Nos anunciaba, más bien queríamos creerlo, una primavera de la libertad en España.
La Revolución de los Claveles fue un gran acontecimiento que habría de sacudir la vida política en España. La revolución portuguesa de jóvenes militares descontentos con la política en las colonias fue un grito de esperanza para muchos españoles que ansiaban la democracia en nuestro país.
Las dictaduras de Franco y Salazar habían hecho un largo camino juntas, y el hundimiento del aparato estatal autoritario en Portugal nos afectó muy intensamente a todos. La dimensión de los efectos del 25 de abril portugués tiene un reflejo emocionante en la reacción popular que generó en España. Cuenta Mario Soares que la noticia de la revolución le cogió en una visita a Alemania; él sufría exilio en Francia. Se trasladó a París y tomó la decisión de volver de inmediato a Lisboa.
Como el aeropuerto lisboeta había sido cerrado, cogió un tren que le llevase a Portugal atravesando Francia y España. La última parada antes de llegar a la frontera portuguesa era Salamanca. Soares no tenía noticias en el tren sobre l marcha del proceso revolucionario, por lo que pensó bajar en Salamanca para intentar conocer si la revolución había logrado su objetivo. Al llegar el tren a Salamanca, baja del vagón y se encuentra una multitud de españoles con claveles gritando "¡Viva Portugal!". Comprendió, en España, que la revolución había triunfado.
Para los socialistas españoles los años 1974 y 1975 fueron tiempos de viajes portugueses. La plaza del Rossio, lugar de concentración política diaria; la avenida de la Liberdade, centro de las manifestaciones; la alameda Afonso Henriques, de grandes mítines, y sobre todo la Rua São Pedro de Alcántara, donde tenía su sede el Partido Socialista Portugués, fueron lugares familiares para mí.
Las visitas a la Lisboa liberada eran alegres fiestas y fuente de aprendizaje. Allí seguí muy de cerca las fluctuaciones de una democracia naciente que encontró graves dificultades en los intentos de tutelaje del Consejo de la Revolución (militares) y en los titánicos esfuerzos del Partido Comunista de Portugal por hacerse con el poder no a través de las urnas, sino por el control de algunas figuras militares y la apropiación de la calle con la creación de grupos que hablaban en nombre de la Assembleia do Povo, y que restringían la libertad de las personas.
Me involucré en la pugna por alcanzar la unicidad sindical (sindicato único), objetivo del PCP, y la resistencia de los socialistas, que aceptaban la unidad de acción pero con pluralidad sindical.
Hubo momentos en los que la democracia parecía perderse en Portugal, especialmente en el entorno de noviembre de 1975. Fue la tenacidad de un hombre, su fe en que la mayoría de los portugueses amparaban la democracia, lo que salvó a Portugal de despeñarse por un sistema de soviets que liquidara la joven democracia.
Mario Soares demostró una firmeza y una resistencia excepcionales en la vida política. Pasó por momentos de gloria y por tramos amargos, pero supo soportar todo con estoicismo y pensando siempre en el horizonte. Viví con él muchas horas apasionantes.
En una ocasión en que había acudido yo a Lisboa a una reunión internacional convocada por Soares, se celebraba, simultáneamente, un Congreso de Juventudes Socialistas de España en Sintra, porque en España era imposible su autorización por el Gobierno de la dictadura.
Le dije a Mario que me ausentaba de la reunión para participar en la clausura de los jóvenes socialistas españoles, y de inmediato me dijo: "Te acompaño". Nos metimos en un pequeño automóvil, un Mini, conducido por él. El viaje se hizo eterno, pues al denso tráfico de las carreteras próximas a la playa, cada vez que algún automovilista reconocía a Mario, se detenía, provocando un gran atasco, pues todos salían de su vehículo para aclamarle. «" O noso home!"», le gritaban.
Una vez en el Congreso, Soares intervino con un discurso bastante más radical de lo habitual en sus posiciones. Cuando terminó se lo comenté, y con un gesto de comprensión me dijo: "Son jóvenes", y se lanzó a la piscina del hotel donde discurrían las sesiones. Probablemente necesitaba refrescarse por el "calentón" ideológico al que se había sometido durante el discurso.
Durante otra de mis innumerables visitas participé en un mitin en la alameda Afonso Henriques.
Centenares de miles de personas se habían congregado para exigir la continuidad del proceso democrático, en riesgo por la actitud del Partido Comunista en connivencia con el primer ministro militar. En el escenario, Mario Soares, Salgado Zenha (la serenidad revolucionaria), Tito de Morais y algunos invitados extranjeros, Michel Rocard, Alain Touraine, Michele Aquille y yo.
Antes de comenzar el acto empezaron a llegar noticias de ataques a los grupos socialistas que desde otras localidades se dirigían al mitin en Lisboa. El ambiente se fue caldeando; se incendió cuando comenzaron a llegar los heridos a causa de las agresiones. Se acercaban a la tribuna y eran izados por la multitud hasta subirles al escenario. Narraban a los asistentes los detalles de los golpes e insultos de los grupos de comunistas que les habían detenido en las carreteras, y el público bramaba en protestas y muchos lloraban con amargura.
En uno de los instantes de auténtico paroxismo se me acercó Michele Aquille, un socialista italiano del ala izquierda, hombre culto y sereno, y me dijo al oído: "Es la primera vez que asisto a un acto anticomunista". Yo no podía contener mi sorpresa ni mi rabia. Así que éramos testigos de un acto de intimidación violenta de los socialistas por parte de los comunistas, pero el juicio del intelectual invertía la prueba para terminar cayendo en el tópico de la izquierda europea, el anticomunismo.
Me hizo reflexionar mucho sobre la eficacia que en la izquierda europea había tenido la campaña de acusación de anticomunista contra cualquiera que hiciera una crítica al comunismo.
Eliedo a ser anatematizado con el sambenito de anticomunista había lastrado la actitud crítica de la izquierda europea, política e intelectual, respecto a los crímenes de Stalin, ante los que prefirieron la ceguera para no cargar de munición a la derecha contra la experiencia comunista. Rosa Luxemburgo había colgado en su despacho un rótulo que decía: "La verdad siempre es revolucionaria".
Aquel día en Lisboa estábamos ante un caso paradigmático. Los socialistas habían convocado a sus seguidores a una gran concentración. Los comunistas quisieron evitar una demostración de fuerza popular, y llegaron a la práctica violenta con muchísimos socialistas que querían oír a sus dirigentes. Y cuando se oían las protestas por tan antidemocrática, abusiva, desleal y delictiva actitud, un intelectual valioso como Aquille se sentía molesto porque aquello le parecía un espectáculo "anticomunista".
En España las restricciones a las críticas de la actuación comunista eran aún más fuertes, porque la acusación anticomunista se identificaba con Franco, adalid del anticomunismo.
Nunca acepté la limitación a expresarme con libertad. Siempre he tenido respeto y reconocimiento por los militantes comunistas españoles, de cuya entrega por la causa del comunismo no es posible dudar, creían en las ideas y se sacrificaban por ellas; es una conducta noble y moral. Pero otra cosa es mantener una actitud de postración, genuflexión, ante todo lo que hacen los comunistas. He podido comprobar una simpatía fiel de los militantes comunistas hacia mis posiciones y una gran desconfianza de los dirigentes, en parte quizá también porque hayan considerado que mis posiciones me hacían un rival más eficaz que otros para captar a sus posibles seguidores.
Recuerdo que en una ocasión, en Córdoba, intervine en un acto público en el que se analizaban las posibilidades de la izquierda en el futuro. Hice unas precisiones sobre el efecto desmoralizador de la izquierda por el conocimiento de que Stalin había perpetrado millones de crímenes políticos, y parte del público silbó enfadado por lo que no era más que una mención a un hecho histórico incontrovertible del que todos debían sentirse avergonzados como una tacha negra en la historia de la humanidad.
Más tarde el miedo a la crítica libre sobre el comunismo se ha debilitado mucho, sustituyéndolo en parte por el metus reverencialis de una parte de la izquierda política e intelectual ante las actitudes nacionalistas.
Fue en Lisboa, en la sede del Partido Socialista Portugués, visitando a Mario Soares, donde conocimos a Willy Brandt, un gran amante de España y de su causa democrática. No es posible olvidar el abrazo de Brandt al saber quiénes éramos Felipe y yo, ni cómo sus ojos se llenaron de lágrimas. En Brandt siempre reapareció su lado sentimental en todo lo que tuviera referencia con España. Gran luchador contra el fascismo, testigo de la Guerra Civil española, sentía en su interior el pudor por la actuación de los gobiernos europeos durante la contienda; fue una pesadumbre que le acompañó toda su vida. Para los socialistas españoles fue un compañero solidario inolvidable, como Olof Palme, como Bruno Kreisky.
La amistad de Willy Brandt sirvió para completar las especulaciones políticas que se hacían sobre la posición de los socialistas.
A comienzos de 1975 el Gobierno de Arias Navarro desencadenó la más intensa represión contra los socialistas. En la clausura de la Conferencia de Helsinki el canciller alemán, Helmut Schmidt, lo denunció delante del propio Arias Navarro.
El 1 de mayo de 1975 tuvimos ocasión de comprobar el falso aperturismo de Arias. Habíamos preparado una concentración ante la tumba de Pablo Iglesias en el cementerio civil de la Almudena.
Más de mil militantes de Madrid y otras provincias acuden al cementerio, cuyas puertas encuentran cerradas por orden gubernativa. Se convocaba a los militantes para rendir homenaje al fundador del Partido y de la UGT.
En el entorno del cementerio nos esperaba un despliegue policial colosal. Policías a pie y a caballo rodeaban las tapias del cementerio, con una concentración masiva en las puertas, que permanecían cerradas. En el cielo, varios helicópteros vigilaban los movimientos de los que acudían.
Como fuerza de apoyo de la policía, un grupo de Guerrilleros de Cristo Rey, dirigidos por Mariano Sánchez Covisa.
La policía detuvo a un centenar de pacíficos manifestantes, que fueron introducidos en dos autobuses que les condujeron a la Dirección General de Seguridad en la Puerta del Sol.
La escena tenía un sello chileno, semejante a las imágenes recientes durante el golpe de Pinochet: detenciones masivas en autobús, detenidos heridos por el aporreamiento de policías y "guerrilleros".
Los acontecimientos del 1 de mayo confirmaron nuestra posición de firmeza, nuestra confirmación de que una evolución desde los presupuestos de los aperturistas de Arias envilecería la democracia futura.
Vivíamos entre dos fuegos: al régimen le interesaba propalar la especie de que los socialistas tenían alguna connivencia con sus proyectos y a los comunistas les resultaba oportunísimo difundir el "colaboracionismo" del PSOE con la nueva etapa del régimen.
En aquellos momentos me dominaba la impotencia. Volvía una y otra vez a las advertencias de los viejos militantes socialistas acerca de la escasa confianza que merecían los comunistas durante la guerra. Me venían a la mente las incontables historias de las "traiciones" de los comunistas en el frente durante la guerra, las acusaciones de socialtraidores. Toda esta acumulación de prejuicios sobre los comunistas era corroborada por su conducta poco leal cuando expresaban sus dudas en cuanto al proyecto de futuro sin comunistas que "aceptarían" los socialistas. Esta insidia fue redoblada más tarde, ya bajo la presidencia de Adolfo Suárez.
La "connivencia" se completaba con la imagen conservada muy posteriormente de que el socialismo de Willy Brandt mantenía nuestra bolsa repleta de marcos alemanes. Cuánto habríamos deseado contar con algunas ayudas de los socialistas europeos. Nos resultaba indignante que fuesen los dirigentes del PSP bien aprovisionados por alemanes, italianos y venezolanos y los comunistas, con ayudas de los países del ámbito soviético, los que nos acusaban de estar bañados en el papel de los marcos.
La verdad era una inmensa pobreza. No teníamos nada: habíamos de pagar nuestros viajes, estancias y alimentación del bolsillo particular de cada uno. Cuando rogábamos a la dirección del exilio que nos facilitara algunos recursos, siempre obteníamos el mismo resultado: "Lo que tenemos en reserva es para una eventualidad, por si ocurre algo". ¿Pero aún pueden pasar más cosas?, si estamos sin máquinas de reproducir, hemos de buscar entre los militantes con toda urgencia para pagar las fianzas de los "caídos".
Ellos se mantenían firmes. Tenían unos 700.000 francos en pagarés para situaciones de crisis, como si no lo fuera la que vivíamos en España. Recuerdo nuestro alborozo al conseguir sacarle al tesorero Pepe Mata, un asturiano recio y ejemplar, 250.pesetas para una multicopista de gran eficacia. La honradez personal de los exiliados era proverbial. En una ocasión Pepe Mata puso en venta su modestísima casa de Arles, porque le faltaban unos francos en el balance de las cuentas.
Me ofrecí a revisarlas con él, y todo resultó un simple error de suma. La satisfacción que vi en su rostro -su honor no sería puesto en causa- me compensó de muchos sinsabores.
Teníamos que convivir con los rumores infamantes contra el Partido, la connivencia con el sistema y la financiación de la socialdemocracia alemana. Habíamos recibido un sondeo desde el Poder: querían saber nuestras expectativas y exigencias. Llegó a través de un tal Muro, que conectó con Pablo Castellano y que imaginábamos estaría enviado desde los servicios de la Presidencia del Gobierno. Aunque lo desconocíamos todo sobre el personaje, adivinamos que sería militar por una sencilla anécdota. Era así todo en aquella época, cualquier indicio, la menor orientación servía para llegar a conclusiones. El caso es que tras la entrevista el personaje pidió el abrigo que había dejado en la entrada diciendo "Yo traía un tabardo". El uso del término nos convenció de que el individuo era militar. No dijo nada que pudiese comprometer a nadie. Su interés estaba en saber qué posición mantendrían los socialistas en el proceso de "apertura". De nuestra parte la respuesta fue nítida, lo que pareció decepcionarle.
Pronto la evolución de los acontecimientos arruinaría el esfuerzo de remozar la fachada que intentaba el régimen.
La mañana del 25 de septiembre de 1975 fueron ejecutadas en Madrid, Barcelona y Burgos las últimas condenas a muerte del franquismo firmadas por el Gabinete Arias. Se levantó una reacción internacional muy fuerte que alimentó el instinto de supervivencia del régimen, que escenificó una vez más la repetida veneración del tirano en la plaza de Oriente.
El día 1 de octubre, Franco saldría por última vez al balcón del palacio de Oriente, remachando lo que había sido su falaz y grotesco discurso durante cuarenta años.
Todo obedece a una conspiración masónica izquierdista en la clase política, en contubernio con la subversión comunista terrorista en lo social, que si a nosotros nos honra, a ellos les envilece.
Analizando el franquismo con frialdad, a distancia, es difícil comprender cómo un régimen pudo sostenerse durante cuarenta años con un discurso tan disparatado en Europa. ¿Cómo pudieron adaptarse a tal dislate las élites informadas de la sociedad? No hablo de los intelectuales, artistas, minoritarios comprometidos políticamente; me refiero al profesor, al notario, al agente inmobiliario, al científico, al abogado, al economista que sin participar de la confrontación a la dictadura no tuvieron sensibilidad ante lo monstruoso de la construcción social del régimen.
Pocos días después de aquel discurso en la plaza de Oriente, el caudillo sufrió una insuficiencia coronaria aguda en el curso de un proceso gripal (la justicia poética representada en la salida al balcón del palacio), con graves consecuencias: hemorragia digestiva, parálisis intestinal, trombosis venosa mesentérica, regresión pulmonar… una completa descomposición del dictador que fue artificialmente mantenido para preparar el pos Franco por unos y para salvar lo que pudieran por otros. La canalla franquista desmembraba los restos del cadáver antes de la pérdida definitiva de los privilegios.
La oposición democrática estaba expectante ante el final biológico del dictador y temerosa de los últimos coletazos de la debilitada dictadura. Los más duros del régimen habían organizado una operación represiva contra todos los opositores que llamaron "Operación Lucero", de la que se temían detenciones masivas y eliminación de los más significados luchadores por la democracia.
En los últimos días de octubre viajé a Francia para una reunión del Partido y para entrevistarme con socialistas franceses para informarles de lo que se preparaba, con el objetivo de que presionaran a las organizaciones internacionales para detener lo que podía convertirse en un baño de sangre.
El 1 de noviembre me desplacé a Collioure al acto de recuerdo a Antonio Machado en el centenario de su nacimiento. Al llegar al cementerio, que ya había visitado en muchas otras ocasiones, encontré a una muchedumbre de españoles que me abrieron paso hasta la tumba, donde ya estaban el presidente de la República Española en el exilio, José Maldonado; el primer ministro de la República, Fernando Varela, y el extraordinario hispanista francés Marcel Bataillon. Tuve el honor -inesperado y excesivo- de compartir discursos con ellos. Mientras rememoraba al poeta sevillano, la emoción me oprimía el pecho y la garganta. Fue un discurso improvisado, sin estructura, pero con seguridad el más sentido de mi vida. Cuando terminó el acto, en el que las lágrimas acudieron a los ojos de muchos de los presentes, nos reunimos a comer en el restaurante La Corbeta y conversamos -mi ánimo devorado por mi timidez ante tan altas personalidades-sobre el futuro de España y acerca de las previsiones sobre los restos del poeta.
Los máximos representantes de la República mostraron clarividencia y generosidad. No aceptaban ninguna cesión en la defensa de las instituciones legales de la República, pero abrían un espacio de comprensión si se recuperaba una democracia sin limitaciones.
Marcel Bataillon se opuso apasionadamente al traslado de los restos de Antonio Machado a cualquier lugar de España, ni entonces ni en el futuro.
Antonio Machado cruzó la frontera en un piélago de refugiados el 27 de enero de 1939. Poco después, el de febrero, moría en una habitación de hotel en Collioure. Dos días más tarde le acompañó su madre. El entierro provisional se efectuó en una tumba familiar cedida por su dueña.
Más tarde, madre e hijo descansarían en su propia tumba en el destierro.
Pero aún había de sufrir el poeta un último destierro. En el expediente de depuración que mereció a la Administración española el poeta Antonio Machado en 1941, se expresaba nítidamente la obcecación de aquellos que con conciencia de vencedores se cegaron hasta el absurdo. En aquel se conjugaba un resultado ("que el Sr. Machado falleció en un campo de concentración [sic] en Francia en donde había huido ante el avance de las tropas nacionales en Cataluña") con una decisión a todas luces contradictoria ("La Comisión acuerda por unanimidad proponer la separación definitiva del servicio de D. Antonio Machado con pérdida de todos los derechos pasivos"); claro que el objetivo perseguido no era el contemplado directamente en el documento, sino perseguir a golpe de vengador decreto la fructificación de las ideas que del poeta sevillano pudieran germinar en el corazón de las jóvenes generaciones.
Cuando en 1957 conocieron los amigos de Antonio Machado en Collioure los deseos de académicos españoles de trasladar sus cenizas a España, comenzó un largo y penoso esfuerzo por mantener la tumba sufragada popularmente y cuidada con cariño por los habitantes de Collioure cuando en su tierra natal pocos se ocupaban del poeta.
José Machado y su esposa Matea enviaron un poder notarial al hispanista Marcel Bataillon en el que expresaban: "Nosotros nos oponemos a todo traslado de estos dos cuerpos a España, como una disposición contraria en el actual estado de cosas y de sentimientos que impulsaron a Antonio Machado y a Ana Ruiz a desterrarse".
Esa frase, "en el actual estado de cosas", abriría la polémica posteriormente. A principios de 1977 el Ayuntamiento de Sevilla, aún no democrático, inicia los trámites para trasladar los restos de Machado al Panteón de los Hombres Ilustres de Sevilla.
De inmediato requerí de Marcel Bataillon, mandatario de los hermanos José y Joaquín, su posición acerca del traslado. Recibí una respuesta cargada de generosidad y reflexión.
No podemos resucitar un mandato que en realidad expiró con la muerte de José Machado por no haberse concretado entonces en una línea de conducta definida.
Personalmente siempre pensé que Antonio (y sus hermanos desterrados) excluían la vuelta a España reinando Francisco Franco. No puedo decir más. No sé qué clase de Panteón de hombres ilustres es ese de Sevilla. Para mí el mayor argumento contra esta "última morada" es que atropellaría la vocación de sencillez del gran poeta.
La misma coincidencia nos había llevado a Giner y a mí a escoger para el epitafio de Collioure la redacción más sencilla y neutra. Creo que si ha de surgir una polémica hay que esgrimir en ella argumentos morales y estéticos (además del histórico de la muerte en Collioure… hay otros españoles ilustres que descansan fuera de España).
Ya en 1975, el día de los difuntos, cuando conversamos en la sobremesa, me pareció acertada su posición, que hice mía. Porque, con ocasión del traslado,?habría de hacerse a Sevilla, ciudad natal del poeta; a Soria, en cuyo cementerio del Espino descansa Leonor; a Segovia, a Madrid, a Baeza ¿Se habrían de trasladar también los restos de Ana Ruiz, su madre, que le acompañó siempre?
Estas complejas circunstancias inciden sobre un fondo de principios: la idoneidad de la tumba de Collioure para los restos del poeta. Allí murió, allí atendieron su agonía y sus exequias, y allí se ha creado con naturalidad un lugar de peregrinación laica. La tumba de Machado se ha convertido en un símbolo de todos los españoles que murieron fuera de la patria.
A la vuelta del homenaje a Machado 1 de noviembre de 1975, cerca de la muerte del dictador tomé un tren desde la frontera a Barcelona. En él viví una aventura que puso ante mis ojos la ineluctable evolución de la dictadura.
Al entrar en el vagón comprobé la apariencia de los pocos viajeros que lo ocupaban -siempre llevaba las antenas activadas-; elegí un compartimento y antes de colocar la bolsa de viaje que portaba saqué un paquete de billetes (el equivalente a un millón de pesetas en francos, para la propaganda tras la muerte de Franco) que había logrado en Francia y lo coloqué en la bolsa del asiento anterior al adosado al mío. Después de unos pocos kilómetros un hombre joven se me acercó y me dijo:
–Policía. ¿Me enseña su documentación?
Le mostré mi carnet de identidad, lo tomó y me invitó a seguirle:
–Acompáñeme Hice un esfuerzo para evitar que mis ojos se dirigieran al lugar donde había colocado el dinero.
Llegamos a la plataforma de paso al vagón siguiente, donde esperaban dos guardias civiles, jóvenes también. El policía con vestimenta de paisano le indicó con la cabeza la dirección de mi asiento. A la preocupación de la detención añadí la pesadumbre de la pérdida del dinero.
El policía, con tranquilidad, me preguntó si venía de Collioure, de la tumba de Machado. Me pareció absurdo negarlo. – ¿Sabe usted que ese era un acto prohibido, organizado por los republicanos?
–Yo solo sé que era un acto de homenaje a un gran poeta y un gran español.
Me pidió que sacase todo lo que llevase en los bolsillos. Enseguida comprendí que buscaba el folleto del acto de homenaje, tachonado en su frente con una vistosa bandera republicana. Lo tomó, lo leyó, observó, le dio vueltas y se disponía a hablar cuando irrumpieron los dos guardias civiles con una sola palabra:
–Nada.
Mi mente resolvió rápido: no lo han encontrado o se lo han quedado ellos sin que piensen declararlo.
El policía de la Brigada Político Social los despachó con un gruñido, y tras esperar que nos quedáramos solos dijo con voz suave y muy lentamente:
–Usted sabe que esto va a cambiar, y que tal vez dentro de unos días perseguir estas cosas sea ridículo. Bájese dos o tres estaciones antes de llegar a Barcelona, porque allí, en la estación, le están esperando para detenerle.
A la alegría por la solución se agregó la evidencia de que el régimen de la dictadura terminaría inevitablemente con el dictador.
Dándole las gracias, quise recuperar el folleto, y me sorprendió diciendo que a él también le gustaría conservarlo. Mi imprudencia y mi tesón me llevaron a plantearle que era mío y quería conservarlo. Me lo dio.Volví a mi asiento, donde me esperaba una nueva sorpresa que me confirmaría mi primera impresión.
Con todo el disimulo posible intenté comprobar que los billetes seguían en la bolsa del asiento.
Habían desaparecido. Estaba maldiciendo a los guardias civiles cuando oí un siseo desde el otro lado del pasillo. Una chica muy joven me señalaba con sus ojos hacia el portamaletas de su asiento, indicándome que el dinero estaba allí. Pasado un rato, se levantó, bajó el maletín, sacó el paquete de billetes y me lo entregó. No encontraba palabras para mostrarle mi gratitud; quise conocer su nombre y dirección, pero me espetó seca y sonriente:
–No estoy en política, pero quiero ayudar cuando puedo. Me di cuenta de lo que pasaba y quise echar una mano.
Me bajé antes de llegar a Barcelona y de aquella joven nunca tuve el más leve conocimiento.
El cambio hacia la democracia había estado incubándose sin que nosotros alcanzáramos a verlo con la claridad con que un hecho como aquel proporcionaba. Cuando lo conté a los compañeros, reaccionaban con una mixtura de incredulidad y esperanza. Para mí fue un bálsamo en la visión del futuro.
Existía una posibilidad de que el tránsito a la democracia tan deseado pudiera hacerse pacíficamente.
Todavía antes del día en que murió Franco tuve una salida al extranjero para recabar apoyo ante las consecuencias que pudieran derivarse de la desaparición del dictador y la reacción de sus herederos políticos.
El SPD (Partido Socialdemócrata Alemán) celebraba su congreso en la ciudad de Mannheim.
Nos invitaron a participar con un especial interés de Willy Brandt, dado el trágico momento político de España. Felipe y yo solicitamos un pasaporte.
El día 13 de noviembre me convocaron en la jefatura de Policía para comunicarme que me había sido concedido un pasaporte para un solo viaje y para un solo país, Alemania.
Partí inmediatamente, pues el Congreso comenzaba dos días después, con la esperanza de que Felipe pudiese conseguir un pasaporte en condiciones semejantes, pues éramos conscientes de que aquello solo podría ser el resultado de una presión del Gobierno alemán.
Llegué a Mannheim, donde me recibieron los compañeros alemanes y me trasladaron directamente a una cervecería donde se celebraba el cumpleaños o efeméride parecida del canciller Helmut Schmidt.
El lugar de la fiesta era una sala gigantesca totalmente llena de mesas alargadas de madera natural sin pintura y bancos corridos del mismo material. Las jarras de cerveza no dejaban de correr sobre nuestras cabezas y los cánticos con que se divertían los presentes aturdían más que los litros de cerveza. Compartí mesa con el canciller, con Willy Brandt y otros dirigentes, casi todos acompañados por sus esposas y en algún caso por la secretaria, que años después sería esposa.
El regalo que entregaron a Schmidt fue una gorra de marinero griego que después haría famosa, pues la utilizó en casi todos los actos públicos en los que intervenía.
Acabada la cena y rodeado de socialdemócratas ebrios, me recogí en el hotel, donde tuve un encuentro muy grato. Esperaba ante el mostrador de la recepción que un cliente recogiese la llave de su habitación para pedir yo la mía, pues ya estaba inscrito por cuenta de la organización del Congreso, cuando se volvió quien me precedía. Un hombre mayor, con abrigo, cuello levantado y sombrero, a quien no reconocí. Él se quedó mirándome con fijeza y me preguntó en francés: "¿Es usted Alfonso Guerra?". Dudé cómo reaccionar. ¿Qué significado podía tener que un hombre a las dos de la madrugada en el hall de un hotel en una pequeña ciudad alemana me reconociera? Antes de que dijera una sola palabra, tendió su mano y me dijo: "Bienvenido. Soy Bruno Kreisky". Al compás que crecía mi azoramiento lo hacía también mi admiración por un hombre a quien yo apreciaba pero con el que nunca había cruzado una mirada. La turbación se debía a mi torpeza por no haberle reconocido. Mi admiración por la sencillez de un hombre que era canciller de Austria, que acudía al hotel solo y era capaz de distinguir a un modestísimo socialista ilegal en su país, desconocido para todos menos para el canciller austríaco, que era capaz de reconocerle en un marco inhabitual para los dos.
Pasamos un largo rato de conversación que continuamos al día siguiente en el Congreso.
En la mañana de aquel día, Brandt me comunicó su deseo de hablar conmigo. Acudí a su despacho y me hizo una propuesta extraordinaria:
La cena de gala del Congreso la tendremos esta noche en el castillo de Heidelberg. Yo pronunciaré mi discurso, pero me gustaría mucho que después intervinieras tú para alertar a todos los delegados del Congreso, los hay de muchos países con varios primeros ministros y ministros, sobre los peligros que amenazan a los españoles ante la muerte del general Franco.
Le agradecí la generosidad y la solidaridad con que reaccionaba a los problemas de España, de los demócratas y de los socialistas españoles.
Unas horas más tarde se me acercó en el salón del Congreso para advertirme de un cambio en el plan de la noche. Me explicó que el delegado del Partido Laborista de Israel, Isaac Rabin, había exigido hablar en la cena, y que dado lo ocurrido en Naciones Unidas no podía negarse. Le manifesté mi reconocimiento por la delicadeza de consultarme la cuestión y mi conformidad absoluta con lo que había decidido.
El día anterior en la Asamblea de Naciones Unidas se había presentado un proyecto de resolución que pretendía identificar sionismo como una forma de racismo. La votación resultó victoriosa, tal vez porque unos acontecimientos recientes en el territorio ocupado por los palestinos había predispuesto a muchos países contra Israel.
En la noche me dirigí a Heidelberg, subí a pie la pina calzada que conduce al castillo y quedé sorprendido por el ceremonial con el que recibían a los invitados. Hachones estratégicamente colocados era toda la iluminación existente, y guardias vestidos con ropa medieval con gualdrapas coloreadas y largas trompetas que hacían sonar a la llegada de algún invitado. Me pareció espectacular y algo sobrecogedor; era de una belleza que se convertía en exceso rutilante para un militante clandestino que acudía a llamar la atención sobre los desmanes que podía sufrir un pueblo víctima de una larga dictadura.
Sin embargo, el lujo o la ostentación no habían alcanzado su cima. La entrada en el salón del castillo me anudó la garganta. Una larga mesa dispuesta como una U con las alas laterales interminables estaba iluminada por unas lámparas de araña espectaculares. Más parecía un salón preparado para el festejo de una boda real que una cena de partidos socialdemócratas.
Además de los anfitriones, pocos invitados se encontraban en la sala. Fui saludándoles a todos.
Uno de ellos exhibía un cartel en la solapa. Escrito a mano y en inglés se leía: "Yo soy un sionista".
Era Isaac Rabin.
Terminada la cena, comenzaron los discursos. Willy Brandt, cálido y certero, como en todos los discursos que le he oído, logró establecer una comunicación entre el público y él, alimentada tanto por un cierto sentimentalismo como por el análisis político afilado, agudo. Al acabar, y sobre los aplausos, invitó a Isaac Rabin a pronunciar unas palabras en su derecho de defender la causa de Israel y anunció mi posterior intervención para explicar la situación que vivía España.
Rabin se situó sobre el atril, manejando unos folios, y comenzó a hablar. Su voz no se oía a través de los auriculares, no se escuchaba la traducción, desde luego no donde me hallaba yo, en el extremo de una de las alas de la mesa, lejos de la presidencia, en aplicación justa de la regla del protocolo. El orador se interrumpía, golpeaba el micrófono, se oían rumores de los comensales, recomenzaba el discurso; pero el dios de la megafonía no quería colaborar.
Visiblemente molesto, pronunció unas pocas palabras que no se oyeron bien acerca de la "injusta" resolución de Naciones Unidas, y con contenidos aspavientos de enfado volvió a su lugar en la mesa. Willy Brandt me hizo señales para que ocupara la tribuna. Yo quedé desconcertado.
Como una ráfaga de pensamiento me asaltó la idea de que nadie me entendería, que sería inútil, que resultaría un fracaso la misión de pedir colaboración para evitar un golpe de involución a la muerte del dictador. Me defendía del azoramiento gesticulando hacia Brandt, cuando se me acercó un joven muy atildado que me susurró en un perfecto castellano: "Ya está arreglada la avería".
Lo comprendí de inmediato. Había sido un sabotaje. Algún técnico de sonido o de las cabinas de interpretación había obstaculizado el discurso de Rabin. Él también lo entendió cuando mis primeras palabras llegaron en la lengua de cada uno a través de los auriculares. Pude ver desde la tribuna cómo manoteaba encolerizado.
El problema político de Israel ha estado presente en toda mi actividad política. El espantoso genocidio de la Segunda Guerra Mundial ha lastrado todo debate sobre la realidad política de Israel como Estado y del pueblo judío como nación.
En la Internacional Socialista siempre ha existido un debate inacabado e inacabable a causa de la solidaridad debida a uno de sus miembros, el Partido Laborista de Israel, en pugna con la creciente sensibilidad hacia la tragedia del pueblo palestino, expulsado de su territorio al finalizar la contienda mundial, víctima de la elaboración del nuevo mapa estratégico de la zona, obra de los aliados ganadores de la guerra.
La creación del Estado de Israel significaba un hogar para los judíos de la diáspora, pero también una cuña, un muro de contención de la posible rebelión de los pueblos árabes contra la situación derivada del proceso en marcha de descolonización.
Sesenta años después, Israel sigue jugando el mismo papel político en la zona, lo que es la verdadera razón del apoyo de Estados Unidos a la política israelí incluso en los momentos más crueles de esta.
Pero más allá de las cuestiones geoestratégicas, los judíos de Israel, así como los que viven en otros países, siguen temiendo la posibilidad de una nueva shoá, de una persecución extraordinaria que se ve alentada con el más pequeño incidente antisemita, como la repetida profanación de tumbas en sus cementerios.
A los judíos les asiste una razón incontestable: la historia. Con todo lo sucedido al pueblo judío, sobre todo en el siglo XX, no es posible trivializar su temor; pero tampoco es razonable, sobre todo para los judíos, continuar cristalizando el apartamiento, el cierre interior de la población judía.
Uno de los más inteligentes judíos contemporáneos, George Steiner, sostiene, con toda razón a mi parecer, que quizá llegó la hora de que los judíos "disuelvan" sus caracteres en el conjunto de la población.
En Heidelberg hablé de los peligros que amenazaban al final biológico del dictador y de la necesidad de que los gobiernos democráticos y los partidos socialdemócratas ayudaran a resolver el tránsito de la dictadura a la democracia sin violencia hasta lograr un país de libertad y en convivencia pacífica. La respuesta fue extraordinaria. Todos se acercaron para prometer su cooperación, especialmente los representantes de partidos europeos. Europa seguía sintiendo el escarabajo de la conciencia por su actitud durante la Guerra Civil española. El acuerdo de no intervención en el conflicto con la benevolencia con los nazis de Alemania y los fascistas italianos, y el posterior olvido de España en la liberación europea de los fascismos, pesaba sobre el pensamiento colectivo europeo en una especie de atrición, de culpa, por no haber ayudado al pueblo español, el primero en tomar las armas contra el fascismo naciente y el último en seguir luchando contra la versión española del autoritarismo liberticida.
Al día siguiente llegó Felipe González con un pasaporte limitado a un solo viaje, un solo país, como el mío. Él ocupó enseguida el papel relevante en las reuniones y yo pude dedicarme al conocimiento humano de los dirigentes socialistas presentes. Me resultó sobresaliente el canciller austríaco, Bruno Kreisky, por su seriedad, cultura, compromiso y sencillez. Me tropecé con él en varias ocasiones y enseguida entablaba una conversación profunda, interesante, que seguía con una atención sorprendente, salvo cuando pasaba una joven atractiva; la seguía con los ojos, giraba la cabeza y hasta el cuerpo entero, perdiendo la concentración. Me pareció un hombre excepcional, capaz de adentrarse en los temas más complicados y también de ocuparse de aspectos humanos de la vida. Además, su andar con la barba sobre el hombro, observando la belleza, me confirmó que no era yo el único extraviado en la idea de que la contemplación de la belleza es una forma de posesión, trátese de la belleza que sea. Cuando visito un museo siento que los cuadros me pertenecen, los hago míos con la contemplación.
De Alemania volvimos esperanzados solo unos días antes de la muerte del general. Cuando se produjo el fin, la dirección del Partido estaba toda en Madrid, esperando el término del aquelarre al que tenían sometido al cadáver del dictador.
Decidieron la muerte oficial y lo anunció Arias Navarro con unos "pucheros", unos infantiles lloros en la televisión, que más que condolencia excitaron una complacencia general. Pero no fue como la muerte de Carrero Blanco, pues en aquella la sorpresa le proporcionó una morbosidad deleitosa.
Con la muerte de Franco fue diferente. Sabíamos que ocurriría pronto, era cuestión de días, por lo que dedicamos nuestros esfuerzos a prevenir la posible represión de los demócratas y a dar una respuesta rápida como Partido, manifestando nuestra posición.
De noche me fui a la sierra madrileña, donde habíamos instalado un equipo reproductor para editar un suplemento de El Socialista que titulamos "¡Al fin, ha muerto!". Confeccionar aquel periódico resultó una tarea difícil. El frío reinante congeló los líquidos para la máquina reproductora, y esta se detuvo, parecía que definitivamente. Cuando habíamos conseguido la tirada completa del periódico, tras ímprobos esfuerzos, la camioneta que debía transportarlos a Madrid dio señales de paralización también. La batería no tenía fuerza, las bajas temperaturas no ayudaban al arranque. Después de un par de horas empujando el vehículo, logramos que funcionara y nos permitiera distribuir el periódico. En él se insertaba una comunicación de la Comisión Ejecutiva del PSOE, en la que podía leerse:
La muerte del dictador es una de las últimas páginas de la crisis profunda del régimen. Con ella se abre un nuevo capítulo de nuestra historia marcado por la necesidad de liquidar las instituciones autoritarias, que hacen imposible la libertad, y por la esperanza y la voluntad de construir una España libre y democrática.
El Partido Socialista Obrero Español, consecuentemente con su posición política mantenida a través de tantos años de lucha contra la dictadura, contribuirá con todas sus fuerzas a la construcción de la alternativa democrática, rechazando toda fórmula continuista.
De inmediato intentamos dar a conocer nuestra posición política ante la nueva etapa que se iniciaba. El día 26 de noviembre fueron convocados los corresponsales de prensa extranjera en el Club Internacional de Prensa, para que fuese proclamada nuestra posición por el primer secretario del Partido, Felipe González, ante los periodistas foráneos para que en todos los medios de difusión de los países democráticos se conociera nuestra actitud.
Arias Navarro ordenó el cierre del local. Su decisión evidenció el carácter autoritario del Gobierno, silenciando a quien tenía una posición contraria.
La vida política exigía cambios a la muerte del dictador, pero el Poder heredero de la dictadura permanecía varado en la exaltación del desaparecido tirano.
En diciembre, Arias Navarro nombró el Gobierno de la nueva etapa. Como hombre fuerte, Fraga Iribarne en la tarea de impulsar la "apertura" Arias.
El Partido Socialista, reunido en su Comité Nacional, hizo pública una declaración política sobre la necesidad de una "ruptura democrática" frente a la balbuceante "apertura" del régimen. La organización socialista declaraba su voluntad de incrementar la lucha por la conquista de la libertad del pueblo, mantenía un deseo de unidad con todos los grupos y personas que se reclamaban socialistas y ratificaba la necesidad y la urgencia de constituir un organismo unitario que correspondiese a todos los partidos y sindicatos de la oposición democrática.
El pronunciamiento por la unidad de todos los socialistas y la ratificación de la vigencia de que todos los partidos se organizaran en una plataforma unitaria eran dos objetivos que rompían con la tradición del Partido durante el mandato de los dirigentes del exterior.
La arrogancia de la dirección del PSOE y las ambiciones personales de algunos de los cabecillas de los pequeños grupos socialistas habían hecho imposible la unidad socialista en España. Hay que destacar el proceso oportunista de alianza, fusión o compadreo de Rodolfo Llopis y Enrique Tierno.
A partir de la muerte de Franco la posibilidad de un cambio hacia la democracia y la necesidad de ofrecer a los españoles una alternativa socialista hacía evidente que esta no podía ser múltiple si teníamos el objetivo de cambiar el país mediante el ejercicio del poder.
Razones diferentes, pero con elementos comunes, nos hacían comprender la conveniencia y hasta la necesidad de intentar una presión unitaria frente al poder.
Durante la época de dirección del PSOE en el exterior, una de las cuestiones que separaban a aquellos de los dirigentes del interior era la concepción dogmática de Llopis y los suyos sobre la imposibilidad de relación con "los comunistas". En repetidas ocasiones se nos calificaba a algunos de nosotros, en concreto a Felipe y a mí, casi de ser agentes del PC cuando propiciamos entablar conversaciones con los comunistas.
Liberados de tal contención, a partir del Congreso de 1972 comenzamos a hablar con los dirigentes del PC. De estos se decía que en el relevo generacional del PSOE en 1972 creyeron ver unas posibilidades extraordinarias para manipular en la relación con los socialistas, debido a la "bisoñez" de muchos de nosotros, al carácter poco profesional, amateur, de los nuevos dirigentes socialistas.
Bien pronto comprobaron cuán falsas eran sus ilusiones. Se atribuye al propio secretario general comunista, Santiago Carrillo, la constatación de que "con estos jóvenes es más difícil que con los viejos".
El proceso de transición política estaba en marcha y en él las decisiones de la dirección del PSOE adquirían cada día mayor importancia.
Sin embargo, nos resulta fácil -para mí lo es- deshacer muchas de las argumentaciones que se han hecho sobre la transición política porque con frecuencia están fundamentadas en datos falsos o pretenden la magnificación de algunos personajes a los que se les otorga la máxima responsabilidad en el proceso. Yo intento establecer la descripción, la explicación de lo que viví y observé, y razonar los motivos de aquello en lo que intervine.
Mi primera preocupación al abordar la Transición es saber cuáles son los límites temporales, cuándo comienza la Transición y cuándo acaba. No es un interés formal con objeto de fijar una cronología exacta. Pretendo conocer en qué situaciones y de qué modo me impliqué en un proceso que estaba derribando un régimen y construyendo otro nuevo, cuándo dejamos el simple resistencialismo para estar comprometidos en una sucesión de luchas que contribuían al parto de un nuevo sistema.
A mi parecer, la canilla de la Transición se abre con el anuncio en el verano de 1974 de la enfermedad de Franco. Lógicamente, se conocía que el dictador tendría un final biológico, pero se había oído durante tantos años el susurro del final del régimen del general que no estaba presente, visible, el término de su mandato.
Yo conocí la enfermedad del general Franco en París, donde pasaba unos días de vacaciones en un diminuto apartamento abuhardillado en la Rue de L.Hache, en el ápice del Barrio Latino, asilado por un amigo de Antonio García Bloise, hermano de Carmen. Durante mi estancia participé en el primer acto de trascendencia internacional en solidaridad con Chile, cuando aún no se había cumplido un año del golpe militar del general Pinochet. En aquella concentración participaron personalidades famosas que ocuparon la tribuna con discursos elaborados, bellos, pero muy intelectualizados para quienes, como yo, venían de un país que soportaba una dictadura.
Hubo dos intervenciones de españoles: Ignacio Gallego, en representación del PCE, y yo, como militante del PSOE.
El discurso de Ignacio Gallego me sorprendió, me atragantó, lo que me produjo una tos convulsa. Estaba atónito y aterrado. Su estilo ampuloso, antiguo, rimbombante, y sus gestos hiperbólicos, con pausas interminables y movimientos corporales exagerados, me parecían propios de los actores de cine mudo. Mi asombro creció cuando al término de su perorata el público aplaudió entusiasmado.
Cuando llegó mi turno, no sabía cómo orientar mi intervención. Procuré darle calor a mi discurso, pero utilizando palabras normales que le dieran sencillez al conjunto de la intervención.
Los aplausos sonaron igual para mí, de lo que deduje que había una parte de solidaridad también con los españoles, además de la dedicada a la causa chilena.
En la sala me encontré con personajes como Régis Debray o Gabriel García Márquez, con los que inicié una grata amistad. No fue así con François Mitterrand, hombre de trato distante y frío.
Estábamos hablando él y yo de pie cuando se aproximaron unos reporteros de televisión con deseos obvios de conseguir una declaración de Mitterrand. Él levantó la mano, colocada verticalmente y pegada al cuerpo, y separó la mano del cuerpo, aproximándola a los periodistas. Sin necesidad de tocarles, los reporteros retrocedían al compás de la aproximación de la mano de Mitterrand. Fue un político y un escritor extraordinario, pero para la comunicación personal no estaba dotado. Su soberbia, su elitismo, me sugerían la imagen de un condottiero del Renacimiento.
En cuanto tuve noticias de la flebitis que aquejaba al dictador, volví a España. La enfermedad del general había disparado la actividad política, tanto en el interior del régimen como en las fuerzas políticas democráticas enfrentadas a él.
Cuando murió Carrero Blanco, víctima de un potente artefacto instalado bajo la calle que atravesaría en el interior del lujoso automóvil blindado, todos comentaban que se había desanudado el sistema de sucesión, pero la sustitución de Carrero por Arias Navarro, la fotografía de Arias y Carmen Polo desternillándose de risa, y la frase de Franco en el discurso de fin de año "No hay mal que por bien no venga", enfrió las esperanzas respecto del desmoronamiento del régimen de la dictadura.
La noticia de la muerte de Carrero pudo tener para mí consecuencias como tenía para todos los demás y algunas añadidas. Aquella mañana estaba trabajando en la librería Antonio Machado de Sevilla cuando sonó el teléfono. Era Gregorio Peces-Barba, que con gran tensión en la voz me comunicaba que habían matado a Carrero Blanco. Él lo había oído en la radio de un coche de policía apostado en la puerta de las Salesas, adonde Gregorio se dirigía para asistir al juicio del famoso Proceso 1.001 contra Camacho, Saborido, Soto y otros tantos de Comisiones Obreras.
Precisamente aquel juicio había suscitado la convocatoria de una concentración de protesta delante de los juzgados de Sevilla, muy próximos a la librería. Retrasé mi salida hacia la concentración para avisar a algunos compañeros de la muerte de Carrero, y temiendo la reacción de la policía en los juzgados, despaché para allá a un amigo para que informara a los concentrados de lo que había ocurrido en Madrid.
Llegó a la concentración y extendió por los grupos que "Alfonso Guerra dice que han matado a Carrero Blanco". La comunicación puede en ocasiones transformar la información de manera asombrosa cuando no se dan las condiciones idóneas para la transmisión del mensaje. El hecho es que al poco rato entra desaforado un compañero que manifiesta un asombro total al verme tranquilamente en la librería. – ¿Pero qué haces aquí? me dice. Están diciendo en la concentración que Alfonso Guerra ha matado a Carrero Blanco.
Del "Alfonso Guerra dice que han matado…" se había pasado por la comunicación urgente a "Alfonso Guerra ha matado…".
Me fui enseguida a esconderme en uno de los lugares que tenía previstos para "las caídas" (las detenciones de los opositores al régimen) ante la posibilidad de que la noticia llegase "alterada" a algún grupo de ultraderecha y vinieran directamente a por mí.
La muerte de Carrero, que parecía cambiar el futuro del franquismo, no puso sin embargo en marcha a los unos y los otros para ocupar una parcela de poder para el momento del fin de la dictadura.
Si el comienzo de la Transición puede situarse en la conciencia de fin de época que anuncia la enfermedad del general Franco, el final del proceso de la Transición me parece que se concreta en el arrollador triunfo electoral del Partido Socialista en 1982.
Las fechas de inicio y culminación de la Transición se justifican por la realización de los factores del cambio de sistema: negociación del Gobierno y la oposición para la legalización de partidos y sindicatos y para la convocatoria de elecciones libres y democráticas, celebración de las elecciones de 1977, Ley de Amnistía, Pactos de la Moncloa para detener el deterioro económico, elaboración de la Constitución, descentralización del Estado y consolidación de la democracia con estabilidad. Todas estas labores políticas están enmarcadas en las fechas definidas: enfermedad del dictador, que lanza los intentos de negociación poder oposición, y triunfo electoral socialista, que desarticula las operaciones involucionistas y arruina las esperanzas de los antisistema.
El Partido Comunista tomó la iniciativa en la tarea de conformar una plataforma que fuese aunando a toda la oposición democrática. Santiago Carrillo anunció en París la creación de la Junta Democrática, formada por el Partido Comunista, algunas pequeñas organizaciones y personalidades aisladas, llevando el límite político hasta Calvo Serer, hombre del Opus Dei, y García Trevijano, un siempre enrevesado notario, colaborador o más del dictador Macías de Guinea Ecuatorial.
El PSOE logró reunir en su entorno a más de una docena de partidos políticos que formaban la Plataforma de Convergencia Democrática. Más tarde las dos formaciones se unirían en Coordinación Democrática, la Platajunta en el lenguaje popular.
El régimen que tras la muerte de Franco asiste a la proclamación regia de don Juan Carlos el día 22 de noviembre de 1975 inicia su transición.
Se confirma en el cargo de presidente a Carlos Arias Navarro y se nombra por el Rey a Torcuato Fernández Miranda presidente de las Cortes, desde las que tendría un papel relevante hasta la aprobación de la Ley de Reforma Política, en septiembre de 1976, ya en tiempos de Adolfo Suárez en la Presidencia.
Si volvemos a diciembre de 1975, el nuevo Gabinete Arias firmaba una declaración aperturista, basada en los puntales del Gobierno: José María de Areilza, Antonio Garrigues Díaz Cañabate y Manuel Fraga Iribarne. La etapa de Fraga como ministro de la Gobernación fue de incontenible lucha callejera, permanentes manifestaciones reprimidas siempre duramente; fue la época de Montejurra, de los sucesos de Vitoria…
Fraga intentó conocer cuáles eran las posiciones del PSOE. Así se organizó una entrevista de carácter informal. Se celebró una cena en casa de Miguel Boyer (estaba en una de sus etapas de acercamiento al PSOE, en su continua ida y venida, hasta la marcha triunfal a la derecha, años después). Asistieron Felipe González, Luis Gómez Llorente y el anfitrión Boyer. A Fraga le acompañaban dos hombres de su confianza.
La entrevista fue tensa. Fraga propuso su programa de reformas y Felipe González el suyo de cambio de régimen. La actitud de Fraga era de "lo toma o lo deja"; no daba margen para el diálogo.
Cuando Fraga detalló el plan de apertura gradual con la imposibilidad de juego para los comunistas, y ante la negativa de Felipe, aquel le objetó:
–Yo no sé lo que usted pretende, pero yo soy el Poder y usted no es nada.
Felipe, con una sonrisa pero lacónicamente, le contestó:
–Es posible que en poco tiempo yo esté en el Poder y usted en la oposición.
Fraga siguió con su letanía de lo que haría por "el bien de España". Felipe González quiso conocer algún detalle que sirviera para comprobar el grado de aceptación de la democracia, inquiriendo si en su plan encajaba la supresión de la pena de muerte.
Fraga clamó con una soflama en apoyo de la pena capital. Luis Gómez Llorente, que asistía callado, con su impecable flema, fumando plácidamente su pipa, intervino con suavidad:
–Resulta incomprensible que un universitario como usted, dirigiéndose a otros universitarios, pueda defender la pena capital, cuando está demostrada su inefectividad como método coercitivo del delito…
Entonces Fraga explotó (o tal vez volvió a su ser natural):
–Si eso me lo dice usted en público, le rompo la pipa en la cara.
Atajó el trance Felipe González, atreviéndose a decir al todopoderoso ministro de la Gobernación:
–Si de repartir bofetadas se trata, veremos quién da más.
Fraga Iribarne se puso en pie y concluyó:
–Se me acabó el tiempo.
Es verdad que el tiempo no le duró mucho; dos meses más tarde había dimitido Arias Navarro.
Antes, el Rey había calificado en la revista Newsweek al Gobierno Arias de "un desastre sin paliativos".
El nombramiento de Adolfo Suárez por el Rey fue interpretado como una catástrofe por todos.
Por los suyos recuerdo el ¡qué error, qué inmenso error! del franquista asilvestrado Ricardo de la Cierva y por los nuestros. Para nosotros, Suárez era el ministro secretario general del Movimiento, el cargo umbilicalmente ligado al esquema ideológico del régimen.
Todos nos equivocamos. Suárez sabía lo que quería hacer y contaba, al menos contó durante un tiempo, con el apoyo del Rey. Empezó un proceso de desmontaje de la estructura política del régimen de la dictadura con la desconfianza de la oposición democrática. Nos parecía una operación más de evolución controlada del sistema, pero no una puerta abierta hacia la democracia que el país necesitaba.
Suárez quiso pulsar nuestra disposición, nuestros proyectos, y nos hizo llegar sus mensajes de reforma a través de un hombre del Servicio de Información de Presidencia, el militar Andrés Casinello. Nos citamos en el Hotel Meliá Princesa, en la habitación 404. Felipe y yo acudimos al encuentro con gran prevención. Solo saber que tendríamos una conversación con agentes del servicio secreto, de información o inteligencia, era un duro trago para dos militantes clandestinos de un régimen no democrático. Entramos en el coche por el sótano del garaje para evitar un encuentro con alguien que pudiera preguntarse qué hacíamos en el hotel. Llamamos a la puerta de la habitación. Nos abrió un hombre con ropa de civil que nos introdujo en un pequeño salón donde esperaba su jefe, Casinello, sin uniforme. Lo primero que hicieron fue sacar sus pistolas y dejarlas descansar sobre la mesa. No era un buen inicio para nosotros. Hablar con dos tipos del Servicio de Información del régimen que se hacían escoltar por dos enormes pistolas. Era una amenaza, una coerción, y es que su estilo era tan grosero que no se percataban del significado simbólico de estar enfrentados en la mesa por encima de sus armas.
Desde el principio, Casinello habló de forma distendida, con desparpajo, como si ya nos conociéramos, campechanamente. Su estilo bajó nuestra tensión y pronto estuvimos hablando con cautela pero sin una excesiva precaución.
En el torrente de palabras con el que pretendían indagar nuestras intenciones de futuro y hacer propaganda de los proyectos de Adolfo Suárez, desembocamos en su tarea específica, los Servicios de Información de Presidencia, y ahí los dejamos prendidos de nuestros conocimientos. A partir del momento en el que les revelamos algunas cosas que sabíamos del Servicio, la relación cambió; estaban muy interesados en nuestras opiniones. Nosotros habíamos recibido la información de que los Servicios estaban en precario, y que para medir su eficacia ellos mismos habían intentado introducir, en el edificio de Presidencia, una moto Vespa cargada con un saco de arena (que en un caso real podría serlo de explosivos), y lo habían conseguido, dejando desairado al Servicio.
Cuando se lo contamos quedaron impresionados y empezaron a tratarnos con más respeto. Al final de la reunión me pidieron un favor que me causó un cierto asombro. Pretendían que les hiciera la crítica de alguno de los documentos que elaboraba el Servicio de Información. No me negué, pero les advertí que poco podría corregir una tarea para la que no contábamos con ningún medio, mientras que ellos…
A los dos días recibí un sobre blanco que llevó un propio de los "espías". En su interior un folleto de quince páginas, con tampón rojo: "Informe sobre el PC (ml)".
Lo leí con curiosidad, esperando encontrar datos y análisis secretos. No encontré más que tópicos ya publicados en los periódicos españoles. O bien aquel informe estaba fabricado para nosotros, con la intención de engañarnos, o los agentes del Servicio de Información no hacían más que recortar artículos de prensa y preparar un refrito que pasarían a sus jefes como el resultado de una investigación exhaustiva. La sensación de debilidad de las estructuras del régimen fue un adelanto de todo lo que había de comprobar poco más tarde cuando tuve ocasión de conocer a los campeones de la fuerza y el mando en la dictadura.
En el mes de agosto, Adolfo Suárez se entrevistó con Felipe González en el domicilio de Joaquín Abril Martorell. Dos hombres jóvenes frente a frente por primera vez. Uno procedía del sistema de la dictadura como ministro secretario general del Movimiento; el otro era un joven abogado laboralista convertido en pocos años en el primer secretario del Partido Socialista Obrero Español. Dos trayectorias que en buena lógica les había de enfrentar duramente. No fue así.
Quedaron fascinados el uno del otro. Para Suárez, Felipe González representaba el componente que a él le faltaba para la culminación personal, interior, de su proyecto: la recuperación democrática.
Para González, Adolfo Suárez poseía lo que él quería alcanzar, el Poder para cambiar la España gris en un país moderno, alegre y democrático. El enamoramiento mutuo fue inmediato y a mi parecer duró siempre, sobrevive todavía. Esta es una de las muchas razones que me impiden aceptar la creencia general de que el abandono de Adolfo Suárez del Gobierno se debió al "acoso feroz" de los socialistas.
Pronto me encontré organizando el Congreso, aunque por mi función en la dirección no me hubiera correspondido una tarea como aquella. Pero ya había trabajado en las ocupaciones organizativas y electorales desde la creación del ITE (Instituto de Técnicas Electorales).
Desde el año 1970 había comenzado a interesarme por la preparación que necesitábamos en el Partido para el momento en que tuviéramos que emplear técnicas de publicidad electoral, de sondeos sobre la preferencia de los ciudadanos, de organización de campañas electorales. De todo ello en España se carecía por completo de expertos y empezó a inquietarme que llegado el momento no supiéramos dar respuesta a los muchos problemas que se podrían plantear.
Creamos el Instituto de Técnicas Electorales y llegamos a formalizarlo legalmente como una sociedad anónima de Proyectos Sociológicos de Organización y Estudios (PSOE). Compramos unas mesas de caballete, unas sillas de tijera, y nos metimos en un piso de la calle Guzmán el Bueno a inventar qué haríamos cuando llegase el momento de la libertad. Muchos nos trataban con desconfianza, como a locos o ilusos que se dedican a un mañana lejano. Hay que pensar que aún el general Franco mantenía buena salud y no se adivinaban los cambios que vendrían más tarde.
Tomé la decisión de recorrer los gabinetes electorales de los partidos socialistas europeos.
Comenzamos visitando al SPD de Alemania. Fue una experiencia decepcionante. Lo que nos mostraron era el resultado final de las campañas, carteles fríos, bustos serios y endomingados de los dirigentes políticos. No tuvo utilidad alguna.
La siguiente etapa de la peregrinación fue Estocolmo. Y allí vimos la luz. En primer lugar, porque el equipo lo formaban gente joven, informales, que nos explicaron el proceso completo de una campaña electoral: creativos, imagen, caravanas, programación de actos, etcétera. El artista principal de creativos resultó ser un simpático joven, aficionado a cenar en restaurantes hasta bien tarde porque era el recurso que le permitía ingerir alcohol hasta la madrugada. Cada noche, tras una improvisada clase entre platos, teníamos que cargar con el artista hasta depositarlo en su casa.
Pero era tan grande su capacidad de imaginar la expresión formal de una idea que incluso nos diseñó algunas pintadas para los muros de nuestras ciudades, captando la necesidad de realización urgente y de sencillez en la confección. A partir de aquella visita ya tenía una idea de hacia dónde encaminar la imagen del Partido.
Estos trabajos hacían inevitable mi asignación para cualquier tarea que tuviese relación con la imagen exterior del Partido. Así fue como me empeñé en sacar adelante un Congreso en el interior de España. Meses antes la UGT había organizado su Congreso en Madrid, en un restaurante. La importancia política de aquel acontecimiento no es óbice para expresar que no era lo que pretendíamos nosotros: queríamos un acontecimiento que tuviera un impacto grande en la sociedad española.
Creamos un grupo de trabajo para organizar el Congreso. La primera función del grupo fue catalogar los imponderables que teníamos delante.
Lo primero, no teníamos ni la menor idea de cómo se organizaba un Congreso. Nuestra experiencia de los celebrados en el exilio no era útil para nosotros. Aquellos estaban concebidos como una reunión interna para resolver los problemas orgánicos y para preparar proposiciones políticas. Ahora queríamos crear en el conjunto de la sociedad española la idea de que el PSOE sería un actor fundamental en el momento de la llegada de la democracia, además de crear una plataforma de difusión de las ideas del Partido a través del impacto del Congreso.
Por otra parte, teníamos la incógnita de la reacción del poder: qué haría el Gobierno, qué la policía y qué los grupos de extrema derecha.
Pero la primera preocupación consistía en saber dónde podríamos celebrar el Congreso. Un día tomé una decisión mezcla de valentía y locura. Me presenté en el Palacio de Congresos de Madrid solicitando ver al director, quien me recibió enseguida. Era Federico Gallo, un hombre maduro con deseos de apariencia juvenil, alto, elegante, bien vestido, peinado con fijador, rostro tostado. Con ciertos aires de frivolidad me dijo que él no tenía ningún inconveniente en que se reuniera el Partido Socialista en "su" Palacio. Solo me pedía que cumpliera dos requisitos: el primero, que no destrozaran las butacas como habían hecho semanas atrás los de Falange Española -"Si se reúne Falange, por qué no otro partido"-; yo no sabía si era ingenuidad o cinismo; el segundo era que lo solicitara al secretario de Cultura del Ministerio, porque él no se podía atrever a tomar la decisión sin estar "debidamente autorizado".
Volví al despacho con cierta esperanza, encontré el teléfono del secretario de Cultura, Ignacio Aguirre, y le llamé. Cuando le expuse el asunto, dejó pasar unos segundos en los que yo oía su respiración como si se tratara de un bufido animal, y por fin me contestó: -¿Usted está loco? Mientras yo esté aquí ningún socialista pondrá su pie sobre "mi" Palacio de Congresos. Ustedes son la hez de España. Desde luego que no entrarán en el Palacio. Y no insista.
No me llame más, por que actuaré en consecuencia.
Colgó el teléfono. Me quedé meditando sobre las corrientes subterráneas que recorren el interior de los regímenes autoritarios. El máximo responsable, Adolfo Suárez, no tenía inconveniente en reunirse con el ilegal primer secretario de los socialistas, pero un cargo intermedio los trataba como a apestados si estos "osaban" utilizar un espacio público para reunirse. Pero la historia es un tiovivo, unas veces te toca cabalgar sobre el caballo y otras sentarte cómodamente en un sillón para contemplar las angustias de un jinete que no domina su montura.
Pocos años después, en los primeros momentos del Gobierno socialista, el ministro del ramo informó de la posibilidad de obtener para España el puesto de secretario general de la Organización Mundial del Turismo. La alta capacidad turística de España ofrecía la posibilidad de que la representación internacional del turismo recayera en un español. El ministro socialista proponía que el Gobierno presentara a Ignacio Aguirre.
El estupor me invadió. Antes de dar la información de la catadura moral del personaje, me di un tiempo de reflexión. La transición política había permitido que muchos hombres comprometidos con la dictadura recobraran un papel político en la democracia. ¿Podría hacerse una excepción con Ignacio Aguirre? Pero, por otra parte, no se trataba de impedir que tal individuo pudiera ejercer una actividad pública, sino de que fuera "el candidato" del Gobierno socialista, aquel que muy poco tiempo antes, cuando la transición política estaba en marcha, seguía considerando a los socialistas "la hez de España".
No me pareció ético ocultar aquello y lo puse en conocimiento del presidente del Gobierno y del ministro responsable. No ocultaron su malestar, por el hecho que ahora conocían y porque desbarataba el plan del nombramiento.
El Gobierno no presentó a ese candidato, pero enseguida aparecieron críticas durísimas contra mí en los periódicos, otorgándome el papel de dogmático y sectario frente a un "intachable demócrata" como Ignacio Aguirre. Así se escribe la historia.
Para lograr la autorización del Gobierno para el Congreso y para darle realce político y social preparamos una larga serie de contactos con los partidos socialistas europeos para invitar a sus líderes. Partíamos de la dificultad que representaba contar con su presencia en Madrid en un Congreso de un Partido ilegal. Muchos de ellos eran jefes de Gobierno, que entendíamos difícil aceptaran el componente de provocación con el Gobierno español de acudir a apoyar a un Partido que no era reconocido por el Poder. Nos equivocamos totalmente.
Todos respondieron expresando su disposición a estar a nuestro lado. De pronto nos encontramos con la tesitura de recibir en Madrid a Willy Brandt, François Mitterrand, Olof Palme, Michael Foot, Pietro Nenni, Daniel Mayer, Carlos Altamirano…
Me aterraba garantizar la seguridad de personajes tan importantes sin poder contar con la colaboración expresade la policía, con la que nuestra relación era más de perseguidos que de cooperantes. Comprendí la necesidad de arbitrar una seguridad nuestra, tanto para garantizar las sesiones del Congreso como para vigilar los movimientos de los invitados principales.
Tuve una idea peregrina pero que funcionó magníficamente. Visitamos los gimnasios y seleccionamos a un grupo de jóvenes atletas, fuertes y de gran presencia física, que se encargarían de la protección personal. Algunos de ellos aún están rindiendo un buen servicio en el Partido.
La comisión organizadora del Congreso, presidida por mí y compuesta por Myriam Martínez, Carmen García, Carmeli Hermosín, Helga Soto, Manuel Marín, José Félix Tezanos, Julio Feo, Javier Tezanos, Roberto Dorado, Pilar Vázquez y Carlos Seijo, había de encargarse de poner a punto todos los aspectos técnicos del Congreso, con el fin de facilitar las tareas políticas de los congresistas. Lo primero era la seguridad, y logramos alistar a más de doscientos militantes para el servicio de orden interior del Congreso. Su adiestramiento fue muy complicado, porque no podíamos reunir a tantas personas sin peligro de detenciones.
El segundo problema que teníamos ante nosotros era el lugar de celebración del Congreso, después del fallido intento del Palacio de la Castellana.
Después de visitar todos los locales que nos sugerían, naves industriales sin actividad, restaurantes, salas de baile, encontramos una buena posibilidad en el Hotel Meliá Castilla, que nos ofrecía un gran salón ampliable y salones menores para el trabajo en comisiones.
Empezamos a trabajar en la preparación del Congreso, sin tener resuelto un problema básico. ¿Sería autorizado por el Gobierno? ¿Lo prohibiría? Al final no fue ni una ni otra la posición. Se nos hizo llegar que no lo autorizaría, pero que, sin darse por enterado, lo "toleraría".
A la hora de confeccionar un cartel anunciador del Congreso que sirviera también como recordatorio posterior, la experiencia del ITE fue determinante. Queríamos que el cartel mostrara el carácter "extraño" de un Congreso celebrado en Madrid, no autorizado, de un Partido ilegal y con presencia de grandes nombres de la política mundial.
Así que nos fuimos a las cercanías de Madrid por carreteras secundarias a buscar una pared desconchada, deteriorada, que diese la sensación de la decadencia del sistema, y sobre ella hicimos una pintada como las que casi cada noche hacíamos con reivindicaciones de libertad, democracia, etc. Escribimos en negro "XXVII Congreso", y en grandes letras rojas, "P.S.O.E.". Un día antes del Congreso 5 de diciembre de 1976, de noche, pegamos cuantos pudimos por las calles de Madrid. El cartel tuvo un impacto extraordinario.
El número de orden del Congreso, XXVII, fue motivo de análisis y estudio. El último Congreso de Suresnes llevaba el ordinal XIII en el exilio. Pero al recuperar los congresos dentro de España nos pareció más justo y objetivo incluir los del exilio, expresando así la legitimidad del Partido en el destierro, o aún más, la legitimidad democrática del exilio.
A las diez de la mañana del día de diciembre de 1976, en Madrid, se abrían las sesiones del XXVII Congreso del Partido Socialista Obrero Español. Desde 1932 los socialistas españoles no se reunían en Congreso en su tierra, en su país. Los asistentes dudaban entre la sorpresa, la emoción y la alegría. Les resultaba difícil aceptar que estaban viviendo, por fin, aquel acontecimiento.
La larga cadena de dificultades, tras cuarenta años de persecución, se había concretado en la prohibición de la celebración del Congreso en el mes de noviembre. La tenacidad socialista -tradición heredada de Pablo Iglesias y los primeros socialistas fundadores del Partido- conquistó, por fin, el derecho -si no legal, sí tolerado- a celebrarlo en diciembre.
No disponíamos de un local para acoger a todos los que querían estar presentes, pero lo paliamos añadiendo al salón principal, con un aforo de tres mil personas, varias salas con circuito cerrado de televisión capaces de albergar a otras dos mil personas.
Las horas anteriores habían sido de preocupación y angustia. La recepción de los ilustres invitados en el aeropuerto y su traslado al Hotel Meliá era una prueba decisiva.
Solo tuvimos problemas con la llegada de Olof Palme, a quien le esperaba un comité de recepción hostil de los de ultraderecha que no podían olvidar a un Palme recorriendo las calles de Estocolmo con una hucha en la mano y un gran cartel sobre el pecho que invitaba a los peatones a contribuir para ayudar a la lucha de los socialistas españoles para conquistar la libertad.
Muy distinto fue el problema que surgió con Carlos Altamirano, solo achacable a mi propia ingenuidad y a las prácticas implacables del periodismo.
Altamirano me había advertido del riesgo personal que corría al venir a Madrid. Tenía información acerca de una operación de las autoridades pinochetistas que intentarían asesinarle en Madrid. Su plan era encerrarse en la habitación del hotel, bien protegido, y no salir más que para el discurso en el Congreso y para su vuelta al aeropuerto. Así lo confirmamos, y acordamos que solo yo hiciera de contacto con su habitación para evitar errores.
La prensa comenzaba a prestar una gran atención al Congreso. Los periódicos deseaban publicar entrevistas con los líderes que acudían al evento. Altamirano suscitaba un interés personal por todo lo que sucedía en Chile. Un periodista de El País solicitó una entrevista con Carlos. Hablé con él, le expliqué lo que significaba aquel nuevo periódico y me contestó tajante:
–Si crees que es bueno, lo haré, pero con una condición obligadísima. No se puede publicar hasta que yo esté fuera de España. Me marcho el domingo; que la publiquen el lunes o cuando quieran, después. Es mi seguridad personal lo que está en juego.
Hablé con el periodista, Joaquín Prieto, y le exigí el compromiso cerrado acerca de la fecha de publicación. Después de una conversación con sus superiores en el periódico, me dio garantía total de respeto del trato.
Publicaron la entrevista antes de su marcha. Altamirano no podía creerlo. Yo tampoco. Llamé al director del periódico, Juan Luis Cebrián.
Me dijeron que no estaba y que me atendería el subdirector, José Luis Martín Prieto. No aceptó la falla del periódico. Argumentó que cuando un diario tiene una buena información no puede retrasar su publicación por que otro puede "pisársela". En cuanto al peligro para el entrevistado, le pareció una exageración ridícula.
Años después, el mismo periódico publicaría una información según la cual las autoridades de la dictadura chilena habían organizado un atentado para asesinar a Carlos Altamirano en su visita a Madrid para acudir al Congreso del PSOE. El fiscal norteamericano Larry Barcella aportó pruebas de como miembros de la DINA planearon matar en Madrid al exiliado Altamirano. La "exageración" era confirmada por los mismos que ya ni siquiera recordarían cómo redujeron la seguridad del dirigente perseguido.
Fue mi primer encontronazo con la realidad del periodismo, y fue tan fuerte, que probablemente esté en la raíz de la actitud hostil que siempre ha tenido ese medio conmigo. La nobleza de la profesión periodística, informar a los lectores de lo que realmente ocurre, es víctima de la bastardía de la vanidad o los intereses. Hasta lo más puro puede emborronarse con el fango.
Las primeras palabras del Congreso fueron las mías, como organizador del evento. Además de la presentación y los saludos, insistí en la importancia que para la democracia española tenía aquella reunión. El lema del Congreso era "Socialismo es libertad". Su intención era la identificación del socialismo con la libertad, pero era también una respuesta al Partido Comunista. Los comunistas habían dejado de hablar en sus documentos de comunismo para sustituirlo por socialismo.
Su esfuerzo pretendía que se los reconociese como los artífices del socialismo en libertad, y machaconamente introducían el concepto en cuantas declaraciones escritas u orales hacían.
Nosotros procurábamos hacer una política autónoma, pero la verdad es que mirábamos continuamente por el rabillo del ojo lo que hacían los comunistas. Tal vez a ellos les ocurría lo mismo con nosotros.
Cada grupo tenía sus ventajas. Los comunistas jugaban con el "privilegio" de atribuirse todas las acciones antifranquistas, unas veces merecidamente y otras ayudados por el régimen, que aprovechaba el anticomunismo de la Guerra Fría para situarse a la cabeza de los enemigos de la URSS. Pero tenían el inconveniente de que pocos se fiaban de ellos a la hora de caminar juntos.
Los socialistas teníamos más crédito, se confiaba en la seriedad y los compromisos contraídos, pero cargábamos con el lastre de la impresión general de ausencia en la lucha.
Es así que unos y otros, comunistas y socialistas, nos estudiábamos mutuamente para comprobar los progresos de cada uno. Cuando los comunistas se olvidan de su ideología y quieren apropiarse del socialismo en libertad constatamos que quien proclama el socialismo en libertad es porque admite un socialismo sin libertad. Nuestra respuesta afirma que "Socialismo "es" libertad", el socialismo es en sí mismo la garantía de la libertad.
La celebración del XXVII Congreso fue muy importante para la vida del Partido, y no solo por la difusión de las ideas y de la organización, por el aval de los dirigentes europeos, sinotambién porque para nosotros fue un desafío extremadamente difícil la propia organización de un acontecimiento de tanta magnitud con unos participantes que representaban a media Europa. Nos lanzamos sin red y nos salió bien.
El instante mágico que hizo derramar toda la emoción contenida fue cuando Olof Palme subió a la tribuna y con tono alto pero cálido entonó en perfecto castellano:
Con inmensa alegría al comprobar que nosotros, vuestros compañeros extranjeros, hayamos podido, por fin, venir a vuestro país y estemos aquí, en este territorio libre y liberado por las fuerzas imparables de la democracia, donde se celebra vuestro Congreso .
El territorio liberado del Hotel Meliá entroncaba perfectamente con nuestra teoría de la conquista de parcelas de libertad. Sus palabras fueron una ráfaga de optimismo y felicidad.
Todo el Congreso rezumó emoción y alegría. Mi puesto de organizador me exigía una ocupación total, pero cuando comía sentado junto a Pietro Nenni, por ejemplo, no acababa de creerlo; era el mítico Nenni que vino a ayudar a los republicanos españoles en la Guerra Civil, el gran luchador contra el fascismo italiano que acudía a Madrid a apoyar a unos jóvenes don nadie. Fueron unos días difíciles para mí, atento a la organización, a la seguridad, a las resoluciones, y conmovido permanentemente por lo que estábamos viviendo.
El desarrollo del Congreso cumplió y desbordó nuestras expectativas. Solo por un momento se apreciaron los nervios histéricos de algunos, cuando un joven socialista en el acto de clausura surgió del fondo de la sala enarbolando una bandera republicana entre los aplausos de todos y el estupor de algunos que pugnaban por arrebatarle el estandarte.
Del Congreso hicimos una grabación para realizar un documental posterior.
Llegada la hora del montaje, todos querían suprimir la escena de la bandera. Yo me negué, por dos motivos: ético, era un hecho sucedido, y estético, la imagen de la bandera sobre la cabeza de los asistentes era de una belleza estremecedora.
El documento gráfico la recogió.
Al final del Congreso llegó el siempre doloroso proceso en el Partido Socialista de confeccionar y votar una lista para la dirección, la Comisión Ejecutiva. Se logró un equipo equilibrado. Yo abandoné mi Secretaría de Prensa e Información para ocuparme de Organización. Enseguida Javier Solana quiso la Secretaría que yo dejaba, según todos, con la esperanza de convertirse en el segundo de la dirección como hasta entonces lo había sido yo.
A través de los años he presenciado muchos movimientos semejantes de Solana, símbolo de la legítima ambición política, pero realizados siempre con métodos subrepticios, no declarados o aparentando lo contrario de lo que se pretende.
De aquel Congreso brotaría más tarde la teoría general del proyecto socialista para España. Sin duda, había una radicalidad en las expresiones: se trataba de un Partido ilegal en una realidad política no democrática; pero, haciendo abstracción de aquellas peculiares circunstancias, no es difícil rastrear entonces lo que significaría después la acción socialista en la sociedad democrática.
En el Congreso se redactaron ponencias que ofrecían alternativas en todos los ámbitos.
Adolfo y Felipe hablaron cordialmente, en la entrevista de agosto, y se separaron alborozados por haber descubierto que eran hombres de la misma generación que se entendían en un lenguaje común. Los dos estaban felices y esperanzados acerca de la marcha que tomarían los acontecimientos en la transición política.
A partir de aquel primer encuentro se estableció un pugilato entre el Gobierno y la comisión de la oposición, con pasos adelante y pasos atrás de los dos contendientes alrededor del carácter que habría de tener la Transición: ruptura con el régimen anterior o reforma de la estructura legal y política de aquel régimen. Aún hoy se mantienen posiciones que reclaman el triunfo de los que defendían la ruptura (la oposición democrática), pues la realización de una Constitución "ex novo" así lo certifica, y los que opinan que el éxito de la operación corresponde a los defensores de la reforma, puesto que no hubo una sustitución del esquema anterior. Vistos los resultados, sostengo que la solución hacia el cambio tuvo algo de reforma y algo de ruptura, ya que no hubo un hundimiento del aparato existente, pero se creó un nuevo sistema al declarar Constituyentes a las nuevas Cortes, y elaborar una Norma constitucional que representa un corte con la legalidad del régimen anterior.
En aquellos momentos los aspectos formales de las acciones políticas adquirían una importancia suprema, pues cualquier corrimiento, aunque solo fuese aparente, hacia las posiciones del otro se interpretaba como una cesión que descalificaba al sujeto desde las posiciones cercanas. Así se vivió la pugna sobre el mecanismo de legalización de los partidos políticos. El Gobierno hablaba de pasar por "la ventanilla" de petición y posterior legalización; la oposición no aceptaba pasar por "la ventanilla", solo admitía un registro en el que presentar los documentos acreditativos de la organización.
Finalmente se optó por esta última fórmula, si bien se exigía proporcionar la nómina de los dirigentes y los estatutos que regían la vida interna del partido en cuestión, por si figurase algún elemento de ilegalidad.
Pero el asunto clave estaba en el límite que se pondría a los partidos "integrables", es decir: ¿había cabida para el Partido Comunista o no? El asunto hizo correr mucha tinta, provocó campañas insidiosas y colocó al presidente Suárez en una posición muy difícil con los altos mandos militares, que aducían tener un compromiso verbal de Adolfo Suárez para no legalizar al PCE. Y el Partido Comunista fue legalizado a pesar de las presiones de los que deseaban impedir el proceso democratizador o precisamente por ellas. En el mes de diciembre el GRAPO secuestró a Antonio María de Oriol; en enero, miembros de la ultraderecha asesinaron a un estudiante durante una manifestación pacífica en Madrid. Al día siguiente de nuevo actuó el GRAPO, secuestrando al teniente general Villaescusa, presidente del Consejo de Justicia Militar. En una manifestación de protesta por la muerte del joven asesinado, falleció una estudiante a causa de los impactos de un bote de humo lanzado por la policía. De noche, un grupo ultraderechista entró en un despacho laboralista y asesinó a cinco personas, tres abogados de Comisiones Obreras, un estudiante y un empleado.
El entierro, al día siguiente, fue un ejemplo de organización y responsabilidad a cargo de los militantes del Partido Comunista, lo que sin duda debió de pesar en el ánimo del presidente del Gobierno, que un día más tarde compareció en televisión para garantizar la continuidad de su voluntad de democratización del país. Probablemente la actuación del PCE en los trágicos sucesos pesó también en la decisión de la legalización del Partido.
El secuestro de Oriol y Villaescusa tuvo una derivación que influyó en mi trayectoria política y accidentalmente en la transición política.
Fernando Abril Martorell, ministro del Gobierno Suárez, me pidió una mediación para resolver el secuestro de los dos notables representantes del régimen franquista. El GRAPO había hecho llegar al Gobierno su disposición a liberarles si este accedía a poner en libertad a algunos miembros del grupo terrorista entonces en prisión. La liberación debía comprender el traslado en un avión a un país dispuesto a aceptarlos.
Fernando Abril me pidió que solicitara a las autoridades argelinas la posibilidad de trasladarlos a aquel país.
Es este un ejemplo paradigmático de la atipicidad de la Transición española. Un Gobierno no legitimado por las urnas, es decir, no democrático, solicitaba ayuda contra el terrorismo a un Partido ilegal, que soportaba una situación política que le impedía la libertad. Un ministro de un Gobierno no democrático pidiendo apoyo a un luchador por la democracia en un Partido clandestino, ilegal.
Nuestra respuesta fue positiva. Creíamos que resolver el secuestro de Oriol y Villaescusa apoyaba el proceso de democratización, pero además era un acto humano, más allá de la catadura de los protagonistas.
La gestión con Argelia se hizo y fue satisfactoria. Afortunadamente, no fue necesaria, pues la policía encontró a los secuestrados y los liberó. Fue un extraño secuestro repleto de detalles aún sin explicar, aunque ya entonces se rumoreó que el raro desenlace se debió a un "GRAPO" llamado Pío Moa, que años después dedicaría su esfuerzo a ofrecer una versión dulcificada de Franco y su régimen con el apoyo político del entorno del Gobierno del Partido Popular.
A veces me asaltaba una comezón de conciencia: ¿qué hago yo intentando contribuir a la liberación de un tipo como Oriol, símbolo de la clase dirigente que había tenido sojuzgada a la población española durante cuarenta años?
Pronto se aplacaba mi inquietud moral, con una respuesta no personalizada: no se trataba de tal o cual hombre concreto, era un ser humano, y además nuestra actuación ayudaba a la construcción de una nueva sociedad democrática.
Dos años más tarde recibí otro tipo de respuesta. Había acudido a dictar una conferencia a la Universidad Menéndez Pelayo en Santander. En el coloquio, una persona del público -después supe que era militar- me inquirió bruscamente sobre la muerte del almirante Carrero Blanco. En mi respuesta incluí una broma algo intempestiva sobre la "ascensión a los cielos de Carrero… en su Dodge Dart".
Más tarde, por la noche, nos reunimos a cenar algunos amigos y militantes del Partido Socialista y de la UGT. Al terminar la cena, en un restaurante de la playa de El Sardinero, nos topamos en la puerta con un grupo de treinta o cuarenta jóvenes de extrema derecha que nos atacaron sin mediar disputa verbal alguna. Nos defendimos como pudimos, con la ayuda de las sillas de unos veladores que había a la puerta del restaurante. La pelea iba tomando un cariz molesto para nosotros; ellos eran más, y su ira violenta les daba más fuerza que nuestra "democrática" defensa, cuando un empujón sobre uno de los jóvenes rubicundos le hizo golpear con su testuz una enorme cristalera que cayó hecha trizas con un estruendo que nos asustó a todos, a los violentos y a los pacíficos, y salimos en estampida descontrolada.
Al día siguiente supimos que la batalla había sido un regalo de un importante hombre de derechas que, de veraneo en Santander, había recibido la información de mi broma sobre Carrero.
Se trataba del señor De Oriol y Urquijo, el mismo para quien había yo gestionado una salida en su cautiverio a manos de los "grapos". La historia nos enseña que una violenta derecha nunca cambiará…, y una ingenua izquierda, tampoco.
Mi relación con Fernando Abril Martorell fraguó una complicidad inicial que llegaría a derivar en una sólida y hermosa amistad. Nuestro mutuo respeto y afecto harían posible más tarde una colaboración intensa y condicionante en el proceso de elaboración de la Constitución de 1978.
El 15 de abril el Consejo de Ministros convocó las primeras elecciones democráticas después de la larga dictadura. Se celebrarían el 15 de junio y se desarrollaría una campaña electoral de veintiún días. Restaban, por lo tanto, solo algo más de un mes para preparar la campaña electoral. De manera natural, por mi experiencia en el ITE, me encontré dirigiendo la campaña.
Mi primera decisión fue crear un organigrama para la coordinación de la campaña electoral. Lo hice en base a un equipo de estrategia que ya venía funcionando, reuniendo cada semana a un grupo de personas de diferentes profesiones, no dedicadas a la política: un químico, un vendedor de equipos de sonido, una secretaria, etc. En esas reuniones hablábamos libremente sobre los acontecimientos políticos, económicos, sociales y culturales, y elaborábamos unos árboles de posibilidades ante cualquier acontecimiento, intentando estudiar todas las respuestas imaginables por muy improbables que nos parecieran. Este esquema de funcionamiento nos fue de gran utilidad incluso en la posterior etapa de gobierno.
En el recién creado equipo electoral debatimos hasta la extenuación sobre cuál debería ser el modelo de campaña electoral. Todos éramos novatos, pero rechazamos la contratación de una empresa de publicidad para que diseñara la campaña. Después de muchas horas de análisis y discusión, logramos un consenso en el comité electoral: la campaña debería ser informal, fresca, atractiva, con mucho color, y necesitábamos personalizarla; se requería un rostro, una voz en la que se reconocieran los electores progresistas. Era claro para nosotros que la representación del proyecto habría de recaer en Felipe González. Pero un Felipe cercano, juvenil, sonriente, que provocara fascinación, captación.
Cuando tuvimos bien perfilada la campaña electoral acudí a exponerla a una reunión de la dirección del Partido. Fue una tempestuosa reunión.
Algunos, de manera especial Luis Gómez Llorente, se opusieron terminantemente a la "exaltación" de la personalidad del primer secretario del PSOE, con la advertencia de que podría derivar en el futuro en el culto a la personalidad, origen de las tentaciones cesaristas de muchos dirigentes políticos.
Al final de una larga y desabrida discusión pesaron más los argumentos que defendían la necesidad de contar con un rostro identificador. Adolfo Suárez encabezaría la coalición UCD, el presidente del Gobierno, es decir, muy conocido; el Partido Comunista contaba con Santiago Carrillo, que si bien su popularidad tenía un aspecto negativo, para los suyos y cercanos actuaría como un imán; nosotros no podíamos presentarnos como un tropel de jóvenes socialistas, sin una personalidad concreta que aglutinase a los sectores menos ligados a la guerra y la República, porque para los otros confiábamos en que funcionaría la memoria histórica. Se aprobó, pues, la campaña electoral diseñada por mi equipo.
Reflexionando hoy, pasados treinta años, y trampeando, al contar con la evolución de los años noventa, la argumentación de Gómez Llorente cobra mayor significado, aunque no neutraliza la necesidad que teníamos entonces de un reclamo personal electoral.
La realización de nuestra campaña fue bastante artesanal, en la medida en que confiamos completamente en nuestras ideas y capacidades personales. Los eslóganes, las fotografías, incluso los modelos para las fotos, eran compañeros e hijos de compañeros. Teníamos confianza en lo que hacíamos, aunque contábamos con la rivalidad de los otros partidos. Sabíamos que la coalición de UCD con el aparato del Estado contaría con grandes medios a los que nosotros no podíamos aspirar. Del Partido Comunista nos temíamos una campaña muy superior en calidad a la nuestra.
Prisioneros de la propaganda del franquismo y de la habilidad para conseguir la ubicuidad de los comunistas, creíamos y temíamos que con ellos estarían casi todos los diseñadores, pintores, intelectuales, etc., que les realizarían una campaña brillante, incomparable.
Cuando pude ver los primeros carteles del PCE, el asombro me paralizó. Mostraban a los dirigentes históricos, Dolores Ibárruri, Santiago Carrillo, Sánchez Montero…, todos vestidos de color negro, colocados en fila, caminando. Parecía la comitiva de un entierro. No podía creerlo.
Aquello era un espantoso fracaso. Aprendí una lección para siempre: no hay que mitificar a los demás. Con convicción y trabajo puedes igualar y superar a cualquiera.
Después de una campaña con lemas tan sencillos como contundentes: "La libertad está en tus manos", "La educación está en tus manos", terminamos con un gran cartel pintado por José Ramón Sánchez que causó un gran impacto.
Había conocido a José Ramón casualmente. Un día de la campaña, saliendo de la sede que alquiló el Partido en la calle García Morato (hoy, Santa Engracia), estaba conversando con unos amigos, mientras apoyaba una gran carpeta sobre un árbol. Me mostró los dibujos que escondía la carpeta, y de inmediato le dije: "Tú harás un cartel para la campaña". Solo quedaban unos pocos días, pero llegamos a tiempo. José Ramón nos hizo un bello y colorido dibujo en el que ante un sol naciente trabajadores de varias profesiones se unían con los brazos sobre los hombros. En el centro se adivinaba a un Felipe González no muy perfilado, con objeto de que el espectador tuviera que hacer algún esfuerzo para reconocerlo, y una vez logrado se sintiera consciente o inconscientemente parte del juego. Era una forma de hacerlo cómplice de nuestro proyecto. El cartel funcionó extraordinariamente bien.
Hacíamos nuestros propios sondeos que no revelábamos a nadie. En una reunión de la dirección del Partido me preguntaron por nuestra previsión en cuanto al número de escaños que podríamos obtener.
Con todas las cautelas contesté que tendríamos asegurado en torno a un centenar de diputados.
Los rostros reflejaban incredulidad, alegría, desdén, esperanza. Me preguntaron mil veces si estaba seguro de ese resultado. Otras tantas respondí que no, que no era posible estar seguro de los resultados por los sondeos. Se relajaron. Pero añadí: "Mi opinión es que en ningún caso bajaremos de cien diputados". Por sus gestos comprendí que no valía la pena seguir.
A los pocos días participé en un almuerzo en la sede de la Asociación Internacional de Prensa. A los postres los corresponsales de prensa extranjera iniciaron el coloquio. Uno de ellos preguntó qué posibilidades electorales concedía al PSOE. Contesté con timidez que obtendría cien diputados. Se oyeron algunas carcajadas. La mayoría reaccionó cortésmente con sonrisas y palabras excusatorias para una previsión tan exagerada, pues decían comprender la necesidad de mantener las expectativas altas para animar a los votantes.
La democracia española era tan incipiente que no había encuestas fiables. Parece que nadie había previsto que un Partido en la ilegalidad tres meses antes de una campaña electoral pudiera obtener el 30 por 100 de los votos de los electores.
La campaña electoral fue una aventura prodigiosa. Había que inventarlo todo, pero en ello radicaba el encanto de la primera vez. Y en la contagiosa alegría de los asistentes a los actos públicos. La inmensa mayoría de los que acudían a los mítines lo hacían por primera vez en su vida -lo mismo le ocurría a los oradores-, ofreciendo una escena llena de entusiasmo e ilusión.
Nosotros habíamos celebrado ya algunos actos públicos antes de la campaña electoral, con un resultado desigual.
Mi primera intervención política pública fue en la ciudad de Carmona, en septiembre de 1976, aún sin legalizar el Partido, en el Teatro Cerezo. En un homenaje a Julián Besteiro, que murió enfermo y abandonado en la cárcel de Carmona. El teatro aparecía totalmente lleno, con los palcos engalanados con banderas y pancartas del PSOE y de la UGT.
Hablaron antes que yo otros compañeros con un júbilo contenido por los oyentes. Ellos tenían en cuenta que a la entrada del teatro se apostaban unos cuantos guardias civiles con sus metralletas dispuestas.
Cuando comencé el discurso como cierre del acto, pronuncié mis primeras palabras "Muerto el tirano…". Muchos de los que abarrotaban el teatro salieron apresuradamente. El miedo estaba en la superficie, a flor de piel. Yo veía los huecos que habían quedado en la sala, pero poco a poco, al comprobar que no ocurría nada, fueron volviendo a su lugar. Al finalizar el acto hubo una explosión de alegría y seguridad. Aquel día conquistamos entre todos una parcela de libertad, de la que hasta entonces desconfiábamos vivamente.
Poco antes de la campaña electoral habíamos hecho un rápido recorrido por el País Vasco, con actos públicos en la Universidad en Bilbao y San Sebastián, y en un pabellón deportivo de Éibar.
En los tres tuvimos serios problemas con los violentos. En Bilbao nos tomó por sorpresa la agresión de los proetarras; el acto se convirtió en una batalla general de todos contra todos. Al día siguiente, en Éibar, los militantes se pertrecharon para evitar sorpresas. Cuando empezaron los ataques de los violentos, aprecié desde el escenario que los simpatizantes atizaban a los agresores con periódicos enrollados, que resultaban de una contundencia insospechada. Se habían ocupado de introducir unos sólidos garrotes.
Aquella experiencia, sin explicación racional, me alertó de la dificultad que la democracia encontraría con las actitudes de los partidos nacionalistas de Euskadi. En un momento de alumbramiento de la democracia, un Partido perseguido durante la dictadura acude al País Vasco a exponer sus aspiraciones de libertad, y es contestado violentamente por jóvenes radicales nacionalistas.
El cuadro se completó con un incidente pacífico pero revelador de las fatigas que esperaban a los demócratas allí.
En una rueda de prensa de Felipe, un periodista le preguntó en euskera. Al responderle que no conocía la lengua, le espetó groseramente: "Cuando viaja a Alemania seguro que lleva intérprete.
Es lo mismo que tiene que hacer cuando viaje a Euskadi".
La simpatía que en España se tenía hacia los vascos durante la dictadura por su capacidad de lucha en las huelgas de trabajadores empezaba a teñirse de desconfianza y hasta de reticencia.
Cierto es que los crímenes de ETA contaban ya con un largo número de muertos, pero hay que confesar que durante el franquismo los atentados de ETA no contaban con el apoyo de los demócratas, mas sí se les reconocía un componente de liberación contra un régimen opresor. Lo que vendría después, la contumacia en el crimen a la llegada de la democracia, descolocaría por completo a los demócratas.
En la época en la que preparábamos las primeras elecciones el trabajo era agotador. En mi despacho de la sede del Partido, en la calle Santa Engracia, trabajaba durante horas olvidándome de las necesidades primarias, no percatándome a veces de que el amanecer me sorprendía inclinado sobre un plan de itinerarios de actos públicos o en la redacción de alguna sección del programa.
Una madrugada, cerca de las cinco, estaba repasando unos documentos cuando sonó un disparo.
Inmediatamente me lancé bajo la mesa. Otras cuatro detonaciones se oyeron en el silencio de la madrugada. Esperé unos minutos; después me incorporé y observé por el ventanal: no se divisaba a nadie. Escruté en el despacho, encontré los cinco proyectiles y los escondí en el archivador.
Dos días más tarde se presentó en la sede un policía de la división de escoltas para preguntar si había habido un tiroteo. Hablé con él, le conté lo sucedido, le enseñé los proyectiles y se los llevó para analizarlos. Cuando se despedía le pregunté: "Y usted ¿cómo ha sabido lo que ocurrió aquí?".
Me dio unas oscuras explicaciones sobre informaciones llegadas a la policía a través de paseantes en la calle -¡eran las cuatro cuarenta de la madrugada!-.La visita del policía no me tranquilizó; sospeché que el incidente podía estar protagonizado por algún policía de extrema derecha, y para evitar males mayores me trasladé dos pisos más arriba.
La campaña electoral estaba en marcha, para lo que yo había ideado de la nada una estructura organizativa que resultó de una gran eficacia. Nombrado el Comité Electoral Federal, procedimos a crear los comités correspondientes en cada provincia. Reunimos a los coordinadores de las cincuenta provincias y Ceuta y Melilla para darles un curso acelerado de técnica electoral.
Instalamos un servicio de teléfono "punto a punto" con todos los coordinadores, lo que nos mantenía permanentemente comunicados y me permitía hablar de forma simultánea con un grupo de coordinadores. Establecí una rígida disciplina para el funcionamiento. Los coordinadores debían al final de la tarde darnos información de todo lo sucedido en su provincia. Para ello debían tener a un militante presente en todos los actos de todos los partidos para que nos dieran conocimiento de los mensajes que enviaban, de los incidentes, de la programación anticipada, etc. Los coordinadores provinciales nos transmitían la información a comienzos de la noche. Durante la madrugada nuestro equipo federal de análisis estudiaba los datos del día. Al amanecer estaba el informe en mi mesa, y en las primeras horas de la mañana tenía yo confeccionado el cuerpo de instrucciones a transmitir a los coordinadores de las provincias. Esta tarea la realizaba yo personalmente, cada mañana, a través del teléfono "punto a punto". Este organigrama bien engrasado nos permitía dar las indicaciones precisas a tenor de la evolución de la campaña.
Yo debía compaginar la dirección de la campaña con las intervenciones en toda España, y las obligadas en la circunscripción electoral cuya cabecera de lista ocupaba, Sevilla.
Recordando ahora, no sé cómo pude hacerlo aquella primera vez de 1977, pues el trabajo me obligaba a crear, a inventar, en muchos casos a improvisar, lo que nos exigía estar en el puesto durante las veinticuatro horas del día.
En la sede del Comité Electoral teníamos un camastro al que teníamos derecho dos horas al día.
Eran pocos los que lo utilizábamos, lo que nos obligaba a alimentarnos con unas cuantas galletas para desahuciar al sueño.
Felipe González, a su vez, no descansaba un minuto, corriendo de una ciudad a otra, pues habíamos comprendido la necesidad de conectar con los electores de todas las provincias. A veces nos fallaba el medio de transporte, lo que nos enervaba o enfurecía.
En una ocasión que Felipe se desplazaba desde Granada para acudir por la noche a Segovia, tuve necesidad de comunicarle el contenido de una llamada que había recibido del Rey. Me marché a Segovia, donde se celebraría el gran mitin de la campaña en la provincia. Llegué al Pabellón de Deportes a tiempo para escuchar al primer orador, pues se empezaba el acto en el entendido de que en pocos minutos llegaría el orador principal, Felipe González.
Permanecí abajo escuchando a los oradores y esperando a Felipe para transmitirle la llamada real.
La inexperiencia de los intervinientes -todos primerizos- hizo que se les agotara el material y la retórica, provocando que el acto estuviera por finalizar sin que hubiese llegado Felipe.
Desde el escenario me hacían señas para que subiera yo a hablar mientras llegaba Felipe. Yo me resistía, pero no tuve otra alternativa que subir porque el público estaba inflamado de pasión política y no parecía posible enfriar aquello hasta que llegara el protagonista.
Serían las ocho y cuarto cuando comencé mi improvisación ante un auditorio entregado. En la entrada del pabellón había apostado yo a un militante con un walkie talkie que se conectaba con otros en la carretera para que me avisasen la entrada de Felipe. Pero no llegaba; pasaban los minutos, las horas, y mi mente iba agotando los asuntos de los que hablar a aquellos jóvenes exultantes.
Comencé a inventarme noticias acerca de los recursos electorales que estaban en la junta Electoral Central. El público se entusiasmaba a cada anuncio. Pasada la medianoche llegó Felipe.
Aquello fue el paroxismo, el éxtasis. Cansado de los avatares del viaje -problemas en el aeropuerto de Granada y robo del coche que había dejado aparcado en el aeropuerto de Madrid,-solo habló diez minutos. Para el público, que le había esperado largamente, fue una decepción. Para mí, que sin haber estado ni siquiera en el programa había pronunciado el discurso más largo del pasado y del futuro de mi vida, fue una injusticia.
La campaña electoral de 1977 fue extenuante pero divertida, muy divertida. Los oradores eran todos principiantes y cometían unos errores que nos angustiaban y nos hacían reír. Uno de los candidatos, habitante de un pueblo que vivía íntegramente de la remolacha, tuvo un gran éxito con un discurso dedicado por completo a los problemas de su cultivo. Pero cuando tuvo que hablar en otras localidades soltaba el mismo rollo de la remolacha. Y allí donde esta ni siquiera se conocía, el público se impacientaba hasta la desesperación. No fue posible cambiarle el disco de tan azucarado tubérculo.
Aunque la campaña fue en junio, en algunas noches el viento frío resultaba molesto subido al escenario. Una noche que hablábamos en Lora del Río, en Sevilla, me percaté de que uno de nuestros candidatos, orador aquella noche, un hombre muy mayor, un personaje extraordinario, don José de la Peña Cámara, que había sido director del Archivo de Indias, tiritaba de frío. Me preocupé por lo avanzado de su edad, y encargué a un militante que fuera a comprar una botella de coñac para intentar hacerle entrar en calor. A cada rato le observaba, y como le veía temblar le ofrecía la botella para que tomase un trago. Cuando llegó el momento de su intervención le vi caminar hacia el atril, haciendo eses y con grandes dificultades para mantenerse. ¡Le había emborrachado para evitarle una pulmonía! Afortunadamente, el único que sufría era yo, pues su discurso, bello, ordenado, fue refrendado con el agrado del público puesto en pie mientras aplaudían.
La incipiente democracia mostró la inexperiencia de todos con anécdotas divertidas que expresaban en realidad un profundo desconocimiento de la mecánica de la vida en libertad, algo lógico tras cuarenta años de secuestro de la democracia.
La elección de los candidatos para los comicios fue una de las pruebas más difíciles para los partidos que no existían legalmente hasta días antes de la presentación de las candidaturas. Para el PSOE fue un proceso muy complicado, y para mí en particular, secretario de Organización entonces, origen de malestar y frustración.
Participar en una comisión que debe decidir sobre la conformación de unas listas para diputados, senadores, concejales es una dura prueba, pero también una magnífica atalaya para la observación de la condición humana. En ninguna otra instancia puede contemplarse tan de cerca la miseria y la grandeza de los seres humanos. Las servidumbres de los hombres afloran tanto como las mejores virtudes; egoístas y generosos desfilan ante sus jueces, ofreciendo un fresco vivo, sentimental y sórdido de las motivaciones que mueven la vida de las personas.
La selección de líderes electorales da oportunidad también a la picaresca más enrevesada, a una puesta en escena que se aprovecha del poder de los demás.
En aquellas primeras elecciones se estableció en el Partido un sistema de selección que con origen en las agrupaciones provinciales terminaba en una reunión del Comité Federal que rubricaba en definitiva la candidatura que sería presentada oficialmente. En aquel Comité Federal sufrí momentos de verdadera angustia entre el pudor y la verdad, pues como secretario de Organización que era conocía mejor que otros la realidad del Partido en las provincias y podía oponerme como ningún otro a las consideraciones falsas de algunos representantes de laS provincias que mentían para favorecer a algunos precandidatos. Analizando, por ejemplo, la candidatura para Salamanca, propusimos desde la dirección el nombre del jurista, profesor y escritor de prestigio Elías Díaz, que combinaba una gran popularidad en la Universidad salmantina, una calidad técnica probada y una posición ética ejemplar. El representante en el Comité por la provincia de Salamanca pidió la palabra para lamentarse de la escasa información de la dirección del Partido. Según él, Elías Díaz era, sí, conocido en la Universidad, pero el liderazgo de la izquierda en el centro docente lo ostentaba verdaderamente José Luis González Marcos, a enorme distancia de cualquier otro. Era, por lo tanto, este último quien debiera encabezar la lista. Contraargumentaba yo sobre la mejor condición de Elías Díaz para representar el pensamiento progresista de Salamanca, y vuelta a empezar por el representante de la provincia, hasta que tras largo y estéril debate comenzaron las voces en el Comité criticando mi empecinamiento, pues según ellos el representante de Salamanca conocería mejor que yo la realidad de su propia provincia, y si su opinión era que el candidato idóneo era José Luis González Marcos deberían proceder a su nombramiento. No pude más; había estado aguantando el "chorreo" de todos contra mi insistencia, pero ya no logré detener el río de palabras que me salió de dentro: -¡Pero es que José Luis González Marcos es él, el que está defendiéndolo aquí! ¡Y además nada tiene que ver con la Universidad: se dedica a despachar en una mercería! ¡Es un mercero!
Hubo un revuelo de pasmo e ironía, pero al final no fue en la lista Elías Díaz. Cosas que suceden en mi Partido, a pesar de que se había creado la idea del superpoder del "aparato".
Tuve igualmente que oponerme con mayor delicadeza a la candidatura que nos proponían tres veteranos, muy mayores, representantes de Alicante, que apoyaban a tres candidatos que no eran otros que ellos mismos. Ya muchos años antes había tenido yo una experiencia simpática y rocambolesca con ellos, buenos militantes por otro lado.
En los años sesenta, estando en Asturias impartiendo unos cursos a los jóvenes socialistas en una campa cerca de Pola de Laviana, y no lejos del pozo Funeres, donde yacen los restos de los dirigentes del PSOE arrojados vivos durante la dictadura, me llegó la noticia de que a mi vuelta debería pasarme por Elche, donde se había reorganizado la UGT y necesitaban hablar conmigo.
Llegué a Elche en tren y al bajar en la estación, de manera disimulada, intenté reconocer a los compañeros de UGT que habían advertido que esperarían mi llegada. No veía a nadie con aspecto de ser los ugetistas que buscaba, y la cautela por la posible vigilancia no permitía preguntar a nadie.
Pasé varias veces delante de tres señores mayores vestidos de negro, de traje con chaleco y corbata de pajarita.
En uno de mis paseos uno de ellos me preguntó: "¿Tú eres el compañero que esperamos?". Me sorprendió y reaccioné imprudentemente. "Pero ¿y la UGT?". Dijeron: "La UGT somos nosotros".
No pude evitar la risa. Aquellos tres caballeros endomingados ¿eran el sindicato? Después supe que eran pequeños propietarios autónomos de talleres de calzado, y siempre mantuve una buena amistad y afecto con ellos.
En el Comité que decidía las primeras listas electorales tuve otra confrontación con el conjunto de los compañeros. Navarra proponía a un sacerdote para su lista. Me opuse; no creía que después de cuarenta años de dictadura bendecida por la Iglesia católica debiéramos presentarnos por primera vez con curas en las listas. No me siguió nadie, salvo Pablo Castellano, compañía que no me agradó, pues tenía conciencia clara de la falsedad de su radicalismo. Así fue nombrado candidato, con solo dos votos contrarios, Gabriel Urralburu.
Con Pablo Castellano tuve siempre muy escaso avenimiento. Su ingreso como militante respondió a la extraña situación que vivía el Partido en los momentos en que los miembros del interior pugnaban con los del exilio por la autonomía en las decisiones. En enero de 1971 la policía detuvo a algunos dirigentes socialistas en Madrid, entre ellos Felipe González. Un abogado que había alcanzado cierta notoriedad por sus posiciones críticas con el Gobierno respecto a la aplicación de la justicia y el papel de los abogados se presentó en los calabozos para ayudar a la defensa y llevar algunas provisiones como mantas y alimentos. Era Pablo Castellano. En esos momentos se establece una relación de cordialidad muy fuerte, y una vez en libertad todos los detenidos, Enrique Múgica invitó a Castellano a pertenecer al Partido y… directamente a la dirección del interior.
Mi relación con Castellano fue amable, de simpatía personal, pero sabedor de sus tesis algo conservadoras. Él mismo, en los viajes, confesaba haber vivido contemplando su propio ombligo, sin adquirir conciencia de los problemas que nos rodeaban.
Castellano concedió una entrevista a Criba, una revista que publicaba un grupo de falangistas que habían virado hacia posiciones críticas con la dictadura. En ella Castellano afirmaba que las ideas de los editores de la revista y la de los socialistas eran coincidentes y les invitaba a ingresar en las filas del socialismo. La entrevista enfadó y crispó a muchos compañeros, yo mismo entre ellos.
Así que pensamos plantear la cuestión en la próxima reunión de la Comisión Ejecutiva. Esta se celebró en Portugalete, creo que en la pequeña cocina de la casa de Antón Saracíbar. Cuando expuse el malestar por las declaraciones de Castellano, me sorprendió la reacción de los ejecutivos.
En sus intervenciones más parecían recriminaciones a nosotros, a Felipe y a mí, que a Castellano.
Incluso Agustín González (Otilio), un asturiano bravo, radical, nada transigente con las posiciones tibias, defendió a Castellano. Tuve que mantener una serenidad, una ataraxia muy costosa para mí, pues quedé completamente fuera de juego; había equivocado mi previsión y se me planteaba con tintes agudos si era yo un intransigente incapaz de entender la evolución de la vida política española.
Castellano nunca me lo perdonó. Su argumento principal no exento de razón era que hubiese mantenido oculta mi intervención durante el viaje que habíamos hecho juntos en el coche desde Madrid. Era verdad que aquel silencio sobre el asunto no fue una muestra de lealtad por mi parte, pero había yo aprendido que en los debates si un asunto se abre antes de su momento idóneo el "gas" se escapa y después ha perdido toda su fuerza. De poco sirvió mi remirada parquedad en aquella ocasión, pues el efecto, la fuerza de la cuestión, solo había estado en mi cabeza.
El resultado fue una enemistad no declarada unas veces, explicitada otras, de Pablo Castellano hasta su salida del Partido. Después todo han sido hiperbólicas acusaciones, desaforados adjetivos más para ensalzar su nueva personalidad radical que para sacar en público una opinión asentada.
La campaña electoral, la primera desde 1936, discurrió entre manifestaciones de alegría. Felipe González se presentaba en las plazas de toros repletas de un público deseoso de compartir un discurso crítico en libertad. No defraudaba, sus condiciones de comunicador eran inagotables; no había público que se le resistiera cuando les hablaba con tanta vitalidad y entusiasmo.
En el último mitín de la campaña abarrotamos el campo de fútbol de Vallecas, en Madrid. La enorme riada de público forzó las puertas del estadio e inundó el césped de público. Terminado el acto, salíamos aprisa para llegar a Sevilla a tiempo para otro mitin que había de concluir antes de las doce de la noche. Atravesar los alrededores del campo de Vallecas fue una tarea casi imposible.
El público, abalanzado sobre el coche que ocupábamos, no nos dejaba avanzar, entre gritos de "¡Felipe, Felipe!". Él saludaba a derecha e izquierda a los miles de simpatizantes con una emoción intensa. Cuando logramos llegar a la carretera, destino al aeropuerto, Felipe seguía saludando, aunque ya no había público a nuestro paso. La fuerza de aquella emocionante salida hipnotizó al líder, que siguió saludando un buen rato porque en su retina, sin duda, continuaban los enfervorizados simpatizantes. Contrasta con lo ocurrido en una situación semejante en 1993, tras muchos años de gobierno. El coche se desplazaba igualmente desde el mitin de Madrid al aeropuerto para llegar a Sevilla a cerrar la campaña. El público saludaba con la misma pasión, pero Felipe prefirió pedirle a Roberto Dorado, que le acompañaba, que saludara por él, pues la gente no lo notaría a través de los cristales tintados del coche. El ejercicio del poder ahoga muchas pasiones.
Adolfo Suárez también movía a grandes multitudes alrededor de sus promesas de "elevar a la normalidad lo que es normal en la calle", pero era más el reconocimiento del poder, de un poder más limpio que el de la dictadura; mas no infundía la visión de juventud y vida que aportaba Felipe.
Ellos fueron los protagonistas en aquella campaña, además de Santiago Carrillo, que tenía un magnetismo especial entre los suyos, y otros políticos que fueron apareciendo a la luz con desigual fortuna.
Personalmente viví la campaña agotado por el intenso trabajo que desplegué y sorprendido por el éxito de mis discursos, que gustaban a todos menos a mí. Ya sé que el orador tiene en su cabeza las ideas que irá exponiendo ante los oyentes y que, por lo tanto, no logrará sorprenderse a sí mismo; pero, aun con todo, no he comprendido nunca la aceptación de mis discursos, de los que solo retengo dos o tres en los que quedé satisfecho de mi trabajo.
La vida del político, en una parte importante, se convierte en vida pública. Es un proceso ineluctable. Empiezas a ser conocido a través de los periódicos, hoy sobre todo por la televisión, y ya pierdes el control de todo aquello que dicen de ti, a veces verdadero, a veces falso. Y así se va fabricando una imagen de tu persona que absorben como auténtica los que no te conocen, pero que llega a afectar a la visión que tienen de ti incluso algunos de los que te conocen, los que te tratan habitualmente, que comienzan a verte más por lo que leen de ti que por tus propios actos, que están delante de ellos mismos.
Desde el conocimiento se cruza la línea de la fama. Esta se vive de manera bien diferente si el protagonista la ha buscado o no. El paradigma de la búsqueda de la fama lo ofrece Alonso Quijano, Don Quijote, que dice desde el comienzo que se va a hacer caballero andante "para cobrar eterno nombre y fama". Así hay otros que buscan la fama, que hacen por ser famosos. No les acuso de nada; es legítimo tener como aspiración ser famoso. Pero a mí no me gusta la fama. Resultaba inevitable que con la recuperación de la democracia los actores políticos empezaran a aparecer en los medios de comunicación, a hacerse una imagen, un cliché de cada uno. Quizá mi imagen comenzó a labrarse con el debate de septiembre de 1977, a causa de los sucesos de Santander. En aquel debate inculpé al Gobierno con una fuerza, con una intensidad que no había aparecido antes en la Cámara.
Además mi gusto por el trabajo callado, en segunda fila -contradictorio con la fama-, me dio imagen de conspirador, maquiavélico. En verdad los que me calificaban así debían de desconocer todo sobre Maquiavelo, una de las más preclaras inteligencias de la política, creador de la idea del Estado moderno, y mucho menos cruel que los cardenales de su época. (El pobre Maquiavelo es una víctima más de la fama construida sobre un falso cliché.) Mi espíritu andaluz, proclive a la respuesta rápida, a crear frases lapidarias muy concretas, me convertiría pronto en un recipiente autor de todas las frases ocurrentes que circulaban. Me han atribuido frases acertadísimas que no eran mías, y otras horribles que tampoco me pertenecían.
Bastarían unos cuantos ejemplos para comprender la operación manipuladora de poner en boca de otro cosas que no ha dicho, y a partir de esa asignación fabricar una teoría política. Citaré solo unos pocos ejemplos. Se ha repetido miles de veces como resumen de mi "presunta" mano dura en la dirección del Partido Socialista una frase que condenaba a quien se colocara en posiciones críticas: "El que se mueva no sale en la foto". Esta sería, según políticos adversarios y compañeros y periodistas, una frase utilizada por mí como advertencia para asegurar la tranquilidad interna.
Nunca dije eso. Parece que es parte de una frase utilizada en México que completa diría algo así:
"El que se mueva no sale en la foto, y al que se aflige, lo aflojan". ¿Cómo luchar contra una plaga de falsas imputaciones? Es como luchar contra los molinos de viento. El resultado es tan desproporcionado respecto del esfuerzo, que decides no emprender un combate que te agotaría y no serviría para nada. Nace un sentimiento de desprecio hacia tanto ignorante o malintencionado que jamás me han preguntado a mí sobre la frase.
Otra imputación muy generalizada ha consistido en acusarme de haber calificado a Adolfo Suárez como "tahúr". Todo falso. En esta ocasión el primero que levantó el infundio se apoyaba en un hecho real pero totalmente diferente. Una revista de las que aparecieron en la Transición publicaba unos dibujos sobre personas famosas identificándolas como el animal que creyeran más cercano. Preguntaban a unos y a otros qué animal les recordaba tal o cual personaje y luego publicaban un dibujo alegórico.
Cuando se les agotó la cantera de los animales, cambiaron a profesiones. Recuerdo que a mí me preguntaron qué veía, a primer golpe, al pensar en las "hechuras" de Fraga Iribarne, Calvo-Sotelo y Adolfo Suárez, cómo les veía vestidos. Contesté que Fraga me traía la imagen de los motoristas militares que trasladan el parte de guerra en el frente; de Calvo -Sotelo dije que se asemejaba a un marmolillo de los que se colocaban en las calles para impedir el paso de vehículos; y Adolfo Suárez, les dije, me recordaba el atildamiento de los tahúres del Mississippi de las películas, con su chaleco y su reloj con cadenita. Claro, no tiene que ver con llamar tahúr a nadie. El primero que lo publica, por torpeza o por maldad, lo deforma, y los que vienen detrás, unos por pereza, otros con intención, repiten, sin preguntar ni preguntarse sobre la veracidad de los hechos.
Toda esta invención acerca de mis palabras y mis actos no fueron más que el principio. En la etapa que ocupé un puesto en el Gobierno, la creación deslegitimadora se desbordó en una ordalía de mentiras e infamias. ¿Es posible vencer a una riada de "informaciones" falsas? Esta es la actual estructura de los medios, su ausencia de responsabilidad ante nadie -solo quedan los tribunales, que han demostrado reiteradamente que no arriesgan convertirse en víctimas de los medios, sentenciando siempre a favor del derecho a la información-. La única respuesta, que se paga muy duramente, es no resignarse, no rendirse ante los poderosos, no perder la dignidad buscando continuamente la complicidad de los dueños del medio para ser bien tratado por los profesionales, reos de los propietarios para conservar sus puestos de trabajo.
Pronto llegó la jornada electoral. Todos los partidos estaban prevenidos acerca del desarrollo normal de la votación. Hubo muchísimos incidentes, especialmente por falta de papeletas del PSOE en las mesas, pero el conjunto de irregularidades no justificaba en ningún caso una impugnación del proceso. Fue una elección libre, democrática y alegre.
Yo había diseñado un programa de recuento rápido de los resultados. Había elegido 1.750 mesas electorales y encargado a un interventor del PSOE en cada una que transmitiera al Comité Electoral urgentemente el resultado de las primeras cincuenta papeletas que leyese el presidente de la mesa cuando comenzase el escrutinio. Pero no lo aplicamos hasta las elecciones de 1979.
Nosotros hacíamos una veloz acumulación que nos permitió conocer con gran aproximación el resultado nacional, puesto que las mesas habían sido elegidas con un carácter compensador de los factores sociales. En las siguientes elecciones perfeccionamos muchísimo el método, pues "peinábamos" las mesas hasta conseguir un conjunto que hubiere reproducido con la mayor aproximación los resultados nacionales de las elecciones anteriores. Esta innovación nuestra fue después imitada por muchos, pero con un balance menos brillante.
El sistema veloz de recuento ocasionó también algunas anécdotas increíbles si no atendiéramos a la inexperiencia de todos. En un pueblo aragonés, el interventor del PSOE fue contando las papeletas que depositaban los electores desde la apertura de la mesa electoral. Cuando llegó al votante número cincuenta, detuvo la votación, exhibiendo una circular mía en la que explicaba que contabilizaran las cincuenta primeras papeletas del recuento. Él interpretó que debía hacerlo durante la votación, pero lo curioso es que convenció a toda la mesa, que abrió la urna, escrutó los cincuenta votos depositados, y después siguió la votación. Naturalmente, hubo que repetir la votación en esa mesa varios días después por extraer los votos depositados en la urna antes de finalizar la jornada electoral.
Tras la votación llegó la noche del recuento, y el cansancio se fundió con las expectativas de cada partido. Al fin todos contentos: UCD, 35 por 100; PSOE, 30 por 100: 118 escaños. Alguna preocupación en UCD: habían ganado, pero con un margen menor del deseado y previsto. Una alegría inmensa en la sede socialista; después de cuarenta años la memoria histórica y la ilusión de los jóvenes colocaban al PSOE a cinco puntos del partido del Gobierno, institucionalmente heredero del régimen anterior.
Como algo anecdótico figuró estelarmente el hecho de que entre los elegidos para seguir el recuento en la noche del 15 de junio, en compañía del presidente Suárez, estuviese un actor conocido por una exitosa serie de televisión de bandoleros.
Cuando pregunté a uno de los que habían estado aquella noche en el despacho de Suárez por el asunto, me contestó con una información inesperada:
–Siempre es bueno contar con anécdotas insustanciales de las que pueda alimentarse la prensa; así quedan saciados y no se ocupan de lo verdaderamente relevante. – ¿Como qué? – inquirí.
Aquella noche, cuando llegaron los primeros datos, daban una ventaja al PSOE. El silencio lo dominaba todo. Un miembro del Gobierno preguntó: "Si se confirma, ¿hay previsto algún mecanismo técnico para cambiarlo?". Adolfo Suárez explotó: "Esto son unas elecciones democráticas". Alfonso Osorio calló durante toda la noche.
Años más tarde intenté hacer volver a aquel acontecimiento al mismo interlocutor. Me respondió contándome la misma historia.
Los resultados electorales significaban unos deseos fervientes de cambio en la sociedad española. El hecho de que los españoles hubiesen votado en un 30 por 100 a un Partido que solo cuatro meses antes no podía estar presente en el panorama público general, pues no era un Partido legal, no podía dirigirse a los ciudadanos, ni hacer publicidad, era un indicio claro, contundente creo yo, de que la sociedad española estaba preparada para dar un giro completo a la actividad política. Es cierto que el apoyo más amplio, 35 por 100, recayó sobre Unión de Centro Democrático, pero había suficientes razones para ello. El pueblo español quiso premiar a una agrupación de personas del espectro conservador que se había reunido para ofrecer una plataforma política que apoyaba la recuperación democrática. Una excepción histórica en la derecha española, cuyas fórmulas de unificación habían tenido siempre como objetivo el corte drástico de las escasas experiencias democráticas de España. Era, pues, la forma de reconocer la labor de Adolfo Suárez en el desmontaje de la estructura autoritaria del poder. Pero había probablemente otra razón aún más poderosa para apoyar más a UCD que al Partido Socialista. La prudencia del electorado, factor este poco valorado en las encuestas y los análisis políticos, les aconsejaba no arriesgar un resultado que pudiese obligar a un Partido, deseado pero no preparado, a dirigir la política de la nación. El pueblo español quería para su país un escenario político semejante al que durante décadas ofrecían las democracias europeas: dos grandes partidos representativos de posiciones de centro derecha y centro izquierda, más los pequeños grupos derivados de posiciones minoritarias.
La sociedad española había ido evolucionando en los últimos años de la dictadura hacia modelos más próximos a lo que ocurría en los países de Europa. En los años sesenta se produjeron unos fenómenos sociales que más tarde darán su fruto: inmigración urbana, masificación de la Universidad y acceso de la clase media, cambio cuantitativo y cualitativo de la comunicación y contacto con el exterior, concretado en una doble vía: la emigración y el turismo, progreso tecnológico y revolución cultural juvenil de una nueva generación de españoles que derriba impetuosamente las fronteras con el exterior y con el pasado, y que vibra, al compás con los jóvenes de otros países, con Marcuse, Los Beatles o Che Guevara, una juventud que está de alguna forma presente en las barricadas del Mayo francés, en las calles enlutadas de Praga y en la protesta generalizada contra la Guerra de Vietnam, una generación que hace suyos los claveles de Lisboa, que muestra la resistencia a consignas y clichés envejecidos e inservibles. Es una sociedad que, a pesar de las restricciones de la agonizante dictadura, ha sabido evolucionar antes del agotamiento biológico del dictador.
Estaban presentes también los vencidos en la guerra, los de "hasta la última bala", que vivieron la llegada de la democracia como un triunfo moral sobre los vencedores en la contienda. Al final eran sus valores los que se proclamaban por calles y plazas del país. La inmensa alegría que estos hombres de la República sintieron el 15 de junio fue como una mínima compensación a tantos años de sufrimiento y discriminación.
Conocidos los resultados electorales del 15 de junio y aplacada la euforia y la alegría por lo que se había logrado, los nuevos objetivos aparecían ante nosotros: conseguir que las Cortes elegidas se convirtieran en Cortes Constituyentes y preparar un grupo parlamentario eficaz, sólido y capaz de trabajar la estela que nos marcaban los electores. Ambos objetivos presentaban un grado notable de dificultad.
A nuestra llegada a Moscú nos recibió un invierno gélido. A pie de avión nos esperaban dos viceministros y el secretario del Comité Central, Ponomariov, que sería el responsable de acompañarnos durante toda la visita. Era este un hombre pequeño, como arrebujado en su abrigo, de gran agilidad mental, al que se adivinaba una capacidad excepcional para la conspiración y la intriga. Después de darnos la bienvenida y con un gesto de compasión nos anunciaron que nos trasladaban a unos almacenes para adquirir las imprescindibles prendas de abrigo que necesitábamos. Nos introdujeron en el automóvil, amplísimo, con alfombras grandes y repletas de adornos geométricos. Llegamos a la Plaza Roja y entramos en un grandioso edificio ocupado por paupérrimas tiendas, con el material apilado sobre el suelo; los compradores, en largas y compactas colas, esperaban pacientemente, pero con rostros huraños, su turno.
Nosotros no tuvimos que esperar; nos introdujeron por una puerta lateral que nos condujo a una tienda con artículos colocados ordenadamente en estanterías; todo recordaba a una tienda europea.
Nos hicieron elegir unos gorros rusos de piel, unos guantes bien forrados y unas bufandas cálidas y generosas de tamaño. Nadie pagó. Uno de nuestros acompañantes firmó un recibo y salimos a la plaza, a contemplar el Kremlin. Fue una primera visión de los privilegios de la nomenklatura, que nos hizo pasar vergüenza, aunque no sería la única vez ni la más humillante.
Nos instalamos en un hotel para invitados extranjeros cuyas alfombras en los pasillos y en las habitaciones eran exactamente iguales que las que habíamos encontrado en el coche. ¿Es que en la Unión Soviética solo se fabrica un modelo de alfombra? Esta pregunta, a modo de broma, tuvo su respuesta más tarde cuando acudimos invitados a un espectáculo de música y danza en el gran teatro en el que se celebraban los Congresos del Partido Comunista de la URSS. Una sala de más de seis mil butacas en la que un público entusiasta aplaudía con regocijo a los Coros del Ejército Ruso. En el descanso se formaron dos largas filas para la degustación gratuita de refrescos.
Observamos que las mujeres, muy jóvenes casi todas ellas, lucían dos únicos modelos de falda. La contemplación de tantas chicas jóvenes, bonitas, uniformadas con unas telas vulgares, me hizo pensar en una existencia gris y triste, abúlica, aburrida.
Para los actos de esparcimiento habían designado a otro miembro del Comité Central, el camarada Pershov, imagen opuesta a la de Ponomariov. Pershov era un hombre de talla inmensa, corpulento, risueño siempre, aficionado a la buena comida y al alcohol, acompañado en todo momento por una joven bella, elegante, vestida con ropa cara, exquisita, algo sofisticada, perfume parisino y una impresionante colección de foulards. Nos fue presentada como la camarada Pershova, pero nadie creyó que fuese la esposa de nuestro guía. El trato siempre cordial de Pershov me incitó a hablarle de un asunto que me preocupaba: los fondos documentales del socialismo español, que descansaban en los sótanos del KGB, producto de la rapiña soviética en Berlín a la entrada de sus tropas en el final de la Segunda Guerra Mundial. A Berlín habían llegado por la incautación de las tropas alemanas en Francia durante la ocupación. Los exiliados republicanos los habían sacado de España por la frontera francesa, hasta que fueron tomados por los alemanes.
Pershov no opuso resistencia a la posible recuperación de nuestros archivos, y, en efecto, años después se concretaría la operación con la devolución de casi dos tercios de los documentos. Del otro tercio nunca hemos logrado tener información. Muy probablemente sería vendido por algún funcionario corrupto a instituciones occidentales, tal vez universidades norteamericanas.
Pershov nos invitó otra noche al ballet del Bolshoi. La llegada al Teatro Bolshoi en una noche fría, nevando, para ver El lago de los cisnes, de Tchaikovski, me pareció un sueño… que pronto se convirtió en una pesadilla. Una vez dentro del teatro me acerqué al guardarropa para dejar mi abrigo, el gorro, la bufanda y los guantes, cuando se me acercaron tres chicas jóvenes, atractivas, bien vestidas, y en un buen francés una de ellas me dijo: "Podemos hacer el amor por unas medias o un bolígrafo". Pensé que era una broma, extraña broma, y sonreí. Me preguntó: "¿Quiere hacer lo ahora o cuando termine el espectáculo?". Comprendí que la cosa iba en serio y me excusé con palabras entrecortadas.
Aún bajo el desconcierto del incidente, entré en el patio de butacas precedido por Pershov, que avanzaba con resolución hacia las primeras filas. Pero yo observaba que el aforo estaba completamente ocupado, por lo que no entendía adónde nos llevaba. Al llegar a la sexta o séptima fila, Pershov hizo un gesto entre violento y despreciativo y de inmediato todos los que ocupaban la fila se levantaron y se marcharon sin protestar. Me sentí muy avergonzado; quise pedir explicaciones a Pershov, pero él, con una sonrisa, repetía "No hay problema, no hay problema, todo está bien".
Mi azoramiento fue calmándose mientras escuchaba la música y contemplaba un Lago virtuosamente interpretado, aunque un poco rutinizado. No duró mucho tiempo. Un caballero con una linterna nos buscaba; habló al camarada Pershov, quien se inclinó hacia mí: "Le llaman por teléfono". "¿Me llaman por teléfono a mí, que estoy en Moscú, en el Teatro Bolshoi?". Pershov probablemente leyó mis pensamientos, y me ordenó: "Siga a este hombre". Mientras caminaba tras él hacia el despacho del director, acudieron a mi mente todas las películas de espías que me habían hecho disfrutar desde la niñez. Aquello parecía una trampa; pero no. Llegamos a un despachito coqueto y abigarrado de objetos en el que el director me invitó a sentarme. Permanecimos unos minutos en absoluto silencio, en los que se adensaba la atmósfera, hasta que un timbre agudo e intenso me sobresaltó. Sonaba el teléfono; el director lo tomó y me lo pasó. Con más prevención que curiosidad, balbucí: "Diga". "Soy Enrique Múgica." "¡¿Cómo?!".
Era Enrique Múgica, que quería informarnos de uno de los mil avatares de la oposición. Lo despaché pronto, explicándole dónde estaba y preguntándole cómo me había localizado. Él había llamado a la Embajada de la Unión Soviética, informándoles de que quería hablar con nosotros. El embajador le contestó a los quince minutos dándole un número telefónico del lugar donde podía localizarnos: el Bolshoi.
El control que ejercían sobre nuestras actividades era, pues, total. Al día siguiente pude comprobarlo en demasía. El programa establecía que diésemos una conferencia sobre la situación política en España en el Instituto de Ciencias Marxistas Leninistas. En el coloquio, los asistentes, la mayoría de edad avanzada, nos hacían preguntas que mostraban un conocimiento preciso de nuestra trayectoria. Una señora de formas muy elegantes vino a decirme que existía una contradicción entre las palabras que acababa de pronunciar y la tesis que yo había mantenido en un artículo publicado en una revista varios años atrás. Yo no recordaba ni que hubiese publicado aquel artículo.
Mantenían, eso es seguro, un seguimiento exhaustivo de todas nuestras actividades en España.
Cuando visitamos el Kremlin nos mostraron con una devoción más propia de un anciano monje benedictino el apartamento de Lenin. Hablaban del dirigente soviético y de su familia como si se tratase de unos santos mártires. Me sublevaron; no podía resistir tanta beatería en la adoración de un personaje como Lenin. No encontré mejor forma de oponerme a sus alabanzas que preguntarles sobre una fotografía que colgaba en el despacho de Lenin. En ella posaba todo el grupo de revolucionarios que participó en la Revolución de Octubre de 1917, pero se advertía la ausencia de Trotski, que había sido borrado de toda la iconografía oficial.
Ponomariov se tensó y quiso pasar a otras efemérides, pero no le dejé escapar; insistí sobre un dirigente que parecía faltar en la foto, "uno con gafas redondas", "uno con perilla"; en el espinazo de Felipe y de Boyer un frío sudor parecía subir inconteniblemente. Fue un momento pavoroso; mi inconsciente reivindicación de la verdad histórica podía desembocar en cualquier final, no amable desde luego.
Nos sacaron de la estancia casi empujándonos y la tragedia se diluyó en un paseo por la Plaza Roja.
La visita continuó con cordialidad hasta la entrevista más importante, con Suslov, el gran ideólogo del PCUS. Teníamos previsto ver a Brezhnev, pero una gripe -esa era la versión oficial- le mantuvo en cama.
Suslov era un anciano delgado, muy alto, cabello totalmente blanco, que exhibía una agilidad mental extraordinaria. Correcto, serio, cordial, se mostró dispuesto a responder a todas las cuestiones o diferencias (así dijo, sonriendo) que tuviésemos sobre la Unión Soviética.
A cada tema que proponíamos contestaba de forma pausada mientras examinaba los documentos que portaba, posiblemente para confirmar la ortodoxia de sus respuestas.
A una pregunta mía algo impertinente sobre las razones que justificaban que estuviesen apoyando al dictador Macías en Guinea Ecuatorial, muy seriamente y tras consultar sus papeles, anunció que respondería en otra ocasión, pues en aquel momento no estaba en condiciones de contestar con precisión. ¿Quién le escribía los guiones al máximo exponente ideológico del PCUS? Siempre se había pensado que los dirigentes comunistas de los partidos de países occidentales seguían el guión de la ideología del Partido Comunista Soviético, pero ¿quién era el autor del guión para Suslov?
En la reunión de los directores del Gosplan, el organismo encargado de la planificación económica y de los planes quinquenales, el peso de la conversación recayó sobre Miguel Boyer, que hábilmente preguntaba los datos de producción, distribución de la tierra y otros muchos conceptos, para acabar concluyendo ante el rostro atónito del director -que mostraba una dentadura casi completa en oro, lo que resultaba además de vulgar una imagen contradictoria con su función igualitarista- que el 1 por 100 de la tierra cultivable aportaba el 25 por 100 de la producción agrícola. Ese 1 por correspondía a la escasa tierra que era trabajada familiarmente, sin atender la disciplina de la política estatal.
El conjunto de la visita fue una experiencia con una gran fuerza educadora sobre lo que sucedía en la Unión Soviética. La conclusión es que la mejor forma de disipar las veleidades prosoviéticas de algunos militantes socialistas era, sin duda, enviarles a hacer una visita a la URSS.
Nuestra visión crítica se mitiga algo en Paco Ramos, precisamente quien había sufrido un largo cautiverio de años por la dictadura del proletariado soviético. Se debía su actitud más benévola que la nuestra a un rescoldo del síndrome de Estocolmo, o a que por conocer la realidad de la Unión Soviética comprendía mejor lo que a nosotros nos sublevaba.
La narración del internamiento en el gulag soviético ilustra la martirizada historia reciente de España. Finalizada la Guerra Civil, Paco Ramos vivió el exilio francés. Allí fue víctima de la política del PCUS contra los partícipes en la guerra. Los dirigentes soviéticos presionaban a los comunistas españoles para que estos les facilitaran nombres de sospechosos antirrevolucionarios en las filas republicanas. Los dirigentes del PCE confeccionaban unas listas basadas en rumores, en denuncias personales sin fundamento alguno, hasta que incluso estos "sospechosos" se les acabaron, y bajo la fuerte coacción de la URSS se vieron obligados (sic) a incluir en las listas nombres de forma aleatoria. Esta fue la suerte que tocó en desgracia a Paco Ramos. Supo que la dirección comunista española que facilitó la lista en la que él figuraba encargó de su envío a Fernando Claudín, entonces en la dirección comunista.
Pasados muchos años fui testigo de un hecho singular. Nos sentábamos alrededor de una mesa los patronos de una fundación. La silla de mi derecha la ocupaba Paco Ramos; la de mi izquierda, Fernando Claudín. Yo, que conocía la historia, observaba con sorpresa y admiración la cordialidad con que se trataban los dos protagonistas de un suceso tan trágico de nuestra historia. La política en España puede alcanzar los más altos grados de irracional crueldad y de responsabilidad y generosidad por el bien de la convivencia. Era un caso paradigmático de una relación en el mismo campo ideológico de la Guerra Civil, que vivió su cima de desprendimiento, ¿y olvido?, con la Ley de Amnistía de 1977, ahora de generosidad de los vencidos hacia los vencedores en la guerra.
Al término de la visita a la URSS, en el aeropuerto, mientras nos despedían las autoridades, a la cabeza Ponomariov, subí las escaleras del avión, me volví, moví mi brazo abarcando el horizonte, y grité: "Proletarios de todos los países, no os arriendo la ganancia".
Ponomariov se esforzaba con el intérprete para conocer el significado de mis palabras. Este, dudando, nervioso, le dijo que era una especie de brindis dirigido a los trabajadores soviéticos.
Ponomariov quedó tranquilo. Yo entré en el avión con una profunda tristeza por los golpes que da la historia de los pueblos: la forja de las ilusiones colectivas termina, la mayoría de las veces, mecida en la cuna de la decepción.
Entré en el edificio del Congreso de los Diputados por la puerta lateral de la calle Floridablanca.
Traspasada la puerta, un ujier me señaló el pasillo que debía recorrer para llegar al despacho del presidente. Solo había dado cuatro pasos cuando divisé, viniendo hacia mí desde el fondo del corredor, a don Manuel Fraga Iribarne, a quien yo conocía de los No Do, los noticiarios cinematográficos de la dictadura y de sus proclamaciones de estado de excepción que nos obligaban a escondernos durante una temporada.
En los breves segundos en los que avanzamos en nuestro camino mi mente me dictaba un dilema: ¿saltaría él sobre mí o yo sobre él? Fuimos avanzando, guardándonos el espacio, girando el cuerpo y la mirada, hasta sobrepasarnos uno al otro, casi de espaldas a nuestro itinerario, articulando un serio ¡buenos días! por parte de los dos. Cuando le perdí de vista razoné que la convivencia con los dinosaurios del franquismo sería posible al menos en el interior del edificio del Congreso.
La reunión preparatoria de la primera sesión parlamentaria me permitió hablar por vez primera con los responsables de todos los partidos que habían logrado representación, entre ellos Fraga Iribarne, pero sobre todo me deparó el conocimiento de un personaje extremadamente singular.
Don Antonio Hernández Gil parecía surgir de una película de Luchino Visconti, de El gatopardo.
Su atuendo, su peinado, su actitud, sus gestos me devolvían a otra época, a otros usos. Se comportó con un deseo de ecuanimidad inaudito. Cuando nos hablaba procuraba dedicarnos el mismo tiempo a cada uno, incluso sus miradas estaban repartidas por igual a todos. Al salir de la reunión me tomó del brazo y me argumentó sobre las razones de algunas propuestas que había yo objetado. Fue el inicio de una relación llena de afecto y admiración.
Don Antonio Hernández Gil había sido nombrado presidente de las Cortes por el Rey. Presidiría, por lo tanto, las dos Cámaras, Congreso y Senado, elegidas democráticamente (salvo los senadores de designación real), una persona designada.
Tal situación hizo pensar a la izquierda que con ese nombramiento se pretendía contar con alguien del poder conservador dispuesto a favorecer la continuidad de las estructuras del régimen de la dictadura, o al menos colocándole en un puesto tan relevante para obstaculizar los cambios que los progresistas quisieran plantear. Nada más lejos de la verdad. La conexión de Hernández Gil con el poder era totalmente inexistente. El catedrático universitario recibe un día una llamada del palacio de la Zarzuela. Le comunican que Su Majestad el Rey desea recibirle en audiencia, le proporcionan fecha y hora y se despiden. El profesor ha quedado tan azorado que no ha tenido posibilidad de preguntar nada. Se interroga cuál puede ser el motivo de tal audiencia y le asaltan dos incógnitas que le angustian: ¿dónde está el palacio de la Zarzuela, cómo llegar?, ¿y cómo debe ir vestido para ser recibido por el Rey? Don Antonio encuentra solución a los dos conflictos subiendo a un taxi, donde debate con el conductor la mejor forma de llegar al palacio del Rey, que el taxista también ignoraba, y vistiendo un oscuro traje de calle, pero portando previsor un esmoquin sobre el brazo. Al ser recibido en el palacio por un propio de protocolo, le espeta un discurso medio excusa, medio súplica o interrogación. "Si debo ponerme un esmoquin, dígame dónde hay un lavabo, que me cambio en dos minutos." Al margen de mi desconfianza de que el fugaz tiempo solicitado pudiera ser suficiente para un hombre cuyo atildamiento manifestaba una coquetería procedente de su pasión por las formas, la anécdota muestra la nula relación de Hernández Gil con el poder o las camarillas políticas del régimen.
La elección por el Rey, o por quien se lo sugiriera, de don Antonio Hernández Gil fue otro de los aciertos de la Transición. Su limpieza moral en la presidencia y su ecuanimidad ayudaron mucho en los primeros pasos de unas Cámaras plagadas de neófitos.
El día 13 de julio se reúnen por vez primera las Cortes. Son muchos años de ausencia forzada, toda una época de la historia de nuestro país sin que la voz del pueblo fuese oída. Aquel día los representantes del pueblo han ocupado los puestos parlamentarios. La jornada fue, con todo, protocolaria, como interesaba al Gobierno, que pretendía un tránsito de las Cortes autoritarias a las democráticas sin que se notase el drástico corte histórico que aquello significaba.
En la primera votación para elegir al presidente de la Cámara, dos candidatos: Fernando Alvarez de Miranda, de UCD, y Luis Gómez Llorente, del PSOE. Aquel contará con el apoyo directo de los suyos y el indirecto de AP, PC y PSP, que se abstuvieron para no apoyar al candidato del PSOE. Se interpretó como un alejamiento de la posibilidad de acuerdos para las elecciones municipales con el PC, y de unidad con el PSP Los hechos desvirtuaron esta previsión, que también fue la mía, pues hubo pronto (abril de 1978) unidad con los socialistas de Tierno, y se logró un acuerdo general de alianzas en las municipales con el Partido Comunista en 1979.
En mi reflexión intenté comprender el mecanismo por el que desde el primer momento los partidos se desprendían de sus compromisos ideológicos en beneficio de un pragmatismo directo que garantizara la conquista de objetivos concretos.
Unos días más tarde, el 22 de julio, en la inauguración oficial de las Cortes, se abría la sesión con una expectativa de tensión. Los rumores anunciaban la posibilidad de que se profiriese algún grito improcedente en la Cámara.
La presencia del jefe del Estado, el Rey, suscitó una dispar reacción: los aplausos, "adhesión inquebrantable" del antiguo régimen, y el signo de respeto expresado por la minoría socialista, en pie y sin aplaudir (causa de las iras abochornadas del señor Fraga Iribarne).
Durante el discurso de don Juan Carlos pudo apreciarse la inquietud del presidente Suárez, temeroso del resultado final. Cuando concluido el discurso se oyeron aplausos en los bancos de la oposición, la distensión se adueñó del ambiente, desapareciendo el "clímax" inicial.
Manuel Jiménez de Parga me contó que Adolfo Suárez le prometió al Rey: "Majestad, la próxima vez le recibirán aplaudiendo todos los diputados en pie".
Las sorpresas no terminaban, pues los únicos que podían tener algún bagaje "parlamentario", aunque muy limitado por el cambio de circunstancias, eran los que procedían del esquema heredado de la dictadura. En el grupo de UCD nombraron portavoz y director a Leopoldo Calvo-Sotelo, que debía de estar tan enredado en encontrar una estructura operativa que se dirigió mediante uno de sus diputados a nosotros para que le facilitáramos el esquema de funcionamiento que habíamos elaborado. Me negué rotundamente. No era posible recibir tal petición desde los bancos donde se sentaban los que lo habían tenido todo hacia los que habíamos sufrido la negación de la organización política durante cuarenta años. A los pocos días, Calvo-Sotelo se retiró y se hizo cargo del grupo parlamentario de UCD José Pedro Pérez Llorca, pronto conocido como el zorro plateado, por su astucia y su cabellera gris. Hombre inteligente, algo hermético y pragmático, fue mi interlocutor permanente en las tareas parlamentarias.
Tras la recuperación de la democracia, bien pronto la Cámara de Diputados emprendió la tarea de redactar una Ley de Amnistía que hiciese borrón y cuenta nueva del pasado. De ella se beneficiaron fundamentalmente dos grupos: los que en la dictadura habían perseguido, encarcelado y asesinado a los luchadores por la libertad, y los que se habían enfrentado a la dictadura a través de métodos violentos. Esto es, a los que se "perdonaban" los delitos habían sido los actores y cómplices de la dictadura y los terroristas de ETA. Los diputados que elaboraban la ley al menos los que representaban a los vencidos en la guerra mostraban una ingenua generosidad al no exigir responsabilidades penales ni políticas a los franquistas porque estos, se pensaba, ya nunca volverían a militarizar la vida política, no buscarían la destrucción por cualquier medio de los adversarios políticos; tampoco se exigían responsabilidades a los terroristas porque con la llegada de la democracia, se creía, nada les motivaría para continuar su campaña de terror y muerte.
Los terroristas dieron pronto buena prueba de la candidez de los legisladores, perpetrando más asesinatos que nunca.
En cuanto a la derecha española, nos haría esperar hasta 1989 (puso en causa el resultado electoral) para recomenzar sus trampas políticas, utilizando cuantos medios encuentra para burlar los mecanismos democráticos. Pero en la elaboración de la Ley de Amnistía se cometió un ultraje democrático que sufrí de manera especial. Se amnistiaba a todos, salvo a los militares democráticos que en la asociación UMD (Unión Militar Democrática) habían intentado introducir algunos elementos democráticos en el Ejército. Se agotaba el tiempo legal para presentar la propuesta de ley negociada por todos los partidos, y la UMD seguía fuera de la amnistía.
Representaba al PSOE en esa negociación y me opuse con tesón a que dejáramos fuera a los militares demócratas. Terminaba el tiempo cuando, reunidos todos los partidos en una sala del Congreso de los Diputados, Pérez Llorca propuso detener el reloj que colgaba sobre una pared de la sala. Así el tiempo legal se detenía. Aún dedicamos horas para que todos, todos los representantes de los partidos políticos, intentaran convencerme de que diera mi aprobación a la ley sin la amnistía a los de la UMD. La presión fue espantosa; me acusaban de ser el responsable de que no pudiera aprobarse una Ley de Amnistía, y como consecuencia, culpable de que la Historia de España no entrase en una senda de convivencia pacífica y democrática. La derecha, el centro y la izquierda me asaeteaban con duras acusaciones, hasta que cedí. No era posible aguantar más aquella tensión diabólica. Al salir, me esperaba Juli Busquets, diputado socialista y miembro de la UMD. Al ver mi cara, se lanzó a mis brazos llorando. Fue una de las más amargas experiencias políticas que me ha tocado sufrir.
Pasados unos años, oía a algunos reivindicar la reparación de los militares de la UMD y se me revolvían las tripas. Los que me presionaron para que les dejase en la estacada exigían después que fuésemos rápidos en amnistiarles.
La discusión sobre la Ley de Amnistía me hizo pensar mucho en la dificultad de una transición política que se producía sin el lógico proceso al franquismo. Muchas de las deficiencias que la sociedad democrática posterior ha arrastrado y arrastra se deben, precisamente, a la ausencia de un proceso al franquismo que hubiese clarificado para los más jóvenes cuál fue la historia reciente de España. El silencio se ha cobrado una venganza terrible: la derecha, que escribió una historia falsificada en la dictadura, está ahora reescribiendo una historia manipulada, en la que la dictadura es solo el régimen anterior, y el general Franco, un anciano que hizo muchas obras positivas. ¿Qué hicimos mal, pues, durante la Transición? Hicimos lo que podía hacerse. Si hubiéramos emprendido un proceso al franquismo, es muy posible que la democracia se hubiera retrasado muchos años en España. Pero… todo tiene su precio. Haber hecho una Transición con continuidad de instituciones y responsables ha dificultado la cicatrización de muchas heridas que han quedado abiertas, impidiendo una democracia completa, porque sin memoria histórica no puede construirse una sociedad totalmente libre.
El otro objetivo que debíamos cubrir inmediatamente después de celebrarse las elecciones de 1977 era andar a la brega para que el período parlamentario lo fuera constituyente. A esta apuesta respondimos con dos hechos: claridad en la manifestación política reclamando una Constitución y celebrando unas sesiones de redacción de nuestra alternativa de Carta Magna.
En la última sesión de trabajo en Sigüenza, Felipe González me entregó un sobre, rogándome que no lo abriera hasta finalizar el encuentro. "Esto para luego", me dijo. Y me insistió: "No es para ahora, es para después". Terminado el encierro de tres días y contento con el fruto del debate, mientras me desplazaba a Madrid, abrí el sobre que Felipe me había entregado. Contenía una sola hoja en la que de puño y letra de Felipe figuraban unos breves párrafos:
He decidido dejar la Secretaría General del Partido. En el próximo Congreso no seré candidato.
Espero que este plazo no sea superior a un año.
La amistad que subyace -a veces imperceptible- en nuestra relación política me obliga a que seas tú el receptor de la decisión.
No te engañe la brevedad de la nota. Lo pensé seriamente y he querido dejar constancia escrita y en ti de esta decisión.
No sé en qué momento lo comunicaré a los demás responsables del Partido. Hasta ahora nadie sabe nada.
No me sorprendió. Ya me había expresado su malestar en varias ocasiones durante el tiempo transcurrido desde la jornada electoral hasta el día en que me entregó la carta. Se quejaba de sentirse manipulado en cuanto era llevado de un lugar a otro, levantado a un escenario, avisado de cuándo conectaba televisión con su discurso, bajado del escenario y conducido a toda prisa a otro escenario donde se repetiría la rutina. Se sentía como "un caballo de carreras", estas fueron sus palabras. Cuidado, mimado, pero sin iniciativa propia durante las agotadoras jornadas electorales.
Cuando leí su anuncio, le creí; ya sabía de su enojo, pero pensé que cambiaría su actitud pasada la campaña electoral.
Si miro hacia atrás, ahora que conozco todo lo sucedido, me asalta alguna duda sobre la sinceridad de su declaración de entonces; pero no es útil, ni ético, hacer trampas en el solitario. En aquel momento mi punto de vista no podía contar con lo que pasaría más tarde, por lo que sostengo mi creencia de entonces: Felipe se sintió saturado por el ejercicio de liderazgo, por la inundación humana que le acogía cuando llegaba a las plazas de toros o a los campos de fútbol, y su reacción fue abandonar. Más tarde, el curso de las cosas, con la fuerza intrínseca que estas tienen, le doblaron la voluntad primera, hasta terminar con el deseo de mantenerse en la cresta de la ola. Los hombres cambian, y sobre todo sucumben ante el irresistible poder de la imagen especular que te dan los demás. Es una transformación sutil que pende del crédito que quieras darle a los que te ofrecen una réplica de tu personalidad más complaciente que la que tienes de ti mismo. De ello se deriva la especial importancia del distanciamiento de las voces de los aduladores, la necesidad de escuchar alguna discrepancia, alguna disidencia, pues el hábito de oír permanentemente la versión acorde sin nota crítica conduce de forma inexorable a un mundo ajeno a la realidad. No dirijo estas reflexiones a la conducta de Felipe González, sino que están motivadas por una observación general y por mi experiencia personal.
He hecho siempre un esfuerzo para sentir como antipáticos a los aduladores. Me he repetido reiteradamente que los tiralevitas eran mis peores enemigos. Los que siempre te aprueban, te llenan de lisonjas, aparte de que lo hacen por interés personal, te producen una ceguera peligrosa, que te va separando de la realidad. La vigilancia para no dejar que me desrealizaran y la actitud sumisa y teatral me ha provocado un rechazo en el nivel cutáneo de los lisonjeros, ante los que nunca he sabido disimular mi aversión.
Habíamos, pues, elaborado nuestro modelo constitucional, pero primero había de lograrse que el Parlamento acordara la redacción de una Constitución.
Adolfo Suárez no se negó nunca a la elaboración de una Carta Magna de nueva planta, aunque algunos de los que le rodeaban insistían en conversaciones privadas en que no era necesario, que bastaba con la reforma de las leyes anteriores siguiendo el ejemplo de la Ley de Reforma Política.
Esta era también la posición de la Alianza Popular de Fraga Iribarne. De hecho, aquellos de UCD y AP que no veían necesaria la Constitución siguen manteniendo su posición anti Constitución, en cuanto que siguen en la tesis de que el contenido de la Norma fundamental es la derivación natural de las leyes del régimen anterior, actualizadas por el mandato democrático.
Suárez, sin embargo, pretendió, aunque con escasa voluntad y por poco tiempo, que la Constitución tuviese un origen extraparlamentario con una aprobación posterior del Parlamento.
Preconizó que, desde el Gobierno, Landelino Lavilla, con su colaborador Miguel Herrero Rodríguez de Miñón, confeccionaran el texto inicial que más tarde debatiera el Congreso de los Diputados. Después se replegó a una segunda trinchera: el borrador sería redactado por una comisión de expertos "independientes" que pasaría a la aprobación de las Cámaras. Ninguna de estas propuestas contó con nuestra aceptación. Felipe contestó lacónicamente: "Las Cortes se bastan y se sobran para dotar al país de una Constitución". Suárez cedió y todos aceptaron que las Cámaras serían artífices autónomos de una Constitución para España. Pero ¿con qué mecanismos se redactaría y debatiría?
Se optó por la sencillez de la naturaleza de las cosas: Ponencia, Comisión y Pleno tanto en el Congreso como en el Senado, y las diferencias entre las dos Cámaras se resolverían en una Comisión Mixta, formada por diputados y senadores.
Cuando habíamos decidido el número de los componentes de la Ponencia constitucional, siete, UCD planteó que ellos tendrían tres; necesitaban tres para que estuviesen representadas las, al menos, tres tendencias de la coalición; dos corresponderían al PSOE, uno para Alianza Popular y otro para el Partido Comunista.
Nosotros teníamos claro quién ocuparía nuestras plazas: Gregorio Peces-Barba, jurista prestigioso, secretario general del Grupo Parlamentario, y yo como portavoz del Grupo.
Sin embargo, las cosas rodaron de otra forma. Gregorio Peces-Barba y yo expresamos a los representantes de UCD que resultaría poco operativo para la aceptación posterior dejar fuera de la Ponencia a los representantes nacionalistas vascos y catalanes, y les rogamos que cedieran uno de sus puestos, dado que eran ellos los de mayor representación. Se negaron, y por un sentido de la responsabilidad histórica del que no sabemos librarnos en el PSOE, optamos por ceder uno de nuestros puestos, y entendí que el sacrificado habría de ser yo por el elevado conocimiento jurídico de Peces-Barba en contraste con mi desconocimiento de la materia.
No fue suficiente. El acto de generosidad de ceder un miembro en la Ponencia, quedándonos con uno solo frente a UCD, que conservaba tres, no fue obstáculo para que se desarrollara una dura campaña contra el PSOE porque hubiese quedado fuera de la Ponencia el PSP, el partido del profesor Tierno Galván. Nadie pidió a UCD la cesión de uno de los tres miembros; solo se le reclamaba al PSOE, que veía reducida su presencia a solo un ponente.
La Ponencia quedó formada por Miguel Herrero Rodríguez de Miñón, José Pedro Pérez Llorca y Gabriel Cisneros, los tres en nombre de UCD; Gregorio Peces-Barba, por el PSOE; Jordi Solè Tura, por el PCE; Manuel Fraga Iribarne, por AP, y Miquel Roca, por los nacionalistas vascos y catalanes, desmintiendo la protesta posterior del PNV en cuanto a no haber participado en la Ponencia. Siete hombres con amplios conocimientos jurídicos, muchos de ellos profesores, cada uno de ellos con una visión inicial distinta acerca del resultado que debiera tener su trabajo.
El primer choque de puntos de vista se planteó sobre el carácter explícito o referencial del texto.
La Constitución debía ser un texto que expresara de forma desarrollada los derechos de los ciudadanos, o un texto que hiciera referencia a los tratados internacionales comprometidos por España. Nosotros defendimos la primera opción hasta límites quizá excesivos. Una larga dictadura nos hacía desconfiar del Ejecutivo, de cualquier Poder ejecutivo, por lo que no podíamos aceptar preceptos no suficientemente claros; debían ser explícitos, que obligaran al Ejecutivo a un cumplimiento estricto sin margen de arbitrariedad ninguna. La misma razón explica nuestro apoyo generalizado, que excedía de lo normal, a la judicialización de las decisiones que afectaran a la vida política. La verdad es que hoy no entiendo bien la ingenua posición de entonces, como si los jueces hubiesen tenido una trayectoria muy diferente del Ejecutivo durante la dictadura.
Triunfó la tesis del texto explícito, y por lo tanto largo, lo que dilataba inconvenientemente el tiempo de elaboración de la Constitución.
La Ponencia fue avanzando en sus trabajos con dos incidentes mayores y algunos accidentes menores. Los más importantes fueron el abandono de la Ponencia por el representante socialista a causa de la revisión del artículo dedicado al derecho a la educación y la filtración del texto del primer borrador de la Ponencia a Cuadernos para el Diálogo. Los periodistas que lograron el texto de manos de Pablo Castellano, secretario de la Cámara, afirman que este solo les entregó la mitad, y que la otra mitad les fue suministrada por alguien de otra fuerza ideológica. No me ofrece mucho crédito este intento de repartir responsabilidades. La publicación del borrador irritó a los ponentes, temiendo la reacción de algunos sectores sociales y poderes fácticos, que efectivamente se produjo.
Al observarlo después de tantos años, no estoy seguro de que fuese más perjudicial que se tuviera conocimiento del texto en la mitad del proceso que al final de este. Terminado el texto de la Ponencia, comenzaron los debates en la Comisión Constitucional el día 5 de mayo. Enseguida se comprobó que UCD actuaba de acuerdo con AP, y que los votos de las dos formaciones políticas iban desmontando sistemáticamente las propuestas del resto de los grupos. Por la diferencia de un voto se rechazaban cada una de las enmiendas de socialistas, comunistas y nacionalistas, demostrando la evidencia de que la Comisión estaba redactando la Constitución de UCD y AP, pero no la de la Cámara en su conjunto. Lo que llamaron "la mayoría mecánica" elaboraba día a día la Constitución de media Cámara, de media España.
El día 17 de mayo llamé telefónicamente a Fernando Abril Martorell y le expresé mi honda preocupación por lo que estaba ocurriendo:
–Estamos repitiendo el mismo error histórico que ha condenado a España a ser un país sin futuro. – ¿Qué quieres decir? – me preguntó; pero él sabía muy bien lo que le decía.
Me explayé en una explicación -que él no necesitaba- de la historia constitucional española, una historia pendular, en la que unas veces los conservadores en el gobierno elaboraban una Constitución conservadora, y hasta reaccionaria, para ser abolida y sustituida cuando los progresistas gobernaban y hacían una nueva Constitución, esta progresista, que sería nuevamente sustituida por una conservadora en cuanto esta opción política dispusiese de fuerza suficiente para hacerlo. Nunca se había hecho el intento de elaborar una Constitución para todos los españoles.
Han sido Constituciones impuestas por media España a la otra media, Constitución de unos partidos contra otros. En verdad no eran verdaderas Constituciones porque no cumplían con el elemento fundamental de una Constitución: ser un pacto social, un tratado, un contrato que hace la sociedad consigo misma, con todas sus partes. Estábamos en una excelente situación para romper ese círculo vicioso de nuestra historia, y se estaba, de nuevo, desperdiciando la oportunidad de construir entre todos un marco de convivencia deseado. Especialmente responsable sería UCD con su decisión de pactarlo todo con AP, lo que nos obligaría a nosotros a la reforma constitucional cuando tuviésemos la fuerza parlamentaria suficiente.
El silencio que siguió a mi perorata me hizo comprender que Fernando Abril estaba de acuerdo conmigo. Me contestó a su modo; cuando cedía en algo no quería que lo pareciera:
–Tu posición tiene interés. Déjame que lo piense y que lo hable. Yo te llamo.
Se trataba, claro, de hablar con Adolfo Suárez. Tengo para mí que en este influyó, más que mi planteamiento, la bronca que se organizó al día siguiente en la Comisión Constitucional a cuenta de una enmienda in voce del diputado de UCD Jesús Sancho Rof a un artículo, el 16, ya aprobado en la Comisión, con la pretensión de ampliar el plazo de detención en las instalaciones de la policía más allá de las setenta y dos horas acordadas.
La reacción nuestra fue cortante. Declaré públicamente:
–"Esta va a ser la Constitución más reaccionaria de España. Es obra de UCD y AP No existe consenso".
Suárez tomó la decisión de cambiar a sus peones. Hasta entonces había confiado plenamente en Landelino La villa y Miguel Herrero Rodríguez de Miñón; a partir de ahora descansaría sobre Fernando Abril, quien se apoyaba jurídicamente en José Pedro Pérez Llorca y Rafael Arias Sal gado.
El cambio no era un simple turno de juristas. De Landelino Lavilla tenía yo un conocimiento a distancia que le retrataba como un hombre conservador, meticuloso, pusilánime y asustadizo; con el trato, Landelino es diferente en esencia, aunque conserve características superficiales semejantes.
Pasados los años y conversando horas con él sin la presión de la confrontación política, he llegado a tomarle afecto y reconocimiento de sus siempre benéficas intenciones.
De Herrero de Miñón se tenía una imagen de sabio alocado, caprichoso y arbitrario, como de un niño estudioso y repelente. La primera vez que hablé con él en el Parlamento tuvimos una críptica conversación. Se me acercó y me dijo: "De mí puedes decir lo que quieras, pero, por favor, no te metas con mi padre". Aquella advertencia petición significaba que él sabía que yo sabía. Se lo prometí y siempre he cumplido la promesa. Herrero tenía afición a intentar a través de nonadas desconcertar al interlocutor. Así, a mí siempre me saludaba como Ildefonso, pensando tal vez que me pondría a la defensiva. Mi incansable respuesta era "Hola, señor Rodríguez". Su cara se transformaba, el descendimiento de la cima nobiliar le desfondaba.
Los nuevos encargados por Suárez Abril de la negociación eran más correosos. José Pedro era inteligente, trabajador, astuto, algo taimado; Arias era mucho más intransigente, sectario, inflexible; no era una gran ayuda a la hora de negociar.
Abril Martorell contestó a mi requerimiento proponiendo una cena en la noche del día 22 de mayo en el restaurante José Luis, frente al estadio de fútbol de la Castellana. La hora, las diez y media. Acordamos ir acompañados por dos o tres personas de cada partido.
Acudimos a la cena Gregorio Peces-Barba, Enrique Múgica, Luis Gómez Llorente y yo. Con Fernando Abril estuvieron José Pedro Pérez Llorca, Gabriel Cisneros y Rafael Arias Salgado.
El encuentro se explicaba como un intento de enderezar la marcha del debate constitucional. El objetivo era alcanzar un acuerdo entre los dos grandes partidos, UCD y PSOE, para redactar una Constitución para todos, una Constitución elaborada por consenso. Pero ninguno teníamos ni la más remota idea de por dónde saldría el otro. Así que opté por una escenificación dramática.
Después de los primeros escarceos de la conversación, me puse furioso y de manera implacable fui desautorizando los discursos previos que habíamos oído hasta el momento. Me percaté de que algunos se asustaron, menos Fernando Abril, que lo captó enseguida y adoptó una actitud parecida.
Se enfadó, amenazó y se mostró intransigente.
El efecto que yo buscaba, y que la inteligencia de Fernando no dejó pasar, se produjo bien pronto. Todos comprendieron y aceptaron que se iniciaba una nueva etapa y que, más allá de las discusiones y teorías jurídicas, dos personas, Fernando y yo, estábamos dispuestos a manejar con criterio político las decisiones que fuera necesario adoptar.
Una vez despejada la cuestión del mando en el campo de batalla, se acordó sin problemas que la Constitución sería obra de los dos partidos.
Conocedor de la forma de relación con los partidos del presidente Suárez, yo no tenía duda de que al menos Santiago Carrillo y Miquel Roca debían estar informados de aquella cena. Por ello me adelanté a ellos y propuse intentar la adhesión del resto de los partidos al consenso que ya habíamos acordado nosotros.
Abril reaccionó de inmediato sumándose a nuestra proposición. No fue difícil. Salvo Fraga Iribarne, que no aceptó el cambio, porque estaba logrando unos planteamientos muy cercanos a sus tesis en combinación con Herrero de Miñón. Para él el consenso solo representaba pérdida de poder en la redacción constitucional.
Aquella misma noche en el restaurante logramos avanzar en una veintena de artículos en los que la confrontación había sido muy fuerte. A partir de aquel compromiso los debates constitucionales tuvieron dos escenarios: la Comisión Constitucional, en la que discutíamos y aprobábamos los textos de los artículos cuando el acuerdo era posible, y los despachos de unos y otros donde nos reuníamos durante la noche para lograr una aproximación en los temas conflictivos, que aprobábamos al día siguiente en la Comisión. Fueron jornadas nocturnas largas, pesadas, de las que los profesores hacían el gasto en las interminables discusiones, para finalmente, en muchos casos, terminar con la intervención de Fernando Abril y la mía que cerraban los acuerdos. Lo cierto es que tanto Fernando como yo teníamos una ventaja sobre el resto, más allá de la autoridad que otorgaba ser las cabeceras de las delegaciones de los dos principales partidos. Fernando era hipotenso, y era al atardecer cuando se animaba; y por mi parte tenía el hábito de dormir pocas horas. Así que cuando el grado de resistencia de los otros había llegado al límite de su capacidad, muy avanzada la madrugada, entrábamos con ganas Fernando y yo, mientras el resto se relajaba con los primeros signos de somnolencia.
Fueron unos meses agotadores. La Comisión comenzaba sus trabajos en la mañana y aguantaba hasta la tarde. Desde allí nos trasladábamos al despacho de Peces-Barba, Pérez Llorca u otro, donde trabajábamos hasta las cinco de la mañana. Fernando Abril y yo seguíamos hablando, paseando por las calles solitarias de Madrid, hasta la hora de apertura de la Comisión. Estas largas conversaciones, sin apremio, deleitosas, forjaron una amistad que día a día se hacía más fuerte y natural. Tomamos la costumbre de pasar la noche hablando de España y sus problemas, de manera que cuando quedó aprobada la Constitución seguimos citándonos cada día para cenar en el restaurante El Escuadrón. Tras la cena, una conversación interminable.
Se ha escrito mucho sobre los problemas que se presentaron en la elaboración de la Constitución. Sin embargo, con posterioridad, se pretende presentar aquella historia de forma interesada. Se interpreta que el resultado del debate, el texto constitucional, es producto del desarrollo natural de la reforma política del primer Gobierno Suárez. Es una fabricación histórica.
Durante el debate se produjeron conquistas democráticas por nuestra parte. Asuntos capitales como la mayoría de edad, la abolición de la pena de muerte, la condición aconfesional del Estado, la laicidad de la enseñanza, el sistema proporcional en los procesos electorales, la posibilidad de intervención de los poderes públicos en la economía, la exigencia de que el Senado tuviese un carácter de Cámara de las Comunidades Autónomas, y el conjunto del Título VIII, fueron objeto de diversos debates en público y en privado.
La percepción que yo tenía a la vista de la resistencia del centro-derecha español para aceptar conceptos democráticos considerados normales en las democracias europeas apuntaba a la inercia de una derecha procedente de un régimen autoritario que, intentando la recuperación democrática, se encontraba encasquillada en la rutina del régimen. La coalición Unión de Centro Democrático (UCD) fue una operación política sin precedente en la historia de la derecha española. La llamada a personalidades y grupos conservadores en España había sido siempre justificada para, con pretextos de caos o falta de autoridad, abortar los cortos procesos de democracia en nuestra historia. La aglomeración de los componentes de UCD se hizo para cubrir el objetivo contrario. Su misión era contribuir a la recuperación de la democracia. Es el mejor ejemplo político de reagrupamiento de la derecha, que triunfará por la astucia y la valentía que pusieron en el cambio de régimen. Sin embargo, en la batalla de cada día les atenazaban dos peligros: el complejo de ser herederos de la dictadura, y la excesiva prudencia para no "soliviantar" a los hasta entonces compañeros de régimen, más las instituciones o "poderes fácticos" que los políticos. La cautela, y hasta el miedo, ante la reacción de los militares o la Iglesia les paralizó en las reformas más naturales una vez decidido que caminábamos hacia una democracia de corte europeo.
Los primeros políticos que se parapetaron tras la mayoría de edad de veintiún años, o la permanencia de la pena de muerte, defendían lo contrario pocos años después, con una curiosa inconsciencia de haber estado al borde de condenar a los españoles a aquello de lo que pronto abominaron ellos mismos.
Que yo recuerde, siempre fui abolicionista. El peligro de ejecutar una sentencia de muerte basada en el error -o lo que aún es peor, la manipulación de hechos- repugna tanto a una conciencia que cree en lo justo que ha impulsado a muchos hombres a luchar contra la pena de muerte.
Mi convicción ha sido siempre firme, sin que hayan faltado controversias íntimas, análisis del problema que han depositado partículas de dudas, siempre ante acontecimientos terribles que levantan los restos de nuestra vida irracional, no totalmente apagados por el proceso de cultura y civilización.
La línea moral que divide -y enfrenta- a los abolicionistas y los que admiten que la sociedad tiene el derecho al castigo del "malvado", aun arrebatándole la vida, no está claramente definida. El argumento base es que a ningún hombre corresponde la atribución de quitar la vida a otro hombre.
Es verdad, pero se acepta la muerte en las guerras. Claros abolicionistas han aplaudido en el mundo las matanzas de Kosovo, perpetradas por aviones que volaban a diez mil metros de altura para evitar ser blancos de las armas terrestres, aunque esa altura cautelar significara no distinguir si se bombardeaba a tropas "enemigas" o a desamparados campesinos que huían de la guerra. Se puede aceptar matar cuando el objetivo principal es ahorrar vidas, defender vidas.
Durante largas discusiones puse en crisis la existencia del Senado y desde luego de la continuación de la cincuentena de senadores reales. Caso omiso. Hasta que un día me explicaron las razones de su negativa a la disolución del Senado. "En una democracia que nace no podemos prescindir de más de doscientos puestos que ofrecer a personalidades políticas, cuyas voluntades se volverán contra el proyecto democrático si no tuvieran un lugar en la nueva democracia".
Ante una "argumentación" ad hominem poco valían mis palabras. Lo único que logré fue introducir al menos que el Senado es la Cámara de representación territorial. Una sencilla frase que se ha convertido en una de las pasiones políticas más continuadas. No ha decaído el debate acerca de la reforma del Senado para adaptarlo a la atribución de representar a los territorios. No sé si fue un acierto aquella insistencia mía, pues he abierto un permanente debate sobre la reforma constitucional que distrae de otros asuntos que afectan más al interés de los ciudadanos.
Durante los debates en la Ponencia se llegó a la definición de la forma de gobierno, la Monarquía. Gregorio Peces-Barba anunció, como ya habíamos acordado, que presentaríamos un voto particular en defensa de la República, para que se adoptara una solución definitiva en la Comisión y sin que insistiéramos en los trámites posteriores. La noticia creó una tensión fuerte en los ponentes, que presionaron muy activamente a Gregorio para que desistiéramos de nuestra idea.
Él, por algún tiempo, llegó a creer razonable la propuesta de los otros y me planteó la posibilidad de que retirásemos el voto particular.
Le dije que no podíamos hacerlo, pero la duda creció dentro de mí, me mantuvo varios días dándole vueltas al asunto, mas siempre llegaba a la misma conclusión: era imprescindible para todos que el sistema de gobierno surgiera de la Cámara, no de decisiones de la etapa autoritaria anterior.
Las ideas se me sobreponían en la mente. El Gobierno legítimo contra el que se sublevó una parte del Ejército en 1936 era un Gobierno republicano. Tras la guerra y una durísima y larga dictadura, al recuperar la democracia, ¿qué régimen de gobierno debíamos adoptar: Monarquía o República? Primaba la realidad, dominaban las circunstancias. Para un socialista estaba claro cuál era nuestro pasado. No se trataba de renunciar ni de olvidar nuestro origen republicano. Nos sentíamos orgullosos de él, de los hombres y mujeres que lucharon por defender la República; pero el pasado no tenía por qué determinar irremediablemente ni el presente ni el futuro, sobre todo para las generaciones que no habían vivido los enfrentamientos de antaño. Antes que la República estaba la democracia, y aunque la identidad de los socialistas es republicana, no existían razones al elaborar la Constitución para exigir como un imposible una alternativa republicana. Sin embargo, había que plantear un voto particular en defensa de la República y hacer que se votara. Sabía que la Cámara lo rechazaría -que apoyaría, porque era lo lógico, lo sensato, atendiendo a la realidad, un sistema monárquico-, pero si no se ejercía libremente la opción Monarquía República, la Monarquía sería la designada por el dictador. Si era votada por el órgano en el que reside la soberanía popular, la Monarquía adquiría una legitimidad democrática; ya no era deudora de un régimen autoritario, antidemocrático y dictatorial.
Volví a hablar con Gregorio Peces-Barba para confirmarle nuestra posición de mantener el voto particular. Nadie quiso escucharnos, nadie quiso entendernos. Todos nos criticaron, nos acusaron de irresponsables, frívolos, de poner en crisis la democracia para todos los españoles.
Hastiado, me marché el fin de semana a Soria, a pasear entre San Polo y San Saturio. En este monasterio acostumbraba yo a conversar con el anacoreta fray Pablo, un hombre aislado, obsesionado con que algunos visitantes le robaban las limosnas que otros dejaban en la bandeja de la colecta. Él se escondía en un rincón oscuro portando una gran maza de madera para lanzársela al ladrón que sorprendiera in fraganti. Nunca lo consiguió, pero yo sabía que cuando no le encontraba por el monasterio estaba agazapado en la oscuridad esperando al sacrílego. Me gustaba hablar con un hombre al que consideraba despegado de todos los incentivos de la vida ordinaria. En aquella visita -él no sabía quién era yo- me preguntó si sabía que se estaba elaborando una nueva Constitución. Me anunció que él no la votaría. Cuando quise saber el motivo, me contestó: "No se va a permitir que se elija entre Monarquía o República. Eso no es juego limpio". Quedé paralizado.
Hasta un eremita, una persona separada del mundo, entendía que la legitimidad de un sistema político solo se puede alcanzar cuando existe libertad de opción, capacidad de elección. Volví a Madrid aún más convencido del acierto de la decisión.
El voto particular sería más tarde defendido con inteligencia y eficacia por Luis Gómez Llorente en la Comisión Constitucional; se votó, se perdió, y no reiteramos más el asunto.
La reforma constitucional quedaría como un acto abierto, continuo, sin necesidad de atenimiento a las normas que regulan la modificación de la Carta Magna. En medio de la discusión, un día llegaron los negociadores con la noticia de haber pactado en el palacio de la Moncloa entre UCD y Convergéncia i Unió un artículo, el 150 actual, al que añadían un párrafo segundo que dice: "2. El Estado podrá transferir o delegar en las Comunidades Autónomas, mediante ley orgánica, facultades correspondientes a materias de titularidad estatal que por su propia naturaleza sean susceptibles de transferencia o delegación. La ley preverá en cada caso la correspondiente transferencia de medios financieros, así como las formas de control que se reserve el Estado". Me opuse con todas mis fuerzas. Tal previsión significaba que el proceso constituyente quedaba abierto permanentemente, que el Gobierno podía modificar el reparto competencial entre la Administración del Estado y la de las Comunidades Autónomas sin necesidad de cumplir los requisitos exigidos en los artículos que contemplan la reforma de la Constitución. La estructura del Estado quedaba, pues, provisionalmente fijada por el Texto constitucional, pero podía ser modificada por un acuerdo del Ejecutivo de la nación. Me resultaba una burla al esfuerzo que estábamos haciendo todos para encontrar una solución a un problema, el territorial, que arrastraba España durante al menos dos siglos.
La respuesta me indignó. Me aseguraron, los unos y los otros, que no debía preocuparme, porque nunca se aplicaría el precepto. No era fácil entender la posición defensiva. Si no se va a aplicar, ¿por qué introducir una previsión que trastoca toda la arquitectura constitucional? No hubo respuesta lógica ni honrada; el precepto quedó en la redacción definitiva… y por supuesto que fue aplicado con posterioridad.
El tema de la distribución territorial del poder fue el más complicado de resolver en la elaboración de la Constitución. La dificultad residía en la historia del País Vasco y Cataluña, pero se acrecentó con algunas decisiones políticas que fueron adoptadas por razones distintas a las derivadas de la identidad propia de aquellos territorios. Recién inaugurada la democracia tuvimos Felipe González y yo una entrevista con el presidente Suárez para intentar dar una salida histórica al contencioso territorial. Nuestra propuesta fue clara y sencilla: restaurar los Estatutos de Euskadi y Cataluña aprobados durante la República y abolidos con el triunfo militar del régimen de la dictadura. Suárez comprendió que esa era la operación más limpia y con menor coste político si no fuera porque el estamento militar nunca aceptaría una "restauración" de los hechos de la República, que habían justificado en la conciencia del Ejército franquista la rebelión y posterior Guerra Civil.
La alternativa más viable fue descartada por temor a la reacción del Ejército, y entramos en una dinámica de complicaciones que fue a devenir en el Título VIII de la Carta Magna, el más ambicioso y el más problemático de la Constitución de 1978. Pero hasta llegar a él una acumulación de disparates fue haciendo inevitable que todos aproximaran un final del que nadie se sentiría responsable.
El Gobierno de Adolfo Suárez quería evitar que el lema de amnistía y estatuto de autonomía se convirtiera en una bandera que le amenazara electoralmente, y los grupos de oposición arreciaban en sus reivindicaciones autonomistas para no dejar en manos del Gobierno la iniciativa en un tema que se convertía cada día más en una petición popular.
En un piélago de dudas y estirones, la aparición de un ministro gris y de poca trayectoria política, Manuel Clavero, trastocó todos los planes. Su teoría de "café para todos" se sostenía sobre el intento de granjearse un apoyo en su región de origen, Andalucía, y como un proyecto de reducir la tensión vasco catalana, extendiendo a todo el mapa lo que distinguía a aquellos dos territorios. El resultado fue una carrera "a pelo" para situarse como más regionalista que nadie.
El día 4 de diciembre de 1977 se había convocado una manifestación en Sevilla para reclamar la autonomía andaluza. La respuesta fue totalmente inesperada, la concentración más numerosa que se conoce en la ciudad andaluza. Todas las capas sociales, todas las posiciones ideológicas se creyeron llamadas a reclamar y proclamar la necesidad de una gobernación autónoma para Andalucía, lo que incluía una reivindicación histórica acerca del abandono social y económico que la región había sufrido durante siglos.
La manifestación, de centenares de miles de ciudadanos, concluyó en la Plaza Nueva, donde se abre el balcón del Ayuntamiento a la ciudad. El discurso final me correspondió hacerlo a mí por ser el diputado que encabezaba la lista más votada en las primeras elecciones democráticas. Los partidos aún no habían sido afectados por la desconfianza de sus propias organizaciones, todavía no entregaban el papel de dirigirse a las muchedumbres a periodistas o actores, como sucedería avanzada la vida democrática.
Aquel día comencé a hablar desde el balcón ante una inmensa marea humana que no lograba llegar hasta el Ayuntamiento. Enseguida unos pequeños grupos de militantes del partido regionalista, entonces PSA, comenzaron a gritar: "Que hable en andaluz", sin lograr arrastrar al muy expectante número de personas que me escuchaban. Tuve en ese momento una visión clara de la dificultad que inaugurábamos en España en cuanto a los "tirones" territoriales que nos esperaban.
No he sabido nunca hablar más que en andaluz, pero no el andaluz falsificado que los políticos más mediocres han ido poco a poco imponiendo a los medios de comunicación en la radio y la televisión. Comprendí, con una simple reivindicación, que todos hablen andaluz el de los hermanos Alvarez Quintero, el que nunca se oye en las calles como por decisión política se querían cambiar los hábitos de todos. Fue una presciencia de lo que vendría después en cuanto a inmersión lingüística y exigencias localistas fuera de la realidad, pero impuestas por las élites políticas.
La Constitución dejaba abierta la opción autonómica en cuanto al dibujo del mapa y a la dualidad del método de acceso. Estábamos en conversaciones con el Gobierno y con UCD en diciembre de 1979 para acordar una solución. En los primeros días de enero un viaje que había preparado a Estados Unidos constituyó para el vicepresidente Abril Martorell un motivo de preocupación, pues se temía que UCD tomaría decisiones durante mi ausencia que convertirían en imposible un acuerdo entre los dos partidos. Fue este el motivo de mi vuelta precipitada del viaje, aunque se especulara sobre ello considerando las causas más insólitas. A mi llegada me encontré las cosas demasiado avanzadas: tomaron la decisión de convocar un referéndum en Andalucía para decidir el camino de acceso a la autonomía con la posición previa del Gobierno de apoyar la llamada "vía lenta". A nosotros nos colocaron ante el hecho consumado, lo que nos obligaba a situarnos en la actitud contraria, en la defensa de la vía rápida del artículo 151.
Parecía que la corriente fluía a favor de nuestra posición cuando el Gobierno echó mano de una extraña operación. Escenificaron un debate con el representante "andalucista" Alejandro Rojas Marcos y el ministro Martín Villa. El primero le exigía, muy determinante, las garantías, y el ministro le aseguraba que no había demérito para Andalucía. Aquella bufa escena fue calificada como la del balcón, en la que Rojas Marcos representaba el papel de Romeo, y Martín Villa, el de Julieta.
Aquello no funcionó; la opinión pública no cambió la posición general que mantenía: que el Gobierno arrebataba a Andalucía, una vez más, la capacidad de salir del abismo histórico de abandono y pobreza; pero sirvió para poner en evidencia que el Partido Andalucista, que clamaba por ser reconocido como el único que representaba los intereses de los andaluces, tenía algún pacto secreto con el Gobierno de UCD.
Y a conocer ese pacto dediqué yo algunos esfuerzos, hasta que una noche, exasperado por mi insistencia, el vicepresidente Abril Martorell me confesó la operación. Según él me refirió, la idea de utilizar al PSA contra el PSOE en Andalucía se la había servido Raúl Morodo, político brillante de la oposición demasiado seducido por la intriga. Fue él quien llevó de la mano a Alejandro Rojas Marcos a Vicepresidencia para acordar una ayuda material -entiéndase económica- para que en Andalucía pudieran reducir la hegemonía electoral del PSOE. Encargaron el seguimiento continuo de las ayudas a José Pedro Pérez Llorca, pero este no creyó conveniente participar en el sucio juego, se desmarcó, y la responsabilidad se la atribuyen a Rafael Arias Salgado.
Esta fue la única operación que salpicó mi relación de lealtad y amistad estrecha con Fernando Abril Martorell. Cada vez que hablábamos de ello, Fernando repetía la misma narración, lo que sugiere que contaba la verdad de los hechos sin modificaciones según interesara.
La relación de Rojas Marcos y los suyos con el PSOE había encallado siempre por una suerte de resentimiento de Alejandro con los socialistas. Él pertenecía a una familia de tradición sevillana, con medios económicos, prematuramente conocido porque optó a las elecciones a las Cortes falangistas en representación del tercio familiar. Había, por lo tanto, participado en una "campaña electoral" muy mediatizada, pero le había permitido adquirir cierto conocimiento en la sociedad sevillana. Que con ese currículum llegasen luego unos jóvenes socialistas sevillanos, sin pedigree familiar y comenzando a brillar en el ámbito nacional, le parecía un arrebatamiento de un derecho que no estaba dispuesto a consolidar con su acuerdo político.
El paso de los años reserva al menos la reparación histórica de situar a cada posición personal o colectiva en el lugar idóneo, en tal caso en la inanidad.
No fue este el único intento de unificación del socialismo, aunque sí en el que menos éxito obtuvimos. Aprendimos que el mejor momento para lograr una fusión, aunque en su resultado final era más una integración en el PSOE, era cuando más virulencia anti PSOE mostraban. Los ataques al que pronto será su partido funciona como un apaciguador de la conciencia propia que alivia el sentimiento de estar entregándose a otro. Así fue en todos los casos. La Federación Socialista que encabezaba Enrique Barón lanzó un ataque lleno de furia contra el PSOE en la revista política Guadiana. Creí llegado el momento del acercamiento y este se cerró en poco tiempo.
Aún permanecían otros grupos socialistas importantes que impedían la estrategia de ofrecer a los españoles una única sigla socialista: los socialistas catalanes, el Partido Socialista Popular del profesor Tierno, y el grupo que desde el punto de vista interno era más necesario integrar, los restos del PSOE (histórico), dado que ya muchas de sus figuras se habían reintegrado al Partido Socialista. En todos estos procesos recayó sobre mí la responsabilidad de la integración.
El proceso más enrevesado fue el que en abril de 1978 nos condujo a la unidad con el PSP, pero el que me resultó más doloroso fue el que fundía a todo el socialismo catalán en el PSC (Partido de los Socialistas de Cataluña). Con los compañeros del PSOE (histórico) todo el esfuerzo consistió en dar continuas muestras de reconocimiento a la labor histórica de salvaguardia del PSOE de sus figuras más conocidas.
La primera ocasión en la que se habló con dirigentes del PSP de unión entre los partidos fue en un restaurante de Madrid, La Bola, donde compartí un almuerzo con José Bono y Pedro Bofill. El primero se mostró favorable, el segundo reticente, pero la dinámica estaba en marcha, aunque nunca pude saber si aquel inicio contaba con la aquiescencia del profesor Tierno.
Se formaron dos equipos, uno en cada partido, presididos por Raúl Morodo (ayudado frecuentemente por Bono) y por mí. En las prolongadas reuniones no logré que revelaran ni una sola vez el número de militantes con que contaban.
El asunto no era importante. Sabíamos que era una militancia escasa y con fundamentos político ideológicos débiles, pero nuestro objetivo era evitar la confusión del electorado a la hora de optar por el socialismo en los procesos electorales. Así que fuimos condescendientes con las peticiones de integrar laboralmente a sus empleados, y en la resolución de algunos problemas económicos.
Llegados a un definitivo acuerdo, pareció inevitable y conveniente que lo sellaran los máximos dirigentes, Felipe González y Enrique Tierno Galván. Organizamos una comida con los dos equipos en los que había recaído el trabajo y con los dos líderes. Nos quedamos esperando en el restaurante.Tierno unos minutos antes había telefoneado a Felipe González para comunicarle que a última hora se había cambiado el restaurante. De manera que el acuerdo lo firmaron en solitario Tierno y Felipe. ¿Era la manera que encontró Tierno de reafirmar su posición ante los suyos¿?Era solo una forma de acaparar todo el protagonismo¿ La respuesta no me interesó; sí el análisis de la compleja personalidad del dirigente.
Más tarde celebramos un acto político en el Palacio de Congresos, con la presencia de Mario Soares, en el que todos compartimos la fiesta y la alegría de presentar el socialismo a los ciudadanos con una sola sigla: PSOE.
En Barcelona, en Montjuich, también nos reunimos públicamente para celebrar la fusión entre los socialistas de Raventós, Pallach y la Federación Catalana del PSOE. Pero los prolegómenos de la fiesta me amargaron las horas previas al acto público. A última hora los socialistas del PSOE se encontraron con nuevas peticiones o imposiciones de los demás. Intervine para mediar, pero los dirigentes me remitían a un militante llamado Rocha, notario, rostro con rasgos filipinos, al que nunca había visto y que en una actitud de cerrazón total se negaba a cualquier discusión o análisis de las cuestiones en litigio. Fue una triste jornada para mí. Los socialistas del PSOE se negaban a aceptar las nuevas propuestas y los otros las exigían si queríamos acabar el proceso. Mientras tanto, el público iba llegando al acto abierto de proclamación de la unión.
Convoqué una reunión con los socialistas del PSOE. El salón, repleto de militantes, rezumaba espíritu patriótico de Partido. Todos protestaban porque consideraban que se relegaba a los socialistas de la Federación, en beneficio del grupo de "intelectuales" cercanos a las tesis nacionalistas que ellos no compartían. Tuve que tragarme el corazón y con un discurso que no lograba dominar por completo intenté mostrarles la importancia que para la conexión de los ciudadanos de Cataluña y el socialismo tenía el presentarnos ante el pueblo como un solo grupo socialista. Fue una intervención capciosa, pues yo mismo no estaba convencido plenamente de lo que decía. Se votó, y aceptaron mis argumentos. Muchos expresaron que lo hacían porque los defendía yo, no porque creyeran en ellos. Me sentí mal. Tenía la angustiosa sensación de estar equivocándoles, de engañarles. Mucho tiempo después, y a tenor de la evolución de los hechos, un sabor salado me sube a los labios: es el gusto de la incertidumbre acerca de mis actos. ¿Debí negarme a un acuerdo que efectivamente ha ido de forma paulatina imponiendo unas tesis que la Federación Socialista del PSOE no aceptaba? Estas son las marcas que deja la responsabilidad.
Tomar decisiones no es tan difícil; salvar tu conciencia de los efectos morales de las decisiones es un pago inevitable.
Claro que la indecisión también hace sufrir. Aquel día Joan Raventós sufrió conmigo. Su carácter indeciso le hizo pasar un día agónico; quería el acuerdo, pero no deseaba dañar a nadie.
Guardo por Raventós un gran afecto, aunque nunca entendí su cortedad en el gasto. No le gustaba gastar su dinero, pero tampoco el dinero del que no tenía que responder personalmente. Dos ejemplos. La primera vez que coincidí en un mitin con él en Cataluña fue en Gerona. Al llegar al aeropuerto de Barcelona, Joan me esperaba para acercarnos a la hermosa ciudad de Gerona.
Cuando el coche arrancó, una corriente fría penetró, helando mi cuerpo. Le pedí que pusiera en marcha la calefacción. Su respuesta me heló aún más que el aire frío. "Está estropeada. Detrás encontrarás unas gabardinas que puedes ponerte delante del cuerpo para defenderte del frío." Eran las primeras horas de la noche, y durante el viaje comenzó a nevar. Mis pensamientos se centraban en el viaje de vuelta, de madrugada y nevando. Mi ingenuidad me hizo decir: "¿No te ha dado tiempo de cambiar de coche, se ha estropeado ahora?". Su respuesta natural, sencilla, me anonadó:
"No; lleva tiempo así".
Pero su trato con el dinero, con el acto de gastar, no es imputable a su deseo de atesorar, pues en otra ocasión me demostró que es un concepto más profundo el que le llevaba a la cortedad en el gasto.
Cuando en 1982 hubo unas dramáticas inundaciones en Cataluña, decidí ir a visitar las zonas dañadas y le pedí a Raventós que alquilara dos helicópteros para conocer en una visión panorámica los estragos producidos por el agua.
Cuando llegamos a Barcelona, en la pista solo vi un helicóptero. Le pregunté por el otro, pues no era suficiente para los que teníamos que viajar; la respuesta fue definitiva: "Es que son muy caros".
Así son las personas. Joan Raventós era sobre todo un hombre bueno, incapaz de herir o molestar a nadie, siempre dispuesto a ayudar, solícito, solidario; pero… su virtud personal era el ahorro, el propio y el ajeno, aunque para otros más que virtud sea un vicio capital.
Raventós sufrió, estoy seguro, angustias muy similares a las que soporté yo en las circunstancias en las que nos puso el Congreso que culminaba un proceso de unidad del socialismo catalán. Por este y otros hechos compartidos guardo un sentimiento fraternal hacia Joan.
La recuperación de los socialistas del PSOE (histórico) fue diferente en todos los aspectos. Eran compañeros del Partido, la inmensa mayoría de más edad y trayectoria política que nosotros, con un historial de privaciones y persecución que avalaban moralmente sus reclamaciones. El camino de reunificación exigió sobre todo una gran dosis de paciencia, lo que llevaba a agotar el tiempo en conversaciones inacabables con vueltas y vueltas a los mismos hechos; pero calmaba el esfuerzo escuchar a hombres que habían visto rotas sus vidas en la juventud, recorrido un calvario de humillaciones y dificultades, que habían mantenido el "fuego sagrado" de las ideas del socialismo, y cuando se aproximaba el final del régimen de la dictadura, una generación mucho más joven dirigía la política del socialismo español.
No era difícil entender su resistencia psicológica a aceptar unos hechos, por otro lado incontestables. Para alguno de nosotros la vuelta a casa de los socialistas históricos, que en su desesperación por conservar la patente del socialismo habían llegado a admitir que fueron instrumentalizados por Fraga Iribarne, que los acogió como arma contra el PSOE, significó un alivio interno. Era, al menos para mí, una continua mortificación su separación, pues aunque la realidad y el análisis objetivo conformaba cualquier escrúpulo, la conciencia personal me hacía poner en causa continuamente la legitimidad moral individual de sustituir a hombres curtidos en luchas que les hacían merecedores de nuestra admiración y gratitud. Personalmente sentí una alegría que me proporcionó gran relajación mental que Alfonso Fernández Torres, quien había sido mi mentor, maestro y amigo, volviese a las filas orgánicas del Partido, pues del socialismo nunca se apartó. Sería después diputado socialista por la provincia de Jaén, y en un lamentable accidente del tren Talgo, cuando volvía de Madrid, de cumplir con sus responsabilidades como diputado, perdió la vida. Fue un entierro triste, desconsolado, con sensación de vacío interior, al que asistí en Torreperogil, su tierra natal.
Volviendo, tras este largo excurso, a la dinámica autonomista, el referéndum andaluz se celebró.
La campaña fue la más intensa de todas en las que he participado. Se organizó una ruta rápida de visitas a pueblos en los que se convocaban pequeños actos públicos, para seguir al pueblo más cercano y repetir la breve exposición. Hubo días en los que me dirigí en una veintena de ocasiones al público de otros tantos pueblos andaluces.
Llegó el día de la votación y el resultado fue extraño. La preferencia por el proceso "rápido" de acceso a la autonomía triunfó en siete provincias, pero no en Almería. Enseguida se planteó la polémica acerca de la interpretación que debía darse a aquel resultado. Desde un punto de vista técnico electoral el referéndum había fracasado, pero políticamente nadie se atrevió a poner en causa la mayoritaria actitud de los andaluces y se eludió la confrontación, buscando una fórmula que diera por bueno el algo más que incierto resultado.
Lo más interesante de este incidente es cómo explicar que el Gobierno de Adolfo Suárez y su partido UCD aceptaran aquel resultado después de una campaña en la que proclamaban "Este no es nuestro referéndum" y solicitaban la abstención del electorado de Andalucía. La respuesta a esta contradicción política solo puede hallarse si se considera el animus con que los gobernantes de la época enfocaban su participación político-histórica en la transición democrática. Los dirigentes y personas notables de UCD no podían (y no sabían) ignorar, en su papel político en la Historia de España, en su proceder, su vinculación con un régimen autoritario y cruel. Esta conciencia de neodemócratas les impedía defender algunas posiciones por temor a comportarse como herederos de la dictadura. Actuaban con una "precaución democrática" pendiente siempre de que sus actitudes no demostraran su origen. Era una suerte de complejo hacia la democracia. Poseían, y sufrían, un talante democrático avant la lettre. Aún más curioso resulta observar que todas aquellas "cautelas" democráticas desaparecerían más tarde en la generación que sustituyó en la derecha a la UCD. Los dirigentes del Partido Popular, unos jóvenes menos o nada comprometidos con la dictadura de manera directa, no sienten hoy escrúpulos ante acciones que les puedan identificar con el régimen de Franco. Hubiera sido impensable que Adolfo Suárez eligiese simbólicamente para iniciar cada curso político la visita a la villa, y hasta la casa, de un pistolero fascista como Onésimo Redondo. El dirigente que le ha sustituido en la referencia de la derecha española no se siente presionado por los compromisos de la democracia para evitar algunos gestos que le colocan en el pasado.
Es un hecho relevante que en la historia reciente de España esté más cerca del estilo de la dictadura, e incluso en una parte del ideario, la generación posterior de la derecha que la que protagonizó la Transición que había estado vinculada a la dictadura.
Pero para alcanzar los cambios de estructura del poder que desembocara en las Comunidades Autónomas se atravesó antes una etapa preautonómica, un inteligente ardid del Gobierno para calmar las manifestaciones públicas de todas las organizaciones en reclamo de la autonomía.
La creación de unos órganos, en gran medida ficticios, autonómicos apoyados sobre los diputados y senadores elegidos en 1977 obligó a aceptar unas relaciones difíciles con los rectores de instituciones no legitimadas democráticamente. Así, las reuniones, las sesiones públicas y otras actividades exigían unos locales públicos en cada capital de provincia que forzaba una convivencia reticente con alcaldes y presidentes de diputaciones, entre los que había algunas personas fervientemente antidemocráticas.
En Sevilla se nos alojó para una reunión en la sede de la Diputación provincial. Cuando acudimos a la sala que habían previsto para nuestro trabajo, comprobamos que en la cabecera de la mesa habían colocado un busto de José Antonio Primo de Rivera para que presidiera la reunión. Lo apartamos a un rincón, y al día siguiente un periódico "informó" de que yo lo utilizado como perchero y tras de mí todos "los rojos demócratas".
Cuando circulaba conduciendo mi coche por el centro de Sevilla, un grupo de cuatro jovencitos fascistas se apearon de un todoterreno blandiendo barras de hierro, gritando consignas sobre José Antonio y acusándome del sacrilegio de su memoria. Escapé de aquella emboscada, pero no fue el único incidente.
De aquellos contactos con las autoridades municipales empezó a correr el rumor de que yo quería ser alcalde de Sevilla. Algunos funcionarios municipales me dieron cuenta de la fiebre incendiaria de documentos que tal posibilidad había suscitado en algunos viejos dinosaurios del Ayuntamiento sevillano. Aquello me hizo pensar en la idea de dirigir las tareas del municipio de Sevilla, pero en la dirección del Partido hubo una oposición general, bajo el volátil argumento de que habría de desempeñar tareas de más amplio alcance. En el momento de elegir un candidato para la junta de Andalucía se volvieron hacia mí. Lo rechacé. No me encontraba con fuerza suficiente para sumergirme en la retórica del andalucismo. Era consciente de la importancia de levantar la condición social, cultural y económica de los andaluces, comprendía que si alguna región tiene una personalidad acendrada como colectivo esa es Andalucía, pero no me sentí capaz de resistir la simulación diaria de "rebuscar" en el pasado rasgos de distinción de todos los otros españoles. Mi amor por Andalucía, mi sentimiento hogareño por mi tierra, no podía neutralizar mi espíritu universal, mi concepción de ser humano universal, imposible de aceptar un encorsetamiento regional o provinciano.
Las ideas nacionalistas nunca me parecieron fruto de la racionalidad. El discurso étnico, como el religioso, es separador, divisionista, planta fronteras, establece diferencias insalvables, limita, coarta, empobrece. Los que se sitúan en la creencia de estirpe, clan, tribu o nación deben contar con la libertad de explicitar y difundir sus ideas, pero algo muy diferente es compartirlas o entender que se trata de un derecho natural que los demás deben aceptar.
Si Voltaire proclamaba su disposición a entregar su vida porque sus enemigos pudieran defender las ideas contrarias a las suyas, yo ofrecería la mitad de mi vida para que los nacionalistas puedan defender sus postulados; la otra mitad la necesito para impedir que esos postulados, en los que no creo, sean una realidad.
Estas fueron las razones que me hicieron rechazar la propuesta de intentar presidir la autonomía andaluza.
Visto lo pasado desde entonces, no reniego de aquella decisión.
Una vez acabado el debate constitucional en el Congreso de los Diputados, comenzó la tramitación del proyecto en el Senado. Me pasé el verano en la plaza de la Marina, donde se sitúa el edificio senatorial. Fue una experiencia muy diferente. Las reuniones de negociación eran difíciles por pintorescas. El nivel de la discusión era muy elemental, de interés directo de cada negociador.
Recuerdo con sonrojo la negociación de los temas educativos. Alrededor de la mesa, senadores de UCD y el PSOE, mas el añadido de Fernando Abril y yo mismo; se exponían las razones de unos y otros, cuando de pronto la mesa se movía violentamente. Ricardo de la Cierva había propinado una decisiva patada a un senador de UCD, que exhibía de continuo su condición de hombre con marcapasos, porque se había deslizado de la doctrina oficial del Grupo de la UCD del Senado.
Abril y yo nos sonreíamos con disimulo, pues asistíamos a dos negociaciones solapadas: la de UCD- PSOE y la de los senadores de UCD con la organización UCD, con el PSOE y con el mundo.
Hubimos de ser pacientes, considerados, casi excesivos, sobrevalorando continuamente el espléndido trabajo de los senadores para sacar adelante el proyecto. Cuestión aparte fue la participación de los senadores reales, enredados entre aparentar protagonismos y esconder algunas defensas particulares, como Antonio Pedrol Rius, empeñado en salvar la posibilidad de que las playas conservaran la condición de propiedad privada, pues afectaba a su casa en Baleares.
Terminado el trámite, cansino pero fácil, del Senado, el texto se entregó a la Comisión Mixta Congreso Senado, presidida por don Antonio Hernández Gil, cuya delicada actuación hizo cómoda la finalización del proceso.
Solo quedaba, pues, la ratificación por los españoles, en un referéndum que rindió unos resultados excelentes: el 87,9 por 100 de los españoles confiaron en una Norma constitucional que les abrió un futuro de convivencia nuevo y sólido. La aprobación se produjo además en todos los territorios, incluido el País Vasco, donde la fuerza nacionalista no había hecho campaña de apoyo a la Constitución.