IX -¡Victoria!
Un par de semanas después, Anastasio preguntó a Juan con aire despreocupado:
—¿Le agrada a tu prima que estés aquí?
Juan no respondió inmediatamente pero fingió concentrarse en la carta que estaba redactando.
—¿Qué quieres decir con eso? —le preguntó al terminar de escribirla, poniendo cuidadosamente la tapa al tintero.
—Tu prima, la emperatriz, ¿está contenta de que estés en Constantinopla?
Juan se encogió de hombros, limpiando su pluma.
—No la he visto todavía. No lo sé. Narsés me ha dado saludos de ella. Parece que últimamente no ha estado bien y no ve a mucha gente. —Esparció arena sobre la tinta fresca de la carta y la sacudió arrojándola nuevamente sobre la caja que estaba en la esquina de la mesa.
—¡Oh! —dijo Anastasio, algo confundido—. Bueno, rezaré por su salud.
Juan sonrió guardando las formas y plegó la carta en dos.
«Es cierto que no ve a mucha gente, pero podría verme a mí. ¿Debería pedir audiencia? Pero ella siempre me ha invitado antes... y si está enojada conmigo por alguna razón o ha perdido interés en mí, o por algún otro motivo no quiere verme, eso quiere decir que no debería forzar las cosas. ¡Dios, ojalá supiera lo que ha estado ocurriendo!», pensó Juan.
Volvió a plegar la carta, alisó los bordes con piedra pómez, revisó los sellos en sus estuches hasta que encontró el que buscaba, dejó caer un poco de cera en el pliegue y selló la carta. Era el sello de Narsés, un círculo dividido en cuartos con un tintero en una esquina y una espada en la otra. Se quedó con la mirada clavada en las líneas nítidas mientras la cera se endurecía con el aire. «Y no sé qué le pasa a él tampoco. Mientras estuvimos en Tracia después de Nicópolis podría haber jurado que sabía lo que le pasaba por la cabeza, que estaba más cerca de él de lo que jamás he estado de nadie. No hemos hecho más que volver a esta ciudad y en seguida se vuelve distante como la esfinge y empieza a hablarme con enigmas. "Tu prima te manda saludos. " Aun cuando logre acercarme en privado a él, sólo sonreirá y no me dirá nada. ¡Es como hablar con el oráculo de Belfos! ¿Qué he hecho mal? No puedo haberme equivocado respecto a ambos.»
Puso la carta sobre el montón que tenía para despachar, abrió el tintero nuevamente e hizo una anotación en el libro de registros.
—¿Vas a entrenar otra vez a la guardia personal mañana? —le preguntó Anastasio, intentando entablar una conversación. Había notado la tensión detrás de la sonrisa.
Juan suspiró, contento de hablar de otra cosa.
—No los entrené la vez anterior. Tuvimos que ir a sofocar unos disturbios en el hipódromo. Los Azules y los Verdes entablaron una reyerta en un espectáculo de osos y se pusieron a romper las puertas de partida... y a atacarse unos a otros. El prefecto de la ciudad nos llamó para restablecer la calma. Afortunadamente, las facciones huyeron tan pronto como nos vieron llegar.
—Mientras se ataquen entre ellos no me preocupa —dijo Anastasio—. Cuando fijan su atención en nosotros, o en la política, entonces sí me preocupo. Ha habido muchos disturbios recientemente. —Dejó de hablar, frunciendo el ceño, y agregó—: Es posible que haya problemas esta noche también. Hoy es el aniversario de la reconquista de África, ¿no? Habrá habido carreras durante todo el día. Las facciones estarán buscando líos, particularmente si ya han probado el gusto de la sangre esta semana.
—Entonces quédate esta noche. Ibas a ver a Eufemia, ¿verdad? ¿Quieres que vaya yo?
—¡Oh, no tienes que acompañarme por eso! Soy constantinopolitano, y sé cómo evitar cruzarme con las facciones. Pero ella preferirá verte a ti antes que a mí. Cuando la vi la semana pasada me preguntó por ti y estaba impaciente por verte otra vez. Tú sabes tanto como yo.
—No tanto, acabo de volver de Tracia. Pero iré. ¿Nos vemos en tu casa?
—No, generalmente yo voy directamente desde aquí y luego voy a casa.
—Muy bien; dame tiempo para ir a buscar a Jacobo y a mi caballo. Nos veremos en la Puerta de Bronce.
Anastasio le sonrió y volvió a su trabajo.
—¿Tienes que traer a tu sirviente y a tu caballo? —dijo maliciosamente.
—¡Por supuesto! A Jacobo le encantaría asustar a las facciones. A la yegua le conviene ejercicio y podría necesitar a Jacobo.
Cuando fue a buscar a Maleka a los establos, no obstante, oyó gritos en las calles, que se confundían tras los altos muros de palacio; las palabras eran incomprensibles, pero el ritmo martilleante era inconfundible: ¡Victoria! ¡Victoria! Se detuvo, frunciendo el ceño, y se preguntó si él y Anastasio estaban en lo cierto al andar tan despreocupados. Los amotinados de la rebelión de Nika habían derribado a ministros imperiales, quemado la mitad de la ciudad y casi habían elegido a un nuevo emperador. No había habido disturbios serios desde que los pasaron a cuchillo, pero de eso hacía casi una generación.
«Bien —se dijo—, tengo mi caballo y mi servidor para asustarlos, aunque mi servidor sea un liberto de dieciséis años. Hasta podría traer a Hilderico y Erarico, pero estarán cada cual con su novia a estas horas; ¿para qué molestarlos? El populacho no tendría ninguna razón para atacarme, aunque haya problemas. Yo pondré cara de revoltoso y gritaré "¡Victoria!" y me dejarán pasar.»
Siguió hasta los establos.
El rango de tribuno lo autorizaba a tener a Maleka, el caballo castrado de Jacobo y los caballos de los dos vándalos en los establos de la guardia personal. Jacobo lo estaba esperando; ambos caballos estaban ensillados y a punto para ser montados.
—Nos quedaremos en el campo de prácticas, ¿verdad? —dijo—. Ha habido disturbios en el hipódromo.
—Vamos a ver a Eufemia —le replicó Juan.
El entusiasmo desapareció de la cara de Jacobo. En el campo de prácticas al lado de los establos podía usar su lanza y oír hazañas bélicas a otros hombres.
—Ahí fuera la cosa parece seria —insistió.
—Bien, entonces trae tus armas contigo. Yo llevaré mi arco. No tendremos problemas si ven que vamos armados.
Jacobo se alegró. No había nada que le hiciera disfrutar más que ir a caballo por las calles de su propia ciudad vestido con armadura y llevando una lanza.
—¿Quieres que Hilderico y Erarico vengan también? —le sugirió con ansiedad. Cuanto mayor y más ostentoso fuera el desfile, más le gustaba.
Juan dijo que no con la cabeza.
—No hay necesidad de molestarlos. Tú trae las armas.
Jacobo fue a buscar rápidamente las armas y el casco esloveno al almacén del cuartel, se subió de un salto a su caballo (Hilderico le había enseñado a montar) y los dos partieron.
Aún no era de noche cuando llegaron a la Puerta de Bronce, pero las tiendas en el mercado Augusteo ya estaban cerradas y una hoja de la maciza puerta estaba cerrada, y la otra entornada y a punto de cerrarse. Anastasio estaba dentro, hablando con los guardias que vigilaban; levantó la vista y saludó a Juan.
—Parece que los disturbios van en serio —dijo—. Han asesinado a algunos Azules y los demás buscan venganza. Pienso que iré directamente a casa.
—Te veré a la vuelta —le ofreció Juan, reticente a abandonar su excursión ahora que había comenzado. Se dio cuenta, sorprendido, de que estaba impaciente por ver a Eufemia. ¿Para felicitarla por su victoria sobre Sergio, tal vez?—. Haremos una parada en la casa del Capadocio, para acordar otra cita.
Anastasio miró a Juan, que resplandecía de gozo a lomos de su caballo. Parecía hallarse perfectamente a sus anchas, con una mano en las riendas y la otra en el arco, aún no preparado para disparar junto a la aljaba repleta de flechas. Nadie hubiera dicho que había pasado el día sentado en un escritorio. El griterío era más claro junto a la puerta y al viejo escriba le pareció de repente inmensamente atractiva la idea de llevar compañía, sobre todo compañía armada.
—Gracias —le dijo.
A medida que bajaban por la Calle Media hacia el mercado de Constantino, el griterío iba en aumento. La gran avenida estaba desierta, salvo por unos cuantos ciudadanos asustados a los cuales los había sorprendido el tumulto y que se precipitaban hacia sus casas lo más deprisa que podían. En el mercado mismo, los joyeros y orfebres cerraban las ventanas de sus tiendas, temerosos del alboroto. Aparte de ellos, en la gran plaza no había nadie más. La mayor parte del ruido parecía provenir de algún lugar más lejano.
—Es un motín en toda regla —dijo Anastasio, asiendo los estribos de Juan—. Hace años que no ha habido ninguno así. Tal vez tengan que llamar a las tropas.
—¿Por qué no las han llamado ya?
—Evitan provocar a las facciones. Una riña se maneja con una simple patrulla, pero con los grandes disturbios tiene que ser con toda la guardia imperial o con nada. También puede calmarse sin intervenir.
Cruzaron el mercado y pasaron bajo el doble arco de mármol, por detrás de la Calle Media, hacia el mercado Tauro. Los gritos se oían más cercanos: «¡Victoria! ¡Azules!», de un lado, y luego el gran bramido: «¡Victoria! ¡Victoria!». Una ráfaga de viento trajo el inconfundible olor a fuego. Juan frenó a Maleka.
—Han prendido fuego al mercado —susurró Anastasio—. ¡Dios mío! Ruego que no se extienda por la ciudad.
Juan asintió. Su corazón latía a ritmo acelerado ahora y se le enfriaban las manos. «No pasará nada —se dijo—. No nos buscan a nosotros, sino a los Verdes.»
Pero levantó su arco y lo preparó. Jacobo le sonrió. El joven estaba pálido bajo el casco y asió la lanza con fuerza.
—¡Victoria! ¡Azules! —gritó Juan y siguieron andando.
El mercado Tauro también estaba cerrado, con todas las puertas atrancadas y las ventanas bien cerradas, pero la plaza no estaba vacía. Sobre el lado izquierdo bullía un gentío vociferante: los Azules con sus vestimentas bárbaras. La turba destruía los puestos del mercado y apilaba madera contra una de las casas; el resto aullaba y entonaba cánticos, agitando los brazos de tal modo que los mantos azules que ondeaban al viento semejaban sombras negras entre el resplandor rojo del fuego. Por un momento Juan no veía nada más. Luego se dio cuenta de que la casa que ardía era la del Capadocio.
En el momento justo en que lo advertía, se abrió una ventana en la parte delantera de la casa y apareció un hombre. La multitud lo recibió con un bramido de furia.
—¡Capadocio! ¡Matad a la bestia! ¡Matad al opresor de los pobres! ¡Victoria! ¡Victoria!
El hombre agitaba los brazos, intentando apartar desesperadamente el humo, y gritaba algo a las masas, algo ininteligible. Señalaba hacia la calle lateral, la parte trasera de la casa. Juan comprendió que les estaba diciendo que la parte delantera había sido alquilada y que sólo la parte trasera aún pertenecía al Capadocio y a su hija.
Juan sintió frío y náuseas. La escena que veía le parecía propia de un sueño, con colores más vívidos que la realidad y con movimientos de una lentitud aterradora. Asió fuertemente las riendas, sin poder moverse, mientras miraba fascinado y asustado. La multitud, demasiado ocupada con sus cánticos, era muy lenta para comprender. Apilaron más madera contra la casa.
—¡Dios misericordioso! —susurró Anastasio—. La van a matar. Querían matar a su padre en la rebelión de Nika, y ahora la van a matar a ella.
Juan volvió en sí con un espasmo. Se arrancó el sello de la guardia personal del dedo y se lo entregó a Anastasio.
—Apresúrate. Lleva esto a palacio y trae mis tropas aquí enseguida —dijo.
—¡Llévalo tú! —replicó Anastasio, intentando devolverle el anillo—. ¡Tú tienes un caballo veloz!
—Podría ser demasiado tarde para cuando pueda traerlos aquí. Vamos, corre. Veré si puedo sacar a Eufemia.
Cruzó la plaza al galope y Jacobo lo miraba atentamente, gritándole.
—¡Señor! ¡Espera! —Juan no le hizo caso—. ¡Ve por la calle lateral! —bramaba Jacobo y Juan detuvo su caballo—. Hay una callejuela que conecta la primera calle que sale de la plaza con su casa. Sale casi frente a la puerta. Podemos ir por allí; no creo que la hayan encontrado ya.
—Gracias —gritó Juan, y dirigió la yegua hacia la primera callejuela.
Ya estaba oscuro y las formas salvajes de la luz del fuego oscilaban entre los balcones de las callejuelas. Las casas cerradas devolvían el eco de los cánticos que parecían venir de todos lados a la vez. La callejuela estaba casi totalmente oscura y los caballos se sobresaltaron y temblaron ante los ruidos y las sombras. El resplandor del fuego al final de la callejuela era cegador. Las puertas de hierro de la casa de Eufemia estaban abiertas de par en par y la masa entraba en ese momento en busca del botín.
—¡Dios inmortal! —dijo Juan.
—¡Mira! —gritó Jacobo, señalando la calle que salía de la plaza.
Había una silla de manos cubierta a dos manzanas de allí. Algunos de los revoltosos la habían visto y corrían detrás de ella; el resto estaba demasiado ocupado en el saqueo.
Mientras miraban, los revoltosos alcanzaron la silla. Los que la llevaban la bajaron y se destacaron unas chispas de fuego cuando uno de ellos sacó una espada..., luego dos hombres desaparecieron bajo una lluvia de golpes y la silla volcó. Juan espoleó a su caballo otra vez.
Tardó sólo unos segundos en alcanzar la silla de manos, pero cuando llegó, los revoltosos estaban arrastrando fuera de ella a una mujer y los portadores yacían como dos masas sangrantes en la calzada. La mujer era vieja, vestida de negro; dio una patada, gritando, y la arrojaron fuera. Otra mujer, más joven, era arrastrada. Luchaba con denuedo y uno de los hombres la agarró de los cabellos y la arrastró mientras otro le sostenía los brazos y empezaba a quitarle el manto. Juan detuvo a Maleka, a quince pasos del grupo. «Son como treinta», pensó fríamente. Su caballo, asustado por el fuego y los gritos, se paró y relinchó ruidosamente. La multitud quedó petrificada y miró alrededor. Juan vio que la muchacha era Eufemia.
—Dejadla —dijo, fuerte y claro. Mantuvo el arco a la altura de la montura, detrás de la aljaba.
Los revoltosos lo miraron a él y detrás de él y vieron sólo a Jacobo. Se le rieron en la cara, mientras Juan intentaba respirar hondo y buscaba una flecha.
—¡Verde! —le increparon—. ¡Amante de los impuestos! ¡Es la hija del Capadocio, la mujerzuela! ¡Va a pagar por lo que hizo su padre!
—Soy un tribuno de la guardia personal de la Sacra Majestad del emperador Justiniano Augusto, y os ordeno que la dejéis. —Sentía la suave flecha entre sus dedos, deslizándose fácilmente hacia la cuerda.
—¡Ea! —gritó el hombre que estaba agarrando a Eufemia, un hombre delgado, con ojos encendidos y rostro de sifilítico—. ¡Vuelve al palacio, hijo de puta, mientras puedas andar todavía!
Eufemia contemplaba a Juan, ni confiada ni temerosa, sino furiosa. Detrás de ella el de la cara de sifilítico sonreía. Juan levantó el arco y disparó con un solo movimiento rápido, y el ojo izquierdo del revoltoso lanzó primero plumas, luego sangre. «Otra flecha», pensó Juan, buscándola mientras los revoltosos aún contemplaban la primera. Volvió a disparar; otro Azul se agarró su hombro y cayó, aullando. Otro agitó una espada un poco indeciso y corrió hacia él; Juan disparó de nuevo, y el hombre cayó.
—¡Jacobo! —bramó Juan, y el muchacho dio un aullido de terror y excitación y cargó contra los revoltosos.
Los Azules giraron sobre sus talones y huyeron; Juan sacó otra flecha y alcanzó a uno más, logrando que siguieran corriendo. Jacobo había clavado la lanza a uno y estaba persiguiendo a los demás.
—¡Jacobo! —volvió a gritar Juan—. ¡Vuelve, pedazo de alcornoque! —Hizo trotar a Maleka y la detuvo al lado de Eufemia. Jacobo ya venía de regreso.
Juan descabalgó y fue a tomar la mano de Eufemia.
—¡Rápido! —le dijo—. ¡Antes de que nos vean!
Eufemia tenía las mejillas encendidas e intentaba recuperar el aliento.
—¡Tía Eudoxia! —llamó, mirando a su alrededor. Juan se giró y vio a la vieja dama de compañía levantarse del suelo en medio de la calle donde la turba la había dejado.
—¡Jacobo, atiende a la anciana! —gritó Juan—. ¡Deprisa!
Jacobo asintió y saltó de su montura.
—¡Vamos, abuelita!
La anciana se arrojó a él, gritándole exabruptos:
—¡Bestia asquerosa! —Le arañó la cara con las uñas y continuó—: Mantén tus manos lejos de la muchacha, ¿me oyes? Yo te enseñaré...
Eufemia fue corriendo a coger a la anciana.
—¡Tía! ¡Tía, son amigos, han venido a rescatarnos! Es Juan del palacio y su esclavo, ¿no ves?
La anciana rompió a llorar y se abrazó a Eufemia.
—¡Oh, pobre corderito! —decía gimoteando—. ¡Animales! —La muchacha la llevó hacia el caballo de Jacobo e intentó montarla sobre el animal; el caballo dio un bufido y se apartó. Jacobo, con la cara sangrando, miraba atónito.
—¡Deprisa! —gritó Juan—. ¡Los otros se darán cuenta en un santiamén! —Puso a Maleka junto al caballo de Jacobo, tomó las riendas del caballo de su liberto y lo sostuvo; entre Jacobo y Eufemia pusieron a la anciana sobre el caballo y Jacobo saltó detrás de ella—. ¡Vamos! —instó Juan a Eufemia.
Eufemia puso el pie en el estribo y Juan la alzó de modo que quedó sentada a mujeriegas delante de él.
—Mis esclavos... —intercedió ella, mirando a los porteadores de la silla. Contuvo el aliento y miró hacia otro lado.
—Nada podemos hacer —se lamentó Juan, ya espoleando a Maleka hacia adelante—. ¡Agárrate!
Se agarró a los hombros de Juan. Detrás oyó unos gritos.
—¡Los otros nos han visto! —dijo Eufemia sofocando un grito.
Juan soltó una carcajada.
—¡Ya no importa! —exclamó—. Este caballo es el más veloz de la ciudad. ¡Vamos, mi pequeña! —le dijo a Maleka en árabe, y el caballo estiró las orejas y comenzó a galopar como si volara.
Eufemia lanzó un débil gemido, asió fuerte a Juan y cerró los ojos.
Dejaron atrás a las turbas enfurecidas y siguieron a toda marcha a través del laberinto de callejuelas. A su derecha la mole negra del hipódromo se perfilaba en el horizonte; la ciudad olía a fuego.
Juan dobló a la izquierda en cuanto se topó con una calle conocida.
—Volvemos a palacio —dijo a Jacobo, aminorando para que el muchacho pudiera seguirle.
Jacobo asintió. Con tanto galope, la anciana se había quedado cruzada transversalmente sobre la montura como un costal de harina y sollozaba en silencio. Eufemia abrió los ojos al oírla.
—Ya ha pasado, tía —dijo amablemente—. Dentro de un momento estaremos a salvo en el palacio.
Del hipódromo llegaba el rugido de más disturbios, pero consiguieron esquivarlos, sin que los hombres que se cruzaban se percataran de ellos, hasta que por fin salieron al mercado Augusteo. Una media luna iluminaba la gran cúpula de la basílica de Santa Sofía y resaltaba el dorado de la estatua de Justiniano, que destacaba sobre su broncíneo corcel; la Puerta de Bronce estaba abierta de par en par, resplandeciente por las antorchas, y a través de ella llegaba el fragor de las armas. Maleka empezó a trotar, impaciente por llegar a casa.
Cuando Juan se aproximaba a la puerta, alguien gritó «quién vive» y oyó otra vez su nombre; era Anastasio que le salía al paso.
—¡Gracias a Dios! —Asió el pie de Juan mientras la yegua se detenía—. ¡Gracias a Dios! Y Eufemia, ¡gracias a Dios! ¿No estáis heridos? Tus tropas iban a ir, Juan, pero el conde de la guardia personal lo ha impedido; opinaba que era una locura salir únicamente con cien hombres en medio de tanto tumulto. Él no creía que pudieras volver. Y los hizo formar al lado de la puerta, no sólo a tus tropas, sino a la guardia personal en pleno... Y la mitad de la guardia de palacio está ahí también; no deja salir de palacio a nadie.
—¡Oh! —dijo débilmente Juan, mirando la luz de la antorcha en la puerta. Hizo avanzar a Maleka, satisfecho de estar a salvo.
El conde de la guardia personal, un hombre de aspecto distinguido, de cabello plateado, perteneciente a una ilustre familia senatorial, apareció en el centro de la puerta montado en un brioso corcel cuando Juan entraba. Miró con aire de sorprendido desdén al impertinente oficial de media jornada. «Sin uniforme, como siempre, y ¡Dios mío!, con una muchacha semidesnuda y el esclavo cubierto de sangre; es una desgracia para el decoro. Pero tenemos que soportarlo todo de los favoritos de la Augusta.»
—Bien, tribuno —dijo lentamente, torciendo el gesto al pronunciar el título honorífico—, veo que has tenido suerte de escapar ileso y sin arriesgar la pérdida de tus hombres en una empresa no autorizada. ¿Qué te crees que estabas haciendo al ordenarles salir?
—Señor —se justificó Juan—, la turba estaba incendiando y saqueando el mercado y casi asesinan a esta ciudadana. Yo pensé...
El conde bajó su aristocrática nariz.
—¿Tú pretendías arriesgar las vidas de cien de mis guardias para rescatar a tu novia?
Eufemia se incorporó, intentó acomodarse el manto, y al darse cuenta de que lo había perdido, frunció el ceño.
—Yo no soy su novia —sentenció, y se bajó del caballo.
Su cabello negro cayó sobre sus suaves hombros y sus ojos, orgullosos y llenos de determinación, parecían enormes a la luz de las antorchas. Juan pensó, sonriendo con admiración a pesar suyo: «Es magnífica. Su casa está incendiada, sus esclavos muertos en la calle, ella misma ha estado a punto de ser violada y asesinada, y todavía tiene ánimos para discutir con el conde. ¡Dios del cielo, cómo me alegro de haberla salvado! Sólo por esto ha valido la pena».
—Yo soy Eufemia, la hija del patricio Juan de Cesarea de Capadocia —anunció, sonriendo—. Esos inmundos salvajes han quemado mi casa y asesinado a mis esclavos mientras yo trataba de escapar. ¡Me hubieran matado a mí también si no hubiera sido por Juan, quien, sin ser amigo mío, por lo menos tiene el alma de un hombre y no la de una rata!
Sus palabras fueron recibidas con un rugido de entusiasmo por las tropas del otro lado de la puerta. Juan vio ahora que se formaban por rangos y sus propios hombres iban al frente.
—¡Chusma inmunda! —gritaban algunos hombres—. Corren como ratas si los atacan. ¡Déjanos salir, cantaremos «victoria» sobre ellos!
—¡No busquéis pendencia! —gritaban otros—. ¡Dejad a las bestias tranquilas hasta mañana! —Luego, entre gritos y aullidos, se oyó otro ruido, la súbita explosión de una aclamación.
—¡Tres veces Augusto! ¡Por siempre soberano! —Las voces gritaban ahora al unísono—: ¡Justiniano Augusto, tu vincas! —Y todo el ejército se dividió y asomaban sus caras cuando el emperador, seguido de sus guardias de élite, caminaba entre los soldados hacia la puerta.
Juan bajó del caballo y se prosternó sobre la calzada; el conde de la guardia personal era más lento, y apenas tuvo tiempo de desmontar cuando Justiniano se dirigió a él:
—Marciano Apolinar, ¿qué está ocurriendo aquí? —dijo con fastidio.
El conde se apresuró a inclinarse antes de responder.
—Este joven intentó sacar a las tropas a la ciudad, señor, para rescatar a esa mujer.
Justiniano miró fríamente a Juan, y enseguida se percató de Eufemia. La joven, a su vez, hizo una profunda reverencia y volvió a incorporarse.
—¡Ah, es Eufemia, la hija del Capadocio! —dijo sorprendido el emperador—. ¿Qué quieres decir con «rescatarla»? ¿Qué ha ocurrido?
—Sacra Majestad —cortó Eufemia al instante—, los partidarios de la facción de los Azules han venido esta noche a mi casa, cerca del mercado Tauro. Prendieron fuego a la parte delantera del edificio, que había alquilado al notario imperial Alejandro. Ante el peligro que corría, ordené a mis esclavos abandonar de inmediato la casa y que me llevaran en mi silla, dejando las puertas abiertas. Alejandro clamó a la multitud que él no tenía nada que ver conmigo ni con mi padre, y muchos vinieron a mi puerta a buscarme a mí, dejando que Alejandro ardiera en su casa... Por lo que sé, ya debe de estar muerto, él y toda su familia. La mayoría de los Azules irrumpieron en mi casa para destruir todo lo mío, pero algunos siguieron mi silla, la derribaron, la tomaron y mataron a los porteadores. Estaban a punto de matarme de un modo espantoso cuando llegó Juan con su sirviente. Aunque no es amigo mío, nos conocemos, ya que nos hemos encontrado con frecuencia para pactar acerca de algunos archivos que mi ilustre padre perdió cuando dejó la prefectura. Ahuyentó a mis atacantes, mató a varios de ellos, y me trajo aquí al instante. Aquí me entero de que él había mandado que acudieran algunos pelotones de la guardia personal para ayudar a sofocar los disturbios, pero que este noble conde se negó a dejarles traspasar la puerta.
Justiniano miró al conde, cuya cara redonda se iba sonrojando por momentos.
—¿Es cierto?
—¡Ummm!, señor, yo pensé que sería mejor mantener a salvo a las tropas...
—¿Para qué te crees que están las tropas? —preguntó el emperador—. Están para mantenernos a salvo a nosotros. Esa turba inmunda está quemando vivo a un notario imperial en su casa y asaltando a la hija de un prefecto pretorio en la calle... ¿No se te ocurre nada mejor que obstaculizar el paso a los que intentan evitar tales desmanes? ¡Dios de todas las cosas, mi propia hermana vive cerca del mercado Tauro! —Se volvió hacia Eufemia—. El palacio de mi hermana...
—No estaban atacando el palacio de tu nobilísima hermana, tres veces Augusto —dijo Eufemia con sequedad—. Saben que está bien custodiado.
—¿Para qué sirven los guardias contra un incendio? —preguntó el emperador con rabia, volviéndose hacia Apolinar—. Deberían haber mandado las tropas hace horas; ahora todas deben salir. Que sólo los centinelas permanezcan custodiando el palacio. Quiero las calles vacías dentro de una hora, y quiero que se sofoquen los incendios. —Hizo una pausa para tomar aliento y dijo a Eufemia, en un tono amable—: Haré reconstruir tu casa, querida, pero hasta que esté lista te invito a quedarte en palacio como mi invitada. Mis chambelanes pueden ocuparse de ti... y de tu... compañera. —La dueña había logrado por fin bajar del caballo y asía la mano de Eufemia mientras hablaba el emperador—. ¿Tú quién eres, amigo? —agregó dirigiéndose a Anastasio, que venía a ayudar a la vieja dama de compañía—. Yo te tengo visto antes.
—Anastasio, señor —dijo el anciano y se inclinó hasta el suelo—. Soy escriba en la oficina de tu servidor, el ilustrísimo Narsés.
—Bien. Acompaña a la señora Eufemia al apartamento de tu superior y dile que cuide de que se ocupen de ella.
Anastasio se inclinó; Eufemia volvió a hacer una reverencia.
—Gracias, señor.
El emperador asintió y volvió a mirar a Juan y al conde de la guardia personal. Los miró atentamente durante un instante, sin expresión alguna, y exclamó con voz serena:
—Juan de Beirut, te encomiendo la tarea de sofocar estos disturbios. Marciano Apolinar, ya que deseas permanecer a salvo en palacio, puedes hacerlo. Reconsideraremos tu cargo mañana.
—¡Señor! —exclamó horrorizado el ex conde de la guardia personal.
—Sí, señor —dijo Juan, inclinándose nuevamente.
Justiniano asintió fríamente y volvió a buen paso a palacio. Anastasio dirigió a Juan una mirada mezcla de felicitación y de simpatía y cogió del brazo a la dueña de Eufemia.
—Necesitas descansar, mi buena señora —murmuró—. Estimadísima Eufemia, es por aquí...
Partieron detrás del emperador. Eufemia caminaba sola, con la cabeza alta y los hombros derechos, con aire orgulloso y mirada desafiante, pese a sus brazos desnudos y el cabello suelto. Juan observó a la joven con la sonrisa en los labios. La imagen de la casa en llamas, la silla volcada en la calle, su flecha clavándose en el ojo del Azul..., todo eso se borraba en su mente ante la espalda derecha que se retiraba. «Es hermosa. Viva e ilesa; preparada para escupir en el ojo de todo el mundo. Absolutamente Eufemia, única, viva. Yo la salvé. Y es hermosa», dijo para sus adentros.
Uno de los tribunos de la guardia personal se acercó a Juan y carraspeó.
—¿Salimos a patrullar la ciudad, Excelencia? —preguntó.
Juan se sobresaltó, mirando a su alrededor. Se dio cuenta de que había sido profundamente afectado por los acontecimientos de aquella noche, de que tenía las manos entumecidas y de que era difícil pensar en salir a la ciudad otra vez. «Tengo que organizarlo. Tengo que dar las órdenes por escrito. Cuántos soldados, cuántos distritos de la ciudad. Dejar una reserva para las áreas problemáticas; empezar ya.»
—Por supuesto —respondió al tribuno—. ¿Podemos tener formados a todos los hombres en la plaza del mercado? Yo asignaré los distritos.
Narsés tenía un conjunto de habitaciones en el palacio de los Hormisdas, la sección del Gran Palacio más alejada de la puerta que daba a las aguas del Bósforo. Allí, tan lejos de la ciudad, los disturbios eran sólo un ruido confuso, semiahogado por los grillos de los jardines. Eudoxia había dejado de llorar y estaba simplemente apoyada en Anastasio, sorbiéndose la nariz a cada momento, cuando el escriba llamó a la puerta de Narsés.
El chambelán se sorprendió al verlos, pero no lo demostró por mucho tiempo, pues a los pocos minutos de oír la historia, ya había reorganizado sus aposentos para acomodarlas.
—Mañana, por supuesto, procuraremos encontrar otras habitaciones un poco más privadas para vosotras —dijo amablemente a Eufemia, mientras sus esclavos transformaban su estudio en una habitación para ella y su dueña.
—Y habitaciones para mis esclavos —agregó la muchacha—. Los hice salir de casa antes de salir yo misma; creo que están ilesos. Necesitarán un sitio donde hospedarse. —Se sentó en la cama que los esclavos acababan de traer. Estaba muy pálida y de vez en cuando se estremecía nerviosa, pero aún hablaba claramente.
—Y para ellos, por supuesto —coincidió Narsés—. Para mí será un placer ofrecerte mi casa en la ciudad. Excelentísima Eufemia, estimada Eudoxia, ¿querríais algo para comer? ¿Una cena? ¿Un poco de vino caliente y tortas de miel? Los baños están al fondo del pasillo, si deseáis bañaros. Y seguramente querréis otras ropas.
Chasqueó los dedos y una de las esclavas se encargó de arreglar un baúl con ropa.
—Azaretes, busca ropa para las damas. Ve por ella a la casa de los embajadores, donde hay un buen muchacho; no molestes a la corte de la emperatriz.
—Deberíamos ser invitadas a la corte de la emperatriz —suplicó la dueña, con una débil imitación de gazmoñería impertinente—. Sería más apropiado para una joven como Eufemia.
Sonrió al ver que su dueña se sentía mejor, pero le espetó:
—¡No seas ridícula! La emperatriz preferiría que estuviéramos muertas. —Eudoxia se le acercó y le pasó un brazo por los hombros, pero la joven no le prestó atención.
Narsés suspiró sin hacer comentario alguno. Eufemia levantó la vista de pronto y, con una expresión de total desamparo, tímida, temerosa y esperanzada a un tiempo, dijo—: Lo siento. Soy tu invitada y no debería decir cosas así. A Juan no le pasará nada en la ciudad, ¿verdad?
—¿Juan va a regresar a la ciudad? —preguntó Narsés, sorprendido.
Anastasio sonrió.
—El emperador le ha dado el mando de la guardia personal para que sofoque los disturbios; a Apolinar le ha ordenado que se quede. Sí, a Juan no le pasará nada, por cierto. Creo que, después de todo, será ascendido.
—Eso sería muy oportuno —dijo Narsés reflexivo—. Anastasio, tú querrás quedarte también, ya que con los disturbios de las facciones y la guardia en las calles, éstas estarán intransitables. ¿Has comido? Haré que los esclavos te traigan algo y quizá puedas echarle una ojeada a un escrito que quería enseñarte. Está sin firma y no sé dónde archivarlo. Estoy seguro de que las señoras desean estar tranquilas para reponerse. Estimadas señoras, buenas noches. Mis esclavos estarán a vuestra disposición para cuanto deseéis.
Habían trasladado al pasillo fuera de la habitación recién dispuesta el escritorio de Narsés y un cofre cerrado con documentos. El chambelán abrió el cofre, sacó una hoja de pergamino sin doblar y volvió a cerrarlo cuidadosamente antes de hacer pasar a Anastasio al comedor.
Anastasio miraba el departamento con curiosidad. Una o dos veces había visitado la mansión de Narsés en el Cuerno de Oro, que el eunuco tenía para sus ratos de ocio, pero nunca había estado en aquellos aposentos tan privados. Las habitaciones estaban escrupulosamente limpias y decoradas con sencillez; como parte del palacio, poseían grandes ventanales y suelos decorados con magníficos mosaicos de figuración geométrica, a las que el dueño no había agregado ningún elemento de lujo. El comedor era pequeño, con una biblioteca que cubría completamente una de las paredes; las puertas de la otra pared se abrían a una terraza que daba al mar. Anastasio se sentó a la mesa de palisandro; uno de los esclavos trajo la cena, consistente en huevos, queso de cabra, pan de comino y tortas de miel, regado todo con un exquisito vino blanco.
Narsés mezcló el vino con agua y lo sirvió en dos tazas, entregando una a Anastasio con una sonrisa mientras el trozo de pergamino seguía en la otra mano. Contempló al viejo escriba que masticaba despacio la comida. Anastasio comía lentamente y con manos temblorosas. Narsés pensó: «El anciano está cansado. Demasiada violencia, demasiado peligro para una noche. Es una pena tener que implicarle ahora, una pena tener que implicarle. Pero si el emperador está considerando promover a Juan, querrá un informe mañana, y con mis investigaciones no he logrado nada hasta el momento. Si alguien puede identificar al autor de este anónimo, ése es Anastasio: conoce la escritura de todos en las oficinas sagradas y puede decirme el origen de un trozo de pergamino con echarle un vistazo. Además se puede confiar en él, porque aprecia a Juan. Aun así, ojalá pudiera mantenerle ajeno a todo esto».
Se percató de que las mujeres iban por el pasillo hacia el baño, hablando en voz baja. «Bien. Están lejos», pensó.
—Gracias, ilustre señor —dijo Anastasio, terminando su cena y apartando el plato—. Es muy amable de parte de tu bondad invitarme a quedarme. ¿Es éste el escrito al que querías que echara un vistazo?
Narsés sostuvo la carta aún doblada con ambas manos y asintió.
—Esta es una carta sin firma que entregaron a Su Sacra Majestad dos semanas antes de que yo volviera de Tracia. El señor me ha encargado determinar la verdad de las afirmaciones que contiene, y necesito saber quién la envió. ¿Deseas verla o prefieres no hacerlo? Si eliges verla, te advierto que nada de lo que contiene o de lo que yo te pueda decir debe ser mencionado jamás fuera de esta habitación.
Anastasio parpadeó, alarmado, luego se encogió de hombros con disgusto.
—Pienso que prefiero no verla.
—Se trata de nuestro amigo Juan.
Anastasio miró aún más sorprendido y disgustado; el rostro se le ensombreció.
—¿Ésa es la razón de que no lo asciendan? ¿Alguien ha enviado una acusación anónima contra él?
Narsés asintió, todavía con la carta en la mano.
—La miraré —dijo Anastasio.
El chambelán puso la carta en las manos del escriba. Anastasio la leyó en voz baja.
—¡Dios misericordioso! —exclamó, levantando la vista hacia su superior, horrorizado—. Pero... es una mentira, una pura invención. Debe serlo. Apostaría mi vida a que lo es. Seguramente, todo lo que tienes que hacer es verificar las afirmaciones y probar que son falsas.
Narsés movió la cabeza.
—He enviado hombres para investigar tales afirmaciones. Terminaré informando al emperador que la mayoría de la gente que conocía al criador de osos llamado Akakios ha muerto...; después de todo, era un hombre pobre que vivió en circunstancias oscuras y murió hace cuarenta años. Diré que aquellos que lo conocieron mejor (o sea, los miembros que quedan de su familia y sus amigos cercanos) afirman que tenía un hermanastro llamado Diodoro. Eso es cierto seguramente, ya que Su Serenidad les ha ordenado que digan eso. Con respecto a los hombres que envié a Beirut, dirán indudablemente que han oído hablar de cierto escriba llamado Juan que trabajaba en la administración local, que puede ser o no ser nuestro amigo; afortunadamente, el nombre es muy común. La evidencia será profundamente poco convincente, no obstante, y el emperador lo notará al momento. La dificultad estriba en que todas las afirmaciones de la carta son ciertas.
Anastasio lo observó por un momento y volvió a mirar el pergamino.
—Entonces... no lo entiendo. —Parpadeó rápidamente y torció la boca con un gesto de dolor. Tras una breve pausa dijo con los puños apretados—: ¿Juan ha estado mintiendo acerca de quién es? No, no...; él no haría...
—¿No haría el qué? —preguntó Narsés suavemente—. ¿Qué has deducido?
A Anastasio se le notó un gesto de dolor y miró enojado a su superior.
—Que la Sacra Augusta... —comenzó, y se detuvo, tragó saliva e intentó nuevamente—. Que Juan...; ¡no, no lo creo!
—¿Creer qué? No importa, ya lo sé. El emperador cuando miró la carta sacó la misma conclusión. Y resulta que se trata de una conclusión falsa. Juan no es el amante de la emperatriz, pero por razones que ella prefiere mantener en secreto, no desea que nadie sepa la verdadera historia. Ella no se la contará a su marido y no desea que yo lo haga; su marido no le ha dicho nada de la carta y me ha prohibido a mí hacerlo. Y, a su vez, ambos me han prohibido mencionar el asunto a Juan. Yo intento hallar mi posición —dijo sonriendo—, una posición extremadamente difícil.
—Pero... ¿por qué ella... ? —Anastasio se interrumpió, atónito, y volvió a la carta—. Pero ¿Juan es inocente?
«Lo quiere tanto como yo. Le aterra pensar que Juan resulte ser un adúltero cazafortunas», pensó Narsés, con vivas muestras de afecto.
—A menos que lo consideren responsable de la condición de su nacimiento, que fue similar a la tuya.
—Yo soy un bastardo; mi madre era la concubina de mi padre —reconoció Anastasio, confundido.
—La madre de Juan era algo entre una cortesana y una prostituta común —sentenció Narsés deliberadamente—. Era una actriz cómica del circo.
Anastasio lo miró perplejo por un instante. Luego las mejillas marchitas del escriba se encendieron de color.
—¡Por todos los santos! —susurró por lo bajo—. No querrás decir que...
—¡Chis! —ordenó Narsés—. ¿Puedes decir quién puede haber mandado la carta?
Anastasio examinó la letra, volvió la carta y la sostuvo a contraluz.
—La ha hecho con la mano izquierda alguien que no es zurdo —dijo al cabo de un momento.
—Ya lo he notado.
—Y es un pergamino de baja calidad; no es de los que se usan en las oficinas, y no es de Asia ni de Tracia... Ya sé, ¡es italiano! Sí, definitivamente de Italia: tiene esa pátina grasienta que tienen todos los documentos de las regiones reconquistadas y manchas de desgaste donde el curtidor ha usado mucha lejía. El color marrón de la tinta también es típico de las letras italianas.
Narsés sonrió. Era su habitual sonrisa enigmática, pero sus ojos brillaban de contento.
—Eso debería estrechar el cerco. El que la escribió, entonces, está en Italia o ha estado recientemente allí; también sabe que su letra puede ser reconocida, por lo que trata de disfrazarla. —Golpeó de repente la mesa—. ¡Ya lo sé! Espera un momento. —Salió del cuarto y volvió un minuto después con un archivo sellado en rojo en un extremo. Sacó un montón de documentos, los miró atentamente y extrajo una carta. Se la pasó a Anastasio, poniéndola junto a la otra.
Estaba escrita normalmente en una finísima piel de Pérgamo y aparecía firmada.
Antonina, esposa del siempre victorioso comandante conde Belisario, saluda al ilustrísimo Narsés. La probidad y lealtad de tu honor jamás han sido cuestionadas por nadie, por lo tanto creemos adecuado informar a tu discreción acerca de un complot que se va a llevar a cabo por el muy perverso y traidor prefecto pretorio Juan de Capadocia para usurpar el lugar de nuestro querido y amado señor Justiniano Augusto…
—Es la misma mano —exclamó Anastasio, interrumpiéndose en la lectura.
—¿Estás seguro?
—Sí. Observa esta ligadura de aquí: épsilon-ípsilon en un solo trazo, con la ípsilon hecha como un cuerno para atrás. Hace lo mismo con la mano izquierda. Y la sigma en «Augusto» está escrita separadamente del resto de la palabra. ¡Oh, no hay dudas! Pero ¿por qué lo hace esto ella? Creía que era muy amiga de la emperatriz.
Narsés se volvió a sentar en su asiento y se acercó ambas cartas sobre la mesa.
—Creo que desea casar a su hija con un marido más ilustre que el nieto de la emperatriz —sugirió tras un silencio prolongado—. En efecto, ha hecho todo lo posible por posponer el casamiento. —Suspiró, puso la carta anónima nuevamente en su bolsa y enrolló la vieja carta con los otros papeles del archivo—. Por supuesto, su marido odia a la emperatriz, pero el conde es demasiado honesto para urdir algo al respecto; ha podido sospechar y pagar a algunos hombres para que investiguen a Juan, pero no mandar una carta anónima. Así que se trata otra vez de los hijos. Un hombre, o una mujer, puede ser indiferente al dinero y honrado con la autoridad, pero si quiere dar a sus hijos riqueza y poder, puede llegar a comprar a la justicia y caer en la corrupción, mentiras, engaños, intrigas, hasta en el asesinato, sin creer que está haciendo nada malo, porque lo hace por sus hijos. Ambición dinástica. —Golpeó suavemente la mesa con las cartas enrolladas para igualar los bordes—. A veces desearía que el Todopoderoso hubiera pensado en un modo mejor de producir seres humanos. Pero por supuesto yo debo mi carrera a eso. Para protegerse contra las ambiciones dinásticas es por lo que castran a hombres como yo y los ponen a trabajar en las oficinas.
Metió las cartas en el cofre.
—¿Lo lamentas? —preguntó Anastasio rápidamente, haciéndole una pregunta que con frecuencia él mismo se había planteado.
Narsés levantó rápidamente la vista, mirándolo con ojos apagados pero con expresión serena.
—¿Lamentas tú no haber nacido mujer? Quizá las mujeres lamenten no ser hombres al ver cuántas ventajas el mundo otorga a los hombres. Pero ¿puedes realmente lamentar ser lo que eres, cuando ser de otra manera significaría ser otra cosa... que es lo mismo que no existir?
Anastasio se encogió de hombros.
—A veces lo he lamentado por ti —dijo en tono de lástima.
Eso le hizo sonreír.
—Ah, pero tú fuiste feliz en tu matrimonio, no eres un juez válido. ¡Y basta por hoy! Preguntaré a Sergio sobre Antonina mañana, con lo que haré un informe preliminar para el señor. Escribiré al conde Belisario una carta que pueda prevenir más problemas por ese lado. Es complicado, no obstante, que la carta sea de Antonina. El señor dirá, como tú, que es amiga de la señora y por lo tanto que no puede actuar con malicia. Con todo, la mujer no le cae bien, por lo que podría convencérsele. Mi informe, por cierto, no perjudicará la posición de Juan, antes bien podría ayudarlo. Gracias por tu ayuda, amigo mío. Deberías tratar de dormir ahora: es tarde.