Capítulo 11

En la calle Mayor de Clochemerle, bajo el sol del mediodía, la gente se iba dispersando en pequeños grupos. La mayor parte de los clochemerlinos mostrábanse consternados y en voz baja se hacían unos a otros prudentes consideraciones, en tono reprobatorio, ciertamente, pero saturados en el fondo de un regocijo que les salía por los poros. El inaudito altercado de la iglesia convertía el día de san Roque de 1923 en la fiesta más memorable de que se tenía recuerdo. Bien provistos de terribles pormenores de la contienda, los clochemerlinos se apresuraban a encerrarse en sus casas para entregarse libremente a toda clase de comentarios, dictados por la pasión personal.

En Clochemerle, es preciso repetirlo, la gente se aburre, pero generalmente nadie se da cuenta. Pero cuando sucede algo gordo, inesperado, entonces se nota la diferencia entre una vida monótona y una vida en la que verdaderamente ocurren cosas. El escándalo de la iglesia era un asunto específicamente clochemerlino, que sólo concernía a los iniciados; en cierto modo, una cuestión de familia. Esta clase de historias concentran tan intensamente la atención que nada se pierde del precioso meollo del acontecimiento. Esto lo siente todo Clochemerle, hasta el punto que a sus moradores se les oprimía el corazón de esperanza y de orgullo.

Observemos que el tiempo se mostraba admirablemente propicio a la difusión del escándalo. Si éste se hubiera producido en plena vendimia, el fracaso hubiera sido absoluto. «Lo primero, el vino», hubieran dicho los clochemerlinos y se habrían desentendido de Toumignon, Nicolás, la Putet, el cura y los demás. Pero el alboroto sobrevino providencialmente en el momento de sentarse a la mesa un día en que todo el mundo echaba la casa por la ventana y salían de alacenas y bodegas las viejas botellas. Una historia semejante era una dádiva magnífica, un verdadero regalo del cielo. Porque no se trataba, como acontece a menudo, de una discusión sin importancia, que no da más que para un simple comentario de vecino a vecino, de un grupo a otro grupo, y que el día siguiente todo el mundo ha olvidado, sino de una historia consistente y de grandes alcances, prometedora de importantes consecuencias y que mantenía en vilo a la opinión de todo el pueblo. En suma, una cuestión trascendental en la que estaban empeñados Dios y el diablo y que, a juicio de todos los clochemerlinos, no podía darse ni mucho menos por zanjada.

Los clochemerlinos se sentaron a la mesa con buen apetito, animados por la perspectiva de las distracciones que les depararían los próximos meses y legítimamente orgullosos de poder ofrecer a sus invitados, llegados de los pueblos vecinos, las primicias de una historia que no tardaría en ser conocida en todo el departamento. Y pensaban: «¡Qué suerte han tenido esos forasteros de haber venido!». Porque, envidiosa como es la gente, nadie en los pueblos cercanos hubiera creído que Nicolás y Toumignon se habían aporreado en la iglesia y que san Roque había salido malparado de la pelea. Un santo precipitado en la pila del agua bendita, gracias a los comunes esfuerzos de un pertiguero y de un hereje, no es cosa que se ve todos los días. Afortunadamente, los forasteros podían actuar de testigos de tales hechos.

Todos los clochemerlinos gozaban de las delicias del hogar. El bochornoso calor del mediodía sumió a todo el pueblo en un silencioso letargo. No se notaba el menor soplo de aire. Clochemerle olía a pan recién salido del horno, a guisos suculentos y a olorosas tortas. El azul del cielo cegaba la vista y los rayos del sol obraban como un mazazo asestado a las cabezas congestionadas por el exceso de comida y las copiosas libaciones. Nadie se aventuraba a salir de la penumbra de las casas. Las moscas que zumbaban sobre los montones de estiércol se habían adueñado de todo el pueblo, que sin ellas hubiera parecido completamente inanimado.

Aprovechemos la calma de una digestión laboriosa para redactar un primer balance de la detestable mañana, qué tendrá más tarde consecuencias dramáticas.

Si procedemos por orden de importancia, debemos hablar en primer término de la triste aventura de san Roque. Ya hemos visto cómo san Roque fue alcanzado descuidadamente en su forma de efigie de yeso y cuál fue el destino de su imagen al zambullirse en el agua bendita, lo que al fin y al cabo es un fin consolador para una imagen de santo. Pero la magnífica estatua era un don de la baronesa de Courtebiche, que la ofreció a la iglesia en 1917, con motivo de su instalación definitiva en el pueblo. La baronesa había encargado la estatua en Lyon, en los talleres de unos especialistas en estatuaria religiosa, proveedores asimismo del arzobispado. Pagó por ella dos mil ciento cincuenta francos, cantidad exorbitante para una obra de piedad, pero un tal dispendio autorizaba a la castellana a contar definitivamente con la consideración general, lo que todo el mundo consideró, desde luego, lógico.

Desde 1917, el coste de la vida ha sufrido tal aumento que una estatua de ese tamaño debe de costar en 1923 unos tres mil francos, cifra que hace soñar a los clochemerlinos. Otra cosa: para pagar santos a un precio desorbitado para verlos después destrozados por unos borrachos, porque mucha gente asegura también que Nicolás había empinado el codo, no es ciertamente alentador. Plantéase, pues, la siguiente cuestión: ¿Se verá privado Clochemerle de su san Roque? Sería la primera vez después de cinco siglos. Esta eventualidad no puede ser admitida.

—¿Y si se pusiera otra vez el viejo?

En alguna parte, en el rincón de un granero, debía de guardarse el antiguo san Roque. Sin embargo, el viejo santo estaba apolillado hasta el punto de haber perdido todo el crédito de influencia en el espíritu de los fieles, y, por otra parte, su larga reclusión entre el polvo y la humedad no era ciertamente lo más apropiado para recobrar sus hermosos colores. Entonces, ¿qué? ¿Un santo más pequeño? Mala solución. La piedad se acostumbra al lujo y las oraciones se pronuncian a menudo en proporción directa al tamaño de la imagen. En este rincón de la campiña francesa, donde se siente gran respeto al dinero, no se puede guardar la misma consideración a un pequeño santo de pacotilla que haya costado quinientos o seiscientos francos que a un santo majestuoso de un valor de tres mil. En resumen, el problema queda pendiente de solución.

Hablemos de las personas. No cabe duda que el prestigio del cura de Clochemerle ha sufrido un rudo golpe. Anselme Lamolire, un anciano del pueblo, que no habla nunca a la ligera y cuyas preferencias van por lo general al lado de los curas, porque los curas se inclinan por los partidos de orden, puesto que el orden es la propiedad y él es el propietario más importante de Clochemerle después de Barthélemy Piéchut, su rival directo, Anselme Lamolire, repetimos, ha dicho sin morderse la lengua:

—Desde luego, Ponosse se ha portado como un verdadero tonto.

Ese juicio no perjudica al cura de Clochemerle en su aspecto profesional: absolución, extremaunción, etc., pero le perjudicará en el orden económico porque verá disminuidos sus ingresos. Diez años antes se hubiera resarcido de su torpeza haciendo visitas más frecuentes a la fonda Torbayon y brindando con los contertulios, pero ahora su hígado y su estómago no están en condiciones de permitirle practicar esa especie de apostolado. Si no hubiera otros ingresos, el caso del cura revestiría suma gravedad. Afortunadamente, no faltan agonizantes que se muestran conciliadores en el momento de abandonar a sus camaradas. La situación de un hombre que enseña su pasaporte cuando se dirige hacia el más allá dejará de ser comprometida mientras los hombres teman al más allá. Ponosse, apacible y bonachón, seguirá ejerciendo una dictadura basada en el terror. Humilde y paciente, deja que los engreídos hombres, mientras conservan su vitalidad, blasfemen cuanto les venga en gana, pero espera a la vuelta, cuando se presenta la Parca, con sus visajes burlones que hielan la sangre, con las cuencas vacías y haciendo crujir su esqueleto al pie de la cama. Sirve a un Maestro que dice: «Mi reino no es de este mundo». La influencia de Ponosse comienza con la enfermedad y este camino le lleva a los lugares donde opera el doctor Mouraille, lo que exaspera al galeno. En una ocasión, gruñó:

—Ya está aquí el sepulturero. Por lo visto, ya huele el cadáver.

—¡Por Dios, doctor! —contestó tímidamente Ponosse, que suele ser ocurrente cuando no está en el púlpito—. ¡Vengo a terminar lo que usted ha comenzado! ¡Y le cedo a usted todo el mérito!

Fue entonces cuando el doctor Mouraille replicó enfurecido:

—¡Ya vendrá usted a parar a mis manos, compadre!

—Estoy resignado, doctor. Pero no es menos cierto que también usted pasará por las mías —repuso Ponosse con tono flemático y socarrón.

El doctor Mouraille quiso ganar la partida.

—¡Pues le aseguro que no me cogerá usted vivo!

A lo que replicó plácidamente Ponosse:

—La vida no es nada, doctor. En cambio, la fuerza de la Iglesia reside en el cementerio y en la fusión en su seno de los incrédulos con los justos. Veinte años después de su muerte, nadie sabrá si usted fue en vida un buen católico. ¡La Iglesia dispondrá de usted in vitam aeternam[16], doctor!

Veamos ahora los combatientes. Además del lóbulo sangrante de la oreja izquierda, el pertiguero ha tenido lastimados los genitales. Cuando salió de la iglesia, la gente se dio cuenta de que cojeaba, y el doctor Mouraille confirmará la cosa. Esto demuestra que Toumignon dio fuerte en el sitio de Nicolás que había más blandura. Esta contradicción entre sus palabras y sus golpes demuestran su perfidia. Por otra parte, los clochemerlinos imparciales se manifiestan en favor de Toumignon, diciendo que, en justa represalia, su objetivo fue precisamente el lugar que mencionó Nicolás para llamarle cornudo. El ataque de Toumignon fue, pues, razonable. Sin embargo, los clochemerlinos, por espíritu de economía, deploran unánimemente la destrucción del bonito uniforme de Nicolás: la alabarda hecha añicos, el bicornio ensuciado y desgarrado por los pisotones, la espada torcida como un sable de juguete y la levita de gala con un roto en la espalda, desde la cintura hasta el cuello. Habrá que confeccionar un traje nuevo para el pertiguero.

Las huellas de la batalla no son menos evidentes en la persona de Toumignon. Fruto de los puñetazos de Nicolás, su ojo derecho es monstruoso, saliente como el ojo de un sapo, con la diferencia que el de Toumignon es de color morado y permanece cerrado. En el maxilar inferior faltan tres dientes, pero se trata de tres raigones[17] que contenían, junto a la encía, un depósito verdusco parecido al que se ve en las estacas que han permanecido largo tiempo sumergidas en agua encharcada. En este aspecto no puede hablarse de perjuicio sino casi de beneficio, porque Nicolás hizo saltar de su alveolo unas escorias dentales a las cuales tarde o temprano habría tenido el dentista que aplicar las tenazas. Añádase a esto una rótula cascada y las señales de un principio de estrangulación. También su traje nuevo sufrió algunos desperfectos. Una vez remendado, sólo podrá llevarlo a diario. Pero en las «Galeries Beaujolaises» tienen en existencia un traje de confección que Toumignon comprará con una buena rebaja. La pérdida le será, pues, menos sensible.

Las opiniones de los clochemerlinos están divididas. Unos dan la culpa a Toumignon y otros a Nicolás. Sin embargo, despierta admiración el hecho de que el primero, con sus sesenta y tres kilos, no haya salido malparado de un combate tan desproporcionado, pues Nicolás pesa más de ochenta kilos. La gente se muestra sorprendida de que en un cuerpo tan pequeño como el de Toumignon residiera tanta fuerza. Y es que la gente suele juzgar las cosas superficialmente, sin tener en cuenta el factor moral. En el combate, Nicolás sólo tenía que defender su vanidad, puesto que la belleza de madame Nicolás no fue nunca tema de una discusión en serio. Madame Nicolás es una de esas mujeres de las cuales se habla en pretérito, como por ejemplo: «En su juventud era una buena moza», pero lo cierto es que durante su juventud nadie se dio cuenta de ello. Ya mayor, madame Nicolás se ha clasificado definitivamente en la modesta categoría de las feas, buenas mujeres cuyas costumbres morigeradas nadie pone en duda y que, al margen de cualquier alusión, consagran su tiempo a observar a las virtuosas que son objeto de atenciones y se anticipan muchas veces a denunciar sus deslices.

Por el contrario, Toumignon se sentía alentado en el combate por poderosos motivos de emulación que habían de redoblar su valor. El más importante era la envidiable posesión de una mujer como Judith, que le mantenía en continuo estado de alerta y lo señalaba como víctima propiciatoria de las afrentas inspiradas por la envidia. Luchaba en defensa del honor de la más bella criatura de Clochemerle y, por ende, la más puesta en tela de juicio. De ahí el auténtico valor que derrochó en este asunto, valor que, dicho sea de paso, recibió el aliento de copiosas libaciones nocturnas y matutinas. Tímido por naturaleza en razón del poco desarrollo de su físico, François Toumignon es uno de esos biliosos que se convierten en héroes cuando huelen un vaso de alcohol.

Otra cosa digna de ser señalada. A pesar de una diligente búsqueda faltaron seis de las monedas de dos francos depositadas en la bandeja de la colecta y destinadas a servir de aceite a los fieles de Clochemerle. Esto hace una pérdida de doce francos que afecta a la economía de Ponosse, pérdida sensible porque los ingresos son mediocres. Los clochemerlinos, sobre todo los buenos católicos, son muy recelosos en lo tocante al dinero, pues los únicos derrochadores que se conocen son los asiduos parroquianos de Adèle Torbayon, que no van nunca a la iglesia. Sin embargo, desde el punto de vista crematístico, la desaparición de las monedas no revestiría una extraordinaria gravedad. Lo lamentable es que han sembrado la sospecha en el edificante clan, aparentemente unido, de las mujeres piadosas. Algunas se acusan en voz baja de la malversación. Digamos inmediatamente que una iniciativa privada dará dentro de pocos días un nuevo giro a la calumnia. ¿Acaso Clémentine Chavaigne, rival en devoción de Justine Putet, lo que las convierte en melifluas enemigas, no vacilará en sugerir a Ponosse la idea de abrir una suscripción cuyo importe se destinará a la adquisición de un nuevo san Roque y encabezará la lista con la cantidad de ocho francos?

Derrotada una vez en el terreno de las iniciativas piadosas, Justine Putet empleará las pullas más amargas para provocar a su rival. Las relaciones entre las dos distinguidas señoritas alcanzarán tal grado de tensión que Clémentine dirá:

—Lo que yo le digo, señorita, es que no me pongo de pie en el reclinatorio para que se den cuenta de mi presencia. Me limito a dar mi dinero privándome de otras cosas.

Justine Putet, que posee reflejos temibles, tendrá una respuesta venenosa:

—Y ese dinero, señorita, ¿le ha costado sólo el trabajo de agacharse para cogerlo?

—¿Qué quiere usted decir, señorita envidiosa?

—Que es preciso tener la conciencia muy limpia cuando se tiene la pretensión de dar lecciones, señorita ladrona.

Pocos minutos después, los clochemerlinos han visto correr a aquellas señoritas hacia la casa parroquial para desahogar sus rencores en el regazo de Ponosse. Lo que pondrá en un aprieto al cura de Clochemerle, ya bastante atosigado entre la Iglesia y la República, los conservadores y los partidos de izquierda, también conservadores, dicho sea de paso, porque quien más quien menos todos los clochemerlinos son propietarios y los que no lo son se desinteresan en absoluto de las instituciones. Con la cabeza hecha un lío, Ponosse se da cuenta de que no podrá reconciliar a las dos enemigas si no recurre a la amenaza de negarles la absolución. Acabarán, claro está, por reconciliarse con unas palabras pensadas de antemano que desmentirán sus intenciones ofensivas. Sin embargo, el brillo feroz de su mirada revela claramente que su reconciliación no es sincera. El escándalo de la iglesia habrá hecho florecer magníficamente las semillas de odio que anidaban en ellas. Justine Putet dirá más tarde que Clémentine Chavaigne huele a ratón descompuesto. Y en esto no mentirá, porque sus papilas se verán gravemente afectadas con el solo hedor que le produce la presencia de una rival detestada, cuya suscripción resultó un éxito. Caritativamente informada de la reputación que le confieren, Clémentine Chavaigne revelará bajo secreto, que ha sorprendido en la sacristía una entrevista muy sospechosa entre el pertiguero Coiffenave y Justine Putet. Si creemos a Clémentine Chavaigne, Justine se aprovechaba de la sordera total de Coiffenave para decirle una sarta de obscenidades capaces de erizarle a uno los cabellos dando así libre curso a sus instintos sádicos cuya existencia Clémentine Chavaigne sospechaba hacía mucho tiempo. La taimada, después de alzar la vista al cielo en un gesto de desesperación, susurra al oído de su confidente:

—No me extrañaría que la Putet tratara de seducir al señor cura…

—¿Qué me dice usted, mi querida señorita? —contesta la otra sintiéndose agitado el cuerpo con dulces estremecimientos.

—¿Se ha fijado cómo va detrás de él, de qué modo lo mira cuando le dirige la palabra? Esa Putet es una dominadora inspirada por el infierno, una hipócrita que bajo la capa de la piedad oculta las más perversas intenciones. Me da miedo.

—Afortunadamente el señor cura es un santo varón…

—Y que lo diga usted, mi querida señorita, un santo varón. Y precisamente por esto no ve malicia alguna en los remilgos de la Putet. ¿Sabe usted cuánto tiempo estuvo el otro día en el confesonario? ¡Treinta y ocho minutos, señorita! ¿Es que una mujer honrada comete tantos pecados como para estar confesándose treinta y ocho minutos? Yo se lo voy a decir, mi querida señorita, lo indispone contra nosotras. Y mire usted, tal vez prefiera a mujeres como esa depravada de Toumignon… Me dirá usted que está poseída del diablo y que es una zorra que atrae a todos los hombres con el hedor de sus faldas, pero con mujeres de esa ralea una sabe al menos a qué atenerse. No tienen dos caras…

Esto da idea de cómo están las cosas en los primeros momentos después del escándalo. La opinión pública no ha salido todavía de su asombro. Desde luego, están a uno y a otro lado los partidarios inveterados, los que se encasillan con los ojos cerrados en el bando de la parroquia o en el del Ayuntamiento, pero la masa flotante de la población se manifiesta obedeciendo el dictado de sus motivos particulares. Ahora bien, son necesarias muchas palabras y largas horas de reflexión para adoptar una actitud y las preferencias se basan en motivos que no siempre son evidentes ni siquiera confesables. La envidia está al acecho y ella será la causa de la división que se operará entre el clan de las mujeres piadosas.

¿Quién ha sido el vencedor? ¿Nicolás o Toumignon? No es posible decirlo todavía. Esto dependerá de la importancia de las curas y de la duración de la invalidez de los dos contendientes.

Una cuestión capital y sobre todo emocionante se plantea: ¿quién pagará los platos rotos? «Sin asomo de duda, Toumignon», afirma el bando de la Iglesia, que sostiene que el golpe mortal se lo dio a san Roque el marido de Judith, quien se defiende enérgicamente de tamaña acusación. ¿Cómo formar juicio? En la controversia, Tafardel ha arrojado mucha luz sobre el caso. Se ha hecho explicar el incidente con todos los pormenores y ha solicitado que se le repitieran todas las injurias lanzadas.

—¿Cornudo, ha dicho usted? ¿Nicolás ha tratado a Toumignon de cornudo?

—¡Y no una sola vez, sino varias! —han afirmado Laroudelle, Torbayon y los otros.

En este momento se ha visto a Tafardel quitarse jactanciosamente su célebre panamá, dirigir una solemne reverencia a la iglesia desierta y lanzar este reto a los últimos secuaces del oscurantismo:

—Señores de Loyola, les prevengo a ustedes que habrá risa para todo el año.

Según Tafardel, el erudito de Clochemerle, el vocablo cornudo proferido en público constituye una difamación susceptible de irrogar graves perjuicios al ofendido, tanto en lo concerniente a su reputación como en lo tocante a sus relaciones íntimas. En consecuencia, Toumignon y su mujer tienen perfecto derecho a reclamar a Nicolás por daños y perjuicios. Por tanto, si la parroquia le demanda por rotura de imágenes sagradas, Toumignon obrará perfectamente querellándose contra Nicolás.

—¡Ya encontrará la horma de su zapato el señor Ponosse! —sentencia finalmente Tafardel a modo de despedida.

Después se encamina hacia las alturas del Ayuntamiento y se pone inmediatamente al trabajo. El incidente de la iglesia le proporcionará tema para llenar dos suculentas columnas en El despertar vinícola de Belleville-sur-Saone. Al leer aquella excelente publicación, la gente se enterará, indignada, de las circunstancias en que un matrimonio de honrados comerciantes clochemerlinos se ve empujado al divorcio y tal vez al crimen pasional por los propios esbirros de la Iglesia. ¡El tema, en verdad, da mucho de sí!

¿Se han dado ustedes cuenta? Mientras todo Clochemerle bulle de agitación, un solo personaje permanece invisible, manteniéndose en la sombra: Barthélemy Piéchut, el alcalde. Este hombre calculador, este político sagaz —promotor, al fin y al cabo, de la catástrofe, con su urinario— no ignora la virtud del silencio y de la ausencia. Deja que los impulsivos y los ingenuos se adelanten y se comprometan. Deja hablar a los charlatanes en espera de percibir, flotando sobre la marejada de palabras inútiles, aprovechables vestigios de la verdad. Y antes de mover a los clochemerlinos como peones sobre el tablero de ajedrez de sus ambiciones, calla, observa, medita y piensa el pro y el contra.

Barthélemy Piéchut ve lejos, y los objetivos que persigue los ignora todo el mundo, excepto su mujer, Noémie Piéchut. Sin embargo, esta mujer, adornada con las cualidades de un sepulcro y de una caja de caudales, es la mujer más avarienta de Clochemerle, la más ladina y, en resumidas cuentas, la mejor que el destino podía deparar al alcalde de un pueblo cuyos moradores son de naturaleza levantisca y rebeldes a cualquier disciplina.

Noémie, además de prodigar buenos consejos, es una hormiga ahorradora que nunca se cansa de amasar dinero, hasta el punto de que es preciso contenerla porque comete, por exceso, errores de cálculo. Siempre está dispuesta a sembrar la cizaña entre dos familias si con ello hubiera de sacar algún provecho y a saltar de la cama al despuntar el día para espiar a una criada. Vive demasiado preocupada por el prójimo, está convencida de que todo cuanto posee es el fruto de sus sudores y su principal y casi único defecto estriba en su obsesión por el lucro inmediato. Con este defecto haría la fortuna de no pocos desgraciados arruinados por mujeres manirrotas.

No viéndose, pues, obligado a fiscalizarlo todo y confiando en la destreza de su mujer, Barthélemy Piéchut puede dedicarse a los asuntos propios de su cargo. Sin embargo, las intervenciones de madame Piéchut son de tal naturaleza que abundan entre los clochemerlinos motivos de queja. El alcalde, siempre asequible, no desdeña prestar oídos al descontento de sus conciudadanos. Estas concesiones le granjean una reputación de persona complaciente, accesible, sociable para con los «desheredados», reputación excelente que ha sabido adquirir por su manera de decir encogiéndose de hombros: «¡Eso es cosa de mi mujer! Y ya sabéis que las mujeres…». De ahí que la gente suele decir hablando de Piéchut: «¡Si no fuera por su mujer…!». Por tanto, al mismo tiempo que sirven para trastear a la opinión pública, las intervenciones de su mujer no desbaratan, ni mucho menos, el gobierno de los asuntos de Barthélemy Piéchut.

Otra ventaja de Noémie: nunca tiene celos. Se desinteresa en absoluto de los quehaceres carnales que tan importantes suelen ser en los matrimonios. Nunca se ha divertido en la cama. Naturalmente, en los primeros tiempos de su matrimonio quiso enterarse. En primer lugar, curiosidad, luego vanidad y en último término egoísmo. Dada su manera de ser, esto no era de extrañar, pues habiéndose casado, rica, con Barthélemy Piéchut cuyos únicos bienes consistían en su apostura física y su buen parecido, no quería verse apeada. Con todo, tuvo que convencerse de que Barthélemy era un hombre metódico. Probablemente se casó con ella por el dinero, pero, sobre todo al principio, maldito el caso que le hacía al dinero en lo tocante a sus deberes conyugales… Cosa meritoria, ciertamente, porque Noémie, no solamente no demostraba complacencia, sino que no ponía nada de su parte. Sin embargo, por espacio de algunos años se creyó obligada a percibir con toda regularidad las rentas de su dote. Hasta el día en que, siendo ya creciditos sus dos hijos Gustave y Francine, conminó a Barthélemy Piéchut a que la dejara tranquila. Arguyó que ya tenía bastante trabajo con la casa, los niños, la servidumbre, la cocina, la colada y las cuentas, para perder las horas de sueño en tonterías que se sabía de memoria. Insinuó a Barthélemy que si encontraba mujeres a las que «les gustara eso» le dejaría en libertad de hacer lo que le pluguiera. «Será trabajo que me ahorraré». Frecuentó más asiduamente la iglesia y aumentó aún más su avaricia. Y en esto consistía su mayor placer.

Esta cancelación de hipoteca le resultó a Barthélemy a las mil maravillas. Su mujer había sido siempre un rocín anguloso y tan poco alentadora que a no ser por su acendrado sentido del deber la hubiera abandonado en medio de la calle. Después que los hijos vinieron al mundo, la aridez de Noémie era realmente descorazonadora. Un trabajador como Barthélemy acababa por refunfuñar cuando quería cumplir con sus deberes conyugales y se veía obligado a insistir una y otra vez. Diose cuenta de que su excesivo reposo por las noches iban acumulando en su organismo considerables reservas de energía. Siempre había mostrado gran interés hacia las mujeres. Pero a medida que comenzaba a envejecer, los honores le depararon las ventajas que el poso de los años iba haciendo escasear. Consejero municipal y luego alcalde, a Piéchut nunca le faltaron ocasiones. Si de vez en cuando, incitado por no se sabe qué apremios, abordaba a Noémie, ésta le replicaba: «¿Es que no me dejarás nunca tranquila?», con tanta frialdad que Piéchut hubiera precisado, para insistir, de todo el ciego arrebato de un hombre joven. En la época de este relato había renunciado ya a los «impromptus» imprimiendo a los negocios de amor ese espíritu de previsión que constituía toda su fuerza. Desde hacía mucho tiempo, consideraba a su mujer como su intendente, y, en algunos aspectos, su asociado. Pero Noémie había exigido siempre que tuviesen cama común, por ser ello privilegio de esposa que la diferenciaba de las mujeres de ocasión que podían caer en manos de su marido. Además, sobre todo en las largas noches de invierno, la proximidad era propicia al intercambio de opiniones y proyectos. Y en último término, la cohabitación sustituía ventajosamente a la estufa de la habitación, lo que constituía un ahorro apreciable.

Es hora ya de revelar que el gran proyecto que acariciaba Barthélemy Piéchut desde hacía ya mucho tiempo era llegar a senador en el término de tres años, en sustitución de Prosper Loueche, senador en ejercicio, de quien se aseguraba en los medios bien informados que se hallaba en las lides de la completa memez. Este debilitamiento de sus facultades intelectuales no sería ciertamente un serio impedimento para la renovación de su mandato, de no existir, por contrapartida, un redoblamiento de sus actividades licenciosas. El vejete se interesaba por las mozuelas de una manera generosa, aunque no podía afirmarse que fuera precisamente filantrópica. Había que internarlo de vez en cuando en una casa de salud para sustraerlo a iracundas protestas y demandas de dinero que compensarían a las jovencitas del tiempo que les habían hecho perder unas exhibiciones clandestinas, a fin de cuentas meramente espectaculares. Las actividades del anciano, que hasta entonces no habían trascendido al vulgo, amenazaban con desacreditar considerablemente al partido.

Claro que Prosper Loueche podría objetar que su honorable colega, el señor de Vilepouille, es un hombre de derechas, educado en los jesuitas con los que mantiene excelentes relaciones. Este gran católico figura notoriamente en la primera fila de los hombres prudentes de su tiempo, etiqueta que le deja un margen considerable para la consumación de pequeños delitos, antes de que nadie pueda poner en duda lo irreprochable de su conducta. En cambio, Prosper Loueche, su adversario político y fiel compañero en unas calaveradas que constituyen el consuelo de los últimos años, se puso desgraciadamente en evidencia durante su juventud con sus ideas avanzadas y su afán reformador. Sin embargo, a pesar de que en su edad madura asegurara de palabra y de obra la realidad de su evolución solicitando en primer lugar honores burgueses, manifestando en 1914 en Burdeos el más inflamado patriotismo y clamando luego en la tribuna del Senado que la guerra fuera mantenida hasta el fin con el máximo rigor, Prosper Loueche ha conservado numerosos enemigos. Como no ha podido ponerse en tela de juicio su probidad, por lo menos de un modo suficiente, sus adversarios políticos se han juramentado en meterle mano acusándolo de inmoralidad en su vida privada. Según el señor de Vilepouille, gran señor escudado en la impunidad, a la que se refiere sin intención de perjudicar a su viejo camarada, las derechas están enteradas de sus proezas.

—Lo curioso —dice el senador de Vilepouille, con su porte aristocrático y su voz altisonante— es que Loueche y yo, a pesar de que no comulgamos en las mismas ideas, tenemos los mismos gustos: la fruta un poco verde, amigo mío. A nuestra edad eso nos rejuvenece, pero debo confesar que en este terreno Loueche tiene singulares iniciativas… ¡Ah, unas travesuras deliciosas! ¡Bien se ve que nuestro colega ha sido siempre un innovador!

En resumen, es preciso apear a Prosper Loueche, y rápidamente, pues de lo contrario el partido correrá un gran descrédito. Barthélemy Piéchut lo sabe y maniobra. Cuenta ya con influencias y confía en alcanzar el apoyo de Bourdillat y de Focart, que deben volver a Clochemerle, esta vez separadamente.

Cuando sea senador, Piéchut casará a su hija Francine, que tiene ahora dieciséis años. Es ya una muchacha agraciada e instruida, y los modales adquiridos le permiten codearse con las personas de más rancio abolengo (modales que han costado mucho dinero, que, por añadidura, han percibido las religiosas). Para su hija, Piéchut piensa en los Gonfalon de Bec, de Blacé, una linajuda y noble familia cuya economía se halla aún en peor estado que la fachada de su castillo, que, sin embargo, se alza todavía majestuoso en una elevación del terreno al fondo de un magnífico parque a la francesa, cuyos árboles tienen más de doscientos años… Los Gonfalon de Bec son gente engreída, pero que necesitan dar nuevo lustre a sus blasones. Su hijo Gaétan, de veinte años, será dentro de tres o cuatro, un buen marido para Francine. Se rumorea que Gaétan es un poco cretino y además un inútil. Razón de más. Francine lo tendrá en un puño, pues si no cambia será, como su madre, una mujer avarienta, especialmente dotada para la economía casera y poseedora además de una buena instrucción, cosa de que adolece la madre. Casada con Gaétan, en posesión de un título y de una fortuna considerable, Francine podrá codearse con los Courtebiche y les Saint-Choul, por encima de Girodot, y él, Piéchut, verá reforzada su situación política con el apoyo de los nobles de la región.

Con el sombrero encasquetado hasta la nuca y con los codos sobre la mesa, el alcalde de Clochemerle piensa en todo esto mientras come lentamente. Es preciso que el urinario y la batalla de la iglesia concurran al éxito de sus proyectos. Alrededor de él, sus familiares, dominando su curiosidad, respetan su silencio. Sin embargo, al final de la comida, Noémie pregunta:

—¿Qué consecuencias va a tener esa historia de la iglesia?

—¡Déjame hacer! —responde Piéchut.

Y se levanta de la mesa para ir a encerrarse en la habitación donde suele fumar su pipa y entregarse a hondas meditaciones.

—¡Vuestro padre lo tiene ya todo previsto! —dice Noémie a sus hijos.