IV

En el Aisne

Una vida sin examen no es vida.

SÓCRATES

Hemos pasado un largo mes en desplazamientos.

En el estado mayor del batallón disfrutamos del privilegio de dejar nuestras mochilas en los vehículos del tren de combate. Algunos incluso, entre los que me cuento, han reemplazado su fusil por una pistola, se han liberado a la vez de la bayoneta y de las cartucheras. Aunque este uniforme no sea reglamentario, nos lo toleran, y nos costaría volver a encontrar nuestros respectivos fusiles, misteriosamente desaparecidos. Probablemente tenemos una parte de responsabilidad en dicha desaparición, pero es un punto que nunca se aclarará. Después de años de guerra, estamos convencidos de una cosa: el fusil no sirve para nada a gente como nosotros, cuya misión consiste en correr por los ramales de trinchera con la preocupación constante de evitar los encuentros inopinados con el enemigo. Tiene, por el contrario, inconvenientes serios: el cuidado que exige su culata y su cañón, su peso, su deslizamiento del hombro. Algunos también van armados de un mosquetón, arma bastante cómoda que se lleva terciada. La manera en que hemos conseguido unas armas de nuestro gusto sigue estando poco clara. En suma, hemos adaptado nuestro armamento «a las necesidades de la guerra moderna», la cual consiste en escapar a los ingenios, y nuestra elección es fruto de la experiencia. Es en estas decisiones en las que se reconoce la tan ponderada iniciativa del soldado francés, mediante la cual suple las insuficiencias del reglamento en lo que a los ejércitos en campaña se refiere.

Así equipados según nuestra fantasía, con los zurrones al costado, la manta en torno al cuello, y bastón en mano, las marchas se convierten para nosotros en una manera de hacer turismo. Los que están interesados en el paisaje pueden darse el gusto de descubrir vastos panoramas, un recodo de carretera pintoresco, un lago profundo y de aguas cristalinas en la depresión de un valle, pastos de un verde de balaustrada recién pintada, las lindes de abedules que alegran un parque, una vieja vivienda con los hierros forjados herrumbrosos, de postigos oscilantes, pero que conserva su nobleza en su decrepitud, como una gran dama decadente. Las mañanas son deliciosas, teñidas de un vapor azul, y, cuando al disiparse la bruma descubre las lejanías, se enrojecen. Unos campanarios puntiagudos destellan de repente y el gallo, en lo alto, se calienta al sol. Todos estamos sorprendidos por el nuevo acantonamiento en el que pasamos la noche, por un pueblo que explorar, del que hay que descubrir lo que ofrece en tiendas de comestibles, tabernas, paja, madera y mujeres, si nos quedamos un tiempo. Pero las mujeres escasean y las innumerables codicias de que son objeto se perjudican unas a otras. El exceso de deseos protege su virtud, cuyos afortunados beneficiarios son la mayoría de las veces hombres de los servicios de retaguardia que han sentado su real en el pueblo.

Formamos un pequeño destacamento a la cabeza del batallón, detrás del comandante a caballo, al que preceden unos ciclistas. La carretera comienza delante de nosotros, vacía y clara. Al cruzar entre las aglomeraciones somos los primeros en percatarnos de una bonita muchacha que aparece en un umbral. Mis camaradas, casi todos meridionales, la saludan con esta exclamación que es preciso acentuar:

Vé, dé viannde![38] que expresa bien a las claras que sus aspiraciones no conciernen precisamente al alma de la joven.

Detrás de nosotros, los hombres de las compañías sufren bajo el peso de las mochilas, los fusiles ametralladores y las cartucheras llenas. Piden a las canciones de ruta el olvido de su cansancio. El regimiento, tras haber sido reclutado en Niza, Tolón, Marsella, etcétera, ha conservado sus tradiciones locales, pese a la incorporación de nuevos elementos venidos de todos los rincones del país. Una tonadilla goza de especial favor. Celebra los encantos de una tal Thérésina, acogedora con la pobre gente. Una copla loa cada parte de su magnífico cuerpo. Se ha guardado para el final el mejor bocado, que es casi el mismo que los entendidos aprecian en volatería. Entonces las voces se engolan, se multiplican, y la canción termina con esta apoteosis:

Bella c… nassa,

Quá Thérèsina,

Bella c… nassa,

Per faré l’amoré.

Thérèsina, mia bella,

Per faré l’amoré.

Thérèsina, mia bella,

Per fa-ré l’a-mo-ré!

La evocación de la encantadora Thérésina, medio nizarda, medio italiana, nos ha ayudado a salvar muchas pendientes, muchas duras etapas, como si la posesión de esta Venus militar hubiera tenido que recompensar nuestros esfuerzos.

Los soldados del Sur son muy expresivos. Durante los altos en el camino, en las inmediaciones de los acantonamientos, se interpelan de una fracción a otra y se insultan amigablemente en su dialecto colorista. Oímos: «Oh! Barrachini, commen ti va, lou mió amiqué?». «Ta máre la pétan! Qué fas aqui?». «Lou capitani ma couyonna fan dé pute!». «Vai, vai, bravé, bayou-miounacigaréta!». «Québao pitchine qué fas!»[39].

En primera línea de fuego, donde se teme que los alemanes capten al micrófono nuestras comunicaciones telefónicas, este dialecto sirve de lenguaje cifrado. Recuerdo haber oído a nuestro ayudante anunciar así un bombardeo sobre nuestro sector:

—Lou Proussiane nous mondata bi bomba!

No lo entiendo todo. Pero me gusta esa lengua sonora, que recuerda las regiones de sol, su optimismo y su indolencia, y da a las narraciones un sabor particular. A veces tengo la impresión, en un campamento de barracas, de encontrarme mezclado con unos exóticos pueblos primitivos. Estas gentes sienten en el Norte una impresión de exilio y declaran: «Hemos venido a batirnos por los otros. El atacado no era nuestro país». Llaman su país a las riberas del Mediterráneo, y no están inquietos por sus fronteras. Se asombran de que se pueda disputar con encarnizamiento unas regiones frías, cubiertas de nieve y de brumas por espacio de seis meses.

Sin embargo, hacen como los demás ese oficio de soldados al que se nos obliga, simplemente con más ruido y juramentos. Son unos tipos para los que las relaciones son fáciles.

La división mutilada ha ido a recuperarse por las carreteras y en los rincones tranquilos. Los sobrevivientes se han traído del Chemin des Dames un puñado de anécdotas que embellecen y transforman poco a poco en hechos de armas. Descartado todo peligro inminente, los más simples olvidan sus temblores, su desesperación y muestran un orgullo ingenuo. Los pobres hombres que palidecían bajo los obuses, y volverán a palidecer a la primera acción, forjan la leyenda, preparan a Homero, sin comprender que su vanidad, que no tiene más alimento que la guerra, va a sumarse a las tradiciones de heroísmo y de bellos combates caballerescos de los que tan a menudo se burlan. Si se les preguntara: «¿Tienes miedo?», muchos lo negarían. En la retaguardia, vuelven a hablar de coraje, son víctimas de esta futilidad, les gusta asombrar a los civiles con el relato de los horrores de que han sido testigos, exagerando su sangre fría. Se entregan a la alegría de haber escapado a las matanzas, no quieren pensar que se preparan otras, que esa vida que han salvado en los últimos combates se verá nuevamente comprometida. Viven en el presente, comen y beben. Se engañan con estas palabras:

—¡No hay que preocuparse!

Se ha procedido al reparto de las recompensas, con las injusticias acostumbradas. Hombres como los tenientes Larcher y Marennes, por ejemplo, a quienes el batallón ha debido su solidez, apenas si han sido distinguidos. Cuando un batallón se ha comportado ejemplarmente, primero se condecora al jefe, y, si éste no designa entre sus subordinados a los que han hecho méritos, el escalafón superior los ignora. Ahora bien, el comandante Tranquard nos dejó desde nuestro primer descanso, sin despedirse de nadie, ni poner en orden los asuntos de su unidad, «como un cagueta», decían. Los hombres de la vanguardia se baten sin testigos, sin árbitros que registren sus actos de valor, en medio de una gran confusión. Son los únicos que pueden otorgarse la estima. Es esto lo que hace ridículas tantas proclamaciones y vergonzosas tantas distinciones. Conocemos las reputaciones usurpadas, que gozan de crédito, sin embargo, en la retaguardia. Esta igualdad en los honores y esta desigualdad en los peligros desacreditan las cruces. En cuanto a los galones de reenganche, no tardan en convertirse en atributos ridículos, de los que hemos desembarazado hace tiempo nuestras mangas. No tienen ya ningún interés más que para la gente que vive en las ciudades de la zona de los ejércitos y que quiere hacerse la ilusión cuando está de permiso. Para nosotros, el frente es la trinchera.

Nos hemos paseado por los Vosgos. Hemos vuelto a ver los bosques solemnes y los puertos de montaña silenciosos. Hemos llegado hasta el Schlucht, enfrente de Munster. Al pie del gran Hohneck, en la cumbre cubierta de nieve que había resistido al verano, nos alojamos en unos barracones apartados. En este aburrido valle, sólo nos inquietaban los obuses de las baterías antiaéreas, que volvían a caer sobre nosotros. Algunos vencedores de las últimas acciones han sido así tontamente heridos.

Tras la ofensiva de Pétain, hemos vuelto al Chemin des Dames, conquistado por fin, en la región de Vauxaillon, a la izquierda del molino de Laffaux. Debido a nuestro avance, el sector no estaba aún organizado. Unos senderos llevaban al puesto de mando del batallón, instalado en una casita en la ladera de un collado, y el enlace se resguardaba en unas ruinas.

Yo me acostaba, en compañía de Frondet, en un estrecho pasillo donde estábamos cerca de un 150 no estallado que había atravesado el muro. Se accedía a las primeras líneas por una carretera general. En la planicie, divisábamos un pueblo disimulado por unos árboles, y las posiciones alemanas estaban diseminadas por el campo intacto y fértil.

Como no recibíamos obuses más que en las cocinas, a la hora de la distribución, ocupábamos nuestro tiempo libre en visitar las antiguas posiciones enemigas, puestas patas arriba por un bombardeo que duró varios días. En el Mont des Singes, había gran cantidad de cadáveres alemanes, amoratados, tumefactos, en avanzado estado de descomposición. En actitudes gesticulantes y terribles, horrendos, eran presa de los gusanos que les salían por las ventanillas de la nariz, de la boca, a modo de una papilla que hubieran vomitado al morir. Con las órbitas ya roídas, las manos oscuras, muy empequeñecidas, crispadas sobre la tierra, estaban a la espera de recibir sepultura. Pese al olor, los soldados más atrevidos, los más ávidos de ganancias, seguían rebuscando en ellos, pero en vano. Estos desgraciados habían sido despojados una primera vez por los vencedores, como lo atestiguaban sus guerreras abiertas y sus bolsillos vueltos del revés; todos los trofeos habían desaparecido. No había, en este pillaje de sus despojos, ningún odio, sino el apetito de botín, tradicional en la guerra, hasta el punto de constituir el verdadero móvil de ella, que no es posible satisfacer más que con los muertos y ello en muy raras ocasiones.

Estos cadáveres nos demostraron al menos que el enemigo sufría también considerables bajas, y no habíamos tenido muy a menudo ocasión de comprobarlo. Luego se indicó su presencia al servicio sanitario, y dejamos de ir a ver a esos conquistadores putrefactos, con las faldriqueras vacías.

Henos aquí en otro sector, y parece que, esta vez, será por bastante tiempo.

A nuestra derecha se encuentra el pueblecito de Coucy, rematado de un recio castillo de redondas torres. A nuestra izquierda, comienza el ejército inglés que defiende el sector de Barisis. El batallón de reserva ocupa una vasta cueva, una creute[40], cuyas entradas se inician en contrapendiente, en la ladera de una meseta. A nuestros pies, un valle, campos, un bosque, y, en la parte trasera, un canal. Alternamos en línea, entre dos sectores que no están devastados, sino recubiertos de hierbajos.

Los soldados han retomado sus funciones monótonas: centinelas y zapadores. Se espacia cada vez más a los hombres, se saca el máximo partido de los efectivos, se multiplican las horas de guardia. Mientras que determinados regimientos sólo suben a las trincheras para atacar y no se quedan en ellas, el nuestro únicamente las abandona para desplazarse. En general, nuestras bajas son más escasas, pero el trabajo de los hombres es fatigoso. Tras dos semanas en primera línea, los batallones regresan a la posición de reserva que sirve de descanso. Por la noche, unos destacamentos parten a hacer servicios de fatigas, pero por el día los hombres se quedan en la cueva casi desocupados y matan el tiempo jugando a las cartas, cincelando ojivas de obús, durmiendo, cosiendo o escribiendo.

Pasan los días, todos iguales, en medio del aburrimiento. Los obuses siempre causan alguna que otra víctima. Los comunicados no anuncian nada destacado y comprendemos que no hay razón para el cese de las hostilidades.

Por la mañana, el suelo está endurecido, una delgada capa de hielo recubre los charcos de agua, y las hojas de los árboles, caídas desde hace tiempo, crujen bajo nuestros pasos. Ha llegado el invierno, es preciso organizarse para pasarlo lo mejor posible. «¡Otro invierno más!», dicen los hombres con desesperación. Hacen el balance de esos cuatro años de guerra. Han visto morir a muchos camaradas, han estado a punto de perecer ellos mismos varias veces, y sin embargo los Aliados no han logrado todavía una gran operación que haya hecho vacilar la línea enemiga o liberado una porción importante del territorio. Los combates de 1915 no proporcionaron más que ventajas locales, a un precio excesivamente alto, sin alcance estratégico. En Verdún, nos defendimos, la batalla del Somme no condujo a nada, y nuestra ofensiva de abril pasado fue una acción criminal que todo el ejército condenó. Seguíamos de lejos la rebelión de nuestros hermanos y nuestros ánimos estaban con ellos: las insubordinaciones fueron una protesta humana. Se nos pidió demasiado, se ha hecho de nuestro sacrificio un excesivo mal uso. Comprendemos que es la docilidad de las masas, nuestra docilidad, la que hace posible tales horrores… Ignoramos los planes de operaciones, pero somos testigos de las batallas y estamos en condiciones de juzgar.

El porvenir parece sin salida. Todos los días caen hombres. Cada día el convencimiento de nuestra suerte disminuye. Hay aún en las secciones algunos veteranos que llevan ahí desde el comienzo, que apenas si han abandonado el frente. Algunos se creen inmunizados, invulnerables, pero son escasos. La mayoría, por el contrario, consideran que esta suerte que les ha mantenido con vida terminará por cambiar. Cuantas más veces ha escapado un hombre, más tiene la impresión de que su turno está cerca. Cuando cree pasado el peligro se ve dominado por un terror retrospectivo, como el que palidece tras haber estado al borde de un grave accidente. Todos tenemos un capital de suerte (así queremos creerlo), del que a fuerza de usarlo no quedará nada. Sin duda esto no se rige por una ley y todo descansa en un cálculo de probabilidades. Pero, ante la injusticia de la fatalidad, nos aferramos a nuestra estrella, nos refugiamos en un optimismo absurdo, y debemos olvidar que es un sinsentido, so pena de sufrir. Aunque hemos podido comprobar que no existe la predestinación, no tenemos sin embargo más sostén que esta idea.

Todo aquí se concierta para matar. La tierra está lista para recibirnos, los disparos, prestos para alcanzarnos, los puntos de caída están fijados en el espacio y en el tiempo, como están fijadas las trayectorias de nuestro destino que nos conducirá infaliblemente al lugar del encuentro. Y sin embargo queremos vivir y nuestra fuerza moral es empleada únicamente en acallar la razón. Sabemos perfectamente que la muerte no inmortaliza a un ser en la memoria de los vivos, sino que lisa y llanamente lo suprime.

Las mañanas rosas, los crepúsculos silenciosos, los mediodías cálidos son simples trampas. La alegría nos es tendida como una emboscada. Como se siente henchido de plenitud física, un hombre asoma la cabeza por encima de la trinchera, y una bala le mata. Un bombardeo de varias horas no causará más que algunas víctimas, y un solo obús, disparado por simple inercia, por distracción, cae en medio de una sección y la aniquila. Un soldado ha regresado de Verdún, después de días de pesadilla, y, en el ejercicio, una granada estalla en su mano, le arranca el brazo, le abre el pecho.

El horror de la guerra radica en esta inquietud que nos corroe. Su horror está en la duración, en la incesante repetición de los peligros. La guerra es una amenaza perpetua. «No sabemos ni la hora ni el lugar». Pero sí sabemos que el lugar existe y que la hora llegará. Es insensato esperar que escaparemos siempre.

Por eso es terrible pensar en ello. Por eso los hombres más toscos, los más ilógicos son los más fuertes. No me refiero a los jefes: éstos desempeñan un papel, fieles al compromiso contraído. Ellos tienen satisfacciones de vanidad y más comodidades (y sin embargo algunos flaquean). ¡Pero los soldados! He observado que los más valientes son los de imaginación y de sensibilidad más romas. Lo cual es explicable. Si los hombres de un puesto avanzado no hubieran sido acostumbrados, ya por la vida, a la resignación, a la obediencia pasiva de los miserables, huirían. Y si los defensores de un puesto avanzado fueran todos unos nerviosos y unos intelectuales, la guerra dejaría de ser posible muy pronto.

Los de la vanguardia son unos primos. Lo sospechan. Pero su impotencia para pensar largamente, su costumbre de ser multitud y de seguir, los mantiene aquí. El hombre de la aspillera está atrapado entre dos fuerzas. Enfrente, el ejército enemigo. Detrás de él, la cortina de fuegos de los gendarmes, el encadenamiento de las jerarquías y de las ambiciones, sostenidos por el empuje moral del país, que vive con un concepto de la guerra de un siglo atrás y que exclama: «¡Hasta el final!». Del otro lado, la retaguardia responde: «Nach París!». Entre estas dos fuerzas, el soldado, tanto francés como alemán, no puede avanzar ni retroceder. Por eso, ese grito que se eleva a veces de las trincheras alemanas, «Kamerad Franzose!»[41], es probablemente sincero. El fritz se siente más próximo al peludo que a su mariscal de campo. Y el peludo se siente más cerca del fritz, debido a la miseria común, que de la gente de Compiégne. Aunque nuestros uniformes sean distintos, somos todos proletarios del deber y del honor, mineros que trabajan en unos pozos disputados, pero ante todo mineros, con el mismo salario, y que corren el riesgo de los mismos escapes de grisú.

Sucede que, durante un día tranquilo en el que luce el sol, dos combatientes enemigos, en el mismo lugar, en el mismo instante, asoman la cabeza por encima de la trinchera y se ven, a treinta metros. El soldado de azul y el soldado de gris se aseguran prudentemente su mutua lealtad, luego esbozan una sonrisa y se miran no sin asombro, como para preguntarse: «¿Qué c… hacemos aquí?». Es la pregunta que se hacen los dos ejércitos.

En un rincón del sector de los Vosgos, una sección vivía en buenos términos con el enemigo. Cada bando se dedicaba a sus ocupaciones sin esconderse y saludaba cordialmente al bando adversario. Todo el mundo tomaba el aire libremente y los proyectiles consistían en chuscos y paquetes de tabaco. Una o dos veces al día, un alemán anunciaba: «Offizier!», para señalar una ronda de sus jefes. Lo que quería decir: «¡Cuidado! Tal vez nos veamos obligados a mandaros algunas granadas». Avisaron incluso de un golpe de mano y la información se reveló exacta. Luego la cosa se puso más fea. La retaguardia ordenó una investigación. Se habló de traición, de consejo de guerra, y unos suboficiales fueron degradados. Parecía que se temiera que los soldados se pusiesen de acuerdo para poner fin a las hostilidades, en las mismas barbas de los generales. Parece que este desenlace habría sido monstruoso.

No es necesario que el odio se apacigüe. Tal es la orden. Pese a todo, el nuestro carece de ardor…

16 de febrero de 1918

… Desde hace veinticuatro horas los boches se han mostrado muy agresivos. Habían planeado imprudentemente raptar a algunos de nuestros hombres. Para preparar este nuevo golpe, nos bombardearon intensamente. Primero la pasada noche, cosa que fue una torpeza, pues nos encabronaron al obligarnos a levantarnos. Han vuelto a empezar esta mañana y han intentado hace un rato una operación que ha fracasado. No hemos visto siquiera la punta de su nariz. Delante de nuestras líneas cultivamos planteles de alambradas muy tupidos. Es probable que esta vegetación artificial haya detenido a los merodeadores. Por otra parte, nuestra artillería les ha devuelto sus cortesías con una amabilidad y una generosidad muy francesas.

Esta tarde, la gente de enfrente parecía haber renunciado a sus malvados propósitos. Deben de empezar a comprender que el camino de París es muy accidentado, y que, para dirigirse a él, hubieran hecho mejor tomando el itinerario de Cook que la vía romana de los conquistadores.

Hay un poco de destrozo. Los demoledores de catedrales nos han hundido un refugio. Por suerte, estaba vacío. Añadiremos también esto a la factura.

Anteayer les derribamos un avión. Habíamos seguido las peripecias del combate, que comenzó muy alto y cuyos últimos disparos se intercambiaron a ciento cincuenta metros por encima de nosotros. Nuestro aparato de caza, revoloteando en torno al biplaza alemán, lo obligó a aterrizar en nuestras líneas, resultando el observador muerto y el piloto herido. Unos hombres se precipitaron hacia él y nos trajeron al arcángel malo en una camilla. El comandante le interrogó sin lograr sacarle gran cosa. Le quitaron las botas para vendarle y tenía uno de sus pies desnudo. Observamos sobre todo que este pie estaba muy limpio, con las uñas cortadas con esmero. Nos hizo sentir respeto por el vencido de alas rotas: pensábamos en nuestros pies negros de soldados de infantería… ¡Imagínate a una fregona comparando sus manos agrietadas con las manos preciosas de una duquesa!

Cierto que los alemanes habían derribado también uno de los nuestros la semana pasada. Pero ellos, cobardemente, lo consiguieron entre cinco. Nuestro monoplaza, deslumbrado por el sol, se había dejado sorprender en las alturas del cielo por toda una escuadrilla. Primero entablaron combate para forzar el círculo que lo estrechaba, luego se lanzó por debajo de las nubes a fin de escapar. La escuadrilla se había lanzado en su persecución; los seis aviones se acercaron a tierra a doscientos por hora. Detrás del Spad, que perdía velocidad, cinco biplazas alemanes se relevaban para ametrallarlo. Nos sobrevolaron a trescientos metros de altura. Las aves de presa mataron a la libélula. El reluciente avión cayó en picado, como un saltador insensato que se arroja de un trampolín, con los brazos extendidos. Se estrelló contra el suelo detrás de un bosquecillo, a un kilómetro de distancia de nosotros. Durante unos segundos, con el corazón en un puño, nos precipitamos en el vacío con él. Estos combates aéreos tienen algo de sobrenatural para nosotros, que somos hombres de tierra con las piernas pesadas, enlodadas.

¿Qué más puedo decirte? Recientemente he realizado un trabajo de carpintería. Se trataba de hacerme un camastro. Empresa difícil donde las haya porque carecemos de herramientas. Recorrí la mitad del sector para encontrar un mal martillo, una sierra mellada, unos trozos de tabla y algunos clavos. Sin embargo, estoy bastante satisfecho de mi ensamblaje, aunque éste sea de una solidez relativa. Debo mi descanso a mi labor. Que conste que duermo muy bien sobre la tierra o encima de una mesa. Pero no había encontrado una superficie de mi tamaño, y cuando menos el armazón es más confortable para una larga permanencia.

Tenemos buen tiempo, frío aún, un verdadero tiempo de paseo. Cuando se sube a la cresta que nos protege, se descubren colinas, bosques, carreteras en el valle; a lo lejos, la mancha brillante de un estanque, ruinas dentadas, mil cosas. Es bonito. A uno le dan ganas de bajar allí por el camino en el cual crece la hierba. Pero el camino está cortado y el valle resulta mortal de necesidad. Los boches serían capaces de matar a un pacífico paseante solitario. Es algo que se da por sabido. Somos viejos guerreros astutos, no se nos cargan tan fácilmente.

Nada sabemos de las operaciones que se preparan. Comemos confituras y fumamos tabaco inglés que los ciclistas les compran a nuestros vecinos. Nuestro avituallamiento es la gran preocupación. Actualmente, mi objetivo inmediato son unos pantalones nuevos, quizá dos camisas y unos calcetines. Preparo mi golpe de mano. Probablemente evitaré al cabo furriel e intentaré una maniobra envolvente con el guardalmacén. Cuento con abordar el asunto tras una seria preparación, como una cantimplora de dos litros…

Le escribo a mi hermana. No hay nada de cierto, de profundamente verdadero, en todo ello. Es el lado exterior y pintoresco de la guerra el que describo, una guerra de aficionados en la que no me veré mezclado. ¿Por qué ese tono de aficionado, esa falsa seguridad, que es lo contrario de lo que verdaderamente pensamos? Porque ellos no pueden comprender. Escribimos para la retaguardia una correspondencia llena de mentiras convenidas, de mentiras que «hacen bien». Les contamos su guerra, la que les satisfará, y nos guardamos la nuestra secreta. Sabemos que nuestras cartas están destinadas a ser leídas en el café, entre padres, que se dicen: «¡Nuestros valientes no se lo toman a pecho! ¡Bah! Se llevan la mejor parte. Si nosotros tuviéramos su edad…». A todas las concesiones que hemos consentido ya en la guerra, hay que sumar la de nuestra sinceridad. Al no poder ser estimado nuestro sacrificio en lo que vale, alimentamos la leyenda, entre risas. Yo como los demás, y los demás como yo…

Una tarde de comienzos de marzo, ya caluroso.

Mantenemos el sector de la derecha del regimiento. El puesto de mando del batallón está situado al borde de un barranco en estado salvaje, en cuyo fondo humean nuestras cocinas. Un poco por encima comienza la meseta donde se hallan establecidas las líneas, a unos mil metros por delante aproximadamente. En ese lugar triste y desnudo, la vista se ve limitada por tres áridas pendientes. Sin embargo, a la izquierda, tenemos una vista a un valle menos agreste. Por la mañana, los árboles se estremecen allí bajo un viento fresco que sigue la llanura, y la ligera bruma, atravesada por el sol, se matiza de rosa como un tul sobre una carne de mujer. Unas colinas de una mesurada altura forman las lejanías, que se organizan armoniosamente con esa sobriedad y esa emoción que encontramos en los paisajistas del campo francés.

Todo está en calma, como de costumbre. Esperamos el final de esta jornada parecida a otras, en la gran holganza de la guerra, interrumpida por pequeñas necesidades materiales. Tenemos un buen refugio, bastante espacioso y luminoso, sólido, que se prolonga bajo tierra. Estamos serenos, seguros delante de nuestra cueva.

Bruscamente, en medio de esa calma estalla una artillería desencadenada, con todos sus medios. Pese a lo apartado, acusamos las sacudidas de los torpedos. A las primeras ráfagas, reconocemos la cadencia furiosa de los grandes días. Inmediatamente, unos obuses silban muy bajo. No han dado en la cresta y van a estallar enfrente. El barranco se llena de nubes negras. Gruesas granadas rompedoras se fragmentan y oscurecen el cielo. Imposible llamarse a engaño: es la preparación de un golpe de mano o de un ataque, tanto más peligroso cuanto que nuestra posición no comprende, tras los largos ramales de acceso, más que una primera línea en la que las guarniciones están muy espaciadas.

Estamos serios. No pensamos en la guerra, y es preciso afrontarla con todos sus riesgos. Van a morir hombres, los hay que quizás hayan ya muerto, y todos nosotros estamos amenazados. Nos equipamos nerviosamente a fin de estar dispuestos para cualquier eventualidad. El alma no es tan dócil como el cuerpo, y su turbación se refleja en nuestros rostros.

Nuestro pequeño grupo no está al completo. En los sectores tranquilos, nos alejamos de buena gana con diferentes pretextos. Ignoramos dónde están los otros.

El jefe de batallón envía a dos agentes de enlace a alertar a las reservas de retaguardia. Parten por el extremo superior del barranco. Otros dos van a ver al coronel. ¿Será necesario ir hacia delante? Sólo eso importa.

Nuestra artillería entra en acción. He aquí los aullidos de los 75. Las trayectorias se precipitan, se persiguen, el aire está lleno de estelas furiosas. El estruendo se amplifica.

El comandante llama al ayudante, que regresa enseguida.

—El enlace de las compañías.

Dos hombres toman el ramal que lleva a la compañía de la derecha. Pero es sobre todo la izquierda la que el bombardeo parece aplastar… No queda más que un solo agente de enlace, y no se envía nunca a un único correo bajo los obuses. El ayudante vacila… En ese momento, vemos a un hombre atravesar el barranco corriendo, trepar la pendiente y no tarda en aparecer, cubierto de sudor, jadeando. Es Aillod, de la undécima. Suelta ese suspiro que significa: «¡Salvado!». Pero el ayudante le interpela:

—Irás a la Novena con Julien.

—¡Pero si somos siempre los mismos! —responde débilmente, delante de mí.

Observo la expresión de su rostro en el que el terror sucede a la alegría, y me topo con su mirada de perro en espera de los golpes, de hombre al que se designa para la muerte. Esa mirada me causa vergüenza. Grito, sin reflexionar, porque es injusto, en efecto:

—¡Ya voy yo!

Veo reanimarse la mirada, darme las gracias. Veo el asombro del ayudante:

—¡Está bien, ve!

Yo conozco el sector, puesto que lo he recorrido para verificar los planos. Salgo disparado y Julien me sigue… Tenemos veinte minutos de marcha, con los rodeos, para llegar al puesto de mando de la compañía de la izquierda, en el extremo de nuestro frente.

Inmediatamente desembocamos en la planicie, agitada por las sacudidas subterráneas. Los estallidos adquieren una intensidad más brutal, más sonora. Delante de nosotros hay un desencadenamiento de acero, una muralla de humo, como si se hubiese prendido fuego a un pozo de petróleo. Nos lanzamos hacia allí, impelidos por esta fuerza, la orden que hemos recibido, tan perfectos prisioneros de la disciplina como si lleváramos las manos esposadas.

Me doy cuenta de lo que acabo de hacer: soy un voluntario, he pedido atravesar esta avalancha… ¡Es una locura! Nadie es ya voluntario desde hace mucho tiempo, nadie quiere asumir respecto a sí mismo la responsabilidad de lo que sucederá, confiar en el azar, exponerse a lamentar el haber sido alcanzado.

Me pasa algo extraño. Tengo un carácter que hace que lleve siempre la lógica al límite, acepto mis actos con todas sus consecuencias, afronto lo peor. Ahora bien, me he comprometido en esta aventura por simple reflejo, sin tomarme tiempo de reflexionar. Pero es demasiado tarde para echarse atrás. Iré a donde he prometido ir.

Entramos en la zona tibia y caótica. Los obuses estallan cerca de nosotros, saltan las salpicaduras de metal, las ondas expansivas nos golpean y nos hacen trastabillar. Detrás de mí, adivino a ratos el aliento entrecortado de Julien, como el de un caniche trotando tras el vehículo de su amo. No es un jadeo debido a la rapidez de la marcha, sino a esa opresión causada por la angustia. Sé que esos bombardeos por sorpresa son cortos pero de una gran violencia. Por espacio de una hora esto es Verdún, el Chemin des Dames, lo más implacable que quepa imaginarse. Y henos aquí debajo. Tengo que tomar un partido moral o hundirme en la vergüenza. Siento el miedo que afluye, oigo sus gemidos, sé que me va a plantar en el rostro su máscara lívida, que me hará jadear como una pieza de caza que huye delante de la jauría…

La lógica me dicta: ser voluntario es aceptar todos los riesgos de la guerra, aceptar morir… Tengo necesidad de esta aceptación para proseguir, necesidad de ese acuerdo entre mi voluntad y mi acción…

—Entonces, ¿aceptas?

—Bueno, sí.

—¿El sacrificio total?

—¡Sí, sí, que esto se acabe!

Este muchacho delgado y rubio, blanco de cuerpo, perfectamente proporcionado (las piernas una pizca demasiado gruesas, a mi pesar), este muchacho de veintidós años, que aparenta dieciséis, este soldado con cara de colegial, la frente sin una arruga, de sonrisa burlona, según dicen (¿cómo no burlarse?), con los ojos que miran al fondo de los seres (conozco bien mi mecanismo, pues lo he analizado bastante), en fin, Jean Dartemont va a morir, esta tarde de marzo de 1918, porque un hombre ha dicho: «Siempre somos los mismos los que nos vemos expuestos», porque en la mirada de ese hombre, con el que no podría tener ni una conversación de una hora que fuese de su agrado, ha encontrado un brillo insostenible, un destello de reproche, enseguida apagado por la costumbre de someterse…

Con paso largo de ágil infante, Jean Dartemont va en busca de la muerte en esa meseta del Aisne, y no llama en su ayuda ni a la idea del deber ni a Dios. En cuanto a Dios, no puede amarlo sin amar los obuses que recibe de Él, lo que le parece absurdo. Si se dirige a Él es confusamente: «Doy el máximo de mí, y ya sabes lo que me cuesta. Si eres justo, juzga. Si no lo eres, ¡no tengo nada que esperar de ti!».

Va a dejarse matar, ese muchacho, porque considera que es inevitable, simplemente por una cuestión de propia estima. Desde que comenzó a pensar, ha afrontado la vida solamente con miras al éxito. No sabía exactamente cuál, salvo que este éxito debía ser inseparable de un éxito interior, éste sancionado por él. Semejante concepción no admite arrostrar la muerte firmemente sin tener la intención de morir.

En este instante la tiene. El espíritu se ha adueñado del cuerpo, y el cuerpo ya no rezonga por encaminarse hacia el suplicio.

Leo claramente en mí por qué, desde hace años, me he hecho a menudo estas preguntas. Las respuestas estaban listas para el día en que me viera en las últimas. Es el momento de mantener los principios que me impuse a mí mismo.

Voy a asistir a mi muerte. Sólo una cosa me choca: el sentimiento de compasión que la muerte inspira a los vivos. Me dejaré matar en una pequeña acción local, que ni siquiera figurará en el comunicado, tontamente, en un rincón de un ramal de trinchera. Se dirá: «¡Dartemont era un tipo que quizá habría podido llegar a ser algo, pero no tuvo suerte!». La tierra recubrirá mi cuerpo y el tiempo borrará mi recuerdo. No sabrán lo que pasó dentro de mí en el último momento, que morí voluntariamente, como vencedor de mí mismo: el único tipo de victoria que me resultaba preciosa. Pero estoy muy acostumbrado a hacer caso omiso de la opinión ajena. ¡Qué importa lo que cuenten!

Sólo me resta afrontar el dolor, que temo. Pienso en los dolores más fuertes que he soportado: neuralgias, tifus, un brazo roto, cuyas sensaciones no puedo reencontrar. El dolor no es nada en el tiempo, su duración es corta. Comenzará con el aturdimiento del impacto. Luego la carne lanzará sus alaridos dramáticos. Una hora, dos horas… Si es insoportable, le pondré fin con la pistola que mantengo amartillada en la mano. Pero al menos mi mente tendrá la lucidez de decir: «Me lo esperaba». No se leerá en mi mirada ese espanto horrible que se ve en los que son golpeados por sorpresa, que no lo habían aceptado previamente.

Mi espíritu imagina tan intensamente lo que va a pasar que me siento ya herido al caminar, tengo mi vientre abierto, mi pecho hundido, cada golpe del que me libro penetra sin embargo en mi carne, saja, desgarra y abrasa. El sacrificio se consuma. El tiro que espero, de un segundo a otro, no podrá ser peor. No será más que el postrer tiro, el tiro de gracia…

—¡Quedémonos aquí! —exclama Julien a mi espalda.

Me había olvidado de él. Me doy la vuelta, percibo su rostro descompuesto. Me señala una trinchera, que corta el ramal tomado en enfilada por los proyectiles.

—Quedémonos aquí un momento.

—Tú quédate si quieres, pero yo sigo. —Digo no sin cierta crueldad.

No tengo ya motivos para refugiarme puesto que mi decisión está tomada. Pero la menor parada, la menor vacilación, podría hacerme flaquear. Ahora bien, no quiero volver a ponerlo todo en entredicho. Por otra parte, lo que propone Julien es una estupidez, sugerida por el temor a ir más lejos. No estaríamos en absoluto protegidos en una pequeña trinchera desierta donde no conozco un solo refugio.

Reanudo mi marcha, y él me sigue de nuevo sin rechistar. La verdad es que no tengo miedo. Encontramos el ramal cortado; salvo el talud sin prisas, apenas inclinado, cuando me encuentro al nivel de la llanura. Echo maquinalmente un vistazo a la pradera desventrada. Cae un obús a mi derecha, mi retina capta el resplandor rojo en el centro de la bola negra de la deflagración.

Nos acercamos al sector de la compañía. Sigo indemne, pero no abandono mi idea: morir. Ahuyento la esperanza que trata de insinuarse. Con la esperanza de escapar a la muerte renace el deseo de huir. Mi espíritu de ofrecerme a los estallidos, en espera del golpe que me aniquile, sigue vivo. Repito: ¡que me jodan vivo! Esta expresión familiar resulta muy apropiada para mi caso, pues disminuye la importancia del hecho.

Vamos a parar a primera línea, tomamos a la izquierda. Los estallidos se confunden, los silbidos de las dos artillerías, los de los estallidos y los de los obuses se mezclan. Bajo un intenso bombardeo, apenas si se distinguen los proyectiles que llegan. Me asombro de que esta furia se disperse por encima de nosotros sin efecto. La trinchera está desierta un buen trecho.

Por fin descubrimos a un reducido grupo de hombres apretados contra el parapeto. Un vigilante mira furtivamente la llanura. Nos gritan:

—¡Se han visto boches allí!

Es justo allí adonde vamos. ¡Qué se le va a hacer! Nuestra misión es llegar hasta el teniente, traer información. ¡Continuemos!

Bordeamos algunos parapetos. De pronto, me encuentro en presencia de un revólver de tambor: francés. El teniente, con una escolta, viene a ver lo que ha pasado. Le informamos de que sus hombres siguen en sus puestos. Da media vuelta y se nos lleva. En unos doscientos metros, la posición se ha visto muy afectada por el tiro de sostén destinado a aislar el punto que el enemigo quería atacar. Pasado este punto, nos alejamos del peligro. No tardamos en llegar al puesto de mando, descendemos al refugio.

—Esperad —dice el teniente— a que esto haya terminado.

¡He vuelto a nacer!

De regreso al batallón, me reciben así:

—Pero ¿qué te ha dado?

—Dicen que Dartemont quiere ganarse una mención de honor.

¡Pero yo ya la tengo la mención! Me la he concedido yo mismo, y me importa un carajo la del ejército, que sanciona las circunstancias e ignora las motivaciones.

En la actitud de mis camaradas hay asombro y algo parecido a una censura, algo que permite sobreentender: ¡él se conoce los trucos! Son incapaces de admitir que haya ido gratuitamente. Encuentran mi gesto inconcebible, y le buscan una explicación de interés. Si yo le confiara a Aillod que ha sido por él por quien acabo de arriesgar mi vida, cuando mi función me protegía, sin duda no dejaría de asombrarle. ¡En la guerra no existen las motivaciones sentimentales! Y si les confiara la decisión que había tomado hace un momento bajo los obuses, si les confiara de dónde vuelvo interiormente, no me creerían. ¿Cuántos han afrontado la muerte resueltamente? Nada he ganado siguiendo el impulso que me ha arrastrado. Pero es por mí por quien he actuado. Estoy bastante contento de ese arrebato irreflexivo y de la manera en que he aceptado mis responsabilidades.

Recibimos los estadillos de bajas. Llegan los heridos en las camillas y sus lamentos entristecen el crepúsculo. También traen un cadáver alemán que había permanecido enfrente de la compañía y que han descubierto entre las hierbas. Realmente los alemanes se han acercado hasta nuestras líneas, y ese cadáver es la prueba de nuestra victoria. No le encuentran encima ningún papel, ningún número de regimiento. Los enemigos disimulan siempre la identidad de sus soldados de patrulla a fin de no revelar el emplazamiento de sus divisiones.

De madrugada, voy a tumbarme en mi camastro a la sombra. Reflexiono sobre los acontecimientos de esta velada. Así que, para ser valiente, dispongo de este medio muy simple: aceptar la muerte. Recuerdo que ya una vez, en Artois, cuando se trataba de desembocar delante de las ametralladoras, me había hecho a esta idea durante unas horas. Luego cambiaron las órdenes.

Los que caminan, y son la mayoría, diciendo «No me pasará nada» son absurdos. Este convencimiento a mí no puede sostenerme, pues sé perfectamente que los cementerios rebosan de gente que había esperado volver, que estaba persuadida de que las balas y los obuses eligen. Todos los muertos se hallaban bajo la protección de una providencia personal, que se desentendía de los demás para velar por ellos. Sin lo cual, ¿cuántos habrían venido a dejarse matar?

Me siento incapaz de valor si no estoy decidido a dar mi vida. Al margen de esta elección, sólo cabe la huida. Pero esta decisión se toma para un instante, no para semanas y meses. El esfuerzo moral es demasiado considerable. De ahí lo raro del verdadero valor. Por lo general aceptamos una especie de compromiso cojo entre el destino y el hombre, que no satisface a la razón.

Por el momento he tenido dos veces un valor absoluto. Será lo más grande que haya hecho en la guerra.

Luego pienso en la frase de Baboin: «Se trata de no hacerse el listo…», y, si quiero «regresar», será conveniente no ceder a menudo a semejantes impulsos…

Corre el rumor de una intensa y próxima ofensiva alemana en un punto que se desconoce. Esta ofensiva es una consecuencia de la defección de los rusos, que ha liberado a importantes efectivos enemigos. Se dice que nuestro mando la espera y que ha tomado sus disposiciones.

El ejército ha puesto su confianza en el general Pétain, que se ha preocupado por el soldado. Goza de la reputación de querer ahorrar vidas humanas. Tras las matanzas organizadas por Nivelle y Mangin, a los que se llama aquí brutos sanguinarios, el ejército necesitaba ser tranquilizado. Es notorio que las dos operaciones victoriosas del nuevo generalísimo, en el Chemin des Dames y en Verdún, fueron llevadas con tino, con el material suficiente. Pétain ha comprendido que se hace una guerra de máquinas bélicas y que las reservas no son inagotables. Por desgracia, ha llegado demasiado tarde.

Basta con la perspectiva de unas grandes batallas para inquietarnos. Pero el hecho de vernos asaltados no nos asusta más que un ataque cuya iniciativa lleváramos nosotros. Consideramos, por el contrario, que es prudente esperar. Egoístamente, deseamos que el asunto no se desencadene enfrente de nosotros.

El cielo está despejado. Ahora cada noche oímos unos zumbidos. Las escuadrillas alemanas que van a bombardear París cruzan las líneas por encima de nuestras cabezas. Carecemos de medios para impedirles el paso. Pero saludamos a los aviones invisibles:

—¡Los patriotas se van a enterar de lo que es bueno!

—Eso les irá bien. ¡Lo que los civiles necesitan es unas horas de bombardeo en plenos morros!

—Sólo para ver si entonces exclaman: ¡hasta el final!

—Destruir los monumentos es una idiotez.

—¡Ah, mira lo que dice éste! Y tu pellejo, ¿no vale lo mismo que un monumento? ¿No es acaso jodido que te saquen las tripas?

—¡Que sepan lo que es los tipos de París!

—¡La gracia que les va a hacer si les sueltan un buen bombazo en el Ministerio de la Guerra!

—¡Cállate, derrotista!

—¡Mira quién habla, el vendido éste, zángano, voluntario cagón!

—Para empezar —dice Patard, el telefonista de la artillería—, en la guerra hay que destruir. Así se acabará antes.

Es su principio, y bien que lo pone en práctica. Todo lo que está intacto, lo estropea; y lo estropeado lo acaba de arruinar; y todo lo que no está guardado, para mí se ha dicho. Lleva los bolsillos hinchados de extraños objetos. Es el mayor mangante que se haya visto jamás, el terror de las cocinas, de las cantinas y de los almacenes. Su mayor hazaña es haberle birlado el calzón y las botas a su general de división. Ello ocurrió en el Chemin des Dames. En el fondo de un refugio, Patard confeccionaba gorras de policía de fantasía con la idea de vendérselas a los hombres de su regimiento. Pero le faltaba un galón para adornarlas. Para conseguirlo, se ofreció a ir en pleno bombardeo a cambiar a la división un aparato en mal estado. Fue allí abajo donde fisgoneando descubrió el calzón de buen paño fino colgado de un clavo, un calzón rojo, el color que necesitaba. Como al lado estaban las botas, también las cogió, y subió de nuevo a las trincheras. El general armó un pitote de mil demonios, pero nunca llegó a sospechar que su calzón hubiera acabado, reducido a finas tiras, en la cabeza de sus artilleros y que lo saludaba cada vez que se cruzaba con sus hombres. Con las botas «aviador», de las que cortó lo que eran propiamente los zapatos y a las que les cambió el color, Patard se hizo unas polainas de las que, cínicamente, se declara encantado: «¡Amigo mío, el general no me ha dado gato por liebre!».

Su paso por Verdún, en compañía de su compañero Oripot, fue también ocasión de una memorable proeza. La cuenta así:

—¡Pues bien! Nos llevan a primera línea con el suboficial y toda nuestra impedimenta, por la parte de Vaux. Aunque el suboficial era un gachó valiente, el sector estaba hecho polvo: no había más que hoyos de obús y un bombardeo de artillería que había hecho meterse a todos los galonistas[42] bajo tierra, hasta donde se perdía la vista. «Bueno —le digo al suboficial—, ¿verdad que no vale la pena desenrollar el hilo para que nos lo corten?». «Haz lo que quieras», me responde él. «Bien —digo yo—, me voy a dar una vuelta con Oripot para ver de encontrar algo que llevarse a la boca». «Pero ¿qué coño quieres encontrar?», me dice. «Siempre se puede encontrar algo en cualquier parte», le contesto. A fuerza de dar vueltas por aquel desierto doy con una casamata detrás del fuerte de Vaux, que estaba llena de manduca como para reventar de un atracón, un depósito de víveres, surtido con todo lo mejor que se puede soñar. Pero no había manera de poder entrar allí de extranjis. La puerta estaba guardada por dos territoriales de servicio. «¿Qué quieres tú?», me preguntan. «¡Pues manduca!, ¿qué coño voy a querer?». «¿Llevas el vale?». «No», les respondo yo. «¡Pues hace falta un vale!». «Pero ¿qué vale ni qué porras?». Y me explican cómo funciona la cosa. «¡Está bien —les digo—, voy a por el vale!». Volvemos donde el suboficial para contarle el trapicheo. «¡Pero yo esto no lo puedo firmar!», dice él. (¡Los hay tontos de verdad entre los tipos instruidos!). «¡Te basta con firmar Chuzac!». Era un antiguo oficial del grupo, que había pasado a morteros. Volvemos a ver a los territoriales con un vale de víveres para veinticinco hombres. ¡Ah, los tíos! ¡Nos tocaron cinco cantimploras de aguardiente, con unos cuantos kilos de chocolate, conservas, alcohol de quemar, de todo, vaya! Nos escondimos en un gran cráter de obús, donde pusimos a cocer el chocolate con el aguardiente. En veinticuatro horas dimos buena cuenta de las cinco cantimploras. Entonces volvimos a donde los territoriales con otro vale, luego otro, y otro más, hasta el final. «¿Es que entre vosotros no se producen nunca bajas?», decían los territoriales. «¡Estamos en un buen rinconcito!», respondía. ¡Ah, los tíos pesados!

—Pero ¿es que no se luchaba en torno a vosotros?

—No sabría decirte. Es probable, aunque no vi nada. Pasamos tres semanas mamados en el cráter del obús. Jamamos y trincamos por valor de ochocientos francos.

—¿Cómo es eso?

—Un mes más tarde el regimiento recibió la factura. Los territoriales habían hecho llegar los vales a intendencia. Eran víveres reembolsables, a lo que parece.

—¿No pasó nada?

—Claro que pasó. Hicieron una investigación. ¡Pero vete tú a hacer una investigación en Verdún! No podían suponer que dos elementos se hubieran soplado ochocientos francos en aguardiente y en chocolate en tres semanas. Se puede decir que dos, pues el suboficial no tomaba casi nada.

—¡Nos lo pasamos en grande en Verdún, podéis creerlo! —declara Oripot.

—Lo más gracioso —apostilla Pacard— es que el hermano de Oripot, que es cura…

—¡Es un chaval honrado! —dice Oripot.

—¡No digo que no, pero cursi lo es un rato! Le escribía a este cerdo: no hay que beber demasiado, piensa en tu familia. Era yo quien leía las cartas porque tú te dormías y te saltabas las líneas… No hay que beber, decía su hermanito. ¡Pero, caray! Si no mamáramos, ¿de qué serviría hacer la guerra?

Una mañana, al despertar, el frente ruge furiosamente a nuestra izquierda, por la parte de Chauny. Reconocemos ese ruido de tormenta, ese martilleo que transmite la tierra, como un cuerpo conductor, y que se propaga en el aire en tristes ondas. No lejos, ocurre algo grave.

No tenemos ninguna información. El tronar dura toda la jornada y se reanuda al día siguiente. No llegan ni el correo ni los periódicos, lo que es una mala señal.

Al tercer día oímos decir que la ofensiva alemana ha hundido el frente inglés. Nos enteramos de que unos cañones disparan sobre París. La batalla se está convirtiendo en un desastre. Pero unos informadores optimistas afirman que ese retroceso es una trampa tendida a los alemanes para «apalizarlos» en campo raso. La noticia vale lo que vale, uno se contenta esperando.

Se extiende una nueva doctrina militar: «El terreno no tiene ninguna importancia». ¡Evidentemente! Sin embargo, estamos muy cerca de París para introducir cambios. ¿Y para qué haber hecho masacrar, entonces, a tantos hombres con el fin de conquistar un saliente u ocupar una cresta?

Al cuarto día, tenemos a los atrevidos globos de observación enemigos a nuestras espaldas. Vamos a ser rodeados… Es probable que no salgamos indemnes de esta situación.

Se suspenden los permisos. Llegan órdenes, exigiendo transportar a la retaguardia el material y las municiones. Trabajos pesados que se realizan durante dos noches.

A continuación, hay una contraorden. Se vuelven a subir cartuchos y cajas de granadas. Luego, ya no se sabe. Tenemos órdenes de operaciones, unas concernientes a la resistencia en el sitio, las otras a la evacuación. El mando duda entre una y otra. Nuestras preferencias se decantan por las segundas, y nos parece imposible resistir a una fuerte ofensiva con la escasa gente que defiende las líneas.

Pasamos algunos días sumidos aún en la duda. El sector se anima. Recibimos gruesos obuses, que son manifiestamente tiros de reglaje. ¡Nuestro caso está claro!

—¡Habrá que restablecer de nuevo esto! —murmuran los hombres de las trincheras.

—¿Acaso resistiría a un 210? —nos preguntamos pensando en nuestro refugio.

—¡Con un 210 largo, seguro que no!

Esta constatación no refuerza precisamente nuestra moral, y mucho deseamos no tener que batirnos. Estamos en los primeros días de abril, los alemanes se encuentran cerca de Amiens.

De súbito evacuamos las primeras líneas durante la noche. Las compañías son llevadas de nuevo a las crestas de las segundas posiciones, y nosotros vamos a instalarnos en el puesto de mando del batallón a retaguardia, en una espaciosa cueva, llena de hombres, cuyas inmediaciones están atestadas de vehículos cargados de material y de territoriales hechos unos zorros.

A la mañana siguiente, enfrente de nosotros, resuena el bombardeo cuyos últimos rebotes recibimos. Los alemanes aplastan nuestras posiciones vacías. Luego somos informados de que han llegado y avanzan lentamente. Los nuestros se repliegan causándoles daño. Durante todo el día la artillería pega y las ametralladoras escupen. Coucy es violentamente bombardeado. Nosotros no abandonamos el mando, no vemos lo que pasa delante, ignoramos dónde se encuentran nuestras unidades.

Las compañías aprovechan la noche para situarnos en unas nuevas posiciones. La batalla se reanuda con el día, muy confusa. Unos obuses caen al azar. Abandonamos la cueva, retrocedemos campo traviesa, siguiendo unos barrancos. Pasamos parte de la jornada en las laderas de una colina arbolada. A cada cuarto de hora, un silbido formidable llena el cielo. Unos 380 se hunden en la blanda tierra del valle, pero ninguno estalla. Más tarde, bordeamos unas crestas y vamos a parar de nuevo a la llanura por las pendientes de un contrafuerte.

Allí nos enteramos de que el batallón está organizado delante de nosotros, del otro lado del canal, y el enlace recibe la orden de alcanzarlo. Mediante grupos de dos o de tres, tomamos por una carretera tranquila. De camino, nos cruzamos con los nuestros, que llevan a un prisionero alemán grandote, tocado con un casco de cuero, que tiene un aire vejado y furioso. Es un aviador al que se ha mandado a localizar nuestras secciones volando muy bajo y al que han abatido a tiros de fusil.

El batallón está escalonado a lo largo de un ribazo perpendicular a la carretera. Nos informan de que «los boches están ahí, entre la hierba, detrás de la cresta», mostrándonos un campo en pendiente que tapa el horizonte. Deben de vernos y dudar: el combate degeneraría en un cuerpo a cuerpo. Nadie dispara y nuestros pequeños destacamentos continúan circulando libremente al descubierto. La cercanía de los enemigos no nos impresiona, mucho menos que un bombardeo. Se cala las bayonetas en los fusiles. Esperamos para disparar a que se levanten: se verá bien. No son sino hombres como nosotros. Pero los alemanes no intentan nada.

Al atardecer, recibimos órdenes de replegarnos. Volvemos a cruzar el canal que debe marcar el término del avance del enemigo. Nuestro movimiento se lleva a cabo en silencio, sin bajas. Volvemos a ganar las alturas. Pasan corriendo unos armones. En torno a nosotros, abren fuego unos 75. Han llegado tropas a las que incumbe la tarea de defender las nuevas posiciones. La retirada se ha efectuado en buen orden, sin demasiados problemas, sin que hayamos dejado prisioneros al enemigo. Es cierto que éste ha atacado bastante blandamente, contando con su ventaja estratégica que nos obligaba a retroceder.

Nos perdemos en la noche, hacia la retaguardia. Nos encaminamos hacia nuevos azares, pero ya llegará el momento de pensar en ellos cuando haya que afrontarlos. Por el momento, nuestro papel ha terminado. Esta retirada feliz nos produce una impresión de victoria. No tardan en subir ruidos de la columna. Se oyen cánticos e insultos: hemos salido del apuro, una vez más.