VI

El hospital

Jesucristo reveló al mundo esta verdad: que la patria no lo es todo y que el hombre está en primer lugar y por encima del ciudadano.

RENAN

Estoy tendido en una cama de hospital y cubierto de vendajes. De la cabecera de mi cama cuelga una hoja en la que figura un cuerpo humano, por ambas caras. Una decena de puntos, a tinta roja, indican las heridas de este cuerpo: mi cuerpo. En la muñeca izquierda, en el tórax, en las piernas, en el pie derecho. «Nada en la tripa y en el estómago. ¡No está mal!», me había dicho el médico militar del sótano de La Targette, adonde había podido llegar tras el ataque de la barricada. Al lado del croquis, un diagrama de temperatura. En la parte inferior de la hoja, se lee: «Entrada: 7 de octubre de 1915. Operado: 20 de octubre. Salida:…». Deseo que se llene ese blanco lo más tarde posible.

En mi mesilla de noche hay unos libros, cigarrillos, pastillas, objetos de escritorio; en el cajón, mi cartera, cartas, mi cuchillo, mi pluma, mi ya inútil medalla de identidad, y mi taza de aluminio, que he hallado en un zurrón que no me había abandonado. ¡No está mal, en efecto! Me encuentro bien. Así me ahorraré la campaña de invierno, y seguramente la guerra para entonces se habrá terminado. Estoy contento: he salvado el pellejo…

La granada me había acribillado de esquirlas. Felizmente, era de hojalata, fragmentada de tal modo por la explosión que esas esquirlas no impactaron con gran fuerza. Casi todas quedaron a flor de piel, y todavía ahora, después de algunas semanas, si me aprieto fuerte esos granos que me salen en medio del cuerpo, expelen una partícula de metal muy aguzada. Deben de quedar otras muchas, pues, al cambiar de postura, siento un brusco pinchazo, como cuando uno se sienta sobre un alfiler. He temido durante largo tiempo que estos pequeños restos me produzcan un absceso maligno. Pero el apuro de tener que enseñar mis nalgas a las enfermeras siempre me ha frenado de hablar de ellos. (Para mí las nalgas están ligadas a la idea de la mujer y me parecen contrarias a la virilidad. Quizá hay también en esto un vestigio de ese prejuicio guerrero, absurdo hoy en día: un combatiente no debe ser herido en la espalda). Yo mismo llevo a cabo mis búsquedas, a tientas, debajo de las mantas. Cuando con el dedo detecto inequívocamente una pequeña dureza, mediante una contorsión la examino en mi espejo. Luego emprendo el raspado con una uña o un alfiler. Esto me ocupa en los momentos en que estoy cansado de leer o de fumar, y mis vecinos lo encuentran normal, pues también ellos se dedican a menudo a tareas parecidas. No tenemos, por otra parte, ya nada que esconder de nuestros cuerpos, de sus necesidades, y desviamos la atención de quienes son descubiertos para no incomodarles. No nos molestamos los unos a los otros más que con el olor, por más discreción que pongamos en ello.

He retirado muchas esquirlas de mis piernas, a lo largo de las tibias, con la punta de mi cuchillo. Calculo haber recibido unas cuarenta. Mi cuerpo, sin embargo, sólo presenta once heridas serias, pero no graves. Lo enojoso es que las heridas están repartidas por todas partes, por lo que hay que envolverme casi por completo, y que, al estar adherido el pus a la gasa y ser las heridas solidarias, al menor movimiento siento en cada una al despegarse un pequeño desgarrón. Y como hay un ligero retraso de transmisión de una a otra, mi mueca se ve multiplicada por varios pinchazos sucesivos. Por ello me muevo lo menos posible. Pero, a fuerza de permanecer siempre tumbado de espaldas, me ha salido una inflamación, y cada día tengo que pasar algunas horas de costado. A veces, consigo sentarme. Es una maniobra que preparo durante un buen rato, para evitar así un dolor demasiado vivo que me haría caer de nuevo bruscamente. Tengo, por otra parte, todo el tiempo del mundo. Incluso me levanto un poco, mientras me hacen la cama.

He «pasado por el quirófano», y no conservo un mal recuerdo. El médico militar de una ambulancia del frente había sondeado mis heridas y retirado a lo vivo —lo que no fue nada agradable— las principales esquirlas. Me quedaba una en el pie derecho y otra en la muñeca izquierda, que había ido a alojarse, sin mermarlos, entre los tendones que gobiernan los dos dedos del medio de la mano. Para extraerlas se decidió dormirme. Pues bien, lo único que temía era que no lo hicieran, que me trataran aquí como lo habían hecho en el frente. Después de un día de dieta, me trasladaron a eso de las seis a la sala de operaciones, de una blancura, de una desnudez hirientes, iluminada por una lámpara de arco que hacía relumbrar los aceros de fuegos azules y cortantes. Me desnudaron en medio de aquel blancor, ofrecido, indefenso y tembloroso ante los crueles instrumentos, como para un suplicio, y con su blusa todos los presentes parecían los verdugos de una fría inquisición. El médico militar me dijo, mientras acercaban ya el tampón: «No temas. Abre la boca y respira hondo». Lo hice con mucho gusto, pues no quería ser testigo de las torturas que iban a infligir a mi cuerpo.

La anestesia me produjo la clara impresión de la muerte, y desde entonces pienso que la muerte, el tránsito, no debe de ser un momento tan difícil como se cree, si no va acompañada de los dolores propios de la enfermedad. Es preciso superar la angustia, tomar la decisión de anularse. Bajo la acción del cloroformo se deja rápidamente de sentir el propio cuerpo; ya no existe. Toda la vida refluye al cerebro, que es un zumbido. El mío, hasta el momento en que se desvaneció a su vez, no perdió su lucidez. Liberado de toda pesadez carnal, ya no era más que espíritu, y tuve la noción fugitiva del espíritu puro, del ángel, pequeña llama danzarina, llamita de júbilo. Me decía: «¡Te mueres!» y «No te mueres en serio», y quizá: «Después de todo…». No ofrecí ninguna resistencia a esta sensación de destrucción creciente. Luego mi pensamiento, observador distante, no arrojó ya sobre mí más que un resplandor confuso, vaciló sobre el claroscuro de mi ser, y me precipité en la noche, en la muerte, sin tener conciencia de ello.

El primero en resucitar fue mi espíritu. Al punto sentí en mi brazo un dolor de fuego. Y oí unas voces cuyo ligero sentido captaba, pero como en una antesala de mí mismo, pues el sueño pesado me envolvía aún con una apretada trama. Las voces decían: «Está dormido. Abajo no se le ha podido despertar». Sólo tenía que entreabrir los párpados, como los postigos por la mañana, para demostrarles que mi alma viva me habitaba. Era un esfuerzo tan grande que estuve un largo rato antes de decidirme a hacerlo. Por fin miré los rostros inclinados sobre mí, los vi hacerse más precisos, y cerré los ojos. El cloroformo no me dejaba más que un sabor asqueroso que iba a morir en mis labios, convertidos en insípidas ampollas. Y la fiebre me abrazó con sus brazos ardientes, me sacudió con sus gélidos temblores y me golpeó las sienes con su martilleo.

Desde hace quince días mi temperatura es normal, y toda inquietud ha desaparecido relativamente por lo que respecta a las consecuencias de mis heridas. Me quedarán sólo algunas cicatrices, que testimoniarán que he vivido la gran aventura de la guerra, y harán decir a las mujeres más tarde, cuando apaciguadas por la voluptuosidad, agradecidas y entresoñando, se enternezcan: «¡Cuánto debiste de sufrir, querido mío!», y sus manos delicadas acariciarán, con dulces inflexiones, las partes en que antaño penetró el hierro. Al menos, eso supongo…

A mi derecha está acostado el sargento Nègre, de Limoges, que puede rondar los treinta y cinco años. Una cabecita casi calva, de ojos maliciosos, y perilla. El tipo de suboficial francés de reserva: propenso a la invectiva, aunque no castigador, que asume el poner a cubierto a sus hombres y protegerlos, incluso en contra de las órdenes si lo juzga necesario, servicial y bromista. También él es consciente de su suerte, pero ha sido más afortunado que yo en cuanto a la duración. Tiene una perforación en la pantorrilla; aunque la herida no reviste gravedad, uno de sus tendones está tocado. Será preciso que reciba un tratamiento para poder andar normalmente. Cuando deja la cama, da saltitos sobre su pierna buena y recorre en camisa de dormir, agarrándose a los barrotes, la fila situada contra las ventanas, que es la nuestra. Se detiene en la cabecera de cada uno para inquirir: «Bien, querido mío, ¿cómo va? Esta vez estamos en el hospital. ¡Es preferible a una cruz de guerra, créeme!». A los que sufren, les dice, señalando con un dedo hacia el norte, tras un momento de silencio como para escuchar el cañón: «¡No han podido con nosotros! ¡Piensa en los bonitos fiambres bien hinchados, hijo mío, y da gracias al dios de los ejércitos!». Para distraerles de su dolor, exclama: «¡Venga, ahí dentro, de pie! ¡Los voluntarios para la patrulla, con vuestros números! ¿Quién se ve con valor para ir a abrir brecha en las alambradas con una bonita cizalla?… ¡No os empujéis, cada uno a su turno!».

Un día en que nos reíamos de sus contorsiones a la pata coja, explicó: «La guerra me ha pegado los calambres. Los cogí al querer alcanzar la Gloria. He corrido detrás de ella durante catorce meses, pero la muy puta se ha ido en pos del general barón de Poculote, que precisamente estaba organizando su septuagésimo tercera definitiva ofensiva con tizas de colores, papel de calco y unas máquinas de escribir, en su puesto de mando avanzado cuarenta kilómetros hacia el interior. ¿Y sabes qué respondió él cuando le anunciaron que ello le depararía la Gloria? “¡No me gusta que me hagan esperar, cojones!”. ¡Hazme caso, chaval, lo que yo te diga! ¿No sabes cómo son los De Poculote? Pues gente de vieja cepa, de rancia nobleza de espada, con pretensiones. Todos con estrellas en la familia. Ése es un as tomando decisiones, dando contraórdenes y manejando la caballería, los soldados del parque de automovilismo, la artillería, el cuerpo de ingenieros, los morteros de trinchera, los aviones, todo el armamento, vaya que sí, y haciendo que se carguen a la infantería de línea a la hora H, en cantidades industriales. ¡La infantería de línea boche, como tiene que ser! Porque el soldado francés es indestructible, bien que lo saben en Perpiñán… Primer principio militar: un soldado francés vale por dos soldados alemanes. Porque los alemanes atacan en formación cerrada para no perderse en tierra desconocida e infundirse valor; sólo tienes que soltarles un bombazo dentro, y te cargas a cuantos quieras. Todos los periodistas te lo dirán. ¿No es evidente que esos tipos saben bastante más que tú, gusarapo, carne de cañón, mutilado de chicha y nabo, y que se les puede dar crédito?

»Y, pobre ignorante, voy a enseñarte además un montón de cosas buenas. Las sé de boca del propio De Poculote, que informó en mi presencia a un señor del Parlamento, para que informara a su vez a todo el país, que necesita ver claro en esto.

»Punto primero: contamos con la bayoneta. La calas en la punta de un lebel[20], y pones a un soldado de infantería animado por la furia francesa. Enfrente, colocas a los boches. ¿Qué pasa, infaliblemente? Pues que los boches salen pitando o se rinden con las manos en alto. ¿Por qué crees que han plantado unas alambradas delante de sus líneas? Pues por la bayoneta precisamente, dice De Poculote.

»Punto segundo: nosotros tenemos el chusco. El héroe francés lo alza por encima de la trinchera, y exclama con tono despectivo: “Fritz, ¿quieres zampártelo?”. ¿Qué pasa, infaliblemente? Pues que el fritz deja su pistolón, se despide de sus compañeros y acude a por el chusco, a toda leche[21]. ¿Por qué crees que han plantado alambradas delante de sus líneas? Pues por nuestros chuscos, con el único fin de que no acudan todos en el momento de la distribución dejando a su Kronprinz[22] más solo que la una… ¡Apañados estaríamos si todo ese ejército de muertos de hambre viniera a papar con nosotros! “Son unos tragaldabas —afirma De Poculote mientras se toma un borgoña—. Carecen de elevación moral: ¡los tendremos en nuestras manos en cuanto queramos!”.

»Punto tercero: nosotros contamos con el 75 mm, capaz de demoler todo de tres disparos. No hay nada más preciso ni más rápido. ¿Por qué crees que han fabricado ellos los 420? Para contrarrestar nuestros 75 mm, ni más ni menos. Sólo que con nuestros 75 mm les joderemos siempre. Me parece estar oyendo de nuevo a De Poculote: “Los armamentos caracterizan a una raza. Ellos han adoptado la artillería pesada porque son de espíritu pesado, y nosotros la artillería ligera porque somos de espíritu ligero. El espíritu, señor ministro, domina la materia. ¡Y la guerra es el triunfo del espíritu!”. Recuerda bien esto, camarada: ¡la guerra es el triunfo del espíritu!».

Cuando empieza con el relato de los altos hechos de armas del general barón de Poculote, Nègre ya no calla. El brillante oficial superior se ha convertido en una gran figura, en un símbolo, y sentimos constantemente su presencia entre nosotros. Su firme tradición gobierna nuestra sala; cuando alguna medida nos asombra y nos incomoda, le consultamos sobre el puro dogma militar. Así, tras la lectura del comunicado, alguien pregunta:

—Mi general, ¿cómo hay que interpretar «nada que señalar sobre el conjunto del frente»?

—El verdadero espíritu militar prohíbe interpretar —responde el general por medio de su portavoz Nègre—. «Nada que señalar» debe ser admitido al pie de la letra por los buenos patriotas y esta sobria fórmula se entiende claramente.

—¿Así que no ha habido ni muertos ni heridos?

—¡Ni muertos ni heridos! —vocifera el general, indignado—. ¿Quién es el majadero que se atreve a poner en duda la capacidad de los jefes? ¿Qué parecería una guerra en la que no hubiera ni muertos ni heridos?

—Pero, mi general, ¿qué me dice del ahorro de vidas humanas?

—Cállese, subordinado; la guerra no se propone el ahorro, sino la destrucción de vidas humanas, no lo olvide jamás. Es una misión generosa que tiene por fin liberarnos de la barbarie. ¡Rompan filas!

Hay que precisar que, de ordinario, el general no aparece más que después de que las enfermeras se han ido. Nos encontramos entonces entre militares, y el barón de Poculote puede expresarse con toda franqueza, sin temer que sus palabras sean captadas por unos civiles imbéciles, hacia los que siente un profundo desprecio.

A mi izquierda está Diuré, un pelirrojo pecoso, de cuerpo blanco como la leche, que sufre sin quejarse, con escasos y sordos gemidos. Inflamación en un muslo, como consecuencia de una herida que se ha infectado. Le han practicado un largo corte, hurgado hasta el hueso y acribillado de sondas; está lleno de tubos, como una máquina. Con las sábanas levantadas, el olor de ese muslo, parecido al de un mercado en verano, es insoportable. Sin embargo, él tiene el valor de inclinarse sobre esta fisura de su carne descompuesta, manchada de verdes supuraciones. Observa cuando le vendan y parece interesarse por los repugnantes jirones que desprenden de él. Habla poco, no se sabe nada de su vida.

A continuación viene Peignard, el mayor aullador de la sala. Le han deshuesado una parte del pie, y este pie blanco, falto de armazón óseo, tira de la pierna, de la cadera, hincha la ingle y extiende sus ramificaciones dolorosas, a través del vientre, hasta el corazón. A veces Peignard palidece y se ahoga. El peso de una simple sábana sobre su pie le arranca quejas terribles. Cada tarde hacia las seis le sube la fiebre. Con la boca abierta, el labio temblándole, gime débilmente y deja chorrear un hilillo de saliva sobre su manta. Una hora después comienzan los grandes gritos: huy, huy, huy… ay, ay, ay, gritos como se oyen las noches de batalla, esos gritos de hombres abandonados. Al principio nos estremecíamos, le compadecíamos. Luego, una noche, con la luz baja, alguien dijo, volviéndose pesadamente, con un suspiro: «¡No deja de j… un compañero así!». Nuestro silencio fue una forma de asentimiento. Algunos más, otros menos, todos sufrimos, lo que nos vuelve egoístas. Cuando tiene sus crisis, Peignard nos crispa los nervios, nos fuerza a participar de su dolor y nos entristece. Finalmente le administran una inyección de morfina, que le deja alelado, y nosotros insistimos para que no se espere y se le alivie a los primeros alaridos.

A continuación está Mouchetier, que lleva envuelto en un trozo de tela lo que le queda del antebrazo derecho. Desaparecida su mano, echada al vertedero un mes atrás, la sigue notando. Haces de fibras nerviosas se prolongan en el vacío, se crispan y provocan en su cerebro un dolor obsesionante. A menudo Mouchetier hace ademán de frotarse ese fragmento de miembro que le falta; su otra mano parece sostenerlo y apretarlo para detener las punzadas de dolor. Se acostumbra, sin embargo, lentamente a su nuevo estado. Entre nosotros es un herido como los demás, y no acusará su minusvalía hasta su vuelta a la vida civil. Pero debe de pensar en ello. A veces mira la mano derecha de sus camaradas con una especie de hipnosis, esas manos rudas, pero ágiles, tan cómodas, tan útiles para vivir. Antes de la guerra era empleado de Hacienda. Esta profesión, a la que acaso deberá renunciar, ha despertado en él la obsesión por escribir. Colecciona los sobres y trozos de papel que la gente tira, que él extiende en un canto de la mesa, y sueña delante de los caracteres bien moldeados y los párrafos. Furtivamente, con su mano izquierda no educada para ello, trata de reproducirlos a lápiz. Sus bolsillos están llenos de hojas emborronadas de torpes signos, como cuadernos de colegial.

Hablamos a menudo de la guerra. Todos los que no están seriamente heridos afirman que ya no durará mucho. Esperamos menos un desenlace triunfal que el final, que nos devolverá la seguridad. Y regresar es un programa que nos hiela de horror y que rehusamos siquiera contemplar. El porvenir nos ofrece una moratoria, variable según el caso de cada cual, que comprende: la curación en el hospital, la convalecencia, el permiso y un período de prácticas en el depósito de reclutas. De cuatro a seis meses para la mayoría. Calculamos que la duración de la guerra no puede exceder dicho plazo y que el formidable bloque Francia-Inglaterra-Rusia-Italia-Bélgica-Japón se impondrá necesariamente a los imperios centrales, cualquiera que sea el valor que nosotros, combatientes, les reconozcamos a los alemanes. La ofensiva de la primavera se lo llevará todo por delante. A falta de una gran victoria, el agotamiento de uno de los bandos pondrá fin al asunto, o bien el cansancio general.

Algunos, por el contrario, con Mouchetier a la cabeza, afirman que «puede durar unos años tal como marchan las cosas, que habrá todavía sorpresas», y aducen en apoyo de su opinión un encarnizamiento que asombra. Testigo el otro día de la discusión, comprendí de repente que todos los pesimistas eran mutilados. Resulta demasiado cruel para ellos pensar que han perdido un miembro justo en el último momento, que con un poco de suerte habrían podido volver indemnes. Prefieren creer que la mutilación no sólo les ha asegurado la vida, sino que les ahorrará años de padecimiento. He hecho saber mi observación a Nègre y a los menos enfermos. Desde entonces, cuando se plantea la cuestión, no somos ya tan categóricos.

Para deshacer el empate, le hemos pedido su parecer al general De Poculote, que ha respondido:

—La lucha exalta las fuerzas vivas de la nación, lleva a nuestro país al primer rango de la Humanidad; no debemos desear un fin demasiado rápido. La Francia del siglo XX está en proceso de ilustración. Alegrémonos y pongamos su gloria más alta que la mezquina consideración de la vida o de la muerte de algunos cientos de miles de soldados. ¡Es con su sangre con la que se escriben esas páginas inolvidables, su suerte no es triste en absoluto!

—¡Habla bien el muy cabrón!

—¡Así pues, tiene razón Mouchetier, la cosa no está a punto de terminar!

Vueltos hacia los mutilados, que siempre están agrupados, les hemos declarado con un aire de envidia: «¡Los afortunados sois vosotros!». Ellos han sonreído y olvidado un poco sus pesares. Y Bardot, gallardo sobre sus muletas, nos ha respondido gentilmente:

—Lo mismo os deseo yo cuando volváis al frente.

—¡Por supuesto —ha salido otro en su apoyo—, es mejor volver lisiado que no volver!

Hace sólo unos días, nuestra sala contaba tres casos inquietantes, de los treinta heridos que somos. No quedan más que dos, y no por mucho tiempo.

El primero tenía una perforación intestinal, sólo podía ser alimentado artificialmente, y su vientre abierto, con los conductos que ya no estaban cerrados, despedía un olor a letrina. Ha tenido que padecer y pasar varias veces por la mesa de operaciones. Yo sólo percibía de él, a distancia, un rostro exangüe, de tez macilenta como el marfil viejo, y paulatinamente ese rostro se ha deslustrado, se ha vuelto polvoriento, gris, como si se hubiesen olvidado de quitarle el polvo, y la barba, extrayendo sus energías del mantillo de una carne malsana, lo invadía rápidamente, pareciendo ahuyentar la vida, como la yedra impide el paso de la luz en una fachada. Finalmente le bajaron a la primera planta, a una habitación reservada para aquéllos que hay que tener bajo una vigilancia constante. Al cabo de dos días nos enteramos de que había muerto.

El segundo es un ayudante —nos han dicho— que pasa por una crisis de albúmina aguda. El análisis revela un porcentaje mortal de necesidad. El hombre está desde hace dos días completamente ciego y se debate débilmente en medio de la noche. Algo vela aún en él, como la llama de un mechero de gas que ha sido bajada, pero su espíritu se ha esfumado. Los médicos no se paran ya delante de su cama; la medicina ha agotado sus recursos y deja al organismo el cuidado de obrar un milagro. También van a bajarle. Es probable que pase sin transición del negro de esta agonía al negro del ataúd. Como nunca ha hablado, no hemos podido establecer ningún vínculo con él, y su desaparición nos afectará menos que la de un camarada cuya voz nos era familiar. Se trata de un desconocido cuyo nombre figura en alguna parte de las fichas, y nos resulta tan extraño como un cadáver encontrado a la vuelta de la trinchera. En fin, va a morir de enfermedad y la enfermedad nos inspira escasa compasión.

El último es un pequeño bretón, muy joven, herido en todo un costado del cuerpo, afectado de gangrena, del que recortan constantemente dos miembros: un brazo y una pierna. Se lo disputan a la podredumbre a trozos, de unos quince a veinte centímetros cada vez. En dieciocho días ha sufrido cinco operaciones. La mitad del tiempo está bajo la acción del cloroformo. Aprovechan este estado de sopor para vendarle, escondiéndole los sucesivos acortamientos. Cuando está lúcido, no deja que se le acerquen, pues sabe que sólo le tocan para hacerle sufrir. Es completamente inculto y habla en una jerga dialectal incomprensible, de la que sólo resultan inteligibles los groseros insultos que lanza a las enfermeras. También lanza, a determinadas horas, unos gritos horribles. Pero nadie murmura contra estos gritos, porque la situación del pobre desgraciado es espantosa, y lo seguirá siendo, aunque se cure. Nos asombramos, por el contrario, de que estos gritos sean tan escasos y de que su cuerpo resista tanto.

Desde hace cuatro días se encuentra en nuestra sala un herido que trajeron una tarde e instalaron en un apartado rincón. Parecía muy abatido y se ha mantenido obstinadamente vuelto contra la pared. El primer día, creí observar en las enfermeras cierto asombro cuando le hicieron una serie de preguntas, y, en los días siguientes, me fijé que le hablaban en un extraño tono, en el que yo, que las conozco bien, captaba una precaución compasiva, con un indefinible matiz de superioridad. Por parte de todas, miradas furtivas y una atracción de curiosidad. Sin embargo, el hombre no se quejaba y comía normalmente.

Hace poco (comienzo a dar algunos pasos), me he dirigido solapadamente hacia la parte donde está él. No me ha oído llegar y nuestras miradas se han encontrado cuando me hallaba ya muy cerca de él. Le he preguntado:

—Nada muy grave, ¿no, amigo?

Él ha dudado, luego ha dicho bruscamente:

—¿Yo? ¡Yo ya no soy un hombre!

Como no he comprendido, ha levantado su manta.

—¡Mira!

En el bajo vientre he visto la vergonzosa mutilación.

—¡Hubiera preferido cualquier otra cosa!

—¿Estás casado?

—Desde dos meses antes de la guerra. Con un pedazo de chavala…

Me ha alargado la foto, que ha sacado de debajo de su almohada, de una bonita morena de ojos vivos, de pecho firme. Repetía:

—¡Hubiera preferido cualquier otra cosa!

Le he dicho:

—No te preocupes. ¡Harás disfrutar de nuevo a tu mujer!

—¿Tú crees?

—Claro que sí.

Le he contado lo que sabía de los eunucos, del placer que pueden procurar a las concubinas de los harenes, le he citado casos de ablación voluntaria. Él me ha cogido por la manga, y, en el tono en el que se exige un juramento, me ha dicho:

—¿Estás seguro?

—Absolutamente seguro. Ya te daré el título de un libro que trata de estas cuestiones.

Él miraba la fotografía.

—Yo, en definitiva… Pero es por ella, como comprenderás…

Tras un largo silencio, me ha confiado el compendio de sus reflexiones:

—¡Ay, las mujeres! ¡Es con eso con lo que se las retiene!

No se lo he revelado a nadie, por temor a herirle. No cabe duda de que todos se compadecerían de él, pero es justamente esta compasión la que sería terrible y ya tendrá tiempo de sufrirla. Por el momento, basta con el tonillo (ahora me lo explico) de las enfermeras. Es éste un rasgo, por su parte, que no deja de asombrarme. Hay, entre ellas, varias niñas bien. De buena familia, algunas devotas y probablemente vírgenes; sin embargo, son sensibles a eso. Frente a un ser incompleto, pierden ese aire de sumisión y de temor, discretísimo, que tienen las mujeres delante del hombre. Su actitud demasiado libre significa: éste no es peligroso, la peor ofensa que nos puede hacer una mujer. Tiene razón el pobre diablo: eso es esencial con ellas, con todas. Las mojigatas, que lo temen, piensan tanto en ello como las cachondas, que lo necesitan.

A las ocho de la mañana, al llegar, la enfermera jefe viene directa a mi cama:

—Buenos días, Dartemont. ¿Ha pasado usted una buena noche? —me pregunta con una amable sonrisa de mujer de mundo.

Es pura gracia: ya no estoy en peligro y mis noches son siempre buenas.

A Nègre, a mi derecha, le dice cordialmente:

—¡Buenos días, Nègre! —con una débil sonrisa, la que queda de la que me ha dirigido a mí.

A Diuré, a mi izquierda:

—¿Todo bien, Diuré? —en el tono ya de enfermera jefe.

A continuación circula rápidamente entre las filas, preguntando, no ya por separado, sino por zonas: «¿Todo el mundo está bien?», y reparte breves saludos autoritarios.

Este matiz es importante. Significa que cuento con el favor de la enfermera jefe, que es, para nosotros los heridos, el equivalente del coronel para el soldado. Nada he hecho de particular para merecer este favor salvo el ser yo mismo, sin concesiones, aceptando todos los riesgos de esa sinceridad que, a veces, para estas damas, ha debido de ser chocante. Pero ha dado resultado, y gusto. Hay que decir que las enfermeras me encuentran un mayor encanto que a muchos de mis camaradas. Como soy persona más versada en el mundo de las ideas, sufro poco, y estoy lúcido, no me gusta beber ni jugar a las cartas, mantengo con ellas largas conversaciones que me permiten aclarar muchas cosas, a mi manera. Procedo a una revisión de sus valores, que no son los míos. Ellas tienen su cabecita llena de buenos propósitos, que han adornado con un batiburrillo de buenos sentimientos encintados, de bustos de azúcar y de seres humanos falsos, como para creer que sus madres las destinan a bogar la vida entera por un lago azul, con la cabeza apoyada en el hombro de un compañero fiel… Empujo las estanterías y rompo algunos jarrones de porcelana de mal gusto. Pero noto que no detestan lo que ellas llaman cinismo, paradoja o blasfemia. A las mujeres les gusta que les violenten el pensamiento, como a algunas el cuerpo. Al escucharme experimentan una casta emoción, bastante próxima a la otra, sin que lo sospechen. Someten sus admiraciones a mi consideración, no sin una cierta inquietud; se preparan, con calma, preguntas que anotan y al día siguiente las hacen de improviso. Yo, a quien ellas cuidan, tienen a su merced y fajan cada mañana, tras el aseo y las aplicaciones de tintura de yodo, me divierto por la tarde, una vez liberado de las servidumbres de mi carne malherida, en recuperar el terreno perdido, en volver a ser, cara a cara con esas mujeres, hombre, y en alardear de inteligencia. Me río de comprobar que un soldado raso de infantería —que no es más que el ordenanza de sus padres— instruye a las hijas de unos oficiales superiores, que ellas lo admitan, en suma, y amablemente además. Lo que vuelve más sensible este pequeño triunfo es el recuerdo de la gran miseria en la que me encontraba hace sólo unas semanas, el poco sitio de que disponía en el frente, en una compañía, detrás de una aspillera, en esos infinitos terrenos ondulados de Artois, donde un hombre, con su personalidad, sus ideas, lo aprendido del pasado de los viejos, las posibilidades de futuro de un joven, no era más que una unidad desconocida de los enormes efectivos empleados, diezmados a diario y reconstituidos gracias a otros hombres tan indiferentes como él a los jefes… Un soldado, grano de inagotable materia prima de los campos de batalla, poco más que un cadáver, ya que está destinado a convertirse en tal por los azares de la gran matanza anónima… Y aquí, en el hospital mixto n.º 97, el herido Dartemont, al que la enfermera jefe le dijo el otro día, en presencia de algunas de estas señoritas: «Éste es el centro intelectual de la sala».

Ayer mismo, el último guardador de rebaños, el último destripaterrones, de nervios insensibles, de una resistencia física superior, era más apto que yo para la guerra, constituía con sus recios músculos, su ancho pecho, una frontera más segura para el país, en los diez metros confiados a su custodia. Ayer, hasta el último golfo, con su cuchillo de hoja triangular, su olfato de hiena para los cadáveres, era un atacante mejor, un enemigo más peligroso para el gigante rubio de enfrente que el anónimo soldado Dartemont, todo un peón de brega a su vez («igual que sus compañeros», y era de justicia), débil en las marchas, débil debajo de los rollizos, no entrenado, despreciado por los fuertes con su tonto bagaje de colegio y de facultades, que les llamaba la atención nada más que porque compartía con ellos su aguardiente y no se peleaba por la comida. Y hoy, hablando con diez mujeres que le sonríen y escuchan, y que deben de decir, supongo, cuando conversan entre sí de sus heridos: «¡Ese muchacho tiene la cabeza muy bien amueblada!».

El tren sanitario que nos traía del frente entró en la estación hacia las nueve de la mañana, al cabo de tres horas de un viaje que se hizo penoso por los traqueteos y la fiebre.

Mientras nos transportaban a través de las vías y de los andenes, unos hombres de paisano nos miraban con curiosidad y murmuraban: «¡Pobres críos!». Su compasión me produjo de repente la sensación de que mi herida tenía un sentido, renovado del antiguo: «¡Has derramado tu sangre por el país, eres un héroe!». Pero yo sabía qué indeciso héroe obligado era, nada más que una víctima, o el beneficiario, de un disparo que había recibido, que ningún gesto de mi brazo había vengado ese disparo, que ningún enemigo había muerto por mi causa. Yo no tendría hazañas que contar a las madres fanáticas y a los ancianos reunidos en las murallas para festejarnos, a la vuelta de nuestros victoriosos combates. Yo era un héroe sin despojos enemigos, que se beneficiaba del heroísmo de los héroes homicidas. Tal vez tuviese un poco de vergüenza…

Fue al entrar en un gran vestíbulo cuando la visión de las enfermeras vestidas de blanco, las unas jóvenes, alegres y lozanas, las otras entrecanas y maternales, nos informaron de que éramos unos afortunados. ¡Unas mujeres! ¡Rostros, voces, sonrisas de mujeres a nuestro alrededor! Así que no habíamos ido a parar a un siniestro hospital militar…

Se nos asignó nuestra plaza. A mí me tocó la sala 11, en la tercera planta, bajo la dirección de la señorita Nancey, enfermera jefe. Cada sala tiene su propio personal y su jefe; el hospital cuenta con doce salas y debe de albergar de doscientos a trescientos enfermos.

Herido desde hace seis días, sin haber dejado la dura litera en la que no podía darme la vuelta, la cama en la que me acostaron fue para mí de una infinita dulzura, y hallarme en un lugar luminoso y limpio, entre unas sábanas blancas, me producía un extraño asombro. Convencido al fin de encontrarme a salvo, relajé las fuerzas que había contraído para velar por mí y garantizar mi seguridad durante el traslado, entre nuestros escoltas indiferentes, que se habían vuelto insensibles a nuestros gritos, precedidos ya por demasiados otros, y que no podían encontrar el descanso, la libertad de espíritu, que también ellos necesitaban, más que abandonándonos a nuestro propio dolor, olvidándonos, dejándonos morir a veces. Cedí a la debilidad que me producía tanta comodidad y cerré los ojos, cuando una joven enfermera me tomó en sus manos.

No me había lavado desde que habíamos conquistado las trincheras, para los ataques del 25 de septiembre. Bajo su envoltura de vendajes, desde los pies hasta los hombros, mi cuerpo estaba recubierto de una mezcla de mugre y de sangre seca, y bajo las gasas corrían aún los piojos blancuzcos, que revientan bajo la uña como un grano blanco, con una salpicadura inmunda. La muchacha me respaldó contra unas almohadas, depositó una palangana sobre mi cama y me aseó el rostro. Me cambió la cara. De la máscara demacrada, marcada por el horror y la fatiga, que me habían impreso veinticinco días de lucha, salió mi verdadero rostro de hombre destinado a vivir, mi rostro de la retaguardia. La enfermera se interesó por este nuevo rostro al que acababa de quitar el cardenillo, sonrosado pero atontado aún, y me preguntó:

—¿De qué quinta es usted?

—De la del 15.

—¿A qué se dedicaba antes de la guerra?

—Estudiaba.

—¡Ah! Yo tenía dos hermanos que estudiaban.

También me lavó la mano derecha (la izquierda la llevaba aún envuelta) sosteniéndola entre las suyas, como se hace con los niños. El agua de la palangana estaba negra y fangosa. Arrastraba el barro de Artois, esa arcilla en la que nos sumergía la onda expansiva de los obuses, que nos había revestido de pellas de masilla endurecida.

Yo pensaba que había acabado, pero la muchacha volvió acompañada de una mujercita seca y vivaracha, que me dijo:

—Le vamos a llevar cerca de las ventanas.

—Estoy bien aquí —respondí débilmente, y sin pensar en nada más que en dormir.

—Estará mejor allí, se lo aseguro.

Sin esperar, hizo una seña a los porteadores. Yo le lancé una mirada de pocos amigos, y la encontré desagradable. Sin embargo, fue el primer favor de la señorita Nancey. Desde entonces ocupo este lugar, el segundo de la fila contra las ventanas que dan al patio de honor, no lejos de la puerta, un muy buen lugar, he de reconocerlo. Se lo debo a mi estado civil, que la muchacha había comunicado enseguida a la enfermera jefe.

Pude dormir.

A la mañana siguiente.

—No se está mal aquí —dice Nègre.

—¡Se está pero que muy bien!

Descansados, nos interesamos por el lugar y descubrimos a la gente. El hospital mixto n.º 97 era antes de la guerra un internado religioso, el centro de enseñanza Saint-Gilbert, y la sala 11 está instalada en un antiguo dormitorio común. Es una larguísima estancia, iluminada por diez ventanas de cada lado, con un entrante angular más oscuro, donde las camas están alineadas a dos metros de intervalo. En el centro, unas mesas para la comida; en un rincón, unos armarios empotrados de farmacia, los lavabos. La sala está pintada de amarillo crema, es muy limpia y está adornada de ramos de flores en unos jarrones.

—En suma —prosigue Nègre—, será confortable para sufrir.

—Yo no sufro. ¿Y tú?

—Poco.

Observamos a las enfermeras, muy atareadas. («La morena no está mal». «Y tampoco la alta»). Traban conocimiento con esta hornada de nuevos enfermos, eligen sus cabezas. Se detienen a los pies de cada cama y se interpelan un poco ligeramente:

—Señorita Jeanne, venga a ver a éste. ¿No le parece que tiene un aire juvenil?

El herido, totalmente asilvestrado, febril, que ha perdido la costumbre de conversar con mujeres, si es que la tuvo alguna vez, se acurruca en su cama, se sonroja y responde tontamente a esas señoritas cuyos modales seguros le imponen.

—¡Se diría que juegan con muñecas, estas chavalas!

Son de lo más amables y muestran gran solicitud. No obstante, se les nota un tonillo distante que indica que no pertenecemos al mismo ambiente. Cuidarnos constituye para ellas una contribución patriótica, es un gesto de humanidad al que condescienden, pero que no anula la distancia fruto de una educación diferente. Conservan prejuicios de casta y hablarían de otro modo con unos oficiales. Nègre rezonga:

—¡Va a parecer que somos idiotas! ¡No han podido con nosotros unos obuses y hay que dejarse torear por unas mozas de la buena sociedad!

—Tienes razón. Hay que poner orden aquí inmediatamente.

Justo acierta a pasar una enfermera. Le hago una indicación para que se acerque. Una vez que está junto a mi cama le digo:

—Señorita, desearía que me consiguiera papel de carta, cigarrillos y un periódico. ¿Puede encargarse de ello?

—Cómo no, señor. Aquí recibimos L’Echo de Parts.

—¡Claro, claro! Pero yo quisiera L’œuvre, señorita. ¿Quiere que le dé dinero?

—Y yo quiero —dice Nègre— tabaco de pipa y una estilográfica.

Ella toma nota, nos asegura que lo tendremos todo a las dos y va a reunirse con sus amigas, un tanto asombrada.

Nègre se frota las manos.

—¡Bueno, bueno! El general lo decía siempre: «¡Ofensiva, ofensiva, ofensiva! Adquirir ascendiente sobre el adversario y desmoralizarlo. ¡Ofensiva y ofensiva! Un graduado en la Escuela de la Guerra, que se conoce el paño, no puede variar en este punto».

Así es como oigo hablar por primera vez del famoso general, el barón de Poculote, amigo íntimo del sargento Nègre, hasta el punto de haberle elegido como confidente. Eso me lleva a preguntarle a mi vecino por su pasado. No saco nada en claro: «¿Sabes?, ¡yo me he dedicado a un montón de cosas!». Luego, al azar de las conversaciones, descubro que ha viajado al extranjero, que ha sido agente de negocios, vendedor de productos varios, vagamente comerciante. He creído comprender también que había recogido apuestas en los cafés, y parece muy informado acerca del tráfico de estupefacientes y del golferío… En resumen, un compañero encantador, lleno de fantasía y de conocimientos inesperados.

Nuestra iniciativa ha sido indicada a otras enfermeras, que nos observan de lejos a su vez, y, durante los primeros días, excepción hecha para los cuidados que nos prestan, evitan acercársenos.

Establecimos un verdadero contacto cuando yo pedí unos libros. Los aficionados a la lectura no tardan en encontrarse. Las preferencias provocan las ideas, que dan rápidamente la medida de las opiniones. Sobre mi mesa, pronto tuve a Rabelais, Montesquieu, Voltaire, Diderot, Vallès, Stendhal naturalmente, Maeterlink, Mirbeau, France, etcétera, todos autores bastante sospechosos para unas muchachas de la burguesía, y rehusé, por insulsos y convencionales, a los escritores que las habían nutrido a ellas.

Una enfermera más sociable trae a otra, y así sucesivamente. Comenzaron las conversaciones, me vi rodeado y acosado con preguntas. Me interrogaban sobre la guerra:

—¿Qué ha hecho usted en el frente?

—Nada digno de mención si lo que desea oír son hazañas.

—¿Se batió?

—Sinceramente, lo ignoro. ¿A qué llama usted batirse?

—Estaba usted en las trincheras… ¿Ha matado a algún alemán?

—No, que yo sepa.

—En una palabra, ¿no los ha visto delante de usted?

—Nunca.

—Pero ¡cómo! ¿Estando en primera línea?

—Sí, en primera línea, no he visto nunca a un alemán vivo, armado, delante de mí. Sólo he visto alemanes muertos: el trabajo estaba ya hecho. Creo que lo prefería así… En todo caso, no puedo decirle cómo me habría comportado delante de un prusiano alto y feroz, y cómo ello habría podido ser beneficioso para el honor nacional… Hay reacciones que no se premeditan, o que se premeditarían en vano.

—Pero, entonces, ¿qué ha hecho usted en la guerra?

—Estrictamente lo que me han mandado. Me temo que no hay nada muy glorioso en ello y que ninguno de los esfuerzos que me impusieron resultara perjudicial para el enemigo. Temo haber usurpado el lugar que ocupo aquí y los cuidados que me prestan.

—¡Es usted exasperante! Responda. ¡Le preguntamos qué hizo usted!

—¿Sí?… Pues bien, estuve de marcha día y noche, sin saber adonde iba. Hice ejercicio, pasé revistas, abrí trincheras, trasladé alambradas, sacos terreros, vigilé en la tronera. Pasé hambre sin tener nada que comer, sed sin tener nada que beber, sueño sin poder dormir, frío sin poder calentarme, y piojos sin poder siempre rascarme… ¡Eso es todo!

—¿Todo?

—Sí, todo… O mejor dicho, no, no es nada. Les voy a decir la gran ocupación de la guerra, la única que cuenta: HE TENIDO MIEDO.

Debo de haber dicho alguna obscenidad, alguna ordinariez. Pues lanzan un gritito de indignación, y se apartan. Veo la repulsión pintada en sus rostros. Leo sus pensamientos en las miradas que intercambian: «¡Menudo cobarde! ¿Es posible que sea un francés?». La señorita Bergniol (veintiún añitos, el entusiasmo de una hija de María propagandista, pero de anchas caderas que la predisponen a la maternidad, e hija de un coronel) me pregunta en tono insolente:

—¿Es usted miedica, Dartemont?

Palabra sumamente desagradable, y aún más que se la digan a uno a la cara, en público, y precisamente una muchacha, que encima está apetecible. Desde que el mundo es mundo, miles y miles de hombres se han dejado matar por culpa de esa palabra pronunciada por mujeres… Pero no se trata de caerles bien a esas señoritas con algunas bonitas mentiras que impresionen, estilo corresponsal de guerra y relación de hechos de armas, sino de la verdad, no sólo de la mía, de la nuestra, de la suya, de los pobres tipos que están aún en el frente. Me tomo un tiempo para impregnarme de esa palabra, de su vergüenza superada, y aceptarla. Le respondo con parsimonia, mirándola fijamente:

—En efecto, soy miedica, señorita. Pero estoy dentro de la media.

—¿Pretende decir que los demás también tenían miedo?

—Sí.

—Es la primera vez que lo oigo decir y me cuesta admitirlo: cuando se tiene miedo, se huye.

Nègre, a quien nadie ha dado vela en este entierro, me echa espontáneamente una mano, bajo esta forma sentenciosa:

—¡El hombre que huye conserva sobre el más glorioso cadáver la inestimable ventaja de poder seguir corriendo!

Pero la ayuda resulta desastrosa. Siento al momento que nuestra situación aquí está comprometida, siento nacer en esas mujeres una de esas iras colectivas, comparables a la de la multitud de 1914. Intervengo rápidamente:

—Tranquilas, no se huye en la guerra. No se puede…

—¡Ah!, no se puede… Pero ¿y si se pudiera?

Me miran. Recorro con la mía esas miradas.

—¿Si se pudiera?… ¡Todo el mundo se largaría!

Nègre apostilla al instante:

—Todos sin excepción. El francés, el alemán, el austríaco, el belga, el japonés, el turco, el africano… Todos… ¿Si se pudiera? Piense en una ofensiva a la inversa, en un Charleroi[23] en todas las direcciones, en todos los países, en todas las lenguas… ¡Más rápido, en cabeza! ¡Todos, le digo que todos!

La señorita Bergniol, plantada entre nuestras camas, como un gendarme en una vía pública, quiere impedir el derrotero que toma la conversación. Nos espeta:

—¿Y qué me dice de los oficiales?… ¡Se ha visto a generales cargar a la cabeza de su división!

—Sí, eso se dice… Alguna vez lo han hecho para farolear, de cara a la galería, o ignorantes de cómo nos fue a nosotros en un primer momento. ¡Una vez, pero no dos! Cuando se han catado las ametralladoras en campo raso, uno no vuelve a plantarse delante de esas máquinas por simple gusto… Tenga la seguridad de que, si los generales formasen parte de las olas de asalto, no se atacaría a la ligera. ¡Pero mira por dónde, esos ancianos agresivos han descubierto el escalonamiento en profundidad! ¡Es el más hermoso descubrimiento de los Estados Mayores!

—¡Ah!, ¡es horrible! —dice la señorita Bergniol, pálida y encendida.

Nos da pena, y consideramos que la discusión no puede prolongarse por más tiempo. Nègre da un vuelco completo a la situación:

—No se deje impresionar, señorita, son exageraciones. Todos nosotros hemos cumplido valientemente con nuestro deber. No es tan terrible ahora que comenzamos a tener trincheras cubiertas, con todas las comodidades modernas. Aunque falta aún el gas para cocinar, contamos ya con el gas para la garganta. Disponemos de agua corriente todos los días de lluvia, de edredones constelados de estrellas por la noche y, cuando no llega el avituallamiento, no importa: ¡uno se come a un boche!

Interpela a la sala:

—¿Verdad, compañeros, que nos lo hemos pasado cojonudamente en la guerra?

—¡Nos lo hemos pasado de puta madre!

—¡Es algo la mar de divertido!

—Eh, Nègre, ¿qué dice de ello De Poculote?

—El general me ha dicho: «Sé perfectamente por qué veo la tristeza en tus ojos, soldado de Francia… Ánimo, no tardaremos en volver a pegar juntos unos buenos bayonetazos. ¡Ah, tú querías a tu bayoneta, soldado!».

—Sí, a la bayoneta. ¡Viva Rosalie![24]

—¡Viva De Poculote!

—«Gracias, hijos míos, gracias. ¡Soldados, siempre me oiréis detrás de vosotros en las batallas, y me veréis siempre delante, con las botas lustrosas y los botones dorados abrillantados, a la hora del desfile! ¡Me tendréis a vuestro lado en la vida y en la muerte!».

—¡Sí, sí!

—«Soldados, cuando os ponga delante de las ametralladoras, ¿las destruiréis?».

—¡Las ametralladoras son un cuento chino!

—«Soldados, cuando os ponga delante de los cañones, ¿haréis que enmudezcan?».

—¡Haremos que enmudezcan!

—«Soldados, cuando os lance contra la guardia imperial, ¿la reduciréis?».

—¡A albóndigas, a picadillo!

—«Soldados, ¿qué se os resistirá?».

—¡Nada, general!

—«Soldados, soldados, adivino en vosotros la impaciencia, siento hervir vuestra sangre generosa. Soldados, pronto no podré ya conteneros. Soldados, ¡veo que queréis la ofensiva!».

—¡Sí, la ofensiva! ¡Adelante, adelante!

Un delirio guerrero se apodera de la sala. Unos ruidos imitan el tableteo de las ametralladoras, los silbidos, la salida y la llegada de los obuses. Fuertes gritos, de odio y de triunfo, evocan el frenesí de un ataque. Los proyectiles vuelan, las mesillas de noche traquetean, y todos se agitan con alegre furor. Las enfermeras se precipitan para calmar el alboroto e impedir que turbe el descanso de las salas vecinas.

Nègre ha sacado un muslo de debajo de sus mantas y mantiene su pierna en el aire. Y su pie, del que ha colgado un quepis, caracolea graciosamente en el espacio, como un general vencedor a la cabeza de su ejército.

La señorita Bergniol se inclina, con aire serio, a mi lado.

—Dartemont, he estado pensando desde ayer, y mucho me temo haberle ofendido…

—No se disculpe, señorita. También yo he reflexionado que no hubiera tenido que hablarle de ese modo. Me doy cuenta de que la vanguardia y la retaguardia no pueden entenderse.

—Por otra parte, no pensará usted en serio lo que dijo, ¿verdad?

—Lo pienso absolutamente, y son muchos los que piensan como yo.

—Pero existe el sentido del deber, se lo enseñaron.

—Me han enseñado muchas cosas, como a usted, entre las que me doy cuenta que hay que elegir. La guerra no es más que un monstruoso absurdo, del que no cabe esperar ni mejora ni grandeza.

—¡Dartemont, la Patria!

—¿La Patria? Una palabra más que usted, a distancia, rodea de un cierto halo de ideal. ¿Quiere reflexionar sobre lo que es la patria? Pues ni más ni menos que una junta de accionistas, una forma de la propiedad, espíritu burgués y vanidad. Piense en el número de individuos que se niega usted a frecuentar en su patria, y verá que los vínculos son muy convencionales… Le aseguro que ninguno de los hombres que he visto caer a mi alrededor murió pensando en la patria, con «la satisfacción del deber cumplido». Y creo que muy pocos han ido a la guerra con la idea del sacrificio, como hubieran tenido que hacerlo unos verdaderos patriotas.

—¡Pero lo que dice es desmoralizador!

—Lo desmoralizador es la situación en que nos han puesto a nosotros los soldados. Yo mismo, cuando pensé que iba a morir, afronté la muerte como una amarga burla, puesto que iba a perder la vida por un error, un error ajeno.

—¡Debió de ser atroz!

—¡Oh! Se puede morir sin que le embauquen a uno. Yo no tenía, en el fondo, tanto miedo a morir: una bala en el corazón o en plena frente… Lo que temía sobre todo era la mutilación y esas agonías de varios días de las que éramos testigos.

—Pero ¿y la libertad?

—Mi libertad sigue conmigo. Está en mi pensamiento; para mí Shakespeare es una patria y otra es Goethe. Podrá usted cambiarme la etiqueta que llevo en la frente, pero lo que no podrá es cambiar mi cerebro. Gracias a mi cerebro escapo a los destinos, a las promiscuidades, a las obligaciones que toda civilización, toda colectividad, me va a imponer. Yo me hago una patria con mis afinidades, mis preferencias, mis ideas, y esto no es posible arrebatármelo, e incluso puedo difundirlo a mi alrededor. No frecuento, en la vida, a multitudes, sino a individuos. Con cincuenta individuos escogidos en cada nación, tal vez compondría la sociedad capaz de darme las máximas satisfacciones. Mi primer bien soy yo mismo; es preferible exiliarlo que perderlo, cambiar algunas costumbres que anular mis facultades humanas. El hombre no tiene más que una patria, que es la Tierra.

—¿No cree, Dartemont, que ese sentimiento de miedo del que hablaba ayer ha contribuido a hacerle perder todo ideal?

—Veo que le ha impresionado este término de miedo. No figura en la Historia de Francia, y no figurará. Pero estoy seguro de que ahora tendría su sitio, como en todas las historias. Me parece que en mí las convicciones podrían dominar al miedo, y no el miedo a las convicciones. No tendría ningún problema en morir, creo, en un arrebato de pasión. Pero el miedo no es vergonzoso: es la repulsión de nuestro cuerpo ante aquello para lo que no está hecho. Son pocos los que se libran de él. Podemos hablar perfectamente de él porque es una repulsión que hemos vencido a menudo, pues hemos conseguido disimularla ante los que tenemos a nuestro lado y que la sienten como nosotros. Conozco a hombres que han podido creerme una persona valiente, a los que he ocultado mi drama. Pues nuestra preocupación, cuando teníamos el cuerpo pegado al suelo como una larva, y nuestro espíritu gritaba de angustia, era a veces seguir fingiendo valor, por una incomprensible contradicción. Lo que nos ha agotado tanto ha sido precisamente esa lucha de nuestra mente disciplinada contra nuestra carne que se rebela, nuestra carne echada al suelo y gemebunda que había que maltratar para hacerla incorporarse… El valor consciente, señorita, comienza con el miedo.

Tales son los temas más frecuentes de nuestras conversaciones. Nos llevan inevitablemente a definir nuestro concepto de felicidad, las ambiciones, las metas del hombre, las cumbres del pensamiento, y vamos a parar así a lo eterno. Cuestionamos el viejo código de conducta humano, ese código creado para unos espíritus indiferentes, para la multitud de espíritus conformistas. Discutimos cada artículo de su moral, que ha guiado a la interminable procesión de pequeñas almas a través de las épocas, las pequeñas almas indistintas que han brillado como luciérnagas en las tinieblas del mundo y que se han apagado tras una noche de vida. Hoy damos nuestro débil resplandor, que ni siquiera nos ilumina ya a nosotros.

Mediante preguntas, hago caer a mis interlocutoras en las trampas de la lógica, dejándolas confundidas con unos silogismos que echan por tierra sus principios. Ellas se debaten como moscas en la tela de araña, pero se niegan a rendirse al rigor matemático del razonamiento. Se rigen con los sentimientos que una larga sucesión de generaciones, sumisas a los dogmas, han incorporado a su sustancia, sentimientos que conservan de un linaje de mujeres, madres y amas de casa, vivas en los primeros años pero luego doblegadas por las tareas, agostadas por la vida de cada día, que se persignaban en la frente con agua bendita para exorcizar todo pensamiento.

Se sorprenden al comprobar que al deber, tal como ellas lo conciben, deben oponerse otros deberes, que existen ideales sediciosos más elevados que los suyos, de más amplias miras y que serían más provechosos para la Humanidad.

Sin embargo, la señorita Bergniol me ha declarado:

—Yo no educaré a mis hijos en sus ideas.

—Ya lo sé, señorita. Usted, que podría ser portadora de antorchas a la vez que portadora de seres, no transmitirá a sus hijos más que la vacilante luz que ha recibido, cuya cera chorrea y quema sus dedos. Son estas velas las que han prendido fuego al mundo en vez de iluminarlo. Son estos cirios de ciegos los que de nuevo el día de mañana harán prender las hogueras en las que se consumirán los hijos de sus entrañas. Y su dolor no será más que ceniza, y, en el momento culminante de su sacrificio, ellos lo comprenderán y la maldecirán. También ustedes serán con sus principios, si se presenta la ocasión, unas madres inhumanas.

—Entonces, Dartemont, ¿niega usted a los héroes?

—La gesta del héroe es un paroxismo cuyas causas no conocemos. En el colmo del miedo, se ve a hombres convertirse en valientes, de una bravura que asusta porque se sabe que es desesperada. Los héroes puros escasean tanto como los genios. Y si, para conseguir un héroe, hay que hacer pedazos a diez mil hombres, prescindamos de los héroes. Pues sepa que la misión a la que ustedes nos destinan, tal vez serían ustedes incapaces de cumplirla. La impasibilidad ante el hecho de morir sólo se demuestra frente a la muerte.

No bien se va la señorita Bergniol, Nègre, que ha seguido nuestra conversación, me da su opinión:

—¡Qué amantes más enternecedoras! ¡Necesitan un héroe en su cama, un auténtico héroe, bien sucio de sangre, para hacerlas aullar de placer!

—No saben…

—No saben nada, de acuerdo. Las mujeres, y he conocido a muchas, no dejan de ser en definitiva unas hembras, estúpidas y crueles. Detrás de sus mohines, no son más que unos vientres para parir. ¿Qué habrán hecho durante la guerra? Incitar a los hombres a romperse la jeta. Y el que haya destripado a muchos enemigos recibirá en recompensa el amor de una dulce muchacha biempensante. ¡Ah, dulces putillas!

Mientras él habla, yo miro evolucionar a esas damas, a la señorita Bergniol, que se desvive activamente, de una manera metódica, con seria alegría; se nota que la mueve ese sentimiento del deber que ella defiende. A la señorita Heuzé, que es una muchacha alta, no muy bonita, poco desenvuelta, pero cuyo dibujo de su gran boca refleja bondad. A la señorita Reignier, que está llena de buena voluntad, torpe, algo pava, y demasiado gorda ya; dentro de unos años, será «una buena madre gorda» sin maldad. A la señora Bard que, en su indolencia, en el contoneo de sus rotundas caderas, deja entrever un deseo insatisfecho, y su insistente mirada de mujer sin marido se demora en nuestros cuerpos, creo que con un poco de codicia. Evito recibir los cuidados de la señora Sabord, de cabellos grises, que son los de una persona maniática, de dedos resecos cuyo tacto resulta desagradable. Las señoritas Barthe y Doré, la una rubia y la otra morena, ambas de mirada afligida, se persiguen, se cogen de la cintura y se hacen confidencias al oído que provocan sus risas agudas, comparables a cosquilleos, risas irritantes para los varones. Sus fraternales abrazos se parecen demasiado a desperezos voluptuosos. La señorita Odet brinda a todos su triste sonrisa, sus palabras veladas y el ardor de sus febriles ojos. Demasiado pálida y flaca, tiene los endebles hombros encorvados por el peso de una vida en sus comienzos, y salta a la vista que le faltarán las fuerzas para llevarla adelante por mucho tiempo. Le estamos agradecidos por prodigarnos ese corto porvenir, por cuidarnos cuando es a ella a quien habría que cuidar, y no podemos sino que corresponder con una sonrisa de aliento a la suya, en la que hay renuncia.

No conozco de todas ellas más que estas apariencias, y eso me basta. No trato de saber el motivo que las ha traído aquí. Simplemente me congratulo de que estén, pues adornan nuestra sala de flores, de sus variados encantos, de sus gestos flexibles, y porque han perdido esa altivez de burguesas cuando se dirigen a las personas del servicio. E incluso me doy el gusto prohibido consistente en sorprender en su rostro un insensible rubor, que ellas esconden dándose la vuelta, o, en sus ojos, fijando bruscamente mi mirada en ellos, el indicio de una preocupación inconfesable y afectuosa, que altera el palpitar de su pecho. Pero me detengo en el umbral de esta turbación, como un hombre galante en la puerta de un tocador.

En fin, me congratulo de que nos hayamos hecho muy buenos amigos, de que estas señoritas (sobre todo son las jóvenes las que muestran curiosidad) me dediquen una hora diaria. El gran ruido de la guerra desaparece ante el murmullo, tal vez falso, vacuo, pero agradable, de sus voces, que me sumerge de nuevo en la vida de la retaguardia, a la que, a veces, no me parece posible que haya vuelto definitivamente.

De vez en cuando se abre sin ruido la puerta de nuestra sala y surge, junto a una cama, una sombra negra que deja caer sobre el herido una farfulla de palabras dulzonas. Es el capellán del hospital, el exdirector del centro de estudios Saint-Gilbert.

Aunque, por supuesto, respeto todas las creencias (y a veces hasta las envidio), nunca dejo de asombrarme del andar con pasos quedos de algunas de estas personas, de su sonrisa, que nos hace sentir confianza, personas que, ejerciendo un ministerio sagrado y noble, si están convencidos, dan la impresión de reclutar a la gente, de decirle ¡pst! a un alma desde el fondo de una sórdida callejuela. Este capellán es uno de ésos que parecen tantear lo que hay en nosotros de innoble para ganársenos, uno de ésos ante cuyas miradas molestas me siento de repente lleno de vicios, y de los que siempre espero que me digan: «Hijo mío, confiésame tus pequeñas indecencias…».

El padre Ravel se interesó mucho por mí al comienzo, y supongo que las enfermeras, informadas de mi educación religiosa, me recomendaron a él. A los pocos días de mi llegada me visitaba a diario y me pedía que fuera a verle en cuanto me fuese posible andar. Yo le eludía como podía.

Consiguió arrancarme una promesa de un modo que considero desleal. La tarde de mi operación, viéndome debilitado, no más capaz de resistir que un moribundo, insistió largamente, y yo, perdido aún entre las brumas del cloroformo, respondí afirmativamente. Desde entonces él argüía esta promesa y no dejaba de repetir: «Le espero», con una reprobación que atribuía a mi mala fe.

Así que la semana pasada le seguí. Me llevó a su habitación y se sentó en la silla que estaba al lado del reclinatorio, donde los penitentes se arrodillan delante de Cristo. Pero yo conocía ya desde hacía tiempo ese dispositivo y esa treta. También yo me arrodillé en el reclinatorio. Recuperado de su asombro, me interrogó, torpemente por otra parte.

—Bien, hijo mío, ¿qué tiene que decirme?

—Pues nada, señor capellán.

Ahora comprendo que no debía esperar de él ninguna conversación de tipo elevado, que simplemente me había atraído hasta allí para sonsacarme, por sorpresa, mis pecados. Debe de tratar a todas las almas con una absolución, lo mismo que determinados médicos militares tratan a todos los enfermos con un purgante. Le dejé hacer. Me recordó mi infancia cristiana, y me preguntó:

—¿No quiere acercarse a Dios? ¿No tiene ninguna culpa de que arrepentirse?

—Yo no tengo ya culpas. La mayor, a los ojos de la Iglesia y de los hombres, es matar a un semejante. Y hoy la Iglesia me manda matar a mis hermanos.

—Son los enemigos de la Patria.

—Pero son hijos del mismo Dios. Y Dios, ese padre, preside la lucha fratricida de sus propios hijos, y las victorias de los dos bandos, los Te Deum de los dos ejércitos le resultan gratos por igual. Y precisamente usted le reza para que arruine y aniquile a otros justos. ¿Cómo quiere que lo entienda?

—El mal no viene de Dios, sino de los hombres.

—¿Dios sería, pues, impotente?

—Sus designios son inescrutables.

—También en el ejército se suele decir: «No hay que tratar de comprender». Éste es un razonamiento de cabo.

—Le compadezco, hijo mío, pues escrito está: «El principio de todo pecado es el orgullo: a aquél que le domine el orgullo será reo de maldición, y el orgullo será causa de su ruina».

—Sí, ya sé: «Beati pauperes spiritu». ¡Pero esto es como una blasfemia, pues nos creó a su imagen y semejanza!

Se ha levantado y me ha abierto la puerta. No hemos intercambiado ni una palabra más. No he visto en sus ojos, en lugar de la aflicción que hubiera tenido que provocarle el espectáculo de mi extravío, más que una llama de odio, la rabia de un hombre que acaba de sufrir un fracaso que escuece a su orgullo (¡también él!). Me pregunto qué relación puede tener esta rabia con lo divino…

Me habría gustado, sin embargo, que ese sacerdote me hubiese dicho algunas palabras de esperanza, que me hubiese dejado entrever una posibilidad de creer, que me hubiese expuesto su credo. Pero, ay, los pobres ministros de Dios ocultan sus acciones igual que el resto de los mortales. Hay que creer como esas mujerucas, con cara de bruja, que murmuran en las iglesias, ante las mismas barbas de unos santos de bazar de yeso pintado. En cuanto se yergue la razón, anhelante de los cielos del ideal, se topa con el misterio, la eterna evasiva. Te aconsejan los cirios, la limosna en los cepillos, decenas de rosarios y el embrutecimiento.

Si el Hijo de Dios existe, es en el momento en que nos muestra su corazón, cuando tantos corazones sangran, ese corazón que tanto amó a los hombres. ¿No ha servido, pues, de nada, y su Padre lo sacrificó inútilmente? El Dios de misericordia infinita no puede ser el de las llanuras de Artois. El Dios bueno, el Dios justo no ha podido autorizar que se lleve a cabo en su nombre semejante escabechina de hombres; no puede querer que semejante exterminio de cuerpos y de espíritus sirva a su gloria.

¿Dios? Bah, bah, el cielo está vacío, vacío como un cadáver. En el cielo no hay más que los obuses y todos los artefactos mortíferos de los hombres…

¡La guerra ha matado también a Dios!

Las enfermeras se ausentan desde el mediodía hasta las dos, después de que nosotros hayamos comido. A fin de evitar la incomodidad que sentimos de aliviarnos delante de ellas, todos hemos regulado nuestras necesidades corporales de manera que, salvo un imprevisto, se realicen durante esas horas. El soldado enfermero que las sustituye no hace más que llevar orinales. Los que aguardan su turno miran al techo y fuman activamente para ahuyentar el olor. Una vez que se ha pasado la gran urgencia y no corremos el riesgo de coger frío, se abren las ventanas. El sol invernal entra en la sala; dejamos correr su chorro de luz por entre nuestras manos pálidas, nuestras cuidadas manos de gente ociosa, que el sol tiñe de un rosa translúcido.

Al enfermero le han puesto este mote cruel: Caca. Yo sé que este apodo le afecta. Lo sé porque conocí a André Charlet antes de la guerra, en la facultad, donde figuraba entre los estudiantes más aventajados, los que sienten curiosidad y tienen ideas. Publicaba en las jóvenes revistas sonetos brillantes, que representaban la vida como un inmenso campo de conquistas, un bosque divino y sorprendente, en el que se internan los exploradores de élite y vuelven con frutas maravillosas, de un sabor desconocido, mujeres de una rara belleza, y mil objetos bárbaros de un refinado primitivismo. Con la movilización, fue de los primeros en alistarse, siendo herido de gravedad al año siguiente.

Le he encontrado aquí, abatido, sin fuelle, y sucio. Algunos meses de guerra le han metamorfoseado así, dándole ese aspecto febril, esa flacura y esa piel amarillenta. Conserva de ellos un terror loco que se ve en sus ojos. Para no dejar el hospital ha aceptado este puesto y estas tareas repugnantes. Siendo Caca, prolonga su estancia de tres meses, en virtud de no sé qué decisión militar que autoriza a los médicos militares a tomar temporalmente unos ayudantes. Es probable, por otra parte, que se le destine al ejército auxiliar, si no es dado de baja por enfermedad. Pero él prefiere no pasar por una comisión sino como último recurso, pues teme que su organismo no esté lo bastante deteriorado para librarse de volver a la línea de fuego. Es el único que lo teme; nosotros le creemos abocado a la muerte de los tuberculosos, más infalible que los obuses.

Trato de atraerle, le recuerdo nuestros años de adolescencia, nuestros compañeros, nuestra alegría, nuestras ambiciones de antaño. Pero no consigo que se interese por ello. Sonríe débilmente y dice:

—¡Eso se acabó!

Yo le respondo:

—¿Y la poesía, amigo?

Se encoge de hombros, con un gesto vago: «¡La poesía es como la gloria!», y se va porque le llaman. Unos instantes después pasa de nuevo con un orinal humeante, vuelve su rostro alterado por el asco, y ríe sarcástico:

—¡Toma, la poesía!

De entre sus recuerdos de guerra, éste es espantoso:

—Fue en el Este, a finales de agosto. Nuestro batallón ataca a la bayoneta. No puedes hacerte una idea de la estupidez que eran esos ataques de los comienzos, de la matanza que suponían. Lo que dominó ese período fue sin duda la incuria de nuestros mandos, de la que fueron a veces víctimas ellos mismos, formados en estos principios: la infantería, reina de las batallas, y el arma blanca. Esa gente no tenía ni remota idea de los efectos del armamento moderno, cañones y ametralladoras, y la cantinela de todos los días eran los movimientos tácticos napoleónicos: ¡ni el más mínimo cambio desde Marengo! A nosotros, que nos veíamos asaltados, en vez de establecernos en posiciones sólidas, se nos dispersaba al descubierto por los llanos, vestidos con nuestros uniformes de circo, y nos lanzaban contra bosques, que estaban a quinientos metros. Los boches nos disparaban como a conejos, y, en el momento del cuerpo a cuerpo, se las piraban, después de habernos causado todo el daño posible. En fin, ese día, tras dejar a la mitad de nuestros efectivos sobre el terreno, se consiguió desalojarlos. Pero a los muy jodidos se les ocurrió una idea diabólica. Como soplaba un fuerte viento contra nosotros, prendieron fuego a los campos de trigo de los que los echamos… ¡Allí vi el infierno! Cuatrocientos heridos, tendidos sin poder moverse, atacados y resucitados por el fuego, cuatrocientos heridos transformados en teas vivientes, corriendo con sus miembros fracturados, gesticulando y gritando como condenados. Su pelo, al arder de golpe, en sentido vertical, les ponía sobre la cabeza una llama de Espíritu Santo, y los cartuchos explotaban en sus cartucheras. Nos quedamos mudos, sin pensar siquiera en ponernos a cubierto, mirando a cuatrocientos de los nuestros chisporroteando, retorciéndose y revolcándose en esa hoguera barrida por las ametralladoras, sin poder acercarnos. A uno le vi levantarse, delante de la ola de calor que se le venía encima, y fusilar a sus vecinos para ahorrarles esta muerte atroz. Entonces, varios, a punto de ser alcanzados, se pusieron a gritar: «¡Disparad, compañeros, acabad con nosotros!», y tal vez algunos tuvieron ese monstruoso coraje… ¡E Ypres! Los combates nocturnos en Ypres. Uno no sabía a quién mataba, ni quién le mataba. El coronel nos había rogado: «Muchachos, sed buenos con los prisioneros, pero no hagáis». Los de enfrente tenían sin duda la misma consigna.

—¡Bah!, lo más duro ha pasado ya, amigo. Pronto volveremos a la vida civil, y reanudaremos nuestras ocupaciones como antes.

—Como antes, no. Por lo que a mí se refiere, eso ya no es posible, pues la guerra me ha disminuido. Tú me conociste en la facultad, y sabes que para mis compañeros yo iba a ser un líder de nuestra generación, que nuestros profesores tenían su confianza puesta en mí y que ya había llamado la atención de gente importante. Soñaba con una carrera brillante como guía de hombres, al menos en lo espiritual, pero era porque creía a mi cuerpo capaz de servir a mi pensamiento. Pero he visto que mi cuerpo no es más que un despojo, un pingajo, que deserta y me arrastra… Un tipo que tiembla no puede ser un líder.

—¡Pero todos nosotros hemos temblado!

—Más o menos. También tú has conocido a Morlaix, ese imbécil que se pasaba la vida en las cervecerías, en compañía de mujeres de mal vivir, que ante la sola idea de abrir un libro se ponía enfermo, y por el que sentíamos un profundo desprecio. Pues ahí donde le ves es ya subteniente. En el frente, él me mandaba, tenía más cara que espalda. Para que te hagas una idea: en la época en que las trincheras no eran aún continuas, en un nuevo sector, volvíamos del avituallamiento una noche de niebla. Era imposible distinguir nada a tres metros. Nos perdimos, naturalmente, y ahí nos tienes chapoteando en una vaguada, dando vueltas como si nos hubieran vendado los ojos, con nuestro cargamento de víveres a cuestas, que era un estorbo, sin armas. Va Morlaix y decide: «¡Tiremos todo recto, ya veremos!». Echamos a andar, sin decir nada… Un grito nos dejó de piedra: «Wer da?»[25]. Nos habíamos topado con los centinelas alemanes. Amigo mío, Morlaix llevaba un zurrón lleno de huevos duros. Sin dudarlo, lanzó tres hacia delante. En la oscuridad, los boches, que los oyeron caer, creyeron que eran granadas y se largaron. Yo no hubiera tenido esa sangre fría…

—Tú tienes otras cualidades. La utilidad momentánea de un bruto en un campo de batalla no es ninguna prueba contra el espíritu, sino muy al contrario. Un hombre que crea vale más que un hombre que mata.

—Para mí es inconcebible un hombre incompleto, que se muestre inferior en determinadas situaciones. En la guerra, he sido un fiasco. No podré olvidarlo.

—Has hecho ni más ni menos lo que los demás. No te agobies.

—¡Me avergüenzo cuando lo pienso! Me he regodeado en mis propios gemidos, en mis lágrimas de hombre débil. Como puedes ver, he renegado de todas las doctrinas de mi juventud, Nietzsche, la fuerza… ¡Ah!, ¡ya!, ¡ya!… Ahora sirvo para vaciar los orinales de las salas y no pasaré de empleado.

Es un caso curioso de depresión, y creo que la enfermedad tiene mucho que ver en ello.

Le vi hacer una cosa terrible. Fue cuando Diuré sufría tanto de su muslo. Un día, con la excusa de aliviarle, Charlet insistió en cambiarle el vendaje. El otro terminó por ceder. Finalizada la operación, vi a Charlet llevar la cubeta a un rincón de los lavabos, sacar de ella una gasa sucia y meterla con precaución en una caja de hojalata que se guardó en el bolsillo. Intrigado, le llamé momentos después para preguntarle:

—Dime una cosa, ¿ahora te dedicas a la bacteriología?

—¿A qué te refieres?

—¿Qué has metido en esa caja hace un rato?

Se quedó turbado.

—No entiendo.

Luego, tras unos instantes de reflexión, añadió:

—A ti te lo puedo decir, y estoy seguro de que no dirás nada. ¿Te acuerdas de Richerand, el de la Escuela de Química?

—¿Ese pequeñajo de no muy buena pinta?

—El mismo. Pues me lo encontré en el frente. Éramos muy amigos y prometimos prestarnos ayuda en cualquier circunstancia. Esta promesa nos sostenía un poco. Y él no ha faltado a ella. Estuvo a mi lado cuando fui herido. Fue él quien me hizo unos torniquetes y me llevó al puesto de sanidad, en plena cortina de fuegos, con la ayuda de un soldado que decidió acompañarle. Allí se pudo cortar totalmente la hemorragia, y probablemente Richerand me salvó la vida. Le estoy muy agradecido por su abnegación, tanto más cuanto que sabía lo impresionable que era: un ser muy nervioso que sufría enormemente por la guerra… Pues acaba de escribirme (está en el Hartmann): «No hacen más que atacar. Sálvame». Lo que quiere decir, puesto que le conozco: estoy al límite de mis fuerzas, he perdido toda esperanza.

—¿Y qué tiene esto que ver?

—Pues que… desde aquí, ¿cómo quieres que yo le ayude? Busco la manera desde ayer, y el tiempo apremia…

Se inclinó sobre mí y dejó caer:

—Voy a enviarle eso…

—¿Eso qué?

—Pus de absceso. Si se lo inyecta, tiene posibilidades de ser evacuado.

Nos quedamos callados un largo rato.

—¿Te das cuenta de lo que vas a hacer? —dije.

—¡No tengo elección! —murmuró al tiempo que dejaba caer los brazos.

Me atreví a exponer este argumento irrebatible:

—Un hombre abandona el frente, otro le reemplaza. Salvando a Richerand, condenas a un desconocido.

No lo había pensado. Me miró mientras reflexionaba.

—¡Lo siento! Richerand es mi amigo. ¿Quieres que se muera sin que yo haya intentado nada? Le creo muy capaz de todo, en un momento de depresión; no puedo actuar de otro modo.

Me dejó bruscamente, con una mano en el bolsillo, aferrando la caja.

No se me hubiera ocurrido denunciarle, como tampoco a ninguno de nuestros camaradas. Entre nosotros existe un pacto de solidaridad no escrito: en la trinchera todos deben hacer su trabajo, pero consideramos que cada uno es muy libre de escapar del frente si puede, que los medios no son asunto nuestro, y felicitamos a quien lo consigue. ¿Acaso podía yo siquiera juzgar a Charlet? He pensado en esos rostros de condenados que había visto a algunos soldados, dominados de repente por un presentimiento funesto. Un hombre que se ve acosado por esa obsesión ya no es capaz de protegerse, de luchar por su autoconservación; avanza hacia la muerte como un sonámbulo… ¿Podía yo juzgar a Charlet? Allí de donde venimos, ya no se juzga. Se sufre. Sufrir es arriesgar la vida; no sufrir es también arriesgarla. ¿El gesto de Charlet? Simplemente: es a esto a lo que nos conduce nuestra profunda miseria, es a esto a lo que se ven obligados a recurrir los hombres cuando desfallecen. Imposible censurar: demasiado sabemos que el desfallecimiento nos acecha igualmente.

Es difícil calcular la edad de la señorita Nancey. Probablemente, entre treinta y cinco y cuarenta. Rostro seco, labios delgados, mirada sin sueños y voz cortante, carece de todo cuanto un hombre busca en una mujer, ningún detalle físico que la identifique deja huella en la memoria. Al verla nerviosa, ágil y nacida para mandar, uno se da cuenta de que en ninguna época de su vida debe de haber tenido ese encanto inseguro, esa actitud de confesarse que atrae y gana a la mayoría, que nunca ha sentido su corazón abrumado y la necesidad irracional de entregarlo tímidamente. Es una de esas mujeres en las que, al no funcionar la válvula del amor, la actividad se canaliza en tareas cerebrales, en tareas de hombre. El hospital proporciona a esta actividad un excelente desahogo. La señorita Nancey, incansable, presta grandes servicios en él, dirige a su pequeña tropa de enfermeras con decisión, no pierde los nervios ante las heridas y no se enternece ante los gritos.

Por la mañana, guía al médico durante su visita; un viejo médico civil que es un buen hombre, que firma papeles, supervisa nuestro estado y pide a sus colegas que intervengan en los casos graves. Mira distraídamente a los enfermos y pregunta:

—¿Cómo va éste, señorita?

—Ha mejorado, doctor. Hay que esperar.

Sin pedir comprobarlo, pasa al siguiente:

—Al 12, doctor, lo tenemos controlado. Continuamos los lavados. Pero el 23 nos tiene preocupados y se queja. Debería verle.

A veces declara:

—El 16 ha cicatrizado. Vamos a darle el alta.

Ella prepara la ficha, el doctor le da el visto bueno y el hombre sólo tiene que irse. El período de recuperación adicional, las preciosas semanas suplementarias que un hombre curado puede pasar aún aquí, en total seguridad, dependen sólo de ella. ¡Y ay de aquél que le disguste! Por disgustarle, a Boutroux (un muslo) le dieron el alta, de un día para otro, y sin embargo la costra de su amplia herida era reciente, estaba blanda y levantada aún por unas infiltraciones de pus. El muy imbécil había vuelto borracho como una cuba, una tarde de salida, y había armado un escándalo. Por grosero, ella lo tenía ya fichado. Por eso, a la mañana siguiente, pese a su curación incompleta, tuvo que irse. El jaleo que armó acortó su estancia tres largas semanas: tiempo para que se lo carguen a uno veinte veces.

La amenaza de este castigo terrible, la marcha prematura, hace que los que se sentirían tentados de ceder a sus instintos se queden quietecitos. Sabemos por la prensa que las ofensivas de Artois y de Champaña han fracasado definitivamente, que los mortíferos combates del Hartmannswillerkopf, que alimentan los comunicados, no serán decisivos. La guerra no puede tomar un nuevo giro antes de la primavera. Nos interesa ganar tiempo. Ese tiempo salvador, la señorita Nancey podrá regalárnoslo o privarnos de él, cosa que contribuye a su prestigio.

La consigna es, pues, «permanecer pancho». Entre los que más se pueden valer por sí mismos, muchos, para ganarse los favores de la enfermera jefe, emplean los simples medios de que disponen; se transforman en peones de brega y ahorran a las señoritas los trabajos más pesados. Algunos van a misa y se jactan de que su asiduidad no esté dictada por sus sentimientos. (Naturalmente algunos asisten por convencimiento y nadie se burla de ellos). Tengo la impresión de que cometen un error, y considero a la señorita Nancey incapaz de caer en la burda trampa de su falsa piedad y de favorecerles por ello.

Ya lo he dicho: estoy en muy buenos términos con la señorita Nancey. Mejor dicho, en plan coqueto, en plan coqueto de estima. Ella tiene conmigo unas atenciones especiales, me consulta sobre alguna medida que piensa tomar, me pide mi parecer sobre los acontecimientos.

Hay también un pequeño hecho. Justo enfrente de mi cama hay un arcón elevado, una especie de armario empotrado. Cuando la señorita Nancey pasa un momento por mi rincón, se sienta en ese arcón, de un salto, dándose la vuelta, con el evidente placer de demostrar su ligereza. Su vivo movimiento le levanta la falda hasta muy arriba y me enseña, visto y no visto, un trozo de muslo por encima de la media oscura. (Tiene la pierna musculosa, pero bastante bonita: lo mejor que tiene. Y ella lo sabe, seguro). En una ocasión mi mirada cayó por casualidad sobre este muslo cuando la señorita Nancey me estaba mirando. Yo desvié la vista, incómodo. Pero he observado que se sentaba siempre con el mismo movimiento revelador, y que acto seguido me miraba fijamente sin la menor incomodidad. Ahora bien, creo que podría descubrirse menos… En fin, he recibido la confianza de esta pierna maciza, de piel blanca. Sería descortés por mi parte no seguir mirándola, discretamente, pero con sentimiento. Hacer notar que soy sensible, que aprecio.

Ello, todo sea dicho, con buenas intenciones, qué duda cabe. Me acuerdo de estas palabras de una persona experta: «Todas las mujeres tienen pretensiones de mujer y hasta a las más virtuosas les gusta convencerse de que pueden tentar a un hombre». Sí, la señorita Nancey trata de que se aprecie su virtud. ¿Por qué negarle ese pequeño placer, puesto que la mía no está amenazada?

Esta pierna es mi prenda de permanencia duradera en el hospital. Puedo tranquilamente mirar a las otras barrer.

No podía dejar de ocurrir. Me asombra que las transformaciones verdaderamente anormales que se habían producido en él no me hubieran hecho intuirlo. Por muy agobiado que esté moralmente un joven, no tarda en llegar un período en que se recupera, y Charlet no hacía sino estar cada vez más sombrío.

Sus dedos crispados, los tics que alteraban su semblante, su andar a empujones delataban su estado de nerviosismo cuando ha entrado en la sala hace un rato. Pero ha comenzado su servicio como de costumbre, aunque sin darme los buenos días.

Bruscamente, a eso de la una, lo veo aparecer ante mí. Tenía un rostro horrible, de un color terroso, con unas manchas pardas y los ojos rebordeados de rojo. Me ha plantado su brazo delante de la nariz:

—¡Huele, huele!

—Y bien…

Empujaba su brazo con violencia, he retrocedido.

—¡Ah!, ¿hueles? ¿No notas el olor?

Yo permanecía quieto ante su mirada de ojos relucientes, furiosa, que no podía evitar. Acercando su rostro al mío hasta tocarlo, me ha dicho estas palabras increíbles:

—Soy una mierda.

—¡Vamos, Charlet, estás loco!

—¡Pero huele, hombre!

Más aún que su ira, era esa baba que le chorreaba de la boca lo que me ha asustado. Por suerte alguien le ha reclamado:

—¡Pst, Caca!

Ha dado un salto y se ha dirigido hacia Peignard, gesticulando de un modo salvaje:

—¡Mi nombre es Mierda, que lo sepas, y no pienso soportar vuestras groserías!

He comprendido que desvariaba y enseguida he sentido miedo por los heridos más frágiles: Peignard con su pie, Diuré con sus sondas, el pobre desgraciado bretón. He llamado a los hombres que se valen por sí mismos, que han venido a rodearle mientras iban en busca de ayuda. En plena crisis, él trataba de escapar y gritaba:

—¡Yo os domino, crápulas! ¡Todos los hombres están sometidos a mí! ¡Yo soy la verdad, el amo del mundo!

Finalmente, han subido tres tipos fornidos del sótano y se lo han llevado.

¡Charlet!

Ésta es la última imagen que conservo de él en la vida civil. En el 14, una noche de principios de verano, debajo de los castaños de la plaza donde nos reuníamos cada tarde. Delante de nosotros, los cisnes blancos, con su nadar silencioso, hacían tornasolar el agua oscura de los estanques, donde se mecían unas luces que llegaban de una terraza brillante. La música amortiguada de una orquesta nos acunaba con su ritmo. Y Charlet de pie, sin sombrero, delgado y elegante, seguro de sí, ya un poco echado a perder por unos éxitos precoces, declamaba sus versos. Todavía resuena en mis oídos su entonación, y recuerdo este pasaje:

El perfume de los ramos de flores embalsama esta noche el aire, donde duerme tranquilo, bajo un rayo de luna, su cuerpo muy blanco envuelto en la morena echarpe de sus cabellos, donde yo susurro mis secretos a la imperiosa emperatriz de mi corazón.

Y ahora está loco, a los veintidós años. ¡Y su locura ha adoptado la forma más baja que imaginarse pueda!

Nos revisan los vendajes cada mañana. Mi turno llega por lo general a eso de las nueve. Una enfermera se adelanta con su instrumental terapéutico, y una sonrisa de ánimo (no le cuesta nada). Me coge, me quita los alfileres, desenrolla las vendas y desprende las gasas pegadas con pequeños tironcitos, que tiran de los labios de las heridas, que arrastran tras de sí a todo mi cuerpo que se niega a la brusca separación, y me arrancan también unos grititos que me molesta dejar escapar. Una vez lavadas las llagas con permanganato, reciben seguidamente una aplicación de tintura de yodo o de lápiz de nitrato de plata. Uno y otro vienen a ser lo mismo y me producen idéntica sensación agradable que un hierro candente que se hundiera en mi carne, y nunca dejo de asombrarme de no ver salir humo, de no verme molestado por un olor a carne quemada. La multitud de llagas prolongan mi suplicio. No han terminado aún el lavado cuando ya varias partes de mi cuerpo, humedecidas de yodo, son como puestas sobre unas parrillas, y me retuerzo igual que un hereje luchando para no abjurar de su fe. Mi fe aquí consiste en mostrar entereza ante el dolor. Se guarda para el final la peor: la herida del tórax, por debajo del omóplato. Cuando siento la amenaza de la untura, me hago un ovillo, con la respiración entrecortada, como si descendiera en picado un obús. Pero no es más que una mano sonrosada que titubea y de pronto aplasta cruelmente, en la herida de mi espalda, el copo de algodón que me impregna de su secreción parda, por lo que parece. Recibo mi lanzada en el corazón.

Durante una larga hora siento un escozor a fuego lento.

Algunos días, en los que me veo a punto de flaquear, me rebelo. Camuflo mis gritos con palabras agresivas. Y no me faltan ganas de abofetear a la serena enfermera: ¡una mujer que me hace sufrir!

Es el mal momento del día; estropea mi estancia aquí y empaña mis despertares, a los que sigue poco después. Pero, una vez que han cesado mis dolores, el plazo hasta el próximo vendaje me parece muy lejano. Alcanzo el punto culminante de mi paz, que va decreciendo hasta la mañana del día siguiente.

Ir al hospital, hace apenas un año, era una expresión terrible. Sugería, más aún que la del sufrimiento, la idea ignominiosa de la decadencia. Los burgueses no iban al hospital, que estaba reservado a los obreros, a las madres solteras y a esos desgraciados que habían dilapidado su fortuna, que se lo habían «comido todo», y por eso mismo merecían los peores castigos, a los desclasados, en fin. Y las familias anunciaban a los despilfarradores y a los hijos pródigos: «¡Acabarás en el hospital!», es decir, como un miserable, solo y en la vergüenza. Y yo mismo, mirando las lúgubres fachadas de los hospitales, sus tristes pasillos, los magros convoyes que salían de ellos, pensaba confusamente en unas leproserías.

Pues he aquí que el hospital se ha convertido en una tierra prometida. Para millones de hombres representa la suprema esperanza, y sus miserias y dolores, así como los desconsoladores espectáculos que presenta, son sin embargo la máxima felicidad que puede entrever un soldado. Antaño, aquél al que bajaban de la ambulancia se entristecía al franquear ese umbral y se sentía amenazado. Hoy, el que es llevado en una camilla cree recibir del conserje, con su ficha de entrada, una patente de vida. Y si un médico militar superior, con poderes divinos, pasara por delante de las camas y propusiera a cada uno de ellos devolverle sus miembros diciendo: «¡Levántate y anda!», es posible que Peignard, Mouchetier, y todos los que están hechos una piltrafa, tras haber reflexionado sobre los riesgos que les haría correr esta nueva integridad, en los sudores fríos de la aprensión que tortura a las personas sanas y fuertes, responderían: «¡No haga este milagro!».

Por lo que a mí se refiere, yo que he tenido la fortuna de que me tocara el «tiro de suerte», ese premio gordo de los campos de batalla, me encuentro en el hospital como un hombre que estuviese pasando el invierno en el Sur. Una vez que he pagado cada mañana mi deuda de sufrimiento (el precio de mi pensión), tengo realmente la sensación de estar de vacaciones, y la presencia de las lozanas y graciosas enfermeras, las atenciones de la señorita Nancey, completan la ilusión. ¿Qué otra cosa tengo que hacer aparte de comer, fumar y leer? Cuando me canso de leer, me abandono a ese estado de extrema lasitud que resulta de un reposo excesivo, sigo descansando de ese descanso… Golpeteo mi debilidad como si se tratara de unos cojines, y me arrellano confortablemente de espaldas. Disfruto de no tener ya que actuar, de ese derecho, que me dio una granada, a ser apático. Y no detesto los temblores de esa ligera fiebre que, a la larga, produce la cama.

Así, débil, con los ojos cerrados, sueño. Pero no sueño con el porvenir, muy incierto. Aislado detrás de mis párpados bajados, oigo resonar en el fondo de mis oídos el gran zumbido de la guerra, como el murmullo del océano en el interior de una caracola. Pienso a mi pesar en esa sucesión de aventuras sorprendentes que me han conducido hasta aquí y que no dejan aún de asombrarme.