Capítulo II

 

EL ENIGMA
—¿TIENES que partir?
—Es inevitable, Jessie. Alguien tenía que cumplir esta tarea.
—Pero hay muchos otros en la NASA, Frank. ¿Por qué tú, precisamente? ¿Por qué tuviste que ofrecerte voluntario?
—Creí que era mi obligación. Vale más salir de dudas respecto a esa extraña esfera que parece acecharnos, vigilarnos día y noche desde su atalaya.
—Puede ser mortífera, Frank. Ya sabes cómo sobrevivió al ataque nuclear...
—Lo sé muy bien. Pero no intentó en momento alguno replicar a ese ataque. Sólo sobrevivió. Es posible que sea un objeto pasivo, aunque indestructible. La misión mía y del doctor Stern, será comprobar ese extremo de forma definitiva.
Jessie Grant, de los equipos de control electrónico de la NASA, inclinó la cabeza, pensativa, mostrando claramente en su rostro la honda preocupación que la embargaba en estos momentos.. Siguió caminando por las amplias pistas de Cabo Kennedy, llevando a su lado a Frank Kevin, su joven prometido, miembro del Cuerpo de Misiones Especiales de la NASA. Allá al fondo, sobre una plataforma, los técnicos ultimaban los preparativos en la nave espacial que había de conducirles hasta la órbita de El Balón, como ya llamaban humorísticamente todos los astronautas y técnicos al misterioso cuerpo flotante en el espacio. Incluso los periódicos empezaban a hacer chistes sobre El Balón, ideando parodias deportivo-políticas en torno a tan extraño objeto volador. La prensa sensacionalista, aventuraba la pregunta sobre el posible origen extraterrestre de aquella esfera, y el peligro de guerra cósmica que encerraba la fallida agresión contra la misma.
Pero detrás de todo aquel despliegue de noticias o de sarcasmos, se ocultaba en realidad un mal disimulado temor, una evidente aprensión hacia el futuro inmediato y las posibles repercusiones que la presencia del objeto y el ataque de que fuera objeto podía provocar en cualquier momento.
—Yo seré una de las encargadas de seguir y controlar vuestro vuelo cuando no utilicéis los mandos manuales de a bordo —comentó Jessie—. Creo que nunca voy a sentirme más nerviosa ni preocupada que entonces.
—Mal hecho —sonrió Kevin apoyando una mano en el hombro de ella—. El doctor Stern y yo estamos tranquilos. Ambos sabemos que volveremos ilesos de este viaje. Sólo se trata de investigar, no de atacar.
—Si «algo» o «alguien» dirige a ese objeto con un motivo determinado, puede confundir vuestra nave con otro proyectil, cuando os acerquéis a él. Y eso sería terrible para vosotros, Frank.
—Lo sé. Stern y yo hemos hablado de eso varias veces. Es el riesgo que hay que correr. De todos modos, los detectores de a bordo creo que nos indicarían con tiempo suficiente lo que podía amenazarnos. No iremos con las manos vacías nosotros tampoco.
—¿De qué os servirá, después de todo? Cinco cabezas nucleares no causaron ni un rasguño a ese objeto. ¿Qué arma puede ser superior en poder destructivo? —Ninguna. Pero quizá un arma más simple pueda ser válida. Piensa que aún desconocemos por completo la naturaleza del objeto. Sólo pensamos que parece metal, pero nada más. Estando cerca de él, quizá Stern y yo consigamos analizar su verdadera composición y descifrar el enigma.
—Sea como sea, Frank, voy a sufrir mucho aquí en tierra, sin poderte ayudar, y tú lo sabes.
—Me ayudarás mucho si piensas en mi todo ese tiempo... y controlas serenamente nuestra nave —suspiró él con una sonrisa llena de confianza—. Te lo aseguro, Jessie. No siento miedo alguno en esta misión. Algo me dice que si uno va con cautela y mide bien sus pasos, no hay un peligro inmediato.
—Quisiera tener tu confianza, Frank. Pero no puedo. Estoy asustada de veras.
—Vamos, vamos, olvídate de todos esos temores. No pienso permitir que sea otro el que tenga la suerte de tenerte por esposa algún día, Jessie. Ese es un privilegio que me está reservado totalmente a mí.
—Tonto... —sonrió ella, aun a su pesar, y le aferró los brazos, mirándole intensamente a los ojos—. Te quiero, Frank. Te quiero demasiado para pensar en perderte...
El no dijo nada. Se inclinó. Besó los labios de su prometida. Notó contra su boca el húmedo contacto tibio de la de ella. Sus lenguas se encontraron en una fugaz escaramuza apasionada. Al separarse, ambos respiraban con fuerza. Los firmes senos de ella palpitaban bajo su uniforme color naranja brillante, con el distintivo de la NASA. Los ojos de Frank brillaban.
—Volveré —prometió roncamente él—. Y continuaremos este beso muy pronto... Hasta entonces, querida. Debo entrar en la cámara de preparativos con el doctor Stern. Es la hora de disponerlo todo para el vuelo, incluida la asepsia previa.
—Frank, querido... —susurró ella, separando con dificultad sus manos de las de él—. Te estaré esperando...
Se separaron. Frank Kevin entró en el pabellón destinado a los astronautas, donde sus cuerpos serían sometidos a una labor antiséptica para liberarlos de posibles gérmenes terrestres que pudieran luego contaminar el espacio exterior, y disponer así su indumentaria hermética, antes de cruzar el pasillo hermético que les conduciría al interior de la cápsula espacial dispuesta en la cima del gigantesco proyectil apuntando al cielo. La misión de exploración en torno a la esfera misteriosa, iba a comenzar pronto. La cuenta atrás se había iniciado ya, justo en el momento de cerrarse la cabina donde los dos astronautas se disponían para el viaje.
Jessie dirigió una mirada pensativa al enorme proyectil erguido en la rampa de despegue, y luego dio media vuelta, dirigiéndose lentamente hacia los centros de control y seguimiento de Cabo Kennedy, ya en contacto con el centro de Houston.
Era una experta en seguir a distancia naves tripuladas por el espacio. Pero en ninguna ocasión anterior había viajado en ellas Frank Kevin, su prometido. Eso cambiaba totalmente su trabajo. Y la hacía sentirse más responsable que nunca del futuro éxito o fracaso de la misión.
* * *
—Asombroso —manifestó el doctor Lukas Stern, clavando sus ojos en uno de los visores externos de la cápsula.
—¿Qué es lo asombroso? —quiso saber Frank Kevin, aproximándose al científico.
—Eso, Kevin —Stern señaló con su enguantada mano el exterior—. Nunca imaginé que algo tan pequeño pudiera crear tantos problemas...
Frank contempló lo que señalaba su compañero de vuelo. Ciertamente, era para decepcionarse y extrañarse. Allí estaba El Balón, como le llamaban humorísticamente en la Tierra.
Y, ciertamente, no era mayor que un balón de fútbol. A tan corta distancia como ahora se hallaban, era apenas visible, flotando en el vacío, trazando su inexorable trayectoria orbital en torno al planeta azul. Las estrellas remotas, al reflejarse en su superficie, hacían emitir a ésta un apagado brillo color verdoso. Por lo que podían descubrir desde el interior de su cápsula, el cuerpo esférico no ofrecía rugosidades, grietas ni aberturas de ningún género. Era una simple esfera de metal o de algo semejante al metal. Si poseía algún poder letal, o medios de espionaje a distancia, estaban tan ocultos que no se podían ni imaginar.
—Yo diría que es totalmente inofensiva —señaló Kevin, pensativo.
—Al menos, es lo que parece —Stern arrugó el ceño, meneando la cabeza, pensativo—. Pero no podemos estar seguros de nada todavía. Por alguna razón está ahí. Y de alguna parte procede. No parece un residuo espacial, el resto de alguna nave conocida.
—Da la impresión de poderla recoger en pleno vuelo y llevársela en las manos a la Tierra.
—En realidad, podría hacerse —rió Stern—. No mide más de unos cuarenta centímetros de diámetro, diría yo. Es perfectamente manejable en apariencia. Pero juraría que su peso, para semejante volumen, está por completo desproporcionado. Hagamos las medidas pertinentes, Frank. Creo que estamos a la distancia adecuada.
Kevin asintió. Stern se acomodó dentro de la cápsula, ante un complicado aparato electrónico, capaz de medir a distancia el peso, volumen y densidad de los cuerpos, mediante información facilitada a sus circuitos, a través del análisis espectral y de toda naturaleza del objeto a examinar.
Puso en funcionamiento el mecanismo, ajustando en sus coordinadas el objeto volador, ya muy próximo al fuselaje de la cápsula espacial, a una distancia que iba reduciendo de forma inquietante, pero sin que por el momento sucediera absolutamente nada.
Comenzó el análisis a distancia del objeto. Su v dad, volumen y peso serían facilitados por el sistema electrónico, si disponía de datos suficientes al respecto.
Después intentarían comprobar la densidad y naturaleza de aquella materia.
Los datos comenzaron a aparecer en una pequeña pantalla luminosa. El diámetro de la esfera era, exactamente, de treinta y siete centímetros y medio. Su volumen se ajustaba normalmente a tal diámetro. Pero el peso les dejó atónitos.
—¡Dos toneladas! —jadeó el doctor Stern, comprobando las cifras—. Es imposible... Tal vez hubo un error de cálculo en el mecanismo. Lo programaremos de nuevo.
Accionaron las teclas, tras apagar las cifras de la pantalla. Zumbó el mecanismo, volviendo a funcionar. Las cifras saltaban como algo vivo en la pantalla. Finalmente fueron saliendo en líneas rectas. Los datos se repetían.
Dos toneladas, para un simple balón de fútbol metálico. Algo increíble.
—No hubo error —gruñó Stern, muy pálido—. Conque tomarlo en las manos y llevarlo a la Tierra, ¿no? —Es un peso absurdo —manifestó Kevin, ceñudo—. ¿De qué puede estar compuesto?
—De un metal pesadísimo. Algo que no es de este planeta, Frank. Eso es obvio. Trataremos de analizar su composición. A ver lo que nos dice el espectrógrafo y el analizador de metales y minerales...
Pulsó una línea de teclas rojas. Cifras verdes centellearon en la pantalla. Operaciones matemáticas confusas y complicadas se tabulaban en la pantallita aceleradamente. Stern no quitaba ojo de allí.
Por fin, letras verdes dieron una respuesta a ambos investigadores espaciales:
Materia desconocida. Muy pesado. No existen precedentes memorizados. No hay datos suficientes. Indicios de naturaleza blanda y porosa de esa materia.
—¡Dios, eso sí que es extraño! —exclamó excitada mente el doctor Stern—. ¡Un metal pesadísimo, come no existe otro... y, sin embargo, es blando y poroso! Eso no parece tener sentido...
—Algo así como estar envuelto en una membrana de enorme peso y, sin embargo, fácil de atravesar, ¿no es eso? —indagó Kevin, sorprendido.
—Sí, algo así, no podemos tomar en nuestras manos esa pelota, Frank. Ni siquiera remolcarla a la Tierra dado su tremendo peso. Sin embargo, podríamos clavarle en su superficie una aguja hipodérmica e inyectarle cualquier cosa. Fantástico, ¿no? Veamos si la máquina no sufre error esta vez...
Volvió a programarla. El resultado fue idéntico. Me tal desconocido, de densidad fantástica, sin comparación posible con los metales y minerales terrestres, por encima incluso del mercurio o el uranio. Y, sin embargo blando. Y poroso, además. Podía ser indestructible. Pero sí era perforable, permeable a cualquier penetración a través de su tejido envolvente, fuese metal o no.
—Creo que será mejor informar de todo ello al centro de control —señaló Stern, pensativo—. Es un descubrimiento realmente asombroso, Frank. Ya no hay duda sobre el origen extraterrestre de ese cuerpo. Sea de donde sea, llegó de otros espacios, de otros mundos La razón o los motivos, los ignoro. Pero sea eso lo que resulte ser, no me gusta, Frank.
—A mí tampoco —la miró Kevin desde el visor, con cierta aprensión. Y, sin embargo, parecía tan inofensiva, flotando en el vacío, redonda y hermética como un pie objeto perdido... Añadió frunciendo el ceño—: Empiezo a notar en ese cuerpo algo... algo siniestro, sin que sepa lo que ello puede ser. No sé... Es con esa esfera fluyese algo que afecta a mi sensibilidad...
Stern asintió, mientras comenzaba a comunica la estación de seguimiento de Houston, para dar su ir me técnico, que sin duda ya habrían recibido asimismo, en sus terminales de ordenadores, los expertos de la Tierra,, directamente desde su propio ordenador de a bordo.
Y, de repente, sucedió.
Algo, junto a ellos, fuera o dentro de la nave se materializó en una amenaza mortal y desconocida. La-aprensión y el temor dieron paso a la convicción cierta de ambos astronautas.
Ya no era algo a temer. Era algo que ocurría. Que estaba ocurriéndoles a ellos.
Kevin fue el primero en advertirlo. Le gritó a Stern, que sólo prestaba atención al procesador de datos:
—¡Doctor Stern! ¿Qué es esto? ¿Qué está sucediendo ahora?
Stern se volvió hacia él. Su rostro angustiado, convulso, reveló a Kevin que también el científico de la NASA sentía lo mismo que él.
—Dios... —jadeó Lukas Stern, lívido—. Creo que es... la muerte... para ambos...
* * *
Sí. Era la muerte.
También Frank Kevin se había dado cuenta de ello apenas experimentó la primera sensación.
Desde el exterior, una súbita luz radiante penetraba a oleadas dentro de la cápsula espacial. No necesitó asomarse para conocer el punto de origen de aquella luz cegadora y extraña: la esfera misteriosa.
Pero no era sólo luz. Era algo más tangible. Y más atroz.
Algo se enroscaba a su garganta, ahogándole. Una sensación aterradora de dolor y de aturdimiento se aposentaba de él. Notó que martilleaban sus sienes violentamente, que su cuerpo todo se agitaba en convulsiones, como le estaba sucediendo a Stern ante su propia mirada impotente. Los ojos del doctor se desorbitaban, la boca empezó a espumear sangre, el cuerpo de Stern parecía repentinamente como goma blanda y fofa, desmoronándose, arrugándose hasta formar un bulto informe sobre el suelo de la cabina.
Y él mismo, con profundo horror, captó en su cuerpo esa angustiosa, increíble sensación de blandura, como si en vez de músculos, tendones, huesos y nervios toda su persona se hiciera de gelatina, a punto de convertirse en un amasijo sin forma, roto y desfigurado, convertido en un remedo grotesco de ser humano.
Maldijo entre dientes, sintiendo el salobre, acre sabor de la sangre llenando su boca, como si todas las venas del cuerpo se le hicieran añicos, y se precipitó sobre los mandos de la nave espacial, mientras las voces monocordes, lejanas, metalizadas por la transmisión, de sus escuchas en el centro espacial de Houston, sonaban incongruentes en la cabina.
—¡Noooo! —aulló Kevin golpeando con rabia los mandos, presionando teclados, aferrando palancas de control a duras penas entre sus dedos repentinamente blandos y fofos como si fuesen de goma a punto de derretirse—. ¡Hemos de salir de aquí, hemos de alejarnos de esa maldita cosa, o ella nos destruirá, sea lo que sea....'
Pero sus golpeteos sobre los mandos parecían perfectamente inútiles, Stern era una piltrafa sangrante y rota en el suelo, con un rostro de pesadilla, informe, céreo y ensangrentado y él mismo se sentía al borde de su resistencia, mientras aquella luz extraña parecía penetrarle por cada uno de sus poros, reventándole tejidos y arterias en una masacre increíble y alucinante.
Aturdido, confuso, acaso en la agonía ya, Frank Kevin se desplomó sobre los mandos, éstos comenzaron a chisporrotear, víctimas de un cortocircuito, la cápsula espacial empezó a dar tumbos violentos, y se precipitó a la Tierra, perdido su vuelo orbital, llevando en su interior aquel horror luminoso que destruía a seres humanos con tan escalofriante sencillez...