19

YA he lamentado antes, y espero no haber aburrido a mis lectores, la desesperación en que a veces me he sumido al intentar describir los divinos momentos del combate amoroso en todos sus sutiles detalles. Ahora quisiera referir con fidelidad el momento en el que se hallaban inmersos Priscilla y su tío.

Con el semblante lleno de felicidad, éste se dispuso a efectuar la majestuosa penetración de su verga en el orificio posterior de su sobrina con la suavidad y calma con que le había instruido. Priscilla ladeó la cabeza con violencia y de no ser porque él le había asido las caderas fuertemente con las manos, ella habría evitado la ruda arremetida de su miembro.

—Despacio, cariño —le susurré al oído, viendo cómo tensaba los tendones del cuello y los ojos se le salían de las órbitas mientras gritaba.

Kate, a su vez, había vuelto la cabeza hacia el otro lado y ahora sollozaba bajo la mordaza, mientras Emily impedía que se moviera.

Herbert jadeó al sentir la presión del conducto de Priscilla alrededor de su hinchado pene recubierto de venas. La expresión de sorpresa y excitación en su cara no dejaba lugar a dudas. En efecto, su semblante sólo podía indicar delirio. Él, no obstante, se contuvo y hasta un minuto después no se la había metido toda dentro de aquel sedoso y suculento tubo que estaba destinado a recibirla.

—¡Quítale la mordaza! —le pedí a Selina, mientras Herbert se estremecía de placer al sentir su sexo totalmente embebido y los genitales meciéndose contra la vulva de ella.

Cuando le quitaron la tela que le oprimía la boca, Priscilla se deshizo en llanto, gritos y súplicas.

—¡No, no, no! ¡No le dejéis! ¡Quitádmelo de encima! ¡Quitádmelo de encima!

Selina se apartó a un lado y yo me apresuré a meter la cara bajo la de Priscilla. La rodeé con mis brazos acariciándola tiernamente, a pesar de lo cual sus alaridos resonaron con fuerza en mis oídos.

—¡Sssh, querida! Sólo es por tu propio bien —le murmuré mientras le lamía las saladas lágrimas y sentía el temblor de sus labios en mis mejillas.

—Herbert, no te muevas aún. Deja que esta señorita sienta bien la longitud y la fuerza de tu pene —le dije.

—Oh, no, por favor. ¡No le dejes, no le dejes! —balbuceó Priscilla.

Pero yo, más experimentada y conocedora de las sensaciones que ella estaba descubriendo, capté un casi imperceptible cambio de tono en su voz.

Entonces, entreabrió la boca y saboreó las exquisitas sensaciones que le producían aquella hinchada verga.

—Bésame. Vamos, cariño, sé una buena chica y bésame —le rogué entre susurros.

Durante un largo e incómodo momento, mientras se lamentaba, evitó encontrarse con mis labios. Entre tanto, yo sonreía, pues comprendía perfectamente su reacción.

—¡Ahora, Herbert! ¡Hazlo ahora! —le ordené al tiempo que le apresaba la boca, y el miembro viril se mecía de nuevo y sin prisa.

Priscilla jadeó de gusto dentro de mi boca. Como no pudo eludir por más tiempo ese sensual momento, se avino a entrelazar su lengua con la mía. Herbert tampoco pudo esperar más e intensificó la fuerza de sus arremetidas, haciéndola gemir con cada una de ellas. Sin decir una palabra, todavía pude oír el chapoteo característico de las nalgas contra el vientre y observé con placer la estrechez de sus caderas y la exquisita redondez de sus nalgas, que se balanceaban con sensualidad creciente.

Me abandoné a las sensaciones de que fui presa y permití a Herbert que se corriera dentro de ella. Conservé, sin embargo, el control y, esforzándome por incorporarme sin perder ese vértigo que me invadió, me las arreglé para gritar:

—¡Ah, Kate! ¡Ah, Kate!

Apenas sí fui consciente de la siguiente escena. Selina y Emily se entregaron a acariciar con solicitud a la otra sobrina de Herbert y, mientras sentía los últimos espasmos de él a través de las nalgas de Priscilla, miré de soslayo a Emily, cuya lengua se introdujo en el sexo de Kate al tiempo que Selina besaba con fruición los pequeños senos y la boca de la joven.

—Bésame, vamos, pequeña. Sé buena chica y bésame —le imploré entre delicados susurros—. ¡Tómala! —sonreí, pues como no tuve que forcejear con Kate le separé las piernas gozando del momento.

No obstante, la muchacha lanzó un inevitable grito al ver la enorme polla de su tío en plena erección sobre ella.

—¡No! —imploró.

Y habría huido si Herbert, más rápido de reflejos, no se hubiera puesto encima de ella.

Un brusco movimiento del trasero de Kate, un estremecimiento de sus piernas y brazos, y aquel poderoso pene se abrió camino entre los labios del sexo. La muchacha gritó asustada, pues una cosa era gozar con las atenciones de Selina y de Emily, y el hecho de tener a su tío encima era otra bien distinta. Su cara adquirió un adorable tono rosado al tiempo que, centímetro a centímetro, la desafiante herramienta le separó más y más los húmedos labios de la vulva hasta que se la metió toda y los gemidos de la joven anunciaron que su futura vara de placer había llegado, por fin, al clímax.

Todo era quietud en el dormitorio, como suele ocurrir a veces en estas ocasiones. Mientras la follaba, los muelles del colchón chirriaban al compás de sus arremetidas; no en vano éramos cinco personas sobre la cama. Estreché entre mis brazos a la desolada Priscilla.

—Has sido una buena chica —le murmuré cuando rompió a llorar de nuevo, como yo esperaba.

Parecía como si quisiera esconder la cara entre mis pechos, aunque al mismo tiempo miraba con picardía a la pareja que, como yo bien sabía, no iba a tardar mucho más en saciar sus apetitos. La respiración de Kate se hizo más agitada y supe que se iba a correr. Los gruñidos de excitación de Herbert, así como sus gemidos animales evidenciaron también que le faltaba muy poco para alcanzar el orgasmo.

—Tú también, amor mío. Muy pronto —le susurré a Priscilla en cuyos ojos pude descubrir una mirada vidriosa.

Le metí entonces el índice en la vulva y se la froté con delicadeza. Ella separó los labios y me metió la lengua en la boca. Un ligero temblor la recorrió y al cabo desparramó sus divinos jugos sobre mis dedos, al tiempo que Herbert expelía un chorro tras otro de semen en el orificio que ahora ocupaba. Oímos los inconfundibles sonidos del placer y entonces todo quedó en calma; sólo la respiración de nuestros compañeros traicionaba las profundidades del placer experimentado.

Retozamos unos momentos. Me levanté y di una palmada, diciendo:

—¡Venga, muchachas, levantaos! Priscilla, vamos. Kate, tú también. De ahora en adelante seréis unas chicas obedientes, ¿entendido?

Una gran insensatez se apoderó de ellas, como yo sabía bien que ocurriría. En un momento se azoraban y al siguiente reían, sin saber a quién mirar. Ambas, no obstante, evidenciaron un cierto interés por el miembro de su tío, a juzgar por sus furtivas miradas.

—¡Ahora ya no podré mirar más a la cara a mi tía! —objetó Priscilla, y su hermana se hizo eco de sus palabras un instante después.

—Perded cuidado, es más probable que ella no sea capaz de miraros a vosotras —repuse convencida—. Vamos abajo, y ya veremos qué pasa.

En parte, esta clase de affairs suelen ser una pantomima. En parte, digo, porque todas las cosas se suavizan pronto también. Esmeralda, como cabía esperar, yacía desnuda hasta la cintura en el sofá, con la seda de las medias salpicadas de esperma seco. Su campeón, o tal vez debería decir mí campeón, se había ausentado después de follársela al menos dos veces y pensar que sería mejor no tener que enfrentarse al «señor» de nuevo. Por lo visto, el sedante que le había puesto en el vino había dejado de surtir sus efectos, porque se sentó al oírnos entrar y se apresuró a cubrirse con las manos.

—Oh, Herbert, ¿dónde te habías metido? Me han atacado y violado con crueldad —declaró con redomada hipocresía, mientras Priscilla y Kate corrían a esconderse, estúpidamente, en una rincón.

—¡Ya! De modo que atacada con crueldad. Querida, nosotros sabemos la verdad, así que dejémonos de disimulos —respondió su marido—. Hubo una cierta sensatez en tus actos y nuestras queridas sobrinas se han beneficiado de tu ejemplo. Yo las he ayudado a saciar esas ansias de conocimiento, y lo habría hecho hace tiempo si no hubiera sido por tus estúpidos prejuicios. Fíjate en lo bien vestidas que vienen después de un asalto amoroso a sus traseros, mientras que tú, cariño, no has podido ni cubrir tu desnudez.

—No les habrás hecho eso, ¿verdad? —gritó con la incoherencia de algunas mujeres cuando preguntan.

Mientras Esmeralda recogía a toda prisa las prendas del suelo, me pareció que había llegado el momento apropiado para intervenir.

—¡Priscilla y Kate, venid aquí! —ordené.

Las dos jóvenes acudieron de inmediato, tal vez al recordar los cardenales en las nalgas.

—¿Verdad que vuestro tío ha gozado con ambas arriba y le permitisteis que os ensartara? —les pregunté.

Dudaron un segundo, como era de esperar, pero a un gesto de mi mano, que sin duda les recordaba las últimas experiencias, conseguí arrancarles un tímido «sí» a las dos.

—¡Dios mío! —exclamó Esmeralda consternada, mientras se levantaba y se alisaba las faldas—. ¡Así que lo has hecho con ellas, Herbert!

—¡Tranquilízate, mujer! —espetó él, para sorpresa mía y de su esposa, mientras Selina y Emily observaban la escena como meras espectadoras—. Han aprendido a obedecer y a gozar de los placeres, Esmeralda, cosa que tú nunca has hecho. No obstante, te voy a dar tiempo para que lo aprendas también tú. ¿Te parece bien un minuto?

—¡Oh, Herbert!

Su grito parecía desesperado, aunque pocas mujeres llegan a perder la calma en tales situaciones. Se arrojó entre sus brazos y empezó a sollozar, como le pareció que la ocasión requería. Su marido, sin embargo, se mantuvo impertérrito.

—¿Y bien, Esmeralda? —preguntó mientras palpaba los turgentes traseros de sus sobrinas.

A la dama no le pasó desapercibido ese gesto, a pesar del aparente desconsuelo que sentía.

—Sí, Herbert —respondió en voz baja.

Era más que suficiente. Priscilla y Kate se mordieron los labios y disimularon una sonrisa. ¡Cuántos celos, deseos secretos, y pensamientos no compartidos! Debemos reflexionar sobre todos estos momentos.

Sin decir nada, me volví, recogí el maletín y me encaminé hacia la entrada, donde me aguardaban Selina y Emily. Ya no nos necesitaban. Aún nos esperaba el carruaje que las había traído, puesto que yo había despedido el mío en cuanto llegué. Un silencio reflexivo se apoderó de nosotras mientras nos adentrábamos en la campiña.

—Eran adorables, ¿verdad? —aventuró Selina al cabo de un rato.

Le sonreí, porque yo estaba pensando en lo mismo. De buena gana me habría acostado con Priscilla y Kate esa misma noche, y estoy segura de que a Selina también le habría gustado hacer lo mismo.

—No sólo adorables y con unos cuerpos perfectos, sino también muy interesantes —respondí, mirando a través de la ventanilla del carruaje.

—Sigue, Arabella. Dinos en qué estás pensando —insistió Emily.

—Pienso en lo breves que pueden ser esas aventuras. En un momento estamos allí y al siguiente nos hemos ido —comenté—. Naturalmente, si tuviéramos una casa propia podríamos continuar educando a Priscilla y a Kate, en compañía de caballeros, claro está. Y no sólo a las gemelas, porque en el vecindario hay muchas otras señoritas que podrían beneficiarse de nuestras atenciones y viceversa.

Una vez dicho esto, guardé silencio y esperé pacientemente. La idea de tener mi propia casa de placer me empezó a gustar cada vez más.

—Si una tiene su propia casa, sí que se podría hacer —dijo Selina, y miró a Emily que, sin embargo, agachó la vista sin saber qué contestar.

Sea como fuere, en ese mismo instante, el destino vino en mi auxilio, pues el carruaje había alcanzado a tres jinetes que iban por el ancho camino. Yo los conocía vagamente y, pidiéndole al cochero que se detuviera, les saludamos. La primera persona a la que saludamos era una muchacha de veinte años cuya melena dorada la hacía parecer una diosa. Detrás vino su hermana pequeña, a la que conocía como Maude. Su compañero era un apuesto caballero que se presentó como Robert.

—¿Os gustaría venir a cenar a casa esta noche? —les pregunté una vez despachados los usuales saludos.

La mirada de Robert se cruzó con la mía. Nos entendimos enseguida, como ocurre a veces con dos personas que se acaban de conocer. El aceptó en nombre de los tres.

Luego, les saludamos una vez más, despidiéndonos, y con el chasquear de las riendas de los caballos reemprendimos la marcha. Selina echó un rápido vistazo por la ventana para ver los redondos traseros de las dos jóvenes en sus monturas. Al cabo de un rato, se arrellanó de nuevo en su asiento y me dirigió una amplia sonrisa.

—Si tuviéramos una casa propia, estabas diciendo... —remarcó con una mirada maliciosa.

—Como la de lord C., sí —respondí, mientras Emily levantaba la cabeza.

—¿Estás hablando en serio? ¿Qué diría papá? Además, los has invitado a cenar —dijo como si no se hubiera dado cuenta de ello antes.

—No sólo a cenar, querida, sino a pasar la noche, aunque ellos todavía no lo saben —contesté, mirándola fijamente de manera que se sonrojó.

—¿Pero qué..., qué hará papá? —inquirió boquiabierta.

—Emily, ya basta de preguntas —sonrió Selina.

Entonces, las tres rompimos a reír. Yo volví a mis pensamientos. Estaba segura de que podíamos persuadir a lord C. Por la mañana invitaríamos a Herbert, a Priscilla y a Kate a que se unieran a nosotros. Si bien él no lo sabía aún, la mansión de lord C. se iba a convertir muy pronto en una verdadera casa de placer.