V
En Champaña
Una marcha de varias horas, bajo una lluvia torrencial, nos conduce al corazón de la Champaña piojosa. Las cortinas del aguacero nos encierran en un lugar de desolación, el horizonte no es más que una arroyada que abruma y diluye el espíritu. Tristes barracas, manchadas por el barro que arrastramos en nuestros pies, hacen pensar en un campo de prisioneros. Nuestras ropas están caladas, nuestros víveres fríos y no tenemos fuego. Pese a todo, la fatiga nos hace recostarnos sobre la paja húmeda de los compartimentos, pero un vaho asciende de nuestros cuerpos y no podemos calentarnos. En los alrededores, no hemos visto ni un árbol ni una casa. Esta región es inhóspita, hostil, la naturaleza misma nos niega un poco de alegría.
Permanecemos una semana en las barracas embreadas, cercadas de grandes charcos, desprovistos de todo cuanto podría hacer un poco más grata nuestra vida.
Una mañana, el capitán que tiene interinamente el mando nos lleva a reconocer las posiciones de apoyo que hay que ocupar próximamente. Nuestro sector está situado entre Tahure y la Main de Massiges, nombres que nuestra ofensiva de 1915 hizo célebres. Está bien equipado y los ramales se extienden muy profundamente, como en otro tiempo en Artois. Por todas partes se ven antiguos emplazamientos de baterías y refugios no ocupados, en el flanco de los taludes. El batallón de reserva ocupa la contrapendiente de una cresta, detrás de otra cresta que disimula las cimas donde están situadas las trincheras. A nuestra derecha, se descubre a lo lejos una extensión verdeante que contrasta con la región desnuda y gris, como sahariana, que tenemos delante de los ojos. Se nos dice que es la Argonne.
El puesto de mando del batallón, excavado en forma de foso, recubierto de una buena capa de rollizos, iluminado por unas aberturas a ras de suelo, es relativamente confortable. Hoy no vamos más adelante.
De regreso, hacemos un alto en un pueblo en ruinas, a cuatro kilómetros de las primeras líneas, donde el coronel se ha establecido con su estado mayor en unos refugios muy bonitos adosados a la pared de una cantera. Estos refugios son coquetos como chalets de montaña y están precedidos de una galería protegida por unos pasos en zigzag hechos de sacos terreros. La limpieza de sus inmediaciones es impresionante.
A través de las ventanas, vemos a los secretarios, en uniforme de interior, que escriben y dibujan en unas grandes mesas, con el cigarrillo entre los dedos. Unas máquinas de escribir imitan el ruido de las ametralladoras de una forma inconveniente y ridícula. Se ve a ordenanzas presurosos, llevando palanganas, frascos de agua de colonia, y a cocineros con la servilleta al brazo, como maîtres de hotel. No nos acercamos a estos privilegiados, estos cortesanos, que guardan las distancias con nosotros como con unas pobres gentes. Temen que haya entre nosotros cadetes de Gascuña[43], susceptibles de hacer una carrera demasiado rápida en el favor de los grandes. Cada hombre defiende su puesto y se huele a un rival en cualquier otro. La desgracia presagia la vuelta a primera línea, la amenaza de muerte. Este mundo de empleados conoce los chismes del oficio y los secretos de los despachos. Su deseo de agradar, de hacerse indispensables les lleva a excesos de celo. Hay aquí cabos que son temibles incluso para un jefe de batallón.
Los oficiales del entorno del coronel (oficial adjunto, de información, del cañón de 37, abanderado, etcétera) van esmeradamente afeitados, engominados y perfumados, como gente que dispone de tiempo que dedicar a su aseo personal. Sobre todo deben mostrarse de buen tono, divertidos a la hora de las comidas. No se ocupan de la guerra más que en último extremo, y, preferentemente, a distancia.
El coronel aparece a su turno. Es un hombre alto y delgado, de largos bigotes de galo, vestido de caqui, con la gorra sobre la oreja, que saca pecho: muy mosquetero él. (De paisano, con unos pantalones claros y polainas blancas, se diría «un viejo marchador»). Se yergue a la vista de un soldado, le clava una mirada magnética, y le saluda con un amplio gesto que puede significar: «¡Honor a ti, valiente entre los valientes!» o «¡Únete a mi lustre!». Por desgracia, en el momento de la refriega, este lustre brilla por su ausencia en la retaguardia… No es más que pura apariencia, e ignoro cuál es el valor real del coronel, al margen de su saludo teatral. Pero yo siempre desconfío de la falta de sencillez.
El capitán, cuya audiencia ha terminado, se reúne con nosotros. Dejamos Versalles…
Poco antes de nuestra marcha de primera línea, un nuevo jefe de batallón ha venido a tomar el mando de nuestra unidad. Es nuestro tercer comandante desde que estoy en los enlaces, sin contar a los capitanes interinos. Estos cambios nos resultan siempre inquietantes. De la sangre fría de nuestro jefe puede depender nuestra suerte, y de su humor, nuestro bienestar.
El recién llegado tiene pinta de desconfiado. Me ha entregado los planos directores[44] encontrados en el refugio, diciéndome: «Compruebe todo esto y complételo».
Dos veces al día cojo la careta, el casco, el revólver, el jalón, el lápiz y mis papeles, y me voy solo de reconocimiento topográfico. Es trabajoso identificar el terreno porque los bombardeos lo han nivelado todo, han arrasado todos los puntos de referencia. He de establecer el punto situando un detalle de las trincheras y a partir de allí determinar los demás. El sector es muy vasto, el frente de las tres compañías se extiende alrededor de unos mil doscientos metros, en el flanco de la primera altura de los montes de Champaña, cuya cima está en poder de los alemanes. Su situación dominante nos ha obligado a condenar una parte de los ramales que datan de su ocupación y a abrir nuevas vías de comunicación para escapar a su vista y a sus tiros directos de ametralladora. De resultas de ello hay un encabalgamiento de trincheras que tengo que visitar para orientarme, pues las indicaciones de los planos son bastante fantasiosas. Salvo a menudo las cortinas de sacos terreros, me asomo durante unos segundos al nivel del suelo, y vago por los ramales abandonados e invadidos por la hierba que se hunden. La pendiente que hay enfrente de los alemanes está desierta. Me encuentro en completa soledad a lo largo de cientos de metros y, si fuera herido de gravedad, a nadie se le ocurriría venir a buscarme a unos lugares a los que soy el único en ir. Al principio recibí balas en varias ocasiones, felizmente disparadas a quinientos metros; me hicieron ver el peligro que suponían estos viejos ramales. Sin embargo, vuelvo allí, con precauciones, tanto por necesidad como por placer. Me gusta este aislamiento, este silencio, me gusta descubrir antiguos refugios, de paredes húmedas en las que crecen setas, que tienen el misterio emocionante de las ruinas. Sé que éstas son patéticas y sueño con el destino de los hombres que han permanecido en estos lugares, muchos de los cuales han perdido la vida. A este placer se suma el orgullo de conocer unos rincones secretos, que se convierten en mi dominio, en este terreno que un ejército observa y que otro defiende.
Mi primera preocupación es localizar los refugios en buen estado. Sucede fatalmente, durante mis rondas, que en la zona donde exploro recibo obuses. Corro a cobijarme en el refugio más próximo. Temo más a los obuses que a las balas. Debido a su estúpido ruido y a la manera en que desgarran los cuerpos. Las balas son más discretas y actúan más limpiamente.
Visito largo rato las primeras líneas, hasta el punto de asombrar a los centinelas, que se preguntan qué manía me hace rondar por estos parajes que ellos aspiran a dejar. El coronel quiere una información completa y exige que el espesor de las alambradas sea especificado en los planos. Al ser impensable tomar medidas delante de nuestra línea, lo evalúo lo mejor posible mirando por encima del parapeto. Se trata de una misión delicada que bien podría costarme, en caso de distracción, un balazo en la cabeza.
Tanta conciencia no me evita reproches. Hace poco el comandante me dijo, con su brutalidad habitual, al alargarme un mapa:
—No sabe usted muy bien lo que se hace. Esta escuadra no está aquí.
Consideramos, después de quince días, que el comandante no es un mal hombre. Pero tiene malos modos y el temor a la responsabilidad turba su mente. Respondí de mal humor:
—Es usted quien está en un error, mi comandante. Claro que la escuadra está ahí y se lo demostraré sobre el terreno cuando usted quiera.
—¿Está usted seguro?
—Totalmente, mi comandante.
—¡Está bien!
Ha debido de verificarlo, pues no me ha vuelto a hablar de ello y, a partir de entonces, expresa sus afirmaciones con menos sequedad.
Acabamos de tener conocimiento de la ofensiva del Chemin des Dames y de que se ha abierto una nueva brecha en nuestro frente y se amplía de forma constante. Cuentan que los alemanes han aparecido en Fismes unas horas después de desencadenar el ataque, que han sorprendido a un tesorero general, a aviadores, etcétera. Para los que conocen la región, esta rapidez es abrumadora. Y también lo es el que el enemigo marche sobre Fére-en-Tardenois, donde hemos visto campos de municiones hasta donde alcanza la vista, enormes depósitos de material de los que va a apoderarse.
Dos fuertes golpes de mano en los sectores vecinos de derecha e izquierda nos han causado bajas. De forma imprevista, los alemanes nos hostigan con obuses. Yo me he visto sorprendido varias veces por tiros, y, el otro día, estuve en un tris de que acabaran conmigo en una hondonada. Todo va mal. El final retrocede más que nunca… Pienso, completamente harto:
«¡Estoy hasta la narices! ¡Tengo veintitrés años, veintitrés años ya! He estrenado ese porvenir que quería que fuera tan pleno, tan rico en 1914, y no he conseguido nada. Mis mejores años transcurren aquí, echo a perder mi juventud en unas ocupaciones estúpidas, en una subordinación imbécil, llevo una vida contraria a mis gustos, que no me ofrece meta alguna, y tantas privaciones, tantos fastidios quizá terminen con mi muerte… ¡Estoy hasta las narices! Soy el centro del mundo, y cada uno de nosotros lo es también para sí mismo. Yo no soy responsable de los errores ajenos, no me solidarizo con sus ambiciones, sus apetitos, y tengo cosas mejores que hacer que pagar su gloria y su provecho personal con mi sangre. Que hagan la guerra los que gustan de ella, yo me desentiendo absolutamente. Es un asunto de profesionales, que se las apañen entre ellos, que hagan su oficio. ¡No es el mío! ¿Con qué derecho disponen de mí estos estrategas cuyas funestas elucubraciones he podido juzgar? Recuso su jerarquía, que no es prueba de su valor, recuso las políticas que han llevado a esto. No tengo ninguna confianza en los organizadores de masacres, desprecio incluso sus victorias por haber visto demasiado de qué están hechas. No es odio lo que siento, sólo detesto a los mediocres, a los necios, que a menudo se promociona, se convierten en todopoderosos. Mi patrimonio es mi vida. No poseo bien más preciado que defender. Mi patria es lo que conseguiré ganar o crear. Yo muerto, me importa un bledo cómo se vayan a repartir los vivos el mundo, el trazado de las fronteras, sus alianzas y sus enemistades. No pido más que vivir en paz, lejos de los cuarteles, de los campos de batalla y de los genios militares de todo jaez. Vivir no importa dónde, pero tranquilo, y convertirme lentamente en lo que debo ser… Mi ideal no es matar. Y si he de morir, entiendo que sea libremente, por una idea que me sea querida, en un conflicto en el que yo tenga mi parte de responsabilidad…».
—¡Dartemont!
—¡A sus órdenes, mi comandante!
—Vaya a ver inmediatamente en la Undécima dónde están emplazadas las ametralladoras.
—¡A sus órdenes, mi comandante!
Estamos de vuelta en el campamento. Nos tomamos allí un descanso sin diversiones ni distracciones. El sol nos asa en las barracas. Pero no podemos permanecer fuera, en esa meseta de tierra gredosa y seca, agrietada por el calor, que se diría retirada del horno de un alfarero.
Nuestros ejércitos siguen en retirada. En los periódicos, que nos llegan de forma irregular, seguimos el avance alemán. Sus progresos nos turban, no porque anuncien la derrota, puesto que no creemos que una derrota definitiva sea posible con el concurso de los americanos, sino porque sigan difiriendo aún la decisión durante meses o años. Las palabras victoria y derrota no tienen ya sentido para nosotros. Un cadáver, ya sea de Charleroi o del Marne, no es más que un cadáver. Todos tenemos años de guerra a nuestras espaldas, y heridas, y queremos morir menos que nunca.
Hace acto de presencia una epidemia de gripe, se evacúa a muchos hombres. La he cogido. La tarde del relevo me entró la fiebre, se me aflojaron las piernas, de golpe, a la salida de los ramales. Por suerte encontré una carreta para que me llevara hasta aquí. Acabo de pasar cuatro días en un camastro, sin comer.
Hoy, al comienzo de la tarde, me encuentro en la oficina con el ayudante. Está sentado en un banco y fuma, y yo estoy envuelto en una manta. Pensamos en los acontecimientos. Él exclama, con su acento del Sur, las manos en las sienes, mirando al techo:
—Qué pastisse![45]
—Hace tiempo que esta historia debería haber terminado si hubiéramos cometido menos errores…
—¡Y pensar que han rechazado la paz!… ¡Sí, rechazado la paz!… ¡Dios mío!… Sions proprés, vaï![46]
Cruje el pestillo. Aparece un busto en el marco de la puerta. Reconocemos a Frondet, sucio, sin afeitar, con su cara de crucificado y sus ojos de mirada febril. Al vernos solos, entra. Tiene un aire extraño, una sonrisa extravagante. Nos mira, nos escruta. Y este hombre bien educado, de una gran probidad, este creyente, nos dice en voz muy baja y con una sonrisa sardónica estas terribles palabras:
—Ellos están en Cháteau-Thierry… ¡Quizá esto vaya a acabarse!
Esta palabra nos incomoda… Se hace un largo silencio durante el cual cada uno de nosotros se interroga, al borde de la traición, acepta o rechaza el desenlace entrevisto.
Luego el ayudante se arremanga, se lava las manos en el vacío. El gesto de Poncio Pilatos…
—¡Lo que la gente quiere es volver a su casa!
En la noche del 6 de julio, hacemos un alto en el pueblo donde está el coronel. El comandante, que ha ido a recibir órdenes, nos anuncia a su vuelta:
—Los boches atacan desde hace tres días en todo el frente de Champaña. La información es fidedigna.
Nos establecemos en las ruinas, que se convierten en el emplazamiento de las reservas. Hasta la mañana, trabajo con el ayudante en la redacción de varias notas urgentes.
Es probable que la preparación de la artillería se ponga en marcha durante la noche y que las olas alemanas aparezcan al alba. Es la táctica de las grandes operaciones. Ello favorece la sorpresa y deja una jornada entera para avanzar por terreno desconocido. A fin de prevenirnos contra ello, cada tarde, a la caída del día, nuestras tropas evacúan las trincheras en una profundidad de unos dos a tres kilómetros, dejando sobre el terreno algunos hombres sacrificados, encargados de indicar la proximidad del enemigo lanzando cohetes luminosos. Estas tropas van a ocupar la posición de resistencia en las crestas que defienden una línea que el enemigo no debe cruzar. Poco antes del amanecer, nuestros batallones retoman sus emplazamientos habituales y ponen de manifiesto con su actividad que siguen ahí. Importa que el enemigo no se entere de nuestra maniobra. En suma, tomamos contra él las mismas disposiciones que le hicieron triunfar sobre nosotros en abril del 17, en determinados puntos del Chemin des Dames. Malgastará su bombardeo sobre unas posiciones vacías y vendrá a enfrentarse contra unas posiciones intactas guarnecidas de ametralladoras. La batalla se librará en el terreno elegido por nosotros.
Mientras descansábamos, el sector se ha armado de forma prodigiosa. Al despertar, descubrimos cañones por doquier. Los taludes, los lienzos de pared disimulan unas piezas pesadas, unos 120 y unos 155 largos, unos 270 que mandan unos proyectiles enormes. Hacia la derecha, los obuses han sido simplemente apilados en los trigales que les hacen de camuflaje natural. El campo está lleno de máquinas, de bocas sombrías que amenazan al otro ejército, de municiones de todo tipo. Se dice que los tanques están en la retaguardia y que el general Gourand lo ha previsto todo. Estos preparativos nos inspiran confianza.
Las baterías de sector hacen una contrapreparación, que tiene por objeto obstaculizar el agrupamiento enemigo. Entre la puesta del sol y las tres de la noche, cada una dispara varios cientos de obuses de iperita[47]. Las baterías nuevas enmudecen. Los alemanes deben ignorar su presencia hasta el momento de la acción.
Sólo hay actividad en nuestro bando, y de noche. Durante el día, nunca hemos conocido el sector tan en calma. No se oye ni una explosión, ni un disparo de fusil, no se ve ni un avión alemán y el enemigo ya no eleva siquiera sus globos de observación. Reina un pesado silencio hasta el infinito, bajo el cielo azul. Se distingue claramente el rumor de la atmósfera estival, hecha de vidas invisibles, de cantos de insectos, de pequeños aleteos y del chirrido del calor sobre los cultivos. Pero esta calma es un indicio más. Hemos leído en los boletines informativos que una calma chicha semejante precedió las ofensivas contra Amiens y Cháteau-Thierry.
Yo figuro en la lista de los que dispondrán de permiso a la primera salida. Espero el ataque o mi permiso. ¿Cuál llegará antes?
Pasan algunos días. Es el permiso… Dejo a toda prisa a mis camaradas, que me envidian.
El 15 de julio, me dirijo a casa de unos amigos de las afueras. En el tranvía, despliego el periódico. Unos grandes titulares anuncian la ofensiva alemana de Champaña y su derrota. Mi primer pensamiento, instintivo: «¡De buena me he librado!». Mi segundo pensamiento es para los hombres de mi regimiento, que se baten en estos momentos, reciben obuses y contraatacan. Estoy demasiado ligado a ellos para olvidarles. ¿En qué estado los encontraré?
Mis amigos, que son industriales, tienen un hijo en vísperas de ser movilizado, lo que crea mucha inquietud a la madre. Ella ha decidido facilitar la carrera de su hijo, ganarle apoyos que le permitan ser destinado a un arma en la que no esté demasiado expuesto; su elección se ha decantado por servir en el parque móvil. Esta madre previsora, intrigando, ha conseguido estrechar relaciones con un general adjunto al gobernador de la región y atraerle a su casa. Le habían avisado de que dicho general tenía la manía de escribir obras en verso con algo de tragedia y de revista a la vez. Para acabar de ganárselo, pensó en montar una de sus obras teatrales con ocasión de una fiesta de beneficencia dada en pro de un pequeño hospital que ella dirige. Es a esta fiesta a la que estamos todos invitados.
Me presentan al general. Nos sentimos ambos incómodos. No sabemos cómo conciliar la jerarquía y las relaciones mundanas. Con la gorra en la mano, saludo, sin cuadrarme, con una inclinación. Pero me abstengo de decir: «¡Encantado!…». (Un soldado en uniforme no puede estar encantado de conocer a un general, ni siquiera en un salón). Él me mira:
—¡Ja, ja, muy bien! ¡Buenos días, jovenzuelo!
No se informa acerca de la guerra; no es asunto suyo.
Trato por primera vez a un general en la vida privada; observo a éste con atención. Es un hombrecillo barrigudo y encarnado de tez, que anda con las piernas abiertas, como los jinetes. Lleva el antiguo uniforme, guerrera negra y calzón rojo que le cae sobre unos botines con elástico. Tiene una melena abundante, de poeta, la mirada maliciosa, un aire de fauno burlón. En la mesa ocupa un puesto a la derecha de la dueña de la casa, que preside una comida de veinte cubiertos. Habla con brusquedad militar, escoge en los platos y olfatea los brazos de las damas, como para cerciorarse de su estado de lozanía. Su ingenio tiene un tufillo de guarnición; cuenta anécdotas más libres de lo conveniente en la buena sociedad. Tiene, por otra parte, buen saque y toma borgoña con gran intrepidez. Sólo aparta la cabeza de su plato para aspirar a sus vecinas y mirar de reojo su escote. Sus maneras, al tratarse de un hombre que debe proteger al joven Frédéric, el hijo de la casa, son juzgadas deliciosas. Se celebran sus bromas.
Después del café, unos automóviles nos llevan al campo de aviación que está próximo. Una sala de espectáculos ha sido transformada en sala de fiestas. Se ha preparado un escenario, instalado unos bancos y confiado los papeles a los jóvenes aviadores, que abundan mucho entre la burguesía del lugar. Están presentes los soldados del campamento, los heridos del hospital y los lugareños. El general, rodeado de las personalidades importantes, se sienta en una butaca en primera fila, y se alza el telón. Como cabía esperar, la revista celebra las virtudes de la raza y el valor de nuestros combatientes. El soldado de infantería, el artillero, el soldado de caballería, el ametrallador, el granadero, etcétera, desfilan alternativamente y declaman una coplilla Corneliana con muy guerrera vehemencia. Al final de cada cuadro, una Francia nimbada de paños tricolores los abraza a todos de corazón. Los sublimes alejandrinos del general, en los que mortero rima con granadero y bárbara insania con Germania, son muy del gusto de los civiles, que patalean con entusiasmo contenido. Es realmente una lástima dejar que se pierda tanta energía; debería armárseles en el acto y llevarles a Champaña…
El general recibe muchas felicitaciones, que él acepta con la modestia del genio. Mi anonimato me dispensa felizmente de dirigirle las mías: lo que emana de un jefe escapa al juicio de un soldado. Por último, le acompañan a su automóvil militar. Él se instala en los cojines con cuidado y nos deja repartiendo breves y blandos saludos, como bendiciones obispales.
La dueña de la casa se apercibe entonces de que el sobre que le ha entregado para su hospital contiene una suma irrisoria, una propina de criada. Observan que se ha comportado bastante mal durante la comida y ya veo llegar el momento en que se le tratará de roñoso… Pero la llegada de Frédéric atempera las críticas: ¡el niño no está colocado aún! Hasta nueva orden, conviene encontrar al general encantador, tan fino, tan ingenioso…
Compruebo lo útil que es para un joven, en unos tiempos revueltos, tener un padre rico y una madre activa… Asimismo me digo que, después de todo, los generales son menos temibles cuando firman poesías que órdenes de operaciones. Al menos, el que acaba de irse no asesina nada más que la lengua.
De regreso a mi sector, todo ha vuelto al orden. Me explican cómo han pasado las cosas.
El 13 de julio por la tarde, un fuerte golpe de mano por la parte de Tahure nos permitió hacer prisioneros en uniforme de asalto. Por éstos se supo que el ataque alemán, retardado por nuestros obuses de gas, tendría lugar a la mañana siguiente. Todos los medios de enlace funcionaron inmediatamente. A las once de la noche, el ejército de Gouraud estaba alertado, los infantes en sus puestos de combate y los artilleros en sus piezas. En uno y otro bando, varios cientos de miles de hombres angustiados esperaban la ruptura del silencio.
A medianoche, un inmenso resplandor abrasaba el horizonte. La artillería alemana empezaba su tiro. No había tocado tierra aún su primera salva cuando ya el cielo se enrojecía del bando francés. Nuestra artillería daba comienzo al suyo, con medios de nuevo superiores. Pero nuestros disparos tenían por blanco un ejército agrupado y los proyectiles enemigos se ensañaban con unas posiciones vacías. Éramos nosotros los que destruíamos, no sólo refugios y unidades, sino también la moral de los hombres que habían de atravesar de un momento a otro aquel huracán.
Su ataque tuvo lugar al alba, como estaba previsto. Nuestra artillería dirigió de nuevo su tiro sobre nuestras posiciones abandonadas, luego lo fijó delante de la línea de resistencia. Baterías de 75 especialmente destinadas a crear una cortina de fuegos entraron entonces en acción. Las olas sucesivas del ejército alemán, siguiendo los horarios establecidos, fueron a amontonarse al mismo lugar y se vieron allí aplastadas sin poder cruzar la zona de fuego. Desde sus nuevas posiciones, nuestra infantería los ametrallaba a buen alcance. Al volverse la situación de los asaltantes insostenible, tuvieron que refluir, siendo algunos gaseados en unos refugios que nosotros habíamos iperitado al retirarnos. Durante la jornada del 14 de julio, la gran ofensiva alemana (la ofensiva «por la paz») estaba abortada, sin haber podido dañar seriamente nuestras posiciones. En los días siguientes nuestras tropas volvieron a ocupar sus antiguos emplazamientos sin encontrar mucha resistencia. Los soldados resumen así la acción:
—¡Los boches han pinchado en hueso!
Apenas se ve rastro de la dura batalla que acaba de librarse. Las trincheras están ya levantadas de nuevo y los cráteres de obús recientes se confunden con los antiguos, en esta tierra estéril removida a menudo. Una vez más han vencido los defensores.
No hay que contabilizar en nuestro grupo nada más que una víctima: Frondet, muerto de sobrecogimiento. Durante el bombardeo, un 210, tras haber atravesado las capas de rollizos, cayó en medio del gran refugio donde se encontraba el enlace del batallón, sin estallar ni aplastar a nadie. Pero hubo tres segundos terribles, en presencia del monstruo que quizá fuera a abrirse y hacer pedazos a los hombres petrificados. El corazón de Frondet falló.
—Se quedó así…
—Con la boca abierta, los ojos como platos, se habría dicho uno de esos tipos que piden ayuda en el cine.
—Primero creímos que estaba bromeando…
¡Pobre Frondet! Sí, bien veo la cara que debía de poner, la misma cara que pusieron todos, sin darse cuenta…
—Ya sabes que una emoción fuerte…
—Después de ese golpe nos quedamos un cuarto de hora sin poder decir palabra.
—Teníamos la impresión de que si se hablaba, haríamos estallar el explosivo.
—¿Tuvo muchas bajas el batallón?
—La undécima fue la que las tuvo. Tres jefes de sección y cuarenta hombres destrozados.
—¿Y en la novena?
—No gran cosa. Tuvieron potra.
No se nos releva. Las reservas deben de comenzar a escasear. Reanudamos nuestras costumbres.
Una mañana, hago mi ronda por el sector. Me encuentro en el barranco a mi comandante de compañía, el teniente Larcher. Lleno de valor y de ascendiente sobre sus hombres, cuyos peligros comparte, siente cierto desprecio por los enchufados del batallón y no lo disimula. Me pregunta, con un asombro que no es sincero, ya que voy allí a menudo y él no puede ignorarlo:
—¿Qué haces tú por aquí?
—Controlo los planos y visito un poco el sector.
—Yo te lo enseñaré.
Me lleva con él. Cincuenta metros más lejos, encontramos un emplazamiento de ametralladora. El teniente se sube al banquillo de tiro, yo lo hago a su lado. Tenemos todo el pecho fuera del ramal. Las líneas enemigas nos rodean y nos dominan. Conozco el lugar, y ya he vivido esta experiencia, pero solo y de manera rápida. Hoy corresponde al teniente establecer su duración. Me señala, entre otros, un terraplén de tierra ocre a trescientos o cuatrocientos metros.
—Los boches están ahí, y ahí, y ahí…
Detalla las posiciones con complacencia… Comprendo: ¡se trata de una lucha de amor propio! Aquí estamos los dos, sin testigos, muy tranquilos, en peligro de muerte. Hago algunas preguntas en un tono frío y él me responde. Ni preguntas ni respuestas tienen interés. El piensa: «¡Ah! ¡Te pones a visitar las líneas como un aficionado! ¡Se te van a ir las ganas!». Y yo: «Somos tan capaces de cometer una imprudencia como un pequeño teniente, por más valiente que éste sea…». ¡Pero los boches tienen mucha paciencia esta mañana!
Tatatata, ssssss. Las balas silban alrededor de nosotros. El teniente ha saltado dentro del ramal, me da un tirón de la manga.
—¡Vas a dejar que te maten!
Bajo tranquilamente. Estoy asombrado, no de las balas —eran de prever—, sino de que él haya cejado tan pronto. Me mira al fondo de los ojos. Pensamos al mismo tiempo: «Vaya, vaya…». Estoy seguro de no haber palidecido. Bruscamente me tiende la mano:
—¡Bien, que tenga un bonito paseo, amigo mío!
—Gracias, mi teniente —digo con el tono natural del subordinado.
¡He aquí con qué estupideces nos seguimos divirtiendo en agosto de 1918! Claro que bien sé que si hubiera mandado yo una compañía, mis hombres también habrían dicho: «¡Menudos hígados que tiene el teniente Dartemont!». Es cierto que quizá me habrían matado hace ya tiempo…
Dos golpes de mano han turbado el sector.
Un atardecer, a la puesta del sol, delante del refugio del batallón, liábamos alegremente nuestros petates con miras al relevo que debía producirse por la noche. Unos hombres habían llevado ya unas cajas a la carretera de abajo, adónde llegan los vehículos.
Una ametralladora aérea nos hizo levantar la cabeza. Por encima de las posiciones alemanas, dos aviones se rozaban, se enzarzaban e intercambiaban balas. El cielo acaparó la atención del sector. Todos los ojos buscaban, antes de decantar su preferencia por uno de ellos, cuál de los acróbatas llevaba nuestros colores…
Rrrran, rrran, rrran, rrrran, vrauf, vrauf, vrauf-vrauf… El bombardeo, el temblor de tierra… Vuuuuu… Unos 150 caen en picado sobre nosotros. Nos arrojamos escaleras abajo de la zapa, nos precipitamos hasta el fondo… Reina allí ese estupor que acompaña siempre a un comienzo de ataque. La angustia nos atenaza. La oscura pregunta surge de las profundidades donde dormía: «¿Acaso es la hora?». Nos miramos, mudos. «¿Quién? ¿Quién será alcanzado dentro de un instante?», las súplicas interiores, la negación: «¡No, no, yo no!». Recibimos fuertes sacudidas. Unos pesados obuses estallan justo frente a la entrada del refugio, el ramal ha sido localizado con exactitud, el humo acre penetra y nos hace toser. Ahora bien, estamos a ochocientos metros de las primeras líneas. Ese tiro en profundidad hace temer una acción importante.
Suena el teléfono. El comandante responde:
—Es sobre nosotros, sí, mi coronel… No lo sabemos aún… Sobre todo hacia la derecha… Sí, mi coronel… Le tendré al corriente.
¿Es que van a salir unos hombres?… El sordo rugido nos desgarra el pecho, los certeros obuses nos agitan con estremecimientos reprimidos.
—¡Enlace!
El ayudante rebusca en la sombra. En un rincón de la zapa, una corta discusión: los correos defienden su vida: «No me toca ir a mí». «Ni a mí». Entonces llega la condena: «Tú y tú». Cuatro hombres parten para las compañías, jadeantes antes de haber corrido. Volvemos los ojos a su paso para esconder nuestra vergonzosa alegría: la decisión nos amenazaba a todos… Esperan en los últimos peldaños de las escaleras. Tras una ráfaga, se lanzan afuera, con la cabeza gacha, una reserva de aire en los pulmones, como quien se zambulle.
Esperamos su regreso. Hay que contar con una larga media hora.
Llegan dos correos de la novena, uno de los cuales, despavorido, está herido. El teniente Larcher informa de que todo el mundo está en sus puestos y que el enemigo no se ha dejado ver delante de él.
De nuevo el teléfono. En la retaguardia, el coronel se impacienta, acosado también él por la división. Los agentes de enlace tiemblan y se esconden. Pero el comandante gruñe: «¡Que vengan a ver ellos mismos si tanta prisa tienen!», y decide no exponer a más hombres.
Pasamos otros veinte minutos preguntándonos si los alemanes no acabarán llegando hasta aquí…
Luego distinguimos una interrupción en el bombardeo.
—¡Se acabó! —dice el ayudante.
Los pechos dejan escapar un hondo suspiro, se distiende la presión. Algo más tarde, otros correos traen las primeras informaciones. El enemigo ha penetrado en nuestras trincheras, en el frente de la Décima, y se ha llevado a algunos hombres, no se sabe exactamente cuántos. El teniente comunicará los detalles no bien se aclare la situación.
En la espera, vamos a ver los daños. Afuera es de noche. El ramal está desfondado, nos hundimos en la tierra removida. El frente está silencioso, llega el fresco. Nos inquietamos de nuevo por el relevo.
Finalmente llega el informe de la compañía. Es posible reconstruir la evolución del ataque. El combate aéreo era simulado, estaba destinado a desviar la atención de los vigilantes. Las tropas de asalto estaban agrupadas en las trincheras abandonadas que se encuentran entre las líneas. A las primeras descargas, saltaron, saltaron entre nosotros, cercando a una sección de soldados ametralladores y lanzando granadas dentro de un refugio. El balance se establece así: ocho desaparecidos, tres muertos y siete heridos. Uno de los muertos tenía su permiso en la oficina y partía al día siguiente para casarse.
Por lo que hace a los muertos y heridos, ningún problema: se los contabiliza como recuperables y bajas. Pero el mando no admite que desaparezcan hombres, no admite la sorpresa ni determinados riesgos de la guerra. Hay que buscar responsables. Se empapela al oficial de ametralladoras y al comandante de la compañía, que se vuelven el uno contra el otro. El primero decía: «La infantería no ha defendido a mis artilleros». A lo que respondía el otro: «Los artilleros estaban ahí para disparar y cubrir a mis hombres». La verdad era simple: a los alemanes se les había ocurrido algo que ejecutaron con precisión, sin dar a nuestras escuadras tiempo a organizarse. Al comienzo de una acción siempre se produce un cierto titubeo, del que ellos se aprovecharon. Su éxito era lamentable, pero merecido, y los combatientes, que no son parciales, estaban de acuerdo en esto. Imposible dar semejante explicación a la gente de la retaguardia. El coronel, criticado por la división, mostró su descontento al jefe de batallón, que se vengó en sus comandantes de compañía. La censura, descendiendo de escalón en escalón, terminó por recaer, como siempre, en el soldado. Pero éste ha concluido con filosofía: «¡Lo único cierto es que los tipos que se han ido con los boches han salvado su vida!». En cambio, los tres muertos están bien muertos. En una barraca del campamento, he oído a Chassignole comentar el acontecimiento en términos comedidos, con una cantimplora de vino en la mano:
—Si el coronel es más listo que yo en la aspillera, pues le paso mi fusil. ¡Que se las apañe él con el fritz!
—¡Si no están contentos con nuestro trabajo, no tienen más que darnos de baja del servicio! —dice otro.
—¡A ti te van a dar la baja del servicio con doce balas en la tripa, piojoso! ¡Las vacaciones y las pensiones son chanchullos para los incapaces!
—¿Por qué no seré yo un incapaz?
—Porque no eres nada. ¡Nada! Eres el contingente, un simple instrumento, como el mango de una pala. ¡Si sigues vivo es porque los obuses se han desentendido de ti!
Teníamos que tomarnos una revancha. Había que llevarla a cabo. El batallón preparó un golpe de mano que se produjo quince días después. La acción nos costó algunos heridos y miles de proyectiles. Pero estaba claro que los alemanes esperaban nuestra respuesta y evacuaron sus líneas a los primeros obuses.
Desde estos últimos tiempos, la división comprende dos regimientos franceses y un regimiento de negros americanos. Nos los encontramos en el lugar de descanso, donde ocupan un campamento vecino al nuestro. Los peludos confraternizan con estos nuevos hermanos de armas. Los blancos y los negros beben juntos el vino espeso de las cantinas e intercambian piezas de equipo. Los americanos son más generosos al ser más ricos. Defienden un sector a nuestra izquierda, pero he renunciado a circular por él porque está lleno de peligros. Todas las armas están cargadas, los revólveres en los bolsillos y los fusiles contra las paredes de los refugios. Si cae uno, se dispara. Si mata, es un accidente inevitable en la guerra, de la que ellos tienen una vaga noción. Han venido a Francia como si hubieran ido a las tierras de Alaska o de Canadá, como buscadores de oro o cazadores de pieles. Hacen patrullas ruidosas, locas, delante de sus líneas, que no siempre les favorecen. Lanzan granadas como si fueran petardos de una fiesta nacional. Han suspendido de sus alambradas o colgado de unos piquetes latas de conserva contra las que disparan en todas las direcciones. La retaguardia está jalonada de balas americanas.
Se cuenta entre nosotros un hecho que habría ocurrido entre ellos. En las cocinas, uno de sus sargentos distribuía el café. Los soldados se acercan y alargan su taza (tienen tazas de medio litro). Uno ha terminado de beber. Vuelve hacia el sargento y pide: «¡Quiero repetir!». «¡No!», responde el sargento. «¿No?». «¡No!». El hombre saca su revólver y mata fríamente al sargento. Acuden unos suboficiales, prenden al asesino, atan una cuerda a un árbol y le cuelgan inmediatamente. Los espectadores ríen, se lo pasan en grande… Los peludos disfrutan mucho con esta historia. Consideran que unas personas que tienen en tan poco la vida ajena serán buenos soldados. Contamos con ellos para poner fin a la guerra.
Transcurren los días. Nuestras victorias se suceden. El final se acerca, sin duda. Clemenceau y Foch son populares, pero no podemos sentir afecto por ellos: amenazan nuestra vida, se agigantan a medida que decrecen nuestras filas.
Ahora bien, nuestra vida adquiere un valor cada vez mayor desde que entrevemos la posibilidad de salvarla. Estamos cada vez menos dispuestos a arriesgarla. Por eso no nos quejamos de permanecer tanto tiempo en las líneas, ya que por cualquier otra parte se ataca.
La noche se ve turbada por un ruido sordo, un murmullo de océano, de multitudes en marcha. Viene de la retaguardia, desciende de los horizontes, se extiende por la llanura, sube hasta nosotros como una marea. Algo ocurre en la sombra, algo inmenso, impresionante…
Por la mañana, vemos unos cañones pesados en el barranco donde están acantonadas las tropas de apoyo. Hordas de artilleros nos expulsan de nuestros refugios. Se nos avisa de que en adelante las carreteras estarán prohibidas, reservadas a los convoyes y de que la infantería no podrá tomar más que las pistas.
Este despliegue de fuerzas y estas medidas confirman la noticia que ha comenzado a circular: el ejército de Gouraud ataca. Las noches siguientes continúan los preparativos. Escuchamos, antes de dormirnos, el enorme bordoneo humano. De día, todo se esconde, todo duerme. El número de los cañones va en aumento. En el refugio del batallón, los comentarios siguen su curso:
—Vamos a ser relevados.
—¡Es probable! ¡No nos toca a nosotros atacar después de los cinco meses que nos hemos tirado en este rincón!
—Son los coloniales los que vienen. Han sido vistos detrás.
Durante dos días esperamos con optimismo a las tropas de asalto. Al tercer día, nos enteramos de que las tropas de asalto somos nosotros… Falta el entusiasmo…
Recibimos cantidad de papeles, de mapas en los que trabajo sin descanso trazando objetivos, direcciones de marcha. Nos mudamos varias veces ante la ola creciente de artilleros. A la cuarta noche nos amontonamos en unas zapas húmedas, y estamos demasiado apretados para tumbarnos. El poderío que revela el gruñido de las noches nos tranquiliza un poco. Los que vienen de la retaguardia dicen que hay artillería por todas partes. Los que vienen de la vanguardia cuentan que nuestros 75, recubiertos con un simple camuflaje de lona pintada, están situados en la llanura entre las primeras y las segundas líneas.
Pensamos que «eso funcionará». Pero también sabemos que eso no puede funcionar sin bajas, que habrá que salvar el parapeto, palabras que hielan la sangre en las venas.
El batallón formará la segunda ola del regimiento.
La tarde del 24 de septiembre. Empezamos la quinta noche, la última. Hace tres años, un día como hoy, yo estaba en vísperas de atacar en Artois.
Subimos a ocupar nuestras posiciones de partida, donde hemos de estar antes del bombardeo que comenzará dentro de un rato. Nos marchamos con una compañía. Los hombres van completamente equipados, sin mochila, con víveres para varios días. Tenemos a un capitán ayudante mayor adjunto al comandante desde hace varios días.
Nos amontonamos en una gran zapa del sector de la izquierda, al borde del barranco que nos separa de las primeras líneas. Somos demasiado numerosos para la capacidad del refugio y preveo que vamos a pasar una noche más en blanco. Ahora bien, estoy decidido a dormir. Por precaución, para hacer una provisión de sueño con que tirar un día o dos. Y luego porque es funesto pasar una vigilia de armas reflexionando sobre las peripecias de una batalla en la que nada se puede cambiar. Me meto entre los primeros y descubro unas literas en un refuerzo. Ocupo una con un camarada. Me envuelvo y me duermo.
Me despierto más tarde. La sombra está llena de espaldas, de cuerpos entremezclados. Veo a un hombre acodado que mira pensativamente la llama de un farol de gas. Pregunto:
—¿Qué hora es?
—Las dos.
—¿Ha comenzado?
—Sí, desde las once.
Efectivamente, percibo un fragor lejano. Los obuses no deben de impactar encima de nosotros.
—¿A qué hora saldremos?
—A las cinco y veinticinco.
Quedan aún tres horas de seguridad, de olvido… Vuelvo a dormirme.
Me sacuden brutalmente. Oigo:
—¡Vamos! De pie, vamos a atacar…
¡A atacar!… ¡Ah!, sí, es cierto, he aquí el momento… Una gran agitación me rodea. Los faroles de gas iluminan unos rostros crispados y duros, que reflejan esa cólera que es una reacción contra la debilidad… Circulan preguntas:
—¿Las cosas van bien en la vanguardia?
—¿Responden mucho los boches?
¡Hay que apresurarse! Salto de mi litera. Enrollo la manta y la lona de mi tienda, con la mente aún pesada. Mi atención se dirige a mi equipo: los dos zurrones, la cantimplora, la careta, los mapas, la pistola… ¿No olvido nada?… ¡Ah!, sí, el jalón, el barboquejo en el mentón… Apenas he terminado cuando gritan:
—¡Adelante!
Nos hallamos cerca de una salida. Me pongo en la fila, sigo a los demás. Estamos ya al pie de las escaleras, subimos, vamos a salir… El instante impresionante en el que se renuncia…
Fuera… Las ondas expansivas, los aullidos de las artillerías desencadenadas… El alba incolora y fría. Bañamos nuestro rostro en ella como en un barreño de agua helada. Nos estremecemos, la tez verde, la boca pastosa por esa flatulencia estomacal de los malos despertares. Nos quedamos en el ramal para dar tiempo a la columna a organizarse.
Unos restallidos furiosos azotan el espacio, muy bajo, como para decapitarnos; es la crisis de locura de nuestros 75, cuya cortina de fuegos nos precede. Por encima, la artillería pesada forma una bóveda de ronquidos, de poderosos jadeos. Hay tendida una gran red de trayectorias sobre la tierra, y nosotros estamos presos en sus mallas. Por doquier las ondas sonoras entrechocan, se rompen, se resuelven en remolinos aéreos… No se descubre aún la parte donde está el enemigo en esta tempestad metalúrgica que lo sumerge todo.
Sin embargo, unos nítidos disparos indican unas llegadas. Pero ningún obús cae en nuestro rincón. Inmóviles, esperamos en puertas de la batalla, toda retirada cortada. Nuestras voces son macilentas como nuestros rostros. A fin de dominarme, le digo a mi vecino, con una lenta cadencia que quiere afectar indiferencia, pero tras haber preparado mis palabras para dominarlas, como si se tratara de una frase en lengua extranjera:
—La correa de tu cantimplora está desabrochada, podrías perderla.
—¡Adelante!
Partimos por los ramales, comienza la función. No tardamos en bajar la pendiente del barranco, inundado de una bruma sospechosa que huele a gas. Nos ponemos las caretas, y enseguida nos las quitamos porque nos ahogamos. Salvamos la contrapendiente y desembocamos en la meseta.
Henos aquí en las posiciones enemigas. Es tal el caos reinante que hemos de abandonar las trincheras y avanzar por el llano. Descubrimos una naturaleza descarnada y repulsiva, limitada a lo lejos por un horizonte de humo, un torbellino de nubes grises, amarillentas y tonantes. Delante de nosotros, a quinientos metros, avanzan unas delgadas columnas que toman posesión de esta extensión en erupción, que conquistan los flancos de ese planeta desierto, desgarrado y sulfuroso. Entre estas columnas estallan bolas negras de corazón rojo: los obuses del enemigo, bastante escasos.
Me digo que ese espectáculo tiene grandeza. Es bastante emocionante ver a esos grupos de hombres frágiles, de una irrisoria pequeñez, a esas orugas azules, tan espaciadas, marchar al encuentro de los truenos, sumergirse por unos pliegues del terreno y reaparecer en las pendientes de esos valles del infierno. Es emocionante ver a esos pigmeos regular la marcha del cataclismo, dominar a los elementos, cubrirse de un cielo de fuego que desbroza y trabaja delante de ellos.
Toda grandeza cesa, toda belleza desaparece de repente. Bordeamos unos cuerpos dispersos, rotos, hombres de azul desplomados en la nada sobre un lecho de entrañas y de sangre. Un herido se retuerce, hace muecas y aúlla. Tiene un brazo arrancado, el torso en carne viva. Le conocemos todos. Es el ordenanza del oficial de información, un coloso que estaba enchufado mejor que nosotros… Desviamos la vista para no ver los reproches que hay en sus ojos, corremos para no oír sus súplicas.
Aquí entramos de verdad en la batalla, con la carne alerta…
Son las nueve. Luce el sol.
Tras varias paradas, hemos llegado al borde de un valle cuyo fondo sigue enmascarado por una ligera neblina. Por encima de esta neblina emergen las pendientes enemigas cuyas trincheras nos amenazan. Hemos avanzado unos dos o tres kilómetros por unas posiciones vacías. El enemigo se había retirado, cubriéndose únicamente con tropas sacrificadas que se han rendido sin combatir. Nos hemos cruzado con un destacamento de prisioneros aturdidos por el martilleo de la noche.
No tarda en aparecer el regimiento de los negros, que nos seguían. Se alinean a lo largo de la cresta; su masa se recorta contra el cielo. En la punta de los fusiles destellan miles de bayonetas. Ríen. Muchos han trocado ya sus armas y sus caretas por piezas de equipo alemanas.
—¡Es una idiotez quedarse aquí, tan a la vista! —observan algunos sensatos.
Nadie les hace caso. Estamos un tanto embriagados por esta victoria. Nuestras bajas son escasísimas. Confraternizamos con los americanos.
Perdemos una larga hora. Asoman unas escuadrillas enemigas. Aviones de caza hacen una graciosa barrena sobre nosotros, nos señalan a los suyos sin que nosotros nos preocupemos.
Finalmente los americanos toman un ramal que conduce al valle. Les despedimos alegremente antes de que desaparezcan, muy confiados.
Seguimos esperando largo rato. La niebla se ha disipado por completo, nuestro bombardeo ha cesado. Por primera vez hoy oímos las ametralladoras…
Llega nuestro turno. El batallón se introduce por el ramal que se va ensanchando ligeramente y que las crestas de enfrente toman en enfilada a todo lo largo. Tengo delante de mí a un hombre que me separa del comandante, precedido a su vez por el capitán ayudante.
El enemigo nos ve. Llegan unos 77 y unos 88 a los parapetos con una precisión y una regularidad terribles. Las ametralladoras los apoyan. Un enjambre de balas silba en los oídos, nos acosa… Entonces se produce un embotellamiento. La cabeza no sigue avanzando. Nos quedamos allí, acuclillados, jadeantes, ofrecidos como blancos a lo largo de esta pendiente. Los puntos de caída se estrechan más. Nuestra situación es imposible; si persiste la obstinación en bajar, dejaremos cientos de hombres sobre el terreno.
Un impacto formidable, muy cerca. Gritos:
—¡Al refugio, al refugio, rápido!
El comandante, muy pálido, ha dado media vuelta, nos empuja, pasa y se lanza escaleras abajo de un profundo refugio alemán que se encuentra a unos pocos metros. Comprendo su enloquecimiento. El obús ha impactado frontalmente en el capitán ayudante, le ha estallado en el pecho, le ha proyectado hecho pedazos en el espacio, sin causar, milagrosamente, ninguna otra víctima. Esta muerte, que ha aterrado al comandante, nos salva a todos.
Nos apretujamos en las dos entradas del refugio. En el momento de entrar, reconozco al sargento Brelan, un instructor, con el que he simpatizado en ocasiones. Me aparto:
—¡Usted primero, sargento!
Este gesto lleva dos segundos, el tiempo suficiente para recibir una ráfaga de obús o diez balas… ¿Elegancia, deseo de asombrar? No lo creo. Sino simple preocupación de higiene moral, medida de protección contra el pánico. Temo por encima de todo que el miedo se apodere de mí. Es preciso dominarlo mediante alguna tontería.
Durante dos horas, los obuses pesados nos buscan bajo tierra. Pasamos el resto de la jornada en este refugio.
Aprovechamos la noche clara para bajar al valle, cuyo fondo es un terreno pantanoso que tiene doscientos metros de largo. Lo cruzamos por una estrecha pasarela sobre unos pilotes que los alemanes no han cortado, a fin de conservar para los suyos un medio de retirada. Algunas gruesas granadas rompedoras estallan justo encima de nosotros.
Nuestras olas sucesivas de la mañana no forman más que una sola línea al pie de un talud de cuatro metros, límite de nuestro avance. En lo alto de este talud comienza una nueva planicie barrida por las ametralladoras alemanas que llevan disparando desde la noche. Los americanos han estado parados aquí, con numerosas bajas. Los cadáveres han rodado abismo abajo. Se confunden en la sombra con los vivos dormidos. Tenemos que atacar al rayar el día.
Un poco antes del alba tiene lugar nuestra preparación. Nuestros obuses golpean muy cerca delante de nosotros. Pero no consiguen demoler los blocaos cuyas ametralladoras tabletean con furia.
Luego una batería de 75 dispara corto. Distinguimos claramente las cuatro salidas y los cuatro obuses se nos vienen encima con una rapidez fulminante. Caen a algunos metros. La zona pantanosa nos impide todo retroceso. Sentimos que la muerte nos coge del revés, pasamos un cuarto de hora de absoluto pánico bajo los disparos fratricidas. Enviamos todos nuestros cohetes rojos para pedir el alargamiento del tiro. Este cesa y estamos tan desmoralizados que no atacamos. Por otra parte, las ametralladoras siguen segando vidas.
Se ha hecho de día. Unos obuses pesados buscan la pasarela para cortar nuestras comunicaciones. Hacen brotar surtidores de barro.
A primera hora de la tarde, las ametralladoras han enmudecido. Avanzamos sin combatir. Delante de la entrada de una zapa hay un cadáver alemán, con la sien perforada, tendido: es uno de los que nos ha hecho retrasarnos.
Progresamos muy lentamente durante algunos días, con largas paradas que nos imponen unas ametralladoras invisibles. El terreno conquistado está cubierto de cadáveres de los nuestros. Los americanos, que no saben ponerse a cubierto ni refugiarse, están muy tocados. Los hemos visto desplazarse al silbido bajo de los tiros de artillería que llegaban en medio de sus secciones y que proyectaban a los hombres por los aires. Han atacado a la bayoneta, a pecho descubierto, el pueblo de Sochaux, delante del cual han dejado cientos de víctimas.
En general, la artillería nos causa escaso daño y los alemanes no tienen más que un pequeño número de piezas que oponernos. Es verdad que hacen un buen uso de ellas y que esperan a haber localizado un agrupamiento para disparar. Pero sobre todo cubren su retirada con ametralladoras que deben de tener orden de no dejarnos mover del sitio durante un cierto tiempo. En unos terrenos accidentados y desnudos, unas ametralladoras bien disimuladas son de una eficacia extraordinaria, que nosotros sufrimos cruelmente. Algunas secciones resueltas detienen batallones. No vemos enemigos. Algunos se rinden en último extremo, los otros se largan por la noche, una vez terminada su misión. Una vez más se confirma que el atacante, obligado a adoptar formaciones densas, tiene el papel más peligroso. De haber optado por la defensiva en 1914, nos habríamos ahorrado Charleroi y habríamos causado un daño considerable a los ejércitos alemanes.
Después de varios días de esfuerzos, de lluvia y de frío, estamos agrupados en la más alta cima de los montes de Champaña, frente a la llanura inmensa donde comienzan las Ardenas.
Esta tarde brilla el sol. Dos o tres baterías alemanas nos hostigan, pero felizmente los obuses caen detrás de un pequeño ramal que nos protege de las esquirlas.
Esperamos un ligero zumbido, que va rápidamente en aumento y adquiere una sorprendente potencia, hasta el punto de dominar incluso los estallidos. Viene del cielo… Al poco, nos sobrevuela una escuadrilla de bombardeo que lleva nuestros colores. Contamos con más de doscientos aparatos en formación triangular, cubiertos por unos aviones de caza, que se desplazan a dos mil metros de altura. Su masa, flanqueada por cientos de ametralladoras, produce una impresión de fuerza irresistible y no se desvía ni un ápice cuando la artillería la ataca, sin hacerle por otra parte un daño visible. La división desaparece en el cielo límpido. Más tarde, nos llegan los ecos de un rosario de explosiones que hacen retemblar la tierra: los aviones aplastan un pueblo, destruyen un punto de agrupamiento.
En el crepúsculo, la artillería está calmada. Bajamos las laderas mediante pequeños destacamentos. La bruma invade y enmascara las lejanías. No percibimos más que algunas manchas brillantes: cursos de agua o estanques que reflejan los últimos resplandores del día. Luego también éstos se difuminan.
He tomado el mando de un grupo de soldados perdidos, una decena de hombres, dos de ellos agentes de enlace americanos destinados con nosotros desde el comienzo de la ofensiva. El uno lleva una pala y el otro un pico, y cada uno un grueso fardo de mantas. Han tirado todas sus armas, al considerarlas inútiles, para conservar los únicos medios de protección y de comodidad. Tan exacta idea de las necesidades del momento nos llena de admiración.
Pasamos la noche en un embudo de nuestros obuses de 270, donde cabría toda una sección.
A la mañana siguiente, vemos venir hacia nosotros a dos oficiales americanos. El uno nos hace unas preguntas, capto fragmentos de frases:
—I am… colonel… Have you seen…?[48]
Comprendo que estamos en presencia del coronel americano que busca a su regimiento, bastón de mando en mano. Le explico mediante signos que no sé más que él. O mejor dicho, no puedo decirle lo que sé. A saber, que su regimiento, por inexperiencia, ha perdido las tres cuartas partes de sus efectivos en seis días. (¿Es que no ha visto los racimos de hombres color caqui diseminados por las planicies, que pasan lentamente de su moreno natural al verde de la descomposición?). Últimamente, un tanto asqueado de la guerra, cuyos efectos ha podido comprobar, ha tenido que ir a plantar su tienda en unos lugares tranquilos, en la parte de las cocinas y del tren de combate. El coronel, desconsolado, se aleja en la dirección de los disparos de fusil. La idea de este coronel que ha perdido su regimiento nos distrae el resto de la jornada, que transcurre con absoluta tranquilidad, comiendo conservas y fumando cigarrillos. Los obuses caen lejos, a la retaguardia, y no tememos nada de las balas.
Por desgracia, el batallón es reagrupado por la tarde. Hay que renunciar a movernos por separado. Durante la noche, retomamos nuestra marcha hacia delante, una marcha incierta, que se ve cortada por pausas interminables. El día nos sorprende en una bonita carretera lisa donde nuestra columna resulta verdaderamente demasiado visible. El batallón se instala en la cuneta derecha y se camufla con hojarasca y lonas de tienda.
Hacia la una, nos sobrevuela un avión alemán, vira varias veces sobre una de sus alas para mirar lo que sucede abajo. Debe de encontrar la región transformada… Se hace fuego de fusil en algunas partes, pero las balas no nos alcanzan.
La jornada acaba mal. Hacia las cinco, somos inmediatamente apuntados para ser el blanco de los obuses. Una batería de 150 y otra de 88 nos enfilan. El tiro está regulado exactamente sobre el eje y la profundidad del batallón.
En el momento en que menos pensábamos en ello, la terrible angustia nos hace un nudo en la garganta y atenaza las entrañas. Somos inmovilizados bajo el bombardeo sistemático. Una vez más, nuestra vida está en juego sin que podamos defenderla. Nos hallamos tumbados en la cuneta, replegados para achicarnos, aplastados como muertos, pegados los unos a los otros, como formando un extraño reptil con nuestros trescientos cuerpos temblorosos, de pechos palpitantes. Experimentamos esa impresión de aplastamiento que producen los obuses, esa impresión de encarnizamiento, de ferocidad, que conocemos perfectamente. Cada uno se siente apuntado por separado a través de los que le rodean. Cada uno se siente solo y se debate con los ojos cerrados en sus tinieblas, en el coma del miedo. Cada uno tiene la impresión de que le ven, le buscan, y trata de esconderse en los vientres, en las piernas, se cubre, se protege con los otros cuerpos que se distienden y le comunican sus sobresaltos de bestias en medio de la tortura. Las visiones repulsivas que la guerra nos ha impuesto desde hace años nos alucinan y nos dominan.
Los proyectiles nos encuadran. Casi todos van a dar en la carretera y en el campo de la derecha, detrás del seto. Hay heridos a diez metros delante de nosotros, los hay más lejos. Este batallón de vencedores se convierte en un batallón de suplicantes, que se humillan delante de la bestia. Pienso que es hoy, 2 de octubre de 1918, cuando estamos cerca del fin… ¡No tenemos ya, no tenemos que morir!
¡Lo estoy!… Sss… El ruido que hace oscilar la cabeza, la vuela y deja aturdido…, el humo nos envuelve, hace que nos piquen los ojos y las ventanillas de la nariz, nos llena el pecho de una mezcla irrespirable. Lloramos y escupimos. El obús ha caído a dos metros, en la calzada. Basta con extender los brazos para tocar el borde del hoyo…
Detrás, la explosión de un 150 se ve seguida de gritos. Dicen que el teniente Larcher está herido: Larcher, que parecía invulnerable, que había participado en todos los golpes duros desde hacía dos años. ¡Helo ahí herido tontamente en esa cuneta de carretera por un enemigo en retirada que dispone en total de ocho cañones! ¡Es estúpido e injusto! ¡Y si Larcher ha sido alcanzado es que nadie está a salvo de los reveses del destino!
Las ráfagas nos dejan sin aliento, pero ¿qué hace nuestra artillería, Dios santo?… Durante una hora nos prosternamos delante del azar y de la muerte, hasta que las dos baterías hayan vaciado sus cajones.
Llega la noche. Los camilleros se alejan en el crepúsculo, que huele a pólvora, dejando detrás de ellos un reguero de lamentos que salen de las parihuelas. Los últimos equipos transportan camillas silenciosas, más trágicas aún. En una de ellas está tendido Chassignole, el granadero.
Petrus Chassignole, quinta del 13, en el frente desde un principio, ha caído muerto esta tarde, 2 de octubre de 1918, tras cincuenta meses de miseria.
Damos vueltas varios días más por esta llanura. El enlace se planta en un cruce de caminos, en un bosque bombardeado, donde se extravían incluso nuestros obuses de 75.
Un poco adelante, lo que queda de nuestras unidades se topa con el pueblo de Challerange, donde el enemigo se ha atrincherado fuertemente y parece querer resistir. Los alemanes contraatacan por sorpresa y hacen prisioneros entre los nuestros.
El apoyo de nuestra artillería es insuficiente.
Ha llovido, las noches son frías. Desde hace diez días, los hombres se acuestan sobre el suelo desnudo y se baten, casi sin haber dormido ni haber tomado nada caliente. Están fatigados, enfermos; el médico militar evacúa a muchos. Todos pedimos el relevo.
Este llega por fin, después de once días de ofensiva, durante los cuales hemos avanzando unos quince kilómetros. Pagamos esta victoria con la mitad de nuestros efectivos. Una compañía del batallón ya no cuenta más que con veinte combatientes.
Se nos llevan agotados con unos camiones. Pero vivos. Somos de los que quizá regresen del último relevo…