CAPITULO PRIMERO

 

—¿PERIODISTA ha dicho?
—Sí, señor Daves, Lori Ankers es mi nombre. Trabajo para el Sensational Dispatch.
—Entiendo. Prensa sensacionalista... —receló Kenneth.
—Eso es. Pero no saque una impresión errónea de mí, señor Daves —.se apresuró a hablar la rubia joven de ojos pardos y boca carnosa, mirándole vivamente, con un asomo de sonrisa divertida—. Procuro ser honesta en mi trabajo. El público pide sensacionalismo. Y en el mundo actual lo hay en abundancia. Sólo basta encontrarlo.
—Ya. Y usted ha pensado que yo puedo proporcionarle algún material de esa clase. En tal caso, creo que se equivocó totalmente de persona. No tengo nada que decirle, señorita Ankers.
—Vuelve, a equivocarse. No busco sensacionalismos en usted. Quería que me hablase de algo, sí. Pero no de lo que imagina, sino de..., de alguien llamado Selena Adams.
Kenneth se puso rígido. Miró fijamente a la joven periodista, con expresión poco amable. Era un tema doloroso, ella debería saberlo. No le gustaba que hablasen de Selena. No de ella, en particular.
—No —cortó, tajante, disponiéndose a incorporarse de su mesa, en el restaurante y cafetería del edificio destinado al personal de la NASA—. No hay caso; No hablaré de ella, señorita Ankers. Lo siento.
—¿Por qué se pone así? —ella sostenía aún en sus manos la bandeja del autoservicio, esperando que él la invitara a sentarse en su mesa a almorzar—. No es un tema tabú, después de todo.
—Lo es para mí, y eso basta. Le ruego que no insista. Me obligará a dejarle la mesa a usted sola. Y no quisiera ser descortés ni grosero con una dama.
—Estoy habituada —rió ella suavemente, dejando su bandeja en la mesa—. Además de ser una dama, soy periodista, y eso cambia las cosas. Acostumbran a olvidarse de mi sexo, para fijarse sólo en mi profesión. Y ésta no goza de muchas simpatías entre las personas que puedan facilitar información. Le ruego que se siente y siga almorzando. No le molestaré. No hablaremos de Selena Adams, tiene mi palabra.
Kenneth la miró, ceñudo. Ella ya se había sentado sin esperar a ser invitada, y disponía sus cosas en la bandeja, para almorzar. Dudó el joven funcionario de la NASA. Luego se acomodó en su asiento, frente a ella. La estudió, receloso.
—Procure cumplir lo que ha dicho. —murmuró, seco—. Es lo mejor que puede hacer.
—Puede estar seguro de ello —probó el consomé frío v se sirvió unos dedos de cerveza en su vaso. Fijó la mirada en Daves—. Espero que sí podremos hablar de otras cosas. Al menos, podré hablar yo, señor Daves.
—Hable —se encogió él de hombros—. Pero no obtendrá información mía. No hay nada que pueda interesarle a usted, a su periódico o a sus lectores. Y si lo hubiera...
—Sería top secret, ya lo sé. Así son las cosas en NICAP.
Kenneth enarcó las cejas. No había esperado que hablase ella de ese tema.
—Creí que hablábamos de mi trabajo con la NASA —rectificó, hosco.
—No. No. me interesan los lanzamientos espaciales. A la gente también han dejado de interesarles desde que se hicieron tantos viajes inútiles a la Luna. Lo que primero era noticia, se convirtió en aburrimiento. Así son las cosas, señor Daves. En cambio, ese Comité para la Investigación de Fenómenos Aéreos... eso SÍ puede ser noticia.
—No sé cómo, ha averiguado que yo formo parte de ese comité, pero las cosas que allí se traían son estrictamente secretas, señorita Ankers. No hablemos de ello. Pierde su tiempo por completo.
—Los Gobiernos nos están engañando a todos —dijo ella con repentina belicosidad—. Saben cosas que la gente no puede conocer. La Unión Soviética, los Estados Unidos, Gran Bretaña... Todos han llegado más lejos de lo que dicen en la investigación de los OVNI señor Daves. Pero llegará un día en que se verán obligados a decírnoslo todo, no a justificarse ridículamente de muchas cosas diciendo que tal o cual piloto siguió a un reflejo del planeta Venus, o que los que vieron un «platillo volante» eran un puñado de histéricos o de picaros. El engaño no puede durar mucho.
—Todo eso son suposiciones, señorita Ankers. Yo no creo que los Gobiernos oculten nada. Sencillamente, no están seguros de cosa alguna. No pueden pronunciarse.
—¿Es la opinión de un miembro de NICAP? —sugirió ella, terminando su consomé.
—Es la opinión de Kenneth Daves, de la NASA, ciudadano particular de los Estados Unidos.
—Ya —ella atacó con lentitud el segundo plato. Sin mirarle, tras una pausa que parecía estudiada, comentó como al azar—; He llegado ayer de las Bermudas, señor Daves.
Kenneth sintió un estremecimiento. Tuvo la tentación de hacer preguntas, pero recordó que aquella bonita muchacha no era solamente, una mujer, sino, una periodista. Era mejor no correr riesgos.
—Muy bien —dijo, seca la entonación—. ¿Hace turismo?
—No —negó ella—. Trabajo. Investigo. También estuve en las Sariamas En Nassau. Y en alta mar. Había algo que me atraía. Una noticia, señor Daves. Y yo sigo siempre la noticia, dondequiera que esté. Para eso me pagan.
—Me parece muy bien —divagó él, bebiendo un sorbo de su cerveza, sin mirarla.
—La noticia era un barco desaparecido —replicó Lori Ankers—. Y personas desaparecidas.
—Ya basta —cortó Daves fríamente, alzando sus ojos hacia ella—. Le dije que no tratara ese tema. No me gusta. No quiero hablar de ello.
—No hablo de nadie en particular, sino de casi cuarenta personas que desaparecieron sin dejar rastro —suspiró Lori Ankers, moviendo despacio su rubia cabeza, fija en él la mirada inteligente y vivaz—. Yo..., yo he encontrado algo, señor Daves. Algo que nadie encontró en aquellas aguas.
—No me interesado que encontrase, señorita Ankers —rechazó vivamente Daves, empezando a ponerse en pie, con gesto agrio—, Ya le dije antes que no quería ser descortés. El asunto que está mencionando no es de mi gusto. Y no por motivos oficiales. Sencillamente, no quiero hablar de ello con nadie. Y menos con un periodista. Buenas tardes, señorita Ankers. Lamento comportarme así.
—Un momento —ella le retuvo, poniendo su mano en el brazo de él—, Al menos, señor Daves, tome usted lo que encontré. A mí no me sirve de mucho. Para usted, quizá tenga algún valor... sentimental.
E, inesperadamente, buscó algo en su bolso, y lo depositó en la mano de Kenneth Daves.
Este se quedó contemplando lo que ella le entregaba. Pestañeó, asombrado. Con absoluta incredulidad, acercó a sus ojos aquel objeto de oro, familiar y desconcertante. Algo que jamás había esperado encontrar de nuevo.
Un anillo. Un bonito anillo de oro, con una piedra verde, un pequeño jade con una figurilla oriental grabada en él. Un trabajo de artesanía chica. Pero en sí, el anillo nada hubiera significado, de no tener debajo, en su. aro, las iniciales grabadas que Daves contemplaba ahora, con un escalofrío:
«A S. A. de K. D.-1975»
—Dios mío... ¡El anillo que regalé a Selena hace dos meses! —sonó ronca su voz. Y. al, mirar a la joven periodista, estaba mortalmente pálido—. ¡Pronto! ¿Dónde lo encontró?
—En un lugar del Atlántico, dentro del Triángulo de las Bermudas, señor Daves —explicó ella calmosamente—. Y no era sólo eso lo que encontré... ¿Quiere venir a mi casa?
Era un sencillo bungalow en la zona residencial de las playas de Cocoa Beach, un poco al sur de Cabo Kennedy. Rodeado de jardines, pulcro y bien cuidado en él se respiraba limpieza, alegría y comodidad. El mobiliario era moderno, y la decoración de tonos claros v optimistas.
Sin embargo, Kenneth Daves no se sentía contagiado por todo eso cuando entró en la vivienda de Lori Ankers La joven periodista parecía feliz con su visita, pero él iba profundamente preocupado, ceñudo, con una expresión hosca en su rostro. Todavía daba vueltas entre sus dedos al anillo de oro que le regalara a Selena, y que ella llevaba siempre, desde ese día. Incluso en su viaje a las Bermudas, naturalmente.
Lori no había querido ser más explícita, a menos que él la acompañase a su casa. Y lo había hecho porque existían poderosas razones para ello. ¿Qué más cosas podía haber hallado aquella muchacha en su viaje a los lugares del suceso, que ni él ni nadie llegaron á detectar? Esa era la idea que le obsesionaba. Por vez primera, algo que pertenecía a Selena, al margen de su propio perro, aparecía después de su misteriosa desaparición.
—Acomódese a su gusto —le invitó ella—. Está en su casa, Daves. ¿Una copa de algo? ¿Brandy, whisky...?
—Nada. Por favor, no es momento de cumplimientos señorita Ankers. No he venido a visitar su casa formalmente, y usted lo sabe. Vayamos al grano lo antes posible.
—Como quiera —ella se encogió de hombros. Le miró con fijeza—. ¿Quiere ver todo lo que encontré en mi viaje?,
—Sí, por favor. Necesito verlo todo. Usted debió informar a las autoridades navales inglesas y norteamericanas. Era su obligación.
—Un periodista no siempre cumple sus obligaciones
—se burló ella, con leve cinismo—. Se hubieran quedado con todo. Y me hubiesen prohibido difundir la noticia.
—¿Noticia? ¿Qué noticia? —demandó Daves, brusco.
—Ahora lo sabrá, amigo mío —suspiró ella, dirigiéndose a un mueble cuya gaveta inferior abrió con llave. Rebuscó en su interior, y extrajo algo, una bolsa impermeable, de color amarillo, yema, muy brillante. La alzó, mostrándosela a Daves.
No era la bolsa ni su color lo que llamó la atención de Kenneth, sino las letras azules, de plástico, adheridas a la misma, sobre un distintivo que le era muy conocido,
El distintivo era un pájaro, sobre unos galones de Marina. Y el nombre... ALBATROS.
—Esa bolsa... —jadeó—. ¡Pertenecía a los útiles del yate!
—Exacto, Daves —asintió ella—; Era del Albatros. Contiene algunas cosas. Una de esas cosas la tiene usted ya: era el anillo de Selena Adams, su prometida.
—Y... ¿y qué más contiene esa bolsa? —quiso saber Daves, avanzando con paso vacilante, por vez primera inseguro totalmente, desbordado por los acontecimientos. —Véalo —dijo ella, volcando el contenido de la bolsa amarilla sobre una mesa—. Véalo, Daves..., y juzgue por sí mismo.
Kenneth, con ojos desorbitados, se quedó mirando los objetos que se esparcían ahora sobre la lustrosa madera, clara de la mesa.
Eran diversos y sorprendentes: una cadena con una pequeña cruz de oro, unos anillos, un reloj con pulsera, parado en las cuatro treinta, un alfiler de corbata con una piedra incrustada, unas gafas de montura dorada, con cristales oscuros, un pequeño pastillero a la moda rococó, y,, finalmente, un emblema deportivo de solapa, esmaltado en azul, blanco y oro.
—¿Qué significa todo eso? —quiso saber Daves.
—No lo sé. Con ello estaba el anillo de Selena Adams —explicó Lori—. En seguida comprendí que debían ser objetos personales de los viajeros del Albatros. Y resolví quedármelos, para comprobarlo con. usted. Ahora sé que estaba en lo cierto.
—Esos otros objetos no son de Selena, ciertamente. Pero... espere un momento. Hay algo ahí que me resulta familiar... —sus dedos tomaron el pequeño botón esmaltado. Lo examinó, atento. Descubrió el pájaro azul sobre fondo blanco, bordeado de un círculo de oro. Súbitamente asintió, oprimiendo con fuerza el objeto—. ¡Sí, eso es
—¿Qué? —se interesó ella—. ¿Pudo identificarlo?
—Claro. Es..., es el que llevaba Homer Adams, el tío de Selena, cuando se ponía su uniforme marino, de chaqueta azul y pantalón blanco. Siempre llevaba ese botón en el ojal de su solapa. Es el emblema de una entidad deportiva náutica...
—De modo que ya tenemos aquí un objeto, de Homer Adams, otro de su sobrina... —Lori le contempló fijamente—. No quedan dudas. Perteneció a los viajeros del Albatros.
—Sí, pero ¿qué hacen todos ellos, reunidos en esa bolsa? ¿Los encontró de ese modo?
—Exactamente así.
—¿Dónde?
Lori le miró fijamente; Su gesto era grave ahora. Sus ojos brillaban, maliciosos.
—Sólo yo conozco el lugar, Daves —dijo—. ¿Qué gano con informarle?
—¡Tiene que hacerlo! —estalló Kenneth—. Si no, puedo denunciarla a las autoridades navales. Le exigirán que revele todo cuanto sabe...
—Me negaré. Soy un ciudadano civil. No pueden obligarme.
—¿Por qué quiere callar? ¿Qué oculta?
—¿Y usted, Daves? ¿Qué es lo que usted oculta? Sé que sus asuntos son top secret, pero, le diré algo —avanzó ella hacia Kenneth, resueltamente—. Escuche esto: en el lugar donde hallé esta bolsa del Albatros, había algo más. Huellas de haberse posado allí algún objeto especial... Como si una nave hubiera estado detenida en el suelo. Pero no pudo ser un avión. Ni un helicóptero. Ni nada parecido, Daves. ¿Y sabe por qué?
—No. ¿Por qué?
—Muy sencillo: porque el suelo aparecía quemado, como calcinado, en un área de unos doce a catorce metros de diámetro. Y esa forma era circular, ¿entiende? Yo diría..., yo diría que donde se quedó esta bolsa de joyas personales, estuvo posado uno de esos Objetos Volantes No Identificados que usted estudia en NÍCAP. ¿Entiende ahora mi interés por el asunto? ¡Estoy segura de que un OVNI tiene relación con el yate Albatros y todos los demás sucesos misteriosos del Triángulo de las Bermudas!
—Sí —suspiró Daves, bajando la cabeza, vencido, anonadado—. Yo también..., yo también creo que es eso lo que ha sucedido... Pero necesito saber, señorita Ankers... Necesito saber dónde encontró esto, dónde está esa señal del disco volador...
—Nadie puede obligarme a decirlo. Ni siquiera usted. Por eso quería que viera esto. Hagamos un pacto.
—¿Un pacto? ¿Qué clase de pacto? —Cuénteme lo que sepa Sobre los OVNI en esa zona... y yo le llevaré al lugar donde estuvo el disco volador. Creo que es un buen acuerdo para ambos...
—Está bien —aceptó Daves—. Trato hecho.