II - El secretario del chambelán

Juan no durmió bien aquella noche y se despertó antes de que la luz grisácea de la mañana entrara por la claraboya. Sin poder conciliar el sueño encendió una luz del portalámparas dorado y deambuló por el aposento, sin atreverse a salir. La noche anterior había visto un estante de libros bajo los iconos y ahora revisó el contenido: una colección de evangelios, otra de epístolas, un libro de los salmos; los escritos de Basilio de Capadocia, los de Severo de Antioquía y los de Juan Filoponos; solamente obras de teología. Se quedó perplejo por un momento, pero luego, al comprender el propósito de la habitación secreta, se sonrió. En Bostra se sabía perfectamente que la emperatriz simpatizaba con la teología monofisita; según se decía en las provincias orientales, como Arabia, era «amante de la piedad y la ortodoxia». El emperador, sin embargo, y la mayoría de la población de Constantinopla eran diofisitas y reconocían la verdadera doctrina del concilio de Calcedonia («la herejía atea, como la llamaba el obispo de Bostra, por sostener dos naturalezas en Cristo y negar a la madre de nuestro Señor su honor de Madre de Dios»). «La piedad y la ortodoxia están proscritas en Constantinopla», gritaban los monjes en las calles de Bostra. «Monjes piadosos y santos, obispos devotos, son encerrados y ejecutados por orden del emperador ateo... a menos que la venerada emperatriz los proteja.» Y así era como la sagrada majestad de la emperatriz los protegía: con habitaciones secretas, puertos privados y barcos para llevarlos a otro lugar y un grupo de servidores de confianza que sabía ser discreto. Y además (en ese momento se dio cuenta), guardias que sabían lo que ocurría pero que hacían la vista gorda. «Por eso —pensó—, me dejaron entrar ayer tan pronto.»

Sumamente contento por haberse percatado de la situación, se sentó y se puso a leer el libro de salmos hasta que los esclavos entraron a anunciarle que el baño estaba listo.

Cuando lo llamaron a desayunar con la emperatriz, el sol estaba ya alto. Los esclavos lo habían bañado y cortado el cabello y le habían dado ropa limpia. Eran ropas suntuosas: la corta túnica roja llevaba medallones de seda trabajados con figuras de oro y los hombros del manto largo eran duros por el brocado, y ambas telas estaban cosidas con seda. Además, llevaba pantalones. Nadie los usaba en Arabia y se sentía torpe e incómodo con ellos. Por otro lado, sentía la nuca como desnuda sin el turbante al que estaba acostumbrado. Pero por fin llegó el anuncio y fue llevado a lo largo de otro pasillo a una sala privada para los desayunos. La emperatriz estaba encantada.

—¡Déjame verte! —dijo, saltando de su diván. Tenía el cabello suelto, húmedo después de su baño, y la capa de púrpura colgaba de su diván, abandonada. En su túnica bordada parecía delgada, joven y hasta más pequeña que el día anterior. Le miraba, risueña. El salón de desayunos daba a un jardín donde el agua de una fuente corría bajo una higuera y los pájaros trinaban bajo el radiante sol—. ¡Dios Todopoderoso! —dijo Teodora después de caminar en torno a él con admiración—. ¡No me salieron tan mal los hijos! ¡Eres mucho más refinado que el hijo de Passara, esa mujerzuela! ¡Cómo me gustaría presentarte a ella! Su hijo es una bestia horrible, con un cráneo tan tosco como una vasija, que, según cree ella, será el próximo emperador. ¡Ya veremos! Pero siéntate aquí, cerca de mí, y desayuna.

Juan se sentó torpemente en el diván. Ella se sentó en el otro extremo recogiendo las piernas bajo su cuerpo. Sobre la mesa dorada había pan blanco, tortas de sésamo, leche de cabra e higos frescos. Teodora se sirvió un higo y se puso a masticarlo a pequeños mordiscos y con evidente placer.

—¿Quién es Passara? —preguntó Juan, nervioso.

A Teodora se le escapó una risita.

—La esposa de Germano, el primo de mi marido. ¿Has oído hablar de él? Es un perfecto pelmazo y su esposa es la más presumida de Constantinopla. ¡Anicia Passara, descendiente de emperadores! También se imaginaba a sí misma esposa de un emperador, cuando el viejo Justiniano fue investido con la púrpura imperial. Pero mi esposo es el emperador, mientras que Germano hace lo que le dicen. Passara no me soporta y yo tampoco a ella. Pero cambiemos de tema. ¡Adelante, sírvete!

Juan se sirvió un higo y buscó una taza. Una de las jóvenes esclavas se precipitó a ofrecerle una taza a él; se la llenó con leche de cabra y se la entregó haciendo una reverencia. Juan la miraba, desorientado. Estaba más acostumbrado a llenarse él mismo las tazas a que los demás se las sirvieran.

—He pensado qué decirle a la gente acerca de ti —dijo Teodora, terminando su higo y enjuagando sus dedos en una palangana de agua de rosas. Un esclavo le extendió una toalla para secarse—. Diré que mi padre, Akakios, tenía un hermanastro, persona respetable, que vivía en Beirut, y que tú eres su nieto. —Tomó una torta de sésamo y la mordió.

—¿Cuál era el nombre de tu primo? —preguntó Juan cautelosamente.

Teodora se encogió de hombros.

—¿Qué te parece Diodoro? Él no existió, amor mío. Yo no tengo ninguna relación respetable, excepto las que he adquirido a partir de mi matrimonio. Pero nadie, salvo mi hermana, sabrá que eso es mentira, y Komito corroborará esta historia si le explico la razón. —Contuvo una risita burlona—. Komito te podrá contar toda la historia de nuestro respetable tío Diodoro cuando la conozcas. —Empujó el resto de la torta de sésamo dentro de su boca y se sacudió las migas de los dedos.

Juan tomó un pedazo de pan blanco. «Mi tía Komito —pensó—, mi abuelo, Akakios. Él debió de ser el cuidador de osos. ¡Qué raro es tener de repente tantos parientes nuevos!»

—Me gustaría conocerla —le dijo a Teodora.

La emperatriz sonrió, haciéndole un gesto con el dedo en alto para que esperara a que terminara de masticar.

—A su debido tiempo —dijo después de tragar ruidosamente—. Primero tenemos que conseguirte un puesto. Pero le enviaré a Komito una nota sobre ti hoy por la mañana. —Chasqueó los dedos y los esclavos se precipitaron para atenderla—. Ve corriendo a buscar a Eusebio —ordenó a uno—. Pídele que traiga la lista que le encargué ayer.

En unos minutos el eunuco volvió con un rollo de pergamino. Se prosternó ante Teodora y le besó el pie. Juan se sonrojó al darse cuenta de que se había olvidado de hacer eso. ¡Pero ella se le había acercado con tanta rapidez... ! Bueno, al menos no parecía estar molesta por el descuido.

Teodora tomó el rollo y lo desplegó, estudiando la lista de nombres.

—Teodatos, no, cielo santo, con él sólo aprenderías a estafar. Addaio, no, es curioso e instigador y responde demasiado a mi marido. ¡Psst! —Se interrumpió mientras miraba a Juan y alzaba la cabeza hacia un lado—. ¿Para qué clase de funcionario te gustaría trabajar?

Juan se humedeció los labios.

—Me... me gustaría entrar en el ejército, en la caballería. Sé montar y también aprendí a tirar al arco, cuando estaba en Bostra...

Teodora se rió.

—Una educación muy persa: montar, tirar con arco y decir la verdad. ¿Acaso todos los jóvenes desean ser vistosos oficiales de caballería? Todos los hombres de menos de treinta años con los que he hablado últimamente parecen tener una desmedida ambición por montar a caballo y esgrimir la espada. Bueno, supongo que impresiona. Y si eres bueno, es un camino de ascenso regio. Eusebio —dijo, volviéndose al eunuco—. El secretario de Belisario tuvo la peste, ¿verdad? ¿Ha muerto?

Juan se incorporó, con el rostro encendido. ¡Belisario! ¡El general más grande que haya podido existir, el conquistador de los vándalos y de los godos, el terror de los persas!

Pero el eunuco movió la cabeza.

—No, señora. Creo que el del muchacho fue un caso particularmente leve y se repuso.

—¡Qué pena! Ese adulador falso y amargado estaría mejor muerto. No entiendo cómo Belisario lo soporta. Supongo que no sabe lo que ese hombre dice de él a sus espaldas. Se deja engañar fácilmente; al menos eso es lo que piensa su esposa. —Soltó una risa maliciosa—. Sin embargo, me imagino que es para bien. Belisario dice que puede conquistar Italia sólo con sus colaboradores más cercanos y su propio dinero, pero yo eso lo creeré cuando lo vea hecho; además, asociarse a una guerra perdida de antemano jamás ayudó a nadie. Encontraremos algún otro. —Examinó el papiro nuevamente.

Juan se hundió en el asiento, profundamente desilusionado. Recordó con punzante dolor el caballo que su padre le había regalado: una hermosa yegua árabe, un regalo de la tribu de Ghassan en Jabiya. Se la regalaron siendo una potranca y la entrenó y montó siempre que pudo. Todavía era joven cuando la llevó a Beirut y la vendió para comprar su pasaje a Constantinopla. Recordó los ejércitos del duque de Arabia pasando por Bostra hacia el norte, con la armadura brillante, con sus lanzas iluminadas como una constelación de estrellas y con sus caballos desfilando por las calles entre la multitud que los miraba. Marchar para combatir a los persas y sus aliados, para defender el imperio. El resto del mundo compraba y vendía y esperaba su triunfo. Ellos batallaban, ponían a prueba su coraje y tranquilizaban a sus compatriotas con una victoria, o con la muerte. Eso era la gloria y no quedarse sentado en un despacho de Constantinopla tomando notas taquigráficas.

—¡Aquí está! —dijo bruscamente Teodora. Empujó el rollo hacia él, señalando un nombre.

Prae. s. cub. Narsés —leyó Juan—. Sólo pide eficiencia. —No tenía idea de lo que significaba la abreviatura. El nombre, Narsés, era extranjero. Persa, o quizás armenio. No le sonaba familiar.

—Yo pensaba que Narsés ya había encontrado a alguien —dijo ella, mirando a Eusebio.

Eusebio tosió.

—Encontró a un hombre que demostró no valer para el cargo y se le dio otro destino.

—Sí, supongo que es un trabajo muy exigente. ¿Qué hace tu secretario, Eusebio?

—Oh, no hay punto de comparación entre mi trabajo y el de Narsés. Yo sirvo a Tu Serenidad. Él sirve a todo el imperio.

—Sería ideal —dijo Teodora. Tomó nuevamente el rollo de las manos de Juan y lo miró atentamente, entornando los ojos—. Lo intentaremos —añadió al cabo de un rato—. Si cree que tú no puedes hacer el trabajo y no te acepta, probaremos con otro. —Devolvió el rollo a Eusebio.

—¿Quién es Narsés? —preguntó Juan en vano.

La emperatriz y su asistente lo miraron azorados.

—No entendí la abreviatura —agregó, poniéndose a la defensiva.

Praepositus sacri cubiculi —indicó Eusebio rápidamente—. Chambelán mayor. El mismo cargo que ocupo yo en realidad, pero en la corte del emperador y con responsabilidades adicionales.

—Suponía que habrías oído hablar de él —comentó Teodora—, pero me imagino que en un lugar como Bostra nadie sabe quién está a cargo del imperio. Me encantaría que pudieras tener un trabajo con Narsés. Estarías bajo la atenta mirada de Pedro también, y eso es importante. Te enviaré allí tan pronto como tu estancia aquí sea oficial.

—Eh... —Juan se mordió la lengua para no hablar. «¿Por qué me consulta —se preguntaba—, si ya ha decidido que debo redactar cartas para el jefe de eunucos del emperador? No es trabajo para un hombre. Supongo que dentro de un año ya habré aprendido a sonreír forzadamente a todo el mundo y a recibir sobornos. Sienta el culo y hazte rico, buen trabajo para un eunuco»—. ¿Quién es Pedro? —preguntó, ya sin saber qué hacer.

—Mi marido. —El chambelán entregó a la emperatriz un libro de citas, que ella hojeó.

—¿Tu marido? Pero, yo pensé...

Ella levantó la cabeza, sonriente.

—¿Pensabas que su nombre es Justiniano Augusto? Augusto es un título; él se llamó a sí mismo Justiniano cuando su tío, el emperador Justino, lo adoptó como heredero suyo. Su nombre es Pedro Sabatio. Pero tú no intentes llamarlo así. Nadie, excepto yo, lo llama de ese modo.

Se quedó mirando a Teodora. Su negro cabello caía sobre otro papel que Eusebio le enseñaba. Pendientes de perlas brillaban sobre el cuello. La emperatriz sonrió al chambelán y le preguntó algo, para asentir al final. El eunuco le devolvió la sonrisa, sacó un plumero y le pidió a un esclavo que trajera pergamino: se iba a responder a una petición o se había tomado una decisión sobre algún asunto. Juan se sintió abrumado de repente, avergonzado por el resentimiento. Aquí estaba él, el hijo bastardo de Diodoro de Bostra, desayunando con la emperatriz, mirando cómo resolvía asuntos de estado. Él era bastante ignorante e inexperto: podía llegar a ser una molestia para ella. Debía estar agradecido de que quisiera ayudarlo. Debía esforzarse para que le fuera bien en cualquier trabajo que ella le consiguiera y debía demostrar que era merecedor de tal ayuda.

Terminó el desayuno, haciendo esfuerzos por oír lo que la emperatriz decía y saborear su nuevo trabajo. Pero volvió a verse a sí mismo como un auriga que pierde las riendas, asiéndose desesperadamente a su frágil carro mientras los caballos lo llevaban a su antojo.

Una semana después lo llevaron ante el chambelán mayor del emperador para una entrevista. Había dedicado todo ese tiempo a urdir una trama de mentiras donde basar la razón de su presencia allí. Juan se vio totalmente transformado: había cambiado de nacionalidad, origen, educación e historia. La emperatriz llegó a pensar en cambiarle el nombre, pero finalmente decidió que el nombre de Juan era lo suficientemente común como para no preocuparse. Pero le pidieron que se dejara la barba, para descartar la posibilidad de que alguien lo reconociera.

—Además —replicó Teodora—, está de moda ahora. Ya ningún joven se afeita en Constantinopla; todos intentan parecerse a Belisario. —Ahora debía ser hijo legítimo de un escriba municipal en Beirut; había perdido a sus padres por la peste y había acudido a su prima segunda, a quien la familia había desairado; Teodora lo había recibido en su palacio de verano, en Herión; había «llegado desde Herión» seis días después de su verdadera llegada y se le había dado diligentemente un cuarto de huéspedes, con menos esclavos confidenciales para atenderlo, en otra parte del palacio. A la mañana siguiente, Eusebio pasó a buscarle temprano y lo acompañó a otro edificio dentro del Gran Palacio.

—Le hemos explicado tu nueva situación a Narsés —le dijo el eunuco mientras bajaban por una escalinata de mármol veteado a través de un jardín de rosas marchitas y con suave aroma a tomillo—, y la sagrada Augusta le ha escrito una carta expresando su complacencia si te considerara apto para el trabajo. Pero me temo que eso no nos asegura nada. Narsés controla personalmente su propia oficina, de ahí que insista en un alto nivel de eficiencia. Desde la muerte de su secretario tomó dos jóvenes a prueba, uno de ellos por recomendación de la emperatriz, pero ninguno demostró ser adecuado para la tarea, de ahí que se les asignara un trabajo en otro lugar. Es una pena que no sepas latín, porque eso te ayudaría.

Juan asintió en silencio. Toda aquella trama lo había dejado desorientado y deprimido y, después de una semana de observar a Teodora y a sus colaboradores, se sentía perdido. Aunque mantenía una apariencia de lujo, Teodora no era solamente una dama elegante: era también una gobernante real y eficiente, subordinada solamente al emperador. De todo el imperio le escribían gobernadores para pedirle su apoyo o para someter complejos problemas administrativos a su sagrada y augusta decisión. Sus respuestas eran inmediatas, sagaces y decisivas. Recibía embajadores, concedía audiencias e impartía órdenes a las oficinas de Estado. Controlaba grandes propiedades en Asia y Capadocia y empleaba la renta que obtenía en mantener un ejército de espías y agentes. Sobre sus propios sirvientes su autoridad era suprema; ni el emperador podía entrar en su palacio sin su permiso. «Habría sido mejor —pensó Juan— que me hubiera reconocido como su hijo y me hubiera enviado al "oscuro lujo" de alguna finca de provincia. Dios lo sabe, nunca pensé en ser rico ni poderoso antes de venir aquí. Vine porque quería saber quién era yo realmente; y en vez de averiguarlo, me estoy convirtiendo en una completa ficción. Por cierto, que en este trabajo no tengo la mínima oportunidad. ¿Qué sé yo que me faculte para ser secretario privado de un ministro de estado? Un hombre tan poderoso como parece ser este Narsés puede tener varios secretarios expertos y elocuentes. No me querrá y ella, la Augusta, se desilusionará. Con todo, dudan de que yo pueda conseguir el trabajo, así que no se desilusionarán tanto

Mantuvo la cabeza erguida y trató de aparentar seguridad mientras Eusebio lo conducía al ala del Gran Palacio denominada el Magnaura.

La oficina del chambelán mayor estaba en el centro del palacio: del lado que daba a la Puerta de Bronce estaban las laberínticas oficinas de la administración imperial; del otro lado, hacia el interior, los salones de audiencias y las viviendas privadas del emperador y su corte. Todos los asuntos del mundo exterior para el emperador tenían que pasar por allí. Los palacios de Teodora, sin embargo, quedaban hacia el interior, por lo que Eusebio enseñó a Juan la mitad de la casa del emperador antes de llegar a la oficina del chambelán. Tras la magnificencia suntuosa de los departamentos privados (las lámparas como árboles dorados con pájaros adornados con piedras preciosas; las cortinas de seda púrpura; las alfombras diseminadas por el suelo; la inestimable colección de estatuas y pinturas), el despacho del chambelán parecía desnudo. Sus paredes presentaban escenas pintadas de la Ilíada y el suelo aparecía recubierto por un mosaico veteado en rojo y verde. En un rincón se veía una imagen de la Madre de Dios. Debajo, un hombre, vestido con un manto blanco y púrpura a rayas, escribía sentado ante un escritorio. Dos escribas sentados a una mesa cerca de la puerta, copiaban algo en un libro.

Eusebio dejó caer la cortina púrpura que ocultaba las habitaciones privadas del emperador; ante el frufrú de la seda, todos alzaron la mirada.

—¡Mi querido Eusebio! —exclamó el hombre vestido con el manto patricio. Se levantó de un salto, rodeó su escritorio y tomó cálidamente la mano de Eusebio. Era un eunuco pequeño, de aspecto frágil, de voz aguda y dulce, como la de un niño. Tenía el cabello fino, con mechones blancos, y los ojos oscuros. Podía tener entre treinta y sesenta años; era imposible mirar su rostro suave y precisar su edad. Su voz y su aspecto tan poco naturales incomodaron a Juan: nunca le había gustado la gente rara—. Y tú debes de ser Juan de Beirut —prosiguió Narsés, sonriéndole—. Gracias por venir tan temprano. Me temo que el resto de la mañana ya está ocupada con diversos asuntos. Si hay alguien que necesite otro ayudante, ése soy yo.

Uno de los escribas asintió. Juan notó aliviado que ni éste ni su compañero eran eunucos, sólo jóvenes de su misma edad, bien vestidos. Le recordaban un poco a sus hermanastros.

—La Serenísima Augusta me informó que tú eras su primo segundo —le dijo Narsés—. Me aseguró que tenías cierta experiencia como secretario y que podías tomar notas taquigráficas, lo cual es ciertamente algo muy útil y muy poco común en quienes se presentan a este puesto. ¿Qué idiomas sabes?

—No sé latín —dijo Juan incómodo.

Narsés sonrió cortésmente.

—Quizá sería de más ayuda que nos dijeras lo que sí sabes hacer. Si eres de Beirut, quizá sepas algo de sirio.

—Un poco —contestó Juan. Había tenido que valerse de esa lengua en los viajes de negocios de su padre a Beirut—. Y un poco de arameo y de persa. Y además árabe.

Narsés levantó las cejas.

—¿Has dicho persa?

—Sí, mi padre solía tener negocios al otro lado de la frontera, antes de la guerra, ¡por supuesto! Yo atendía la correspondencia y por eso aprendí también el arameo. —Comenzó a sentirse nervioso. Bostra era una ciudad de comercio, y su padre, como la mayoría de sus convecinos, había invertido en las caravanas. Hasta se había permitido hacer contrabando con seda y especias, pero eso sólo después de iniciada la guerra con Persia. En aquella época las provisiones autorizadas se habían acabado y con ellas las caravanas de las que siempre había vivido Bostra, de ahí que el comercio ilegal fuera casi esencial para la supervivencia de la ciudad. Pero era peligroso admitir que conocía algo de ese comercio, además de que no se esperaba que él, el hijo de un escriba, hubiera de tener alguna experiencia en esos lances.

Narsés permaneció en silencio y finalmente le preguntó en persa:

—¿Se trataba acaso de comercio de seda, joven?

—Sí, excelencia —contestó Juan en el mismo idioma, tras un instante de perplejidad—. Sólo durante la guerra, por supuesto. Nosotros enviamos seda desde Beirut; las caravanas proceden de Bostra y Damasco, por eso mi padre quería incrementar sus ganancias con una pequeña inversión en el comercio. —Las frases en persa eran las que había empleado muchas veces en la correspondencia con los socios de su padre, por lo que le salían con mucha facilidad.

—Me sorprende, sin embargo, tu conocimiento del árabe. —Narsés continuaba hablando en persa. Su acento era diferente del de los persas que Juan había conocido en Bostra—. ¿También responde eso a razones comerciales?

Juan se ruborizó.

—Sí, a veces teníamos que... tratar con el rey de Jabiya, ¿comprendes? —El árabe era su lengua vernácula, la que había aprendido de su niñera y la que se hablaba en su casa, más que el griego.

—¿Con el rey... ? —preguntó Narsés, un poco perplejo.

—Al-Harith ibn-Jabalah de Ghassan —aclaró Juan—. El rey de los sarracenos en Jabiya.

—¡El filarca Aretas! —dijo Narsés, volviendo al griego con un tono divertido—. Yo no lo llamaría rey aquí.

Juan se inclinó en señal de disculpa.

—Allí hay que llamarlo rey.

—Estoy seguro de eso. Bueno, un secretario que sabe persa y árabe nos podría ser útil sin duda. Siempre se puede aprender latín aquí; hay muchos hombres que pueden enseñártelo, pero es más difícil encontrar a alguien que hable persa. ¿Y puedes escribirlo?

—No en taquigrafía —dijo Juan apresuradamente—. Puedo tomar notas taquigráficas sólo en griego.

Narsés sonrió.

—Creo que no hay un sistema de taquigrafía para el persa. Yo no puedo escribir nada en ese idioma, aunque aprendí a hablarlo antes que el griego. Es una molestia enviar al jefe de las oficinas a buscar un traductor cada vez que tengo que mandar una carta. Bien, bien. ¿Qué más sabes hacer? ¿Quizás aprendiste algo de retórica en la escuela en Beirut?

Juan volvió a sonrojarse.

—No, Ilustrísima. Mi padre no tenía tantas ambiciones para mí. Comencé a trabajar cuando terminé la escuela elemental a los quince años. Me dieron algunas clases particulares sobre cartas, pero aparte de eso... —Hizo un ademán de rechazo y pensó: «Aparte de eso, he sido apenas mejor educado que un esclavo doméstico. Quizás debería fingir que me han enseñado lo mismo que a mis hermanos: dos o tres años de retórica y luego derecho. Pero no sé ni una cosa ni la otra y jamás podría sostener esa mentira».

—¿Aparte de eso... ? —preguntó Narsés, sonriendo.

—Aparte de eso, sólo aprendí lo que sabe un secretario: taquigrafía, trabajo de archivo, algunos idiomas, contabilidad...

Narsés enarcó las cejas y dio un largo suspiro. Se volvió hacia Eusebio, que estaba junto a la cortina púrpura, sonriendo satisfecho.

—Llévale mis mayores saludos a la sagrada Augusta y exprésale mi gratitud por su interés en este asunto. Yo estaré encantado de tomar a su pariente, empezando por un período de prueba de una semana; tengo la firme confianza de que trabajaremos bien juntos. Y gracias por venir tan temprano por la mañana.

Eusebio se inclinó.

—Siempre es un placer verte. La señora, anticipándose a tu decisión, te invita a ti y a su pariente a cenar con ella esta noche. ¿Te veremos por allí entonces?

—La invitación me honra y me complace aceptarla.

Los dos eunucos se estrecharon nuevamente las manos y Eusebio se retiró detrás de la cortina púrpura, para volver a la corte de la emperatriz.

«Un período de prueba de una semana —pensó Juan—. ¿Qué significa eso? ¿Qué objeto tiene un período de prueba si la emperatriz le ha pedido que me acepte?, ¡pero qué contento parecía Eusebio! ¿Estaría impresionado sólo por el persa? ¿Y qué pretende Narsés? Yo no podría decir si está satisfecho o irritado conmigo.»

Narsés le sonrió inspirándole confianza y le dijo:

—Ahora te voy a enseñar dónde vas a trabajar.

Del lado de la gran oficina que daba a la calle había otra, más pequeña, con una decoración similar, donde Juan y Narsés encontraron un escriba saturado de trabajo luchando con un abultado libro de peticionarios de audiencias. De más edad que los de la oficina interior, Anastasio era un funcionario canoso con mucha experiencia en palacio. En la antesala contigua esperaba una ingente multitud. Narsés tomó el libro, verificó algo y llamó a dos personas. Dos distinguidos caballeros se acercaron a toda prisa, cada uno seguido por dos o tres asistentes.

—Cuando mi puerta se abra, haz pasar a los dos siguientes del libro —dijo Narsés a Juan—. Anastasio te explicará tus otras obligaciones.

El escriba saturado de trabajo miró a Juan con desgana. «Otro joven tonto —pensó, observando el brocado del manto de Juan—. ¿Cuándo llegará el día en que mi Ilustrísimo señor consiga un secretario de verdad? Hemos estado haciendo todo el trabajo dos hombres solos sin saber nada de esto, pero ya conozco yo el percal. El primero se pasaba todo el tiempo componiendo dísticos elegiacos; era bastante malo, pero al menos no trataba de interferirse en el trabajo. El último, ¡allá se pudra cuanto antes!, estropeó un año de archivos en una sola tarde con su "racionalización". Me pregunto qué intentará éste.»

—Supongo —preguntó a Juan, con un deje de esperanza, porque pese a todo no la había perdido completamente— que no sabes manejar un archivo.

—Por supuesto que sí. —Juan hojeó el abultado libro—. Pero no entiendo ninguna de estas abreviaturas; me las tendrás que explicar.

Hacia el mediodía Juan estaba exhausto, lo que dio pie a que el escriba Anastasio le sonriera.

En el libro de entrevistas figuraban los nombres en dos columnas: los que querían una audiencia con el emperador y los que sólo solicitaban entrevistarse con el chambelán. A algunas personas, según su categoría se las recibía directamente sin esta entrevista; a otras se les permitía saltar la lista más o menos turnos. Anastasio no se recató de decirle: «Y, si es necesario, puedes dejar que te sobornen y los pones en primer lugar.» Al lado de cada nombre había una abreviatura que remitía al lector al archivo que contenía la ocupación de esa persona. El sistema de archivos era engorroso y complejo y se extendía por todas las sagradas oficinas que regían el imperio. «Nunca podré entenderlo», pensó Juan asustado. Por su parte, Anastasio pensaba de forma diferente: «Dentro de una semana ya lo sabrá manejar. Conoce los principios del sistema, sabe para qué sirve; en realidad, está realmente preparado para el trabajo. ¡Gracias a Dios! Sólo ruego que no tenga demasiados pájaros en la cabeza; aunque parece bastante cauto por ahora. Hasta con miedo, como si no estuviera acostumbrado a estar cerca del emperador, me da la sensación. ¡Gracias a Dios! Ahora podré resolver el daño ocasionado por su predecesor».

Juan volvió a mirar el libro de solicitudes de audiencias y se estremeció al ver los nombres: patricios, obispos, senadores, cónsules, enviados de grandes ciudades, gobernadores de provincias, ministros de estado se agolpaban en la antesala del chambelán.

—¿Es así todos los días? —preguntó a Anastasio.

—Oh, la mayoría de los días es aun peor —contestó el escriba—. Pero el señor no ha recibido últimamente a tanta gente como solía hacer, porque aún está reponiéndose de su enfermedad. Cuando haya que hacer las listas para nuevas entrevistas, recuerda esto e intenta interceptarles el camino.

El señor no era Narsés, sino el emperador.

—¿Interceptarles el camino? —preguntó Juan indeciso—. ¿Cómo? Si un senador desea ver al Augusto, ¿de qué manera el secretario del chambelán va a detenerlo?

—Bueno, hay varias maneras —respondió el escriba—. Ya aprenderás.

Fue casi un alivio cuando Narsés pidió a Juan que le tomara unas cartas en taquigrafía; una de esas cartas se refería a una enorme suma de dinero prometida a un rey bárbaro (el Tesoro no había logrado entregarlo) y la otra a una apelación contra una sentencia criminal de un gobernador. Tomar cartas taquigráficamente y transcribirlas a escritura normal le era tarea familiar; después los dos escribas de la oficina interior hacían todas las copias.

Alrededor del mediodía se dieron por terminadas las audiencias. Finalmente Narsés se asomó a la puerta de su oficina y vio que no había nadie esperando. Dirigió una de sus enigmáticas sonrisas.

—Puedes ir a comer ya —-dijo a Juan y se hizo a un lado cuando los dos escribas pasaron delante de él entre empellones.

—¡Qué mañanita! —exclamó uno alegremente—. ¡Me duelen los pulgares!

El otro sonrió a Juan.

—Vamos a una taberna del mercado —le dijo—. Preparan unas salchichas maravillosas y el vino tampoco es malo. ¿Quieres venir con nosotros?

—¡Ummm... ! —respondió Juan, mirando indeciso a Narsés y a Anastasio. Ninguno parecía pensar que el ofrecimiento fuera insólito y ninguno le ofreció ir con ellos a ningún otro sitio. Sin saber qué hacer, aceptó—. Sí, gracias. —Puso en el estuche la pluma que había utilizado, dejándolo a guisa de pisapapeles sobre una carta a medio transcribir, y se fue con los otros dos jóvenes a la taberna.

Narsés regresó de nuevo a su oficina. Anastasio estaba sentado en su escritorio con un pedazo de pan y una jarra de vino aguado. Posó su mirada en la carta; la cogió y la miró. Bien hecha, ordenada, letra clara, bien dispuesta y con ortografía correcta. Las tablillas de cera estaban cubiertas con los garabatos ininteligibles de la escritura taquigráfica. Le pareció bien: un hermoso y complejo sistema de abreviaturas, sumamente erudito y útil. Movió de un tirón las tablillas y vio que al dorso el nuevo secretario había hecho anotaciones sobre el sistema de archivo. Con las tablillas en la mano, se levantó y se fue.

El chambelán del emperador estaba de rodillas ante el icono de la Madre de Dios. Anastasio se esperaba esto y tosió suavemente para llamar la atención de su superior. La delicada figura vestida de blanco y púrpura se puso de pie, se frotó la frente y dirigió una mirada inquisitiva aunque apacible al empleado. Anastasio levantó las tablillas de cera.

—Ya entiende mi sistema de archivo. Lo vas a conservar, ¿verdad?

Narsés sonrió.

—Me parece que sí. ¿Te parece bien? —Cuando Anastasio asintió, añadió—: Sabe persa.

—¿De veras? ¿Cómo lo has encontrado?

—Parece ser un pariente de la sagrada Augusta, que ha decidido ayudarlo en su carrera.

—¡Un pariente de la emperatriz! ¡Bien! ¡Jamás lo hubiera imaginado!

—Un pariente lejano. —Narsés sonrió con su sonrisa indescifrable—. En mi opinión, hay un sorprendente parecido entre ambos. Y pienso también que tiene algo de la inteligencia de la emperatriz, aunque él no se ha dado cuenta todavía. —La sonrisa se distendió y se tornó más humana—. Yo en tu lugar estaría atento. El jovencito podría tener algunas ideas sobre cómo deben hacerse las cosas.

—Espero que no —dijo Anastasio apasionadamente, pero le devolvió la sonrisa. Se inclinó y cerró rápidamente la puerta al salir para almorzar.

La taberna elegida por los compañeros de Juan era un establecimiento pulcro y servicial, parecido a los que había conocido en compañía de su padre cuando éste le pedía que tomara nota de sus encuentros de negocios. Nunca había tenido mucho dinero, de ahí que sintiera la pesada bolsa que Teodora le había entregado como si se tratara de un objeto extraño. Sin embargo, los dos escribas parecían cómodos en su opulencia y pidieron al tabernero «lo de siempre» con alegre familiaridad. En seguida, Juan se encontró sentado a una mesa de mármol junto a una ventana con una copa de vino en la mano. Sobre la mesa estaban dispuestas una vasija con agua y una jarra de vino para mezclar; una niña trajo una fuente con salchichas, otra con pan y un cuenco con verduras en abundante salsa.

—Cómo te gusta el vino, ¿muy fuerte? —le preguntó uno de los escribas, levantando la jarra. Era un joven alto, con aspecto atlético, de cabellos castaños y ojos azules; muy pagado de su belleza.

—No muy fuerte —respondió Juan rápidamente—. No puedo trabajar bien si lo tomo con más de la mitad.

El joven se encogió de hombros, pero vertió diligentemente sólo la mitad del vino en la vasija. Su compañero sirvió la mezcla en los tres vasos con un pequeño cazo y, sonriendo tímidamente, llenó su propia copa con vino.

—No me gusta flojo —explicó. Era de estatura media, rollizo y moreno—. A propósito, el nombre de mi amigo es Diomedes y yo soy Sergio, aunque todo el mundo me llama Baco. Como los mártires benditos, ¿sabes? —Se rió alegremente.

Juan lo miró sin comprender.

—¡Sergio y Baco!, ¿entiendes? La iglesia que está cerca del hipódromo.

—Lo... lo siento —dijo Juan, incómodo—. Me temo que aún no conozco bien Constantinopla. Llegué ayer.

Los otros dos suspiraron.

—Bueno, ¿qué te parece? —preguntó Diomedes parsimonioso—. ¡Llegar a Constantinopla un día y conseguir un trabajo como el tuyo al día siguiente! ¡Lo que es tener recomendaciones!

—Dicen que eres el primo segundo de la emperatriz —acotó Sergio, también llamado Baco—. ¿Sabes cuánto pagó tu ilustrísima prima por el trabajo? —Se sirvió un poco de pan y salchichas.

—No —respondió Juan, horrorizado al pensar cuánto habría podido pagar—. No lo sé.

—Apostaría a que por lo menos quinientos —dijo Sergio en tono autoritario—. Mi padre pagó doscientos cincuenta por mi trabajo, por lo que el tuyo debe de valer por lo menos el doble.

—Por lo menos —coincidió Diomedes, asintiendo.

«Quinientos, doscientos cincuenta ¿qué? ¿Solidi de oro? ¡Dios Todopoderoso, eso es lo que ganan todos los funcionarios de Bostra juntos! No pueden ser solidi.

—¿Qué hace tu padre? —preguntó cauteloso, sirviéndose un poco de pan.

—Es banquero. —Sergio se sirvió con una cuchara un trozo de salchicha sobre el pan y siguió hablando con la boca llena—. Demetriano (a quien de broma apodan Pulgar de Oro) se gana honradamente su dinero. Me dijo en cierto modo algo muy sensato sobre mi trabajo: que doscientas cincuenta monedas de oro no es tanto si lo ves como una inversión que se recupera con creces.

—El problema es que no paga mucho —dijo Diomedes—. A Su Ilustrísima no le importa ganar bajo mano vendiendo puestos como los nuestros, pero le disgusta que nosotros recibamos sobornos.

—Se molesta mucho si intentamos vender el acceso al señor o alterar un documento al copiarlo —explicó Sergio—, aunque se trate de una alteración trivial, como algunos cientos de solidi más para un amigo. Se vuelve distante y formal y nos echa un sermón. Y si a alguien se le ocurre hacerlo demasiadas veces, lo despide. Pero todos los eunucos son tacaños.

—Y debemos advertirte de algo: siempre se da cuenta de todo. Tiene ojos hasta en la nuca.

—Lo que ocurre es que trabaja como un condenado —corrigió Sergio—. Llega a la oficina antes de que se haga de día y se queda hasta la noche, sin interrupción apenas.

—¿Eso es lo que está haciendo ahora? ¿Trabajar? —preguntó Juan.

—No, a la hora de la comida primero reza un poco y luego trabaja —respondió Diomedes.

—De que es devoto, no hay duda. —Sergio pronunció estas palabras con evidente desagrado.

—Y no totalmente ortodoxo, aunque supongo que no debería decir esto delante de ti, que vienes del este. Nadie es muy ortodoxo al sur de Antioquía. A mí no me importa en absoluto. ¿Quién se preocupa por la naturaleza de Dios?

«Casi todos», pensó Juan sorprendido, pero sólo preguntó:

—¿Y Anastasio?

—Oh, él sólo permanece en su oficina rumiando pan seco y admirando sus archivos —replicó Sergio con desprecio—. Es un don nadie. Durante años fue un empleado subalterno en las oficinas del otro extremo del pasillo. Es el bastardo de no sé quién; una vez le compraron un puesto subalterno y lo abandonó. Nunca pudo comprarse el ascenso por su cuenta. Fue Su Ilustrísima quien lo trajo a la corte imperial. Él mismo pagó el precio, sólo para tener a alguien que pudiera manejar archivos. Está satisfecho contigo porque no sabes retórica; él prefiere la taquigrafía. —La voz había adquirido un deje de malicia; Sergio se detuvo súbitamente y tomó algo para comer. Pensó: «No debería haber hablado de eso. Tengo que llevarme bien con el muchacho. Si quiero sacar algún provecho de él, no puedo permitir que se dé cuenta de que lo considero un campesino ignorante».

Juan miró el plato con las verduras, y aunque se percató de la malicia, adivinó la razón y no se sorprendió. Se preguntaba si se trataba de col o de verduras silvestres. Mojó un poco de pan en ella y la probó, pero todavía no estaba seguro de lo que era.

—Su Ilustrísima es un loco del trabajo —dijo Diomedes riéndose.

Sergio disimuló su risa.

—Bueno, ¿qué otra cosa puede hacer de su vida? Y cambiando de conversación, ¿qué es lo que hablasteis en persa? ¡Espero que no tengamos que copiar cartas en ese galimatías!

—Sólo me preguntó por el comercio de sedas. ¿De dónde es él? ¿De Armenia? —preguntó Juan.

—De la Armenia persa —respondió en seguida Sergio—. Pero hace mucho que está en la corte imperial. Fue comprado como esclavo cuando era niño, por eso sólo Dios sabe la edad que tiene. Es mayor de lo que aparenta. El señor confía su vida en él y dicen que también la emperatriz lo aprecia.

—¿Cómo es ella? —preguntó Diomedes—. Lo bueno de estar trabajando para Su Ilustrísima es que se conoce a todos los hombres importantes, pero yo jamás he visto a la Augusta. Dicen que es la mejor protectora del mundo, pero eso sí, ¡que Dios ampare a sus enemigos!

Juan no podía responderle de inmediato, porque todo lo que se relacionaba con la emperatriz lo sumía en un mar de emociones confusas y conflictivas. Probó un bocado de salchicha, aunque tenía la boca seca, y lo masticó para disimular su indecisión.

—Ha sido muy buena conmigo —terminó por decir.

—¡Ya lo creo! —dijo Sergio—. Te ha conseguido un trabajo excelente. «Y te ha convertido en un caballero —pensó para sus adentros—. Apostaría a que tú no usabas un manto como ése cuando eras el hijo de un empleado en Beirut.»

—No sabía que la emperatriz tuviera parientes en Beirut —intervino Diomedes.

—Dicen que su familia es de Paflagonia, pero que ella nació aquí, en la ciudad.

Sergio se echó a reír disimuladamente.

—En..., eh..., digamos que en circunstancias que es mejor no recordar. Como toda su vida anterior a su matrimonio. Ayer oí una historia... —Se interrumpió, dirigiendo a Juan una mirada escrutadora.

Juan sintió calor en el rostro.

—Ha sido muy buena conmigo —repitió, irritado—. Mi familia estaba contenta de no conocerla antes de su matrimonio, pero tan pronto como se convirtió en Augusta, buscaron sus favores. Ella los rechazó sin más. Yo estaba convencido de que haría lo mismo conmigo, pero me ha tratado mucho mejor de lo que me había imaginado.

«Y yo, contando mentiras para defenderla», pensó con tristeza. Se estremeció al darse cuenta de que lo miraban con recelo y como poniéndolo a prueba. En el futuro, pondrían más cuidado al opinar delante de él sobre la emperatriz, por temor a que fuera a contárselo.

—Quizá deberíamos volver al trabajo —dijo con aire avergonzado—. Vamos, permitidme pagar la comida.

Juan no recordó que había sido invitado a cenar con la emperatriz esa misma noche, hasta su regreso al palacio de Teodora una hora antes del crepúsculo. Las cenas con la Augusta, eso ya lo sabía, eran algo diferentes de los desayunos. Generalmente la emperatriz cenaba con su esposo y al menos seis comensales más; Juan no había sido invitado aún a ninguna, porque la emperatriz había querido protegerlo de las miradas de los demás, hasta que hubiera pasado la novedad. Ahora parecía que el momento ya había llegado y entró en la habitación que tenía asignada. Allí encontró preparado sobre la cama otro conjunto de ropas magníficas y a un esclavo que le esperaba para prepararlo para el banquete. Juan emitió un quejido, refrenando un irrefrenable deseo de salir corriendo.

«Oh, Dios. ¿No ha sido suficiente por un día? Debería bastar el solo hecho de haber encontrado trabajo, intentar entender qué hacer y qué pensar de Narsés, Sergio y Diomedes... ¿Cómo se supone que debo ver a toda esa gente ahora? ¿Cuántos más estarán allí? ¿Acaso el emperador? ¡Oh, Dios mío, espero que no! Teodora estará allí, por supuesto. Pero ¿esperando qué?», pensó resignadamente.

—¿Se acostumbra a llevar algo a la emperatriz Augusta cuando se está invitado a cenar con ella? —preguntó de sopetón al esclavo.

Era éste un hombre de mediana edad, ya acostumbrado a las extravagancias de los invitados, que se detuvo un instante, mientras afilaba su navaja.

—No es habitual —dijo con gazmoñería—. Aunque un regalo de flores puede ser recibido como un gesto de simpatía —dijo, mientras suavizaba la hoja en un trozo de cuero.

—¿Puedes conseguirme flores, entonces? —Juan tanteó en su bolsa y extrajo un puñado de monedas—. Rosas, si es posible.

El esclavo sonrió y juntó las monedas. Notó que era una suma considerable.

—Si Su Excelencia es tan amable, ¿podría sentarse sólo por un momento mientras le arreglo el pelo? Así está bien...

Quince minutos después, Juan, cambiado, arreglado y con una corona de rosas en la mano, fue acompañado a la sala del banquete.

—¿Sabes quién más estará allí? —preguntó al esclavo.

—Lo siento, señor, pero los demás invitados de Su Serenidad no son asunto mío —respondió amablemente el esclavo—. Creo que el señor estará presente, pero aparte de eso, nada puedo decir.

Juan lanzó un gemido. Miró la corona de flores cuyos frágiles pétalos de tenue color rosa estaban bordeados por estrías azules. «Flores del palacio de la emperatriz y compradas con mi dinero», pensó desalentado.

—¿Qué debo hacer? —preguntó al esclavo—. ¿Me arrodillo y luego le doy las flores o le doy las flores primero? ¿Tengo que inclinarme ante el señor en primer lugar y luego ante la emperatriz o al revés? ¡Dios mío, debiste haberme dado un ramo, no una corona! No podrá ponérsela.

—¿Por qué no? —contestó el esclavo con aire impasible.

—Porque tendrá puesta la diadema.

El esclavo sonrió con desdén.

—No en una cena privada. Yo te llevaré hasta la puerta del comedor, donde el señor y la señora estarán de pie recibiendo a los invitados. Cuando yo me detenga, tú te pones de rodillas ante el señor y la señora al mismo tiempo. No beses sus pies, pues se trata de una ocasión informal. Levántate inmediatamente y entrégale a la señora las flores, diciéndole algunas palabras adecuadas, si quieres. Los esclavos del comedor, entonces, te indicarán tu lugar. ¿Está bien?

—Gracias —dijo Juan dándole una propina.

El personal de palacio lo había dispuesto todo para que la pareja imperial no tuviera que estar de pie mucho tiempo saludando a los invitados en la entrada. Juan llegó al patio interior, donde encontró a otro par de invitados en el momento en que se incorporaban y a Narsés que esperaba cortésmente, unos pasos más atrás para hacer otro tanto. El eunuco le prodigó una de sus ya familiares sonrisas enigmáticas y lo saludó con la cabeza. Cuando los que habían llegado primero entraron en el comedor, se inclinó ante la majestad imperial. Mientras se levantaba, el emperador tomó su mano y lo ayudó a incorporarse. Justiniano el Augusto era un hombre de estatura media, rechoncho, con un rostro muy iluminado, cansado y de tez amarillenta a causa de su reciente enfermedad. Arrugas de preocupación le rodeaban la boca y surcaban su frente, aunque sonreía cálidamente a Narsés. Juan intentó no quedarse ensimismado. «El esposo de mi madre», se dijo, y el pensamiento lo atravesó como un golpe de hielo. Se imaginó a su padre de pie al lado de la puerta del comedor en la casa de Bostra, recibiendo a los invitados con su esposa al lado (la amargada, la sumamente respetable Ágata). Cada vez que él iba a alguna de esas fiestas, ella lo miraba como si acabara de comer uvas agraces. «¿Por qué tenemos que traer al bastardo a nuestras cenas? —le preguntaría después a su marido—. Procura que esté bien cuidado, pero no es adecuado que él esté aquí mezclado con nuestros propios hijos.»

Narsés ya había entrado en la sala. Juan se inclinó hacia las baldosas impecables de la entrada, cuidando de no estropear las flores, y se incorporó. El emperador lo miró un poco intrigado y la emperatriz sonrió.

«Di unas palabras adecuadas», pensó, pero volvió a sentirse otra vez mal por el miedo.

—Señora —atinó a decir—, por favor acepta estas flores como una muestra humilde de mi gratitud. —Y se las ofreció.

Ella sonrió dulcemente, sorprendida por el gesto, y tomó el regalo.

—Éste es el nuevo secretario de Narsés —susurró a su marido—. Un primo lejano mío, Juan de Beirut.

—¿Un primo tuyo? —preguntó el emperador un tanto sorprendido—. No sabía que tuvieras familia en Beirut.

—Oh, se trata de Diodoro, un hermanastro de nuestro padre; estuvo allí antes de que naciéramos nosotras —dijo una voz detrás de Juan.

Juan miró rápidamente hacia atrás, y vio a una dama observándole con alegre curiosidad. Su manto dorado tenía el borde negro característico de las viudas. Era más alta que Teodora y de más edad, pero el parecido era evidente. «Mi tía Komito», pensó Juan.

—Nunca tuvimos mucha relación con esta rama de la familia hasta que éste acudió a Teodora —continuó Komito—. Bueno, al menos tienes buena presencia. —Y se vio obligada a sonreírle divertida, pero se inclinó y se incorporó haciendo una reverencia más bien superficial, antes de dirigirse a Teodora y besarla en la mejilla.

—¡Ah! ¿Y le has conseguido un trabajo con Narsés? —preguntó el emperador, mirando a su esposa con una sombra de duda.

—Sabe taquigrafía —respondió Teodora. Tomó el brazo de su marido y se volvió hacia el comedor—. ¿No es cierto, Narsés? —Komito miró a Juan de reojo y le volvió a sonreír antes de pasar por delante de él. Juan la siguió.

En medio del resplandor de oro y cristal que los rodeaba, el eunuco asentía.

—El joven tiene cierta experiencia como secretario, lo que resulta muy útil.

El emperador sonrió, y fue a situarse en el triclinio más alto, con su esposa al lado. Juan fue acompañado al triclinio de la izquierda, que compartió con Narsés; Komito y los que llegaron primero estaban a la derecha del emperador. Éstos no eran más que un hombre deprimido y nervioso, de unos cuarenta años, y una mujer, evidentemente su esposa, que parecía un poco mayor.

—Entonces, ¿cuándo acudiste a mi esposa, muchacho? —preguntó el emperador en tono cordial.

Los esclavos se afanaban detrás en servir vino blanco frío en copas de cristal rojo y verde y en rociar el suelo de mosaicos con pétalos de flores y azafrán aromático. Los triclinios y la mesa eran de marfil y oro y los cubiertos llevaban perlas incrustadas.

—Este verano, señor —respondió Juan. No se le quebró la voz como había temido—. Me recibió en Herión el mes pasado y me llamó a Constantinopla cuando encontró este trabajo para mí. Y hoy he comenzado.

Justiniano asintió y bebió un sorbo de vino.

—¿Y te gusta?

—Parece un trabajo muy exigente, señor. Aún no sé si podré desempeñarlo.

Esta franca contestación arrancó una sonrisa al emperador.

—Espero que lo puedas desempeñar a la satisfacción de todos. ¿Qué experiencia de trabajo tienes?

—Era escriba municipal en Beirut, como mi padre —contestó Juan humildemente—. Desde luego, algo mucho más insignificante que servir a un ministro de estado, lo sé, pero algunos de los métodos son los mismos.

—Creo que no tendrá problemas —comentó Narsés.

—Bien, bien —asintió el emperador. Volviéndose a su esposa, añadió—: ¡Con todo, me sorprende que encuentres parientes tuyos en Beirut!

—Ellos no quisieron saber nada de mí antes de que yo fuera Augusta y yo no quise saber nada de ellos después —respondió Teodora. Deslizó la corona de rosas sobre su cabeza y cruzó las piernas sobre el triclinio.

—Eran gente respetable —apuntó Komito—. Espantosamente respetable. —Hizo una mueca agria, de desaprobación—. Cuando Teodora estuvo en Beirut, intentó apelar a su ayuda y pedirles un préstamo. Esto fue después de que la abandonaran en Alejandría, sin dinero para comprar el pasaje de vuelta. Le dieron con la puerta en las narices.

—Así que no quise saber nada más de ellos —asintió Teodora— hasta que Juan me escribió este verano, comunicándome que sus padres habían muerto por la peste el año pasado y que estaba intentando pagar todas sus deudas, con su sueldo de empleado municipal. Yo pensé: «Pobre muchacho. Él no tiene la culpa. Él ni siquiera había nacido en esa época».

—Estoy agradecido a la emperatriz Augusta —terció Juan, mirándola intensamente a los ojos—. Profundamente agradecido.

—¿Por qué estaban endeudados tus padres? —preguntó Justiniano con interés. Los esclavos le acercaron un plato lleno de huevas que pusieron sobre la mesa.

—Mi padre había invertido en el comercio de sedas —respondió Juan inmediatamente—. Perdió muchísimo dinero cuando estalló la guerra con Persia.

El emperador suspiró con tristeza, enarcando las cejas.

—Los últimos cinco años han sido muy malos. Nefastos, diría yo. La guerra con Persia, rebeliones en África y esa indecible enfermedad que nos ha sobrevenido para castigar nuestros pecados. Creo que Dios está enojado con nosotros.

El hombre que estaba frente a Juan se animó y dijo:

—Conseguimos conquistar Italia.

Komito lo miró con desprecio.

—No parece estar muy conquistada de momento. De lo contrario, ¿por qué tienes tantas ganas de conquistarla otra vez? Ayer oí que los godos habían recuperado Nápoles.

El hombre se estremeció. Era enjuto y barbudo y en él aún quedaba el recuerdo de lo que otrora fue el aspecto gallardo de un militar.

—Logré conquistar Italia —insistió en tono quejumbroso—. Si hubiéramos podido mantener las tropas allí sólo por unos meses más...

—Las tropas estuvieron demasiado tiempo —cortó bruscamente Justiniano—. Me equivoqué en no hacer las paces antes. Si os hubiera llamado a ti y a tus hombres para que regresarais seis meses antes de lo que lo hice, el gran rey no habría tomado Antioquía. ¿O acaso crees que Ravena es más importante?

El hombre bajó la mirada y guardó silencio. «¿Será Belisario? "Logré conquistar Italia", ha dicho. Debe de ser él. ¡Madre de Dios! ¿Él? ¿Ese hombre tan feo el conde Belisario, conquistador de los vándalos y los godos?», se preguntaba Juan sin salir de su asombro.

—Antioquía era más importante —dijo Teodora, apoyándose en el hombro de su marido.

Belisario empezó a ponerse nervioso y dirigió a Teodora una mirada ansiosa. Ella le sonrió, tomó una cucharada de huevas y las mordisqueó antes de continuar.

—¿Para qué queremos Ravena? El imperio ha funcionado perfectamente sin Italia durante cien años. Pero Asia, todo el Oriente, Egipto, esos lugares nos pertenecen. No debimos ordenar a todas las tropas la reconquista de Occidente. No con el gran rey Cosroes buscando guerra en el este.

—Acepté la paz eterna con Cosroes —dijo Justiniano con pesar—. ¿Cómo podía saber que duraría sólo siete años? Y Occidente también formaba parte de nosotros.

—¡Occidente debería ser una parte de nosotros —gritó Belisario, levantando la cabeza—. Nos llamamos romanos, pero durante cincuenta años dejamos Roma en manos de una tribu de bárbaros, mientras otro grupo de salvajes se repartía el Imperio de Occidente. Nosotros estábamos obligados a devolvérselo al pueblo romano. Y los godos nos provocaban. Ellos fueron quienes asesinaron a su reina, tan respetuosa de las leyes, tu aliada, con total desprecio de tus deseos, Augusto. Y fueron castigados; Dios nos concedió la victoria. Yo los sometí, como sabes, y su rey es tu prisionero en este momento.

—Su antiguo rey —dijo Komito con un bufido—. Ese Totila que tomó Nápoles con su ejército godo no tiene derecho a otro título que el de prisionero de Justiniano.

—No necesitamos Occidente —insistió Teodora—. Sí, es cierto que deberíamos reclamarlo. Yo sería la primera en coincidir en eso. ¡Pero no al precio de arriesgar todo el este! Además, ahora no tenemos ni las tropas ni el dinero para sostener a ambos.

Belisario se puso nervioso nuevamente. «Tiene miedo de Teodora», dedujo Juan con asombro.

En el triclinio contiguo al de su marido, la esposa de Belisario rechazaba el argumento:

—Esta guerra de ahora con Persia está casi resuelta. Cosroes ha querido negociar durante todo el verano.

El conde asintió, reconfortado por el apoyo de su esposa.

—Si me dejas volver a Italia, la tendré sometida a ti dentro de un año —dijo al emperador.

—Cosroes pide negociaciones con una mano y con la otra saquea las ciudades —sentenció Justiniano con amargura—. Creo que la guerra persa terminará cuando yo tenga su sello en un tratado de paz, no antes. No puedo prescindir de ti en Oriente.

—No pienso mucho en Italia, como sabes, pero podrías prescindir de él. Ya lo hiciste una vez. En el frente persa no le fue muy bien, por eso lo reemplazaste por Martino —bufó Komito.

Belisario se estremeció otra vez.

—Eso fue sólo una medida provisional —atajó Teodora, sonriendo magnánima—. Exigida por unos... problemas domésticos de Constantinopla. Estoy segura de que en el futuro el estimadísimo conde podrá desenvolverse mejor en el frente persa.

—El mando ya había sido dividido —agregó Belisario con impaciencia—. Un mando dividido nunca triunfa. —Dirigió una mirada cargada de veneno a través de la mesa a Narsés.

El eunuco suspiró.

—Estoy de acuerdo, excelentísimo conde. Y estoy seguro de que tus tropas aliadas no eran dignas de confianza...

—¡Los sarracenos sólo piensan en el botín! —insistió Belisario con vehemencia.

—Nadie sale absolutamente victorioso de una guerra, nunca —le dijo el emperador a Komito, reprobando su actitud—. Yo no espero eso. Hasta tu pobre esposo cometió errores. Confío en tu capacidad, conde.

Belisario inclinó la cabeza.

—Déjame entonces volver a Italia —rogó—. No puedo soportar ver cómo deshacen todo lo que yo hice allí. Sé que puedo reconquistarla, Augusto.

—Yo preferiría mucho más que derrotaras a los persas —insistió Justiniano, ya exasperado—. Eso haría que Cosroes negociara en serio. ¿Por qué siempre Italia, Italia? Mi esposa tiene razón: nuestra mayor preocupación debe ser no conquistar más territorios, sino defender los nuestros.

—Italia es territorio nuestro. Lo hemos conquistado y somos responsables de él —bufó Belisario—. Los italianos nos apoyaron en nuestra primera conquista ¡y ahora los hemos traicionado, dejándolos en manos de los godos! Los godos tomaron Nápoles y la mayoría de las ciudades del sur e intentarán tomar la misma Roma. Si toleramos eso, no somos romanos. No seremos otra cosa más que, como nos llaman los godos, pérfidos griegos.

Justiniano movió la cabeza.

—Sí, sí, sí, lo sé, yo mismo solía decir eso... pero dejamos que los persas tomaran Antioquía. ¡Antioquía! Una ciudad que era completamente mía cuando reclamé la púrpura y era la tercera del imperio. Y los persas la destruyeron, la incendiaron, la arrasaron. Todos sus habitantes son esclavos en tierra extranjera. ¡Y eso jamás debió ocurrir!

—Eso no habría ocurrido si el conde hubiera obedecido tus órdenes —dijo Komito—. Tú le ordenaste hacer las paces con los godos y volver inmediatamente cuando estalló la guerra con Persia. ¿Y qué fue lo que hizo?

—Venció a los godos y trajo a Constantinopla a su rey con todo su tesoro —dijo la esposa de Belisario, mirando con odio a Komito.

—¡Venció a los godos! —exclamó Komito con estruendo—. ¡No parecen estar muy vencidos, en mi opinión!

—Nadie pudo suponer que se repondrían y que elegirían un nuevo rey con tanta rapidez —dijo Narsés suavemente.

podrías haberlo previsto si el conde se hubiera conformado con mantenerte a su lado y seguir tus consejos —replicó Komito secamente—. Tú fuiste enviado allí para aconsejarle.

Narsés suspiró nuevamente.

—El excelentísimo Belisario estuvo, sin embargo, bastante acertado. Los mandos divididos no son eficaces. Ese en particular terminó en desastre, por eso Su Sagrada Majestad me volvió a llamar, muy sabiamente. —Los esclavos se acercaban ofreciéndoles un plato con caracoles en leche; el eunuco se sirvió uno—. Y, afortunadamente, eso es historia pasada.

Juan miró a Narsés, sorprendido. ¿Sería verdad que este frágil eunuco de la corte había sido enviado a Italia para compartir el mando con Belisario? Parecía increíble.

—A diferencia de lo que ocurre con la conquista de Italia —dijo Komito—. ¿Por qué el conde está tan ansioso por volver allí? ¿Cuántas tierras posee allí? ¿O acaso tiene algo que ver con el hecho de que los godos le ofrecieran nombrarlo Augusto del oeste?

El invencible conde Belisario palideció.

—¡Komito! —intervino Teodora, con tono de duro reproche.

Justiniano sacudió la cabeza.

—Piensas menos que un chorlito —dijo secamente la mujer de Belisario—, de lo contrario te darías cuenta de que mi marido es la única persona de la que no se puede sospechar que quiera ese título. Se lo ofrecieron en bandeja y él lo rechazó. «Jamás, mientras viva Justiniano Augusto, tomaré ese título»; eso fue lo que dijo.

—Así es, así es. Yo no dudo de tu lealtad, conde. Pero desearía que estuvieras tan entusiasmado por defender las tierras de Oriente como lo estás por recobrar Italia —dijo el emperador.

—He pasado años enteros de mi vida en Italia —repuso el conde con seriedad—. Hay otros que pueden ser comandantes en el este: Teoktisto, Germano, Marcelo, Isaac el Armenio, todos ellos generales idóneos. Y Martino, por supuesto. Pero yo soy el más conocido en Italia; si yo voy, puedo lograr lo que nadie ha podido conseguir. Déjame ir, Augusto. Como te he dicho, llevaré sólo mis propias tropas; a ti no te costará nada y no será necesario mover tropas desde el este. No podemos dejar que los godos nos arrebaten Roma.

Justiniano se mordía el labio con aire dubitativo; finalmente se encogió de hombros.

—Tendremos que considerar esto en otro momento. La cena de mi esposa no es el mejor momento para resolver asuntos de estado. —Se volvió hacia Teodora y agregó—: Lamento esta discusión, querida.

—No importa —respondió ella—. Fue mi hermana quien la empezó.

Komito se encogió de hombros.

—Lamento si alguien se ha ofendido. Pero todos me conocéis: siempre digo lo que pienso.

—¡Y con las cosas que piensas... ! —dijo Teodora con malicia. Pero al cabo de un instante sonrió a su hermana y alzó la copa ante ella.

Belisario se dejó caer con aire abatido en el triclinio, pero su esposa se inclinó hacia adelante y empezó a preguntar por una entrevista con cierto gobernador africano.

Juan recordaría aquella cena toda su vida. Después de la discusión no se habló más de temas políticos, pero incluso los chismes lo intimidaban: altos funcionarios, de los que se había descubierto que eran corruptos; alianzas rotas o enmendadas; grandes fortunas que se hacían y deshacían. Y en medio de todo esto, los esclavos seguían trayendo platos de comidas exóticas, la mitad de las cuales no podía ni reconocer, y llenaban su copa con un vino excelente una y otra vez. No dijo nada más. Su cabeza le daba vueltas a causa del vino y de la confusión de aquel largo día y sólo le apetecía irse a dormir. Volver a casa a dormir. Casa. Pero ¿cuál era su casa? ¿Acaso el cuarto de huéspedes del palacio laberíntico, a donde los esclavos se dignaban llevarlo?

«Debe ser ése, porque la habitación en que estás pensando, esa pequeña y simple habitación de Bostra, no es tuya. Y tú no eras lo que creías que eras. Esa mujer en la cabecera de la mesa, a la que el gran Belisario teme, es tu madre. Por consiguiente tú debes ser de aquí.»

Pero, por fin, se sirvió la última fuente, los esclavos sirvieron el vino que quedaba y Teodora bostezó. En seguida la esposa de Belisario, Antonina, se levantó, sonriendo con dulzura.

—Ha sido una velada encantadora —dijo—. Gracias, mi querida Augusta, por habernos invitado.

—Ha sido un placer. Espero que ese pequeño desacuerdo del principio no haya enturbiado la velada —replicó Teodora.

No, no, por supuesto que no. Todo lo contrario, había sido muy útil tener una discusión tan franca sobre tales temas, por lo que Antonina estaba agradecida. Inició la marcha y su marido, después de prosternarse ante el emperador, la siguió. Narsés y Komito fueron detrás y Juan, tras mirar a la emperatriz, se fue con ellos. Uno de los esclavos lo esperaba en la puerta y lo acompañó hasta el cuarto de huéspedes, donde se desplomó, exhausto, en la cama.

En el comedor el emperador se arregló el manto de púrpura y se frotó la cara.

—Desearía que influyeras en tu hermana para que refrenara un poco su lengua. Tengo razones muy, pero que muy válidas para estar enojado con Belisario, pero la deslealtad no está entre ellas —dijo a Teodora.

—Komito está aún recelosa por la reputación de su marido —dijo Teodora en tono conciliador—. Siempre está acechando al conde. Tú la conoces bien y sabes que eso no significa nada.

—El conde está aún muy nervioso por esa acusación. ¡Dios Todopoderoso, cada vez que lo mirabas daba un respingo! Sé por qué hiciste lo de este verano, queridísima mía, y fue algo muy prudente, pero lo asustaste muchísimo. Y no quiero que crea que aún sospecho de él, eso podría hacer que me traicionara de verdad.

Teodora acarició el rostro de su marido con un dedo.

—Es casi seguro que él dijera aquello por lo cual se le acusó este verano. Es decir, que si tú murieras por la peste, él no se sometería a nadie que yo u otro de la corte designara como tu sucesor. Si sus ideas sobre la sucesión llegaron aun más lejos, nunca lo he podido averiguar.

—«Jamás mientras viva Justiniano Augusto» él se proclamaría Augusto —citó Justiniano sonriendo a Teodora—. Claro que no dice nada acerca de lo que haría si Justiniano muriera. ¡Oh, lo que hiciste fue necesario y yo no lo cuestiono! Tuviste que relevarlo de su mando y asignar a sus partidarios a diversas unidades de la guardia real. De otro modo, se hubiera coronado emperador, de haber muerto yo. Pero yo no he muerto y él no intentará matarme ni usurpar la púrpura. Nos ha servido con lealtad en el pasado y no tenemos otro general que se le pueda comparar. Le hemos devuelto sus servidores y le hemos ofrecido su mando. ¿Por qué no lo acepta?

Teodora se echó a reír.

—Por Antonina. Ella no quiere volver a la frontera persa, pero irá a Italia. Él no confía en dejarla sola en Constantinopla. Es simplemente un marido celoso.

—Celoso —dijo el emperador, con aire pensativo—. Y por eso desea arriesgar nuestra confianza y no aceptar el mando de una guerra. El amor, ¡qué terrible es! Pero supongo que yo también podría ser igualmente celoso, aunque tú nunca me has dado ningún motivo para serlo.

—Y jamás te lo daré.

El emperador la besó nuevamente, se incorporó con un profundo suspiro y se levantó.

—¡No irás ahora a trabajar! —protestó Teodora, asiendo el borde de su manto.

—Le prometí al obispo Menas que lo vería esta noche para tratar algunas declaraciones teológicas de Roma —respondió Justiniano.

—¡Oh, amor mío, no tendrías que trasnochar tanto hoy! Aún estás débil por tu enfermedad. Deberías descansar.

Justiniano la miró con un cariño profundo y le tomó las manos, separándolas suavemente de su manto.

—Tú no pensabas precisamente en el descanso.

Ella le miró a la cara, sonriente.

—No.

—Bueno, te prometo que iré a la cama dentro de dos horas si es allí donde quieres estar. Pero debo ver primero al obispo. Hemos de decidir esta cuestión, resolver esta espantosa controversia. Buenas noches, mi vida.

Sola en el comedor, Teodora se incorporó en el triclinio con las rodillas dobladas bajo el manto de púrpura. Tomó la corona de flores de su cabeza y la puso delante. Las rosas se estaban marchitando. «Como yo, como nuestro imperio. Rosas marchitas, las últimas rosas. La planta sabe que el verano ha terminado. Belisario no debería haber ido a Italia, en primer lugar. Nosotros deberíamos haber guardado nuestras fuerzas para el invierno, no haberlas derrochado tratando de recobrar un imperio que está perdido. Pero cuando éramos jóvenes, todo parecía posible.

»Belisario, por cierto, no debería volver allí ahora. Yo no confío en él si va al este, pero mi esposo sí. Prometí a Antonina ayudarlo. Después de todo, le debo un favor.»

Acarició las rosas con un dedo, recordando de repente que Juan se las había regalado. No había esperado que le trajera nada. ¡Qué tierno estuvo cuando se las ofreció, como un amante que teme ser rechazado! «Estoy profundamente agradecido.»

Diodoro de Bostra era ahora un rostro confuso, una pasión casi olvidada, pero el niño que ella le había dado era real. «Mi hijo, ¡ojalá lo fueras también de mi esposo... !», pensó, con una punzada de dolor.