11

—¡Buenos días! —Devlin rodeó a Emmie por la cintura y le arrimó el rostro recién afeitado al cuello—. Hueles tan bien que dan ganas de comerte.

—¡Milord! —Le pegó con un paño de cocina y consiguió librarse de su abrazo. Al ver que seguía ahuyentándolo con el paño, no en actitud juguetona sino más bien de pánico, él retrocedió y dejó caer las manos a los costados—. ¿Qué es lo que pretendes? —preguntó ella con la respiración agitada, mirándolo con incredulidad—. No toleraré este acoso a plena luz del día, como si...

Él enarcó una ceja.

—¿Como si fueras capaz de hacerme enloquecer en la cama?

Emmie giró en redondo dándole la espalda y, cuando Devlin se aventuró a ponerle la mano en el hombro, dio un respingo.

—Emmie, cariño, ¿estás llorando?

—¡No me llames así!

—¿Podemos hablar de esto fuera?

—No, no podemos. —Giró sobre sus talones de nuevo—. A las nueve tengo que sacar las magdalenas del horno y luego debo ponerme con las clases de Winnie para poder meter en el horno la siguiente tanda de pan antes de comer y después de eso tengo que preparar la tarta de boda de los Weimer y aún no sé qué vamos a servir esta noche para postre y tu hermano está aquí...

Se detuvo para coger aire, pero a medida que hablaba, Devlin se dio cuenta de que, aunque habían hecho el amor la noche anterior, todo había ocurrido a oscuras y no la había visto de verdad desde que llegó el día antes.

—Yo me ocuparé de las clases de Winnie —dijo, pensando lo más de prisa que pudo. No lo había notado la noche anterior, con ella en los brazos, pero lo cierto era que entonces tenía la mente nublada por el deseo, la expectación y la gratitud. Ahora, a la luz del día, se percató de que Emmie había perdido por lo menos seis kilos, estaba demacrada y con ojeras. Su pelo, normalmente recogido en un pulcro moño en la nuca, se le veía alborotado y se le escapaban algunos mechones; asimismo, parecía agarrotada, como si le dolieran los huesos.

—No puedo dejar que le des tú la clase. No sabes qué está haciendo.

—Winnie hará lo que yo le diga que haga —repuso él, recuperando sus dotes de mando.

—St. Just. —Emmie cogió una profunda bocanada de aire y lo soltó luego muy despacio—. Tenemos que discutir el asunto de Winnie y lo mal que se está portando últimamente.

—¿Se te quemarán las magdalenas si lo hacemos ahora? —preguntó él, sintiendo un inmenso alivio al poder embarcarse con ella en algo parecido a una discusión.

—Oh... Sí. —Parecía al borde del llanto y él deseó poder tomarla entre sus brazos y consolarla, pero el instinto le previno de que con ello sólo conseguiría disgustarla más.

—¿Y si me siento aquí y me dices cómo preparar la masa del pan mientras hablamos?

La pregunta arrancó a Emmie un conato de sonrisa.

—No pienso pedirle al conde de Rosecroft que me haga pan.

—Al conde lo conocían en los campamentos militares por tener buena mano con los dulces —replicó él—. Preparar cosas para comer no me resulta desconocido, Emmie.

—Está bien, siéntate —accedió, calmándose un poco—. Haré el pan mientras hablamos.

—¿De Winnie?

—Sí, de Winnie. —Apretó los labios, convirtiéndolos en una fina línea—. Se escapó ayer por la mañana. Stevens y yo la encontramos junto al lago cuando ya era de noche. Lejos de sentirse contrita, me regañó por no haberle dicho a la cocinera que apartara los restos para Scout.

—Era un cachorro cuando me fui. Alguien lo ha estado atiborrando de comida.

—No es un mal perro —dijo Emmie, colocando los bollos calientes en una rejilla de metal—. Pero Winnie está cada vez más desobediente, maleducada y desagradable. Odio admitirlo, pero últimamente me ha recordado mucho a su padre.

—Se ha mostrado un poco fría con Val en el desayuno. Y eso no es muy habitual, porque Valentine es el hombre más encantador de la familia, exceptuando al duque cuando trata de engatusar a alguien para que haga algo.

Emmie vertió cierta cantidad de masa líquida en la bandeja.

—Confío en que sólo estuviera preocupada pensando que tal vez te retrasarías en regresar y que vuelva a portarse bien ahora que estás aquí.

—¿Pero? —Resistió la tentación de hincarle el diente a uno de los bollos recién hechos.

—Pero Winnie ya ha sufrido mucho y tendrá que enfrentarse a una nueva pérdida cuando yo me vaya.

—No vas a irte.

—No voy a discutir el asunto contigo cuando Winnie puede entrar en cualquier momento.

—Me parece bien, pero sí vas a escuchar lo que yo te voy a decir, Emmie Farnum. Se te ve esquelética, no descansas lo suficiente, estás de mal humor y me da igual si te va a venir el período esta misma tarde, no tienes derecho a tratarme como si fuera tu enemigo.

—No hables de mis períodos en un sitio donde puede entrar cualquiera —siseó.

Él se pasó la mano por el pelo con exasperación.

—Quiero ayudarte. Lo único que digo es que estás exhausta y si Winnie forma parte del problema, yo me ocuparé de ello, pero tenemos que encontrar la manera de hablar sin tirarnos los trastos a la cabeza.

Lo dijo con tono razonable, casi suplicante, y cuando vio que los hombros de Emmie se relajaban, supo que estaba progresando, no mucho, pero algo era algo.

—Si pudieras ocuparte de ella hoy, te lo agradecería.

—Hecho. Y cuando termines aquí, échate la siesta, Em. —Miró a su alrededor—. Deja todo esto. Tengo personal a mi servicio. Que lo limpien ellos por una vez. No bajes a cenar si no te apetece. Val lo entenderá. La mayor parte de los días se pasa horas al piano. Verlo en las comidas es pura casualidad. Pero por favor, descansa. —La miró de arriba abajo, tratando de disimular la preocupación y sonreír—. Te lo pido por favor.

Ella asintió y le devolvió la sonrisa.

Se arriesgaba a que lo reconviniera, pero se acercó y la besó en la frente antes de irse. Le resultó más alarmante que recibiera el beso en silencio en vez de darle con el paño de nuevo.

Devlin montó a Winnie en César y se fue a dar un paseo con ella por el bosque, pero la niña, sentada delante de él, guardaba silencio, enfurruñada. De vez en cuando, llamaba al perro.

La dejó sentada en el caballo mientras él desmontaba.

—Tú te traes algo entre manos, princesa. Cuando quieras contárselo a alguien, dímelo. Por el momento, ¿quieres ayudarme a saltar vallas?

—Sí, pero a César le gusta el reverendo, así que quizá no esté dispuesto a saltar contigo.

—A todo el mundo le gusta el reverendo. «Hasta a mí me gusta.»

—A mí no. Parece agradable, pero ha estado besando a la señorita Emmie y eso no es agradable.

«¿Qué?»

Con admirable calma, Devlin posó a Winnie encima de la valla y se resistió con santa fortaleza a la apremiante necesidad de interrogar a la niña.

—A mí me gusta besar —proclamó—. A ciertas damas, se entiende. —Y diciendo esto, le dio un sonoro beso en la mejilla—. Y a algunos caballos. —Depositó otro beso en el morro de César—. Pero a los perros, no. Lo siento amigo. —Le mandó un beso a Scout, que lo miraba con su habitual gesto de confusión.

Tres cuartos de hora más tarde, mientras Stevens se llevaba el caballo a los establos, se subió a Winnie a hombros.

—Es hora de comer. ¿Qué te ha parecido el paseo a caballo?

—Montas mejor que el reverendo —contestó ella con alentadora lealtad—, pero me parece que Wulf y Red no son diestros, ¿sabes? Les gusta más ir así —hizo girar un dedo en la dirección contraria a las agujas del reloj— que al revés.

—Dios mío —exclamó con sincero asombro—. Qué buen ojo tienes. ¿Se lo has contado al reverendo?

—No hablo con él.

—Ya lo sé. Porque besa a la señorita Emmie. —Por más que le doliera, y le dolía de veras, continuó—: ¿Sabes?, es posible que a la señorita Emmie también le guste besarlo a él, Winnie, en ese caso no es asunto nuestro. —Al llevarla sentada encima de sus hombros, notó la tensión y la rabia que fluían dentro de ella.

—Es asqueroso. Mi padre siempre besaba a las criadas y eso también era asqueroso.

—¿Te parece asqueroso que bese a mis caballos? —le preguntó él, dejándola en el suelo.

—No —respondió Winnie, negando con la cabeza—. Red, César y Wulf tampoco lo piensan.

—¿Y que te bese a ti?

—Siempre lo haces de broma. No me importa.

Aliviado y consciente al mismo tiempo de que tenía más cosas que hablar con Emmie, condujo a la niña a la casa y supervisó que se lavara bien las manos, no una vez, sino dos, porque hubo que sacar a Scout después de habérselas lavado la primera vez.

Compartieron una agradable comida con Val, que cogió luego a Winnie de la mano y se la llevó a tomar el té con Scout y el señor Oso. Mientras, Devlin se fue a la biblioteca a escribir una nota de agradecimiento para los duques por su hospitalidad y, seguidamente, redactó otra similar para Greymoor, en cuya casa se había quedado a dormir un par de noches.

Había más, por supuesto —miró con desagrado la pila de correspondencia que quedaba por abrir—, pero tendría que esperar.

—La habilidad de tu hermano es impresionante —señaló Emmie cuando él la encontró en la mesa de la cocina—. ¿Quiere recuperar el tiempo perdido o simplemente es así de aplicado?

—Es muy aplicado. Estaba muy unido a nuestro hermano Victor y acababa de salir de la universidad cuando murió Bart. En cierta manera, Val es mi... hermano perdido.

—Os lleváis bastantes años. ¿Quieres tomar algo?

Se percató de que estaba de mejor humor que por la mañana, algo era algo, y comer cualquier cosa que hubiera salido de su cocina nunca era una mala idea. Aunque sólo fuera eso, le serviría de excusa para demorarse un rato más con ella.

—Aceptaré lo que me pongas delante, siempre y cuando lo hayas hecho tú.

—Parece que últimamente no paro de meter cosas en el horno —comenzó ella, manipulando con furia los recipientes de loza y removiendo también con furia los ingredientes.

Devlin la observó moverse arriba y abajo de la cocina.

—Val me dice que se ha levantado a comprobar algo del piano, y que a las cinco de la mañana ya estabas amasando pan.

—Lo hago habitualmente y, además, hoy tenía que preparar una tarta de boda —explicó ella, mirando con cejo fruncido el interior del recipiente.

—Y Stevens dice —continuó él—, que ahora le lleva varias horas hacer todas las entregas. Que antes tenías una ayudante, pero le dijiste que no la ibas a necesitar durante el tiempo que estuvieras en Rosecroft. —Se levantó y se colocó delante de ella, mirándola serio.

—¡Dios mío! —Emmie levantó las manos al cielo—. Supongo que también has averiguado cómo me gusta el té.

—Te gusta muy caliente, dulce y con crema —respondió y, aunque no había sido ésa su intención, le pareció que sus palabras adoptaron un matiz erótico incluso a sus oídos.

—¿Todo esto lleva a alguna parte? —preguntó ella, añadiendo un ingrediente a la masa con una cuchara de palo.

—Lo tiene —contestó Devlin, frunciendo el cejo con perplejidad ¿Por qué le había permitido que intimara con ella? ¿Lo había hecho porque estaba demasiado cansada para resistirse? ¿Demasiado sola tal vez? ¿El reverendo la estaba desquiciando? Se sentó y se frotó la cara con una mano—. Intento facilitarte la vida.

—¿Metiendo las narices en mi negocio y acosándome mientras trabajo? —Dejó el furioso amasado y posó el recipiente en la superficie de trabajo—. Dios bendito, ya me parezco a Winnie. Lo siento, yo sólo... Es que tenemos demasiadas cosas que hacer para perder el tiempo con esta conversación que no nos lleva a ningún lado. Anoche cometí un error. Estaba cansada..., me sentía sola y quería...

—¿Sí? —la instó él con tono calmado, como si estuviera repasando las órdenes peligrosas pero esperadas que rodeaban el siguiente despacho que tenía que entregar.

—No sé qué quería, pero comportarme como una maleducada contigo no es la respuesta.

—¿Qué es lo que quieres, Emmie? —le preguntó con el mismo tono de antes.

—¿Ahora? —Se dejó caer en un banco—. Quiero... dormir. Pero la gente se casa y se supone que esta tarta tiene que estar mañana por la mañana en el lugar de la celebración y, aunque quisieras ayudarme, dudo que aprendieras a decorar tartas nupciales en el ejército de caballería.

—Te sorprenderías —ironizó él, sentándose a su lado—. Había bodas continuamente y, en cuanto a las esposas, siempre estaban las que huían, las que regresaban a casa con mamá o las que pillaban a sus esposos en la tienda que no era. La cosa tenía su gracia en comparación con las batallas y la instrucción.

En la habitación que quedaba justo encima de la cocina, Val cambió de música e inició un estudio lento, lírico. Emmie se quedó sentada junto a Devlin y los dos escucharon la música durante unos minutos.

—Tiene mucho talento, ¿verdad?

—Asombroso —convino él, mirando las manos de Emmie, que ésta tenía en el regazo—. En todo lo que hace. Monta mejor que yo, pinta mejor que la duquesa, canta tan bien o mejor que Westhaven, pero lo oculta todo detrás del teclado. Em —le rodeó los hombros con el brazo—, ¿lamentas lo que hicimos anoche?

Cada vez que pensaba en su avidez, en su ardor y lo comparaba con el comportamiento que había tenido con él en lo que llevaban de día...

Ella suspiró y hundió los hombros. Devlin lo notó bajo su brazo.

—No lo lamento del modo que tú crees. Siempre guardaré el recuerdo en mi corazón y...

—¿Y qué? —insistió él, trazándole círculos con el dedo en la nuca, sintiendo cómo se relajaba.

—Y eso es todo. —Suspiró y dejó caer la cabeza—. Cometí un error contigo. No es el primero que cometo, pero espero que sea el último. No puedo sobrevivir a otro error así.

Él no preguntó por qué había sido un error. Podía adivinarlo.

—Creo que voy mejorando —dijo, en cambio, con voz queda—. Aguanto una semana sin pesadillas y no me acerqué al brandy la última vez que llovió. Tampoco he tenido que ir a levantar rocas desde hace semanas, Emmie.

—Oh, St. Just —exclamó ella, apoyando la frente en su hombro—. No es por ti. No quiero que pienses que es por ti. Tú eres dulce, encantador, perfecto... Y estás mejorando, lo sé, y sé que alguna dama será inconmensurablemente feliz de ser tu condesa algún día.

Devlin la escuchó, tratando de separar la parte de él que se deleitaba con sus palabras —dulce, encantador, perfecto— de la parte de él que sólo oía el rechazo.

—¿Hay alguien más? —le preguntó, con el tono más neutro que pudo.

Emmie negó con la cabeza.

—De nuevo, no en el sentido que tú crees. No estoy enamorada de otro y no tengo intenciones de que así sea. Pero me voy, St. Just. Le he dado muchas vueltas. Irme será lo mejor para Winnie y ella es lo primero.

—No lo entiendo —protestó él con un suspiro exasperado—. Quieres a esa niña y ella te quiere a ti. Te necesita. Si te casaras conmigo, te tendría no como prima, institutriz o vecina, sino como madre, por el amor de Dios. Sencillamente, lo que dices no tiene sentido, Em, y si yo estoy perplejo, imagínate cómo será para Winnie.

La miró. Estaba encantadora, pero tenía los ojos llenos de lágrimas.

—Ay, Emmie —dijo, estrechándola contra sí—. Lo siento, cariño.

Ella aguantó el abrazo durante un trémulo momento y luego se retiró.

—No puedes llamarme así.

—¿Cuándo crees que te irás? —le preguntó él, esquivando el tema.

—Cuanto antes. —Se limpió las lágrimas con una mano y Devlin le dio un pañuelo—. ¿Cuándo podrías conseguir una nueva institutriz?

—No estoy seguro —contestó despacio, meditando. Si alargaba el asunto lo suficiente, llegaría el invierno y Emmie tendría que quedarse—. He empezado ya el proceso de selección pero no lo sé con seguridad. Winnie no tolerará que le enseñe cualquiera y yo tampoco.

—Pero estará para Navidad, ¿no? —inquirió ella—. Quedan más de dos meses y no eres precisamente tacaño con el sueldo.

—¿Por eso aceptas todos los pedidos que te hacen, Emmie? —Le apartó un mechón y se lo sujetó detrás de la oreja—. ¿Estás ahorrando para cuando te vayas, por si tu negocio luego no va tan bien?

—Ahorro para el día en que sea demasiado vieja para trabajar horas y horas de pie en la cocina, para el día en que me tuerza un tobillo y no pueda hacer nada durante una semana o el día en que tenga que reemplazar a Roddy.

—Puedes enganchar a Petunia a un carruaje.

—No puedo quedarme con ella. —Se levantó y volvió al trabajo de mezclar la masa.

—¿Quieres decir que no te puedes permitir quedarte con ella o que no te parece adecuado quedarte con ella?

—Ambas cosas. —Clavó en él una mirada indescifrable—. Es maravillosa y un gesto encantador por tu parte.

Encantador. Devlin sintió una inmediata e irracional aversión hacia la palabra, pero al menos había sacado algo de provecho de la conversación a varios niveles. En primer lugar, entendía que tenía hasta Navidad para hacerla cambiar de opinión. Segundo, sabía que su mal humor y su nerviosismo se debía, en parte, al agotamiento físico, lo cual comprendía perfectamente. Y, tercero, Emmie no esperaba que él reaccionara como lo había hecho al descubrir que no era virgen. Había esperado que la rechazara o que la juzgara, una consecuencia que estaba dispuesta, casi deseosa, de soportar.

De momento no se había ganado su confianza. Y no tenía todos los detalles. Ella le estaba ocultando algo y, a juzgar por la revelación de Winnie sobre Bothwell, la niña también llevaba lo suyo encima.

Era como manejar a un grupo de oficiales jóvenes, siempre haciendo una montaña de un grano de arena y siempre necesitando que los sacaran de situaciones en las que jamás deberían haberse metido. Miró el rostro demacrado de Emmie y comprendió que la diferencia estribaba en que él nunca se había enamorado de ninguno de sus reclutas y que los hombres eran infinitamente menos complicados que las mujeres.

Menos mal que Bonaparte no había sido una mujer, porque si no, el imperio habría llegado hasta Cathay.

—¿Dónde está tu general de cocina? —preguntó Val, sentándose en uno de los sillones de orejas de la biblioteca para disfrutar de una copa de brandy—. No ha tomado el té ni tampoco ha cenado.

—Está durmiendo.

Devlin había hecho que le llevaran a la habitación una bandeja a la hora del té y él mismo había subido para ver cómo se encontraba una hora antes. Se había comido la mitad de lo que le habían preparado, y la general de cocina, como decía Val, estaba tumbada boca abajo en la cama, con una media todavía puesta. Se la había quitado y arropado sin que abriera siquiera los ojos.

—Es la general de cocina más guapa que he visto nunca —comentó Val, quitándose las botas con la puntera del pie contrario—. Y te mira como si fueras un gran pastel de chocolate.

—No lo hace.

Puede que lo hubiera hecho una vez, en la oscuridad de la noche, pero era evidente que, después de tan feliz aberración, se estaba atrincherando nuevamente.

—Ya lo creo que lo hace. Cuando estás ahí fuera con los caballos, mira repetidamente por la ventana. Deja de hacer lo que esté haciendo, te mira, suspira, niega con la cabeza y vuelve a mirar. Cuando entró en la sala de música buscando a la niña, me preguntó cuál era tu música favorita.

—Me gusta todo lo que tú tocas —contestó Devlin, acariciando el borde de la copa con la yema del dedo—. Cuando estaba en España, a veces me encontraba con alguien tocando el piano en las ciudades a las que llegaba para entregar algún despacho y rara vez tocaba algo que no te hubiera escuchado tocar a ti antes. Eso me ponía más nostálgico que cualquier carta.

Val lo miró.

—No tenía ni idea. Lo siento.

—No hay por qué. Un soldado necesita sentir nostalgia de su hogar para no olvidar por qué está luchando. Lo peor eran los olores, porque en España también tienen unas rosas maravillosas. Me recordaban a Moreland en verano y a la duquesa.

—¿Has leído las cartas que te entregó?

—Aún estoy armándome de valor.

—¿Quieres que te las lea yo?

—Te lo agradezco. —Sonrió despacio, orgulloso ante el ofrecimiento de su hermano—. Pero no, las leeré yo. Es sólo que las cosas en Rosecroft se han alborotado un poco en mi ausencia. Las mujeres de la casa no están contentas.

—¿Las mujeres de la casa son Emmie y Winnie?

Devlin asintió y se apoyó en el brazo del sillón.

—Winnie está incómoda por algo. Emmie cree que no le sentó bien que me fuera, pero yo sospecho que es el flirteo que ella se trae con el reverendo lo que no le gusta a la niña.

—Puede que sean ambas cosas —dijo Val, frunciendo los labios—, pero dudo mucho que ese reverendo haya hecho muchos progresos en tu ausencia. He visto cómo te mira Emmie y seguro que Winnie también lo ve.

—Esa niña ve demasiado. —Devlin contempló su bebida—. Cuando su padre vivía, se le permitía que vagara por la propiedad a sus anchas, y desde que murió Helmsley, Emmie le ha restringido esa libertad. Sin embargo, ayer Winnie se escapó.

—Esas escapadas suelen ser para llamar la atención, al menos lo eran cuando nosotros lo hacíamos. Sophie y Evie se escaparon cuando Bart y tú os alistasteis y se pasaron la noche llorando en la casa del árbol.

—Tu forma de huir es refugiarte en el piano. Y la mía levantar muros de piedra. Entiendo lo que dices, y Winnie ya ha sufrido demasiadas decepciones en su corta vida.

—¿Estás seguro de que Helmsley era su padre?

—Al parecer, eso decía su madre —contestó él con un suspiro—. El conde la reconoció cuando murió la madre de la pequeña.

—¿Quién era su madre?

—La tía de Emmie, Estelle. —Dejó el vaso vacío en la mesa—. No era una mujer especialmente virtuosa, como tampoco lo era la madre de Emmie, aunque creo que las dos eran fieles a sus protectores y no trabajaban en la calle.

—¿Tiene hermanos? —preguntó Val, llenándose de nuevo el vaso.

—Que Emmie sepa, no —respondió Devlin, observando a su hermano beberse la segunda copa—. Supongo que, siendo una profesional, sabría cómo prevenir esas cosas.

—¿Y Winnie qué fue entonces? —preguntó Val, ladeando la cabeza—. ¿Intervención divina? ¿O acaso la mujer quería atrapar a Helmsley para obligarlo a casarse con ella? Alguien con dos dedos de frente sabría que ese hombre sólo se casaría por dinero.

—Dinero estúpido.

—No tiene sentido, Dev. Esa tía de Emmie recibía una pensión del viejo conde, ¿no? Y también tenía un lugar donde vivir. Una mujer así no tendría motivos para tratar de cazar a Helmsley, sobre todo siendo como era diez años mayor que él y tampoco tenía intenciones de proporcionarle a su sobrina una educación decente. Igualmente, no me entra en la cabeza que quisiera pasarse los últimos años de su vida cuidando de la hija bastarda de Helmsley. Según lo que me dices, debía de ser más mayor que tú cuando tuvo a la niña, varios años más mayor. No tiene sentido.

—Es desconcertante —dijo Devlin muy despacio, revisando las incoherencias que planteaba su hermano—. Tienes razón. No tiene sentido.

Emmie se quedó horrorizada al comprobar que era ya de día cuando se despertó a la mañana siguiente. ¿Cómo le iba a dar tiempo de tener lista la tarta nupcial al mediodía para llevarla a la iglesia?

Pero mientras se recogía el pelo a toda prisa y buscaba un vestido limpio, admitió para sí misma que había dormido y, como resultado, se le había aliviado parte del cansancio y la rigidez. De hecho, había dormido más de doce horas y podría haber dormido aún más si las cortinas no hubieran estado descorridas.

Se lavó y vistió a toda prisa y tuvo la sensación de que, últimamente, estaba tan agotada que no trabajaba tan bien como antes, lo que creaba una espiral de ineficacia y agotamiento que no había sido capaz de ver precisamente por lo cansada que estaba. Negó con la cabeza al pensar en ello y se fue a la cocina.

—Buenos días, Emmie. —Anna Mae Summers salió de la despensa con una enorme sonrisa—. He puesto el pan a enfriar y casi estoy a punto de ponerme con los bollos. La masa con la canela está fermentando junto al fuego.

Emmie le devolvió la sonrisa.

—¿Qué demonios haces tú aquí, Anna Mae? Creía que habías ido a visitar a tu hermana, aprovechando mi estancia en la mansión.

—Volví hace más de una semana. —La mujer se puso a hacer cobertura de tartas—. Estaba muerta de aburrimiento cuando llegó a casa el lacayo del conde, ayer por la tarde. Esta cocina es más grande que la tuya y está mucho mejor equipada.

—Eres muy amable, pero ¿cuánto tiempo puedes quedarte?

—No he venido de visita, Emmie. He venido a trabajar. La tarta nupcial es tan bonita que va a parecer un regalo más. Me hace desear que el viejo Eldon Mortimer quiera tomar a una chica por esposa, ¿sabes?

—¡La tarta! —Emmie se dio media vuelta, consciente de que las fechas de entrega planeaban amenazadoramente sobre ella una vez más.

—No te preocupes —dijo Anna Mae—. Su señoría tiene el carruaje enganchado para llevarte y los distintos pisos están convenientemente empaquetados dentro de la despensa. He dejado el resto de la cobertura en un tarro de cristal. Será mejor que te pongas la capa, fuera no hace calor.

Emmie se sentó a la mesa y miró a Anna sin dar crédito. Quería mostrar indignación al ver que las cosas funcionaban sin ella, pero estaba demasiado aliviada de saber que no iba a llegar tarde. Además, la noche anterior había dormido más que en las últimas tres juntas.

—Y, sí —Anna Mae dejó el recipiente de la cobertura a un lado—, te da tiempo a tomarte una buena taza de té antes de irte. Su señoría ha dicho que entraría a buscarte cuando terminara de enganchar el carruaje.

Su señoría... Emmie se levantó y se sirvió el té. El conde se había ocupado de Winnie el día anterior para que ella no tuviera que preocuparse, había ido a buscar a Anna Mae y la había puesto al corriente de los encargos que corrían más prisa y, en esos mismos instantes, se estaba preparando para acompañarlas a ella y a la tarta a la iglesia. Tenía una deuda de gratitud enorme con aquel hombre, especialmente después de cómo lo había tratado el día anterior.

Y cómo lo había tratado dos noches atrás. Oh, Dios, si prácticamente lo había atacado... Mientras estaba sentada, bebiendo tranquilamente su té, caliente, con mucha crema y azúcar como a ella le gustaba, el objeto de sus pensamientos apareció por la puerta.

—Veo que al final te has despertado. —Le sonrió y Emmie supo con súbita certeza quién la había arropado y le había descorrido las cortinas—. Buenos días.

—Buenos días —respondió ella con una sonrisa vacilante—. Gracias por todo lo que has hecho. He dormido como un tronco.

—¿No vas a reñirme por déspota? —preguntó, dando un sorbo de la taza de Emmie—. Pensé que te vendrían bien los refuerzos y parece que Anna Mae se alegra de haber venido.

La mujer le guiñó un ojo y Emmie guardó silencio mientras él la ayudaba a cerrarse la capa y la acompañaba al carruaje. Había tres cajas blancas en el asiento. Cada una contenía un piso de la tarta nupcial. César aguardaba tranquilamente, pese a que corría una brisa tan fría que casi cortaba.

—No te preocupes. —St. Just la ayudó a subir—. Ya no se pone nervioso como antes y la iglesia está bastante cerca. Pareces menos cansada. —Subió él también y se sentó a su lado.

—Hace una bonita mañana —dijo ella al fin, cuando ya llevaban en marcha unos minutos—. Y de verdad te agradezco que te hayas ocupado de todo. Estaba al límite de la paciencia con Winnie.

Él le sonrió.

—Te hacía falta dormir un poco, Emmie.

—Sí. Siento que no me vendría mal otra siesta ahora mismo.

—Pues hazlo. Anna Mae me dio una bienvenida que ni al mismísimo Wellington y parece que tiene la situación bajo control.

—¿Y Winnie? —Emmie frunció el cejo al tiempo que contenía un bostezo.

—Winnie nos tiene a Val, a Mary Ellen y a mí —le recordó, entrando ya en el patio de la iglesia—. No sabes lo que me divierte ver a mi hermanito tomar el té con un oso de peluche y un perro. Cuando mis hermanas jugaban en casa, Val siempre hacía de bebé.

Emmie lo condujo al interior del salón de actos de la parroquia. Mientras ella se ocupaba de la tarta, él hizo lo que le pidió y salió a buscar el tarro con la cobertura al carruaje. Le quitó de paso las bridas a César para que pastara un poco.

—Hola, Emmie... —A sus oídos llegó la culta voz de Bothwell procedente del salón de actos—. Te he echado mucho de menos.

Ella respondió con un murmullo ininteligible, que hizo que Devlin se detuviera. El maldito vicario besucón trataba de atacar de nuevo, pero como caballero que era...

Como caballero, demonios. No cerró de un portazo, lo que habría dado al otro margen para proteger la intimidad de la dama, sino que entró hecho un basilisco, golpeando con las botas el suelo de madera, con el tarro de cristal en la mano.

—Emmie...

Bothwell la estaba besando, uno de esos besos juguetones dirigidos a la mejilla pero que se desvían en el último momento para caer en la comisura de los labios, en espera sin duda de acertar en la diana la próxima vez.

—Discúlpeme, Bothwell, no sabía que estuviera aquí.

—Rosecroft. —El vicario le sonrió de oreja a oreja, casi complacido por haber sido cazado en flagrante flirteo—. Había oído que estaba ya de vuelta. Gracias por haberme dejado utilizar sus caballos.

—Gracias a usted por haber entrenado a esos mozos revoltosos. Le hace falta un buen caballo, hombre, al cuerno la política de la congregación.

—Tal vez algún día. —La sonrisa del hombre se suavizó un poco y dirigió la mirada hacia Emmie—. Pero por el momento, tengo que ocuparme de oficiar una boda.

Y Bothwell sabía, probablemente por experiencia, que Emmie llevaría la tarta. Al no haber licencia especial de por medio, aún faltaban un par de horas para que se celebrara la ceremonia, y Devlin sospechaba que el reverendo había estado aguardando a que Emmie llegara.

—Em —dijo, entregándole el tarro—, ¿quieres que vaya a rezar por mi alma inmortal o crees que nos iremos pronto?

—No tardaremos —contestó ella, colocando el segundo piso de la tarta encima de los soportes dispuestos previamente sobre el primero, con el cejo fruncido en señal de concentración—. Sólo me falta poner las violetas de caramelo alrededor de la base y unos toques finales.

—Tardará horas —la contradijo el vicario sonriéndole con indulgencia. Devlin sintió deseos de borrarle la expresión de un mamporro—. Vamos, St. Just, al menos podemos pasar un rato al sol.

Salieron a la fría mañana, él tratando de contenerse. El silencio empujaba a muchos hombres a abrirse, y el reverendo demostró no ser una excepción.

—Me exaspera —confesó y su sonrisa se esfumó—. La gente de por aquí está dispuesta a pagar sin rechistar por los deliciosos pasteles que prepara Emmie y le aseguro que saben tan bien como parece por su aspecto, St. Just, pero no son capaces de invitarla a las bodas, fiestas y picnics que celebran. Jamás ha dado un paso en falso, jamás ha flirteado con el esposo de nadie, pero ellos siguen juzgándola aun después de veinticinco años de comportamiento ejemplar.

—Ver cómo la defiende lo honra —comentó Devlin con sinceridad, aunque a regañadientes—. Pero Emmie no busca congraciarse con nadie y creo que eso es lo que complica que la acepten.

—Ha puesto el dedo en la llaga. —Con el cejo fruncido, Bothwell contempló el rectángulo de césped bien cuidado que se extendía hasta la puerta de la iglesia—. Pero ya basta. Los cotilleos existen desde que se sacrificaban animales a los dioses paganos, pero creo que Emmie ya ha terminado con la tarta y aún queda una hora para la ceremonia —concluyó, volviéndose hacia la puerta del salón de actos.

—Ya estoy lista —anunció ella, sonriendo—. Me alegro de verte, Hadrian, y te he traído esto —dijo, entregándole un paquete de bollos.

—Gracias. —Bothwell cogió el paquete y, seguidamente, se inclinó y le besó los nudillos muy despacio.

Devlin apretó los dientes en silencio ante tan descarado despliegue e incluso permitió que el vicario ayudara a Emmie a subir al carruaje. Mientras él subía también y cogía las riendas, el besucón le daba unas palmaditas en el dorso de la mano que ella tenía en el regazo.

Excepto que no eran tanto unas palmaditas como una caricia, el muy sinvergüenza, pensó Devlin.

—Estás muy callado —señaló Emmie, levantando el rostro al sol. El alivio que se adivinaba en su expresión daba a entender que no tenía ganas de quedarse con Bothwell.

—¿Te está molestando el vicario, Emmie?

Ella le dirigió una mirada furtiva, calibradora, que él por desgracia vio y comprendió perfectamente: no es acoso cuando una dama lo acepta.

—Es un amigo —contestó, guardando silencio al ver que él no decía nada.

Devlin alargó la mano y le quitó el dedo índice de la boca.

—No te muerdas las uñas. Sea lo que sea, no tienes más que pedírmelo y te ayudaré.

—¿Es posible amar y odiar a alguien al mismo tiempo?

—Sí que lo es. Yo amo a mi padre de un modo complicado, lleno de resentimiento y admiración, pero cuando se propone atormentar a mis hermanos, algo que hace como nadie, preferiría que el mismísimo Bonaparte hubiera sido mi padre en vez de ese viejo intrigante y egoísta.

Emmie hizo una mueca, parecía tener la apremiante necesidad de morderse las uñas.

—Son unas palabras muy fuertes, sobre todo viniendo de ti.

—Es todo un personaje. No sé cómo mi madre...

Dejó la frase a medias y guardó silencio. La duquesa no era su madre. Veintisiete años después de conocerla, seguía cometiendo el mismo error que cometió cuando sólo tenía cinco años.

—Nunca hablas de tu madre —dijo Emmie—. He oído historias sobre todos tus hermanos, la duquesa, tu padre, Rose y su familia, y hasta de los perros y los caballos, pero nunca hablas de la mujer que te trajo al mundo. Supongo que la habrás olvidado.

Él condujo en silencio hasta que llegaron a la parte trasera de la mansión. Puso el freno, descendió y rodeó el carruaje para ayudarla a bajar a ella. Se detuvo un momento con el cejo fruncido y después la cogió por la cintura y la depositó en el suelo.

Como era habitual dadas las normas de cortesía, Emmie apoyó las manos en sus hombros, pero una vez en el suelo permanecieron así, aun cuando estaba claro que ya no tenía que sujetarse a él.

—¿Qué?

—No la he olvidado, Em —dijo, cerrando los ojos—. Jamás y no será porque no lo he intentado.

Ella le rodeó la cintura con los brazos y lo abrazó un instante, breve pero intenso. Luego retrocedió y se dirigió a la cocina y al trabajo que en ella la aguardaba.