15
—Aún tiene que aceptar mi proposición, ¿sabe? —le informó Hadrian Bothwell.
Lord Rosecroft lo había cogido por sorpresa al presentarse sin avisar en su casa a las ocho de la mañana.
El conde asintió lacónicamente.
—Soy consciente, pero otorgado este documento, no me cabe la menor duda de que conseguirá la mano de la dama.
El vicario frunció el cejo y se quedó mirándolo, de pie en el vestíbulo de entrada. Algo no tenía sentido, pero era muy temprano para reflexionar demasiado.
—Entre —lo invitó, conduciéndolo a su despacho—. Pediré té. Puede explicármelo todo mientras mi cerebro se va despertando. Anoche llegué bastante tarde y con un tiempo de perros.
St. Just vaciló, pero con un suspiro que sonó a resignación, siguió al reverendo al interior de una sala cómoda y ordenada, con un buen fuego en la chimenea, dos mullidos sillones de orejas colocados cerca de la misma y un escritorio situado de tal forma que su ocupante pudiera aprovechar la luz que entraba por el ventanal.
—En este sitio es donde mejor pienso, con los pies en alto y la barbilla inclinada sobre el pecho.
—Y los ojos cerrados para concentrarse mejor, sin duda —añadió St. Just—. ¿Es difícil ser vicario?
—Depende de la parroquia, supongo, y del vicario. En mi caso, cada día se me hace más difícil. —Tiró de un cordón dos veces—. Mis recuerdos de este lugar no son... gratos y sé que mi hermano me necesita. Además, cuando llegué hace cuatro años, confiaba en que mi actitud sirviera para que los feligreses ampliaran sus miras, pero a ese respecto he fracasado estrepitosamente.
Una fornida mujer de cierta edad entró con la bandeja del té, que colocó delante del reverendo. Cuando se fue, Bothwell levantó la tapa de la tetera de porcelana blanca y examinó el contenido.
—Me gusta bastante fuerte. ¿Y a usted?
—A estas horas me irá bien fuerte. ¿Le han dicho en esa reunión en Ripon quién lo va a sustituir?
—¿Sustituirme? —Bothwell soltó una amarga carcajada—. ¿Intenta deshacerse de mí, Rosecroft? —preguntó en tono de broma, aunque el fondo de la cuestión era sincero.
—No —contestó él con un suspiro, reclinándose hacia atrás—. Esto nos trae de nuevo a la razón por la que me he presentado aquí a una hora tan intempestiva.
—La orden judicial. —El vicario le entregó una taza de té bien cargado y se sirvió otra para él.
—La orden judicial, sí. Si la señorita Emmie tiene la custodia de Winnie, creo que así aumentarán sus posibilidades de convertirla en su vizcondesa.
Discutieron sobre el tema durante un rato más e intercambiaron comentarios a medias palabras, como solían hacer los hombres cuando se movían sobre arenas movedizas.
—Entonces, ¿Emmie se muda hoy a la casita? —preguntó Bothwell cuando St. Just se levantaba para marcharse—. ¿Necesita ayuda?
—No necesitamos ayuda, gracias. Llevamos toda la semana trasladando bandejas, rejillas, recipientes de loza y todo tipo de cosas para cocinar. Ella no llevó a la mansión todos sus efectos personales, de modo que la mundanza en sí será bastante sencilla.
—Tal vez vaya a visitarla después de los servicios de hoy. —El vicario asintió con una sonrisa, deseando sin duda que llegara pronto el momento de verla—. Tendré que preparar a toda prisa un sermón sobre los males de decepcionar al reverendo de la parroquia de uno, ¿no le parece?
—Eso no tendría sentido, ¿no cree?
—¿Y cómo es eso?
—No ha logrado convencer a Emmie de que asista a misa —contestó St. Just camino de la puerta—. No tiene sentido que malgaste su sabiduría en los píos feligreses que asisten a todas las misas.
Bothwell frunció el cejo, no muy seguro de si se estaba burlando de él, insultándolo o reprendiéndolo, pero guardó silencio hasta que oyó cerrarse la puerta de la entrada. Las dos tazas de té habían ayudado, pero lo cierto era que el día anterior había sido el peor para viajar. Aun así, un día más entre los mojigatos de sus hermanos y habría empezado a soltar todas las maldiciones que recordaba de su época de colegio y universidad.
Dejó caer sus agotados huesos en su sillón favorito, se sirvió una tercera taza de té y apoyó los pies en el hogar. Dio cuenta de la taza en pocos sorbos mientras reflexionaba sobre los tres corderos de su rebaño que residían en Rosecroft, en realidad, técnicamente un cordero, una oveja y un carnero. Reflexionó sobre sus obligaciones con cada uno de ellos como pastor —aunque el término fuera un poco exagerado—, amigo (más exagerado todavía), pretendiente y posible padrastro. Las obligaciones y consideraciones se mezclaban, entrecruzaban y enmarañaban un poco más, hasta que, al final, Bothwell inclinó la barbilla sobre el pecho y se quedó dormido.
Devlin miró la hora en el reloj de pared de la biblioteca y frunció el cejo. Se había pasado la última hora leyendo las cartas de su madre, algo que se había convertido en un acto de devoción que realizaba con regularidad. Con frecuencia, se metía una o dos en el bolsillo y las releía en los momentos más inusitados, textos que prácticamente había memorizado. Ese día en particular le estaba resultando reconfortante y doloroso al mismo tiempo tener sus palabras escritas en la mano. Dobló las últimas tres cartas, se las guardó en el bolsillo interior y, mentalmente, trató de prepararse para lo que tenía que hacer a continuación, que no era otra cosa que llevar a Emmie de regreso a su casita y asegurarse de que tuviera todo lo que necesitaba.
A su vuelta a Rosecroft, se había encontrado con una triste Winnie y un Val un poco menos chistoso que de costumbre. Al día siguiente, a esas mismas horas, probablemente se enteraría de que Emmie había aceptado la proposición de Bothwell y él no podría hacer nada al respecto. Sería mejor que se casara con el reverendo a que se ocultara a saber dónde en su obsesión por conseguir que la pequeña tuviera la vida que merecía en Rosecroft.
—¿Te has despedido de Winnie? —le preguntó a Emmie más tarde en el vestíbulo principal antes de partir.
—No está muy contenta conmigo —contestó ella—. Creo que se está escondiendo adrede y, si no te importa, preferiría terminar cuanto antes con las despedidas.
—¿Has mirado en su habitación?
No era propio de Winnie evitar la confrontación, pero Emmie no tenía ganas de ponerse a buscar por toda la casa y terminar pasándose una hora secando lágrimas y perdiendo combates verbales.
—Sí, he mirado, y también en los establos —respondió ella, abatida—. Supongo que estará escondida en la sala de música, con Val, que sin duda será mejor compañía que yo.
—Como quieras. —Devlin cogió la vieja maleta negra que contenía el resto de sus pertenencias, le ofreció el brazo y la ayudó a subir al carruaje. Había dejado de llover, nevar o caer aguanieve, pero el cielo seguía cubierto y amenazador.
»Un clima apropiado para la ocasión, ¿no te parece? —señaló colocando la maleta detrás del asiento.
Ella echó un vistazo al cielo e hizo una mueca.
—Supongo. —Mantuvo la vista fija al frente mientras Devlin se sentaba a su lado y cogía las riendas.
—Aún estás a tiempo de cambiar de opinión, lo sabes, ¿verdad? —le recordó él con suavidad.
Emmie lo miró como queriendo descifrar si se refería a lo de volver a la casita, a casarse con Bothwell o a rechazarlo a él, pero lo único que hizo fue negar con la cabeza.
Hicieron el triste trayecto en silencio. Emmie esperó a que Devlin bajara y rodeara el vehículo para ir a ayudarla, y si vaciló un momento antes de ponerle las manos en los hombros, y aún más antes de apartarse, él no comentó nada.
—Ya estás aquí —dijo, dejando la maleta en el vestíbulo—. Deja que te encienda el fuego al menos.
—Iba a... —Miró a su alrededor como si viera la casa por primera vez y se frotó los brazos—. Iba a poner una tetera. ¿Te apetece una taza?
—Emmie... —La miró con el cejo fruncido, sin saber qué era lo que tenía que hacer. Al verlo vacilar, ella lo miró casi suplicante, así que Devlin terminó capitulando—. Una taza, pero entonces deja que meta a César en el establo y me cerciore de que Roddy está bien, ya de paso.
—Una taza —insistió ella, inesperadamente aliviada.
Mientras trajinaba en la enorme cocina, St. Just metió al caballo en una cuadra con heno y agua, rascó la frente suave del mulo y encendió la chimenea en el salón del piso de abajo y en el dormitorio de Emmie. Era la primera vez que entraba en su habitación y se le antojó que era bonita, femenina y acogedora. La cama era enorme, decorada con almohadas, faldones y encajes por todos lados, lo que le daba el aspecto de un bombón gigante.
Salió del dormitorio y cerró tras de sí, deseando no haber visto la cama.
—No llevas más que unos minutos en casa y ya huele divinamente —comentó, al llegar a la cocina.
—He puesto un poco de canela en la tetera. Tu té —dijo, entregándole una taza de desayuno grande, no una delicada tacita de té, y le indicó el banco cerca de la chimenea—. El fuego de la cocina estaba encendido, así que ésta debe de ser la única habitación confortable de toda la casa en estos momentos.
Se sentó en el banco, apoyada contra la pared, y él se sentó a su lado. Bebieron su té, el remedio universal para todo, mientras escuchaban el crepitar del fuego y el reloj marcaba los minutos, el final de lo que podría haber sido.
—¿Estarás bien? —preguntó Devlin, dejando a un lado la taza.
—Sí —contestó ella, mordisqueándose una uña.
Él se levantó con la intención de irse de allí como alma que lleva el diablo para dejar que la pobre llorara en paz y, tal vez, por su parte pudiera hacer lo mismo.
—St. Just. —Emmie se levantó y le rodeó la cintura con los brazos. Mucho más despacio, casi renuente, Devlin la rodeó a ella. Quería ofrecerle palabras de consuelo, pero la pena le cerraba la garganta, así que se limitó a abrazarla, cerró los ojos e inspiró su dulce fragancia por última vez—. Abrázame —susurró Emmie con desesperación—. No debería pedírtelo y tienes todo el derecho a...
—Calla —murmuró él, acariciándole la espalda—. Te abrazaré. Está bien, no pasa nada.
Ella lloró en silencio, un llanto mucho más ruidoso y desesperado que otras veces, y lo único que podía hacer él era abrazarla. No había consuelo que valiera, para ninguno de los dos. No había mentiras piadosas, ni palabras corteses que redujeran el dolor. Tenían que soportarlo como pudieran. Cuando se tranquilizó, Devlin regresó al banco con ella y se sentó a su lado.
—No puedo evitarlo, Emmie, pero creo que si tanto nos duele tomar este camino, tal vez no sea el adecuado —dijo, cogiéndole la mano entre las suyas.
—Tonterías —contestó ella, limpiándose las mejillas con un pañuelo de él—. No puede ser más difícil que muchas de las cosas que tú o cualquier otro soldado hayáis afrontado. Es sólo que...
Devlin esperó, preguntándose si ahora que su decisión se había convertido en una realidad confiaría por fin en él.
—Voy a echarla de menos.
Cinco palabras que aludían a toda una vida de sacrificio y pesar.
—Y ella te echará de menos a ti —respondió—, igual que yo. Le diré a Stevens que venga mañana para ver si se te ha olvidado algo o necesitas alguna cosa.
Emmie asintió, pero cerró los ojos un momento. Devlin supo que estaba aceptando el significado que ocultaban sus palabras, que él no daría vueltas alrededor de su casita como un cachorro abandonado, buscando excusas para tomar el té en su cocina y prolongar así el tormento de ambos. Le debía algo más que eso y, sinceramente, no podría soportar saber que seguía deseándola incluso después de que ella se comprometiera con Bothwell.
—Adiós, Emmie Farnum —se despidió, ahuecándole la palma de la mano contra la mejilla—. Sé feliz.
—Y tú —respondió ella, volviendo la cara dentro de su palma—. Mereces ser feliz y... gracias, por todo.
Bonitas palabras de despedida. Devlin cogió la capa de la percha y salía ya por la puerta trasera para enganchar el coche y seguir con su desgraciada vida, cuando llamaron con fuerza a la puerta principal.
—¿Esperas visita? —preguntó. Había oscurecido poco después de que llegaran, por lo que no era hora de visitas.
—Pues claro que no —contestó Emmie, dirigiéndose a la entrada de la mano de él. Val estaba en el porche, arrebujado en su abrigo y respirando fatigosamente.
—Valentine —dijo su hermano, enarcando una ceja, perplejo.
—Entra —lo invitó Emmie, cogiéndolo por la muñeca.
El joven tardó varios minutos aún en recuperar el aliento.
—No encuentro a Winnie —anunció entre jadeos—. Creía que estaría en su habitación, escondida —explicó, haciendo una señal con la cabeza en dirección a Emmie—. Pero cuando os habéis marchado, he subido a buscarla. No quería que estuviera... sola.
—Tranquilo, respira —lo tranquilizó Devlin maldiciendo a la niña por montar todo aquel jaleo—. Probablemente esté con Scout en los establos, o en la habitación de Emmie, donde nadie iría a buscarla.
—¡No! —exclamó Val con patente frustración—. Le he pedido a Steen que organizara al personal. Hemos buscado por toda la casa, Dev, incluso en el desván. Hemos mirado en las cocheras, en los establos, en las bodegas, en todas partes. No hay señal de ella ni de Scout.
—Dios mío —susurró Emmie, rodeándose la cintura con los brazos. De repente, parecía pequeña, perdida, a punto de desmayarse.
—Vamos a la cocina —le dijo Devlin a su hermano. Rodeó la cintura de ella con un brazo y la estrechó contra sí—. Solucionaremos esto, Emmie. No puede haberse ido muy lejos andando y al menos ha tenido la sensatez de llevarse al perro. Dejará rastro y hará ruido.
—Pero hace frío —susurró ella—. Hace frío, está triste y es una cabezota. No se dará cuenta de lo peligroso que es que coja un resfriado. Mi tía murió de un resfriado.
—Chist —la calló él, abrazándole la cintura por detrás. Permaneció así, con la barbilla apoyada en la coronilla de ella, y dejando que Emmie absorbiera su calor, su fuerza y su serenidad, mientras Val seguía dándoles detalles.
—¿Cuándo la han visto por última vez?
—Hacia las nueve. Tú acababas de llegar de montar a caballo y ha entrado en la sala de música, según Steen.
—Eso ha sido esta mañana —señaló Emmie, aterrada—. Y yo creyendo que se estaba portando mal todo el día.
—Se está portando mal —murmuró Devlin.
—Hay más —añadió Val, mirando de modo muy significativo a Emmie, que seguía acurrucada entre los brazos de St. Just.
—Desembucha —lo instó éste—. No tenemos tiempo que perder.
—Stevens dice que hay huellas que siguen el sendero que abriste a lo largo del muro de piedra, por detrás de los establos. No de Winnie, sino de Scout. Al abrigo del muro quedaba un poco de nieve y por eso se ha fijado en las huellas. El perro ha pasado por ahí hace poco. El suelo está blando después de la lluvia de ayer y Stevens conoce las marcas del perro.
—Así que Winnie ha ido al bosque —concluyó Devlin—. Puede que allí esté protegida del viento, pero la temperatura descenderá severamente ahora que es de noche.
—Dios mío, Dios mío... —Emmie pasó de la palidez a un tono ceniciento—. En otra ocasión, huyó hacia el lago, pero ahora está comenzando a helarse. Me fijé hace un par de días, viniendo de Rosecroft con algunas cosas de la mudanza. Quizá ha pensado que ya estaría duro para patinar y puede haberse caído al agua.
Devlin la soltó y cogió su capa.
—Val, tú vuelve a Rosecroft por si Winnie ha regresado. Coge el coche y llévate a Emmie. Si Win aparece, querrá verla.
—No pienso quedarme sentada en tu cocina, bebiendo té sin hacer nada —protestó ella, levantando la barbilla con expresión beligerante—. Y menos mientras tú das vueltas por el bosque. Podrías perderte también.
—Sé dónde está el lago, Emmie —repuso él con toda la calma que pudo. Cogió un farol de la pared y comprobó que tenía aceite.
—No conoces el bosque tan bien como yo —insistió ella—. No hay luna y, Devlin, no puedo quedarme sin hacer nada. Todo esto es por mi culpa...
—No es culpa tuya —replicó él con más brusquedad de la que pretendía. Prendió una astilla en la estufa de la cocina y la empleó para encender el farol—. No es la primera vez que se escapa, pero pongo a Dios por testigo de que no volverá a hacerlo. Por favor, vete con Val.
—No lo haré —se negó Emmie, cruzándose de brazos, una postura que a Devlin le recordó a la niña por la que tan preocupados estaban.
—Muy bien —concedió, reacio a perder más tiempo discutiendo, sobre todo porque ella tenía razón—. Val, vuelve a Rosecroft andando si no quieres entretenerte enganchando a César. Emmie, ¿tienes alguna arma?
—Una vieja pistola. ¿Por qué?
—Para que pueda hacer una señal si la encontramos. Val, dos disparos espaciados en el tiempo. Responded a la señal de igual forma. La llave del armero está en el último cajón de mi escritorio.
—Dos disparos espaciados —repitió su hermano—. Tienes media docena de caballos que se pueden ensillar y hombres para la búsqueda. ¿Quieres que me ocupe de organizarlo?
Él negó con la cabeza.
—De momento no. Bastante difícil va a ser ya seguirle la pista con la alfombra de hojas que cubre el suelo del bosque. Será mejor que no metamos a los caballos y que lo pisoteen todo. A ver qué averiguamos Emmie y yo antes. Un solo disparo será la orden para organizar la partida de búsqueda. Responded a la señal de igual forma también en este caso.
—Entendido —dijo Val, dándole un beso a Emmie—. La encontraremos, Em. Toda la casa está rezando por que vuelva sana y salva, y está con el perro.
—Sí. Con Sir Scout. Gracias a Dios.
—Barón Scout —la corrigió Devlin, empujándola hacia la salida con una mano y con el farol en la otra—. Pero después de esto, le daré mi maldito condado si consigue que no le pase nada a esa niña. Abrígate. Hace un frío que pela y me parece que va a empezar a nevar de un momento a otro.
Emmie se puso una segunda capa, los guantes y una bufanda alrededor de las orejas y la boca.
—La encontraremos —aseguró Devlin cuando atravesaban el jardín trasero— y, cuando la tengamos, la abrazaremos y le daremos unos azotes.
Emmie no dijo nada, aunque los dos sabían que si Winnie se había ahogado, habría que enterrarla, de nada servirían los azotes.
—La encontraremos —repitió él—. Reza, peinaremos el bosque y aparecerá, Em.
Devlin andaba con cautela porque el suelo estaba sembrado de piedras heladas y hojas mojadas con las que se podían resbalar si no se andaban con ojo. Poco después, llegaban al lago, una mancha negra en el lugar que fue lúgubre espacio de recreo bajo el sol de verano, un sitio lleno de recuerdos para ambos y en ese momento tétrico como una tumba.
—No está aquí —anunció Emmie desconsolada—. A menos que esté en el agua —añadió, señalando con la cabeza la oscuridad insondable del lago.
A Winnie le castañeteaban los dientes, tenía los dedos de pies y las manos entumecidos por el frío y hacía ya mucho rato que se le habían terminado los panecillos con mantequilla que había guardado a escondidas para su perro y para ella. Scout, normalmente alegre, aunque con cara de perplejidad, la miraba ahora con expresión de reproche, mientras que Herodoto, por su parte, comía heno con absoluta indiferencia hacia sus invitados, sin disimular su desdén.
—Por poco nos descubres —lo riñó Winnie. A punto había estado el conde de encontrárselos al entrar en el pequeño establo. Le había dado el tiempo justo de sacar a Scout por la puerta de atrás cuando Rosecroft entró con César en la cuadra libre. El caballo se había dado cuenta de que había alguien detrás del granero, pero había sido Herodoto el que había levantado su corto cuello y prácticamente había señalado por dónde se habían ido ella y su perro.
»Al menos tú sabes estar callado —dijo Winnie, dándole unas palmaditas a Scout, confortablemente cálido, aunque no olía muy bien, precisamente—. Pero Scout, ¿qué vamos a hacer ahora? Nunca me había ido tan lejos y la señorita Emmie ha abandonado Rosecroft de todos modos.
El buen barón se reservó sus comentarios, pero levantó las orejas, alertando con ello a su dueña sobre las voces que llegaban del jardín trasero. Le advirtió al perro que no ladrara poniéndole la mano en el hocico, frío, mojado y resbaladizo y aguzó el oído.
—La encontraremos —decía St. Just, pero el resto de sus palabras se perdieron en la noche fría y negra, conforme se adentraban en el bosque.
—Bien —susurró Winnie al oído de Scout—. Que me busquen. Podríamos irnos a vivir a Surrey con Rose y lord Amery. Él haría entrar en razón a la señorita Emmie y puede que también a Rosecroft.
Pero por el momento hacía demasiado frío para pensar en lanzarse a semejante aventura. Tenía hambre y sed y estaba congelada, además de tener unas ganas tremendas de hacer pis, pero hacía demasiado frío para ponerse a ello.
—Vamos, Scout —dijo, saliendo de los establos—. No se les ocurrirá buscarnos en un lugar del que acaban de salir y, por la mañana, toda la parroquia sabrá lo mema que es la señorita Emmie. El reverendo no se casará con ella si insiste en quedarse con nosotros y eso es exactamente lo que debería hacer si no quiere pasar más noches recorriendo el bosque a oscuras con Rosecroft.
Valientes palabras, aunque no parecieron impresionar demasiado al maloliente barón. Winnie entró por la puerta trasera y fue un verdadero alivio encontrar la cocina tan calentita. Estaba haciendo mucho frío fuera.
—Vamos, Scout. También está encendida la chimenea del salón. —Rebuscó antes en la cocina, bien abastecida en previsión de la marcha de Emmie, y encontró más panecillos, recién hechos esta vez. El perro dio cuenta de los suyos en dos bocados, pero Winnie acompañó los de ella con leche fría. En cuestión de minutos se quedó dormida como un tronco, con su fiel compañero buscando el calor de la chimenea, y tuvo dulces sueños.
—Ha estado aquí —dijo Devlin, arrodillándose en el suelo embarrado y cubierto de hojas, alumbrándose con el farol. Examinó detenidamente, paso a paso, todo el perímetro del lago y, cuando terminó, se incorporó—. Podría haberse caído desde aquella roca. —Señaló hacia el lugar en el que vio a Emmie lavarse el pelo meses atrás—. Pero aparte de eso, no hay rastro de resbalones a lo largo de la orilla en ningún otro punto de todo el lago. Las huellas siguen en aquella dirección —agregó, señalando hacia la casa—. Pero pierdo el rastro al llegar a las hojas.
—Y ahora ¿qué? —preguntó Emmie observando el agua, como esperando encontrar allí las respuestas.
—Disparar una vez —respondió él, cogiéndola de la mano para volver a la casa de ella—. Me vendría bien comer algo. Parece que va a ser una noche larga y fría.
Al llegar a la acogedora cocina, Emmie intentó desatarse los lazos de la capa, pero tenía los dedos entumecidos por el frío. Al verlo, Devlin le apartó las manos y se la soltó él mismo, aunque dejándola sobre los hombros. A continuación, le quitó los guantes y le apretó las manos entre las suyas.
—¿Cómo puedes tener las manos tan calientes? —preguntó ella, sometiéndose a sus cuidados sin protestar.
—Mi tamaño tiene mucho que ver. Soy como los caballos de tiro, musculoso y fornido, por eso el frío no me afecta tanto, al menos durante un rato. Dime dónde tienes la pistola para avisar a Val.
—En en el salón—contestó ella, sacando las manos de entre las suyas—. En la estantería que está junto a la chimenea.
—¿Tienes algo para limpiarla?
—Debería estar todo en la misma caja.
—Iré por ella. ¿Qué te parece si mientras preparas algo para comer? Algo sencillo.
Cogió el farol de donde lo había dejado para iluminar la puerta trasera y se dirigió hacia el salón. Examinó las estanterías, primero la más alta, que le llegaba a la altura de los ojos, y después la del centro. Allí estaba la pistola, en su caja de madera. No había estado en la casa el tiempo suficiente para darse cuenta de si alguna cosa estaba fuera de lugar, pero lo cierto era que algo no olía muy bien en el salón apenas iluminado por el farol. Era muy extraño, porque alrededor de Emmie siempre olía a limpio, más que limpio en realidad.
Olía a húmedo de manera bastante desagradable. Se dio la vuelta muy despacio y el farol captó el reflejo de unos fulgurantes ojos verdes un poco por encima del suelo, delante del sofá. Lo primero que se le ocurrió fue que algún animal salvaje había entrado en la casa buscando el calor y después que tal vez fuera el famoso Gan, pero en ese momento, el animal poseedor de aquellos ojos verdes se levantó y se acercó a lamerle la mano.
El alivio se apoderó de él cuando levantó el farol y vio a la niña dormida en el sofá.
—Buen chico —musitó, dándole unas cariñosas palmaditas al animal, sin alzar mucho la voz—. Pero que muy buen chico.
El perro regresó al sitio que ya había calentado y reanudó su siesta.
Devlin se volvió sin hacer ruido y regresó a la cocina con la pistola.
—Emmie —dijo, quitándole el cuchillo con el que estaba cortando pan, dejándolo en la encimera y llevándola al salón—. Winnie está bien, está en casa.
Ella se llevó la mano a la boca y si Devlin no la hubiera sujetado por la cintura, habría corrido al sofá a abrazar a la niña. Sin embargo, se dejó conducir de vuelta a la cocina.
—Gracias a Dios —susurró—. Gracias a Dios, gracias a Dios.
—¿Puedo limpiar la pistola?
—Sí —afirmó, retrocediendo—. Límpiala, sí.
Mientras él se ocupaba del arma, Emmie observaba a Winnie desde la puerta del salón.
Al rato se oyó, bastante amortiguado, el primer disparo, una pausa, y luego el segundo, seguido de otros dos en respuesta. A juzgar por el sonido, se dio cuenta de que St. Just tenía que haberse alejado bastante antes de disparar.
«Qué hombre tan considerado», pensó acto seguido, dándose cuenta de que hacía tiempo que no encontraba razones para tildarlo de bárbaro. ¿Qué demonios pensaba? Era un buen hombre, no siempre fácil, pero bueno al fin y al cabo.
Iba a echarlo mucho de menos el resto de su vida.
Apartó la vista de la niña y regresó a la cocina.
—Si todavía tienes hambre, puedo prepararte algo para cenar.
—No hace falta —respondió él sin hacer ademán de quitarse la ropa y las botas húmedas.
—¿Quieres que despierte a Winnie? —la planteó Emmie, tratando de disimular su decepción.
—¿Despertarla para qué? —preguntó Devlin sinceramente perplejo.
—Para que pueda regresar a Rosecroft contigo —contestó ella con toda la calma que pudo. ¿Por qué se empeñaba St. Just en ponérselo aún más difícil?
—Emmie... —comenzó él, pasando de la confusión a la incredulidad—. No puedes pasar por alto el hecho de que Win ha arriesgado su vida para impedir que te fueras. Tiene que estar contigo.
Lo dijo en voz baja, pero Emmie sabía lo mucho que le estaba costando decirlo, porque ella misma tenía ganas de gritar.
—Seguro que eres consciente —repuso— de que no podemos exponerla a otro cambio más. Rosecroft es su hogar, tú eres su tutor y ya me has asegurado que pondrás a su disposición todos tus recursos.
Él se pasó la mano por el pelo y se apretó los ojos con la palma de las manos.
—Será mejor que pongas la tetera.
—Y será mejor que tú te quites esa ropa mojada —dijo ella sin levantar la voz—. La tenderemos para que se seque mientras te tomas el té.
Dejó que Emmie lo ayudara a quitarse el abrigo, luego se desabotonó el chaleco y le tendió ambas cosas. Ella se dirigió al salón sin hacer ruido y puso el abrigo en el respaldo de un sillón de orejas y el chaleco en uno de los brazos. Oyó el crujido de un papel dentro de uno de los bolsillos interiores del chaleco, lo sacó y lo dejó en el sillón de enfrente, para que se secara también y la humedad no estropeara lo escrito.
Al volver a la cocina, St. Just estaba terminando de preparar las tostadas de pan con queso que Emmie había empezado a hacer cuando descubrieron a Winnie. Pusieron las tostadas y el té en una bandeja encima de la mesa y se sentaron el uno frente al otro.
—¿Qué es lo que querías decirme? —preguntó ella, deseosa de terminar con aquel asunto de una vez, pero por otro lado no quería que él se fuera nunca.
Ni Winnie. Claro que no quería que se fuera la niña.
—No puedes dejarla conmigo, Emmaline Farnum —contestó St. Just con voz queda.
—Eso es una tontería —replicó ella, bebiendo un sorbo de té—. Winnie tendrá más posibilidades de tener una buena educación y que la alta sociedad la acepte si está a tu cuidado. Ya hemos hablado de esto, Devlin.
—No conoces al hombre que estás dispuesta a dejar que se ocupe de Winnie —la advirtió él, sosteniendo la taza entre ambas manos—. Crees que lo sabes, Emmie, pero no lo sabes.
—Dime. Si crees que existe algún motivo por el que no puedas cuidar de ella y que yo deba saber, dímelo. Te escucho. Pero dudo mucho que vayas a hacerme cambiar de idea.
—Una vez me preguntaste por Waterloo —dijo Devlin, tragando saliva, cerrando los ojos al pronunciar el nombre de la batalla.
—Sí —respondió Emmie con un escalofrío.
Sabía que St. Just había visto y hecho cosas horribles. Cosas que se esperaba que los soldados fueran capaces de hacer en época de guerra, pero por alguna razón, el miedo que veía en sus ojos le decía que aquello era peor, para él al menos.
—Sabes que he matado a muchos hombres —comenzó—. Algunos no eran más que unos niños, pero como llevaban uniforme, matarlos estaba justificado.
—Yo no sólo lo justifico —intervino ella, dejando a un lado la taza, deseosa de cogerle las manos entre las suyas—, te aplaudo por ello. Te estoy agradecida por lo que hiciste, aunque lamento mucho las secuelas que esa época te ha dejado.
—También maté a dos mujeres —prosiguió, mirándola a los ojos—. Ejecutadas por espiar para los franceses. Ellas no llevaban uniforme, Emmie, pero aun así apreté el...
Dejó las palabras en el aire y bajó los ojos. Ella alargó la mano por encima de la mesa y lo cogió de la muñeca.
—Eran el enemigo —dijo con suavidad—. Más atroz si cabe por ser mujeres y mucho más difícil para ti cumplir con tu deber. Era la guerra, Devlin, y todos conocían los posibles costes.
Él asintió, pero se soltó de ella con cuidado.
—Te contaré lo que ocurrió en Waterloo —continuó con voz queda y resignada—. Tienes derecho a saber. No, necesitas saber, lo que tendrá que afrontar Winnie si la dejas conmigo.
Ella aguardó a que siguiera. El fuego crepitaba en el silencio.
—El de Bonaparte no era el ejército más disciplinado del mundo. Tampoco contaban con el mejor equipamiento o los mejores caballos. Los soldados no eran muy profesionales, pero sí eran valientes. Cuando Bonaparte escapó de Elba, los arrastró por toda Francia hasta llegar a Bruselas, cuando todos confiaban en que se detendría en la frontera. A Wellington le dio tiempo a agrupar sus líneas a lo largo de un sistema montañoso que rodeaba Waterloo y allí aguardó a que el emperador cruzara la frontera.
Su voz se tornó distante, la vista fija en sus recuerdos, pero en sus ojos, Emmie vislumbró el horror.
—Te has fijado en que me pongo nervioso cuando truena —le planteó, mirándola.
—Me he fijado, sí, pero parece que vas mejorando.
—No son sólo los truenos, Emmie. Es la lluvia, los truenos, el zumbido de las moscas, el olor del barro, el sonido de una guitarra española o el de una estampida de caballos. Durante los primeros meses después de que Val me llevara a rastras a casa, lo único que quería oír era el silencio o su música. Mi hermano percibió que necesitaba ahogar los demás sonidos... Dejémoslo, estoy divagando. —Inspiró profundamente y soltó el aire antes de continuar—: La víspera de la batalla estaba lloviendo. No una tormenta de verano, sino un verdadero diluvio, torrentes helados de agua que convirtieron el despliegue a lo largo de aquella cadena montañosa en un verdadero infierno. Jamás olvidaré los olores, aunque viva cien años. El barro, los uniformes calados y la impedimenta mojada, el miedo... Luego amaneció un día de calor infernal aún más insoportable. La artillería se puso en marcha. Pero entonces, justo cuando creíamos que nos iba a estallar la cabeza a causa de los cañonazos, el fuego cesó y lo que sobrevino fue todavía peor. Aguardamos expectantes a que los franceses cargaran, porque nuestros refuerzos se iban acercando a medida que transcurría el día.
Emmie observaba cómo los recuerdos amenazaban con aplastarlo bajo un peso insoportable y recordó la escena con Winnie y sus soldaditos de juguete: «“¿Por qué no avanzan estos malditos franceses?” Oh, Dios mío...».
—Al final, cargaron contra nosotros. El campo se había convertido en un terreno pantanoso en el que sus caballos se hacían daño, pero los franceses repitieron la carga montaña arriba, una y otra vez, y cada intento les suponía más víctimas, más caballos lisiados o moribundos, que luchaban denodadamente por levantarse del suelo, más camaradas muertos que no lograban apartarse a tiempo para salvar la vida.
Guardó silencio durante largo rato, pero Emmie temía que aquello no fuera más que la preparación para lo que iba a venir a continuación. Le cogió la mano de nuevo y, esta vez, St. Just se lo permitió.
—La batalla se saldó con cincuenta mil bajas entre muertos y heridos y casi la mitad de esa cantidad entre caballos muertos o heridos de muerte. Conduje una partida de hombres al campo de batalla para recuperar la impedimenta que se pudiera salvar. Los carroñeros ya estaban dando buena cuenta del festín, vaciando los bolsillos hasta de los que no estaban muertos. Los médicos iban por delante, pero mi unidad tenía que recoger las armas, munición y resto de impedimenta que se pudiera salvar.
»Algunos de mis hombres estaban heridos, pero sabían que admitir que eran heridas graves significaba que los dieran de baja del ejército, de modo que fuimos comprobando el estado de los caballos caídos, uno por uno, avanzando a trompicones entre el fango y maldiciendo, pero Emmie... —Clavó en ella la mirada de alguien que había visto lo que era el infierno—. No todos estaban muertos. Algunos habían sido heridos dos días antes, algunos tan sólo unas horas, y no...
Ella le apretó la mano y no se la soltó. En realidad, deseaba que no lo hiciera, pero lo instó a continuar.
—Los soldados me entregaron sus armas y la munición, y animal moribundo que encontrábamos, le disparábamos para acabar con su sufrimiento. —Tragó saliva, los ojos fijos en aquel terrible recuerdo—. Era una violación de las órdenes, pero ninguno de mis hombres protestó por que se utilizara la munición con ese propósito. Cuando nos quedamos sin balas, utilizamos los cuchillos, hasta que perdí la cuenta...
Aferraba la mano de Emmie con una fuerza feroz, pero ésta no dijo nada. A Devlin le hacía falta contarlo, porque, si no, los recuerdos lo perseguirían toda la vida. Ella lo sabía por experiencia propia. Llevaba cargando sus propios secretos demasiado tiempo. Podía hacer aquello por él y tener el privilegio de ser la depositaria de sus confidencias, por muy lúgubres que éstas fueran.
—Había una yegua —continuó St. Just, bajando la voz hasta un susurro desapasionado que auguraba detalles aún más oscuros—. Un elegante animal de color negro que había buscado refugio en una arboleda cercana. Los caballos suelen hacerlo. Pregúntale a cualquier oficial curtido en la batalla y te hablará de algún caballo que, aun herido mortalmente, había puesto a salvo a su jinete antes de sucumbir. La habían alcanzado en el costado con una bayoneta. Había sangre por todas partes, pero ella seguía tratando de ponerse en pie. Estaba muy débil, pero continuaba agitando la cabeza y revolviéndose sin emitir ni un sonido. No se veía al jinete por ningún lado, pero confiaba en que se hubiera salvado aunque sólo fuera por ella. La yegua lo sabía, Emmie...
Se detuvo una vez más y ella vio que tenía las mejillas mojadas por las lágrimas, aunque no se le notaba el llanto en la voz.
—Sabía que yo estaba allí para poner fin a su sufrimiento y dejó de moverse para que pudiera abrirle la garganta y esperar a su lado hasta que murió. Dije la oración estúpida e inútil de siempre y seguí adelante con mi unidad. No nos habíamos alejado mucho cuando un grupo de carroñeros entró en la arboleda. No sé por qué les presté atención, pero estaban tan contentos, dando gracias al emperador por brindarles la posibilidad de llenar tantos calderos con algo para comer y bla, bla, bla. No debería haber mirado, no debería haberme permitido darme la vuelta y mirar, pero lo hice... Estaban descuartizando a la pequeña yegua. Estaba muerta, yo sabía que estaba muerta, pero pensé qué habría sucedido si yo no hubiera llegado unos minutos antes y deshonré mi uniforme.
Emmie le cogió ambas manos con las suyas y agachó la cabeza. Las lágrimas empezaron a rodar también por sus mejillas.
—Me moví muy de prisa y ninguno de mis hombres pudo detenerme —continuó él con amargura—. Llevaba varios cuchillos encima, ya que ellos me habían ofrecido los suyos al acabarse las balas para las pistolas y me lancé sobre los carroñeros, uno, dos, tres; al gordo feliz que estaba alegrándose tanto con el cadáver de la yegua. Ojalá hubiera acertado.
—¿No alcanzaste? —preguntó Emmie, aliviada por él, aunque furiosa de todos modos.
—Se resbaló —explicó Devlin—. Resbaló en el último momento con el maldito barro, barro formado por la lluvia y la sangre. La sangre de la yegua le salvó literalmente la vida.
—Me preocupa más que él sobreviviera que el hecho de que te saltaras las normas —declaró ella apasionadamente. Se preguntó si St. Just creía de verdad que lo iba a considerar inadecuado para educar a Winnie por eso.
—El hombre se levantó gritando, amenazándome con pedirme un consejo de guerra, que él no hacía otra cosa que intentar alimentar a su familia... Y si no llega a ser porque un viejo sargento de artillería me amenazó con relevarme del mando, habría tenido que hacer frente a una acusación de asesinato.
—Pero le hiciste caso al sargento —dijo Emmie, percatándose de que St. Just tenía los nudillos blancos de tanto apretar.
—Le hice caso a él y a su demoledor gancho de derecha. Me sacaron del campo de batalla a rastras, pero todos los hombres presentes se negaron a informar del incidente a mi comandante.
—Entonces, ¿qué te ocurrió? —preguntó Emmie, acariciándole el dorso de la mano con el pulgar.
—El general que se encontró con el caso en su mesa me conocía de España y me dio dos opciones: vender mi grado de oficial y volver a casa como un héroe o tratar de defenderme de las acusaciones de asesinato, pero había testigos que me condenarían por haber lanzado el cuchillo no a uno, sino a tres civiles, y todo para proteger ¿qué? ¿El honor de un caballo muerto? Eso habría avergonzado no sólo a mi unidad, sino también a mi familia y hasta la memoria de mi hermano. Así que vendí mi grado y empecé a beber, pero antes hice algo por mí.
—¿Qué hiciste, Devlin? —Emmie lo acariciaba con los pulgares de las dos manos, tratando de transmitirle su aceptación, su comprensión y también su aprobación de cualquier acto que viniera de él.
—Enterré al caballo —respondió, hundiendo la barbilla para que ella no pudiera verle la cara—. Tuve que hacerlo y, cuando el general se enteró, me dijo que sería un estúpido de no irme a casa, porque mi carrera había terminado con o sin consejo de guerra. Pero Emmie...
—Estoy aquí —dijo ella, tragando para pasar el nudo que tenía en la garganta.
—A veces pienso que enterrar a aquella yegua fue lo único decente que hice en toda mi carrera en el ejército. Que todo lo demás fue sólo brutalidad y actos criminales y...
Emmie se le acercó velozmente y le rodeó los hombros con los brazos. Lo instó a apoyar la cabeza en su pecho y lo estrechó contra ella hasta que sintió que le abrazaba la cintura con idéntica desesperación, aferrándose como si se estuviera ahogando, como si estuviera muriéndose, pero ella no lo soltó.
Lo abrazó hasta que le dolió la espalda y empezaron a doblársele las rodillas, y aun así siguió abrazándolo. Lo abrazó mientras Devlin lloraba y sufría horribles ataques que le agarrotaban el cuerpo y cedían un poco para hacer presa de nuevo en él al cabo de un rato. Se estremeció entre sus brazos, pero no se soltó hasta que, por fin, la sentó en su regazo y siguió abrazándola luego en esa postura un poco más.
Verlo así le partía el corazón, pensar en el dolor, la desconfianza en sí mismo y la soledad, absoluta y miserable que su servicio a la Corona le había costado. Mientras servía y todos los días desde que dejó de hacerlo.
—Ya has pagado suficiente —habló ella, con la voz ronca por las lágrimas—. Devlin St. Just, hiciste lo correcto al tirar aquellos cuchillos y también al enterrar a la yegua y volver a casa. Hiciste lo correcto y no estás loco. Al infierno con todos.
—Emmie, no —repuso él cuando ella hubo terminado de despotricar—. No hice lo correcto. No fue un pensamiento racional siquiera. Me comporté con una innecesaria violencia asesina por nada. No puede decirse que esté cuerdo del todo, soy un asesino y, cuando llueve, no puedo dejar de pensar en emborracharme. No puedes perdonarme todas esas cosas. No puedes confiarle a Bronwyn a alguien como yo. No deberías confiarme ni siquiera a tu mulo, por el amor de Dios.
—Calla —le ordenó Emmie, tapándole la boca con la mano—. Calla, calla. Tuviste un mal momento. Has tenido otros. Eres humano, St. Just. Las cosas que has soportado han supuesto una amenaza para esa humanidad, pero así y todo te preocupas por Winnie, eres amable con ella, adoras a tus caballos y tu familia te quiere. No te entierres con aquel pobre caballo. No lo hagas.
—Emmie —dijo él con tono cansado pero implacable—, he matado a más hombres de los que puedo contar. Me respetaban por eso, por mi brutalidad en el cuerpo a cuerpo. Estaba decidido a hacer lo que hiciera falta con tal de prevalecer en todas las batallas. Aunque nos retirásemos o sufriéramos una severa derrota, siempre me llevaba por delante a todos los enemigos posibles.
—¿Y disfrutabas matando? —preguntó ella, echándose hacia atrás para poder mirarlo a los ojos.
—Pues claro que no.
—¿Ni siquiera un poquito? —insistió—. ¿No disfrutabas con el respeto que eso te proporcionaba? ¿Con la sensación de victoria tal vez?
—No —respondió él con voz ronca—. Cuanto más violento me ponía, más se afanaban mis hombres en seguir peleando a mi lado y entonces sentía que tenía que luchar para protegerlos.
—Devlin —Emmie esperó a que la mirase—, cuando te conocí y te oí dar órdenes y hacer declaraciones con aquella brusquedad, aunque con los modales de un caballero, pensé que estaba tratando con un verdadero bárbaro.
—Lo soy... —comenzó a asentir, pero ella le impidió continuar.
—No eres un bárbaro —dijo con firmeza—. Sé que no lo eres porque sé de la ternura de que eres capaz.
—Los soldados...
—¡¿Quieres callarte?! —Emmie sintió que se le llenaban de lágrimas los ojos otra vez—. No eres ningún bárbaro. Lo sé porque me has hecho el amor, no has fornicado conmigo sin más, maldita sea. Y la parte de ti que mató y lisió y apuñaló a unos civiles es la parte de ti que quiere desesperadamente vivir. Los santos no sobreviven en este mundo —añadió, suavizando el tono de voz—. Los santos viven sentados en una nube, tocando el arpa, pero los humanos, buenos, amables y decentes no pueden evitar buscar la manera de sobrevivir. Pelean para vivir, St. Just. No sólo uno o dos puñetazos, quizá tienen que dar alguno más, arriesgándose a que el enemigo los mate. Lo que tú has hecho para sobrevivir me dice que no sólo no eres un bárbaro, sino que eres muy humano. Ni más ni menos.
Apoyó la frente contra la suya y guardó silencio.
Momentos después, se levantó de su regazo y recogió las tazas. Él la miró cuando apagó el quinqué de un soplido y seguidamente se detuvo junto a la puerta.
—Está nevando —anunció con voz queda—. Pero nevando de verdad.
—Será mejor que me vaya —decidió Devlin, levantándose muy despacio, como si tuviera cientos de años—. Pero te agradezco que me hayas escuchado. Espero que ahora veas por qué Winnie tiene que quedarse contigo.
—No veo tal cosa —insistió ella—. Lo que veo es que te has convencido para creer todas esas monstruosas falacias sobre ti. Tú lo llamas matar o asesinar, yo lo llamo proteger. Te burlas de la patriótica llamada a las armas, pero se hace para proteger a quienes, como Winnie, no sabrían protegerse solos. Ella estará segura y amada contigo.
—Emmie —cerró los ojos, el dolor era patente en las facciones de su rostro—, soy un bastardo, un asesino. No puedo prometerte que no vaya a perder la compostura la próxima vez que llueva. Ni siquiera podía ha... hab... —Se detuvo bruscamente. Parecía como si alguna horrible blasfemia estuviese a punto de salirle por la boca—. No hablé como es debido hasta que me hice adulto. No soy elegante ni refinado, prefiero los animales a la mayoría de las personas y, probablemente, no sea capaz de disfrutar nunca más de una tormenta de verano. No puedes dejarme a esa niña.
—Estoy harta de discutir —se quejó ella—. Pero no me gusta la idea de que salgas ahí fuera con esta tormenta. ¿Quieres quedarte conmigo?
—No —contestó él, negando con la cabeza muy decidido—. No puedo quedarme contigo. No puedo condenarme a vivir otra vez semejante placer contigo para que me lo eches en cara a la mañana siguiente. Quiero, claro que quiero, pero no puedo. Piensa que es la parte de mí que quiere sobrevivir la que lo dice, llámalo mezquindad o reticencia a que aceptes la proposición de otro cuando aún tienes mi olor impregnado en la piel... Lo siento. —Se detuvo y miró con desolación a su alrededor—. Perdona, he sido vulgar y desagradable y ninguno de los dos lo merecemos.
—Está bien —dijo Emmie, viendo que él estaba sufriendo tanto como ella—. Si no puedes hacerme el amor, no pasa nada. Supongo que tengo que darte la razón. No sería lo más sensato. —Y dolería a rabiar, pero iba a dolerle igualmente. Sin embargo, un vistazo a su rostro le bastó para comprender que Devlin estaba sufriendo ya mucho más que todo eso.
—El sofá está ocupado —dijo, bajando la voz—, pero hace muy mal tiempo para que salgas con el coche.
—Montaré en tu mulo a pelo —gruñó él, dirigiéndose al salón en busca de la ropa que tenía secándose al fuego.
—No está entrenado para llevar a nadie —replicó Emmie con la misma intensidad—. Me portaré bien, St. Just. Dormiré contigo igual que hemos dormido otras veces, sin cometer ninguna transgresión, sin impregnarme la piel con tu olor, pero, por favor, no... —Se detuvo y tomó aire—: Puedo quedarme en el salón con Winnie. Devlin, te lo pido por favor, no salgas ahí fuera tú solo.
Devlin le dio la espalda mientras trataba de pensar con sensatez. La mansión no estaba tan lejos, la nieve no era tan espesa y él no estaba tan cansado, excepto que sí lo estaba. Se sentía totalmente exhausto. No le había contado a nadie, ni siquiera a Val, la historia de cómo había abandonado el ejército. Sus hermanos eran demasiado perspicaces y no se lo preguntaban y su padre probablemente hubiera oído rumores. Entre la alta sociedad, los cotilleos corrían más rápido que un caballo al galope. No le cabía duda de que el duque se avergonzaba de él y por eso no le había sacado el tema.
Sin embargo, Emmie no se avergonzaba, y esa... compasión significaba mucho para él. Significaba esperanza, paz, bondad y un mundo en el que merecía la pena vivir. Por el contrario, ella se había mostrado orgullosa de él y lo había comprendido.
—Me quedaré —decidió—, pero no esperes que te abrace toda la noche, Emmie. No soy tan fuerte, sobre todo cuando... No soy tan fuerte.
—Muy bien —dijo ella con cierta vacilación en la voz, en la mirada y en todo su ser—. Entonces te abrazaré yo.