VI - Los hérulos
Dos días después, cuando Juan se presentó al trabajo en la oficina interior, Narsés lo recibió sonriente, pero tenso y con los ojos inusualmente brillantes.
—Tenemos que hablar —le anunció y lo llamó hacia la antesala privada de la parte de la oficina que daba a la corte. Juan reunió apresuradamente las tablillas y lo siguió.
El salón privado estaba oscuro: llovía copiosamente y las lámparas estaban apagadas. Narsés estaba de pie en el centro y, sonriente, miró hacia la ventana semioculta. No bien hubo cerrado Juan la puerta, le sonrió.
—¿Qué sabes acerca de los hérulos? —le preguntó.
De todas las tribus bárbaras cuyas cartas y representantes navegaban por las oficinas, los hérulos cubrían el mayor espacio en los archivos. Juan titubeó un instante, intentando ordenar el material acumulado en su mente; luego dijo con cautela:
—Son una tribu de bárbaros, emparentados con los godos, que habitan en la Alta Mesia cerca de la ciudad de Singidunum. Nos suministran grandes cantidades de mercenarios, bajo la dirección de Faras en África, bajo Filemut en el este.
—Sí, sí, sí —dijo Narsés con impaciencia—. ¿Qué más?
Juan titubeó nuevamente, desorientado por la atmósfera de entusiasmo contenido. «Narsés sabe sobre los hérulos más que nadie en Constantinopla. Se encarga de todas las delegaciones y es amigo de la mayoría de sus líderes. ¿Por qué estará interesado en saber lo que sé yo? ¿Habrá una crisis? ¿Alguien ha dejado escapar información importante?», pensó.
—Hace dos años los hérulos mataron a su rey en Mesia —dijo lentamente, tanteando el terreno—. Se llamaba Ocos. Había intentado fortalecer su poder a expensas de los nobles, por eso no lo querían. El año pasado los nobles decidieron que, después de todo, ambicionaban tener un rey y nos pidieron que les enviáramos uno.
—No exactamente —dijo Narsés, volviendo a sonreír—. Primero enviaron una embajada a Tule. Querían un rey de sangre real y creían que aún existían miembros de la familia entre los hérulos del extremo norte. Luego, bajo presión de Constantinopla, aceptaron como rey a uno de nuestros comandantes aliados, Souartouas. La embajada de Tule no ha regresado aún. Podría haber problemas si vuelve con éxito. Pero por el momento los hérulos son cordiales con nosotros. —El chambelán hizo una pausa, sonriendo a Juan con una mirada radiante pero reservada—. Y nosotros les vamos a hacer una visita.
Juan se le quedó mirando, sin expresar su sorpresa.
—¿A quiénes te refieres al decir nosotros? —preguntó.
Narsés sonrió.
—Tú, yo, mis servidores, doscientos guardias escogidos y, si la guerra persa ya se ha terminado, Filemut y quinientos caballeros aliados. Hemos de reclutar tropas, bien porque las necesitemos en el este o para facilitárselas a Belisario para su campaña italiana: tantos hombres como sea posible, diez mil al menos. Partimos este verano, las reclutamos en el otoño y pasamos el invierno en la región. Si realmente vamos a Italia, tendremos que llevar las tropas a Dyrrachium y embarcarlas allí la próxima primavera. Si no, regresaremos por Constantinopla. Yo tendré el mando provisional y autoridad para recaudar fondos, gastarlos y requisar vituallas según mi criterio. Tú tendrás un cargo en la guardia imperial (tanto en la guardia personal como en la de palacio) y posiblemente el rango de comandante después.
—¡Oh! —exclamó Juan, todavía mirándolo inexpresivo.
«Partimos este verano —se repetía en silencio—. Reuniremos tropas... Dios Todopoderoso, ¡vamos a la guerra! Lejos de esta ciudad tramposa y de los espías y del frío y de las preguntas, lejos para defender el imperio»
—¡Oh! —dijo nuevamente y su callada incredulidad comenzó a caer como la piel de una víbora—. ¿Es verdad? —preguntó, temiendo que resultara ser un rumor.
Narsés asintió alegremente, aún desplegando una amplia sonrisa.
—Su Sacra Majestad me lo dijo esta mañana. Yo sabía que había estado considerando un movimiento así, pero pensé que se decidiría por enviar a otro. Tampoco me esperaba el rango militar. Pero aún no se lo digas a nadie. Tendremos que reorganizar la oficina antes de partir; quiero reducir las recomendaciones y los sobornos a un mínimo.
—No, no... —Juan no sabía qué decir, se detuvo. Se encontró con los ojos de Narsés. Los dos se miraron fijamente un instante. «Está tan entusiasmado como yo», pensó Juan.
—Por supuesto —apuntó Narsés—, será un trabajo terriblemente duro. Movilizar diez mil hombres de un lado a otro es difícil en cualquier momento, y mucho peor cuando se trata de bárbaros de una tribu particularmente salvaje. Además existe el peligro real de que la embajada a Tule se presente con un rey rival de los hérulos y nuestras tropas se amotinen. Y Tracia y Mesia son regiones muy pobres, salvajes e inhóspitas, donde la dureza es condición de vida.
Juan hizo un gesto con la cabeza.
—Es de una belleza maravillosa, indescriptible.
Narsés se echó a reír.
—Sí, ¿verdad? ¡Adiós, Constantinopla! Pero recuerda, aún no debes decírselo a nadie.
La prohibición de contarlo duró un mes y sólo fue levantada cuando hubo finalizado la reordenación de la oficina entre Narsés y sus escribientes en la corte imperial. Las tareas del chambelán serían divididas entre otros dos funcionarios: uno de los eunucos de palacio se encargaría de las audiencias y de atender al emperador y un agente del jefe de las oficinas se ocuparía de los asuntos financieros, legales y diplomáticos. Los tres escribas permanecerían en la oficina y se nombró a Sergio para que actuara como secretario ocupando el lugar de Juan.
—¿Sergio? —preguntó Juan sorprendido cuando Narsés le puso al corriente.
—Es inteligente y competente —respondió Narsés con frialdad—. Estoy seguro de que se las arreglará muy bien.
—Sí, pero Anastasio es honrado.
Narsés suspiró y dirigió a Juan una mirada de afectuosa ironía.
—La responsabilidad podría matar a Anastasio. Nunca le ha gustado ejercer la autoridad y se preocuparía demasiado por lo que hiciera, hasta enfermar de nuevo. Tiene que ser Sergio, que se mantendrá dentro de los límites sabiendo que volveré.
—Muy bien —dijo lentamente Juan. La necesidad de asegurar una transferencia de poder ordenada significaba que tendría que pasar las próximas semanas trabajando muy cerca de Sergio. «Exactamente la oportunidad que busca Sergio para meter las narices en mis asuntos —pensó Juan preocupado—. Ojalá supiera si lo hace por su cuenta o si alguien le paga.»
Para cuando se divulgaron las noticias, Anastasio ya se había recuperado, pero no dijo nada cuando Narsés hizo su discurso en la oficina bosquejando la reorganización llevada a cabo. Estuvo con el ceño fruncido durante el resto del día, pero a la mañana siguiente se levantó bruscamente mientras preparaba un archivo.
—Necesito hablar con el ilustrísimo Narsés —le dijo a Juan y salió dando una patada a la puerta en dirección a la oficina interior. Juan oyó que levantaba la voz pidiendo hablar con Narsés en privado, pero no oyó nada durante media hora. Un obispo y un senador quedaron esperando hasta que el viejo escriba salió dando otro portazo y se hundió nuevamente en su asiento. El chambelán del emperador se acercó a la puerta de la oficina y se quedó allí un momento, mirando a Anastasio, que le daba la espalda, con una mezcla de ira y remordimiento; se encogió de hombros e hizo a Juan un gesto para que hiciera pasar al siguiente—. ¡Maldito sea! —maldijo Anastasio en voz baja, arrastrando su archivo todavía sin terminar. Miró a Juan con odio—. Y maldito seas tú también. Bonita jugada me hacéis, dejándome a las órdenes de ese rastrero de Sergio. ¡Qué encanto volver a trabajar así!
—Lo siento —dijo Juan con pesar.
Anastasio dio un bufido.
—A ti te puedo entender. Eres joven y cualquiera de tu edad con un mínimo de ambición preferiría estar en el campo de batalla que esgrimir plumas en una oficina. Pero un hombre del rango del ilustrísimo Narsés... ¡y a su edad, también!... debería saberlo.
—¿Qué quieres decir con «a su edad»? ¿Qué edad tiene?
—¿Cuántos años crees que tiene?
—¿Cuarenta y cinco?
—Yo le eché cuarenta cuando lo conocí hace veinte años. Es por lo menos tan viejo como yo. No tiene ningún sentido que intente ser general otra vez. Sobre todo después del desastre de Italia. Pero no, él tiene que probar al mundo que no le quitaron el valor al quitarle los testículos... ¡como si cualquiera con un mínimo de sentido común creyera que lo guardaba ahí! Bien, le he dicho lo que pensaba, aunque a él le da igual, ¡maldito sea! —Anastasio apretó el archivo sobre el escritorio y colocó los clasificadores—. ¡Y de ahora en adelante podéis guardar silencio al respecto!
—Sí, Anastasio —dijo Juan sumisamente y se inclinó en silencio sobre su trabajo.
Sergio estaba encantado, como era de esperar, con la novedad de la partida de su superior y la de su propio ascenso, de ahí que anduviera toda la semana sonriendo afectadamente.
—Un puesto en la guardia personal es algo importante —aseguró a Juan mientras recorrían el archivo—. Debes pagar mil solidi o más si intentas comprar tu ingreso. Aun así, no te envidio el que tengas que ir a tratar con los hérulos. Son el pueblo más repugnante del mundo. Aunque supongo que para ti ese honor corresponde a los sarracenos.
«¡Ya está otra vez a ver si saca algo! —pensó Juan fatigado—. Alguien sospecha algo, para que Sergio insista sobre Beirut y Arabia del modo en que lo hace.»
—No sé mucho sobre los sarracenos —replicó—. Por lo general no suelen llegar hasta Beirut. Sólo les compramos los caballos.
Sergio sonrió y fingió estudiar las notas del sistema de archivos.
«Evasivo como siempre. Todo el dinero que he gastado siguiendo sus pasos, y no me ha llevado a ningún lado. Y ahora tendré que dejarlo hasta que vuelva de Mesia. Bien, al menos he conseguido ascender», pensó con ira.
Fue a finales de mayo cuando Juan informó a Eufemia de que partía.
La enorme y vacía casa de la muchacha estaba menos desnuda ahora. Algo de la fortuna restituida había ido a la casa, aunque Juan sospechaba que la mayor parte del dinero la tendría el Capadocio en Egipto. Habían terminado el intercambio de información vespertino, por lo que la hija del Capadocio estaba tranquila y contenta. Eufemia se sentó con las piernas recogidas sobre el diván, una copa con vino aguado en la mano, sonriendo ante una lista que Juan le había dado. Se le habían soltado algunos mechones, por lo general tan bien sujetos, y le caían haciendo una suave onda sobre la mejilla. «Una muchacha con granos —pensó Juan, recordando la descripción de Teodora—. Pudo haber sido cierto cuando era más joven, pero ahora no es gorda. Hasta sería hermosa si no se envolviera en esos vestidos negros y no se sujetara el cabello con sombreros y redecillas. Pero no quiere ser bonita; lo que todas las mujeres quieren, casarse y tener hijos, no parece interesarle en absoluto. Supongo, no obstante, que no se puede casar de todos modos. Nadie tomaría por esposa a la hija de un funcionario caído en desgracia y odiado por la gran mayoría. ¿Qué quiere, aparte de sacar a su padre de la cárcel? ¿Vengarse de la emperatriz? ¿Poder? ¿Es ella quien me está espiando? ¿Y por qué?»
Eufemia levantó la vista; le sorprendió observándola y frunció el ceño.
—¿Qué miras? —le preguntó. El tratamiento formal no había durado mucho.
—Tengo que decirte que partiré a Mesia el mes que viene —anunció Juan sencillamente.
Ella se quedó mirándolo boquiabierta un instante.
—¿A Mesia? ¿Por qué?
—El ilustrísimo Narsés ha sido elegido para reunir una fuerza de mercenarios hérulos. Yo iré con él. Estaremos un año fuera.
Ella se puso colorada.
—¿Un año? Pero... pero ¿qué pasará con la información que necesito? Tengo una carta de mi padre de la semana pasada; estaba satisfecho con la información, dijo que era inapreciable y que debía continuar; si te vas... —Se interrumpió y se mordió el labio, enojada consigo misma por haberse ido tanto de la lengua.
—Probablemente puedas llegar a un acuerdo con mi sustituto temporal —dijo Juan. Intentó no dejar ver con cuánto cuidado observaba la reacción de Eufemia ante la mención de Sergio—. Estará sin duda encantado de ayudar a la prefectura pretoria.
Eufemia no dijo nada. Bajó la mirada, con el labio aún mordido, levantó el denso volumen de las listas retributivas, aún abierto en Siria, y lo dejó sobre el regazo.
—¿Quién te sustituye? —preguntó ásperamente, cuando el silencio se hizo molesto.
—Un hombre llamado Sergio, el hijo de Demetriano el banquero.
Ella suspiró.
—He oído hablar de Demetriano Pulgar de Oro. ¿Qué tal es ese Sergio? ¿Puedo confiar en él?
—¿Confías en mí? —preguntó Juan sarcásticamente.
—Sí —le espetó ella, rápida y decidida—. Claro que sí. Confío en que tú no mientes ni me engañas con rumores, y confío en que sabes de qué hablas. A ti ya te conozco. A ese Sergio no. ¿Confiarías tú en él?
—No —respondió Juan, lo bastante desconcertado como para decir la verdad—. Es codicioso y ladino; no confío nada en él. Pero él hará mi trabajo en la oficina y tendrá acceso a la misma información que yo. Supongo que puedes llegar a un acuerdo con él si quieres que sea de fiar.
—Supongo que sí —convino ella, aún sin levantar la vista.
Juan titubeó, con la mirada puesta en un punto por encima de la oscura cabeza.
—También hay allí un anciano llamado Anastasio —dijo por fin—. Tú ya lo conoces, creo. No tiene el mismo grado de acceso al emperador, pero es honrado y escrupuloso. Y está profundamente contrariado ante la idea de que la prefectura se las tenga que arreglar sin sus archivos. Estará contento de atenderte si no te arreglas con Sergio.
—Puedo arreglármelas con él —dijo, irguiéndose en su asiento y mirándolo desafiante—. Puedes traer a ese Sergio la semana que viene y llegaré a algún acuerdo con él. ¡Buenas noches!
Juan se levantó, sintiéndose de pronto incómodo, como si hubiera perdido algo, como si hubiera dicho algo que no debiera. Y sin embargo, allí no se había dicho nada extraordinario.
—Señora Eufemia, ¡salud! —respondió y bajó lentamente las escaleras, en busca de su caballo. «No creo que conozca a Sergio. Quizás no haya sido ella la que intentó sobornar a Jacobo. Pero si no, ¿quién ha sido entonces?», pensó.
Suspiró y se encogió de hombros; sus pensamientos se volvieron ansiosos camino del norte.
• • •
Juan abandonó la ciudad una cálida y ventosa mañana de principios de junio, montando tímidamente al lado de Narsés a la cabeza de más de setecientos jinetes. Se había puesto fin a la guerra persa con una tregua de cinco años, por eso los cuatrocientos caballeros hérulos marchaban por las calles de la ciudad detrás de los veinte servidores de Narsés y de un centenar de miembros de la guardia personal del emperador. Otros cien de la guardia de palacio cerraban la marcha. El emperador y la emperatriz, con otros doscientos guardias, acompañaban a las tropas hasta la Puerta Dorada. Allí la procesión se detuvo en la amplia explanada entre las dos murallas de la ciudad, primero la pareja imperial y su guardia y, después, en línea opuesta, las tropas destinadas a Mesia: setecientos hombres armados, setecientos caballos dispuestos en amplios semicírculos de luz y movimiento. Detrás de ellos, aún en la ciudad, una larga hilera de carros tirados por bestias de carga y conducidos por esclavos esperaba en la ancha calle. La gente se agolpaba contra las murallas para mirar. Juan pensó con alegría que era una imagen magnífica que valía la pena ver. La luz que brillaba en los cascos y en la armadura de los guerreros, resplandecía en las puntas de sus lanzas y en los arneses de los caballos. Los escudos esmaltados de los guardias imperiales, con el monograma de Cristo, destacaban por su color dorado. El emperador montaba un caballo castrado blanco con arnés de púrpura y oro. La emperatriz iba tranquilamente sentada en su carro púrpura. El estandarte del dragón de seda bordado en oro ondeaba al viento como si quisiera soltarse del mástil y alejarse volando hacia el norte. Detrás de ellos se elevaba la inexpugnable muralla interior de la ciudad y las torres invencibles de la puerta; antes, el camino cruzaba la triple arcada de la muralla exterior hacia el noroeste, hacia Tracia.
Juan ajustó sobre su brazo el peso de su propio escudo esmaltado y miró a uno y otro lado con atención. La emperatriz le había aconsejado que contratara un par de servidores privados, para dar a entender que era oficial, y le había encentrado dos robustos guerreros vándalos, Hilderico y Erarico, que ahora iban en las bestias de carga a derecha e izquierda, mirando como si lo hubieran visto todo antes. Juan suspiró e intentó aparentar la misma impasibilidad. La compañía de los dos vándalos se le hacía asfixiante y su habilidad para la esgrima, deprimente. Había aprendido a montar y a tirar con arco en Bostra porque se consideraban habilidades esenciales incluso para un caballero bastardo: eran necesarias para guardar fincas y para ocupaciones tan nobles como la caza y las carreras. Pero saber blandir una espada o arrojar una lanza, ponerse y quitarse la armadura, era demasiado para él. Pensó tristemente en Jacobo, que venía como su esclavo personal; el muchacho estaba con el equipaje, e indudablemente lamentaba perderse el espectáculo.
Narsés, que se sentía extraño en su cota de malla y casco con cresta roja, desmontó de su blanca yegua persa. Entregó el casco a uno de sus servidores, dio tres pasos hacia adelante y se inclinó graciosamente para postrarse ante el emperador; se incorporó y volvió a postrarse ante el carro dorado de la emperatriz; se levantó, dio un paso atrás y nuevamente adoró a la sagrada majestad de los soberanos. Juan ya se había dado cuenta de cuan difícil era inclinarse correctamente con la armadura puesta y se volvía a preguntar si el eunuco sería tan viejo como Anastasio le había dicho.
El emperador inclinó la cabeza en señal de respuesta.
—Estimadísimo y justamente valorado Narsés —dijo Justiniano, lenta y claramente para que su voz se oyera—, que la buena fortuna te acompañe.
Narsés se irguió y puso una mano en el arzón alto de la silla de montar.
—¡Que Dios proteja a Tu Sacra Majestad hasta nuestro regreso! —exclamó y acto seguido se montó en la yegua. Las trompetas resonaron; los guardias de la corte levantaron todos sus lanzas y gritaron y, en las murallas de la ciudad, el pueblo entonó el grito del hipódromo:
—¡Victoria a los tres veces soberanos augustos, Justiniano y Teodora! ¡Victoria! ¡Victoria!
—No me gusta este grito desde que se usó en la revuelta de Nika —murmuró Narsés, juntando las riendas. Hizo un gesto con la cabeza hacia la derecha y se dirigió al trote en esa dirección, por delante del emperador que observaba la escena.
Juan miró hacia el carro dorado: Teodora estaba sentada como una estatua, con su traje púrpura y con la diadema, una mano levantada en gesto de bendición. Cuando los ojos de Juan se cruzaron con los de ella, ésta le dirigió una fugaz sonrisa y un casi imperceptible aunque inequívoco guiño. Juan ocultó su propia sonrisa inclinándose suavemente y tocándose el casco... y pasó delante de ella; la ciudad quedaba tras él. «¡Adiós, Constantinopla!», pensó y dio unas palmadas a Maleka en el cuello. La yegua estaba nerviosa e incómoda por el peso y el tintinear de la armadura y se limitó a estirar las orejas hacia atrás.
Entre Constantinopla y Singidunum había una distancia de más de setecientos kilómetros. Durante los primeros cuatro días cabalgaron a través de las verdes y fértiles praderas de aquella provincia de Europa. Los campos, de trigales verdes, se volvían dorados con el calor del sol del verano. Los viñedos estaban cargados de pesados racimos. La ruta estaba en excelentes condiciones y nada impedía que a lo largo del camino se abastecieran en los prósperos pueblos. Era una cabalgata placentera que suponía un reposo muy necesitado después del último mes en la ciudad. El trabajo en la oficina había ahogado todos sus preparativos personales. La adquisición de armas y armadura, su presentación ante la guardia personal, el hacer el equipaje..., todo había transcurrido como en sueños. La realidad de su partida le había parecido confinada a órdenes de requisamiento y a innumerables diplomas y cartas. Ahora podía recuperar el aliento y mirar a las tropas.
Los servidores de Narsés, en su mayoría armenios, eran, junto con los vándalos de Juan, los soldados más profesionales de la compañía, entrenados, experimentados y perfectamente disciplinados. Estaban bien equipados como caballería pesada y la mayoría de ellos eran también arqueros competentes. Los hérulos también eran todos veteranos, pero por lo demás eran muy diferentes de los armenios. Eran hombres altos y apuestos, que montaban en caballos de raza tracia o persa; llevaban armas y armaduras extrañas y eran feroces en el combate, pero rudos, desordenados, bebedores y pendencieros. Estaban comandados por Filemut, un hombre valiente que se vanagloriaba de sus victorias y que, por suerte, admiraba mucho a Narsés e intentaba mantener algo de disciplina en nombre de su comandante.
Los guardias imperiales (la personal, conocidos como los protectores, y la de palacio, a cuyos miembros se les llamaba escolarios) contrastaban a ojos vistas con ellos. Eran en su mayoría hombres jóvenes de ricas familias de Asia, ávidos de destacarse en la guerra. Estaban hermosamente equipados con armas con estandartes y armadura (cota de malla, peto, escudo ovalado, casco redondo, espada larga de caballería y lanza) y usaban uniformes de colores llamativos: verde y rojo los escolarios, escarlata y morado para los protectores. No esperaban estropear equipo tan vistoso; todos habían traído por lo menos un esclavo que se ocuparía del trabajo sucio del soldado. Se veían espléndidos cabalgando a campo traviesa, pero la mayoría no estaban mejor entrenados que el mismo Juan. Los protectores en particular eran todos oficiales: en teoría, podían servir en la tropa de cualquier comandante del imperio, aunque en la práctica la mayoría de ellos sólo habían servido en la capital unos pocos años para ver cómo era la cosa. Los escolarios, la guardia de palacio, que conformaban el grueso de la guardia imperial, eran un poco menos exaltados y apenas mejor entrenados, pero ninguno de ellos había visto una batalla de cerca. Los escolarios tenían su propio comandante, un hombre hosco llamado Flavio Artemidoro, que no deseaba abandonar sus cómodos cuarteles para ir a reclutar bárbaros en las tierras salvajes de Mesia, pero que tampoco podía gastar en un soborno el dinero con que quedarse.
El propio Juan estaba al frente de los protectores. Se lo había temido, pero en realidad era un cargo que requería muy poca atención. La disciplina siempre había sido bastante laxa para las tropas de palacio, pero de todos modos miraban con respeto a un funcionario imperial y obedecían con gusto, aunque Juan sabía que lo consideraban como un empleado protegido. La verdadera tarea de conseguirles las vituallas necesarias y distribuir las obligaciones (o, con mayor frecuencia, las de sus esclavos) era ya parte de su trabajo como secretario. La única orden inusual que dio a lo largo de la jornada fue iniciar unos ejercicios de instrucción por las tardes, iniciativa muy bien acogida por los protectores, ya que la mayoría se sentían tan poco preparados como Juan. Los hérulos observaban a los jóvenes caballeros galopando desmañados por los improvisados campos de instrucción, entre quejidos y sudores, mientras erraban los tiros de lanza. De vez en cuando, algún bárbaro saltaba a su propio caballo y hacía un despliegue de su sorprendente habilidad mientras los otros lo aclamaban al tiempo que insultaban a la guardia personal.
En la mañana del quinto día llegaron a Adrianópolis. Era una ciudad horrible, varias veces fortificada, con murallas, fosos y puertas de hierro. Narsés dio la orden de pernoctar allí, aunque sólo habían hecho nueve kilómetros ese día.
—Dejaremos que descansen los caballos —dijo a Juan—. A partir de ahora serán más duras las jornadas y después de Filipópolis, será peor.
Al día siguiente continuaron. El terreno era más abrupto y los campos más pobres; poca gente trabajaba en ellos. Los aldeanos desaparecían al ver a los soldados, lo que dificultaba el aprovisionamiento de vituallas. En parte para practicar, Juan sacó su nuevo arco y disparó a los faisanes y conejos que la vanguardia había levantado a su paso. Aunque nunca excepcional, siempre había sido un buen arquero, y cobró las suficientes piezas para convidar a los oficiales de su rango a cenar. Para su sorpresa, tanto los guardias como los hérulos estaban impresionados por su habilidad.
—¿Cuándo aprendiste a tirar con arco? —le preguntaban los protectores, por lo que Juan dedujo que el arco no era considerado esencial para los caballeros al norte de los montes Tauros. Filemut quiso ver el arco. Era un arma cara, compuesta de capas de cuerno y de madera. Pequeña, ligera y muy sólida.
—¿Es persa? —preguntó en su griego mal pronunciado.
—La compré en Constantinopla, en el barrio de Constantiniana, muy cerca de la iglesia de los Apóstoles —respondió Juan—. Supongo que fue hecha en la ciudad.
Filemut suspiró y llamó a uno de sus hérulos, a quien Juan había visto cazar también con arco, y le dio una orden. El hombre sonrió, se inclinó y entregó su arma a Juan. Era más larga que la de Juan, pero enteramente de madera y mucho menos rígida.
—Éste es el tipo de arco que usamos —dijo Filemut—. Es bueno para la caza menor, pero para nada más. Somos hombres valientes, guerreros. Nos gustan las armas fuertes que maten hombres, por eso nunca hemos practicado mucho con el arco. Pero los persas... ¡Madre de Dios, cómo tiran! Y también los sarracenos. En el este, vimos muchos sarracenos; algunos de ellos tenían arcos como el tuyo. Tu caballo también es sarraceno, ¿verdad? En el este, la mayoría de las tropas sirias y árabes copiaron las tácticas de los persas y los sarracenos; veo que lo mismo ocurrió en Beirut.
Narsés desplegó una de sus enigmáticas sonrisas.
—Respecto a eso, nosotros lo hemos copiado todo de los persas. Antiguamente, la fuerza del estado romano residía en sus legiones de infantería; los comandantes de hoy día consideran a la infantería como algo casi inservible. Los dejans persas fueron los primeros en utilizar la caballería con armadura pesada, imitados después por los romanos. Ahora todos intentan tener el caballo lo más grande y lo más pesado posible y amontonar todo el armamento que puedan reunir. Me pregunto si no se estará subestimando a la infantería. Si tuviéramos algunos buenos piqueros y algunos arqueros...
Filemut resopló.
—La caballería pesada puede aplastar todo lo que se le ponga por delante.
Narsés volvió a sonreír y no dijo nada.
Desde Filipópolis, adonde llegaron once días después de abandonar Constantinopla, la carretera empezó a subir por los montes Ródopes y, como Narsés había advertido, la marcha se hizo más dura. Algunas partes de la carretera estaban inundadas por el río Hebro y otras se desprendían por los precipicios, lo que obligaba a las tropas a detenerse para apuntalarla antes de que pasaran hombres y pertrechos. Las aldeas eran amontonamientos ralos de chozas, fortificadas y encaramadas en cumbres inaccesibles. Las ciudades estaban amuralladas y protegidas, agarrándose desesperadamente a la miserable pobreza, que era todo lo que tenían. Las ciudades más grandes estaban fortificadas con doble muralla y se negaban a abrir las puertas a hombres armados, aunque fueran del emperador. Eran muchos los campos que se veían devastados y desolados.
—Esta región lleva ciento cuarenta años sufriendo invasiones casi continuas —comentó Narsés una noche que no pudieron hallar hospedaje—. Los godos, los alanos y los hunos, los vándalos y los longobardos, los gépidos, los búlgaros y los eslovenos, todos han pasado por aquí. Y los hérulos, por supuesto. Y nosotros, para los campesinos, somos todavía tan malos como los demás. Es increíble que quede algo. Toma nota de que debo hablar a los hombres mañana y recordarles que estamos pasando por tierras romanas y que no deben saquear.
Era necesario recordarlo. La caballería de los hérulos tenía tendencia a recorrer los campos cercanos al camino en busca de botín y no eran de fiar en misiones de reconocimiento. Hasta los guardias imperiales estaban ansiosos por «sacudir a uno de aquellos campesinos acaparadores para ver qué pasaba», según lo planteó uno de los protectores.
—Inténtalo y te sacudirán a ti también —replicó Juan secamente—. Son campesinos romanos; queremos estar en paz con ellos. Tenemos muchas vituallas y podemos conseguir más en Sérdica. Pero si pasa esto con setecientos hombres, no sé qué pasará con diez mil —musitó.
Narsés ya estaba disponiéndolo todo para los diez mil. Al llegar a Sérdica cayó sobre el gobernador como un rayo de luz, dispuso una oficina separada para manejar las vituallas, la proveyó de órdenes de requisamiento, la aseguró con codicilos y reorganizó el sistema de retribuciones para toda la provincia de Dacia en el mismo acuerdo. Se almacenarían víveres, se recaudarían impuestos; con uno se compraría ropa de recambio y con otro, caballos. Las tropas permanecieron cuatro días en la ciudad; durante los cuales Juan escribió cartas y tomó notas hasta que le dolieron las manos. Se puso contento cuando reanudaron la marcha.
De Sérdica a Remesiana, de Remesiana a Naissus, lejos de las montañas y hasta las planicies de Mesia. La tierra aquí era más fértil, aunque poco más poblada. Los campesinos eran igualmente desconfiados pero considerablemente más prósperos. La región había sido protegida en parte de las invasiones por el asentamiento de los hérulos en el límite norte.
—El emperador proviene de aquel poblado —indicó Narsés una mañana cuando estaban a unos tres kilómetros de Naissus. Juan miró hacia la aldea con sorpresa: era un lugar pequeño y sucio. En los campos verdes había una vieja campesina que trabajaba con una azada en un campo sembrado de cebollas. Les daba la espalda, gris y encorvada, y su azada brillaba a cada movimiento bajo el sol cálido y pesado.
—¿Quieres decir que su familia era dueña de esa aldea? —preguntó.
Narsés sonrió.
—No. Su familia vivía allí. Su madre probablemente también trabajara con la azada en un campo de cebollas como ésa. —Le dirigió a Juan una mirada irónica—. ¿Acaso no lo sabías?
—No. Suponía simplemente que..., es decir, su tío fue emperador; suponía que toda la familia era poderosa.
—Justino Augusto comenzó como soldado raso, fue ascendiendo en el ejército, hasta llegar a capitán de la guardia de palacio, conde de los vigías, no de los protectores, me temo. Cuando fue conde, hizo traer a sus sobrinos a Constantinopla y les dio educación. Él mismo era casi analfabeto: no tenía hijos y sentía la necesidad de que algún miembro de su familia fuera una persona instruida. Uno de los sobrinos era un general capaz y popular entre sus hombres, y el otro era un administrador excepcionalmente brillante, un organizador inteligente y original, que logró que su tío fuera aclamado como Augusto a la muerte del emperador Anastasio. Justino lo adoptó en señal de agradecimiento.
—Germano y Justiniano. ¡Dios mío! —exclamó Juan.
Narsés volvió a sonreír.
—No es una corte muy noble, ¿verdad? El senado la odia. Bueno, tampoco nosotros somos muy distinguidos. Filemut es un capitán de los hérulos y de buena familia, pero tú y yo... un antiguo empleado de oficina y un antiguo esclavo y campesino transformado en eunuco de palacio. Con todo, nuestro ejército no es mucho más tampoco.
—¡Tú no eras campesino! —exclamó Juan, desplegando una amplia sonrisa y aprovechando la confesión del chambelán.
—Ah, sí que lo era. Tercer hijo de un pobre campesino de Armenia, justo en el límite con Teodosiópolis. Nuestro buey para el arado murió un invierno, por lo que mi padre se enfrentó a la posibilidad de ver morir de hambre a toda su familia o vender a uno de sus hijos. Me eligió a mí porque era el menor y el menos útil para trabajar la tierra. El traficante de esclavos me hizo castrar por la misma razón. Yo era aún muy pequeño en esa época y no valía mucho. No creo que el traficante le diera a mi padre ni siquiera el dinero necesario para comprarse otro buey. —Narsés siguió cabalgando y guardó silencio por un instante. Ya no sonreía—. Aún tengo conocidos allí —añadió tras una breve pausa—. Cuando me manumitieron y vi que era rico, les envié algo de dinero. Sesenta y nueve sueldos. Pensé que debía darles al menos lo que el emperador pagó por mí.
—¿Alguna vez quisiste volver? —preguntó Juan.
Narsés movió la cabeza.
—No hay nada por lo cual volver y nada que decir si volviera. Juan se miró las manos, asiendo el cuero ennegrecido de las riendas de Maleka.
—No —dijo—. Nunca se puede volver atrás, ¿verdad?
Tras dos días de cabalgada hacia el norte desde Naissus y casi un mes después de haber dejado Constantinopla, llegaron al territorio de los hérulos.
Los hérulos eran oficialmente los huéspedes de la población nativa romana, pero en la práctica esta población estaba dispersa y establecida en Singidunum y en una o dos ciudades más de la región. Todas las aldeas de campesinos eran de los hérulos, quienes no se escondían al ver a los soldados, como hacían los campesinos romanos, sino que, por el contrario, antes de que las tropas alcanzaran la primera aldea les salieron al encuentro amontonándose en la carretera, hoscos y desconfiados al ver a los guardias con el estandarte del dragón, pero estallando en gritos de júbilo cuando notaron que el grueso del ejército estaba compuesto de sus propios compatriotas. La caballería formada por hérulos gritaba, golpeaba las espadas contra los escudos, las blandía en el aire y hacía galopar a sus caballos de un lado a otro. Narsés dio la señal de alto y Filemut tuvo una larga conversación con los ancianos de la aldea en su propia lengua. Narsés permanecía sentado en su yegua blanca, con expresión impasible, atento. Juan sabía que el eunuco comprendía el idioma, aunque prefería no hablarlo. Finalmente uno de los hombres de Filemut salió al galope a hablar con algún noble del lugar para anunciarle la llegada del ejército.
—Ahora comienza la parte tediosa —dijo Narsés a Juan en persa, para no ofender a los hérulos—. Pasaremos los próximos tres o cuatro meses bebiendo, escuchando discursos y dirimiendo conflictos de los hérulos y, con suerte, podremos bañarnos una vez en todo ese tiempo.
—¿Tres o cuatro meses? ¿Tanto tiempo nos llevará? —preguntó Juan.
—¡Ya lo creo! —dijo Narsés con una sonrisa.
Los hérulos, según notó Juan, daban mucha importancia a la hospitalidad y muy poca a la autoridad imperial. Era imposible dirigirse directamente a su rey en Singidunum y solicitar el reclutamiento para el emperador. Era una lástima, pensaba Juan, puesto que Singidunum era el único lugar de la región donde se podía hallar algún tipo de vida civilizada. El rey, Souartouas, había dirigido tropas para Justiniano y quiso recrear en la capital fronteriza un pálido reflejo de Constantinopla. Tenía la corte en el viejo palacio de la prefectura y cuando llegó el ejército, les dio la bienvenida a todos e invitó a los oficiales a una elegante cena, donde sirvió vino traído de lejos; también ofreció a sus huéspedes romanos el uso de los baños del palacio (pues los baños públicos estaban abandonados desde hacía treinta años). El rey anhelaba ayudar en los preparativos para las vituallas y el viaje, y sus secretarios escribieron cartas a los jefes nobles explicando por qué venía Narsés e instándolos a cooperar, pero tales cartas no significaban nada para los nobles que pretendían ser visitados uno a uno. Narsés era muy conocido entre ellos: había tratado con sus delegaciones y había decidido puestos para sus jefes mercenarios, por lo cual lo respetaban. Querían el honor de agasajar ellos mismos a un ministro imperial, pues delegar eso en su rey era impensable. Entonces, mientras la mayoría de los guardias permanecían en Singidunum (trabajando, según la orden de Narsés, en la reparación del acueducto y los baños públicos), Narsés y Juan junto con una tropa selecta recorrieron el campo, asistiendo a banquetes.
Los nobles hérulos tenían la costumbre de construir salones para los banquetes. Éstos eran por lo general grandes establos de paja, a veces con suelo de madera en un extremo, con un agujero para el fuego en el medio y bancos donde los compañeros del jefe, o los guerreros, dormían y comían. Constituían un gran avance con respecto a la típica casa de los hérulos, que consistía en una choza de carrizos y barro de una sola pieza con el suelo de tierra y una pocilga fuera. Nadie sabía lo que era bañarse y el lavado de ropas era poco frecuente; las letrinas se cavaban sin drenaje en medio del pueblo, los niños y los animales defecaban en las calles y el hedor era espantoso.
Los banquetes de los hérulos solían empezar una hora antes de la puesta del sol y acababan cuando los hombres, borrachos, iban vomitando y cayéndose. No se permitía a las mujeres asistir a los banquetes. Los hombres bebían una cerveza amarga e insípida y un hidromiel amarillo muy fuerte, comían grandes trozos de carne hervida o asada en espetones, con tortas de pan ácimo hecho con harina de cebada y mijo, de acompañamiento; el vino era casi tan desconocido como la moderación. Para un romano, acostumbrado a platos con muchas especias, poca carne y buen pan de trigo, aquella comida era casi incomible. Como diversión los hérulos tenían bardos que cantaban las proezas de los héroes patrios con voz aguda y con el monótono acompañamiento de un arpa de tres cuerdas.
—Algunos de sus poemas son realmente estupendos —decía Narsés—, aunque muy sanguinarios, me temo. —Para Juan eran simplemente un quejido incomprensible.
Al llegar a la aldea de un jefe, Narsés asistía al banquete de bienvenida, sonreía amablemente, se sentaba con expresión imperturbable y rehusaba con mucha habilidad que le volvieran a servir hidromiel. Al día siguiente comenzaba el trabajo. A cada jefe local tenía que explicarle individualmente la razón del reclutamiento; cada jefe tenía que jactarse de sus hazañas militares y del coraje de sus seguidores; había que explicar entonces los términos de un contrato mercenario a estos mismos soldados, algunos de los cuales siempre estaban de acuerdo con incorporarse al ejército. Juan redactaba los documentos y tomaba nota taquigráfica de las conversaciones. Luego el capitán y sus compañeros invitarían a Narsés a cazar con ellos (ya que la caza era otra de sus diversiones). En la primera cacería Juan hirió a la presa, un lobo, con una flecha, cuando descubrió que los hérulos lo miraban como sorprendidos por considerar el arma cobarde y poco deportiva. En salidas posteriores llevó una lanza y cabalgó lo más lejos posible de la presa.
A la noche siguiente de tan divertido entretenimiento siempre había otro banquete para honrar a los guerreros que habían decidido incorporarse al ejército. Pero al día siguiente había que repetir todo el proceso, porque la mayoría de los camaradas que habían decidido ir habían cambiado de idea y algunos de los que no se habían alistado, ahora sí querían, por lo que el jefe exigía cambiar los términos del acuerdo y hacía caso omiso del documento escrito al no poder leerlo. El mejor reclamo era siempre que un ejército en Italia sería comandado por Belisario. Todos los hérulos detestaban al gran general, por eso contaban una y otra vez las ofensas que les había hecho: azotar a algunos por beber; no respetar sus costumbres, particularmente en lo tocante a los castigos; una vez había mandado empalar a dos jóvenes guerreros por asesinato, después de que mataran a dos camaradas en una pelea de borrachos, aun cuando las familias de las víctimas estaban conformes en olvidar el incidente mediante el pago compensatorio. Narsés tenía una paciencia infinita. Les decía que los hérulos tenían su propio comandante en Italia y que no estarían directamente bajo las órdenes de Belisario.
—¿Quién será el comandante? —preguntaba el jefe hérulo—. Nos gustaría obedecer al ilustrísimo Narsés, pero él no va.
—El sagrado Augusto os proporcionará un comandante en el que podréis confiar —insistía Narsés—. Eso se decidirá antes de partir para Italia, os lo prometo. —Y señalaba a Juan para que releyera las notas de las conversaciones del día anterior, ante lo cual el jefe se quedaba perplejo y miraba con desconfianza, pensando que se trataba de una prodigiosa memoria por parte de Juan o alguna clase de magia maligna. El acuerdo se volvía a revisar, con lo que más guerreros cambiaban de opinión sobre él y finalmente había juramentos y otro largo banquete. Cuando no asistían a banquetes, ni cazaban ni negociaban, los guardias se veían rodeados por una muchedumbre de hombres, mujeres y niños que no habían visto nunca romanos y querían ver si eran humanos. Todos los hérulos (y, como no tardó Juan en advertir, todos los que sufrían su hospitalidad también) tenían pulgas, piojos y ladillas. «Aburrido» era un modo sumamente suave de describirlo.
Después de casi tres semanas de reclutamiento, Juan se las arregló para excusarse de ir de cacerías, pretextando que Maleka tenía una pata lastimada. Dejó plantados a todos los que querían ir de excursión y encontró un poco de tranquilidad en el establo; estaba mucho más limpio que la casa que se le había asignado a él y no olía tan mal. Había prometido escribir una carta a la emperatriz, y para eso llevaba el plumero, pero se pasó un buen rato en silencio, contemplando el pergamino. Constantinopla parecía un mundo tan remoto que era difícil encontrar palabras, sobre todo si la carta iba dirigida a Teodora. Se la imaginó desperezándose sobre el triclinio durante el desayuno, recién bañada, vestida en seda púrpura, comiendo... ya serían manzanas para esta época, y escuchando a Eusebio que le leía las cartas del día. Casi podía ver el brillo divertido en sus ojos de párpados caídos. Debía escribirle una carta que la halagara y la divirtiera. Una carta que ella aprobara. «¿Pero qué es lo que ella quiere de mí?», se preguntó en silencio y el placer del recuerdo se mezcló súbitamente con un terror intenso aunque difuso. Era el miedo de ser descubierto, una especie de vergüenza ante su supuesta importancia y sobre todo el miedo de ser arrastrado locamente y sin control hacia algún destino desconocido. «Por eso quería irme de Constantinopla —reconoció—. Y aun así añoro la ciudad.»
Esta verdad le sorprendió, lo que le hizo recapacitar. «Supongo que lo que más añoro son las comodidades de la civilización. Pero es cierto que añoro la oficina y a Teodora; e incluso a Eufemia. Me pregunto cómo le irá con Sergio...»
Súbitamente se oyó un ruido de pasos que entraban en los establos y luego una cara asomó por la puerta de la cuadra. Era el rostro de una muchacha, de ojos azules, bonita, que se mostraba curiosa y decidida.
—¡Oh, estás aquí, muy noble señor! —dijo en un griego hermosamente entrecortado—. ¿Puedo hablar contigo?
Juan permaneció callado un momento, preguntándose cómo decirle que se fuera. Pero el solo hecho de que hablara griego indicaba que era la esposa o la hija de algún personaje, y el éxito de su misión dependía de no ofender a nadie importante.
—Por supuesto —dijo incorporándose.
La muchacha abrió la puerta de la cuadra y entró con una sonrisa. Era más o menos de su misma edad, y también de su misma estatura; claro que los hérulos eran altos. Llevaba una túnica de lino azul y un manto rojo sobre los hombros y lucía un collar de oro y aros romanos importados: evidentemente, era una mujer de rango.
—Soy Dacia, la hija de Rodulfo —dijo tímidamente—. Tenía muchas ganas de hablar contigo.
Rodulfo era el jefe local. Juan contuvo un suspiro y se inclinó levemente.
—Me honras con tu presencia, señora Dacia.
—Por favor, ¿podemos sentarnos? —dijo la muchacha, señalando el fardo de paja donde Juan se había sentado antes.
Ella levantó las tablillas y la hoja de pergamino y las sostuvo mientras Juan se sentaba; después se sentó a su lado. Contempló atentamente el plumero de Juan, que era de bronce con incrustaciones de plata.
—¿Siempre llevas esto? —preguntó, tocando el estuche—. ¡Qué cosa tan ingeniosa, escribir! Los hombres dicen que escribes tan de prisa como ellos hablan.
—Soy el secretario de Narsés, señora. —Juan tomó el estuche y las tablillas—. Los secretarios deben ser capaces de tomar notas.
—Es muy ingenioso —dijo Dacia, doblando compungida las manos vacías sobre el regazo—. Ojalá yo supiera escribir.
—¿No hay nadie aquí que te pueda enseñar?
Se encogió de hombros.
—Mi padre conoce a un hombre, un sacerdote, que sabe escribir. Pero no quiere que yo aprenda... Estoy diciendo cosas tristes y... quería preguntarte sobre la gran ciudad, Constantinopla. Nunca he hablado con nadie que haya estado allí. ¿Es más grande que Singidunum?
Juan no pudo reprimir una sonrisa.
—Podrías poner varias Singidunum dentro de Constantinopla y aún te sobraría espacio.
—¡Oh, estás bromeando!
—No.
—¡Qué hermosa debe de ser! ¿Y tú eres de allí? ¿Tu familia es de allí?
—No, yo soy de Bostra, en Arabia. —Las palabras se le escaparon sin pensar, y se mordió la lengua. No había nadie más que pudiera oír y esta mujer bárbara probablemente no sabría distinguir la diferencia entre Bostra y Beirut, pero se maldijo por haber olvidado la mentira.
—Bos-tra. ¿Es una gran ciudad, como Constantinopla?
—No tan grande como Constantinopla —dijo, resignado—. Pero también es una hermosa ciudad. —Y de repente la vio en su imaginación, como la había visto tantas veces al volver de un viaje de negocios con su padre: el verde de las tierras cultivadas, que resaltaba sobre las vastedades color ocre del desierto sirio; los intrincados e ingeniosos sistemas de riego que cubrían toda la región con el preciado sonido del agua escondida; las palmeras de dátiles junto a las murallas y los acantos florecidos; las casas blanqueadas, las paredes de piedra rosada, los camellos bebiendo en la fuente del mercado. Con una súbita repugnancia por la larga mentira, agregó—: Era la capital de los nabateos, de un gran reino, antes de formar parte del imperio. Las caravanas pasaban por ella desde el noreste, desde más allá de las tierras de los persas, trayendo especias y seda fina del Oriente. —«Y yo no debería decir esto porque puede repetirlo. El nombre de una ciudad no significa nada, puedo decir fácilmente que se confundió, pero nadie puede confundir esta descripción de Bostra con Beirut», pensó, ahogando desesperadamente el elogio de Bostra que le brotaba desafiante a sus labios.
Ella lo miraba atentamente, con los ojos como platos.
—Sé lo que es la seda —dijo humildemente. Titubeando, ella extendió la mano hasta el manto de Juan y tocó el borde rojo y púrpura—. Esto es seda. El rey la usa en Singidunum y también algunos guerreros que han estado entre romanos, y a veces sus mujeres. —La acarició durante largo rato—. Nunca la había tocado; ¡es tan suave! ¡Cómo brilla! Y Bostra, tu ciudad, ¿queda muy lejos de Constantinopla?
—Tan lejos como Constantinopla de Singidunum, tal vez más. Pero puedes ir por mar, así que no importa. —Se tragó las palabras para su seguridad ahora, recordando que Beirut era un puerto.
—¡El mar! Pienso que el mar debe de ser como un enorme campo de trigo, todo lleno de agua. Pero vives en Constantinopla, ¿no? ¿Tu familia está allí?
Juan hizo un gesto negativo con la cabeza.
—Toda mi familia ha muerto. Pero soy primo lejano de la Serenísima Augusta, Teodora; ella fue quien me dio un puesto con el ilustrísimo Narsés.
Le dirigió una sonrisa radiante.
—¿Eres primo de la emperatriz? ¡Oh, yo sabía que eras noble! Las otras mujeres dicen que eres un pobre hombre, aunque mandas soldados, porque sigues al ilustrísimo Narsés y tomas notas y usas arco en lugar de lanza. Cuando les diga: «Es primo de la gran reina», se avergonzarán. Entonces, has conocido a la emperatriz Teodora, y has hablado con ella, y con el emperador, ¿verdad? ¿Cómo son? —La muchacha aún sostenía el borde sedoso del manto y sus dedos se crispaban de entusiasmo tocando la seda.
Juan se encontró sonriéndole y describiendo el trono de Salomón en el palacio Magnaura, con sus lámparas doradas; describió cómo el emperador y la emperatriz se elevaban juntos en el diván, vestidos de seda púrpura, coronados con diademas, y cómo sus sirvientes se postraban ante la sagrada majestad del poder imperial.
Dacia escuchaba boquiabierta y los ojos le brillaban de placer.
—¡Oh, es maravilloso! ¡Maravilloso! —exclamó—. ¡Ojalá pudiera verlo! —Avergonzada, bajó la mirada y notó que le había arrugado el manto. Rápidamente empezó a alisar la seda con las manos—. Los romanos no son como los hérulos —dijo seriamente, mientras sus manos delicadas acariciaban la seda—. Saben muchas más cosas, saben escribir y hacer cosas hermosas. Tan bonitas, tan... —Volvió a levantar la mirada. Sus ojos eran de un azul pálido, enmarcados por pestañas de un dorado oscuro. Juan sintió que le faltaba el aire y se quedó sentado sin moverse. La mano de Dacia dejó la seda y le acarició el rostro—. ¡Sois tan diferentes de nosotros! —dijo con pesar—. Vosotros llegasteis a mi aldea ayer y mañana os iréis de nuevo. Pronto volverás a Constantinopla. ¿Tienes esposa allí?
—No. —Juan tomó la mano y la apartó nerviosamente de su cara. Su corazón le martilleaba en el pecho. «No estoy casado, pero ella debe de estarlo —se recordó a sí mismo—. Hermosa, más de veinte años e hija de un jefe: debe de tener un marido noble que ha salido de cacería. Y no sería mucho mejor que fuera virgen: eso ofendería a su padre en vez de a su marido. De todos modos, sólo siente curiosidad.»
Sujetó la mano que había cogido la suya y la examinó.
—Esa marca es de la pluma, ¿verdad? —dijo ella, señalando el brillante trozo de piel muerta del dedo medio de la mano derecha—. Enséñame a escribir, por favor.
Juan se relamió los labios, cogió el plumero y el pergamino y escribió el alfabeto. Mientras tanto, ella observaba con la cabeza inclinada sobre él. Juan era dolorosamente consciente de la proximidad del cuerpo de ella, de su piel blanca, de los senos redondos que se oprimían contra la túnica cuando se inclinaba sobre él, del calor de su respiración sobre su brazo. «Soy huésped aquí —se recordó a sí mismo ya desesperado—. No debo hacer nada que los pueda ofender.»
—¡Escribe mi nombre! —rogó ella, y él lo escribió. Ella lo contempló atentamente y señaló cada una de las letras a su vez, comparándolas con el alfabeto—. ¿Ahora escribo yo? —preguntó con impaciencia, intentando tomar la pluma.
—Es más fácil con éstas —le dijo entregándole las tablillas de cera y un estilete. Ella las tomó con avidez y copió las letras del alfabeto, torpe y cuidadosamente, preguntando nuevamente los nombres de las letras y pronunciándolas. Cometió un error en la zeta y protestó enojada; Juan tomó el estilete y le enseñó cómo darle la vuelta y corregir el error; guió su mano sobre el resto del alfabeto. Se sorprendió de que su propia mano no temblara al final.
—¡Qué hermoso es! —exclamó otra vez cuando terminó. Tomó el pedazo de pergamino—. ¿Me puedo quedar con esto? Estudiaré las letras.
—Por supuesto. Las tablillas también, si quieres. Tengo más.
—¡Muchas gracias! ¡Muchas gracias! Yo... yo quería... —Se interrumpió mirándolo; su hermosa piel se oscureció y adquirió un hermoso rosa oscuro—. Yo pensaba..., es decir, si te gusto...
«¡Si me gusta!», pensó Juan confundido.
—¿Qué quieres decir, señora?
—Si quieres acostarte conmigo —dijo ella, haciendo un gesto desesperado—. Si tú lo quieres, yo también.
Juan sintió que su cara se encendía. Bajó la mirada, miró las manos de la joven asidas fuertemente y respiró hondo para recobrar la calma. Recordó cómo Teodora se había reído de él. Recordó cuando tenía diecisiete años, loco de amor, acostado en su oscura y caliente habitación de Bostra y soñando con el hermoso cabello y los ojos azules de Criseida, a quien jamás se había atrevido a tocar. Y también otras muchachas: admiradas y deseadas, a las que nunca había hablado. Nunca había soñado que algo así pudiera ocurrirle a él, y le parecía mentira.
—Señora Dacia —le dijo, ceremonioso—, me siento profundamente honrado y te estoy muy agradecido por tu invitación, pero soy huésped de tu padre y mi comandante está aquí en misión diplomática. No me atrevo a hacer nada que pueda ofender a tu padre, o si lo tienes, a tu marido... por mucho que yo lo desee.
—Mi marido ha muerto —dijo, y se mordió el labio—. No tengo marido. —Inmediatamente se alejó y se quedó sonrojada y avergonzada.
—Pero... señora... Dacia —le tomó la mano, y se dio cuenta de que no tenía nada que decirle. Sintió un súbito terror. «No conozco sus costumbres. ¡Dios Todopoderoso, no conozco sus costumbres en este terreno!» Pero no podía hablar ni dejarla irse.
—¿Quieres, pues? —preguntó ella, el rostro nuevamente iluminado.
—¡Sí, sí, claro que sí!
Ella sonrió, se sentó a su lado y lo besó.
—Nos quedamos aquí —dijo—. Será más discreto que en las casas.
Hacer el amor no fue lo que esperaba. Fue un alivio, no el éxtasis; un intenso placer, pero al mismo tiempo aterrador. Su propio cuerpo le pareció algo fuera de su propio control, animal y ajeno, y su mente lo observaba con estupor. Después, sin fuerzas y temblando, se quedó recostado junto a ella en la paja y vio un piojo que se arrastraba por su hermoso cabello, produciéndole una oleada de asco. Se incorporó rápidamente y empezó a ponerse la túnica. «No tiene marido, pero su padre volverá más o menos dentro de una hora. ¡Dios mío, esto podría traer problemas! Y es un pecado... ¡pero qué encantadora es!», pensó con amargura.
Dacia se había incorporado y se estaba poniendo la túnica; sus hombros eran blancos como el mármol, sus pechos redondos y rosáceos. «Como la estatua de Afrodita de Fidias, en la Calle Media de Constantinopla», pensó Juan. Ella percibió su mirada y le sonrió.
—¡Qué hermosa eres! —dijo él, devolviéndole la sonrisa, y ella contuvo una risita. Dacia estiró la túnica hacia abajo y se puso de pie, levantando el manto.
—¿No lo digo bien? —preguntó ella.
—Lo dices maravillosamente. —La mezcla de asco y ternura era dolorosa, pero ante ella sólo podía sonreír tontamente.
Ella volvió a reírse; iba a decir algo más cuando se oyó el piafar de unos caballos fuera. Rápidamente se echó el manto por los hombros, se lo sujetó y salió velozmente de la cuadra justo cuando la partida de caza entraba en los establos. No bien se hubo ido ella, Juan deseó que jamás hubiera venido.
Aquella noche, durante todo el banquete, estuvo preocupado acerca de las posibles consecuencias de acostarse con la hija de un jefe y decidió finalmente que debía consultar a Narsés. Al eunuco le habían asignado la mejor casa de la aldea y a Juan la segunda mejor; ambas estaban cerca la una de la otra y, según los parámetros de los hérulos, eran muy amplias. Cada una tenía dos habitaciones: una para el señor y la otra para los esclavos y para cocinar. Mientras regresaban del banquete, Juan planteó a Narsés una charla privada, por lo que éste lo invitó a pasar a la oscura habitación del fondo. Narsés encendió la única lámpara colgante y ordenó a sus sirvientes que se retiraran. Se sentó en la cama, con expresión cansada pero tranquila.
—¿Cuál es el problema que me planteas? —preguntó amablemente.
Juan se sonrojó y, tartamudeando por lo avergonzado que estaba, explicó lo que había ocurrido en los establos. Narsés escuchaba pacientemente sin decir nada; un momento en que Juan se detuvo, suspiró.
—Está bien que me cuentes esto. Los hérulos no dan a la castidad la misma importancia que los godos, pero esto podría igual traer problemas. ¿La muchacha era virgen?
—No, dijo que era viuda.
Narsés dio muestras de alivio.
—¡Una viuda! Eso está perfectamente bien. Yo te sugeriría que le hicieras algunos regalos, la trataras con respeto y le ofrecieras recibir a su hijo, si tiene alguno. Indudablemente, lo que quiere es reconocimiento público.
—¿Lo que ella quiere? Yo pensaba...
—Lo que quiere aparte de ti, por supuesto. —Narsés le dirigió su sonrisa cortés—. Fue una delicadeza por su parte en dejar el reconocimiento en tus manos. Antes de que este pueblo adoptara la fe cristiana (que fue hace quince años) era costumbre que las viudas se colgaran junto a las tumbas de sus maridos. Una viuda que eligiera vivir era tratada con tanto desprecio como nosotros los romanos trataríamos a una prostituta. La costumbre del suicidio tiende a desaparecer por la influencia de la Iglesia, pero el sentimiento popular aún considera a una viuda como menos que respetable. Para esta muchacha tuya, tener un romance a la vista de todos con un embajador romano, comandante de la guardia personal y primo de la sagrada Augusta, sólo puede favorecerla y en consecuencia aumentar su respetabilidad. Espero que le hayas dicho que eres primo de la emperatriz. Estupendo. Tal vez hasta pueda volver a casarse ahora, aunque sea con un hombre de rango inferior.
—¡Santo Dios! Pobre Dacia. —Juan se quedó en silencio por un instante, para después decir—: Así que ella vino al establo pensando en eso.
—Probablemente. ¿Te sientes ofendido?
—No. Pero me confunde. —Recordó cómo se había sonrojado y sintió que las mejillas le ardían. El acto sexual en sí ya carecía de importancia ante la confusión y lo insólito de los resultados.
—Claro que sí. Si no es inapropiado, por ser yo quien te lo aconseja, sería mejor que evitaras tener este tipo de aventuras en el futuro. Probablemente no pasará nada en este caso, pero otra joven podría estar en circunstancias diferentes y te podría traer problemas a ti y avergonzarnos a nosotros.
—No pretendo repetir el experimento —dijo Juan. «No valió la pena, como tampoco valió la pena todo lo que he pensado en ello. Y es un pecado. Aunque no tanto para ella, no con su familia pensando que estaría mejor muerta como su marido. Entonces por eso se levantó tan rápidamente cuando me dijo que era viuda», pensó—. ¡Pobre muchacha! —dijo nuevamente—. ¡Qué pueblo tan salvaje son estos hérulos! Sergio tenía razón: son el pueblo más repugnante del mundo.
Narsés se encogió de hombros.
—Me recuerdan a los héroes de Hornero. Muy valientes, muy independientes y muy dados a vanagloriarse. «Sacrificando a las cabras que balan y a los bueyes de torcidos cuernos que se arrastran.»
—Los héroes de Hornero se bañaban —dijo Juan con amargura—. Y no obligaban a las viudas a colgarse.
—Probablemente sea más fácil bañarse en Grecia, donde hace calor, que en Mesia. Y los hérulos vienen de Tule, donde hace aún más frío... Dicen que en el invierno, el sol no sale en cuarenta días. Pero los hérulos ya no son lo salvajes que eran antes. Abandonaron lo peor de sus viejas costumbres cuando adoptaron la fe cristiana.
—¿Acostumbraban hacer cosas horribles también?
Narsés no sonrió.
—Practicaban el sacrificio humano. Y si había alguien demasiado viejo o demasiado enfermo como para no poder cuidar de sí, lo mataban.
—¡Santo Dios!
—Era una costumbre cruel, pero había cierta dignidad en ella. Cuando un hombre estaba demasiado enfermo como para levantarse, su familia hacía una pira funeraria y lo llevaba y lo colocaba allí con sus mejores pertenencias. Todos lo besaban y se lamentaban y elogiaban su coraje y generosidad. Luego, dado que estaba prohibido derramar sangre de la familia, un amigo de la familia mataba al inválido con un cuchillo y quemaban el cuerpo. Aún hacen esas cosas a veces, en aldeas que están lejos de las iglesias..., pero no está bien visto.
—¿Y no piensas que son el pueblo más repugnante del mundo?
—No —dijo secamente Narsés—. Le daría ese título a los romanos, que hacen cosas similares, o peores, por dinero. Y diría que los romanos son también el pueblo más noble de todos los pueblos del mundo, que sobrepasa a todos por sus leyes, su arte y su fe. Nuestra ciudad es la gran prostituta de Babilonia, ebria de la sangre de los santos, y es la ciudad colocada en la cima, cuya luz no se puede ocultar. Al menos, eso es lo que yo creo.
—Crees en las contradicciones.
Narsés desplegó una sonrisa absolutamente enigmática.
—Así es.
Juan guardó silencio, considerando las contradicciones de la civilización y la simplicidad del salvajismo; como se hacía tarde, dejó tales consideraciones, desesperado.
—Bien, las camas romanas tienen menos contradicciones que las de los hérulos —dijo alegremente—. Las camas romanas están hechas para que la gente duerma, pero las de los hérulos son para las chinches. De todos modos, haré frente a tal contradicción. Buenas noches, Ilustrísima.
A la mañana siguiente Juan fue al salón del banquete, seguido por sus dos servidores, y preguntó abiertamente por Dacia; eso causó una conmoción bastante grande entre los guerreros, pero finalmente un hombre le indicó la casa de Rodulfo. Dacia estaba sentada en el salón posterior, trabajando en un telar con otras mujeres. Parecía cansada y tenía los ojos rojos, pero su cara se encendió cuando vio a Juan.
—Deseo agradecerte, señora, tu bondad —le dijo Juan formalmente—. Por favor, acepta estos regalos. —Le ofreció un manto de los usados por la guardia personal que tenía de más y el plumero.
Ella se levantó de un salto, sonrojándose y sonriendo alegremente, y sus amigas o primas se pusieron a comentar entre sí. Ella tomó el manto, acarició los bordes de seda y se lo echó sobre los hombros. Tomó el estuche y lanzó una exclamación de sorpresa, luego arrojó los brazos al cuello de Juan y lo besó.
—Esperaba que no te avergonzaras de mí —dijo con alegría—. Pensé que estabas enojado porque yo era viuda y que por eso no dijiste nada. ¡Qué equivocada estaba!
—Sí, muy equivocada... —dijo. En presencia de ella, la cuestión del amor le seguía pareciendo confusa, pero menos estúpida y desagradable que la noche anterior. Y la extraña mezcla de repulsión y ternura lo volvió a confundir. De repente deseó con todas sus fuerzas largarse de allí. Pero sonrió, le tomó las manos y agregó—: Creo que debo decirte también que si tienes un niño, puedes enviármelo a Constantinopla.
Ante esto, Dacia le dedicó una más amplia sonrisa y lo volvió a besar.
—Y debo atender a tu padre —añadió Juan enseguida—. El ilustrísimo Narsés me está esperando; hay una o dos cuestiones que debemos resolver antes de partir.
La noticia corrió rápidamente por la aldea. Una vez que hubieron resuelto las cuestiones pendientes, hecho el equipaje y, cuando los visitantes estaban saludando a su anfitrión, el jefe, Rodulfo, se volvió súbitamente hacia Juan con una amplia sonrisa y le dijo:
—Me han dicho que mi hija te ha dado una gran bienvenida.
Juan asintió amablemente e intentó disfrazar su vergüenza mirando por encima del hombro de su interlocutor.
—Sí. Tu hija es una dama sumamente encantadora —le dijo—. Y también una mujer muy inteligente: me dijo que estaba muy interesada en aprender a escribir.
Rodulfo lanzó una risotada.
—¿Te dijo eso? ¡Por lo que he oído, no era eso por lo que se interesaba precisamente! No importa, es una buena chica. Pero ¿para qué enseñarle a escribir a una mujer?
Juan olvidó su vergüenza y miró directamente a Rodulfo.
—Es tan útil como enseñarle a un hombre —respondió, sorprendido—. Puede escribir cartas, leer las Escrituras... —Rodulfo miraba condescendiente y poco convencido. Juan recordó la avidez con que Dacia había mirado el plumero y continuó, enojado—: Sé de una joven en Constantinopla, a la que conocí cuando yo trabajaba allí. Su padre está en Egipto; ella administra las propiedades en su ausencia y además envía a su padre todas las novedades de la capital, y así, aunque está del otro lado del Mediterráneo, está tan informado de lo que ocurre en su casa como si viviera en la calle de al lado.
El jefe parecía impresionado por las palabras de Juan.
—¿Acaso todas las mujeres romanas aprenden a escribir? —preguntó.
—Todas las mujeres de rango —dijo Juan firmemente.
—¡Bien! ¡Bien! —dijo Rodulfo, sorprendido.
Narsés le dirigió una sonrisa particularmente misteriosa y se encargó de despedirse correctamente, alabando la hospitalidad de Rodulfo, el coraje de sus guerreros y la fertilidad de sus tierras; Rodulfo respondió con expresiones de lealtad y admiración y las tropas al final pudieron salir de la mugrienta y hedionda aldea y dirigirse a la siguiente.
Cuando estuvieron tranquilos en el camino, Narsés aminoró la marcha de su caballo hasta ponerse a la altura de Juan y le dirigió otra de sus sonrisas.
—Hará que su hija aprenda a leer y escribir —dijo solemnemente.
—Así lo espero —respondió Juan, algo sorprendido del interés del chambelán.
—El ejemplo de la virtuosísima Eufemia sirvió para convencerlo; él querrá que su propia hija le escriba informes sobre su casa mientras esté en campaña. Y la joven lo hará muy bien, si se le encarga una tarea de tanta importancia. Le has hecho un gran favor. Ha estado bien que hayas prestado atención a sus ambiciones... literarias. —Narsés se sonrió nuevamente.
«Está contento conmigo. Se sorprendió de que yo hubiera cometido el error de acostarme con una mujer bárbara al principio, pero ahora está contento porque he hecho algo que la ha ayudado. ¿Y por qué le importará tanto?» Al contemplar más tarde tranquilo y satisfecho al eunuco, se dio cuenta: «Está contento porque me aprecia; le importa lo que yo haga; desea que haga las cosas bien y le complace que así lo haya hecho».
Era sorprendente: Narsés, el sirviente de la sacra majestad del emperador, el que no tenía edad ni sexo, lejano e impersonal, siempre le había parecido por encima de cosas tales como la mera amistad humana, pese a su evidente cariño por Anastasio. «Y sin embargo, yo sabía que había algo más en él; es como si me lo hubiera dicho. "Tercer hijo de un pobre campesino armenio", y todo eso. Es exactamente como yo: traza una línea a su alrededor y mira a la gente del otro lado de ella... aunque de un modo u otro ha dejado que la cruzara. ¿Qué he hecho, en nombre de Dios, para merecer su amistad?» Y una parte objetiva de sí observaba, con sorpresa, que se sentía honrado. «Podrá ser un eunuco de baja cuna y un liberto, pero no creo que exista en el mundo otro hombre al que yo respete más.»
—¿Fueron los hérulos quienes te enseñaron a sonreír así? —le preguntó alegremente.
Narsés se quedó perplejo.
—¿Así cómo?
—Así. —Juan imitó la inescrutable y familiar expresión tan bien como pudo.
Narsés lanzó una carcajada.
—Yo no sonrío así, ¿o sí? No, aprendí a sonreír para ocultar lo que pensaba cuando aún era un esclavo. «Porque la prueba de nuestra fe nos exige paciencia», y la paciencia de un esclavo siempre está puesta a prueba. Pero es muy práctico también con los hérulos.