INTRODUCCIÓN

Erunt etiam altera bella

atque iterum ad Troiam magnus mittetur Achilles

"Non cessat providentia deorum (dixerunt Aegyptij Sacerdotes) statutis quibusquam temporibus mittere hominibus Mercurios quosdam; etiam si eosdem minime vel male receptum iri praecognoscant. Nec cessat intellectLs, atque sol iste sensibilis semper iIIuminare, ob eam causam quia nec semper, nec omnes animadvertimus».

(G. Bruno: De umbris idearum)

El 17 de febrero de 1600 la plaza romana de Campo dei Fiori veía cómo Giordano Bruno, despojado de sus ropas y desnudado y atado a un palo… con la lengua… aferrada en una prensa de madera para que no pudiese hablar… fue quemado vivo en cumplimiento de la sentencia dictada potos días antes por el tribunal romano de la Inquisición, tras un largo y tortuoso proceso que, empezado en Venecia en 1592, había continuado en Roma desde 1593. Declarado hereje impenitente, pertinaz y obstinado, el tribunal inquisitorial lo proscribía de la Iglesia, y si ciertamente la condena no era una condena de la ciencia, sino de un hereje anticristiano[1], no dejaba por ello de ser menos cierto que se llevaba a la hoguera a un pensador por sus opiniones religiosas (en una reafirmación del rechazo por la Iglesia de la concepción política de la religión y de la independencia y superioridad del discurso filosófico-natural) y por la articulación que él había efectuado de reforma cosmológica y posición religiosa. De resultas de ello la nueva cosmología (heliocentrismo y movimiento de la Tierra, universo infinito, pluralidad de mundos animados…) se evidenciaba sospechosa para los guardianes de la ortodoxia, y con la condena del copernicanismo herético de Bruno se ponía la primera piedra para el ulterior proceso y condena de Galileo[2].

La condena de Bruno se extendía también a toda su obra filosófica: todos los libros que cayeran en las manos del Santo Oficio deberían ser destruidos públicamente y quemados en la plaza de San Pedro, amén por supuesto de ser incluidos en el Índice de Libros Prohibidos. Una losa de silencio pasaba de esta manera a cubrir la producción intelectual de Bruno: ninguna de sus obras será reeditada o traducida antes del siglo XVIII[3]. El silencio prudente en los países católicos[4] sólo será vencido para —como en el caso de Mersenne, que veía en el mecanicismo y en la física matemática el medio más seguro para reafirmar la fe cristiana y la trascendencia de lo divino frente a la impiedad de libertinos, ateos y deístas de cuño mágico-naturalista con su inmanentismo divino y su concepción taumatúrgica de la naturaleza— señalar que Bruno era un des plus mechans hommes que la Terre porta jamais[5].

En los países reformados, sin embargo, su presencia latente se hacía sentir con más fuerza. Si Kepler expresaba sobre todo el temor angustiado de que Bruno tuviera razón y el universo fuera efectivamente infinito con las estrellas fijas como otros tantos soles con sus sistemas planetarios equivalentes al nuestro[6], otros autores recogían sin nombrarlo y positivamente sus sugerencias. En Inglaterra, Nicholas Hill desarrollará, con su Philosophia epicurea, la filosofía bruniana del minimo y de la pluralidad de los mundos habitados[7], mientras autores como F. Godwin y J. Wilkins asumirán en vena literaria la posibilidad de un mundo habitado en la Luna[8], desplegando un género pronto traspasado a Francia y del que son testimonios las obras de Cyrano de Bergerac y Fontenelle[9].

La reemergencia filosófica de Bruno (y ahora en su calidad de metafísico) se produce, sin embargo, en la Alemania de finales del siglo XVIII, cuando Friedrich Heinrich Jacobi añade en 1789 —como apéndice a la segunda edición de sus Briefe an Herrn Moses Mendelssohn über die Lehre des Spinoza— un resumen de la doctrina bruniana expuesta en su De la causa, principio e uno, perfecta exposición, según él, de la doctrina monista y de la inmanencia de lo divino:

Mein Hauptzweck bei diesem Auszuge ist, durch die Zusammenstellung des Bruno mit dem Spinoza gleichsam die Summa der Philosophie des 9En kai\ Pan in meinem Buche darzulegen… Schwerlich kann man einen reineren und schöneren Umriss des Pantheismus im weitesten Verstanden geben als ihn Bruno zog[10].

Aunque autores como Hamann, Herder y Goethe[11] habían mostrado ya interés por Bruno desde la perspectiva del monismo, inmanentismo y animismo universal, será la obra de Jacobi y el gran impacto del Pantheismusstreit lo que ponga en el centro del debate filosófico alemán la figura de Bruno al lado de la de Spinoza, y si en comparación con Spinoza Bruno tenía la desventaja de la casi inaccesibilidad de su obra y del carácter exuberante de su discurso[12] (tan lejos de la precisión y sistematicidad del cartesianismo y de Spinoza); lo cierto es que para el pensamiento alemán postkantiano (deseoso de elaborar una filosofía nacional, antifrancesa, es decir, antimecanicista y por ende animista y teleologista; en relación en este punto con la perspectiva teleológica que, al menos como idea regulativa, había introducido Kant en su Crítica del juicio) la reflexión bruniana estaba más cerca de esos objetivos que el mecanicismo spinoziano y al mismo tiempo abría también la puerta a esa recuperación de la cosmología naturalista y de la tradición platónica y neoplatónica consustancial al movimiento idealista y romántico alemán.

Podemos comprender, por tanto, la razón del titulo de Schelling de 1802: Bruno oder Ober das göttliche und natürliche Prinzip der Dinge, así como la conexión con Bruno de la naturaleza schellinguiana, aunque su derivación no fuera directa, pues Schelling, al parecer, dependía enteramente del resumen de Jacobi. En todo caso es esta especificidad de la cultura alemana lo que explica que fuera en Alemania donde se llevaran a cabo las primeras ediciones modernas de la obra bruniana: Adolf Wagner edita los libros italianos en 1829 y seis años más tarde August-Friedrich Gfrörer hace lo mismo con la obra latina. También podemos insertar dentro de esta oleada la cuidadísima edición de los diálogos italianos llevada a cabo por Lagarde en 1888.

Por estos años, sin embargo, se había sumado a la resurrección bruniana el movimiento político-cultural del Risorgimento italiano: Bruno es un héroe nacional, muestra del origen italiano del mundo europeo moderno y también de la yugulación de ese movimiento de renovación por el oscurantismo clerical. Bruno era visto selectiva, unilateral e interesadamente como un adalid de la ciencia moderna y de la libertad de pensamiento; su proceso y ejecución eran la muestra explicita (previa al caso de Galileo) de la oposición de la Iglesia a la modernidad: a la libertad, a la ciencia y a la posibilidad de una Italia moderna. Así pues, nuestro autor, al igual que Maquiavelo, es uno de los mitos en la lucha —en buena medida anticlerical— por la construcción nacional italiana. Este ambiente produce la edición todavía hoy canónica de la obra latina[13], actividad editorial posteriormente complementada con la edición gentiliana de los diálogos italianos[14].

I. Los primeros años de Bruno (1548-1581)

Todo esto empezó (si es lícito utilizar esta expresión) en enero o febrero de 1548, cuando en la pequeña localidad de Nola —en la Campania, muy cerca de Nápoles— nacía en el seno de una modesta familia Filippo Bruno, que luego cambiaría su nombre de pila por el de Giordano. Muy pocos datos poseemos sobre su primera formación, pero es seguro que en 1562 llegaba a Nápoles para aprender humanidades y dialéctica, en un momento de repliegue y contracción cultural, consecuencia de la vigilancia y represión de las autoridades eclesiásticas y españolas: a la dispersión del círculo valdesiano se suman los golpes experimentados por las academias literario-filosóficas. A todo ello se añadirá la aplicación de los resultados del concilio de Trento, que en aquel mismo año comenzaba su sesión final, en la cual se producirá la derrota de las posiciones moderadas, concordistas y políticas (de inspiración platónica o erasmiana, tendentes a poner puentes hacia una recuperación de la herejía) y el triunfo del sectarismo y la intolerancia bajo la férula del aristotelismo teológico y en el marco de la vigilancia más estricta (hoy, quizá, diríamos el terror).

Parece que la primera formación filosófica llevó a Bruno en la dirección del averroísmo y de la aversión al humanismo puramente filológico y retórico[15]. Acaso también proceda ya de este momento su familiaridad y su inserción en el complejo y ambiguo movimiento filosófico-religioso del platonismo renacentista de inspiración ficiniana. No ofrece duda alguna, por el contrario, su interés por el arte de la memoria, despertado por la lectura de una obra mnemotécnica del afamado Pietro di Ravena[16]. Componentes motores y constantes de su reflexión filosófica se hallan ya presentes en un Bruno que en 1565 ingresa como novicio en el convento dominicano de Nápoles, en una decisión tanto más sorprendente cuanto que por esas mismas fechas —como reconocería más tarde en los interrogatorios del proceso— se le manifestaron las primeras dudas racionales ante la Trinidad y la inadecuación del concepto de persona: questa opinione l’ho tenuto da disdotto’anni della mía età fin ad esso[17].

No tardaron en manifestarse los choques con la rígida atmósfera de la Orden: menosprecio de la literatura moderna edificante centrada en torno a la Virgen, rechazo de las imágenes de los santos para quedarse sólo con el crucifijo. Ordenado sacerdote en 1572, el conflicto definitivo vino motivado por su ardiente defensa, en el curso de una discusión, de que la auténtica posición de Arrio sobre la relación entre Padre e Hijo había sido interpretada tradicionalmente de forma errónea. Ello llevó a la instrucción de un proceso, cuyas diligencias mostraron también la lectura bruniana —violando la prohibición expresa de la Orden— de obras erasmianas. Bruno pensó (era el año 1576) que lo más prudente era escapar, dado que su conflicto con la ortodoxia no afectaba ad articoli leggieri, ma intorno alla incarnazione del Salvator nostro ed alla santissima Trinità[18].

Bruno es, pues, uno más entre los muchos herejes del siglo XVI exiliados de Italia en busca de un espacio vital en el que fuera posible vivir profesando sin temor las propias convicciones religiosas y filosóficas[19]. Tras un vagabundear por Roma y diversas localidades de la Liguria, se encontraba en 1578 en Venecia, donde publicó una obra titulada De’segni de’ tempi, de la que no ha llegado hasta nosotros ningún ejemplar. La pérdida es tanto más lamentable cuanto que muy probablemente el escrito se insertaba —como permite suponer el título— en el marco de las expectativas de concordia y renovación religiosa derivadas de la gran crisis y escisión religiosa del siglo XVI y también en el marco de la interpretación en esa dirección renovadora (y en la íntimamente conexa de una renovación del cosmos por una nueva configuración del cielo) de eventos extraordinarios como la aparición de la nova de 1572, el cometa de 1577 y las grandes conjunciones previstas para 1583 y 1584. La obra posterior de Bruno recogerá ampliamente todo este debate, pero con una modificación fundamental y revolucionaria: la conexión de la renovación religiosa no con la renovación del cosmos, sino de la cosmología, como consecuencia de la refutación del aristotelismo-ptolemaísmo y la reemergencia de la antigua sabiduría de la mano del copernicanismo ampliado de Bruno, lo cual permitirá además a nuestro autor concebirse y presentarse como profeta anunciador del nuevo período de lux y de la nueva y verdadera concepción de lo divino en ese manifiesto que es La cena de las cenizas (vid. Diál I, pp. 68-72). El interés del descubrimiento de algún ejemplar de esta obra temprana vendría dado por la constatación de la temática de la misma y del posible desarrollo bruniano hacia las tesis que en los diálogos italianos serán expuestas (en 1584 y 1585) con toda claridad[20].

En 1579, por otra parte, Bruno había abandonado ya Italia, comenzando su peregrinación por diferentes países europeos, en los cuales irá publicando sucesivamente sus obras, hasta su fatal decisión final de regresar a Italia en 1591 para terminar al año siguiente en las cárceles de la Inquisición veneciana y afrontar el proceso que le llevaría a la hoguera. Ese mismo año de 1579 Bruno se encuentra en Ginebra, lugar de asilo para exiliados religiosos italianos. La comunidad evangélica le procura un trabajo como corrector de pruebas en una imprenta, trabajo que luego le será de gran utilidad en la publicación de su propia obra. Bruno, sin embargo, se ve envuelto en un grave problema al publicar un panfleto acusatorio contra el profesor de filosofía de la universidad Antoine de la Faye. Detenido, encarcelado y excomulgado (lo cual es una prueba de que, por las razones que fuera, se había adherido al calvinismo), será finalmente perdonado tras reconocer su culpa, pero el episodio será motivo suficiente para que Bruno abandone la ciudad y puede ayudarnos a comprender mejor la animadversión y hostilidad hacia los reformados (y especialmente el calvinismo), manifiesto en toda su obra (y singularmente en el Spaccio). En Francia, Bruno recala en un primer momento en Tolosa (baluarte de la ortodoxia católica), donde permanecerá hasta 1581, consiguiendo incluso un puesto de profesor ordinario de filosofía en la Universidad. Durante esta estancia Bruno impartirá lección sobre el De anima aristotélico y acaso también sobre argumentos mnemotécnicos y lulianos, publicando además una obra con el título de Clavis magna, de argumento luliano, que no ha llegado hasta nosotros. La amenaza de un recrudecimiento del enfrentamiento civil entre católicos y calvinistas hugonotes —dato clave y primario en la Francia de la segunda mitad del siglo XVI— lo decidió a trasladarse a París[21].

II. La cultura francesa en la segunda mitad del siglo XVI

En efecto, las guerras civiles que como consecuencia del enfrentamiento religioso entre católicos y hugonotes calvinistas habían estallado en 1562 tras el fracaso del Coloquio de Poissy y la matanza de Vassy, para prolongarse hasta la promulgación, en 1598, del Edicto de Nantes por el nuevo rey Enrique IV, constituyen el hecho dominante en la vida francesa de la segunda mitad del siglo X VI, no sólo por su dimensión política y su presencia en la vida cotidiana, sino también por ser el hecho dominante en la cultura, lógica expresión de que los problemas básicos en la cultura del Renacimiento eran el problema religioso (íntimamente articulado, por los demás, con el conjunto de la cultura) y el problema cosmológico. Y si bien este último se acababa de plantear en toda su crudeza con la publicación en 1543 de la obra copernicana, lo cierto es que —más allá de las connotaciones religiosas de corte platonizante que presenta el discurso de los copernicanos del momento— será precisamente Giordano Bruno quien asocie el problema cosmológico con el religioso al delinear una Reforma unitaria en los dos ámbitos y en dirección anticristiana.

Las guerras civiles de religión ofrecían por otra parte la paradoja de que la religión —factor unificador e integrador del cuerpo social en torno al monarca—, y concretamente la religión cristiana —que pretendía afectar a la dimensión espiritual y trascendente del sujeto humano en virtud del hecho diferenciador, de la ruptura, del cristianismo frente a la dimensión natural-cósmica del hombre griego y romano—, se manifestaban en la práctica como fuente de desintegración y de enfrentamiento social. En esta situación la monarquía, cogida entre los dos fuegos de los partidos político-religiosos intransigentes, se veía reducida a la impotencia política; el Estado como poder unitario sobre el cuerpo social apenas existía: la intervención extranjera en favor de los bandos en conflicto (Inglaterra por los calvinistas, España y el papado por los católicos tridentinos intransigentes), la nobleza francesa con su intento de recuperar los privilegios perdidos, la Iglesia tratando de subordinar la monarquía a sus directrices, los calvinistas desarrollando como defensa frente a la monarquía católica doctrinas democráticas que llegaban en el caso límite hasta el tiranicidio de los monarcómacos; todo ello hacía que la monarquía francesa y el Estado francés (ejemplo para Maquiavelo a comienzos del siglo de Estado en el sentido moderno de la palabra) vieran su existencia gravemente amenazada.

En la reacción católica francesa, frente a las novedades de la Reforma protestante, merece especial atención el recurso al escepticismo y a la obra de su principal exponente, Sexto Empírico, donde se encontraba la demostración de la incapacidad cognoscitiva de la razón por parte de la razón misma y que por ello podía ser utilizado para mostrar la vanidad y el orgullo de los calvinistas (de los protestantes en general), que pretendían poseer la razón en materias tan superiores a la razón humana individual, en contra de la tradición secular y la posición de la Iglesia. El uso del escepticismo se insertaba así en una perspectiva no sólo tradicionalista, sino fideísta, vinculando la crítica de la razón y de la filosofía con el antiintelectualismo de muchos pasajes escriturísticos y de tan constante presencia en la tradición cristiana. Con este propósito polémico lleva a cabo, en 1569, su edición latina de toda la obra de Sexto Empírico, Gentián Hervet[22], y el mismo propósito polémico acompaña también al escepticismo pirrónico de Montaigne en ensayos —presentes ya en la primera edición de los Essais en 1580— como De la coutume et de ne changer aisément une loy receüe (1, 23), C’est folie de rapporter le vray et le faux à nostre suffisance (1, 17) y la misma Apologie de Raimond Sebond (11, 12). En Montaigne, sin embargo, emerge con claridad el propósito político de la crítica escéptica: con sus vanas pretensiones de poseer la verdad frente al error ajeno, los reformados no sólo han perturbado la religión con sus novedades, sino también la paz social y el buen gobierno. El escepticismo y la reducción por él llevada acabo del orgullo humano viene a ser, por tanto, un eficacísimo instrumento para la unificación social en torno al soberano legítimo[23].

Más decisiva era, sin embargo, la presencia de la cultura italiana y de las concepciones filosóficas de la religión con ella vinculadas. Dicha presencia había comenzado con el siglo mismo, en el círculo de Lefèvre d’Etaples y Symphorien Champier, pero en la segunda mitad experimentó una expansión notabilísima, en buena medida como consecuencia de la acción de la reina madre Catalina de Médicis. En las circunstancias de guerra civil abierta o latente ya indicadas, el objetivo de la monarquía era el mantenimiento y asentamiento del poder real a través de una política de mediación, de tolerancia y sobre todo de la colocación de la monarquía (y de la política) por encima de las facciones religiosas. En esta orientación, enfrentada por igual a los radicalismos y sectarismos de católicos hispanófilos y de hugonotes, la monarquía se apoyó en direcciones culturales italianas, fundamentalmente el platonismo florentino, pero también el aristotelisnmo de orientación averroísta y la concepción maquiaveliana de la religión.

El platonismo de Ficino y Pico no sólo había revitalizado (en conexión con las directrices naturalistas del aristotelismo medieval) una cosmovisión mágico-naturalista con una fuerte presencia del componente astral, sino que —y creemos que ello es una de las razones fundamentales de su gran preeminencia cultural en toda Europa en el siglo XVI— había elaborado una determinada representación de la renovación y reforma religiosa: el carácter natural de la religión (vínculo del hombre con Dios y expresión del apetito natural del hombre hacia lo divino) hace a todas las religiones legítimas y verdaderas en tanto que todas expresan la misma revelación de la divinidad con expresiones exteriormente diferentes. El cristianismo es la especie más perfecta del género religión, pero de Hermes Trismegisto y Zoroastro a Plotino la tradición de prisca theologia que encuentra su culminación en Platón es a la vez una theologia poetica, una docta religio y una pia philosophia que confirma con la razón socrático-platónica los principios básicos del cristianismo (es la Confirmatio Christianismi per Socratica y la concordia Mosis et Platonis). Esta confluencia de paganismo y cristianismo, de religión, filosofía y poesía, en una sabiduría común a toda la humanidad, se desplegaba (coincidiendo en muchos aspectos con la herencia del erasmismo) en una actitud y espíritu de tolerancia, concordia e irenismo, muestra de la concepción optimista del sujeto humano como sujeto naturalmente divino, capaz de conocer y dominar el kósmos también divino a través del conodmiento[24].

Por su parte, la concepción averroísta de la religión había encontrado una expresión paradigmática en el Renacimiento italiano en el De incantationibus de Pietro Pomponazzi[25]. La religión (toda religión) era presentada allí como un organismo natural sublunar, con su correspondiente ciclo vital de nacimiento-auge-muerte y su consiguiente adscripción astral. Como hecho natural-cósmico, la religión era un vínculo interhumano, un vínculo político y un instrumento educativo mediante el cual (con el recurso al lenguaje poético-retórico y a las fábulas-mitos que constituyen el discurso religioso) se elevaba a la moralidad y se estimulaba al cumplimiento de la ley a la humanidad sensible y animal. A diferencia, pues, del concordismo platónico (el cual, sin embargo, era también consciente de la función político-pedagógica de la religio —como el humanismo erasmiano— y además sensible al discurso astrológico en la forma de la temática de las grandes conjunciones, por no hablar ya de la función pedagógica de la imagen poética), Pomponazzi insistía con el averroísmo en la superioridad teorética del discurso filosófico (la apodeixis racional) y no veía contradicción entre los dos discursos, sino ámbitos diferentes de aplicación: sabio y multitud por un lado, empresa científica individual o de la comunidad filosófica y moral social y política por otro. El sabio, consciente de la diferencia y conocedor de la razón de ser de la religión, ejerce como sabio en su propio ámbito, plegándose por lo demás como ciudadano a la religión y moral sociales, a su vez respetuosas y tolerantes —al menos así debe ser— de su libertad de investigación filosófica[26].

Por lo que respecta a Maquiavelo, hallamos en él una concepción de la religión como vínculo social cohesionador y como instancia educativa, en suma como instrumentum regni, muy similar a la averroísta, si bien con una mayor atención y análisis de su funcionalidad política y de su carácter de mentira útil[27].

En la cultura francesa de la segunda mitad del siglo XVI todas estas directrices están muy presentes. Así el partido de los politiques se pone del lado de la monarquía e intenta imponer la autoridad real, desautorizando el sectarismo y la intolerancia religiosa, exigiendo la supremacía del interés nacional y de la política junto con la remisión de la beligerancia religiosa y el cumplimiento por las religiones de su función política. El canciller Michel de l’Hospital formula claramente esta orientación:

Laissons ces noms de Huguenots et de Catholiques; ne retenons que le beau nom de Français.

cuya formulación teórica efectuaría Bodino en su République de 1576. La misma monarquía, consciente del beneficio que puede obtener de ello, apoya y protege la expansión del platonismo entre la intelectualidad y la nobleza culta: el movimiento literario-filosófico de la Pléiade y el despliegue de las Academias parisienses (con toda su profunda penetración de platonismo en la representación del cosmos —animismo vitalista, magia y astrología, demonología, armonía matemática del mundo, concepción divina del hombre— y en las concepciones estéticas y religiosas —doctrina de los furores, del amor, concepción mágico-religiosa de la poesía y la música, temática de la prisca theologia y el consiguiente concordismo, irenismo y tolerancia religiosa junto con expectativas de renovatio temporis— son la mejor prueba de ello). Íntimamente articuladas con la Pléiade, las Academias guardaban una estrecha relación con la monarquía: la Académie de Poésie et de Musique de Baîf fue la primera academia fundada (en 1570) por decreto real; algunos de sus miembros (Ronsard, Du Perron, De Baîf, Pontus de Tyard) constituyeron la Académie de Palais, cuyas sesiones sobre temas morales y filosófico-naturales tenían lugar en el Louvre en presencia del rey Enrique III[28].

Esta vinculación del platonismo francés con la monarquía y las concepciones políticas de la religión, su dimensión religiosa, no puede hacernos olvidar que desarrollaba —como ya hemos tenido ocasión de indicar— toda la compleja problemática filosófica (y cosmológica) del platonismo renacentista. Y así, apreciamos el interés de los círculos platónicos por disciplinas como el lulismo y el arte de la memoria, disciplinas que en el siglo XVI estaban experimentando una fusión y un enriquecimiento de sus perspectivas en la dirección no ya sólo de una técnica del recuerdo, sino de una transformación hacia un método universal de descubrimiento (inventio), una vía de organización racional de lo cognoscible (enciclopedia) y un instrumento de inserción operativa en el cosmos (magia)[29]. Más importante, sobre todo por lo que hace referencia al tema de La cena de las cenizas, es el interés por el copernicanismo que encontramos en estos ambientes platónicos, en consonancia con la vinculación platónico-pitagórica del heliocentrismo (ya presente en el De revolutionibus mismo y ampliada en la Narratio Prima de Rheticus) y el origen intelectual platónico de todos los copernicanos realistas del siglo XVI. Du Perron muestra una inclinación hacia el copernicanismo. De Baîf interpretaba a Copérnico como un autor que había afirmado la infinitud del universo y Pontus de Tyard —el más interesado en el problema— discute la posibilidad del movimiento de la Tierra, mostrando simpatía por la renovación copernicana, planteándose asimismo la posibilidad de la corruptibilidad de los cielos y hablando (como un discurso plausible) de las estrellas como mundos habitados[30].

III. Primera estancia de Bruno en París (1581-1583)
y el De Umbris Idearum

Las consideraciones anteriores sobre la cultura parisiense son suficientes para hacernos ver que era natural que a su llegada a París en 1581 Bruno se insertara en ese ambiente y entrara en relación con esos grupos platónicos y políticos cercanos al monarca, con los que tantas cosas tenía en común y de los que recibiría sugerencias y problemas en más de un ámbito. Las exhibiciones de memoria dadas por Bruno en sus lecciones públicas atrajeron la atención de esos círculos y del mismo rey Enrique III.

Acquistai nome tale che il re Enrico terzo mi fece chiamare un giorno, ricercandomi se la memoria che avevo e che professavo, era naturale o pur per arte magica; al cual diedi sodisfazione; e con aquello che li dissi e feci provare a lui medesmo, connobbe che non era per arte magica ma per scienza[31].

Inserto en ese ambiente, Bruno publica en 1582 las primeras obras llegadas hasta nosotros: el De Umbris Idearum (dedicada al rey; obra de gran importancia a la hora de establecer el itinerario intelectual de Bruno desde las posiciones de una jerarquía ontológica y cosmológica hasta la uniformización en ambos terrenos evidenciada por La cena de las cenizas y el conjunto de los diálogos italianos), el Cantus Circaeus, el De compendiosa architectura et complemento Artis Lullii, tres obras de argumento luliano-mnemotécnico en la nueva perspectiva ya señalada con anterioridad y por ello susceptibles de atraer poderosamente la atención de esos círculos parisienses. A ellas hay que añadir Il Candelaio, comedia satírica en vulgar, de la que cabe señalar la feroz crítica del pedantismo, es decir, del humanismo puramente lingüístico reducido a la servil imitación de los modelos antiguos[32].

El De Umbris muestra ya con toda claridad que Bruno es un copernicano, pues en el diálogo que abre la obra el portavoz bruniano dice: Hunc (i. e. el Sol) intellectus non errans stare docet: Sensus autem fallax suadet moveri. Hic terrae girantis parti huic expositae oritur: occidit simul aliter dispositae[33].

Esta misma página nos presenta otros elementos de la cosmología nolana: la Tierra es denominada diva tellus suo nos dorso enutriens, calificativo típico y significativo del Bruno maduro[34], la Luna es designada como otra tierra[35] y los planetas (en una expresión de evidente cuño platonizante) como mundi corpora quae multi intelligunt es se animalia deosque sub uno principe secundos. Los cuerpos celestes, con inclusión de la Tierra, son, por tanto, seres vivos y animados, es decir, dotados de alma. Sin embargo, muestra de la distancia que todavía nos separa del Bruno maduro de los Dialoghi y de La cena es el hecho de que en el De Umbris no hay ninguna mención del infinito: el concepto de mundo no designa a un cuerpo celeste (p. ej., la Tierra) como es típico del Bruno maduro[36], sino al universo, o ko/smov, visto en términos platónico-naturalistas como un animal vivo, dotado de un orden y una unidad internos: Qui (el orden) supraemorum cum infimis, et infimorum cum supremis connexionem faciens: in pulcherimam unius magni animalis (quale est mundus) faciem, universas facit conspirare partes[37].

Bruno nos ofrece en el De Umbris una representación en términos del platonismo (de fuerte impronta plotiniana a la que accede a través de la traducción y el comentario de Ficino), en términos de un kósmos implícitamente finito y con la jerarquía ontológica de Uno-Mens (ideas)-Anima-Corpus o Materia, complementada con el tema de la excelencia del cielo, punto de inserción de la mens en el cosmos sensible y transmisor de las formas inteligibles al mundo sensible (y ahí está el fundamento teórico de la astrología):

Deformium animalium formae, formosae sunt in caelo. Metallorum in se non lucentium formae, lucent in planetis suis. Non enim homo, nec animalia, nec metalla ut hic sunt, illie existunt. Quod nam hic discurrit illie actu viget, discursione superiori. Virtutes enim quae versus materiam explicantur: versus actum primum uniuntur et complicantur[38].

El cielo viene a ser, pues (en el platonismo y en Bruno), el Alma por excelencia y la jerarquía ontológica tiende consecuentemente a devenir una jerarquía cosmológica; la relación ontológica del alma con la materia tiende a identificarse con la jerarquía cosmológica aristotélica del mundo supralunar y del mundo sublunar[39].

No vamos a tomar en consideración la temática mnemotécnica, es decir, la presentación en el De Umbris de un sistema de memoria artificial en la perspectiva ya indicada de método inventivo y enciclopedia[40], de una representación global del cosmos con capacidad operativa sobre él[41]. Sí queremos, sin embargo, señalar que esta obra presenta en su primera parte —lamentable e injustificadamente desatendida por Yates-un programa cognoscitivo de ascenso a la unidad (la luz) desde la pluralidad de la materia (las tinieblas) a través de los grados intermedios (sombras), reconversión del proceso de dispersión de la unidad en la pluralidad[42] y lógica consecuencia de la jerarquización ontológica de lo real:

Cum vero in rebus omnibus ordo sit atque connexio, ut inferiora mediis et media superioribus succedant corporibus; composita simplicibus, simplicia simplicioribus uniantur. Materialia spiritualibus spiritualia prosus in materialibus adhaereant. Ut unum sit universi entis corpus, unus ordo, una gubernatio, unum principium, unus finis, unum primum, unum extraemum. Cumque (ut non ignoraverunt Platonicorum principes) demigratio detur continua a luce ad tenebras… nihil impedit quominus ad sonum cytharae universalis Apollinis ad superna gradatim revocentur inferna: et inferiora per media, superiorum subeant naturam[43].

Como el propio Bruno se cuida de señalar, el discurso es completamente (neo)-platónico; no tenemos más que pensar en la fórmula ficiniana a summo usque ad imum omnia per media transeunt.

El elemento o eslabón clave en esta cadena del ser (cfr. p. 28: cathenam illam auream quae e caelo fingitur ad terram) es el alma (es decir, la sombra, umbra mediadora entre la luz-intelecto y las tinieblas-materia). El alma cumple así la función mediadora de gozne del universo, presente ya en Platón (Fedro, Timeo) y en Plotino, por su doble apetito natural hacia arriba y hacia abajo; y es gracias al alma y a su obra de traducción o incorporación de las formas ideales a la materia por lo que existe el kósmos. Lo señalaba con toda claridad Ficino en un texto que Bruno conocía perfectamente y que se encuentra presente en el programa del De Umbris; como comienzo de su De vita coelitus comparanda, Ficino decía: Si tantum haec duo sint in mundo, hinc quidem intellectus, inde vero corpus, sed absit anima, tune neque intellectus trahetur ad corpus (inmobilis enim est omnino, caretque affectu motionis principio, tanquam a carpore longuissime rustans) neque corpus trahetur ad intellectum, velut ad motum per se inefficax et ineptum, longeque ab intellectu remotum. Verum si interponatur anima utrique conformis, facile utrinque et ad utraque fiet attractus[44]]

Bruno nos formula la misma concepción:

Duplici aliquem accidit es se sub umbra. Umbra videlicet tenebrarum et (ut aiunt) mortis: quod est cum potentiae superiores emarcescunt et ociantur, aut subserviunt inferioribus. Quatenus animus circa vitam tantum corporalem versatur, atque sensum. Et umbra lucis, quod est cum potentiae inferiores superioribus adspirantibus in aeterna eminentioraque obiecta subiiciuntur… Illud est umbram incumbere in tenebras: hoc est umbram incumbere in lucem[45].

El problema que se nos plantea, por tanto, es explicar la transición de este neo platonismo de corte ficiniano a las posiciones definitivas de Bruno, manifiestas ya en La cena de las cenizas: uniformización ontológica (expuesta sobre todo en el diálogo De la causa, principio e uno) y uniformización cosmológica.

Creemos que el punto de partida está en el desarrollo del tema señalado por Bruno inmediatamente a continuación del pasaje que acabamos de citar: In Oriente quidem lucis et tenebrarum, nil aliud intelligere possumus quam umbram. Se trata de una dirección de pensamiento ya insinuada en Ficino[46] e indicativa de que Bruno llega a la uniformización por desarrollo de elementos platónicos y naturalistas. La afirmación últimamente citada nos da a entender que hay un punto en el que —como en el horizonte físico— confluyen de manera indiscernible el intelecto, el alma y la materia. En un universo infinito este punto está en cualquier parte y en ninguna en especial, y resulta interesante que el diagrama utilizado por Bruno en el De Umbris (p. 38) para reflejar esta coincidencia sea usado en el De la causa para ejemplificar la coincidentia oppositorum y, por tanto, la unidad ontológica[47]. El concepto de infinito es, pues, decisivo para escapar a la jerarquía ontológica y a la jerarquía cosmológica a ella asociada. Bruno ya va en esa dirección, como muestra el diálogo que abre el De Umbris, pero el peso de la tradición es todavía muy fuerte. Los dos años transcurridos entre esta obra y los primeros diálogos italianos vieron la maduración y clarificación definitiva de la mano de la emergencia del infinito y la uniformización cosmológica. Ello hará que en La cena se exprese críticamente hacia el planteamiento del De Umbris: y tú, Mnemosine mía… encerrada en la oscura cárcel de las sombras de las ideas (p. 64). Bruno rechaza ahora el cosmos jerarquizado que situaba al hombre en las tinieblas y hacía de la naturaleza una caverna y una cárcel (vid., p. 69, la presentación de la tarea liberadora del Nolano, i. e., de La cena).

IV. Bruno en Inglaterra (1583-1585)

En la primavera de 1583, sin embargo, Bruno pasa a Inglaterra. Ya con fecha del 28 de marzo Henry Cobham, embajador inglés en Francia, había enviado un despacho a Francis Walsingham, primer secretario del reino, en el cual señalaba: Doctor Jordano Bruno Nolano, a professor in Philosophy, intends to pass into England, whose religion I cannot commend. En abril, Giordano Bruno se hallaba en Londres, provisto de cartas de presentación a Michel de Castelnau (embajador de Francia y a quien dedicará precisamente La cena de las cenizas y otras obras del período londinense) y será justamente en el edificio de la embajada —sito en Butcher Row— donde Bruno residirá durante esta etapa. ¿Cuál era el motivo de este traslado de Bruno? Nada nos dice el propio Bruno ni ningún otro contemporáneo. Yates ha señalado que Bruno estaba encargado de una misión secreta por Enrique III de Francia: la de favorecer una alianza con la Inglaterra de Isabel I en contra de España, así como la de persuadir del ánimo pacificador y no expansionista del monarca francés[48]. Más probable es, sin embargo, que el traslado estuviera motivado por las dificultades que una persona de la heterodoxia religiosa de Bruno representaba para Enrique 111 en un momento de encrespamiento del enfrentamiento religioso y de reacción ultracatólica.

Tras una breve estancia en Londres hallamos a Bruno, en el mes de junio, en Oxford. Nuestro autor acudía a la universidad con el séquito que acompañaba al príncipe polaco Alberto Laski y como él mismo nos dice (en el diálogo IV de La cena; p. 143 y s), participó en una de las disputas (la del 11 de junio) con que se honró la visita del ilustre huésped. El descubrimiento de una nota de Gabriel Harvey nos permite conocer el nombre del contrincante bruniano, así como el carácter dialéctico de la disputa, en confirmación de la descripción bruniana: Jordanus Neapolitanus (Oxonii disputans cum doctore Underhil) tam in Theologia quam in philosophia, omnia revocabat ad Locos Topicos, et axiomata Aristoteles; atque inde de quavis materia promptissime arguebat[49]. Sin embargo, parece que Bruno obtuvo la posibilidad de impartir lecciones en la universidad sobre cosmología y la inmortalidad del alma (La cena, IV, p. 143). El descubrimiento de un testimonio posterior (de 1604) nos informa que en esas lecciones, Bruno undertooke among very many other matters to set on foote the opinion of Copernicus sobre la base de una utilización almost verbatin of the works of (margen: de Vita coelitus comparanda) Marsilius Ficinus[50]. Resulta difícil imaginarse cómo Bruno podía defender el copernicanismo a partir del De vita coelitus comparanda de Ficino, pero el testimonio es interesante por confirmarnos la raíz platonizante del heliocentrismo y en general del pensamiento bruniano.

La evidencia del plagio puso, no obstante, fin a las lecciones oxonienses de Bruno. De nuevo en Londres, le encontramos residiendo en la embajada francesa, donde estableció su amistad estrecha con John Florio, hijo de un exiliado religioso italiano, por aquel entonces trabajando en la embajada, y personaje acompañante del Nolano a lo largo de las peripecias de la cena del Miércoles de Ceniza. En Londres, Bruno continúa la publicación de sus escritos mnemotécnicos: en 1583 publica la Ars reminiscendi (reimpresión de la contenida en el Cantus Circaeus parisiense), la Explicatio triginta sigillorum y el Sigillus sigillorum. La estancia londinense le permite además introducirse en los círculos cortesanos y entablar relación con figuras de la aristocracia, ampliamente interesadas, por otra parte, en todo lo relativo a la cultura italiana, en proceso de implantación en la Inglaterra isabelina. Bruno acompañó a Castelnau a entrevistas con la reina (lo cual nos permite comprender el dicho según el cual Brunus… qui ab Elisabetha Angliae apistov kai asebhv kai aqeov cognominari meruit) y entró en contacto con sir Philip Sidney (a quien dedicará el Spaccio y los Eroici furori), con sir Fulke Greville (el anfitrión de La cena de las Cenizas), con el duque de Leicester (canciller de la universidad de Oxford, protector de los hombres de cultura italianos y una de las personalidades más prominentes de la corte)[51].

Por otra parte, la atmósfera intelectual londinense era muy distinta del rígido dogmatismo aristotélico de impronta humanista: el pedantismo gramático-retoricista alejado de todo real interés científico-natural, tan denostado por Bruno a lo largo de toda La cena y en el primer diálogo de La causa y tan opuesto a la atmósfera científica del Oxford medieval y católico[52]. En Londres, en estrecha relación con los círculos financieros, mercantiles y navieros, se había desarrollado una tradición científico-natural en la que colaboraban sujetos de formación universitaria (caso de Robert Recorde y Thomas Digges) con otros de formación extrauniversitaria. Esta corriente de popular scientists hacia un uso preferente del inglés como vehículo de expresión y estaba abierta a los rumbos más innovadores del pensamiento europeo, haciendo un amplio énfasis sobre las aplicaciones prácticas (singularmente la navegación oceánica) de las diferentes disciplinas, especialmente la astronomía y la matemática[53]. Esta apertura hacia nuevas orientaciones del pensamiento es especialmente patente en el caso del copernicanismo, a diferencia del rígido geocentrismo oxoniense. En su Castle of Knowledge (1556), Robert Recorde se muestra dispuesto a aceptar el movimiento de rotación de la Tierra y a considerar como muy probable todo el sistema copernicano. Pero es Thomas Digges el copernicano más explícito de la Inglaterra isabelina: en 1576, ocho años antes de la aparición de La cena bruniana, Digges publicó como adición a la reimpresión de la Prognostication everlasting de su padre, Leonard Digges, un suplemento titulado A Perfit Description of the Caelestiall Orbes according to the most aunciente doctrine of the Pythagoreans, latelye revived by Copernicus and by Geometrical Demostrations approved (reeditada en 1578, 1583, 1585 y años sucesivos). Dicho suplemento consiste en su mayor parte en una traducción inglesa de las secciones más importantes del primer libro del De Revolutionibus copernicano. Pero Digges añade un diagrama del universo en el que se muestra y se dice claramente que

this orbe of starred fixed infinitely up extendeth hitself in altitude sphericallye, and therefore immovable the pallace of foelicitie garnished with perpetuall shininge glorious lightes innumerable. Farr excellinge our sonne both in quantitye and quality the very court of coelestiall angelles devoid of greefe and replenished with perfite endlesse joye the habitacle of the elect[54].

El diagrama muestra a las estrellas fijas no situadas ya todas a lo largo de una misma superficie esférica, sino a distancias diferentes del Sol; el texto señala, además, que

of whiche ligtes Celestiall it is to bee thoughte that we onely behoulde sutch as are in the inferioure partes of the same Orbe… the greatest part rest by reason of their wonderfull distance invisible unto US[55].

Digges, aunque conserve el término, ha hecho estallar, sin embargo, la esfera de las estrellas fijas y ha afirmado la infinitud del universo. Sobre esta presunta primacía de Digges en la afirmación del universo infinito insisten Johnson y Larkry; sin embargo —como ha señalado conscientemente Koyré—, el cielo estelar infinito postulado por Digges no es un ámbito físico o astronómico, sino los cielos teológicos. Digges conserva una diferencia cualitativa entre el cosmos planetario heliocéntrico y la nueva región estelar corte de los ángeles celestiales y habitáculo de los elegidos[56]. Por eso tiene razón Koyré al señalar que es Bruno el primero que afirma el esquema o el boceto de la cosmología dominante durante los últimos siglos[57].

La obra de Digges nos testimonia, en cualquier caso, un ámbito de intereses con el que Bruno (que no hablaba inglés —cfr. La cena, III, p. 105—; ello no era, sin embargo, una dificultad insuperable) pudo entrar en contacto durante su estancia londinense. En todo caso (y quizá en consonancia con la boga de producción filosófico-científica en vulgar, así como desarrollando su polémica contra el pedantismo latino), Bruno publicó en Londres, en los años de 1584 y 1585, la serie de los seis diálogos italianos: La cena de le ceneri, De la causa, principio e uno, De l’infinito universo e mondi, Spaccio de la Bestia trionfante, Cabala del cavallo pegaseo con l’aggiunta del asino cillenico, De gli eroici furori[58]. En octubre de 1585 volvía a París acompañando a Michel de Castelnau para no regresar nunca más a Inglaterra.

V. La cena de las cenizas

La cena de las cenizas, el primero de los diálogos italianos, es el manifiesto de la filosofía nolana. Nos presenta el manifiesto de la filosofía nolana en su componente fundamental: el copernicanismo (La cena es la primera gran defensa del copernicanismo y el primer intento de fundamentarlo físicamente) desarrollado hasta una reforma cosmológica total y, asimismo, los aspectos indisociablemente vinculados con ella: la reforma moral, política y religiosa (Diálogo I), la concepción de la Historia (Diálogo I), la distinción entre el sabio y el héroe con su búsqueda filosófica de la unidad (Diálogo II) y el vulgo sensible alimentado por la religión (Diálogo IV). La cena presenta, en suma, el conjunto de los temas que Bruno desarrollará en todo el ciclo de diálogos.

¿Cuál es, por otra parte, el origen de ese extraño título de La cena de las cenizas? Como señala el propio Bruno (p. 56), el título viene de la cena y posterior discusión sobre el copernicanismo acontecidas el Miércoles de Ceniza de 1584 (el 14 de febrero concretamente) en la residencia de Fulke Greville en Whitehall. Pero no cabe duda de que —al igual que ocurre en el caso del Spaccio de la bestia trionfante— el título posee un significado más profundo. Como señala Ingegno,

che il titolo stesso della Cena de le Ceneri possa contenere un riferimento ai tempi ultimi sembra evidente, e basterá ricordare in tal senso un testo di Campanella, appartenente ai libri della Theologia relativi alla Prima e seconda risurrezione: dopo la caduta dell’Anticristo e deIla sua coda seguiril la cena, queIla cena che come Gregorio Magno aveva scritto, rappresentava il convito eterno del Cristo con gli eletti in celo, dopo la sera, cioe dopo la fine del mondo, post interitum bestiae[59].

La cena de las cenizas bruniana tiene lugar no en el final escatológico de la Historia y tras el fin del mundo después de la derrota del Anticristo, sino (en el marco de la visión cíclico-dualista de la Historia propia de Bruno) en el final del ciclo de tinieblas introducido por la filosofía vulgar y el cristianismo; sella y marca, por otra parte, el final del error y del vicio (del error de una falsa concepción del mundo que queda destruida y de los vicios introducidos por el cristianismo) y el comienzo de una nueva era de luz bajo una representación verdadera del universo, de la divinidad y de las relaciones entre ambos, así como del efectivo lugar del hombre en el cosmos.

El diálogo propiamente dicho entre los personajes protagonistas del mismo (Smith, Teófilo —el portavoz bruniano—, el pedante Prudencio y Frulla) narra con posterioridad a la cena las circunstancias de la misma, es decir, la discusión sobre el copernicanismo sostenida por Bruno con dos doctores oxonienses que en el diálogo reciben los nombres de Torcuato y Nundinio. Pero la narración de esta discusión ocupa solamente los diálogos tercero y cuarto. El primer diálogo, introductorio, plantea diferentes cuestiones de gran importancia (el elogio de Copérnico y del propio Bruno, la concepción de la Historia, la relativización de las nociones de antiguo y moderno, el problema del criterio de verdad y la solución del mismo —ante la nulidad de la referencia a la Antigüedad— a través de los frutos, el problema, en suma, de la educación y de la iniciación filosófica). El quinto y último diálogo expone la cosmología infinitista bruniana más allá de la defensa del copernicanismo efectuada en los diálogos anteriores. Por su parte, el diálogo segundo narra las peripecias acaecidas al Nolano y sus dos acompañantes (John Florio y Matthew Gwinne) por las calles de Londres durante el recorrido hasta la residencia de Fullee Greville. En el argumento del segundo diálogo (p. 53 s.), Bruno dice que en él se hallará una descripción de pasos y de pasajes que será juzgada por todos más poética y alegórica quizá que histórica. Cabe, en efecto, reconstruir con fidelidad el itinerario bruniano desde la embajada francesa en Butcher Row hasta la residencia de Fullee Greville en Whitehall: en primer lugar, hacia el Támesis en dirección Este a lo largo de Fleet Street hasta llegar a la altura de Salisbury House (al atracadero del palacio de Lord Buckhurst, p. 84); desde allí, por el río remontando durante un breve trecho el Támesis, hasta el Temple (ese lugar llamado el Templo, p. 86); desde allí, alcanzado y recorrido el Strand (la calle principal, p. 88) a Charing Cross (la pirámide) y Whitehall (el palacio, p. 102), donde residía Fullee Greville y tuvo lugar la cena y posterior discusión[60]. Pero es posible también una lectura alegórica del viaje, en el sentido de una anticipación figurada de lo que después será —en los dos diálogos siguientes— la penosa e infructuosa discusión con los doctores oxonienes. Diferentes pasajes permiten pensar en una especie de descenso a los infiernos (vid. pp. 85 Y 88, con sus refenes con los escolásticos (pp. 87 Y s.).

La obra fue editada sin indicación de lugar e impresor; pero sabemos con seguridad que lo fue en Londres, en la imprenta de John Charlewood. La impresión de la obra, por lo demás, pasó por varias fases, circunstancia ésta sobre la que nos extendemos en el apéndice al presente prólogo.

VI. Reforma cosmológica y religiosa en Bruno

Bruno está inserto en la tradición naturalista greco-árabe-latina; piensa, por tanto, sobre patrones griegos y paganos, sobre la filosofía y la religión filosófica, es decir, sobre el principio del ko/smov, o universo, como una realidad autónoma y autosuficiente, eterna y divina, con el añadido bruniano de la infinitud que hace estallar la visión tradicional del cosmos esférico, finito y jerarquizado. A ello une la concepción del hombre como un sujeto natural inmerso en el cosmos, bueno, divino y, naturalmente generado. En este universo permanente y autorregulado el naturalismo —y Bruno— piensan la historia humana en términos cíclicos similares a los del conjunto del mundo sublunar y de las órbitas celestes.

Esto significa que Bruno está situado —conscientemente situado— en una línea de pensamiento anticristiano (antiagustiniano), contra la concepción del mundo como criatura indigente y no divina, contra la concepción del hombre como infinitamente alejado de Dios por el pecado original y la consiguiente necesidad de la Encarnación y Redención, de la gracia gratuitamente concedida por Dios, para reconciliarse con lo divino en una actitud humana pasiva, que alcanza su culminación en la negación del valor justificatorio de las obras por la Reforma protestante. Evidentemente, la visión cíclico-naturalista aleja a Bruno de la concepción cristiano-agustiniana de la Historia como una historia lineal del espíritu (la Civitas Dei) marcada por los hitos del Paraíso, Pecado, Encarnación, y por el término escatológico del Juicio Final y el Paraíso Celeste. Bruno se opone (en la línea siempre de la tradición naturalista: averroísmo, Pomponazzi, Maquiavelo…) a la concepción de la religión como vínculo del hombre con el Dios trascendente; la concibe como lex pedagógico-política articuladora de la multitud en el Estado. Finalmente es contrario al antinaturalismo y ascetismo cristianos, así como a la división del género humano en elegidos y réprobos de Dios.

Y Bruno, sin embargo, se había formado intelectualmente en el platonismo renacentista, es decir, en la tradición del platonismo cristiano de un Marsilio Ficino y de un Pico della Mirandola. Pero Bruno llega a la conclusión de que el concordismo ficiniano (la unidad religiosa y filosófica de la humanidad, la coincidencia de la prisca theologia greco-egipcia con el cristianismo) es imposible y falsa. Percibe que la realidad es la contradicción e irreconciliabilidad entre ambas y en ello coincide con la tradición cristiano-agustiniana, con Savonarola, con el fideísmo escéptico y con la Reforma; Bruno considera también legítimas, desde un punto de vista cristiano, las sospechas y la condena de la magia del De vita coelitus comparanda ficiniano. Pero él se pone del lado de Crecia, de la filosofía y del paganismo, y en contra del cristianismo. Y como consecuencia nos ofrece un cambio en la representación de la Historia: no ya la linealidad espiritual del cristianismo, pero tampoco la tradicional visión naturalista de la sucesión cíclica de varias religiones (todas igualmente válidas y positivas en su función pedagógico-política) en consonancia con los ciclos celestes. Bruno afirma, por el contrario, la permanente alternancia de luz y tinieblas, de las tinieblas del cristianismo (esencialmente vinculado con el aristotelismo y el geocentrismo, con una filosofía vulgar, puramente sensible y con el postulado de la finitud del cosmos; con sus falsos profetas como Cristo, cuya misión histórica es anunciar las tinieblas) y la luz de la antigua sabiduría (no anunciadora del cristianismo, sino negada por él como la verdad por el error), que tiene también sus profetas: Hermes Trismegisto, Pitágoras, Platón…, y en el siglo XVI, Giordano Bruno. En nuestro autor aparece así un fuerte componente antisemita (siendo el cristianismo una derivación de la religión mosaica): rechaza la Escritura y la cronología bíblicas, la concepción pasiva del sujeto humano manifiesta en el tema de la santa asinità, la descendencia adámica de todo el género humano y la tesis del pecado original; rechaza los intentos contemporáneos de salvar estas tesis superando las dificultades planteadas por las poblaciones recién descubiertas en el continente americano[61]. Por el contrario, Bruno ve en estos nuevos hechos un dato natural similar a las novas y cometas contemporáneas, falsador del planteamieanto cristiano al igual que novas y cometas falsan la cosmología aristotélica. Enlazando con el planteamiento lucreciano (De Rerum Natura, V), Bruno establece la generación plural y natural del hombre en todos los mundos; no hay, pues, pecado original y, consecuentemente, tampoco tiene ya justificación alguna la Encarnación y Redención. En realidad, todos los hombres se salvan, porque nada perece (Bruno adopta el verso ovidiano omnia mutantur, nihil interit)[62]. Siendo el individuo una apariencia efímera de la única sustancia universal (vid. los Diálogos III-IV de la Causa), lo que se produce en el fondo es una idéntica devoración o asunción por la unidad. La diferencia entre los seres humanos reside en la consciencia o inconsciencia de tal realidad: mientras la mayoría vulgar que vive en la sensibilidad se salva en la eterna proliferación de formas emergentes de la materia divina, el héroe del intelecto encuentra en su persecución consciente de la unidad (el tema de la caza) la experiencia suprema de ser devorado o cazado por el objeto mismo de su búsqueda:

Ecco tra l’acqui il piú bel busto e faccia,

che veder pass’il mortal e divino,

in ostro ed alabastro ed oro fino

vedde; e’l gran cacciator dovenne caccia[63].

En la representación bruniana de la Historia no tiene sentido la noción de progreso[64]. Lo dado es la perennidad de la alternancia luz/tinieblas (puede haber progreso en el seno de un ciclo, pero no una linealidad absoluta) como ejemplo de la voluntad del destino: il fato ha ordinata la vicissitudine delle tenebre e la luce[65]. Bruno nos da expresión aquí a la regla cosmológica (humana y cósmica) fundamental: la viccisitudine[66], es decir, la permutación de las cosas y la alternancia de los contrarios (verdad/error, luz/tinieblas, mares/continentes en la Tierra) con el fin de que todo sea en todo en la medida de lo posible, expresión última de la coincidentia oppositorum (tema que Bruno hereda del Cusano)[67] en el universo infinito que —como su vestigio— explica lo que en la unidad absoluta de lo divino está contraído o implicado.

La alternancia vicisitudinal de la luz y tinieblas es el permanente sucederse de verdad y error. El momento de luz es el de una correcta representación del universo, de lo divino, de una correcta delimitación entre el sabio y la multitud, de filosofía (actividad intelectual) y religión política cuidadosamente diferenciadas sin mezclas nocivas (vid. en este punto el rechazo de la condena del heliocentrismo a partir de pasajes bíblicos a comienzos del diálogo cuarto de La cena). En esta correcta delimitación de ámbitos —efectuada sobre la base de la tradición averroísta— queda garantizada para el filósofo (el héroe del intelecto cuya actividad delinean los Eroici furori) la libertad de investigación[68]. En el período de luz se da, en suma, una correcta distinción de la relación hombre-Dios, la búsqueda heroica de la unidad, la apropiación mágica de la divinidad a través de su inmanencia natural (Natura est Deus in rebus dice la famosa fórmula del Spaccio) y la eficaz organización política de la humanidad activa trabajadora. El periodo de tinieblas y error es la exacta inversión de todos esos puntos: domina una falsa representación del cosmos (el cosmos de la tradición aristotélico-ptolemaica con los principios de la finitud, de la trascendencia de lo divino, del geocentrismo, del dualismo y la jerarquía cosmológica, de la correlación estrecha entre elementos, lugares naturales y comportamiento en términos de movimiento y reposo) una falsa noción de lo divino y de su relación con el cosmos (frente a la divinidad de la naturaleza y del hombre —vid. La cena 1, p. 71— el error cristiano de reducir la divinidad a su presencia en la Eucaristía) con la consiguiente corrupción moral y política, manifiesta en el siglo XVI en la intolerancia de la Reforma y guerras de religión, así como en la colonización española de América (véase La cena I, p. 69).

Para causar efectos completamente contrarios, el Nolano ha liberado el ánimo humano y el conocimiento que estaba encerrado en la estrechísima cárcel del aire turbulento (La cena I, p. 69). Giordano Bruno se concibe a sí mismo como el restaurador de la luz y el disipador de las tinieblas, como el profeta del renacimiento de la verdad, anunciado por Hermes Trismegisto en el famoso lamento del Asclepius en que se predecía el fin de la religión del mundo, el advenimiento de un período de tinieblas y falsa religión, junto con el posterior retorno de la verdad:

¡Egipto, Egipto!, de tu religión tan sólo quedarán las fábulas, increíbles incluso para las generaciones futuras… Las tinieblas se preferirán a la luz, la muerte será juzgada más útil que la vida; nadie alzará los ojos al cielo, el religioso será juzgado loco, el impío prudente, el furioso fuerte, el pésimo bueno… Mas no temas, Asclepio, porque una vez hayan ocurrido estas cosas, entonces, Dios, padre y señor, gobernador del mundo y omnipotente previsor, por diluvio de agua o de fuego, de enfermedades o de pestilencia u otros ministros de su justicia misericordiosa, dará fin sin duda alguna a tal mancha, haciendo retornar el mundo a su antiguo rostro.

Bruno se cree ese ministro destinado a expulsar la bestia triunfante en el período anterior, es decir, es el Anti-cristo, cuya misión es recomponer el buen orden turbado por Cristo (falso Mercurio salido del fango y cavernas de la Tierra, La cena I, p. 69), el enviado por el destino a sembrar la discordia:

No tenéis que pensar que yo haya venido a traer la paz a la Tierra; no he venido a traer la paz, sino la espada. Pues he venido a separar al hijo de su padre y a la hija de su madre y a la nuera de su suegra. Y los enemigos del hombre serán las personas de su misma casa[69].

Pero Bruno no tiene conciencia de ser un renovador absoluto, sino la de ser el restaurador de esa antigua sabiduría (la de Hermes, Pitágoras y Platón) barrida y expulsada por el aristotelismo. De ahí la relativización de los conceptos de viejo y de nuevo junto con la crítica de la tesis que ponía el principio de autoridad en la Antigüedad, es decir, en Aristóteles:

Bien, maestro Prudencio; si esta opinión vulgar y vuestra es verdadera precisamente por ser antigua, no cabe duda de que era falsa cuando resultaba nueva. Antes de que existiera esta filosofía concorde con vuestro cerebro hubo la de los caldeos, egipcios, magos, órficos, pitagóricos y otros que vivieron en los primeros tiempos, conforme, por el contrario, con nosotros y contra la cual se rebelaron estos insensatos y vanos lógicos y matemáticos, no tanto enemigos de la antigüedad como ajenos a la verdad (La cena, I, p. 75).

Por eso, ante el problema del criterio de verdad (un agudo problema en el pensamiento del siglo XVI)[70] la irrelevancia de la anterioridad en el tiempo lleva a Bruno a establecer como criterio los frutos:

Evaluar la filosofía por la antigüedad es como pretender decidir si fue antes el día que la noche o viceversa. Aquello, pues, sobre lo que debemos fijar el ojo de nuestra consideración, es si nosotros estamos en el día y la luz de la verdad brilla sobre nuestro horizonte, o bien sobre el de nuestros antípodas adversarios… y no se trata, ciertamente, de algo difícil de decidir, incluso juzgando a primera vista, a partir de los frutos de una y otra especie de contemplación (La cena I, pp. 76-77).

La renovación que con Bruno se lleva a cabo ha tenido como antecedente y premisa necesaria la audacia de Copérnico. En el primer diálogo de La cena (pp. 66-67), Bruno nos presenta un elogio encendido de Copérnico en el que éste aparece caracterizado como

… dispuesto por los dioses como una aurora que debía preceder la salida de este sol de la antigua y verdadera filosofía, durante tantos siglos sepultada en las tenebrosas cavernas de la ciega, maligna, proterva y envidiosa ignorancia (p. 67)[71].

Ciertamente, Bruno se da cuenta de que el heliocentrismo (la restauración del Sol en su dignidad y papel) es la premisa necesaria para el desmantelamiento de toda la falsa arquitectura cosmológica del aristotelismo y que supone un planteamiento desde el entendimiento (es decir, una actitud heroica) frente a la sensibilidad vulgar del geocentrismo. Y, sin embargo, el cálido elogio de Copérnico aparece limitado por la conciencia bruniana de un defecto en la actitud de Copérnico: éste —aunque ha puesto el principio para la recuperación de la verdad— se ha quedado corto al reducir su obra a un cálculo matemático, es decir, al haber actuado únicamente como astrónomo. El límite de Copérnico es, pues, el estar desprovisto de razones vivas (La cena I, p. 66), el hecho que su discurso (es) más matemático que natural (ibídem). Y aquí vemos un rasgo básico de la fundamentación física del heliocentrismo que Bruno intentará llevar a cabo en La cena: para él las razones matemáticas no son razones naturales, esto es, no piensa en una explicación matemática (necesaria y suficiente) de la realidad natural. Como veremos más adelante, Bruno está l%s de Galileo, porque su visión de la naturaleza parte del naturalismo mágico y vitalista, para el cual la lectura matemática de la naturaleza —organismo, o animal vivo— es una reducción injustificada.

De ahí que Copérnico se presente a Bruno como un enviado de los dioses que dice la verdad decisiva, pero no tiene plena conciencia de lo que dice. Por eso Copérnico es, con respecto a Bruno, lo que Manto con respecto a Tiresias (ciego, pero intérprete divino, La cena I, p. 65) o lo que el intérprete privado de la visión profética es con respecto al visionario incapaz de desvelar el significado de lo que la divinidad ha depositado en él. Por otra parte, Bruno pudo muy bien haber encontrado estímulo para esta interpretación de Copérnico como divinamente inspirado en la Narratio Prima de Rheticus[72].

Sin embargo, el Nolano ha sabido interpretar correctamente el verdadero alcance del copernicanismo, hasta desarrollarlo en la dirección de una reforma cosmológica total: eliminados los orbes celestes y la esfera de las fijas, se afirma la infinitud del universo (cfr. La cena V) poblado de mundos innumerables habitados por sus propios animales; eliminada la jerarquía cosmológica y ontológica del aristotelismo y platonismo, se afirma la uniformidad ontológica y la equivalencia de todas las regiones del universo. En este universo infinito en el que la divinidad es inmanente el hombre es un sujeto natural (generado por la fecundidad de la tierra), activo y divino.

VII La fundamentación física del copernicanismo en La cena a través del naturalismo

La cena de las cenizas presenta en compendio el Evangelio del Nolano; en este sentido son significativas las regeneraciones espirituales por manifestación de la verdad que Bruno —en antítesis con los milagros de Cristo— afirma haber realizado (cfr. La cena I, p. 70). Y La cena nos presenta el punto de partida de la total reforma bruniana: el heliocentrismo y el movimiento de la Tierra, asumidos y defendidos como una descripción del verdadero estado real de los cielos, rechazando, por tanto, la reducción ficcionalista efectuada por Osiander en su famoso prefacio al lector sobre las hipótesis del De Revolutionibus[73]. Con ello La cena nos presenta la primera dtfensa articulada del copernicanismo antes de Galileo y el primer intento de una fundamentación del mismo, es decir, de suplir la falta de razones vivas presente en Copérnico.

Bruno llevó a cabo esta tarea en la dirección del naturalismo animista y como consecuencia de que la uniformización ontológica que había efectuado era de carácter animista frente al mecanicismo o mejor geometricismo de la línea teórica de corte galileano. En efecto, para Bruno el universo es un animal, un ser vivo dotado de alma. Haciendo pleno uso de la metáfora fisiológica (a diferencia de la metáfora mecanicista del universo-máquina que se impondrá más tarde) Bruno señala que

… este infinito e inmenso es un animal…, porque tiene toda el alma en sí y comprende todo lo animado… Siendo el mundo un cuerpo animado, hay en él infinita virtud motriz e infinito sujeto de movimiento[74].

En el De la causa decía:

… me parece que empobrecen la bondad divina y la existencia de este gran animal y simulacro del primer principio aquellos que no quieren entender ni afirmar que el mundo junto con sus miembros está animado[75].

Esta animación del mundo es la muestra de la inserción bruniana en la tradición naturalista y platónica; es también la muestra y consecuencia de la convergencia de los grados platónicos del ser (entendimiento, alma, materia) en una única realidad material infinita que contiene en su seno el alma y la inteligencia[76].

El alma es precisamente, como principio vital, la fuente, el origen y la causa del movimiento. No es necesario, por tanto, buscar motores externos (un Dios trascendente o un primum mobile), pues las cosas tienen en sí mismas el principio del movimiento. Vemos, pues, que no estamos muy lejos de Aristóteles y de la physis como principio del movimiento[77], o del platonismo con su caracterización del alma como autokinetós, o mobilis in se, motor del cuerpo mobilis ab alio, es decir, el alma es fuente y principio del movimiento (phgh\ kai\ arxh\ thv kinh/sewv)[78].

Bruno y el naturalismo necesitan de un motor y causa permanentes del movimiento y no pueden prescindir de la acción siempre presente del alma:

De la misma manera que el macho se mueve hacia la hembra y la hembra al macho, cada hierba y animal (uno más expresamente y otro menos) se mueve hacia su principio vital, es decir, al Sol y otros astros. El imán mueve al hierro, la paja hacia el ámbar y, en definitiva, cada cosa va al encuentro de su semejante y huye de su contrario. Todo es causado por el principio interior suficiente, por el cual viene a moverse de forma natural y no a partir de un principio exterior… La Tierra, por tanto, y los otros astros se mueven, según las propias diferencias locales, a partir del principio intrínseco que es su propia alma (La cena III, p. 124).

Esta tarea y acción motriz del alma se hace con vistas a un objetivo, lo cual nos muestra a Bruno vinculado a una representación teleológica o finalista del movimiento, consecuencia de su animismo. En efecto, el movimiento es una acción iniciada y mantenida por el alma con el fin de conseguir por el procedimiento más apropiado la conservación y renovación de la vida de esos animales movientes:

El principal principio motriz no es la propia esfera y el propio continente, sino el apetito de conservarse… El principio intrínseco impulsivo no procede de la relación con un lugar determinado, con un cierto punto y esfera propia, sino del impulso natural a buscar dónde mejor y más prontamente ha de mantenerse y conservarse en su ser presente, lo cual —por muy innoble que sea— todas las cosas desean de manera natural[79].

Lo mismo ocurre con los cuerpos celestes y con ese cuerpo celeste que es la Tierra. También ellos son animales dotados de alma y de principio vital que causa su movimiento para la consecución de su conservación y renovación:

(Smith) — Puesto que en la naturaleza no hay nada sin providencia y sin causa final, me gustaría que me dijerais cuál es la causa del movimiento local de la Tierra. (Teófilo) — La causa de dicho movimiento es la renovación y el renacimiento de ese cuerpo (La cena V, pp. 160).

Bruno se encuentra así con una teoría del movimiento de la que emana la posibilidad y necesidad del movimiento natural de la Tierra. El gran animal que es la Tierra se vincula para su reproducción con un objeto (el Sol), moviéndose de una determinada manera con respecto a él y consiguiendo con dicho movimiento la continuidad de su existencia. Y tal vínculo, por otra parte, es un vínculo de sympatheia y de amor, idéntico al que se da en todo el ámbito natural entre los individuos (incluidos los humanos) e idéntico también al que se da en el filósofo-héroe cuyo furore eroico se da como objeto amoroso o se vincula con la unidad infinita. No puede aparecer más claro el intento de una fundamentación física del copernicanismo en una concepción mágico-naturalista del mundo en la que el amor sigue siendo, como decía Ficino en su comentario al Banquete de Platón, nodus perpetuus et copula mundi[80].

¿Cómo responde ahora a las objeciones particulares contra el movimiento de la Tierra efectuadas por la tradición aristotélico-ptolemaica? A la objeción de que el movimiento diario de la Tierra se percibiría como un movimiento en sentido contrario de la esfera del aire y el consiguiente retroceso constante de las nubes, Bruno responde afirmando la unidad (en un solo cuerpo cuasiesférico moviente) de tierra, agua y aire (La cena III, pp. 126 y ss.).

No es extraño que en estas páginas, y para este motivo, aduzca Bruno la autoridad de Platón, concretamente el Fedón (109 b-e). En ese mismo pasaje podía encontrar Bruno una referencia al carácter celeste de la Tierra: en cuanto a la Tierra, está situada pura en el cielo puro, en el que se encuentran los astros y al que llaman éter la mayoría de los que suelen hablar de estas cuestiones. Similarmente la tradición platónica y estoica le permitía prescindir de la rígida y precisa noción aristotélica del éter como quinto elemento (el elemento celeste distinto de los elementos del mundo sublunar) y concebir los astros como cuerpos ígneos, con una débil presencia de los otros tres elementos[81]. Ello nos permite ver que la destrucción de la cosmología aristotélica es efectuada por Bruno a través de un retorno a las concepciones platónicas (y estoicas), con lo que de nuevo se nos hace manifiesta la influencia decisiva de Ficino sobre el Nolano, pues es a través de la obra del filósofo florentino (y de sus traducciones y comentarios) como Bruno accede al filón de la tradición platónica y de la prisca theologia[82].

A la clásica objeción de que si la Tierra girara en torno a su de la caída de los graves no sería vertical (como en realidad es, según nos informan los sentidos), sino oblicua, Bruno responde afirmando —como señala Alexandre Koyré[83]— la noción de sistema físico por el cual los graves, al participar del movimiento de la Tierra, efectúan sus movimientos según trayectorias perpendiculares, lo cual no sería el caso en un cuerpo foráneo al sistema físico Tierra, cuya caída sería oblicua. Con ello Bruno independiza claramente el movimiento de un móvil de su naturaleza propia; según Bruno, una misma naturaleza tendría movimientos distintos según el sistema físico en que se encuentre, mientras para Aristóteles su movimiento emanaba absolutamente de su naturaleza propia (La cena III, pp. 130-132).

A la objeción, finalmente, de que la Tierra no puede moverse por su pesadez y gravedad, Bruno responde que ningún cuerpo en su lugar es grave o ligero, sino que tales propiedades sólo pertenecen a las partículas con respecto a las masas de sus congéneres y en virtud de ello se produce su reincorporación al cuerpo del que se habían al dado. De esta manera para Bruno (como ya para Copérnico)[84] el movimiento rectilíneo es propio de partículas y el circular de los astros (vid. La cena V, pp. 156 y ss.; Infinito, pp. 405-409 y 447 y ss).

El movimiento anual de la Tierra en torno al Sol, el movimiento diario en torno a su de (y el movimiento por el cual tierras y mares se alternan en el tiempo) viene a ser por ello el movimiento natural que ese animal vivo que es la Tierra —amorosamente vinculada con el Sol— realiza impulsada por su alma propia con el fin de recibir el vital calor y la virtud vital que el Sol difunde y comunica. De esta manera la Tierra se renueva, se conserva y reproduce su existencia (cfr. La cena IV, p. 142, y La cena V, pp. 160 y ss. y 167 y ss.).

Ahora bien, para Bruno está perfectamente claro que los movimientos planetarios no son movimientos perfectamente regulares, esto es, no se producen según figuras geométricas perfectas (el círculo) y con velocidad constante (uniformidad). Bruno rechaza, en consecuencia, el axioma platónico y la misma idea de una regularidad y legalidad matemática de los movimientos celestes:

Al igual que no se ha visto ningún cuerpo natural absolutamente redondo y dotado, en consecuencia, de un centro absoluto, de la misma manera también en los movimientos sensibles y físicos que vemos en los cuerpos naturales, no hay ninguno que no difiera en mucho del movimiento absolutamente circular y regular en torno a algún centro… Nosotros, sin embargo, que no atendemos a las sombras fantásticas, sino a las cosas mismas… (La cena III, pp. 120 y ss.).

Dado que la perfección geométrica se halla ausente de los mismos movimientos celestes, la astronomía matemática es un artificio calculatorio incapaz de llegar a una perfecta reducción geométrica. Incluso el mismo error histórico del geocentrismo ha emanado de la sustitución de las consideraciones geométricas en lugar de las sanas y matizadas consideraciones filosófico-naturales. El reanudar este correcto acercamiento a la realidad natural mediante el heliocentrismo hace de Copérnico una aurora y un signo divino, aunque en él todavía hallamos —limitando su obro— un discurso más matemático que natural (La cena I, p. 66). Según esto, para Bruno, la filosofía natural y la explicación física del movimiento de los cuerpos celestes es independiente y está situada por encima de las descripciones matemáticas; el efectuar una explicación puramente matemática es para Bruno fina reducción del problema y un alejamiento de la verdad; lo básico es la filosofía natural sin la cual el saber calcular, medir, geometrizar y perspectivizar no es sino un pasatiempo para locos ingeniosos (La cena III, p. 108), porque una cosa es jugar con la geometría y otra verificar con la naturaleza (La cena V, p. 155) y donde podemos hablar naturalmente no es necesario recurrir a las fantasías de la matemática (Infinito, p. 442).

El problema estaba precisamente aquí: ¿es posible reducir e identificar la filosofía natural a la matemática? Para toda la tradición pregalileana, incluyendo a Platón, Aristóteles y Bruno, ello no es posible, porque la riqueza de lo real rebasa la capacidad de análisis de la matemática. Pero la uniformización geometricista de la naturaleza introducida por Galileo, al reducir el mundo a cantidad, número y figura, eliminaba la diferencia entre matemática y física, rompiendo al mismo tiempo con todo el pensamiento tradicional:

La filosofía está escrita en ese grandísimo libro que continuamente está abierto ante nuestros ojos (me refiero al universo), pero no es posible entenderlo, si no se aprende antes a entender la lengua en que está escrito. Está escrito en lengua matemática y los caracteres son triángulos, círculos y otras figuras geométricas, sin los cuales medios es imposible que el hombre entienda palabra alguna; sin ellos es un dar vueltas en vano por un oscuro laberinto (Saggiatore, cap. VI).

La teorización galileana del movimiento (geometricista) ha prescindido del alma como fuente y causa de movimiento. Pero si Bruno no tenía como fuente del movimiento sino el alma, una vez negados los lugares naturales, ¿qué causa le quedaba a la reflexión de corte galileano, una vez ha prescindido del alma? Ninguna. Pero aquí está la gran distancia frente a todo el pensamiento premecanicista, desde Platón y Aristóteles hasta Bruno: el movimiento como estado no tiene causa al igual que no la tiene el reposo; reposo y movimiento se hallan al mismo nivel ontológico y son estados indiferentes a la materia, relativos e intercambiables en función del punto de referencia asumido. Movimiento y reposo son estados persistentes y las fuerzas o causas no mantienen el movimiento, sino que originan el cambio de velocidad. En consecuencia, en ese mundo galileano en el que los cuerpos geométricos se mueven en el vacío del homogéneo espacio euclídeo el principio de inercia (o permanencia de los estados iniciales de reposo y movimiento) constituye el punto de partida de la teorización del movimiento al que no podía llegar el pensamiento clásico: ni Platón, ni Aristóteles, ni Bruno. Este nuevo universo de entidades geométricas que han perdido el alma y las pasiones ya no está unido por el amor, ni por los vínculos de simpatía y antipatía, sino por leyes matemáticas que describen los movimientos y relaciones posibles entre los cuerpos y singularmente por la ley universal de la atracción de masas. En este universo la acción operativa humana ya no puede residir en la magia, sino en la ingeniería matemática, es decir, en una técnica elevada al nivel de tecnología.

Esta refutación de la posición bruniana era de inspiración platonizante (nadie podrá entrar en el templo de la filosofía natural si no sabe geometría), pero la filosofía que fundamentaba no sólo rompía con el aristotelismo y el naturalismo bruniano, sino con el platonismo. Lo vemos en que por primera vez se rechaza la tesis del poco más o menos, de la imposibilidad de determinaciones y medidas precisas, para postular la necesidad y posibilidad de precisión en los movimientos sublunares, porque su naturaleza matemática es idéntica a la de los movimientos celestes. Como señala Koyré: Il importre très peu de savoir si —comme nous le dit Platon, en faisant des mathématiques la science par excellence— les objets de la géométrie possèdent une réalité plus haute que celle des objets du monde sensible; ou si —comme nous l’enseigne Aristote pour qui les mathématiques ne sont qu’une science secondaire et «abstraite»— ils n’ont qu’un etre «abstrait» d’objeets de la pensée: dans le deux cas entre les mathématiques et la réalité physique il y a un abîme. Il en résulte que vouloir appliquer les mathématiques à l’étude de la nature, c’est commettre un erreur et un contresens. Il n’y a pas dans la nature de cercles[85].

Platonismo y aristotelismo sólo concedían precisión a los movimientos celestes, por ser de entidades inmateriales, semidivinas y perfectas; en el mundo sublunar (elemental y material) no podía haber ni dimensiones exactas ni procesos exactos y tratables con el rigor de la matemática. El animismo bruniano rompía el dualismo clásico, pero para postular una uniformización en la que la ausencia de exactitud se extendía a todo el reino del ser y por ello a los cuerpos celestes. Por el contrario, enlazando con el divino Arquímedes, al que nunca nombro sin admiración, Galileo rebasa todo el pensamiento clásico, incluyendo a Platón, al refutar la actitud bruniana: las sombras o el laberinto es el ámbito en que se mueve necesariamente toda teorización del movimiento que no ha efectuado la mutación conceptual y ontológica que haga posible el tratamiento exhaustivo por la matemática, una matemática que ya no es pitagórica, es decir, simbólica y analógica en sentido moral, religioso y místico, como todavía lo es la mathesis bruniana del De monade, numero et figura, sino sencillamente matemática.

Miguel A. Granada

Barcelona, junio de 1983