Capítulo 14

—¿Una qué, dice usted?

—Una chinche, señora. Una chinche casera, esto es lo que es usted.

—¿Quiere saber lo que pienso de usted?

—En todo caso, yo no soy una cochina con los hombres como usted.

—Si los hombres no la han tocado nunca, no es su virtud lo que les ha detenido sino su fealdad. Y va usted a reventar, pobre Putet, con tanta virtud conservada en naftalina.

—Y usted reventará en el hospital de una sucia enfermedad en el vientre.

—Pero yo no la habré cogido yendo tras de los curas. Conozco sus manejos, asquerosa.

—¿Qué está diciendo esa chiflada?

—Escúchela, Babette Manopoux. Escuche a esa rata de sacristía. No puede pasar por el lado de la gente sin insultar.

—Toda la vida se ha alimentado de cuentas de rosario. Y, claro, le hacen el mismo efecto que las judías. Ahora le salen por el trasero.

—Siga usted su camino, chismosa. Y tenga usted cuidado con los vagabundos, no sea que le hagan un bonito obsequio.

—Más que satisfecha estarías, Putet, si los vagabundos hicieran caso de tu carne podrida. Pero antes de tocar tu carroña, los vagabundos preferirían sin duda atormentarse solos detrás de un seto.

—¿Qué están ustedes discutiendo?

—Llega usted a punto, madame Poipanel. Imagínese usted que esa birria incapaz de alterar la sangre de un hombre, nos está tratando de chinches.

—Pues yo les digo a ustedes que no son más que un hatajo de hurgabraguetas. Y las desprecio.

—La verdad es que los hombres no nos han hecho nunca ningún daño. Tan cierto, pobre Putet, como no te han dado a ti ninguna satisfacción. Ésta es tu pena.

—¡Busconas!

—¡Desnalgada!

—He oído palabras desagradables, señoras, he cerrado el estanco y me he apresurado a venir… Como decía mi Adrien, hoy…

—Es otra vez la Putet, madame Fouache. ¡Está como loca!

—No estoy loca. Pero se las he cantado claras a esa mujerzuela.

—Ha tenido la suerte de que Toumignon no estuviera aquí.

—¡Bastante castigo tiene con esa virtud que no puede despachar ni a precio de saldo!

—Lo que yo quisiera saber, señoras, es la causa de este escándalo y de esta aglomeración en la vía pública, y esta bulla, y ésta gritería…

—Llega usted como bajado del cielo, señor Cudoine…

—Ha sido la Toumignon, señor brigada. Cuando yo pasaba…

—La Putet, señor Cudoine, sin que yo le dijera nada…

—¡Miente usted, señora!

—¡La que miente es usted!

—No me dejaré tratar de embustera por una cualquiera que es la vergüenza…

—Ya oye usted a esa zorra celosa, señor Cudoine…

—¡Podrida!

—¡Buscadora de sotanas!

—¡Es usted una patas por alto!

—¡Y usted una métomeldedo!

—¡Y usted una sobada!

—¡Una enferma por no estarlo!

—¡Culona!

—¡Desnalgada!

—¡Buscona!

—¡Asquerosa!

—¡Bueno, basta!

—¡No le tengo miedo, podrida!

—¡He aquí cómo me trata!

—¡Ya la oye usted, señor Cudoine!

—¡Esto no puede continuar!

—¡Hay que encerrarla!

—¡Me insulta cuando paso!

—Yo no le decía nada a esa vieja loca…

—¡Golfa!

—¡Piojosa!

—¡Basta! ¿Vais a callar las dos de una vez? ¿Queréis que llame a la policía?

—Ha sido ella, señor Cudoine, esa víbora…

—¡Cállese!

—Señor Cudoine, la Toumignon no hace más que…

—¡Cállese, digo! Cierre el pico y despeje la vía pública. Váyase a su casa. Y la próxima vez que vuelva a encontrarla…

—No he sido yo, señor brigada…

—¿La oyen a esa bruja de sacristía? Usted estaba presente, Babette Manopoux, y puede decir que…

Con mano firme, el brigada Cudoine agarró el flaco brazo de Justine Putet y la condujo al callejón de los Frailes, amenazándola con encarcelarla si no se callaba. Las otras mujeres se refugiaron en las «Galeries Beaujolaises» para comentar este vivo incidente.

En esta reunión, madame Fouache brilló particularmente.

—¡Haber llegado a mis años —decía— para presenciar espectáculos tan execrables! ¡Cuando pienso que durante mi juventud me codeé con personas de la más alta sociedad, gente educada que nunca elevaba el tono de voz y tan cortés que le pedían a una perdón por rozarle el vestido o pasarle delante! ¡Qué tiempos aquellos! Siempre «¡Muchas gracias!», a flor de labio y «Mi querida madame Fouache» por aquí y «Mi querida madame Fouache» por allá, y todas las delicadezas imaginables, sin contar con los pequeños regalos… ¡Tener que oír estas cosas en mi vejez, después de haber sido respetada como una princesa y haber disfrutado de coches de caballos todas las mañanas, que la esperaban a una a la puerta, con cocheros ataviados cómo ministros y luciendo una botonadura reluciente como el sol! No cabe duda de que la guerra ha cambiado a todo el mundo…

Apenas apaciguada la disputa de las «Galeries Beaujolaises», suscitóse otro altercado a cincuenta metros escasos, en el barrio bajo del pueblo. Oíanse cosas así:

—¿Acaso ha sido usted la que ha contado esos chismes que Babette Manopoux se encarga de repetir por todas partes? ¿Ha sido usted o no?

—No, madame, no he sido yo. Y le ruego que mida sus palabras.

—Así que la mentirosa soy yo, ¿verdad?

—Usted lo ha dicho, madame.

—¿Y es usted quién dice siempre la verdad?

—Ni más ni menos, madame.

—Sería ésta la primera vez que usted no mintiera. ¡Sí, la primera vez, liosa!

—¡Basta, madame! Será mejor que se calle. Y, si no, alguien la obligará a hacerlo.

—¡Vaya con la chismosa esa…! De sobra la conocemos, madame.

—Usted lo ha dicho. Todo el mundo sabe perfectamente quién soy, madame.

—No en lo que se refiere a su honor.

—A mi honor, al contrario. Perfectamente, madame.

—¿Qué le dijo usted a la Toinette Nunant? ¿Acaso no fue usted?

—Usted lo ha dicho, madame. No era yo.

—¿Ni tampoco a la Berthe y a la Marie-Jeanne?

—No, madame. Usted lo ha dicho.

—Y la que estaba con Beausoleil en el bosque de Fond-Moussu, ¿tampoco era usted?

—¿Con quién estaba usted en el bosque para haberlo visto tan bien?

—¿Y el golpe del mercado, dónde robó usted tres quesos de leche de cabra?

—¡Oh, basta ya! ¡Ya tengo bastante!

—Lo mismo le digo. ¡Hace tiempo que debería haber terminado todo esto!

—¡Usted lo ha dicho, madame! Esto debe terminar.

—Ya encontraré el medio de hacerle cerrar el pico. Le alisaré la cara con mi plancha eléctrica.

—¿Usted sola?

—Sí, yo sola, y pronto. Y haré callar su lengua que sólo sirve para lamer los retretes.

—Acérquese usted, gallina.

—No se atreve usted, ¿verdad?

—Acérquese, le digo.

—No es el miedo lo que me detiene.

—Pero no se atreve a dar un paso.

—Temería ensuciarme, madame, solamente al tocar cierta clase de gentuza. Sí, eso es, no quiero ensuciarme.

—¡Un poco más de mugre le tendría a usted sin cuidado, marrana!

—Lo que yo le digo, madame, es que no me pondría desnuda en la cocina, como hacen algunas, para que las vean los vecinos.

—¡No sería bonito que lavara usted los platos desnuda, con las dos alforjas vacías que le cuelgan hasta el ombligo! ¡Y todavía se atreve usted a hablar! Que yo la encuentre otra vez chismorreando, vieja zorra, y verá…

Éste era el grado de violencia que alcanzaban las escenas en la calle, y estas escenas eran frecuentes desde hacía unos días. Un viento de locura agitaba a los clochemerlinos. Pero es necesario hablar de los nuevos acontecimientos que los llevaban a apasionarse de aquel modo.

Siempre se ha creído en Clochemerle que el notario Girodot había desempeñado un papel tenebroso en la reparación de los disturbios que se produjeron después de la batalla de la iglesia, y que aquel hipócrita estaba confabulado con los jesuitas, cuyas directrices de acción seguía el cura párroco de Montéjour.

De todos modos, nada logró probarse, y las cosas pueden explicarse de distintas maneras sin necesidad de mezclar en ello a los jesuitas. Sin embargo, parece bastante verosímil que el notario Girodot jugara un papel preponderante en el fomento de los disturbios, aunque de una manera que no puede precisarse, movido por el odio que sentía contra Barthélemy Piéchut, a quien no perdonaba que fuera el primer ciudadano de Clochemerle. Oficial ministerial y diplomado, Girodot pensaba para sus adentros que por méritos propios la alcaldía le correspondía a él y no a un campesino. Tal era el calificativo que aplicaba a Piéchut, a quien, por otra parte, trataba amistosamente. Pero el alcalde no se dejaba seducir y confiaba los mejores asuntos a un notario de las cercanías.

En Montéjour, lugar de dos mil habitantes, distante seis kilómetros de Clochemerle, al que le unía una accidentada carretera, había un párroco muy activo y una juventud belicosa que el cura encuadró en un batallón de «Juventudes Católicas». La turbulencia de aquellos muchachos de catorce a dieciocho años estaba orientada hacia las luchas políticas beneficiosas para la Iglesia. Existía, además, entre Montéjour y Clochemerle una antigua rivalidad que se remontaba a 1912 y cuyo origen se debía a la excesiva osadía, con que los mozos de Clochemerle habían tratado a las muchachas de Montéjour, en ocasión de la Fiesta Mayor de este último pueblo. De aquellas contiendas solían salir vencedores los clochemerlinos, no porque fuesen los más fuertes, sino porque eran más ingeniosos, más astutos, haciendo de la doblez y la deslealtad un uso más oportuno y decisivo. Por las bribonadas que cometían en sus encuentros atestiguaban una especie de genio militar, producto, probablemente, del cruce de razas que se había operado en aquellas regiones tan a menudo ocupadas por fuerzas invasoras. Los montejourinos tomaban muy a pecho que su mala fe fuese siempre superada por la mala fe, más sutil, de los clochemerlinos, que eran maestros en el arte de atraer a sus enemigos a emboscadas donde ellos les vapuleaban como les venía en gana aprovechando su superioridad numérica, que tal es el objetivo que suele perseguir la estrategia, objetivo que ni el propio Napoleón se atrevió a desdeñar. Los montejourinos se lanzaban a la pelea bajo los pliegues de una bandera bendecida. Figurábanse, por tanto, ser soldados de una cruzada divina y por ello les sulfuraba volver a sus casas con la cabeza abollada por los herejes. Claro que contaban haber abandonado en las zanjas a numerosos clochemerlinos puestos fuera de combate, pero esas aseveraciones, que dejaban el honor a salvo, no satisfacían su amor propio lastimado. De ahí que los montejourinos estaban dispuestos a intervenir en los asuntos referentes a Clochemerle a condición de hacerlo sin arriesgarse demasiado, pues estos celosos centuriones experimentaban una viva repugnancia por los garrotes y los zapatos claveteados de los robustos clochemerlinos.

Los montejourinos efectuaron varias incursiones nocturnas a Clochemerle. Nadie les vio llegar ni partir, pero algunos habitantes del lugar oyeron rumor de voces y apresurado rodar de bicicletas, que debían de coincidir con la fuga de los malhechores. A la mañana siguiente descubríanse las huellas de su paso en forma de inscripciones injuriosas en la puerta de la casa del alcalde, de las «Galeries Beaujolaises» y del consultorio del doctor Mouraille, prueba evidente de que estaban bien informados. Una noche fueron destrozadas las tablillas de anuncios municipales y rotos los cristales del Ayuntamiento. Una mañana se encontró pintado de rojo el «poilu» del monumento a los muertos, orgullo de Clochemerle: una mujer joven, símbolo de la patria, posaba su mano sobre el hombro de un soldado de rostro enérgico que, cruzando la bayoneta, la amparaba con su cuerpo.

El hecho de que una mañana apareciera encarnado en la plaza Mayor el «poilu» del monumento había de causar forzosamente una tremenda consternación. Una única exclamación resonó por las calles:

—¿Ha visto usted?

Todo Clochemerle tuvo el ánimo en suspenso. La contemplación de aquel soldado recién embadurnado con una capa de pintura encarnada movía a curiosidad, pero la cólera de los clochemerlinos fue incontenible. No se achacaba al color, que al fin y al cabo no era del todo feo, sino a la ofensa inferida. La pandilla de Fadet propuso pintarrajear de verde o de negro el monumento a los muertos de Montéjour, que representaba asimismo una Francia serena y un intrépido soldado. Pero aquella proposición no fue considerada como una reivindicación plausible. El Consejo se reunió con urgencia para deliberar. El doctor Mouraille dijo que el color rojo era signo de marcialidad y tenía, además, la ventaja de hacer más visible el monumento. Propuso que se conservara aquel color y que se aplicara con el mayor cuidado una segunda capa. Anselme Lamolire se opuso firmemente a aquella sugestión y explicó las razones morales de su oposición.

—El color rojo —dijo— es el color de la sangre, y no es prudente mezclar el recuerdo de la sangre con el de la guerra.

Los hombres caídos en la guerra había que representarlos muertos de una manera ideal, gloriosa y apacible, sin permitir que la evocación se viera empañada por ninguna figuración baja, vulgar o triste. Había que pensar en las generaciones jóvenes a las que convenía educar en el culto del tradicional y sonriente heroísmo del soldado francés que sabe morir dignamente y sin ninguna clase de aspavientos. En la guerra hay un modo de morir que es una virtud específicamente francesa, inimitable, y que es producto, ciertamente, de la idiosincrasia del espíritu nacional que, como es sabido, es el mejor del mundo. Esta supremacía, oportunamente subrayada, estremeció patrióticamente al Consejo. Lamolire pulverizó a su antagonista, el doctor Mouraille, con algunas consideraciones más, que le espetó a bocajarro:

—Es posible —dijo— que aquéllos a quienes los centenares de miles de cadáveres han servido para encumbrarse, no sientan el menor respeto por nada. Pero no porque nosotros hayamos nacido en el campo debemos tener menos idealismo que los farsantes de la ciudad. Y hay que hacérselo ver.

La elocuencia que se basa en los hechos tiene siempre una gran fuerza de persuasión. Anselme Lamolire era el hombre indicado para hablar de los muertos en la guerra, en la cual había perdido tres sobrinos y un yerno. El mismo, al principio de la contienda, había actuado de guardavías durante cinco meses. Pertenecía a la categoría de las víctimas de la guerra («Los que han muerto han tenido suerte; los desgraciados son los que han quedado con vida»). Su opinión mereció, pues, el beneplácito de los reunidos y se acordó recabar los servicios de un especialista que devolviera al monumento su color primitivo.

Pero hubo algo todavía más grave. Una noche, a eso de las tres de la madrugada, una formidable explosión sacudió a Clochemerle. Los prolongados ecos de la detonación hicieron creer en un principio que se trataba de un terremoto, por lo que los clochemerlinos se estuvieron quietos y preocupados en saber si seguían manteniéndose en posición horizontal en sus casas que aún conservaban la vertical. Después los más esforzados salieron a la calle. Un olor de pólvora les encaminó hacia el callejón de los Frailes y más tarde, al levantarse el día, se dieron cuenta de lo ocurrido. Una carga de dinamita colocada debajo del urinario había arrancado la marquesina, y una de las vidrieras de la iglesia aparecía destrozada por la acción de la metralla. Esta vez, el perjuicio alcanzó a los dos campos. Este acto vandálico provocó la indignación popular. El día siguiente, dos montejourinos sorprendidos en la carretera por una docena de bravos clochemerlinos fueron dejados por muertos.

Entretanto, se produjeron otros escándalos que afectaban a personalidades de los dos campos, lo que contribuía aún más a conturbar los ánimos. Vamos a hablar de ello.

La joven sirvienta de los Girodot, una tal María Fouillavet, fue despedida un buen día sin remisión y sin indemnización de ninguna clase por haberse hecho culpable de ciertas empresas procaces con Raoul Girodot, alumno de los jesuitas. En realidad, resultaba difícil discernir las responsabilidades del delito, pues los dos delincuentes eran menores de edad: el hijo del notario tenía unos diecisiete años y la muchacha no había cumplido aún los diecinueve. Los pocos meses que llevaba ella al muchacho fueron suficientes para que la desgraciada se viera acusada de un crimen horrible por un padre virtuoso que montó en cólera al enterarse que su hijo, futuro oficial ministerial, se acostaba con la criada. Sin embargo, había motivos para creer que la iniciativa de aquel estado de cosas, evidentemente incompatible con la decencia de la morada de un notario, había sido tomada por el joven Girodot, que prometía ser una buena pieza.

Con todo, Raoul Girodot podía esgrimir algunas bazas favorables. La primera, basada en la docilidad un poco estúpida de una joven sirvienta, contratada para todo e ignorante de hasta dónde llegaba la sumisión debida a los dueños. Para una muchacha sencilla y temerosa, procedente de un lugarejo de la alta montaña, la jerarquía y el orden social habían de ser, naturalmente, una cosa pavorosa. Además, acosada en los rincones por un embaucador colegial que podía echarla a la calle, la moza había juzgado preferible someterse a unas caricias que le aseguraban, además de un protector, una distracción en su soledad, tanto más cuanto que en aquella casa todos la mandaban y la tenían atemorizada. María Fouillavet no era hermosa, pero tenía un cutis rosado y una lozanía incitantes, y sobre todo, un pecho enormemente desarrollado cuya sola vista trastornaba a un muchacho sometido nueve meses al año a los rigores del internado y que se debatía día y noche en los tormentos de una pubertad imperiosa. En estas condiciones, pues, era fatal una aproximación entre la joven criada y el hijo del notario, que había ido a pasar sus vacaciones con el firme propósito de esclarecer algunos puntos que no figuran en el temario de los jesuitas.

María Fouillavet era la persona indicada para proporcionarle aquellos esclarecimientos. La muchacha lo hizo con la misma aplicación silenciosa con que llevaba a cabo sus quehaceres caseros y sin que por ello se permitiera ninguna familiaridad en el trato con su joven señor. Las inexperiencias conjugadas de los dos principiantes acabaron por dar un placentero resultado, del cual María Fouillavet sacaba modestamente el mejor partido que estaba a su alcance. A pesar de que el coeficiente de goce no fuera siempre equitativamente repartido, aquellos entretenimientos nocturnos aumentaron el afecto de la sirvienta hacia sus dueños, aunque con mengua de su rendimiento doméstico.

—Esa muchacha se ha despabilado desde fines de julio. La encuentro menos torpe —decía complacida la señora Girodot, que era una mujer difícil de contentar.

—Sí —respondía el notario—, parece que se ha hecho más mujer. Y también Raoul ha ganado desde hace algún tiempo. Se ha vuelto más reflexivo, más tranquilo. Se pasa muchos ratos leyendo, lo que antes no solía hacer, y no está en la calle todo el día como hacía otros años. Tengo la impresión de que vuelve más trabajador.

—Ya tiene edad para comprender ciertas cosas. Se le va formando el carácter.

Sin embargo, estos supuestos progresos quedaron en agua de borrajas cuando se descubrió hasta qué punto había penetrado María Fouillavet en la intimidad de la familia y cuánto había contribuido a completar la educación de un hijo de notario. La echaron de la casa después de una escena jeremíaca, y la muchacha, con la mayor ingenuidad, contó por doquier la desgracia que le había ocurrido. Sus quejas fueron motivo de gran descrédito para la secta de los Girodot y el partido de la Iglesia.

—¡Esos Girodot son unos sinvergüenzas! —decía la gente.

—¡Guardan el rosario cerca de su bragueta!

Pero María, aun en su infortunio, sabía hacer distinciones:

—Es la mujer, la mala —explicaba—. Porque el señor era muy solícito conmigo. Siempre temía que estuviera enferma y me decía: «¡Ah, María!, tienes unos pechos muy grandes y hermosos. Tienes que andar con cuidado, María, con mucho cuidado de que no les pase nada. ¿Te duelen cuando los cojo así?». El señor siempre me hacía estas preguntas cuando estábamos solos. Era muy atento conmigo y me decía que los pechos hay que resguardarlos bien porque de lo contrario pueden sobrevenir grandes males. Y para demostrar su amabilidad me introducía entre los senos un billete de cinco francos y a veces de diez francos, más abajo. «¡Esto es para la pequeña María, que tiene unos pechos tan hermosos!», me decía. Y sin que la señora lo supiera, me sacaba una buena mensualidad.

—¿Y Raoul, María?

—Me hizo suya sin preguntarme nada. Yo dormía, y antes de que tuviera fuerzas para defenderme, ya estaba todo terminado.

—¡Debieras de haber gritado, María!

—Me hubiese avergonzado de que la gente se enterara…

—¿Y después, María?

—¡Oh!, después, ya me fui acostumbrando y cada vez me molestaba menos.

—¿Te gustaba?

—Pues como no me quedaba otro camino, una vez empezado… Aunque me fatigaba mucho… De todos modos, no es todo bueno.

—Y Raoul, ¿se ensañaba mucho contigo?

—¡Oh, sí, era muy terco! Algunos días, sobre todo cuando hacía la colada, o los sábados que tenía que limpiar toda la casa, me moría de sueño. Entonces él se divertía solo, casi sin que yo me diera cuenta. Esto no me hacía nada…

Se señaló la desaparición de Clémentine Chavaigne, la rival en piedad de Justine Putet. Salió de su casa una tarde y el día siguiente aún no había vuelto, hecho sin precedentes por parte de aquella vieja solterona. Las vecinas se alarmaron y, acuciadas por la curiosidad y la vaga esperanza de un acontecimiento divertido, sentimientos más imperiosos que el de la caridad de que blasonaban, emprendieron toda clase de averiguaciones.

Se puso en claro que Clémentine Chavaigne había ido la víspera a casa de Poilphard a pedir unos consejos relativos a las molestias que le producía, según decían, un fibroma, excrecencia muy enojosa para su pudor. La solterona era una de las asiduas visitantes a la farmacia que soñaban con proporcionar nuevamente a Poilphard un hogar donde transcurrieran sus últimos años en una paz embellecida de oraciones. Cualquier pretexto le era bueno, incluso sus dolencias íntimas, para llamar la atención del viudo hacia un cuerpo injustamente desdeñado y capaz de un buen uso. Las pesquisas se orientaron, pues, en aquel sentido.

Se comprobó asimismo que Poilphard no había dado señales de vida desde la noche anterior. Acostumbrado ya a los repentinos eclipses de aquel hombre fantasmal, el mozo de la botica, sin preocuparse de la desaparición de su dueño, había cerrado el establecimiento a la hora reglamentaria, pues, por otra parte, solía llevarlo él solo. La coincidencia entre las dos desapariciones daba otro alcance a la ausencia de Poilphard. El empleado creía, en efecto, haber visto entrar la víspera a Clémentine Chavaigne, pero no podía asegurar si había vuelto a salir. Le pidieron que subiera al piso de Poilphard, situado encima de la botica. A poco bajó y dijo a las mujeres.

—Suban ustedes. Me parece que ocurre algo raro…

En el pasillo se respiraba un penetrante olor de cera e incienso. Cuando llamaron a la puerta, se oyó detrás de ella un rumor de pasos y de muebles cambiados de sitio. Después les llegó a los oídos una voz furiosa, la voz de Poilphard, cambiada:

—¡Fuera, sepultureros del infierno!

A estas inquietantes expresiones siguió una estridente risotada, más inquietante todavía. Nadie en Clochemerle había oído nunca reír al farmacéutico. El mozo volvió a llamar:

—Soy yo, señor Poilphard —dijo—. ¡Soy yo, Basephe!

—Basephe ha muerto —respondió—. Todo el mundo ha muerto. ¡Sólo quedan los sepultureros del infierno!

—¿Ha visto usted a Clémentine Chavaigne, señor Poilphard?

—Ha muerto. ¡Muerto, muerto, muerto!

Y estalló una nueva y terrible risotada. La puerta seguía cerrada y se hizo el silencio. Las mujeres y el mozo, con gran turbación, bajaron a la botica para deliberar. Como en aquel momento pasara Beausoleil, lo llamaron y le explicaron lo sucedido.

—En un caso así, hay que llamar a Cudoine —opinó Beausoleil.

Fueron a buscar el brigada a la gendarmería y luego al cerrajero. Volvieron a subir con gran sigilo para forzar la puerta por sorpresa. Ésta cedió fácilmente dejando ver un espectáculo muy extraño. El cuarto, con los postigos cerrados y corridas las cortinas, aparecía sumido en la oscuridad, pero a través de las tinieblas unos cirios brillaban alrededor del lecho y unas pastillas olorosas se consumían dentro de unas copas. Poilphard, postrado de hinojos en la alfombra, hallábase al pie de la cama, con la cabeza sepultada entre las manos y en una actitud de intensa congoja. Sobre la cama estaba tendida, inerte, Clémentine Chavaigne. La irrupción de los curiosos se produjo tan rápidamente que el farmacéutico no tuvo tiempo de salir de su ensimismamiento. Al oír ruido se levantó y aplicando el dedo índice a sus labios en demanda de silencio, les dijo dulcemente:

—¡Silencio! Está muerta. ¡Muerta, muerta, muerta! Lloro por ella y nunca más me apartaré de su lado.

—Si está muerta —observó Cudoine—, no la podemos dejar aquí.

Poilphard tuvo una sonrisa maliciosa.

—Voy a embalsamarla, mis queridos amigos. Y después la colocaré en el escaparate.

Basephe trató de hacer volver a su amo a la realidad, recordándole sus ocupaciones profesionales.

—Señor Poilphard, hay un cliente que pide ipecacuana[22]. ¿Dónde la ha puesto usted?

El farmacéutico dirigió a su subalterno una mirada de conmiseración.

—¡Cretino! —murmuró simplemente.

Luego, con repentina furia, cogió un candelabro y avanzó hacia el grupo de curiosos. Enarbolando la flamante antorcha, parecía un arcángel tocado con un gorro rematado con una borla.

—¡Atrás, sacrílegos bergantes! —rugió—. ¡Atrás, sepultureros del infierno, cornudos disfrazados!

—No cabe duda de que se le ha trastornado el caletre —dijo el sensato Beausoleil.

Se lanzaron sobre el desgraciado Poilphard, que pugnaba por desasirse de sus opresores, gritando:

—¡Mi bien amada ha muerto! ¡Muerto, muerto, muerto!

Lo ataron de pies y manos y lo bajaron a la botica, mientras una de las mujeres corría a buscar al doctor Mouraille para que atendiera a Clémentine Chavaigne.

Mouraille se dio cuenta inmediatamente de que no estaba muerta, sino sumida solamente en una especie de letargo provocado por medios artificiales.

—Si supiera qué le ha dado —decía el médico ante el cuerpo inanimado de la solterona.

Escudriñando el cuarto, descubrió sobre un velador dos tazas cuyo contenido hizo analizar a Basephe. El análisis reveló la presencia de un poderoso soporífero. Saber qué tipo de narcótico había usado Poilphard resultó fácil una vez examinadas las existencias de una pequeña alacena cerrada con llave en la que se guardaban los tóxicos. Mouraille tomó inmediatamente las medidas que requería el caso.

Clémentine Chavaigne despertó, pues, en un habitación desconocida, atestada de mujeres inquietas y prodigiosamente interesadas, que esperaban sin duda sensacionales revelaciones.

—¿Dónde estoy? —preguntó la víctima con voz doliente.

—¿No se acuerda usted de nada?

—No, de nada.

—Quizá sea mejor así —susurró alguien con acritud.

Era una observación de Justine Putet, una de las primeras en acudir a la farmacia, que, dirigiéndose a las mujeres que tenía al lado, añadió:

—Toda una noche encerrada con ese loco… Sólo pensar lo que haya podido ocurrir, se siente una horrorizada.

El lector está lo suficiente informado de las aberraciones de Poilphard para comprender que no había ocurrido nada irreparable. Sin embargo, la situación de la solterona podía despertar fundados recelos, pues habiendo permanecido sin sentido por espacio de catorce horas, no supo después cuál era exactamente su estado fisiológico. Hubiese precisado recurrir a la pericia de Mouraille, pero, temiendo lo peor, Clémentine Chavaigne no se atrevió a someterse a examen. Había de morir siete años más tarde a consecuencia de una intervención quirúrgica, sin haberse comprobado si seguía teniendo integralmente derecho al trato de señorita.

Poilphard hizo una cura de seis meses en una casa de salud, donde un neurólogo de la nueva escuela trató su subconsciente bajo el método de las confesiones progresivas. Acuciado a preguntas, la memoria del farmacéutico liberó su secreto. Había tenido su primera emoción sexual a los catorce años, al pie de la cama de una muerta, una hermosa prima suya de veintitrés años a la que amaba apasionadamente en secreto. El olor de las flores mezclado al del cadáver obró sobre sus jóvenes sentidos con una fuerza deliciosa, que sus oscuros instintos habían de buscar en lo sucesivo. Aquella confesión, arrancada en pequeñas dosis, lo curó completamente, hasta el punto que salió de la casa de salud con un suplemento de peso de doce kilos, una tez rosada y un semblante risueño. Reapareció en Clochemerle enriquecido con este feliz aspecto. Pero no tardó en darse cuenta de que, en lo sucesivo, los clochemerlinos lo pensarían mucho antes de confiarle el despacho de las recetas que les prescribiera. Fue a establecerse en una pequeña localidad de la Alta Saboya donde pasa todavía por un juerguista irresistible.

En cuanto a Clémentine Chavaigne no consiguió recobrar su reputación, pues su feroz enemiga Justine Putet, con una palabra que le dictó su genio perverso, eternizó el recuerdo de aquella noche deshonrosa. No le bastaba calumniar a su rival caída en desgracia. Quería lanzarle al rostro el alcance de su desprecio. La ocasión había de proporcionársela una disputa que la otra procuró esquivar durante largo tiempo. Pero, finalmente, la paciencia de Clémentine llegó a su colmo. Y respondió. Esto era lo que esperaba Justine Putet.

—Me sorprende su orgullo —dijo la Putet— después de lo que usted se hizo hacer…

—¿Lo que yo me hice hacer? —replicó la Chavaigne aprestándose a la defensa.

Entonces la Putet le espetó públicamente esa terrible palabra:

—Todo el mundo está enterado, pobre Clémentine, que usted se hizo poilphardar.

«Hacerse poilphardar» es una expresión que ha pasado a formar parte del vocabulario de Clochemerle.