6

TODOS en París nos esperaban cuando llegamos diez días después; ya había pasado Semana Santa y la estación estaba avanzada. Era esencial dejarse ver en el Bois de Boulogne hacia el mediodía si una aspiraba a formar parte de los Diez Mil Más Distinguidos de Francia. Antes de acudir, sin embargo, Perla insistió en que debíamos ir á la mode, pues ninguno de los vestidos ni sombreros que habíamos traído eran adecuados ya que la moda parisina cambia tan rápido que una debe estar continuamente al día.

Como consecuencia, el bolsillo de mi tío se resintió de ello aunque el resultado final fue de su gusto y agradeció que no hubiéramos acudido a Monsieur Worth sino a un salón más pequeño donde los escotes eran considerados como lo mínimo que se exigía de elegancia, lo cual aborrecía Monsieur Worth, que lo había juzgado con una inflexibilidad que seguro procedía de sus orígenes ingleses pues, como solía decir, él vestía sólo a señoritas, a lo que Elaine respondió que no éramos tales y que lo único que pretendíamos era pasárnoslo bien. Ambas cosas eran ciertas, por supuesto, pero admiré su determinación de no importarle en absoluto sus modales, siempre que no fuera en público.

Por mi parte, me sentía como un pajarillo fuera de su jaula. Todos a nuestro alrededor eran unos perfectos desconocidos y en este sentido, me dio la impresión de estar asistiendo a una perpetua fiesta de disfraces. Perla hacía hecho un buen trabajo con mis padres, ya que no pusieron obstáculos a mi viaje; sólo papá me advirtió que tuviera cuidado con lo que hacía.

En cuanto a nuestros aposentos, no podían haber sido mejores. Elaine y yo disponíamos de una suite propia en un hotel cercano a los Campos Elíseos, mientras que mi tío y Perla habían tomado, por guardar las apariencias, habitaciones separadas. Nuestra «carabina» oficial ya había tomado las oportunas medidas para que no estuviéramos demasiado tiempo a solas y esa misma mañana nos llevó a la modista.

—Tenéis que estar perfectas, queridas mías; muy engalanadas y al mismo tiempo muy sencillas. Con esto quiero decir que vuestra lencería debe ser la más exquisita y seductora —declaró.

Puesto que éramos de su misma opinión, nos pusimos en sus manos.

—La ropa interior ideal —nos explicó—consiste en un ceñido corsé que constriña esa parte de vuestro cuerpo de manera que realce al máximo vuestras nalgas, caderas y pechos. Éstos últimos quedarán al descubierto, mas sujetos por el borde del corsé. La parte inferior del mismo será recortada en un pequeño círculo, de modo que el vello púbico quede igualmente expuesto.

Una vez estuvimos vestidas de esa manera, con unas medias y unos zapatos por complemento, nos condujeron a una habitación contigua al salón para que pudiéramos admirarnos frente a unos enormes espejos.

—Entonces, ¿no vamos a llevar faldas? —preguntó Elaine a Perla, que junto a la propietaria del establecimiento habían escogido diferentes colores, que iban del rosa al púrpura, pasando por el azul y, finalmente, el negro.

—¿Por qué no? Piensa, Elaine, que el resultado será más sorprendente si las llevas.

En efecto, así debía ser, porque al levantar las largas faldas quedaba al descubierto la bonita zona inferior del corsé, confiriéndole una apariencia más original que atractiva. Nos probamos todos los colores hasta que Elaine y yo nos decidimos por los corseletes negros que combinados con las medias de seda tenían un efecto que nunca habría imaginado. Eso mismo pensaba Perla, a juzgar por su comportamiento; no le importó lo más mínimo ponerse entre ambas frente a los espejos y palpar nuestros llenos y desnudos traseros al tiempo que ensalzaba nuestros encantos.

Al principio, el ajustado corsé casi me dejó sin aliento pero luego me satisfizo.

—Tenéis que dejároslos puestos para que os acostumbréis a ellos, ya que las muchachas más distinguidas de París los llevan —comentó Perla, volviéndose hacia la propietaria que vestía con suma elegancia.

—¿No es verdad, Madame? —le preguntó.

La señora asintió y nos invitó a sentarnos mientras traía unas bebidas. Al ser todo mujeres, no creímos inoportuno tomar el vino que nos ofreció y nos acomodamos en unas sillas forradas de terciopelo que caldearon nuestras desnudas nalgas.

Tras saborear aquel excelente vino en el paladar, Elaine y yo bebimos tanto que se me subió demasiado pronto y me sentí soñolienta. Las lámparas de araña de la habitación parecían danzar en derredor mío y tuve la sensación de que su luz era más intensa de lo normal. Me sentí flotar y en mi semiconsciencia vi a Elaine amodorrada en su silla. A mi lado, Perla y la propietaria susurraban algo.

—Comme elles sont jolies! Il va les sodomise maintenant?

—Oui. Leurs cons ont avait deja eté lubriques. II faut qu’elles etudient leurs leçons Grecques, Madame. Il veut bien bourrer son pinec entre leurs fesses —respondió Perla.

A pesar del embotamiento de mi cabeza, intuí el significado de sus palabras. Mis conocimientos del francés eran escasos pero bastaron para comprender que iban a «asaltar» nuestros traseros pues, como Perla había comentado divertida, nuestras vulvas ya estaban lubricadas. Intuí quién sería «él» y apreté las nalgas ante la idea de recibir por detrás el considerable mango de mi tío. Mi cabeza flotaba. Intenté despertar a Elaine, pero sólo lo conseguí a medias. Ella estaba sentada junto a mí con los ojos cerrados y la boca abierta. Incluso en esa postura se veía hermosa. Éramos presa fácil, con nuestros senos sobresaliendo del borde de los livianos corsés, el vello púbico expuesto, y las piernas todavía más atractivas con las medias de seda negras sujetas a éstos mediante unas mínimas ligas.

—Alors, il faut preparer la route —declaró la propietaria.

Yo había reparado en dos barras situadas a cada lado de la pared cuando entré en esa habitación. No les presté apenas atención porque creí que se utilizaban como adorno o simplemente para dejar los vestidos mientras te probabas uno. Sin embargo, de pronto intuí que con seguridad era a nosotras a quien iban a poner contra las barras con la intención, como la señora había dicho, de «preparar» nuestras routes. Cuando me quise dar cuenta, ya había entrado en la salita un joven no mucho mayor que yo. Resultaba evidente que había estado esperando una señal. El muchacho estaba desnudo. Era difícil no fijarse en su desafiante miembro, largo y acabado en punta como el campanario de una iglesia. Lo tenía tan pequeño que su grosor disminuía desde el nacimiento del pene que, por otro lado, era lo suficientemente robusto y firme para su propósito.

Elaine, menos consciente que yo, fue levantada por la dama mientras que Perla hacía otro tanto conmigo y nos abandonaba a nuestro destino.

—Pero, ¿qué...? —empecé a decir medio atontada.

—Vamos, querida, estás a punto de ser iniciada en algo que te será muy útil; Phillippe os enseñará. Él ha abierto al placer los traseros de muchas señoritas y ahora os toca a vosotras.

—¡Oh! —grité, o al menos eso creo, porque la voz de Elaine sonó por encima de la mía; sin embargo, nuestras protestas se hicieron sentir demasiado tarde.

Perla nos obligó a inclinarnos sobre la barra. Éstas, construidas a este efecto, tenían unas gruesas almohadillas de terciopelo para no oprimir los vientres; nuestros traseros quedaron expuestos como un ofrecimiento.

—¡No! ¿Qué sucede? —interrogó Elaine desconcertada al ver que la «Madame» la sujetaba por los hombros mientras Perla hacía otro tanto conmigo.

Mi prima y yo nos hallábamos tan cerca que nuestras caderas se rozaban y nos proporcionaban un cierto confort momentáneo. Pensando, quizás, que sería más excitante, el joven tomó primero a Elaine. Phillippe avanzó hacia ella con aire solemne y la asió por el talle para evitar que se moviera demasiado. Al cabo, la «Madame» lubricó con aceite aquel miembro en forma de espiral con una mano e introdujo el sobrante en el secreto orificio de Elaine. Al hacerlo, mi prima gimió de placer y acercó aún más su cadera a la mía; incliné la cabeza hacia un lado para poder ver lo que hacían.

—Sostenla con fuerza —le pidió Phillippe a la Madame, dejándome atónita.

—Por supuesto, cheri, ¿no lo hago siempre? Métesela con suavidad para que disfrute de ella. ¡Ah, qué buen chico eres por hacerlo con tanta delicadeza!

Tras esta ridícula frase, oí un grito de Elaine al primer contacto de aquel joven miembro viril en su ano. Era evidente que Phillippe conocía muy bien este arte, a juzgar por su lustroso sexo que, debido también a su delgadez no tuvo problemas para acomodarse en tan pequeño orificio. Elaine, sin embargo, no dejaba de gritar y habría escapado de no ser porque la Madame la agarró con más fuerza.

—¿Está duro, Phillippe?

—Mucho. De todos modos no es demasiado difícil; ya le he metido casi la mitad.

En efecto, así parecía a juzgar por las salvajes contorsiones de Elaine. Su respiración era agitada y entonces traté de incorporarme, pero Perla me tenía firmemente asida. Entonces me resultó imposible levantar la cabeza para ver algo; sólo pude oír los débiles jadeos de Phillippe y los lamentos de Elaine al ser «perforada». Mi prima dio un pequeño respingo en el momento en que la polla entró del todo, de modo que el joven la tuvo que aferrar con fuerza.

—No aflojes, querido, ahora que le has abierto las nalgas y se la has clavado toda. Pronto recibirá ese magnífico alimento. Muévete un poco —sugirió la Madame.

—Sí, Madame.

Phillippe gozaba con los gemidos cada vez mayores de Elaine cuyas caderas rozaban las mías con cada vaivén. No podía imaginar qué sentía ella, pero pronto lo sabría. Con destreza, Phillippe le dio una docena de estocadas y al cabo, conteniéndose, la retiró. Su miembro debía estar literalmente humeante, aunque sospecho que tales ideas se me ocurrieron más tarde, con la experiencia, y no entonces.

—Relájate, Arabella —murmuró Perla.

Un dedo me rozó el ano e intuí que era de Phillippe. Con destreza, untó con la yema del mismo una fina película de aceite alrededor y dentro del rosado orificio, obligándome a menearme como una potra, como me solían llamar cuando jugaba. Me resistí en vano; Phillippe estaba hambriento por asaltarme o quizás pensó que mi trasero era incluso más atractivo que el de Elaine. Sentí su polla y me abandoné pensando que tal vez al resistirme solo conseguiría prolongar el esfuerzo. ¡Ah, qué sensación! Sentí como si un largo y cálido tapón de corcho se introdujera dentro de mí. El aire salía a bocanadas de mis pulmones. Quise gritar de dolor pero no pude. Perla presionó con una mano mi espalda y la otra me acarició el cabello.

—Buena chica. Presiona tu trasero contra sus ingles —me susurró.

Aunque me repugnó hacerlo, obedecí. Al principio, cuando introdujo suavemente su miembro sentí un extraño cosquilleo que desapareció con cada persuasivo empuje. Grité. Sintiendo el contoneo de mis nalgas contra sí, Phillippe se envalentonó. De repente, me clavó los once centímetros de su verga. La sensación fue momentánea. Perla disminuyó la presión de su mano y levanté la cabeza para bajarla de nuevo. Un escalofrío recorrió mi espalda. Mis nalgas chocaron contra su vientre; ya estaba entaponada. Ahora me había tocado a mí experimentar lo que había visto a escondidas en casa de mi tío. Me turbé y traté en vano de expulsar su sexo. La presión del ano sólo sirvió para aumentar su placer.

—Ah, Madame, je t’en prie! —exclamó él.

—Sí, Madame, déjele, ya que ha gozado con una que inyecte a la otra —exclamó Perla quien, como luego diría, no podía contenerse ante la visión de verme sometida.

—Déjeme tocarle los testículos; sé que le gusta, ¿verdad, Phillippe? —suplicó la dama.

Elaine, que hasta entonces se había mantenido sorprendentemente fría, se dejó caer sobre unos cojines sin hacerse daño y, sin duda, tuvo un buen ángulo, pues miró hacia arriba al estar entre las piernas de Phillippe.

La escena ocurrió justo cuando recuperé del todo la consciencia. La dama se levantó las faldas y sostuvo los testículos del joven ahuecando la mano; masajeó a su hijo con suavidad al tiempo que le ofrecía su grupa, sin duda con la que el muchacho había aprendido su arte. Perla, como mera espectadora, se limitó a pasar junto a mí y a capturar los labios de la señora. Yo, entre ellas, sólo sentía las leves maniobras de la polla de Phillippe que, insertándola acompasadamente de atrás adelante y ayudada por su madre me hizo sentir el conducto más dilatado.

Por debajo de mí todo eran jadeos y sonoros besos mientras mi grupa se movía con violencia de atrás adelante. Una mano se introdujo en mi coñito. Era la de la Madame. Empezó a estimularme el clítoris con el índice y me hizo gemir de placer. El suyo fue asaltado por la mano de Perla, al tiempo que su propio orificio trasero era a la vez poseído por el dedo de Phillippe. Más tarde, Elaine me describiría con todo lujo de detalles la escena. Yo seguía estando enculada. El cosquilleo inicial se convirtió en puro deleite. El suave masaje de mi clítoris me llevó al clímax. Las piernas me fallaron mientras Phillippe presionaba con ardor galopante mi trasero. Me corrí en un momento eterno hasta con los jadeos del joven que me había enculado y los libidinosos besos que oía debajo. Se corrió sobre mi espalda y su semen empezó a resbalar deliciosamente por mis nalgas y muslos.

En mi iniciación todo fue tan fácil y placentero que me pareció estar bailando una gavota. Elaine parecía tener miedo, pero no tardó mucho en unirse a nosotras. Estoy segura de que le sorprendió no verme llorando ni retorciéndome tortuosamente. En ese momento, Phillippe desapareció, con la polla goteando aún.

—Vamos, ya hemos disfrutado bastante. Debemos regresar ya —anunció Perla divertida, como si en realidad hubiéramos asistido a un torneo de tiro con arco femenino o algo así.

En efecto, yo había sido el blanco de una flecha, así que el símil no era tan descabellado. Me ardía el trasero por dentro, pero era una sensación agradable. Elaine se recreó en ello mientras volvíamos a casa en un carruaje, asegurándonos que no podría sentarse en una semana y eso que en ese momento lo estaba.

—Ha sido un buen preludio a nuevos placeres. No tardaréis en disfrutar de deleites más prolongados. Todo el mundo conoce el método griego o turco, aunque algunos lo denominan vulgarmente sodomía. Los traseros son tan elásticos como los chochitos y las lenguas y pollas introducidas de esa manera proporcionan infinitos placeres —nos explicó la dama.

—¿Las lenguas pueden hacernos gozar en ese sitio? —inquirí.

—Naturalmente, siempre que se haga de forma adecuada y la lengua sea diestra. De hecho, en París lo llaman feuille de rose y es un exquisito acto de amor que después experimentaremos. Consiste en que una señora se lo lama a otra justo antes de que la penetren, con el fin de humedecérselo —aclaró Perla.

—Phillippe se corrió dentro de ella, estoy segura —comentó Elaine, que no sabía si reírse o no mientras continuaba moviéndose en su asiento más que yo misma.

Como nos dijo Perla, eso era de esperar, aunque no sucedía con frecuencia. Nuestros traseros se acostumbrarían a recibir en su interior el semen masculino y añadió que ese método también tenía sus ventajas, pues no se corría peligro de quedar encinta y por eso se podía absorber todo el esperma que una quisiera.

—Entonces, ¿gozaste con eso? —preguntó Elaine frotándose la nariz como sí no estuviera segura de si le gustaría o no a ella.

—Sí, eyaculó y me inundó toda. Lo sentí incluso más que en mi coñito —repuse, al percatarme de que era cierto.

—Así pues, ya habéis aprendido algo más —rió Perla, convencida de que estábamos más avanzadas de lo que quisimos creer.

—Espero que papá no lo sepa, y me imagino que no se lo dirás suplicó Elaine.

Perla se echó a reír de buena gana, pues sabía tan bien como yo que mi prima no estaba sino dejándose llevar otra vez por la hipocresía.

—Querida Elaine, para eso estamos ahora en París y aquí no se considera pecado gozar. Los chochitos y los traseros deben dejar entrar a las pollas —repuso Perla, repitiendo las mismas normas que Elaine me dijera la primera noche.

Miré a mi prima y ésta se sonrojó. Nuestra conversación con Perla fluía con naturalidad, así que comentamos lo que había ocurrido y lo que aún nos quedaba por conocer. Había sido una aventura señalada, elegante y casi estrafalaria, dos elementos que conjugamos adecuadamente para hacer el asunto más picante. Elaine y yo pusimos cara de preocupadas, como solía hacer ella para disimular sus deseos, y nos imaginamos a Perla siendo ensartada por una polla. Estas fantasías añadían gracia al sabor de nuestras aventuras.

Ya en el hotel, nos complació encontrarnos con dos caballeros muy elegantes que se unieron a nosotras. El primero de ellos, unos años más joven que mi tío, se nos presentó como el conde d’Orcy. El otro, un joven guapísimo, se dio a conocer como su sobrino Roald, aunque nunca estuve segura de ello y, en realidad, tampoco importaba. Nos invitaron a cenar tras admirar nuestros flamantes vestidos nuevos. Debido a los extremados escotes, ambos caballeros se recrearon ante la visión de nuestros turgentes pechos realzados por los corsés, lo cual les satisfizo en gran medida, aunque a mí me hicieron sentir violenta.

Lejos de invitarnos a una orgía, como pudiera pensarse, disfrutamos de una deliciosa conversación que me iba a servir como parte del arte de las buenas maneras, como preámbulo de los combates amorosos. Escuché y aprendí muchas cosas, ya que sus intervenciones fueron en inglés como deferencia a Elaine y a mí. Allá donde fuéramos, el Bois de Boulogne o las carreras de Longchamps, habría varias jóvenes vulgares, de modo que tendríamos que aprender a diferenciarlas de las señoritas mediante una cuidadosa observación de sus vestidos.

En cualquier caso, el conde nos advirtió que también habría un reducido número de mondaines, las prostitutas más ricas y atractivas de París, que gastaban pequeñas fortunas en vestidos y joyas, así que sólo las podríamos distinguir por sus nombres o su reputación.

—Y a nosotras, ¿por qué nos tomarán? —pregunté preocupada, pues creí que a esas alturas ya habíamos intimado lo suficiente con ellos.

—Por lo que vosotras queráis —repuso el conde—. Yo diría que a juzgar por vuestro exquisito atuendo no os podrán tomar sino por lo que sois, verdaderas señoritas. Sin embargo, os aconsejo que cuando vayáis al tocador os comportéis como muchachas corrientes.

—Os estamos muy reconocidas, ¿verdad, Elaine? —sonreí aunque mi prima, aún incomodada por la presencia de su padre, sólo insinuó una sonrisa.

Dos horas y mucho champán después de esta agradable tertulia, nuestros invitados se despidieron, no sin antes prometernos que nos recogerían a las ocho para salir a cenar. La calma que reino luego no duró mucho. Estaba realmente harta de moverme, y supuse que Elaine también, pues ya nos habíamos sentado en la suite de mi tío. Pero Perla vino a romper nuestro dulce y soñoliento descanso porque al ver las puertas del dormitorio de mi tío abiertas nos obligó a levantarnos.

—Vamos, queridas, ya es hora de que enseñéis vuestros corsés —nos ordenó.