible. Yo estaba pensando en cómo alcanzar el hacha —dado el abismo aullante y sin fondo que se acababa de abrir en el suelo entre la repisa y yo—, cuando la puerta se abrió y entró un hombre con cabeza para siete cuellos, una barba muy negra y unos ojos muy azules. Supervisó la escena con los brazos en jarras, sacando pecho —en una postura no muy distinta a la de una dama de pantomima— y con una expresión de ligero aburrimiento molesto en la cara.
—¿Ah, sí? —dijo, con bastante incongruencia, pensé, a nadie en particular—. ¿Ah, sí? ¿Ah, sí? ¿Ah, sí?
Me estaba costando una eternidad sacudir aquellos malditos caballos de carreras endemoniados de los vaqueros de Gunn, distraído, como estaba, por la creciente necesidad de vomitar y por el vuelo errático de unos murciélagos candentes en la habitación, que antes habían pasado desapercibidos, y que pasaban zumbando de acá para allá tejiendo cunitas de gato fosforescentes alrededor de nosotros tres.
—Sí, bueno, Gordon le dio el visto bueno, cariño —dijo Lewis.
—¿Ah, sí? —repitió el barbudo.
—Colega, creo que... —empecé yo.
—Y tú, pringao, cierra la puta bocaza —dijo.
Bueno, debo decir que aquello me hizo cosquillas más allá de la razón. Después de haber conseguido por fin ponerme los vaqueros y los zapatos desparasitados de Gunn, fui dando tumbos hasta donde estaba nuestro hirsuto observador con ambas cejas arqueadas y ambos labios unidos en una curvada expresión de repugnancia.
—Yo que tú lo dejaría, cariño —murmuró Lewis.
Resultó ser un consejo muy sabio, pero en ese momento hice caso omiso. (Lo que quiero decir es que no hay mejor fórmula para conseguir que haga algo que aconsejarme que no lo haga...) Además, durante horas —días en realidad—, una parte de mí había estado ocupada descodificando el potencial del cuerpo, su violencia no liberada y su energía embotellada. Estaba más claro que el agua que una buena trifulca de vez en cuando hubiesen hecho sentir a Declan el rey del mambo. Seguramente habría evitado el suicidio. (Es sorprendente, este abandono vuestro de la violencia, esa ignorancia fatal y frecuente de su valor terapéutico.) Él, en su carcasa, obviamente, no tenía ninguna posibilidad, ya que era más cobarde que un gallinero entero —le aterrorizaba extrañamente, y en particular, que le rompieran los piños (digo extrañamente dada la cantidad de cosas que te pueden pasar en una reyerta: rotura de bazo, de rótulas, de dedos, ojos saltados, tímpanos perforados, huevos cascados, tetillas arrancadas y así, un largo etcétera)—, pero aún lo tenía todo a mi disposición: su potencial aprisionado, su viva estética de golpes, rechinamientos de dientes, patadas, cabezazos, estrangulamientos, lanzamientos de ataques y varapalos... y recuerdo a la perfección que pensé en lo bien que iba a sentirse su cuerpo, lo mucho que iba a agradecerme que por fin hubiese liberado su talento reprimido al mundo... Recuerdo con total claridad una visión fantástica de mí mismo, después de los puñetazos, flotando en una neblina de serotonina (de hecho, creo que estaba recostado en un enorme sillón de piel roja en esta imagen), justo antes de que el tipo de la barba se me ofendiera por ponerle las manos en las solapas y me diera un cabezazo con asombrosa velocidad y precisión, mandándome a caer —con similar velocidad e inevitable precisión— sobre mis posaderas, lo cual, tanto si lo hizo a propósito como si no, me dejó en la postura idónea para que mi cara recibiera un rodillazo, un poco de física práctica con toda la delicadeza de una bola de cañón aterrizando en un Babá al Ron. Supongo, dados los hematomas, dada la nueva colección de achaques y dolores de este cuerpo, que me hicieron otras cosas después de eso. Se requiere tal suposición, ya que una negrura inequívoca se tragó mi consciencia una fracción de segundo después del impacto, y no la regurgitó hasta varias horas después, cuando me encontré bastante cómodo metido a presión entre un contenedor de reciclado y una montaña de papel triturado en un callejón por detrás de la tienda. Desplumado, creo que es la palabra que utilizáis. Tieso. Apaleado. Jodido. Supongo que me está bien empleado por ir mamado y hasta el culo de drogas con mil quinientas libras en el bolsillo. Buen equipo el de esos dos, Lewis y su chulo. Me hice una nota mental para descubrir cuál de los chicos se los está trabajando y darle un aumento...
—¿Necesitas ayuda? —preguntó una voz—. ¿Quieres que llame a una ambulancia?
Levanté la mirada. Indescifrable contra la pared oscura y el cielo más cenizo aún. Una mano perfumada de pachulí, seca y fría, se extendió y cogió la mía. La izquierda. La derecha aferraba un objeto diminuto.
—¿Puedes levantarte?
Por lo visto pude, ya que, después de su vigoroso tirón, me puse en pie. Ya en vertical, me encontré cara a cara con una mujer corpulenta de unos cincuenta y muchos. Mejillas coloradas, manos masculinas, una cola de caballo gris plata, pantalones de pana rojos y una cazadora de piel con mucho trote. Pómulos. Un pendiente de turquesa china. Aliento con esencia a cigarrillo liado y botas con puntera de acero.
—¿Te encuentras bien? —dijo—. Estás lleno de sangre.
¿Qué dice del estado en que me encontraba que simplemente me quedara allí de pie abriendo y cerrando la boca durante unos segundos? Para mi absoluta sorpresa, empezó a sobarme. O, al menos, eso es lo que pensé, hasta que me di cuenta de que estaba buscando el origen de la herida.
—Por favor —dije—. Por favor. No. No me han... No estoy, ay, herido.
—Sólo apaleado como un perro —contestó ella, dándole un apretón compasivo a mi codo—. Tienes un ojo morado con muy mala pinta, ¿sabes?
Resulta muy, muy difícil describir lo que sentí en aquellos momentos. Lo primero, lo reconozco, fue incredulidad. ¿Tienes, por casualidad, la más remota idea de lo estúpido que es deambular por los callejones de Londres de madrugada? Y, ¿tienes idea, querida señora Ruth Bell, de lo tremendamente estúpido que es, ya que está en tal escenario, tenderle la mano a un cuerpo apaleado e indispuesto entre los contenedores? ¿Sabes con quién podrías toparte? Pero así es Ruth. Muy rara vez preocupada por los huecos que existen entre saber qué es lo correcto y su puesta en práctica. (Mientras que Gunn... Bueno, él es todo huecos en realidad). Ella es lo que allí abajo llamamos una «causa perdida». El ser célibe ayuda, eso es cierto. No consumas tu energía sexual y verás cómo esta echará mano de todo tipo de actividades creativas (no es de extrañar que el resultado de Gunn fuese tan pobre), y la buena de Ruth no ha tenido un revolcón en los últimos tres años. Afirma que no lo echa de menos. Afirma que está demasiado ocupada. Sin embargo, lo que me irrita es la estupidez, la facilidad con que tales personas se mantienen fuera de mi alcance. No hay lecturas; reflexiones, muy pocas; sólo la expresión tosca del espíritu a través de pasatiempos salubres y trabajos que merecen la pena. Ni siquiera va a la puta iglesia.
—¿Qué tienes en la mano? —dijo, levantándome el puño derecho a medio camino entre ambos.
Bueno, pensé, a medida que abría la mano y me esforzaba por centrar la vista, quizá las cosas vayan a mejor después de todo. Se va a llevar... una desilusión cuando pague su amabilidad con...
—Oh —dije, sintiéndome fatal otra vez—. Oh.
—¿Es ese uno de tus..., es ese uno de tus dientes, amor?
En el café («Venga», dijo Ruth, cuando las luces brillaron a nuestro alrededor. «Te invito a un café. Parece que lo necesitas.») fui al baño para intentar controlarme. «Lucifer», me dije (sí lo hice; soy muy exigente conmigo mismo cuando necesito echarme una buena reprimenda), «Lucifer», me dije, «vas a calmarte ahora mismo. ¿Me oyes? ¿Te imaginas, por el amor de Farrah, te imaginas lo que esto parecería en según qué sitios? ¿Te imaginas lo que Astaroh...? No, basta. Ha sido divertido, pero, en serio: basta. Basta».
—Ahora me toca a mí —dijo Ruth cuando volví a nuestra mesa—. Échale un vistazo.
Pensarías que estaba forrada. Dos desayunos vegetarianos especiales, a pesar de mis negativas. Vi al ex convicto detrás del mostrador elaborando su teoría londinense: «Tipa vieja, bohemia, se lleva la guita de la familia; tronco joven...» aunque se le desmontó cuando vio el estado en que me encontraba. Seguramente, una noche entre los montones de basura de King's Cross no es tu idea de aromaterapia, aunque yo encontraba mi recién adquirida fragancia furciamente seductora. Pensarías, como digo, que ella tenía un buen respaldo de clase media tras de sí, pero la verdad es que llegaba a duras penas a fin de mes.
Más razón, por tanto, para aligerarle el monedero mientras estaba en el váter. Un botín irrisorio, como es obvio: sesenta y tres con cuarenta y siete libras, una chequera del NatWest y una tarjeta Switch de débito, una foto de papá y mamá ya muertos, cualquier órgano que queráis cuando muera y un montón de números de contacto inútiles garabateados en pedacitos de papel viejo y en tiques, pero ese no era el objetivo. Una puñalada trapera, ese era el objetivo.
* * *
A estas alturas debería estar claro que no soy fan de la brutalidad gratuita. La brutalidad es al mal lo que un Big Mac es a un hambriento: pan para hoy..., consigue algo, sí, pero sin ninguna belleza. Hay un trabajo que hacer, eso es obvio. Los Big Macs desde Moscú hasta Manhattan resuelven el pragmático orden del día del hambriento, incluso sin tocar las demandas de su estética. Necesito cierta cuota de caras partidas y mentes mutiladas; hay objetivos que cumplir. Sin embargo, lo que estoy buscando —lo que realmente estoy buscando— es el desposorio entre la brutalidad y las más altas facultades humanas: imaginación, intelecto, razonamiento práctico, sentido estético... y esta perla se encuentra en muy pocas ostras.
Pongamos por caso mi trabajo en los años treinta y cuarenta. No estoy hablando sólo del boom, de los beneficios históricos, del asombroso logro numérico (oh, hermanos míos, cómo se vio el Infierno inundado de flores oscuras, cómo nos revolcamos en capullos, cómo nos embriagó el perfume, cómo nos desvanecimos); ni estoy hablando simplemente de las líneas limpias del sistema; ni del papel inspiracional de la peña. Estoy hablando, querido lector, de la sublime fusión de orden y destrucción. Al igual que muchos griales alquímicos, no se buscó ni ganó sin riesgos ni privaciones. (Hablando de griales, ¿te digo dónde está el Santo Grial? Nunca te lo imaginarías. Mejor lo dejo para después. Un incentivo para que sigas enganchado a las partes más grises...) Mi estimado Himmler pasaba gran parte del tiempo preocupado por todo tipo de tonterías (por sus tripas, por si sus gafas lo socavaban, por si era verdad que su cara parecía —como había afirmado cruelmente un antiguo enemigo del colegio— una cebolla sin cerebro), pero, principalmente, por la insoportable dificultad de torturar y asesinar a millones de personas sin dañar la propia humanidad...
Esta noche Heinrich se dirige a una asamblea de jefazos de las SS en Berlín. Tiene su discurso preparado, pero los casos de Kreiger y de Hoffman no lo dejan en paz. Los casos de Kreiger y de Hoffman le dicen a Heinrich que el discurso, tal y como está ahora mismo, no va a tener éxito. En estos momentos, está elaborando una adenda mental mientras se peina frente al espejo del baño de su amante. El cuarto de baño, como el resto de la casa, gigantesca y cavernosa, pertenecía a otra persona... «Señores, hay, además...», no. «Además, caballeros, debo llamar su atención...», no. «No podemos hacer caso omiso, caballeros, del hecho de que...», no. «El hecho de que» siempre resulta redundante. Si te sientes en posesión de un hecho, entonces lo declaras. «Señores, hay algo que me gustaría que tomaran en consideración. Me refiero, por supuesto...», pero la adenda fluctúa por la intrusión de un pequeño espasmo de colon y una secuencia de pedos insonoros que se escapan en forma de elipsis pestilentes y que llenan los ojos del Reichsführer de lágrimas de algo: humildad, alivio, alegría. Debe empezar de nuevo con el pelo. Muchos no saben que nuestro Heinrich sufría de desorden obsesivo compulsivo, que acciones tan mundanas como peinarse estaban rodeadas de curiosos métodos y rituales. Las baldosas del suelo del baño son color azul claro con un reluciente lechado blanco. Piensa en el albañil que las puso, en dónde estará ahora, si estará vivo y si sería judío. «Lo que quiero decir, caballeros, es que existe un serio riesgo de...», no. Concentración, joder. Pero Kreiger y Hoffman no van a permitirlo. Escila y Caribdis, Kreiger y Hoffman. No tiene ningún sentido llamarlos por su nombre, obviamente, pero... Quizá con el tema Escila y Caribdis..., aunque la mitad de estos ni siquiera..., está perdiendo pelo y lo sabe. Bajo la luz demasiado generosa (el cuarto de baño es lo suficientemente grande como para colgar una araña pequeña), se le trasluce el cuero cabelludo rosa. «Es una carga enorme y oscura, caballeros, y es nuestra, mía... Llevaré el peso de esta carga...» Recordar cómo ella le enjabonaba el pelo en la bañera y cómo lo esculpía hasta dejarlo en un único mechón, como el pedúnculo de una bellota, casi le hace reír. De poco tiempo a esta parte, encuentra precipicios escondidos en la risa, virajes bruscos y repentinos le llevan a la conclusión de que ha perdido la cabeza. De poco tiempo a esta parte, la risa —la genuina, no la variante política—, lo ha hecho deslizarse por pendientes inesperadas, agitando los brazos, y sólo ha podido detenerse aferrándose a algún que otro borde vertiginoso, más allá del cual el vacío le ofrece el salto a la locura como solución última. De poco tiempo a esta parte, su risa no es genuina. Al contrario, ahora su risa es estratégica, escandalosa, y deja que cada eyaculación metálica forme una armadura reluciente a su alrededor.
Es toda una dificultad para el Reichsführer reflexionar sobre la formulación de la advertencia que Kreiger y Hoffman han dejado clara, sin revivir mentalmente, ahora, en este preciso momento, los dos casos.
Gerd Kreiger había pasado ocho meses en Buchenwald. (Marcus Hoffman sólo tres.) En diciembre le habían concedido un permiso para asistir al funeral de su padre en Leipzig. Gerd no había mantenido una buena relación con su padre (quizá sea eso, piensa Heinrich...) y, para sus compañeros de campamento, no era ningún secreto que esta estancia de dos días no era considerada como una oportunidad para la expresión formal del dolor, sino como una ocasión para la más que informal expresión de la lujuria: cuarenta y ocho horas en Leipzig lo llevarían (una vez que el oneroso asunto del cadáver del viejo hubiese concluido) a los brazos de su prometida, la tediosamente idealizada Wilhomena Meyer o, como Gerd y ella misma preferían, Willie.
Heinrich, en contra de su mejor juicio (sospecha que no es exactamente sentimentalismo, sino algún tipo de debilidad), tiene fotografías tanto de Gerd como de Willie (pero no de Marcus) en el cajón superior de su escritorio. Gerd está de uniforme frente a la cámara: pómulos monstruosamente elevados y ojos grises gigantescos, boca carnosa y un pelo tan rubio peinado hacia atrás, que en la lámina aparece como blanco. (Justo el tipo de pelo que Heinrich preferiría para sí). No llega a ser del todo el ideal —tiene la cara ladeada en su conjunto, como si algo hubiese zarandeado sus componentes y estos no se hubiesen realineado correctamente— pero, desde luego, nada que levantase sospechas.
En la otra fotografía, Willie Meyer, la pretendiente de Gerd, tiene la cara brillante, los ojos oscuros y el pelo cobrizo, recogido en un moño elaborado y tirante. Las mejillas son algo regordetas, como su mandíbula, y Heinrich sospecha que, con la edad, engordará de forma indeseable, pero su garganta es una columna nacarada de cierta belleza y se nota que hay un par de formidables titten teutonas bajo la blusa ajustada. La foto nos la muestra a los veintidós años, sentada al piano pero sin tocarlo, sino sosteniendo, más bien, su certificado de excelencia académica, enmarcado, de una de las escuelas privadas de música de Leipzig. Muestra una felicidad genuina y parece aliviada y tímidamente orgullosa de sí misma. Siempre que el Reichsführer coloca las imágenes una al lado de la otra sobre el roble barnizado de su escritorio, siente la seguridad de que habrían llevado un matrimonio decente, indigesto y tolerablemente infeliz con cuatro o cinco niños patosos. Está seguro de que todo habría salido bien.
Después, envió a oficiales para que entrevistaran al equipo de Gerd y de Marcus en Buchenwald. Un buen jugador de póquer, dijeron de Kreiger. Un bromista, de Hoffman. ¿Los prisioneros? ¿Qué se puede decir de eso? Tenían el mismo sentir que todos nosotros. Es como un dolor de cabeza, ya me entiende, un dolor de cabeza constante. Judíos, judíos, judíos y más putos judíos temblorosos. Krieger solía quejarse de que el proceso iba demasiado lento, ¡que parecía que nacían de la tierra por la noche como los champiñones! ¿Qué? No, no, por supuesto que no. De todas formas, ¿de qué va todo esto?
El radiador del baño se estremece y produce sonidos metálicos. «Es difícil hacer esto en tu cabeza», piensa Heinrich. Los cuartos de baño con calefacción son el sello de... «El punto sobre el que quería llamar su atención, caballeros, es que el destino nos coloca entre la espada y la pared...» Sí, pero entonces pierdes la imagen de Escila y Caribdis. La mitad de ellos ni siquiera estarán prestando atención. La mayoría no se da ni cuenta de lo que estamos..., lo que nosotros...
Gerd consiguió estar a solas con Willie esa noche. Era una gran noche para ambos. Una gran noche para Willie porque sabía que su madre no se creyó la historia de que iba a quedarse en casa de Lisie y, aunque no guiñó a su hija, hubo un curioso movimiento en las comisuras de sus labios que indicaba cierta complicidad femenina nueva y sorprendente, traída por la guerra, pensó Willie, junto con sentimientos de liberación y traición, unidos en una mezcla nauseabunda. (Debe añadirse que para nada fue una pequeña noche para Marcus Hoffman, ya que, para cuando Gerd y Willie estaban manos a la obra, el joven Marcus estaba poniéndose una pistola en la boca; apretando el gatillo y volándose la tapa de los sesos.) Una gran noche para Gerd, porque en algún momento, poco después de penetrar a Willie (condón reglamentario estándar), la apuñaló en el estómago con unas tijeras de modista que había encima de la mesilla de noche. Luego se las clavó en los riñones, luego en el bajo vientre, luego en el corazón. Luego se dio un baño. Luego se vistió. Luego fue a un café cercano y se tomó una copa. Allí seguía, seis horas más tarde, cuando la Gestapo vino a arrestarlo. Heinrich pidió las transcripciones.
No lo sé. Ahora ya no importa, así que se lo contaré. Había una mujer en el campamento. Estas cosas ya no me importan, así que ¿qué más da? No podía frenarme. No sé nada de lo de Marcus. Se unió a nosotros. No sé si a él le había pasado antes. ¡Pronto lo hizo! Ella trabajaba en las cocinas casi todo el tiempo, pero, a veces, la veía. Le diré que es algo extraño, sargento, pero yo sabía, ya me entiende, que sería una deshonra dejar que me tocara o tocarla yo a ella..., pero es difícil de explicar. ¿Qué importa ya que lo cuente? Algo extraño. Realmente extraño. Una vez, mi madre me llevó a ver a mi abuelo en Weimar y este llevaba un enorme zurullo en el bolsillo, su propio zurullo, ¿sabe? La enfermera dijo que era común en personas mayores. No es que yo sea viejo. Tocar algo como... cuando sabes que... ¿Qué? Sí. Ya sabe que puedo contar todas estas cosas ahora porque ya no importa. ¿Y qué puede importarle a Marcus, a ese pedazo de idiota? Se quedaron sin combustible en la casa de arriba, así que ella bajó a nuestra leñera. Franz estaba de servicio y Dieter estaba jugando al solitario, pero no la vieron, ya sabe. Fui solo. Marcus entró por casualidad, creo. Todo fue muy sencillo. Lo raro es que ninguno de nosotros dijo una palabra. ¿Qué puedo decirle? Recuerdo que su cuerpo estaba frío. No hizo nada, me dejó que le moviera las piernas y los brazos a mi antojo. ¿Qué puede decirse? Parecía plastilina. Trozos de plastilina de mi vieja escuela en Leipzig, pero un poco más dura. Apenas si emitió un sonido cuando se lo clavé. No podía creer que hubiese salido impune. Bueno, supongo que al final no, ¿verdad? ¡Eh! ¡Eh! No creo que el comandante se creyese ni una palabra. Pero ¿a él qué le importaba? Ella no hizo ruido en ningún momento. Después, recuerdo que Marcus le levantaba el brazo y lo dejaba caer. Se le había dislocado..., no sé cómo, no opuso ninguna resistencia. Se lo levantaba y lo dejaba caer. Parecía como si tuviera algún tipo de fijación o algo de eso. Si quiere saber mi opinión, él, para empezar, no debería haber entrado nunca en el campamento. No tiene agallas.
Willie me traicionó, ya ve. Cuando la toqué, la sentí igual que la judía en la leñera. Igual que la plastilina. Seguí intentándolo pero no sentí la diferencia. No sé cómo pasó, pero no pude parar. Parecía no importar si lo hacía o no. Cuando lo hice, sentí que la paz y la calma me envolvían, ¿sabe?, como cuando has tenido fiebre y luego, cuando te levantas por la mañana, sabes que se ha ido, como por arte de magia...
Heinrich fue a ver a Gerd Kreiger a su celda. Kreiger leía un periódico de hacía dos semanas. No se dignó a saludar. No se dignó a levantarse. La celda estaba limpia, pero despedía un olor desagradable, condensado y asilvestrado, como a roedor furiosamente vivo en una caja no más grande que su propio cuerpo. Heinrich insistió en ir solo. El guardaespaldas le habría asestado un golpe de culata por su insolencia, pero ¿en qué habría ayudado eso? (Más allá, claro está, de la insignificante adición a la masa salvajemente esculpida del ego del Reichsführer. Era asombroso, dado el peso del poder con que ya contaba, que Heinrich aún notara que cada nueva partícula del miedo de otras personas lo aumentaba. De algún modo, él mismo se maravillaba de eso.) Fue con la intención de interrogar a Kreiger, pero se encontró, cuando estuvo frente al cuerpo yacente y la cara ligeramente inquisidora del joven, con que era incapaz de pensar qué preguntarle. De modo que ambos se miraron en silencio durante un rato y luego el Reichsführer se dio media vuelta y se fue.
«Hay además, caballeros, un asunto muy grave sobre el que debo hablarles. Es decir, por supuesto...»
El suicidio de Hoffman preocupa a Heinrich, si cabe, más que el asesinato de Kreiger, provocándole no sólo miedo sino desprecio. (Uno de los inconvenientes de mi trabajo con el partido nazi fue que sus males amenazaban perpetuamente con volverse armas de autodestrucción, y sus brillantes subproductos ponían en peligro el proceso en su conjunto. Me sentía como el padre de un niño dotado pero, a la vez, hiperactivo: si le quitabas el ojo de encima en el momento equivocado —Stalingrado, 1943, por ejemplo— no había forma de calcular el daño que podía hacerse a sí mismo.) Él no sabe el motivo, el del suicidio de Hoffman. No sabe los detalles. (Yo sí, por supuesto. Yo estaba allí, lo creas o no, en una visita relámpago, dando los últimos retoques, atando cabos sueltos y comprobando tensiones, pesos, contrastes..., el mal nunca duerme y todo eso.) Heinrich no sabe que el hormigueo y el entumecimiento mataron a Marcus Hoffman. Una siestecita fuera de servicio en su litera. El brazo izquierdo en un ángulo extraño bajo la cabeza. Un corte de la circulación sanguínea. Hormigueo y entumecimiento. Se despertó, como le pasaría a cualquier hijo de vecino, con la sensación de que el brazo estaba a su lado, padeciendo un dolor insensible..., pero descubrió, tras una investigación a tientas en la oscuridad, como haría cualquier hijo de vecino, que el brazo no estaba a su lado en absoluto, sino extrañamente elevado y al parecer poseía voluntad propia.
Lo único que pasó es que nunca le había ocurrido antes. Lo único que pasó es que nunca se había tocado el brazo y descubierto que no sentía que lo estaba tocando. Al devolverlo a pulso, con hormigueo creciente, adonde correspondía, se acordó de la judía en la leñera. El brazo se le había... El brazo...
Bien. La imaginación es un tobogán resbaladizo. Una vez que la accionas, no sabes dónde terminarás.
Heinrich permanece de pie frente al espejo del cuarto de baño lavándose las manos, escrupulosamente. El jabón es bueno y hace espuma como con hiperentusiasmo. No se ha quedado satisfecho con el pelo. Sin embargo, contra todo pronóstico —quizá, perversamente, porque ha permitido que su ansiedad lo llevara a repasar los dos casos, el miedo iluminado es menos potente que el que permanece al acecho en la oscuridad—, su adenda finalmente ha empezado a fluir:
También quisiera hablarles con franqueza sobre un asunto muy grave. Me refiero... a la exterminación de la raza judía... La mayoría de ustedes debe saber lo que es ver cien cadáveres uno al lado del otro, o quinientos, o mil. Haber presenciado eso y, al mismo tiempo —aparte de excepciones causadas por la debilidad humana—, seguir siendo personas decentes es lo que nos ha hecho fuertes. Esta es una página de gloria en nuestra historia que nunca antes se había escrito y que nunca se escribirá... La maldición de la grandeza es que debe pasar por encima de los muertos para crear vida nueva. Aun así, debemos... limpiar la tierra o nunca más dará frutos. Será una gran carga que tendré que soportar...
Aun así, más tarde aquella noche, bajo las luces y la bandera rojo sangre de alas artísticas, colocadas a modo de llamadas oscuras a la eternidad, sigue preocupado porque el reflejo del lánguido Kreiger y del fantasma hambriento de Hoffman se le estén escabullendo, su significado, estos sujetalibros excepcionales del peligro... y, emprendiendo la huida, ad libitum, por así decir, hace un viraje arriesgado de su querido escrito, que tan concienzudamente ha elaborado:
... debe llevarse a cabo sin que nuestros líderes ni sus hombres sufran ningún tipo de daño en la mente o en el alma. En efecto, el peligro es enorme, ya que sólo existe un camino muy estrecho entre la Escila de que se conviertan en bestias despiadadas, incapaces ya de atesorar la vida donde deben atesorarla —piensa en Willie, en el moño, en el certificado de excelencia, en los cinco chiquillos bulliciosos que ya nunca serán—, donde deben atesorarla, caballeros, y el Caribdis de convertirse en seres blandos, desgastados, con los nervios debilitados o en peligro de crisis mental...
Al final, pierdes incluso a tus estudiantes terrenales más aventajados. Como cuando hice que Heinrich se suicidara (después de continuos problemas de náuseas, convulsiones estomacales, tics y toda una variedad de irritaciones físicas y psicológicas, que ponían de relieve que incluso el Reichsführer tenía bastantes problemas para poner en práctica lo que predicaba) en 1945. Sin embargo, hay que valorar el verdadero esfuerzo que hizo para mantenerse en la brecha. Hay que valorar su compromiso para civilizar la brutalidad. Nada fastidia más al Viejo, créeme. Él puede perdonar que el animal que hay en ti te arrastre a los abismos más profundos. Sin embargo, Él no puede perdonar que invites al animal a tomar el té de la tarde.
No obstante, el sistema se fue apagando, dirás. Liberaron los campos de exterminio. Los putos nazis perdieron.
Pues sí, amigo, lo hicieron. Pero mi objetivo no era su victoria. (Obviamente era su objetivo, los muy idiotas.) Su victoria, en última instancia, era lo de menos, con tal de que, después de que hubieran hecho sus cosillas, millones de personas no pudieran sostener nunca más la absurda falacia de que el Viejo amaba el mundo.
A propósito, Heinrich se llevó una ingrata sorpresa cuando se vio gritando de agonía —me refiero a cuando se bebió a sorbos su copa de bienvenida gratuita— en el Infierno.
* * *
De poco tiempo a esta parte, el porqué es lo que ignoro, he...
Noche en Clerkenwell. Llevo horas escribiendo. Lluvia apática y cielo londinense cual pulmón alquitranado. La ciudad se ha ido a casa, exhausta, con los pies doloridos y la piel agria. Se ha ido a casa para buscar el alivio de la diversión. Se ha ido a casa para consumir, beber, masturbarse, parlotear, fumar, ver ¿Quieres ser millonario? Se ha ido a casa para encontrar la rutina de la normalidad, interrumpida, sólo de vez en cuando, por la horrorosa intimidad de que, a pesar de todo, a pesar de la serie Coronation Street, los silk cuts, los chats, los supermercados Sainsbury's, las Navidades y los quince días de Wimbledon, a pesar de estas y de infinitas cosas más, un día la normalidad será interrumpida definitivamente por el extraordinario punto final de la muerte. Me senté en la ventana de Gunn y me puse a observar cómo espiraban las oficinas y los bancos, la sístole y la diástole del tráfico en hora punta. Vi lo que siempre veo, lo que me he encargado de asegurar que vea cualquier observador etéreo: seres humanos evitando a Dios. ¡Cuán preciosos me parecéis aún, después de todos estos años! Los ojos..., nunca me acostumbraré del todo a la belleza de los ojos humanos, tan transparentemente esclavizados por el alma, tan dispuestos a enseñarme lo mucho que he conseguido.
Es difícil calcular las cosas que me trajeron hasta aquí. Te contaré una de ellas.
No hace mucho, después de haber estado muy ocupado en el mundo corporativo, decidí dedicarle de nuevo algún tiempo al lugar donde se cuecen las habas de la operación, bajar para mezclarme con la plebe y conseguir unos cuantos revolcones. Tienes que seguir practicando para no apolillarte. Cualquier estilista consagrado del mundo que trabaje en un salón de belleza de élite te lo confirmará: de vez en cuando necesitas cortarle el pelo a alguien. De modo que ahí me tienes, en un bosque en el extremo norte de la llanura de Salisbury (¿Stonehenge? Yo de nuevo. Violación ritual, tortura, asesinato. ¿Calendarios? Yo me parto con estos investigadores militares) con Eddie y Jane. Eddie ha estado oyendo voces: las de Baraquel, Arioc, Ezekeel, Jequon y Shamshiel, para ser exactos, que le han estado susurrando palabras sabias de madrugada. En cualquier caso, hasta hace sólo unas horas, Jane y Eddie eran unos completos desconocidos (o, más bien, Eddie era un completo desconocido para Jane; Jane no era una completa desconocida para Eddie, ya que la llevaba observando desde hacía algún tiempo). Eddie es un ingeniero de telecomunicaciones de treinta y ocho años con cabeza en forma de jarra de cerveza, pequeños ojos marrones y la uña de un pulgar permanentemente negra. Jane es una morena de veinticuatro años, nada del otro mundo, pero tampoco nada a lo que hacer ascos; trabaja como recepcionista en una pequeña oficina de alquiler de furgonetas en un polígono industrial a las afueras de la ciudad.
Eddie lleva «asesino en serie potencial» escrito en la frente. Sólo le hace falta un toquecito a este dominó para saber cuántas (¡cuidado, chicas!) caerán. Además, su madre es una ferviente católica, lo cual es miel sobre hojuelas. Los chicos le habían dedicado algún tiempo, pero confesaron que, al final, y contrariamente a lo que esperaban, necesitaban la voz de su maestro para rematar la faena. Eso me pasa mucho. Yo delego, pero, tarde o temprano, vuelven a mí arrastrando los pies, avergonzados, poniéndome caritas y preguntándose si podría hacerles un huequecito para..., ah..., etc. Ni que decir tiene que, para mí, este Blade Runner es toda una perita en dulce. «Eddie», le dije con la voz de su madre. «No temas. No van a pillarte.» (Eso es lo único que necesitáis oír, no que sea moralmente defendible, sino que está cubierto.) Problema resuelto. Se descargó de internet la dosis de cloroformo recomendada (sssí: yo otra vez) y allá que fue.
La mayoría de vosotros seguramente quiere el rapto, la violación, el asesinato, todo el follón de Thomas Harris con el cadáver, y créeme cuando te digo que si este fuese Gunn, seguro que lo tendrías; algún revestimiento pseudopoético, algunos detalles conmovedores sobre sombras de nubes o la intensidad de una lata vacía de coca-cola cerca de su rodilla, alguna estrategia de escritura de «mira el pajarito» para distraer tu atención de la posibilidad de que la cosa le está excitando (y a ti)... Sin embargo, incluso unos hechos listados sin rodeos bastarían para hacer las delicias de algunos de entre vosotros, incluso del sádico descafeinado y sin agallas de Gunn. «Tenía las manos atadas y me obligaron a practicar sexo oral.» Estos son sólo detalles impersonales de periódico, pero hasta eso hace que las luces parpadeen y las campanas repiquen. Él se consuela creyendo que la tarea del escritor es contar la verdad sin ser selectivos, ya sea la verdad de la maternidad o la verdad del asesinato. «Adelante», le espetó Penélope. «Formarás parte de la venerable lista de escritores que han tratado el tema de los hombres que utilizan la violencia contra las mujeres. Hombres que matan a mujeres es todo un puto género. Por supuesto que me doy cuenta de que tienes la obligación de escribir sobre ello, si forma parte del mundo (como la amistad, el honor, la pura bondad y la gente que muere por sus ideales..., aunque, a lo mejor, ninguno de estos temas es creativamente interesante), pero también tienes la obligación de entender lo que significa para ti y por qué lo haces. Cuando llegues a ese puto punto, Declan, no me vengas llorando si resulta que lo haces porque te gusta.» Como puedes comprobar, las facultades críticas de Penélope no eran para tomárselas a la ligera..., una lección que no estoy seguro que el cabezahueca de Gunn aprendiera.
Sin embargo, este no es Gunn, gracias al Infierno, ni la cuestión aquí es Eddie o Jane. La cuestión es que en mitad de todo esto, un perro pasó medio a rastras.
Uno negro. Este perro llevaba una vida de perros. A este perro todo se le habían vuelto pulgas. No tengo ni idea de dónde salió este desgraciado, pero, si alguna vez vio días mejores, fue hace mucho tiempo. Decir que le había pasado algo es como decir que Hiroshima sufrió una ligera perturbación en agosto de 1945. A este perro le había pasado de todo. Algo le había golpeado, algún vehículo, un incidente que le había amputado una pata delantera y roto una trasera, de modo que moverse hacia delante era una curiosa combinación de saltos a la pata coja y arrastramientos. Sin embargo, esta era sólo su lesión más reciente. Tenía cataratas en un ojo. La boca (con la mandíbula rota, también, por cierto) se le estaba pudriendo por una infección supurante y había perdido la mayor parte del pelo. La carne que le quedaba al descubierto revelaba las heridas de una paliza, y todas tenían muy mala pinta. El culo le sangraba y el falo semiexpuesto estaba insalubremente inflamado.
Esa no era. No creerías que era esa, ¿no? Hola, ¿hay alguien ahí? He presidido la tortura y muerte de millones de seres humanos con el mismo compromiso emocional que una recepcionista que se lima las uñas un viernes por la tarde. ¿Crees que un chucho herido va a romperme el corazón?
No, la cuestión no era esa. Era que, momentos antes de morir, este perro se paró a olisquear y a lamer con timidez la mierda de otro perro que daba la casualidad de estar enroscada y brillar allí al lado. Lo observé. Pensé: en el estado que está es imposible; en el estado que está no va a ser capaz. Incluso entonces, una parte de mí estaba pensando (sin saber por qué): sinceramente, espero que no lo haga. Espero que el estar tan cerca de la expiración lo libere finalmente de la jaula de sus tontos instintos. Espero que se muera ya, joder.
Pero no se murió. (Lo hizo menos de un minuto después.) Fue saltando-arrastrándose, agachó la espantosa cabeza, olisqueó y lamió... y mi voz interior me dijo: «Ese eres tú, Lucifer».
En realidad, yo nunca quise este trabajo. (Como se quejan todos los dictadores.) El problema fue que, cuando nos encontramos en el Infierno, todo el mundo me miró a mí. (¿Cómo describir el Infierno? Paisaje destripado, a rebosar de sufrimiento, calor incesante, crepúsculo permanentemente escarlata, una nevada de cenizas en forma de torbellino, el escándalo del dolor y el estruendo de... Ojalá. El Infierno es dos cosas: la ausencia de Dios y la presencia del Tiempo. Variaciones infinitas de este tema. Tampoco suena tan mal, ¿no? Bien, hazme caso.)
Yo no quería el trabajo —es decir, el trabajo de pasar el resto de la eternidad trabajando contra Dios, el trabajo de personificar el mal—, pero míralo desde mi punto de vista: por lo que a Él respecta, todo se ha acabado entre nosotros. Nada de capuchinos conciliatorios ante la presidencia benévola del camarero gordo. Nada de conservar la amistad. Nada de postales de «Vi esto y me acordé de ti, Te quiere, Lucifer». Ya sabes cómo van estas cosas. Has roto alguna vez, ¿no? Sabes lo de las cerraduras cambiadas, los CD divididos y empaquetados, los anillos devueltos y los peluches mimosos demacrados y descuartizados, ¿a que sí?
No importa que me sintiese fatal. No importa que me diese cuenta de que quizá me había precipitado un poquitín. No importa que estuviera deseando (como todos) pasar página. No importa. Eres un ángel, caes y ya no vuelves a subir, punto. (O, al menos, eso es lo que le hacían creer a uno, hasta este caprichoso giro de los acontecimientos...) Aunque nos hubiésemos dedicado allí y en aquel momento a la investigación sobre el cáncer o al rescate de mascotas, no habría hecho la menor mella, no en el corazón infinitamente duro y, desde luego, no en el musculito del amor del prima donna de Manolito, que lo tenía reservado para la humanidad. (Junior y su corazón. Como una mujer embarazada a la que le crecen las mamas de repente: «Ni se te ocurra acercarte. Estas son para el bebé.») Todos sabíamos el resultado. El resultado fue, Dios: un montón, Ángeles Caídos: cero. Y todo el mundo se me queda mirando. Si me hubiese controlado, entonces me habrían masacrado. Y de ahí al discurso de «¡Salud, mansión de horrores! ¡Salud, mundo infernal!», en el que, a pesar de controlar virtualmente la pluma de Milton, no pude evitar que este lo despojase de la gloria de su idioma angélico (y que también causara estragos de nomenclatura entre las huestes angelicales). A pesar de todo lo que había perdido, todavía conservaba el don de la labia. Deberías haber visto cómo los provocaba. Me dejé llevar. Sin embargo, en mi interior, aún me sentía afligido. Tenía una ligera impresión de lo que sería personificar el mal absoluto. Tenía una ligera impresión de que sería agotador. Pero repito: ¿qué otra opción tenía?
«Tú, ¡oh, mal!, serás mi bien en lo sucesivo.» Bueno, sí, hasta cierto punto, pero esa es una frase (ese puto Milton era un simplificador empedernido) a la que muy a menudo se le ha atribuido un significado que no le corresponde. La mayoría de las veces es que el mal, en sí y por sí mismo, me sienta bien. Ahora, deja que te pregunte una cosa —estoy seguro de que eres un ser humano sensato con un cerebro pensante—: ¿de verdad crees que un arcángel (el Arcángel, oh, no, de verdad, qué amable...), puede, de buenas a primeras, por simple decreto, digo, crees que un arcángel puede invertir sus gustos y sufrimientos de ese modo? ¡Ojalá fuese tan sencillo!
No. Sé que esto va a ser un duro trance para ti, pero voy a soltarlo de todos modos, total: no me gusta el mal. Duele. Mata, si quieres que te diga la verdad. ¿Dónde crees que se origina este extravagante dolor? El mal me produce dolor. Dolor. Tanto como lo habría hecho de haber estado su existencia separada de la mía antes de mi caída. Ojalá fuese tan sencillo como sugiere la tradición. Ojalá estuviese genuinamente convencido de que el mal es bueno y viceversa, pero no es así. El bien es el bien y el mal, el mal.
Entonces, ¿qué soy? ¿Retorcido?
Bueno, algunos pensarán que sí. La cuestión, mira por dónde, no es ni el bien ni el mal, sino la libertad. Para un ángel, sólo existe una libertad auténtica, y esa, lo digo con el corazón en la mano, es el sentirse libre de Dios. La libertad es la causa y el efecto. En esta creación en especial, si el estar libres de Dios (culto a Dios, dependencia de Dios, obediencia a Dios) es lo que eres después, entonces me temo que el mal es la única salida. Lo que me gustaría, lo que me encantaría, es que se me hubiese concedido una naturaleza que ni siquiera supiese de la existencia de Dios..., el pez que no conoce la vida más allá del estanque: el césped, la casa, la ciudad, el país, el mundo...
Vuestros pensadores batallan con esta noción del mal en estado puro o, como a ellos les gusta tanto llamarlo, el mal por el mal. No tengo ni idea de por qué. No existe eso del mal por el mal. Todo mal tiene un motivo, hasta el mío. El torturador, el tirano, el asesino, el consumado inventor de trolas..., todos lo hacen por algo, incluso si la razón por la que lo hacen es el placer. (El problema que se les plantea a vuestros pensadores es entender exactamente cómo el malhechor consigue placer a partir de su mal, pero esa es harina de otro costal.) El mal por el mal es —o sería, en caso de que existiese— locura; pero hasta los chiflados hacen lo que hacen por alguna chiflada razón. Lo que más Le duele al Viejo no es que yo haga el mal, sino que haga lo que me produce un dolor tan espantoso. Lo que Le duele es que hasta el dolor perpetuo y atroz sea un precio que estoy dispuesto a pagar para librarme de Él. Ese es el quid de la cuestión. Eso es lo que Él no soporta.
Si Él hiciera algo tan sencillo como quitarse de en medio, yo dejaría lo de tentar, seducir, blasfemar, mentir y todo eso y seguiría, libremente, siendo yo mismo. Esta pregunta de quién soy en realidad, fuera de mi relación con Ya Sabes Quién, es una auténtica cuestión candente. O sea, estoy seguro de que soy alguien. Lo que me pregunto es cómo soy. Me pregunto si estoy..., en fin..., bien.
Se supone que soy culpable de todo tipo de crímenes y delitos menores, pero, si te paras a pensar, sólo soy culpable de uno de ellos: la curiosidad. El Infierno, según decís, está lleno de buenas intenciones.
Encantador. Sin embargo, la realidad es que está lleno de preguntas intrigantes. Queréis saber. Tíos, ¡queréis saber, y de qué manera! «Me pregunto qué se sentirá al clavarle este chuchillo en la garganta.» ¿De quién crees que es esa pregunta? Te sorprenderías. De la madre joven, que corta rebanadas de la barra de pan todavía caliente, mientras su bebé de menos de dos años está sentado frente a ella en su trona, gorjeando, con una sobeteada y chupeteada galleta jammy dodger aprisionada en la diminuta mano. Obviamente, no va a hacerlo, en el noventa y nueve por ciento de los casos, pero ya sabes, ahí está, la pregunta, la curiosidad bella y abstracta. Está ahí porque yo la puse ahí. Haz la prueba. Coge un cuchillo, un hacha, un palo, un arma cargada cuando estés solo, pon un instrumento de destrucción potencial en tus manos y dime que tu mente no alberga en ningún lugar, en ningún lugar, la pregunta: ¿me pregunto qué se siente al usar esto?
El vicio cercano, por supuesto, estimula la curiosidad como ninguna otra cosa. Pregúntale al poli que trabaja con acosadores sexuales, al que trata con pedófilos, a los investigadores de violaciones. Pregúntale cuánto tarda esa curiosidad en apoderarse de ellos. Haz la prueba. Ve a visitar a tu Dahmer local, a tu Sutcliffe o a tu Hindley. Mójate y dime, sinceramente, que no te inquietó, ni un poquito, el sentimiento de que ellos sabían algo vital que tú ignorabas. El tonelaje de True Crime, todos esos testimonios asombrosos, todos esos blancos y negros sinceros... ¿por qué vuela de las estanterías, de los quioscos, de internet? Por la excitación, sí, por supuesto (la sed de sangre y el sadismo camuflados por el uniforme de ¿qué-hace-saltar-a-estos-monstruos? Y-gracias-a-Dios-que-han-detenido-a-ese-cabrón; te sorprenderías, me atrevo a decir, del impacto de alcoba suburbana que han provocado algunos de los sinvergüenzas de vuestro siglo), pero más que eso, por el deseo de saber. El problema es que eso, por supuesto, no se puede experimentar por cuenta ajena, no de verdad. Algunas formas de conocimiento (esto ya lo sabes de todas formas, aunque te convences inútilmente de lo contrario) exigen un acercamiento empírico riguroso.
Me he preguntado —como seguro que tú habrás hecho— por qué, exactamente, estoy haciendo esto. No la película. No lo del mes-en-el-cuerpo-de Gunn (a estas alturas debería resultar obvio que lo estoy haciendo por... Bueno, por los helados, por los pies descalzos en el asfalto tibio, por los besos, por el coro del alba, por la sombra de los árboles, por el aliento a fresa, por el puro rock and roll de la carne y sus sensaciones); no, me refiero a esto, a esto de escribir. ¿Por qué, te preguntarás con toda la razón del mundo, dedicar tanto tiempo y energía a la escritura cuando podría estar ahí fuera cada segundo del día?
Gunn no tendría la más mínima dificultad para explicarte esto..., pero esa no es la cuestión.
La cuestión es...
Por favor, qué embarazoso. De verdad.
Junior se mezcló entre vosotros y os habló en vuestras propias lenguas. Él dejó un libro para la posteridad —uno tan ambiguo y paradójico que puede satisfacer las necesidades de cualquier mente débil o crédula—, que dejaba categóricamente claro hacia dónde había que dirigir las donaciones, las gracias y las alabanzas cada vez que se te cayera la tostada con la mantequilla hacia arriba. (No están tan dispuestos a escuchar lo de la mantequilla-hacia-abajo.) Tenía toda la publicidad porque tenía todo el lenguaje. La publicidad es lenguaje. ¿Qué publicidad he tenido yo, yo y mi supuesto orgullo sin medida? Un ser orgulloso se habría vuelto loco por esta invisibilidad hace eones. ¿Cuánto tiempo me he sentido como el genio dramaturgo al que se le prohíbe para siempre que comparta los bises de gloria —los aplausos ensordecedores, los ramos de flores arrojados por el público— con su reparto mediocre o al que le ha dado todo bien mascadito? ¿Me he quejado?
Habría seguido sin quejarme de no haberse lanzado (de forma despectiva en mi opinión) este nuevo y absurdo trato sobre la mesa. Sin voz, sin ser visto ni oído, sin crédito. Bastaría, simplemente, con no haberme rendido nunca. («No nos rendiremos jamás.» Mi lema mucho, mucho antes de que saliera de la boca de vuestro primer ministro de otros tiempos). Habría bastado, simplemente, con haber seguido siendo... yo mismo, en silencio, sin aparecer escrito en las vivas páginas de vuestra historia. Pero con el tictac del reloj y todo eso...
Después de todo, he estado muy cerca de vosotros. No es que no tenga sen... Lo que quiero decir es que sé que ha sido... difícil, a veces —una relación amor-odio, me dirás—, pero siempre..., ya sabes..., siempre me habéis tenido ahí, ¿no?
Además, ya casi llego a las 400 palabras por minuto.
* * *
Estoy loco, te lo juro. Completamente loco. En serio. Debería salir en la tele. No te vas a creer lo que hice ayer. Seguro que no. ¿Te lo digo? ¿Sí? Fui a ver a Penélope.
Los columnistas del corazón deben estar deprimidos. Muy deprimidos. Pues, en un estado de profunda depresión, abrí la boca para soltar el rollo —bueno, quiero decir que encendí el ordenador y dirigí las inquietas puntas de mis dedos hacia las teclas de Gunn— y, ¡mira tú por dónde!, la frase mencionada arriba se materializó, como Atenea a partir de la frente atronadora de Zeus. Es poco apropiado. Dicen que lo único que se puede hacer con la atrocidad es relatarla. No se puede trabajar, ni moldear ni hacer arte de ella. Sólo tiene la obligación histórica de documentar los hechos. Muy bien, entonces, deja que enumere los hechos de la atrocidad. Fui a ver a Penélope.
Me atrevería a decir que hay idiotas entre vosotros, tan empeñados en una historia de amor que un ridículo y memorable enredo amoroso entre ella y yo ya está tomando forma en vuestra imaginación. Sois los clientes por los que existen productores de Hollywood como el amigacho de Harriet, Frank Gatz: «Tienes una historia donde el Diablo viene a la Tierra, ¿no? Se hace cargo del cuerpo de este escritor gilipollas, ¿no? Muy bien. Ahora, me importa una puta mierda lo que pase en la historia, lo que tiene que pasar es que él se enamore. De la novia del escritor gilipollas. A partir de ahí, te dejas llevar. A ella le disparan, o lo que sea. Hospital. Tubos. Cuidados intensivos. Nuestro chico hace un pacto con Dios. La vida de su amada a cambio de la suya. Patapún. ¿Lo ves? Y cuando él la palma, las alas escamosas y toda esa mierda desaparecen. Plumas de un blanco radiante. "Creyó que había caído del Cielo. Era peor que eso. Se había enamorado. Esa es tu línea final. ¿Lo ves? Ponme al teléfono con Pitt. Seguro que acepta...»
No sé muy bien de dónde vino la idea. (Es una de las pocas preguntas que me gustaría que me contestaran. Es decir, sé de dónde vienen vuestras ideas, pero ¿y las mías?) Tenía una tremenda curiosidad, debo admitir, por conocerla en carne y hueso..., mis carnes y las suyas. Las carnes de Gunn, en todo caso. Hasta tenía un plan inofensivo. Uno que sacase a Gunn de sus casillas cuando volviese (si es que vuelve, porque antes de irse era un pañuelo de lágrimas) sin incurrir en las fastidiosas prohibiciones de los ángeles de Charlie de ahí arriba. Y, antes de que me eches el sermoncito, no iba a hacerle nada. Nada de eso que estás pensando. Sólo un poco de travesura inocente. Iba a..., en fin... Ya lo verás.
Cogí el de las 12.00 desde Euston, que llegaba a la estación de Manchester Piccadilly a las 14.35 (el inútil de Gunn no sabe conducir, y yo no pensaba perder el día robando un coche y aprendiendo a conducir). Era un día tan bonito que te partía el corazón. Los londinenses no habían visto un verano así desde 1976. El calor ondulaba la ciudad. De camino a la estación me tomé cuatro 99 y un Strawberry Split. Helados. Joder, tío: vuestra boca es el orificio de un volcán; le metes un Mister Softee y, voilà!, te inunda la felicidad. Por lo menos a mí. Es el contraste frío/calor, lo sé. Si te paras a pensarlo, no es nada del otro mundo. He estado engullendo delicias desde que llegué (cordero al curri; anchoas al peso; aceitunas verdes bañadas en aceite y salpicadas de ajo crudo; cerezas confitadas; filetes de salmón a la parrilla; toblerones; rábanos helados embadurnados en sal marina y pimienta recién molida; arenques en vinagre; after eights...), pero todavía no he encontrado nada que pueda igualar las delicias del helado espumoso de Mister Softee, convertido en un cucurucho de noventa y nueve peniques coronado por una espiral, enguirnaldado, qué digo, enjoyado, con glutinosa salsa de frambuesa y acentuado con una capa de chocolate nada genuina y demasiado cara. Os lo digo con toda solemnidad: los helados son tan deliciosos y tan malos para vuestra salud que no puedo creer que yo no tenga nada que ver con su invención.
En fin. Fui andando hasta Euston. Me he dado cuenta de que todavía adoro andar. Ya sé que es algo absurdo, que no tiene más misterio que poner un pie delante del otro y así sucesivamente, pero es así. El cielo estaba muy alto, azul intenso, jaspeado etéreamente de altocúmulos. Mi sombra temblaba e iba avanzando sin prisas a mi lado como un compañero retrasado o con parálisis. El querido y frito Londres desplegó el tufo de su tráfico y sus desechos. En Londres se puede oler el siglo XIX y el XVIII y el XVII y el XVI; sus olores mezclan los años, unen el Kentucky Fried Chicken con las antiguas aguas residuales, el diésel con el papel de vitela y el polvo. (Ya ha pasado mucho tiempo desde que abrí los ojos en el baño de Gunn. Haciendo un esfuerzo, puedo permanecer tranquilo en presencia de multitud de colores; haciendo un esfuerzo puedo contener la sensación de desvanecimiento o la agresión rabiosa; haciendo un esfuerzo puedo —como dicen al otro lado del charco— hacerme cargo.) No, no puedo quitarle el mérito al hecho de deambular por ahí, de no hacer nada. La otra noche le di plantón a Harriet. Así, porque sí, le di plantón. Estaba sentado en mi habitación del Ritz, tras acabar de esnifar una raya juiciosamente medida de lo mejorcito de Bolivia, cuando zarcillos aromáticos de la hierba recién cortada de Green Park tiraron de mí, por la napia, como un toro con un anillo en el hocico, hasta la ventana abierta, por donde me puse a mirar. Eso es todo..., sólo me puse a mirar. El cielo, lleno de estrías color malva y añil, estaba salpicado, en la zona más baja, por una disparatada y sangrienta puesta de sol; mientras el parque, del color de los moratones, exhalaba el calor que había acumulado durante el día; los árboles crujían suavemente, el aire tenía un sabor reseco o purgado, como si un fuego lo hubiese arrasado... La llamé al móvil y le dije que no me encontraba bien. ¿Te lo puedes creer? Canjeo los hipnóticos monólogos de Harriet por la tranquila contemplación del atardecer que se transforma poco a poco en noche. Hasta a mí me cuesta creerlo. Supongo que se trata de mi etapa madura. Belleza y tristeza. Me puse tan melancólico (¿a qué me recordaba todo aquello?), tan triste y solo al estilo blues & country, que lo único que pude hacer es improvisar una cita con Leo para un sobeteo a media noche. (¿He mencionado ya a Leo? ¿El de «Leo hombre-hombre, 25 cm auténticos, ofrece trabajo corporal completo, sumiso o amo, travestís sí, transexuales no, mujeres no»? ¿Que no? Está bien, querido Declan, me temo que tengo noticias más bien sorprendentes que darte...)
En fin. (¿Qué prefieres: En fin o Algo! Esto de buscar título es una puta mierda. Me he tirado una hora o dos pensando en llamarlo: ¡Ja!) En fin, Penélope está de vuelta en Manchester. Se mudó de nuevo allí después de que ella y nuestro Declan cogiesen cada uno su camino. Ella no está muy convencida, que conste, de haber hecho bien mudándose al norte. (¿Sabes qué? Me mata que los humanos se tumben en el diván para hablar de que están indecisos. Estoy indeciso. ¿De verdad? No me digas. ¿Queréis decir que, de verdad... no os habéis... decidido?)
Paralizante. Lastimoso. Patético.
Claro que he visto fotos. Ella no ha cambiado mucho. El pelo sigue siendo dorado cálido y propenso a enredarse, pero ahora lo lleva a la altura de los hombros, ya no es el tesoro largo hasta la cintura que volvió chiflado a Gunn. Los ojos verdes todavía la conservan. Belleza, por supuesto, y también vida, tiempo, historia, pensamiento y dolor. Menos curiosidad que la Penélope de Gunn. Menos curiosidad, más vida.
Da clases. Hay un piso de una habitación con jardín. Un gato llamado Norris y dos peces de colores sin bautizar. Hay hombres, cuando le apetece: posgraduados ilícitamente mimados de vez en cuando; estos o naipes salvajes escogidos al azar durante asaltos a la vida nocturna de la ciudad (ella y su libertina colega Susan); sin embargo, desde lo de Gunn, ella ha atesorado su propio espacio, una madriguera a la que puede retirarse para una meditación melancólica; un marlboro que arde sin llama, una botella de vino peleón, el jardín por la noche, su anarquía de cantos de pájaros. También ha habido una mujer (Gunn habría pagado dinero por ver esa escena), una estudiante de tercer año de doctorado con ojos negros vivarachos y pelo engominado, que llevaba botas de piel color canela y lo que deben haber sido blusas de seda abrumadoramente caras. Laura. Olía a limón y a impulse musk. Muy excitante para Penélope, al principio, su aventura a través del espejo. Al final resultó ser no más manejable que la media docena de amantes heteros desde Gunn.
La chaqueta de piel verde está colgada detrás de la puerta de la cocina. Ella se sienta frente a mí a la mesa de roble veteada, de perfil, rodeándose las rodillas con los brazos y con los pies descalzos apoyados en la silla que tiene al lado. La puerta de la cocina da directamente al brillante jardín. Estoy a punto de soltar una risita tonta al verlo y recordar los indecorosos momentos que pasé en Santa Ana. Ha abierto la botella que he traído —no es vino peleón, sino un rioja de precio desorbitado—, pero ambos damos el primer trago sin molestarnos en (¿por qué, exactamente?) brindar.
—Quería hablar contigo —le digo.
Ella traga y da otro sorbo rápido. Traga otra vez. Sé lo que está pensando. Estoy a punto de decírselo: «Penélope, cariño mío, sé lo que estás pensando», estoy a punto de decírselo, cuando ella se da la vuelta, de repente, y me mira.
—Declan —dice ella—. No pienses..., por favor, no pienses que la magnitud de todo esto ha menguado. Por favor, no pienses que para mí ha sido fácil asimilar lo que he hecho. Lo que hice. Sé que lo piensas.
—No, no lo pienso.
—Y no pienses que albergo la esperanza de que hayas dejado de odiarme, porque no es así. Sé que fue algo vil y rastrero. Lo sé. Lo sé. Haces daño a alguien... Cuando le haces daño a alguien, a la antigua usanza...
Asombroso. Lágrimas. Por las barbas de Cristo. Esta chica va rápido. Han pasado dos años y medio. Gunn aparece, abren una botella de vino, él le dice que quiere hablar con ella y, ¡zas!, el corazón abre su herida y empieza a derramar sangre por doquier. (Tienes que reconocer que este rollo de tener sentimientos, este preocuparse por el otro es un pelín turbio y desagradable. Siempre lo he comparado con algo escabroso, como una especie de accidente de carretera perpetuamente recurrente: todos van demasiado rápido, demasiado cerca, sin el cuidado y la atención necesarios, o con demasiados...)
«Esto es tierno», pienso. Gunn, que la desprecia por haber hecho que la amara y por traicionarlo después, querría mi cabeza en una bandeja si estuviese aquí —lo cual no sería una buena idea, porque es su cabeza también—, si tuviese la más remota idea de lo que estoy a punto de hacer.
—Fue algo odioso, joder —dice Penélope—. Lo fue. Sé que lo fue.
—¿Te importa que coja uno de esos? —digo yo, indicando el paquete abierto de marlboro junto a su mano. Ella no responde, se lleva el pañuelo casi deshecho a la nariz súbitamente enrojecida. Creo que acabo de meter la pata. (Malditos deseos impulsivos. ¿Cómo los dominas? Es decir, sólo me entraron muchas ganas, en ese preciso momento, de fumarme un cigarro. Me había dejado mi silk cut en el puñetero tren.) Ella está tan metida en lo de sentirse fatal que ni siquiera le afecta eso de que me preocupe por cosas como los cigarrillos. De todas formas, le cojo uno y lo enciendo.
—Lo que quiero decir es que... Declan, por favor, no me digas que me odias. Ya lo sé. Y tienes todo el derecho. Sólo te pido que, por favor, por favor, no lo digas aquí, ahora. Te prometo que ya me odio bastante por los dos.
Estoy tentado a dejar que siga. Oh, venga ya, su aflicción y su culpabilidad resultan arrebatadoramente encantadoras, sobre todo desde que ha cimentado su entera identidad sobre la creencia de saber qué es lo correcto... y luego hacerlo. No es que haya sido perfecta, por supuesto. Ha habido resbalones, traspiés, días de pereza o hastío existencial, pero no ha sido una caída, no como la propiciada por la desafortunada mente engreída de Declan. Es dura consigo misma. Recuerda el pasado. Susan le dice, una y otra vez, cuando están de despiporre: «Tu puto problema es que no puedes dejar atrás el pasado». Su aliento con sabor a sidra y a pinta choca en la cara de Penélope. «¿Cómo esperas vivir si todavía tienes la cabeza enterrada en el pasado?» No es mi cabeza, quiere replicar Penélope. Es mi corazón.
Me temo que aquí y ahora comienzan las atrocidades. (Mis dedos dudan ante las teclas grasientas de Gunn. Ya me he entretenido con tres copas de earl grey y seis cigarrillos. Si no fuese porque vuestra lengua está tan descaradamente diseñada para el engaño, todo esto de contar la verdad me tendría preocupado. Reputación profesional y todo eso. Sin embargo...) Lo más extraordinario. ¿Cómo decirlo? Yo... me encuentro...
Mira, no soy tonto. Ya me he acostumbrado a que los tics, las manías y los sentimientos de Gunn aparezcan, de repente, en mi comportamiento, su extraña impronta personal aquí y allá. Sabía que nunca iba a haber una distinción neta (el cuerpo tiene sus límites en cuanto al número de cosas que puedes dejar pasar. ¿Es que acaso no lo sabía de anteriores posesiones? ¿Toda esa putrefacción y pestilencia? ¿Esos arrebatos involuntarios por canciones infantiles o esas sorprendentes oleadas de ternura por la aparición del osito de peluche favorito? Va con el territorio); pero esto..., esto es algo completamente diferente. De lo que se trata aquí es de..., de la importación al por mayor de un sentimiento en especial que no tenía al empezar, de repente, directo del pasado de Gunn a mi presente. Abro la boca para empezar lo que había venido a decir y me encuentro en una agonía de odio y dolor. (No me malinterpretes. Si estoy familiarizado con algo es con el odio y el dolor. El odio y el dolor son mi carne y mis huesos, por así decir, el traje de mi espíritu, mis olores, mi forma, mi..., bueno, ya hemos hablado de esto. La cuestión es que por mí no hay problema, porque es mi odio y mi dolor. Me refiero a que, por lo menos, afirman la continuidad de mi identidad. Esto, por el contrario, aparece en mí como un intruso estrepitoso y rápido como un relámpago. No está ahí un minuto y al siguiente sí, de modo que ahora siento —cágate, lorito— que odio a Penélope. (Este teclado tiene un signo de exclamación que comparte tecla con el número uno. Mayús+1=! Es insuficiente. Radicalmente deficiente como denotación de mi sorpresa. Incluso en negrita. Incluso en cursiva negrita subrayada. Necesito algo más, un signo de puntuación que no se ha inventado todavía.) Estoy ahí sentado con la boca abierta llena de dolor humano y de ira humana. Ella estaba allí, dice una voz (la de Gunn, se supone), completamente desnuda y tibia, con el pelo suelto esparcido a su alrededor, en la cama que ambos habíamos... En la cama... Cómo pudo y piénsalo piénsalo seguir chupándole la polla y tragarse sus correduras y seguir PIÉNSALO LA PUTA LENGUA DE ELLA EN LA BOCA DE ÉL Y LA CARA DE ÉL LA CARA DE ÉL Y LA DE ELLA Y ELLA ERA ELLA ERA TÚ SABÍAS LO QUE PARECÍA Y AHORA ÉL TAMBIÉN PIÉNSALO PEDAZO DE MIERDA PUTO DESGRACIADO Y NO HAS HECHO NADA NADA NADA SALVO QUERER MORIR.
A posteriori, amable lector, creo que incluso entonces sentí un poco de pena por Gunn, porque tenía mucha rabia y mucho dolor y un medio de expresarlos totalmente mísero. Quiero decir que, comparado conmigo, está con las manos atadas. Tengo la Tierra entera y todo el que la habita para dar voz a mis quejas. ¿Qué tiene él? El inglés. No sé qué aspecto debo tener ahí sentado, echando humo. Puede que el dibujo infantil de un tren de vapor, con la cara roja, chupando y soltando humo, con un genio de mil demonios, subiendo una colina agotadora. Parezca lo que parezca, lo importante es cómo me siento. Y me siento —sólo puedo suponerlo— como Gunn. Inundado de nuevo por la rica traición de aquel vivido momento. La puerta abierta a cámara lenta presentando la escena como una maestra de ceremonias amoral. Penélope en la cama. Ese... ese (¿qué?, ¿hijo de puta?, ¿bastardo?, ¿cabrón?, ¿chupapollas?, nada etiqueta con precisión el objeto de la rabia de Gunn...), ese hombre apoyado en los codos sobre ella; su mirada de leve sorpresa; la de ella, al volverse hacia la puerta chirriante, de horror.
La necesidad de herirla, ahora que está sentada llena de angustia al otro lado de la mesa, es irreprimible. No físicamente —Gunn la tiene en su interior, piense lo que piense su vida de fantasía—, sino con el repertorio ilimitado de la boca, el arsenal completo, al máximo rendimiento.
Su cara es un mapa de preocupaciones recuperadas y de culpa absorbida. Los ojos verdes parecen rotos, como si su cristal se hubiese hecho añicos. Un accidente múltiple de rímel echado a perder. Pestañas perladas de lágrimas. Lleva un estricto control de las riendas de su boca. Recordar... hace de la cara un desastre aterrador. Lo he visto millones de veces.
Estamos con Penélope.
Y el irreprimible deseo y la necesidad de herirla. Las palabras —las de Gunn— se enjambran en mi lengua como si algún tipo de humo interno intentara sacarlas de la colmena de mi cabeza. Pero —ah, claro, pero—, cuando tengo un plan, me ciño a él. No como otros. Si esta es la retransmisión lejana de Gunn desde el Limbo (nota para mí mismo: convocar al maldito Nelchael para que me haga un informe, tanto tiempo retrasado, sobre la marcha de los trabajos), ha contado con una audiencia demasiado pasiva. No se trata de lo que quiera el cornudo de Declan, y no importa lo alto y claro que su carcasa grite las innumerables exigencias de su alma ausente. Se trata de lo que quiero yo. Así que, dándole un rodeo, por decirlo de algún modo, como haría uno si se encontrara con una escultura llena de sensores de movimiento en el espacio estrecho de una galería, extiendo el brazo y cojo la mano caliente y aferradora de pañuelos de Penélope por los nudillos. Ella es una chica buena, fuerte y culpable, así que me mira a los ojos.
—Yo no he venido para eso —le digo, y me imagino a Gunn rasgándose las incorpóreas vestiduras, allá donde esté. Penélope parece cansada, aunque irresistiblemente humana, pero ahora ya no hay vuelta atrás. (Además, si decido quedarme —ja, ja— puede que quiera que sea la madre de mis hijos...)—. He venido —continúo, bajando la mirada hasta la mesa llena de redondeles de tazas, como lo haría una persona que, tras librar una batalla enorme y casi fatal, ha adquirido la virtud de la amabilidad y de la humildad— para decirte..., para decirte...
—¿Sí? —La expresión aerodinámica de una laringe devastada por la pena.
—Para decirte que... yo... te perdono. —Las palabras me vinieron con una extraña facilidad una vez que solté lo de «te perdono»—. Sin esperanzas de ninguna clase. Fue una traición, sí, pero yo te traicioné primero. Mi puta vanidad. Mi vanidad estúpida e ingenua. Si me hiciste daño, amor mío, fue porque mi daño te provocó. Te pido perdón por lo que hice, por aquello en que me convertí, por lo horrible y falso que fui.
Levanto de nuevo la mirada hasta ella. Las cejas se le han subido hasta mitad de la frente y tiene los labios fruncidos. No sabe qué hacer, qué está pasando, si vuelve a querer a Gunn, o si, incluso, esto no es más que un truco, el mecanismo de apertura de una trampa bomba emocional. Está (me gusta esta palabra) estupefacta.
—No pido nada a cambio —digo, me pongo de pie despacio y cojo la chaqueta (ha sido un martirio, no me importa decirlo, desprenderme del armani, los gucci, los versace y el rólex, y volver a los trapos insoportablemente aburridos de Gunn, pero no había necesidad de complicar las cosas) del respaldo de la silla—. Esto no es una petición ni una súplica ni un gesto que requiera una respuesta. Es sólo que quiero que vivas el resto de tu vida sabiendo que, por lo que a mí respecta, te quiero y te perdono. Todo ha sido culpa mía.
—Declan... Oh, Dios, Declan, yo...
—No digas nada ahora. Sólo quiero sentirme limpio y bien por una vez. No somos estúpidos; no tiene sentido hablar de ser amigos. Creo que llegamos a significar demasiado el uno para el otro como para conformarnos ahora con eso.
A continuación dudo un poco..., pero me parece lo correcto, así que le doy la vuelta a su mano en la mía y me inclino para dejarle un casto beso en la palma. Ella está completamente atónita. (Y, ¿te lo puedes creer? Un pensamiento la atraviesa como un rayo de sol: «Dios mío, yo tenía razón. Mi instinto no se equivocaba. Ha crecido, pero hay que tener potencial para crecer... Quizá... Quizá...».) Pero yo ya me he ido. He salido de la cocina y pasado por la entrada mientras ella todavía arrastra la silla en un intento por levantarse de la mesa. Yo mismo me encargo de abrir la puerta de la entrada («Espera..., Declan, por favor, espera...»), la cierro tras de mí, luego bajo la calle a buen paso. La siento, por supuesto. Llega a la puerta, la abre, mira hacia fuera, ve la resolución y velocidad de mis pasos, comprende que ahora debe dejarlo reposar, que más palabras no harían otra cosa que estropearlo. (De hecho, ya han estropeado bastante las cosas para mí, de una u otra forma, pero ya llegaremos a eso más tarde). Nada me ha preparado para cómo me siento. Paro un taxi y me arrojo a su penumbra, casi incapaz de murmurar un destino («... estación... Piccadilly...») antes de que los sentimientos me embargasen y cayese en un terrible sueño.
La primera parte terrible de ese terrible sueño fue un asalto despiadado a mi cuerpo. El viaje en tren ya fue bastante malo (el viaje en tren es malo de por sí aunque estés como una rosa, te lo garantizo): escalofríos, sudores fríos, sudores calientes, castañeteo de dientes, sangre moteada de granos de pimienta y fragmentos de cristal, fiebre que me atrapa y me libera como un agresor sexual que desvaría; cada hueso una contusión; la carne como desnuda sin su dermis... ¿a que no se te habría ocurrido que un mero asiento...?; un murmullo en los oídos como el público de Wimbledon entre partidos; la mera conciencia, una terrible interrogación. Para cuando entré tambaleándome en mi habitación del Ritz, lo único que pude hacer fue pimplarme casi un litro de whisky Jameson's y derrumbarme en la cama imperial. Creo que intenté hablar. No inglés, ya me entiendes. No. Mi propio idioma. Una mala idea. Fui presa de las convulsiones. La lengua se me hinchó y quemaba. Me tiré del colchón con la intención de gatear (reptar habría sido una mejor definición, ja y más ja) hasta el enorme cuarto de baño con los refrescantes espíritus del lavabo, la taza, el bidé y la bañera. Otra mala idea. Cuando caí al suelo, descubrí que estaba paralizado. La lengua se me desentumeció y mis tripas expulsaron un arco de vómito sulfuroso espectacular. Ahora estoy acostumbrado a este tipo de cosas —no pasas por la posesión estándar sin la curiosa fiesta gástrica—, pero las potas anteriores eran un camino de rosas comparadas con la..., la barra libre surrealista a la que me entregué aquella noche en el cuarto de baño. Intenté salirme del cuerpo: nada. Eso hizo que me invadiera una ola de pánico, como te podrás imaginar. (Ya está bien. Lo he hecho más veces desde entonces. Tuvo que ser un bloqueo temporal por culpa de mi..., por culpa de lo que estaba pasándome.) La cosa evolucionó. Una sucesión de fiebres encadenadas. Balbuceos incomprensibles. No me habría creído capaz de moverme —y menos de escribir—, pero como tengo de prueba uno de los folios que te pone el Ritz... No es que se entienda mucho. Además, la letra es horrorosa. Yo apenas puedo descifrarlo.
5%esoyas 3ensevvse££3 666666666elyiii ho yo