CAPITULO IV
—ES allí, señorita. Aquél es
el islote conocido aquí como Peñón del Diablo...
Raúl Abaco, piloto del helicóptero que
sobrevolaba la zona salpicada de islotes desolados, pequeños y
abruptos, pero ricos en la vegetación natural de los trópicos,
rodeó el peñasco negruzco, posiblemente de origen volcánico, en
torno al cual se veían ahora palmeras, espesura y playas arenosas,
en forma de anillo dorado en torno al feo y desierto trozo de
tierra erguido en el mar.
Lori Ankers, ávidamente inclinada sobre una
de las ventanillas del helicóptero, filmaba con su cámara, provista
de potente teleobjetivo, todo cuanto había a sus pies. El
helicóptero dibujaba su silueta en las límpidas aguas tranquilas,
cuyo fondo era visible en días soleados y despejados como
aquel.
—La otra vez que estuve por aquí, ignoraba
su nombre exacto. Sólo sabía que parece un volcán apagado, rodeado
de un anillo de arena y vegetación... ¿Por qué le llaman Peñón del
Diablo?
—No lo sé —se encogió de hombros el piloto,
nativo de Nassau—. Es un viejo apelativo que le dan los pescadores
de estas zonas. Tal vez tenga su origen en lo mismo que usted ha
dicho. Antiguamente, debió ser un volcán activo. Y esa clase de
cosas, siempre dan miedo a los naturales de un lugar. Las
erupciones acostumbraban a parecerles obras del diablo, señorita
Ankers.
—¿Lo frecuentan mucho en la actualidad?
—quiso saber ella.
—¿Ese islote? ¡Oh, no! —hizo un gesto
elocuente—.
Mi soñarlo, señorita... ¿Para qué querría ir
nadie a un lugar tan solitario y tan olvidado? Ni siquiera tiene un
terreno propicio al aterrizaje de una avioneta, por pequeña que
sea. Sólo un helicóptero podría posarse ahí. En cuanto a los
pescadores y navegantes, no necesitan para nada tocar ese punto.
Por no haber, ni siquiera hay pesca en los alrededores.
—¿Cómo? —Lori miró pensativa al nativo
piloto—, ¿Pesca ha dicho? ¿No hay en todas estas regiones en
abundancia?
—Sí, pero no aquí —sonrió Abaco, sacudiendo
su cabeza morena, y mostrando sus dientes blanquísimos.
—¿Quiere decir que sólo aquí no hay pesca alguna?
—Eso es. Los pescadores nunca capturaron una
sola pieza en los alrededores del Peñón del Diablo. Dicen que no
hay bancos de peces de ninguna clase. Que apenas se ve alguno en
tres o cuatro millas á la redonda.
—¿Eso tiene explicación?
Ninguna. A menos..., a menos que el fondo
marino sea volcánico, y eso haya hecho emigrara los peces a lugares
más atractivos. Es algo que, sin duda, también contribuye a que le
llamen como le llaman a ese islote, Para un pescador, sólo el
diablo podría dejarle sin pesca en un único lugar determinado...
Pero ¿de veras le interesa tanto ese islote?
—Me fascina —afirmó ella, estudiándolo
atentamente. De pronto, clavó sus ojos en algo que veía a corta
distancia, sobre las aguas. Lo señaló—. Eh, ¿qué es eso?
—No se ve bien desde aquí, pero parece...,
parece una plataforma sobre el mar, con una boya roja, o algo
parecido. —Abaco pestañeó, asombrado—. ¡Qué raro! ¿Qué pueden estar
haciendo en este lugar? No acostumbran a acercarse tanto a la isla,
ni siquiera los turistas más excéntricos...
El helicóptero descendió sobre el lugar,
haciendo girar las hélices sobre las cabezas de Abaco y su bella
viajera. El aparato parecía un gigantesco mosquito, aproximándose a
lo que flotaba en el mar.
—Sí, es una plataforma flotante —asintió
Lori, el acercarse lo suficiente—. Hay gente en ella. Gente que nos
saluda, agitando sus brazos. Algunos llevan trajes de goma, para
inmersión. ¡Eh, mire eso! Allá, a alguna distancia, hay un yate,
una canoa a motor junto a su casco...
—Parece toda una expedición de submarinistas
señaló Raúl Abaco—. Vienen a veces por estos sitios, pero nunca se
acercaron al peñón...
Estaban sobrevolando la plataforma a escasa
altura Ahora, todos eran visibles allá abajo. Había mujeres y
hombres, en total media docena. Tres de ellos llevaban trajes de
goma y depósitos de oxígeno para inmersión. Agitaban jovialmente
sus brazos hacia el helicóptero! Lori señaló algo, en un ángulo de
la plataforma flotante junto a la boya roja.
—Oh, ahora entiendo... Mire eso. ¿Sabe lo
que es?
—Parece una cámara cinematográfica,
señorita.,. —asintió Abaco.
—Lo es. Son cineastas. Deben estar filmando
una película en estas aguas... Bien, espero que sigan ahí y no se
aventuren en la isla. Me gustaría hallarla lo más virgen posible
cuando la visite...
—¿Visitarla? —se asombró Raúl, volviéndose a
ella—. ¿Es que piensa hacer tal cosa, señorita?
—Sí. Mañana mismo, si es que encuentro a
alguien que me ¡leve al Peñón del Diablo, por barco. De otro modo,
no es posible llegar a él, ¿no es cierto?
—Bueno, podemos usar el helicóptero, ya se
lo dije... Pero ahí no encontrará nada que valga realmente la
pena...
—Prefiero venir por mar, Raúl. Pero usted
también vendrá mañana. Es posible que le necesite, si se me ocurre
subir a la cumbre del peñasco...,
—¿Arriba del peñón? —Abaco iba de asombro en
asombro—. Señorita, ese viejo volcán extinguido no le mostrará más
que lo que ve aquí: una especie de cráter cegado, y poco más.
Incluso puede ser peligroso acercarse a pie a sus bordes. Imagine
una caída, en esa piedra lisa y negra...
—Tendré cuidado, Raúl. Ahora, volvamos a
Nassau, por favor. Ya he visto bastante por hoy, y quiero revelar
mi película en el hotel...
—Sí, señorita —asintió el nativo de las
Bahamas, emprendiendo el regreso. Para ello, volvieron a cruzar
sobre la plataforma, donde ahora sólo se limitó a saludarla el par
de hombres situados tras la cámara de filmación. Los demás se
lanzaban al agua, interpretando sin duda una escena para la
película.
Poco después, la plataforma quedaba atrás. Y
también el islote misterioso donde fechas antes Lord Ankers había
hallado una bolsa del Albatros,
conteniendo, diversos objetos de oro... pertenecientes a los
desaparecidos viajeros del yate misterioso.
.* * *
—Sí, señorita —afirmó, respetuoso, el
pescador de pelo blanco y rostro atezado, dando vueltas a su gorro
impermeable, de vieja lona, parado frente a la rubia joven—. Yo soy
el hombre dispuesto a llevarla en mi barca hasta el Peñón del
Diablo. Mi nombre es Martín Domingo. Y no le temo a ninguna isla,
puede creerme, digan lo que digan los demás.
—Eso me alegra, Martín.—sonrió Lori Ankers,
risueña—. ¿Y... qué es lo que dicen los demás sobre esa isla?
—Bueno, viejas historias y supersticiones
—quitó importancia Domingo al asunto—. Unos afirman que el diablo
habita en el peñasco negro y que duerme, a la espera de volver, a
vomitar fuego por su cráter. Otros aseguran que el propio diablo
hizo morir a los peces a su alrededor, para estar solo en el
islote. Y los hay, incluso, que afirman haber visto al diablo
durante la noche, surgiendo del volcán apagado, para aterrorizar a
los pescadores que se atrevían á aproximarse al islote.
—¿Y usted no cree nada de eso,
Domingo?
—No, señorita, nada. No pienso que el diablo
vaya a estar preocupado por nosotros ni se divierta asustando a
nadie. Las luces que la gente pueda haber visto en ese
islote...
—¿Luces? —se puso
tensa Lori—. ¿Qué clase de luces?
—Bueno, yo no lo sé —se encogió de hombros
el viejo pescador de las Bahamas—. Ni siquiera las he llegado a ver
jamás. Pero si las viese, tampoco me asustaría. Dicen que, son como
espectros verdosos, lenguas de fuego verde, saliendo como demonios,
de las entrañas de la tierra... Bah, paparruchas todo, señorita, se
lo aseguro. Si espera encontrar algo apasionante en ese lugar, ya
puede ir olvidándose de ello, y buscar sitios más pintorescos. No
es más que un feo lugar solitario, lleno de maleza, de palmeras y
de arena, con ese peñasco en medio, como recuerdo de lo que alguna
vez fue un volcán que amedrentó a toda la región. Pero nada
más.
—Para ser un viejo pescador. Domingo, usted
se muestra muy valeroso, y muy poco supersticioso —señaló Lori,
estudiándole con atención—. Seguro que me gustará como compañero de
viaje. Le pagaré diez libras diarias, más los gastos, si es que le
parece bien, en tanto dure mi curiosidad por ese lugar.
—Si es su gusto, señorita... —hizo un gesto
escéptico—. Pero tirará su dinero. Y perderá su tiempo.
—Pues he visto gente cerca del islote, con
una plataforma flotando en el mar... Parecen interesados en el
paisaje, cuando menos.
—Oh, esos... —Domingo sacudió su canosa
cabeza—. Son gente de cine, ya sabe. Todos están chiflados. No les
haga mucho casó. Se pasan la vida buscando sitios raros para hacer
sus películas...
—De modo que son gente de cine... —Lori
reflexiono—. ¿Qué hacen? ¿Documentales o películas de
espectáculo?
—De esas que dan dinero a base de tonterías
—rió el viejo pescador—. He oído decir a un amigo que la llaman
El monstruo de los Sargazos, o algo
así... ¡Monstruos en los Sargazos! Eso sólo, se creía hace siglos,
no ahora. Cuando menos, pudieron haber ido hasta los propios
Sargazos a rodar, no aquí.
—Luego trucarán las escenas, y parecerá todo
muy real —se echó a reír también Lori—. Bien, amigo Domingo. Le
espero a las once en punto con su canoa. No quiero demorar la
salida, para que tengamos suficiente tiempo de luz diurna en ese
islote...
—Sí, señorita, estaré aquí a las once en
punto de la mañana, no lo dude.
Lori, complacida, pagó anticipadamente un
día de trabajo al viejo pescador de Nassau, y se encaminó luego a
su habitación en el hotel Saint George de la capital de la isla de
Mueva Providencia, en las Bahamas.
—Buenas noches, señorita —saludó una voz—.
¿No era usted la dama del helicóptero?
Ella se detuvo, sorprendida, girando la
cabeza. Se encontró con un grupo de jóvenes, que salían en ese
momento del ascensor del hotel. Todos vestían camisas de vivos
colores, pantalones claros, y parecían muy animados y divertidos.
Su piel aparecía levemente bronceada por el yodo marino. Los
recordó vagamente.
—Oh, ¡a plataforma... Los cineastas, ¿no es
cierto? sonrió Lori,
—Los mismos. Yo soy Jack L. Granger,
realizador de El Monstruo de los
Sargazos —se presentó el más alto y maduro de todos, tendiendo
su huesuda, ancha mano—. Aquí le presento a mi cámara, Jeffrey
Farr, a mis protagonistas, June Knox y Kevin Moore...
—¡June Knox y Kevin Moore! —Lori les
contempló, con repentina sorpresa—. Vaya, si son los famosos del
cine y la televisión... Es un placer conocerles, amigos, Yo soy
Lori Ankers. Periodista. Pero estoy aquí de vacaciones —agregó,
cautelosa.
—Bueno, esperamos que escriba algo, de todos
modos, sobre nuestro encuentro en Nassau —rió el galán, Kevin
Moore, arrogante y guapo como está obligado a serlo un héroe de
películas de acción—. Eso siempre proporciona publicidad gratuita a
la película... y a sus intérpretes.
Todos rieron de buen grado, Lori asintió,
con gesto divertido.
—Tienen mi palabra de que escribiré algo
sobre ustedes —prometió Lori, impaciente ya por subir a su
habitación y revisar la película tomada en su viaje de aquel día en
helicóptero, una vez revelada en el cuarto de baño, convertido en
improvisado laboratorio cinematográfico—. Mañana quizá les vea
rodar algo de su filme, si van á estar cerca del Peñón del Diablo.
Yo voy allí a filmar unas vistas para mi periódico... —¿Al peñón de
las leyendas? —soltó una carcajada jovial el realizador, Jack L.
Granger—. ¡Eso es estupendo, señorita Ankers! Nosotros vamos a
filmar allí mañana, en la propia isla.
—No es posible... —Lori trató de disimular
su disgusto por la molesta coincidencia.
—Pues sí, claro que lo es... —afirmó June
Knox, la actriz rubia platinó, tomando del brazo a. Lori—. Ahora
venga con nosotros, por favor. Tomaremos algo en el bar, antes de
retirarnos a descansar. Será sólo un momento. Y mañana nos veremos
todos en ese terrible peñón que tantas fábulas ha provocado entre
las buenas gentes del lugar, amiga mía...
Lori no pudo negarse a ir con ellos. Poco
después, tomaban todos juntos, en el bar del hotel, unos altos
vasos de combinados refrescantes.
Arriba, el filme de Lori Ankers esperaba,
húmedo aún, colgado de unos cables, en el oscuro cuarto de aseo, a
la espera de ser visto por la joven y audaz reportera.
Pero ya antes, unas manos enguantadas
tocaban aquella película filmada en color, y unos ojos inquisitivos
escudriñaban los fotogramas, tras la luz centelleante de una
pequeña lámpara de bolsillo.
Después, sigilosamente, la puerta de la
habitación de Lori, en el hotel Saint George, se abrió y cerró con
suavidad. Una persona se alejó, entrando en otra habitación del
mismo piso, tras usar sus ganzúas para franquear su entrada en la
alcoba de Lori Ankers, sin dejar huella alguna de su paso.