Los exiguos ingresos por las clases me permitían ahorrar algo para viajar, siempre en autoestop.
Durante mi niñez no había viajado nada. Mi primera salida de Sevilla fue acompañando a mis padres a preocuparnos por unos familiares que vivían en Cádiz. En el verano de 1947 se produjo una tremenda explosión en la base de defensa submarina, en un contenedor de cargas de profundidad, que arrasó parte de la ciudad de Cádiz. En ella vivían unos familiares, y mis padres acudieron a comprobar si habían sufrido daños o muertes. El viaje en tren me sorprendió.
Atravesábamos los campos con cierta lentitud, lo que permitía la contemplación del paisaje hasta el lejano horizonte. Ya en la ciudad encontramos a la familia a salvo y con deseos de agradecernos nuestra muestra de solidaridad. Mis dos primas, guapas jovencitas, me llenaron de zalamerías y caramelos, y al agacharse para besarme me mostraban sus pechos casi justo en mis ojos, lo que me produjo curiosidad e inquietud.
Los otros viajes de infancia se reducían a excursiones al pueblo de Alcalá de Guadaira, población panadera que abastecía a la ciudad de Sevilla. El novio de mi hermana Ana era panadero alcalareño, y a su pueblo íbamos con frecuencia a pasar el día en los pinares. Allí conocí a un joven "el Risueño" cuya vitalidad, sonrisa y creatividad en cualquier instante de la vida se fraguó en mí como el símbolo de la felicidad, y que más tarde vería reproducido en la figura de Federico García Lorca, cuya sola presencia debía de crear una especie de disfrute y alegría de los presentes, justo lo que ocurría con el Risueño. Recuerdo vivamente un día en Alcalá: el Risueño estaba instalando un columpio para los niños, a la sombra junto a la alberca; una vez terminado el columpio, dos cuerdas y una manta como sillín, quiso probarlo él mismo, se impulsó con fuerza, la cuerda falló y el Risueño vestido inmaculadamente de blanco cayó al agua de la alberca.
Surgió del agua con una sonrisa contagiosa que nos tuvo a todos un largo rato doblados de risa alrededor de la alberca mientras él en el centro parecía dirigir la orquesta de risas.
De adolescente comencé a recorrer España y después Europa por el sistema de mover el dedo solicitando que los automovilistas me llevaran en su vehículo. Mi primer viaje lo inicié llevando en el bolsillo un peine, un bañador y 25 pesetas. Era un método extraordinario, no solo porque podía viajar con poco dinero, sino sobre todo porque conocía a mucha gente en situaciones tan variadas que convertía el viaje en una fuente de conocimientos de la condición humana.
Al terminar el bachillerato emprendí un extraño curso de preuniversitario. Se iniciaba un nuevo plan de estudios que había derivado hacia un curso, "Preu", totalmente disparatado. Comprendí entonces, y lo he comprobado después, que todos los ministros de Educación están obsesionados no con la mejora de la educación, sino con dejar inscrito su nombre en el libro de oro de los planes de estudio. Y en este empecinamiento pretencioso no hallo diferencia entre los distintos orígenes ideológicos. Pues en aquella ocasión perdimos un curso preparando los alocados programas oficiales, que imponían el estudio de un solo tema por asignatura. Así, de geografía, solo teníamos que estudiar Portugal; de física, el automóvil; de literatura, El Gran Teatro del Mundo, de Calderón de la Barca. En materia educativa era un adelanto de lo que después se nos vendría encima, la copia mimética de los planes de estudio foráneos sobre todo de Estados Unidos sin tomar en cuenta que ni los medios, ni los profesores, ni casi nada admite comparación con las instituciones educativas a las que se quiere imitar.
Fue un curso malgastado por una generación ávida de conocimientos, aunque en mi caso toda una compensación nada desdeñable. Los profesores no sentían entusiasmo por los temas y acordamos que nosotros mismos, mediante un reparto, prepararíamos unos apuntes que pudieran utilizar todos los estudiantes. Como es hábito casi inmutable, los apuntes se fueron retrasando y todo hubo que hacerlo en el último mes. Mientras tanto, durante el curso hablamos de cualquier cuestión de actualidad. Especialmente el profesor de Geografía, hombre culto, viajero, simpático y siempre dispuesto a cerrar los libros y contestar a todas las preguntas de sus estudiantes.
Mi padre siempre había sostenido que yo me convertiría en un ingeniero industrial. Nunca le llevé la contraria, aunque no era una orientación que me entusiasmara. Cuando llegó el momento de la elección, con solemnidad me dijo:
–Mi ilusión y tu conveniencia es que estudies ingeniería industrial, mas aún no es posible hacerlo en Sevilla. La familia ya ha hecho un enorme esfuerzo para que estudiaras, pero costearte la estancia en Madrid está fuera de toda posibilidad, no está a nuestro alcance. Así que vas a estudiar perito industrial, y cuando acabes y te pongas a trabajar podrás completar los estudios de ingeniero.
Me sentí tan apurado al verlo a él tan triste, que fui incapaz de contraargumentar con mis preferencias, que ya estaban en el arte y la cultura. Quizá fuera aquella la primera gran decisión de mi vida que no tomé con libertad, por el condicionamiento de los demás. Otras muchas veces la piedad, la compasión, la tristeza de los demás, las lágrimas me han forzado a adoptar resoluciones que no eran las que más deseaba, pero que suponían el menor sufrimiento para otros. Siempre lo he pagado, mas no he conseguido endurecer mi carácter para negarme a la fluencia natural de los acontecimientos. ¿Debilidad o comprensión? Posiblemente los dos rasgos influyen sobre mi existencia. El dolor ajeno me hace sufrir como si lo soportara yo, situación que debilita mi posición ante los demás.
Así fue como me encaminé a la Escuela de Peritos Industriales en el barrio sevillano de Los Remedios, formado por dos sectores bien diferenciados. Unas casas modestas y antiguas y el sector moderno, ocupado por la clase media alta de la sociedad sevillana, construido según un modelo nada racional ni atractivo pero que funcionó como un imán para las familias que respondían más a la preocupación por la apariencia de acomodados que a la realidad de la exigua fortuna.
En la Escuela encontré un grupo de profesores muy sólidos técnicamente, cumplidores, conocedores de las materias pero nada proclives a hablar de otras cosas que no fueran sus programas. Y las instalaciones eran tristes, con muy poca luz y cierto abandono que le daban un carácter algo siniestro. No era un lugar cómodo para permanecer en él varias horas al día. Me refugié en el estudio y en la mínima brecha de actividad cultural.
Pronto tuve el prestigio de "el de la cultura" y me atribuyeron la autoridad para decidir sobre el pequeño presupuesto y para realizar algunas experiencias. Me gané la enemistad de los alumnos "perennes", pues suprimíla financiación de la tuna en beneficio de una revista, Ahora, que dirigía yo mismo, y de montajes teatrales como El zoo de cristal, de Tennessee Williams, y La farsa y justicia del corregidor, de Alejandro Casona.
Al mismo tiempo que me entregaba al estudio técnico, matemáticas, termotecnia, mecánica, cálculo, me multiplicaba para leer cuanto caía en mis manos. La editorial Aguilar comenzó a publicar las obras completas de los grandes autores en una edición en papel biblia. Ese fue mi alimento espiritual durante años, completado por los libros de la editorial Losada en los que bebíamos, más que leíamos, a los autores españoles exiliados.
Mis preferencias empezaban a dirigirse a la poesía y al teatro. Me embriagaban los libros.
Miguel Hernández, Rafael Alberti, León Felipe, Antonio Machado, García Lorca, Juan Ramón Jiménez, César Vallejo, Nicolás Guillén, Borges, Unamuno, Valle Inclán, Luis Cernuda, José Luis Hidalgo, Larrea, Chabás, todos eran objeto de adoración descontrolada.
La lectura del Werther de Goethe fue un aldabonazo en mi con ciencia que orientó mi concepción estética.
Leía de un tirón las obras de Shakespeare, de Ugo Betti, de Michel de Ghelderode, Beckett, Ionesco, y nacía en mí la necesidad de la representación.
Pero primero llegó la poesía y en ello fue clave el encuentro con dos personas socialmente alejadas del mundo cultural sevillano. José Barrera estaba empleado en La Previsión Española, un seguro médico privado. Ocupaba un pequeño despacho en la calle Pastor y Landero, donde se pasa ba las horas entregando los boletos o pases para los diferentes especialistas que solicitaban los asegurados. Allí mantuvimos largas y estremecedoras conversaciones literarias. Barrera leía todo y conocía todas las ediciones de cada libro, poseía una cultura que me deslumbraba, a pesar de que su profunda timidez le hacía expresarse como si no diera importancia a nada de lo que decía.
El otro encuentro definitorio fue el de José Batlló, trabajador en un pequeño vivero de su padre.
Brusco, pasional, irónicamente cruel, seguro de su fuerza intelectual, provocaba una reflexión sobre cada tema en todas sus charlas.
Los tres habíamos tenido alguna relación con el mundo poético provinciano y empezamos a contemplar la aventura de iniciar una publicación. Pasábamos jornadas nocturnas inacabables, antes y después -a veces también durante- de alimentarnos con una sesión doble de cine al aire libre.
Aquel verano rebuscamos todos los títulos posibles. Batlló se inclinaba por nombres de ruptura, El Palaustre, La Trinchera; pero en un principio nos inclinamos por uno más tradicional, El Silbo, claro homenaje a Miguel Hernández, que todos disfrutábamos. Pero algunas dificultades de inscripción nos hicieron volver a La Trinchera, con un subtítulo que era entonces una declaración de principios: Frente de Poesía Libre. La revista nació en 1962 con un consejo de redacción excepcional en el que estaban: Carlos Barral, José María Castellet, José Agustín Goytisolo, Jaime Gil de Biedma, Jaime Ferrán y Pedro Pérez Clotet.
Todos habían de pagar 300 pesetas para sufragar los costes de la publicación. Hasta Camilo José Cela, con su fama de agarrado, nos obsequió con unas pesetas.
El primer número incluía poemas de Jaime Gil de Biedma, José Agustín Goytisolo, Félix Grande, Rafael Guillén y Jaime Ferrán.
El siguiente número lo concebimos como un homenaje a Vicente Aleixandre. Lo planeamos y logramos un buen nivel de poetas. Presentamos, como era preceptivo, las copias para la aprobación por el Ministerio. Nos fue devuelta con un sello que ordenaba su no publicación. La censura prohibía todo el número.
Aún eran tiempos de condena para Aleixandre, "rojo peligroso que podría hacer caer las columnas del régimen". Cuánta obcecación y miopía en los ya "aperturistas" del franquismo decadente. La Trinchera sufrió un parón irremediable, y más tarde, con el traslado de Batlló a Barcelona, tendría su continuidad en El Bardo, excelente colección de gran influencia en el colectivo poético de las últimas décadas.
Las dificultades en la revista nos dirigió hacia la otra pasión soterrada: el teatro; tal vez creíamos -¡cuán ingenuos!– que tendríamos un camino más fácil en el laberíntico mundo de la Administración.
Vuelta a discutir el nombre que daríamos al grupo teatral. Era una época de nominalismos estériles, pero es que el solo enunciado de un nombre mostraba la orientación cultural e ideológica.
Por fin nos pusimos de acuerdo en llamar al grupo independiente de teatro Hora Primera, lo que nos valió de salida la descalificación, por pretenciosos o arrogantes, de los sectores conservadores del mundo teatral de provincias.
En los tiempos de nuestra virginidad teatral los jóvenes que se refugiaban en el teatro tenían dos nombres en la cima: Buero Vallejo y Alfonso Sastre. Con este iniciamos nuestros esfuerzos sobre un escenario. Representamos La mordaza, una obra por la que hoy no mostraría ningún entusiasmo.
La representación, única, subió al escenario del Teatro Cine Nervión. No tendríamos público más allá de las seis primeras filas de butacas. Lo vivimos como un fracaso, a pesar de que los componentes de grupos "rivales" vinieron a escena a felicitarnos. Díaz Zabala, del grupo Lope de Rueda, pronunció con énfasis una frase que me confundió totalmente: "Esto es como echar margaritas a los puercos". ¿Qué querría decir en aquel contexto? ¿Quiénes eran los puercos? ¿El escaso público que nos había apoyado? En todo caso, lo peor estaba por llegar. Al salir del teatro, excitados por la tensión del estreno, pero ajados por el resultado, nos tropezamos con el estadio de fútbol, abarrotado de público, miles de personas que gritaban y aplaudían desde las gradas. Ningún estudio hubiese evidenciado mejor nuestra soledad. Comprendimos que el camino elegido era para pocos, que casi en solitario había que intentar captar muy despacio a personas interesadas en la cultura, pero que en todo caso siempre serían minorías insignificantes respecto a los espectáculos que arrastran casi sin esforzarse a gran cantidad de aficionados o fanáticos.
Fue una lección contundente que nos apeó de la idea de que se podría cambiar el mundo con el teatro, la poesía y el arte.
Una ducha de humildad que nos hizo tomar el teatro como algo más íntimo, más divertido, sin bajar la exigencia de calidad y penetración intelectual, pero para los que conocen el gozo de la comunicación cultural.
Nos planteamos la actividad teatral como algo aún más de afición personal; debía gustarnos a nosotros más que al público. Al menos, que nuestra preocupación no estuviera marcada por el deseo de responder a las peticiones del público. Así fue como orientamos nuestras preferencias hacia el teatro del absurdo y montamos Final de partida, de Samuel Beckett.
Hube de interpretar al personaje principal, Ham, y José Batlló, a Clov. No me sentía cómodo en el escenario, en un papel de larguísimos monólogos, sin movimiento, pues Ham es un paralítico moribundo. Tras el estreno, con una buena recepción del público, llegaron, ¡cómo no!, los problemas con la Administración. En esta ocasión eligieron el camino económico para la sanción.
Yo había hecho la traducción de la obra, pues la publicada en castellano había suavizado totalmente las expresiones duras de los personajes. Así que el Ministerio me impuso una multa de 30.000 pesetas, una fortuna para la época y sobre todo para nosotros, por haber representado una versión no autorizada.
Fue una larga y tediosa lucha la que sostuvimos con las autoridades para evitar el pago de la multa, cuestión que fue diluyéndose en el tiempo hasta que dejaron de molestarnos con ella.
Los jóvenes tomábamos conciencia de la realidad política, una dictadura que lo impregna todo de un color gris entristecido, en una sociedad castradora de proyectos que liberasen tensiones y angustias. Era más sencillo encontrar argumentos para el compromiso contra el régimen que saber hacia dónde caminarían nuestras circunstancias, cómo influirían en nuestras vidas los esfuerzos que hacíamos. ¿Serían en verdad útiles para salir de aquella desangrante vida colectiva?
Los primeros contactos que me llevaron a la "complicidad" antifranquista se movieron en el terreno universitario. Los estudiantes que se señalaban en cada facultad como activistas en su parcela universitaria conectaban unos con otros, por facilidad y sobre todo por la confianza de que estabas con elementos limpios políticamente.
Mi encuentro con Alfonso Fernández Malo simplificó el camino. Era un estudiante de Derecho (el bar de la Facultad de Derecho era el centro principal de los contactos estudiantiles) que había tomado con tranquilidad sus estudios, más ocupado en responder moralmente al compromiso que significaba ser hijo de un perseguido, y a su afición a la escritura.
Pronto fuimos amigos de todos los días; hablábamos en interminables conversaciones en las que la literatura y las críticas al régimen eran los temas favoritos.
Un día, al final de la mañana, estábamos hablando en una isleta que separa las dos vías de una ancha calle, en el barrio El Tardón; me soltó impetuoso una pregunta y se quedó mirándome con descaro y expectación: -¿Tú estarías dispuesto a crear las Juventudes Socialistas?
–Claro le contesté.
Nos quedamos los dos mirándonos, con un esbozo de sonrisa, sin saber qué hacer ni qué decir.
Él me echó un brazo por los hombros y me dijo:
–Vamos a tomarnos una cerveza. Un día de estos tienes que venir a ver a mi padre.
Había, pues, que conocer a su padre, Alfonso Fernández Torres, un socialista que al estallar la guerra era el presidente de la Diputación de Jaén, abogado, hombre de un discurso fluido pero preciso, que tras pasar por la cárcel, y tras su liberación, se le había negado el ejercicio de su profesión. Su trabajo era vigilar un garaje en la calle San Vicente, de Sevilla. Ese fue también el destierro en 1968 de Alexander Dubcek, el inspirador de la "primavera de Praga".
Desde tan humilde puesto de trabajo, Alfonso Fernández intentaba, con una extraordinaria cautela, tomar contacto con militantes socialistas con una peripecia semejante a la suya: detención, cárcel, pena de muerte en muchos casos, conmutación de penas y liberación. Después de la guerra las cárceles estaban abarrotadas de personas consideradas peligrosas por el nuevo régimen franquista. Acusados, en la más grotesca perversión jurídica, de colaboración con la rebelión así que la rebelión fue protagonizada por los que defendían la legitimidad del Gobierno de la República fueron juzgados sin garantía alguna, condenados y ejecutados muchos, pero aún había un número mayor de hombres que desangraban su vida en una enorme cantidad de penales, muchos de ellos improvisados para encerrar a tantos "rojos". Las condenas eran muy graves, pero a los pocos años el régimen comprendió que el país no podía soportar la incautación de la mano de obra de media España, por lo que tuvieron que liberar a una gran cantidad de presos políticos. No fue magnanimidad o piedad; fue la necesidad lo que salvó de la muerte y de una vida de cárcel a muchos republicanos.
Alfonso Fernández Torres era un hombre lleno de misterios. Prudente, cauteloso, con una oratoria precisa, te envolvía en un espíritu de concordia. Te sentías partícipe de una tarea común, secreta, honorable, heroica. Hablaba frecuentemente de la etapa de la República, del exilio y de los conceptos teóricos del socialismo. No era dogmático, pero tenía algunas obsesiones que nunca le abandonaban. Me adoctrinó siempre contra la masonería. Era de una intransigencia absoluta con la posibilidad de obedecer a una organización oculta, no declarada, que desvirtuaba los objetivos del socialismo. Repetía que el masón obedece a una doble disciplina, la de su partido y la de su logia.
"Es un hombre que responde a dos mandos."
Yo ya tenía algún conocimiento acerca de la historia del Partido Socialista Obrero Español.
Había leído algunos años antes el rápido retrato que Antonio Machado hizo de Pablo Iglesias.
Machado contaba que su padre le había llevado al Retiro de Madrid a presenciar un mitin de un obrero que se llamaba Pablo Iglesias. No se enteró de lo que decía aquel trabajador, porque era un niño y no comprendía lo que pasaba en España en aquellos momentos, pero sí le quedó claro que aquel hombre "tenía en su voz el timbre inconfundible de la verdad humana". Y a mí me impresionó aquella cita.
Me interesó un personaje que había cautivado por su verdad al poeta sevillano. Mis esfuerzos por encontrar mayor información sobre el líder socialista no tuvieron resultados durante bastante tiempo, hasta que en casa de un amigo encontré un viejo ejemplar de la biografía que Juan José Morato había dedicado a Pablo Iglesias.
Una vez que conecté con Alfonso Fernández, todo fue más fácil para mi curiosidad histórica. Él me proporcionó algunos textos de los pensadores y dirigentes socialistas.
Habíamos tomado la decisión de crear las Juventudes Socialistas y teníamos que poner manos a la obra. Estudiamos sopesadamente cuáles eran los estudiantes que "se movían", que pudieran ofrecer más confianza de reserva y fidelidad. Sabíamos que Luis Yáñez, de la Facultad de Medicina, reunía ambas condiciones: actuaba en la facultad y por la trayectoria de sus padres, don Luis, un médico de Coria del Río, que había sufrido la muerte de dos hermanos; la madre había sido represaliada como maestra.
Alfonso Fernández Malo organizó una cita con Yáñez en los jardines de Cristina. Allí fuimos los dos y nos lo encontramos vestido de soldado: estaba cumpliendo el servicio militar como voluntario en Aviación. Le propusimos ingresar en las Juventudes Socialistas; él parpadeaba y daba vueltas al gorro militar, nervioso, pero enseguida aceptó. Después quiso saber cuántos miembros éramos, y la respuesta no le tranquilizó: "Nosotros dos y… ahora tú".
Seguíamos haciendo captación de nuevos militantes: Guillermo Galeote, Rafael Escuredo, Felipe González…
Bien pronto asumimos, casi sin saberlo, la representación de juventudes Socialistas, el Partido y la UGT Alfonso Fernández organizó una reunión en una venta de los alrededores de Sevilla, en la vega de Carmona. Llegamos al atardecer y simulamos una reunión de amigos que se juntan a tomar unas botellas de vino. Fueron apareciendo los hombres curtidos, con apariencia de vida agrícola, de manos rugosas, desconfiados pero orgullosos de compartir su ideología, su historia, con chicos jóvenes que sin haber participado en la guerra se acercaban a aquellos hombres sacrificados, sufridos. Sus rostros eran solemnes pero con un atisbo de satisfacción, de orgullo. Al despedirnos después de unas horas de confidencias y narraciones, uno de ellos, de escasa estatura, fornido, macizo, me dio un apretón de manos y me dijo con rotundidad acercándose a mi rostro: "Hasta la última bala".
Aquellas pocas palabras dispararon mis reflexiones durante días, y muchos años después me han ayudado a entender la vida esquizofrénica de los que, vencidos en la guerra, hubieron de soportar una aún más cruel posguerra, actuando en la vida cotidiana con naturalidad, como los otros, pero absorbiéndose cada día, cada minuto, las ansias de gritar lo que eran, lo que habían sido y lo que habían sufrido ellos, sus familias y sus amigos. Vivían en la paz de la dictadura, pero vivían en guerra. "Hasta la última bala" seguirían luchando por sus idea les republicanos, socialistas; hasta la última bala, sin fusil ni munición. El final de la guerra no había entrado en su espíritu, porque el bando vencedor seguía castigándoles veinte años después de acabar la contienda. Eran mutilados de guerra, pero no solo por las secuelas físicas de las batallas, por las torturas soportadas durante la posguerra; su mutilación apuntaba a su espíritu más que a su cuerpo, a su alma más que a su mente.
Entonces nació en mí una inmensa comprensión -¿o era compasión?– por tantos hombres nobles que habían encontrado la luz del destino en la explosión moral y cívica de la Segunda República, y habían sido tratados como infames traidores a su país.
En las conversaciones con los vencidos y perseguidos me narraron algunas escenas estremecedoras. Un campesino me contó que una noche dormían en la celda cuando les despertó el carcelero que se presentó para llevarse a uno de los presos para fusilarlo, para la "saca" de presos.
El desafortunado pidió un minuto al carcelero. Sacó una tanza que guardaba en un bolsillo del chaleco, se la ató a un diente y a la reja y le pidió al compañero -el que contaba la historia- que tirase con fuerza de la reja. Se desprendió el diente de oro, y poniéndolo en la mano del compañero le pidió: "Hazlo llegar a mi mujer y a mis hijos; diles que es todo lo que tengo". Otro amigo narró con aire lúgubre, pero con un brillo de orgullo en los ojos, que una noche compartía celda con una veintena de condenados a muerte, entre ellos un padre y un hijo, del mismo nombre. En el silencio del penal en la madrugada oyeron los pasos de los guardianes. "La saca", dijeron. Todos permanecieron inmóviles en sus camastros sobre el suelo, esperando saber si se detenían ante la puerta de su celda. Se detuvieron, corrieron los cerrojos y entraron con una lista. De ella leyeron un nombre con su primer apellido. Correspondía al padre y al hijo. No sabían a por cuál de los dos venían. Unos segundos de tensión. En seguida uno se levanta y dice "Soy yo". Era el padre.
La escasez de efectivos me mortificaba especialmente cuando observaba la extrema habilidad de los comunistas que hacían valer los suyos como si se multiplicaran milagrosamente. Tenía ya buenas relaciones con ellos, sobre todo en las tareas culturales, lo que les servía para propalar que yo era militante del PCE. Estas operaciones de envolver a todos en su fe eran frecuentes. Una tarde, el pintor Cortijo dedicó largas horas a convencerme de que el crítico de teatro Enrique Llovet era un "topo" del Partido Comunista, cuando yo sabía con toda seguridad que era socialista.
En mis conversaciones personales con comunistas descubría una actividad meritoria de los militantes, pero en una ocasión, al comentar mis lecturas de Arthur Koestler, se escandalizaron, porque el Partido (ellos entendían el PCE) no era partidario de algunas lecturas.
No podía creerles: ¿Entonces existía un índice de libros en el comunismo? ¿Funcionaba el Partido Comunista como una Iglesia más? Fue una ruptura definitiva con cualquier tentación de pensar en la militancia en un partido de pensamiento y estructura comunistas.
Más tarde tuve la oportunidad de hablar con altos dirigentes, algunos secretarios generales, de partidos comunistas de varios países.
Me sorprendía su rigidez. Muchos de ellos se ayudaban de un documento, guión o chuleta para hablar. No querían dejar ningún espacio a la matización por un discurso o respuesta improvisados.
Meditaba yo quién les confeccionaría el guión a los dirigentes comunistas, y caía en la explicación fácil: los dirigentes del Partido Comunista de la Unión Soviética. Pero hete aquí que en un viaje a la URSS, entrevistándome con Suslov, el máximo ideólogo de la Unión Soviética, a una pregunta mía me contestó: "Lo siento, en este momento no puedo contestarle. Si le parece bien, intentaré una respuesta mañana".
Mi sorpresa fue tan grande que estuve a punto de preguntarle "¿Pero quién le hace el guión a ustedes?".
La impresión que me causaban los dirigentes comunistas en mi juventud sería, pues, ampliamente refrendada en mis contactos posteriores. No había ocasión de pensar, por lo tanto, en pertenecer al PCE, al Partido, como les gustaba decir a sus militantes.
A veces los intereses políticos crean condiciones paradójicas. El general Franco fue el principal propagandista del comunismo en España. Toda desviación de los postulados del régimen franquista tenía atribuida de inmediato la consideración de actividades comunistas. Así sucede que los enemigos acaban alimentando la posición del contrario. Es cierto, sin duda, que en los años cincuenta la actividad de los comunistas superaba a la de otros partidos clandestinos, pero no en la proporción que el franquismo necesitaba. Sin embargo, se ha conservado una especie de mística "comunista" que sigue primando en la interpretación de algunos intelectuales y reporteros periodísticos cuando hacen balance de los años de la dictadura.
Con un ejemplo podría entenderse mejor lo que intento expresar. A mediados de los sesenta asistí a un juicio en el Tribunal de Orden Público (TOP) contra un grupo de socialistas detenidos in fraganti confeccionando el periódico El Socialista, que aclaraba en su portada "Organo Oficial del Partido Socialista Obrero Español". Fueron acusados de actividades comunistas.
Alfonso Fernández Torres diseñó una campaña de recuperación de viejos cuadros socialistas diseminados por toda Andalucía. Él estaba suficientemente marcado (en 1958 había sido de nuevo detenido y torturado), por lo que fue tarea de los jóvenes intentar recuperar la estructura orgánica del socialismo andaluz.
Comenzamos un plan de viajes buscando socialistas dispuestos a comprometerse en acciones políticas al margen de la legalidad. Nos pesaba sobre todo el temor a cometer un error que tuviera consecuencias para nuestra libertad. Pero tal preocupación era desbordada por el pánico de algunos de los que buscábamos, sujetos sufrientes de cárcel, palizas, penas de muerte, persecución. Su desconfianza hacia nosotros era absoluta; nadie podía garantizarles que no fuésemos de la Brigada de la Policía Político Social, que intentáramos comprometerles para detenerles.
En Ubeda busqué la casa de Gámez el sastre. Cuando estuve frente a él y le expresé el motivo de mi visita, sin la menor contemplación me expulsó de su casa con violentos empujones.
Antonio Amat, batallador militante socialista de Alava, me había proporcionado la mitad de un pequeño almanaque en forma de tarjeta. La otra mitad, me dijo, la guardaba un socialista de Granada, en Haza Grande.
Allí me dirigí. Haza Grande era una barriada de casas prefabricadas, de extrema pobreza, a la salida de Granada, en dirección a Murcia. Le entregué a Pedro Fornell la mitad del calendario.
Pedro, enfermo en la cama, pidió a su esposa la "caja fuerte". Ella le llevó una cajita metálica. Con gran parsimonia y sin desviar su mirada de mis ojos, Pedro abrió la caja, extrajo la tarjeta rota y la sobrepuso sobre la mitad que yo le había entregado. Comprobó que la línea de ruptura coincidía, y con una malévola sonrisa dijo: -¿Y cómo sé yo que usted no es un policía que quiere comprometerme?
Le contesté muy solemnemente, con un hablar pausado:
–Es cierto. Soy un policía que paseando he encontrado en la calle, en Sevilla, medio calendario roto. Y me he dicho: la otra mitad la tiene Pedro Fornell en Haza Grande, en Granada.
Su respuesta deshizo la tensión. – ¡Coño!, es verdad, eso es imposible.
Después sería un hombre clave en el suministro de ayudas a los huelguistas de Granada.
En Jaén, Guillermo Galeote y yo fuimos a la búsqueda de Cándido Méndez. Nos presentamos en su casa a una hora temprana. Nos dijeron que no estaba en casa. Creo que creyeron que éramos de la policía. Nos dirigimos a un bar que sabíamos frecuentaba. Él estaba allí, pero nosotros no lo sabíamos. Preguntamos al camarero, que disimuló asegurando que Cándido no frecuentaba el bar.
Nos disponíamos ya a marcharnos cuando entró un cliente en el bar que saludó en voz alta a ¡Cándido!, y sin querer nos descubrió al que buscábamos. Hechas las presentaciones, Cándido nos sometió a un largo interrogatorio hasta que se tranquilizó y admitió que no pertenecíamos a la policía. Nos llevó a su casa, por donde correteaba un mozalbete, Cándido también, que años más tarde llegaría a dirigir la Unión General de Trabajadores.
El año 1962 estuvo cargado de inensidad en la ya larga historia de la dictadura. El plan de estabilización económica iniciado en 1959 por Alberto Ullastres hizo posible pasar de una economía de subsistencia a una economía de incipiente consumismo. En ese año el régimen quiso acompasar esa nueva realidad económica con una operación de maquillaje que le permitiera ofrecer un rostro dulcificado. Fue cuando José Solís, ministro secretario general del Movimiento, descubrió que "El objetivo fundamental del régimen es la democracia sin partidos".
Se nombró a Laureano López Rodó comisario del Plan de Desarrollo, y se entregó el Ministerio de Información y Turismo a un hombre joven, cuarenta años, como promesa del régimen, Fraga Iribarne, que con ínfulas de salvador clamaría: "Vengo a defender el honor de España". El propio dictador dirá que España es "la más clara expresión de la democracia".
Pero había otra realidad. Aquel año fue el inicio de un largo período de huelgas en la minería asturiana; se decretó el estado de excepción en Asturias, Vizcaya y Guipúzcoa; se detuvo al militante comunista Julián Grimau, exiliado desde 1939, y pocos meses después ajusticiado; fue el año del "contubernio de Múnich", donde fuerzas políticas moderadas de España intentaron una aproximación de su estrategia contra la dictadura.
En este contexto el nuevo ministro de Información y Turismo, Fraga Iribarne, vino a nuestra ciudad a perorar sobre "Prensa y opinión pública". Fraga había tenido ya algún contratiempo con estudiantes universitarios, por lo que sus asesores tuvieron la idea de exponerlo a un encuentro en la Universidad de Sevilla, considerada un modelo de Universidad despolitizada. El anuncio de la visita de Fraga fue el incentivo que produjo la colaboración de todos los grupos que actuaban en la Universidad. Representó, por ejemplo, nuestra primera colaboración con Felipe González, hasta entonces más ligado a los movimientos católicos de contestación al régimen.
Muchos conocíamos lo que estaba ocurriendo en Asturias, aunque la prensa no lo reflejaba. Se sabía que rapaban a las mujeres de los mineros en huelga, que a ellos les aplicaban electrodos en los testículos; se conocía los apaleamientos, vejaciones, detenciones masivas. Contra este estado de cosas concebimos nosotros el acto de repulsa que organizamos a Fraga Iribarne.
Aunque los rumores apuntaban otros motivos de la visita de Fraga, relacionados con el apoyo que un grupo económico sevillano requería del nuevo ministro para la instalación de unos estudios de cine en terrenos próximos a Sevilla, nosotros nos centramos en Asturias.
Celebramos una reunión previa en una sala del bar de Derecho, protegida la puerta por el capellán de la facultad, que después abandonaría los hábitos religiosos. Allí coordinamos la protesta. Llegó el día, y aquello fue una fiesta. La primera fiesta política en la que participé.
La conferencia en el Aula Magna de Derecho estaba anunciada para las ocho de la tarde, pero a las tres ya no cabía un alfiler en el salón, salvo las dos primeras filas, reservadas para el claustro de profesores, que permanecían sin ocupar. Cuando iban llegando los profesores, la reacción del público era apoteósica.
Si el que aparecía era un profesor conservador o puramente fascista, la bronca era enorme; si se trataba de un profesor "aperturista", el salón se llenaba de sonoros aplausos.
Así estaba el público, caliente de abucheos y aplausos, cuando aparecieron el conferenciante y el rector de la Universidad, que había dispuesto a un fuerte grupo de policías en el patio interior desde el que tenían acceso al salón.
Cuando Fraga comenzó a hablar cometió el error de anunciar las tres partes de que se compondría su conferencia; empezó el tremendo follón, incluido el cántico coral de Asturias, patria querida, y después de varios intentos Fraga abandonó con rapidez la tribuna, literalmente corriendo por las galerías de la facultad. A la salida hubo una batalla campal con los falangistas (así se llamaba a todos los que defendían la dictadura en la Universidad).
En aquel momento en Sevilla actuaban tres movimientos políticos entre los jóvenes: los paraeclesiales (Juventud Obrera Católica, JOC, expresión juvenil de la HOAC Vanguardia Obrera, de los jesuitas, y graduados de Acción Católica), los comunistas, con una estructura de cierta solidez, y los socialistas, cuya recuperación en aquellos años fue creando una red cada vez más amplia.
Al principio éramos tres, Alfonso Fernández Torres, su hijo Fernández Malo y yo. Por los nombres, los tres Alfonso, pareciera un partido monárquico.
Bien pronto, cuando se celebran las primeras elecciones en la Universidad en 1965, las Juventudes Socialistas, que se presentan con el nombre de Asociación Democrática de Estudiantes, se convierten en el grupo político con mayor representación en la Universidad. Rafael Escuredo sería elegido presidente del Distrito Universitario.
Éramos jóvenes sin maestros, autodidactos que leíamos lo que caía en nuestras manos: libros prohibidos, revistas clandestinas, publicaciones extranjeras que nos llegaban con dificultades.
Los viejos militantes socialistas nos proporcionaban textos de discursos y conferencias de los líderes socialistas de la República, que leíamos con reverencia por lo que significaban, pero no nos satisfacían porque no hablaban de la realidad del momento.
Estábamos muy atentos a los panfletos y documentos de las otras formaciones políticas, en especial los del Frente de Liberación Popular (el Felipe).
Yo encontré una guía que llenaba mis aspiraciones en el terreno ideológico en Lelio Basso, un pensador italiano que publicaba la Revista Internacional del Socialismo.
Fue él quien me descubrió a Rosa Luxemburgo, y a los escritos de esta valerosa mujer dediqué largas noches de estudio.
De manera luminosa llegó a mí la visión de Rosa Luxemburgo de la dialéctica. Hegel, Marx, Engels, Feuerbach, todos habían sido hollados por mis ojos sin comprender bien para qué enfrascarnos en debates interminables sobre las relaciones dialécticas n la naturaleza, la historia y la lucha contemporánea.
Un trabajo de Lelio Basso, titulado "El método dialéctico en Rosa Luxemburgo", me causó una impresión mágica, me hizo entender la relación del futuro con el presente. Encontré la fusión entre utopía y pragmatismo, entre objetivo final y realidad posible. La disyuntiva " reforma" o "revolución ", uno de los temas continuos, se quebró en la unidad " reforma y revolución ": la suma de reformas irreversibles es la revolución. La clave que ha guiado todos mis postulados políticos desde entonces es saber hacer útil las posibilidades que ofrece la realidad del momento pero sin perder vista el objetivo final, sin desviar la tendencia hacia lo que se pretende como cambio fuerte, poderoso, global.
Lo importante es la "unidad de la lucha". Porque la lucha cotidiana debe tender también a la meta, a la conquista del poder con vistas a la transformación profunda de la sociedad.
Aquellos que en política solo están interesados en un acto particular, en una acción personal con valor por sí misma, olvidando el objetivo de transformación social, practican el oportunismo bajo la explicación del realismo, del pragmatismo. Los que desprecian las conquistas, las mejoras que en todo proceso pueden ir logrando elevar las condiciones de vida de los más necesitados, arguyendo que solo están interesados en la revolución del "día final", practican la irresponsabilidad bajo el razonamiento de la pureza del revolucionario que no puede mancharse con conquistas "pequeñoburguesas".
Rosa Luxemburgo se alejaba de las interpretaciones escolásticas que reducen el marxismo a una simple repetición de fórmulas y esquemas válidos para todas las situaciones y latitudes. Para ella nada está predeterminado en la historia, y las leyes del desarrollo no son más que tendencias.
La extraordinaria complejidad de la realidad y la intervención de los hombres como agentes de cambio de la historia obligan a rehacer continuamente los análisis; las leyes del desarrollo deben ser sometidas a nuevos exámenes si se quiere llegar a una visión completa de la realidad concreta.
François Maspero publicó dos biografías de Rosa Luxemburgo, la de Paul Frölich y en dos tomos la de J.P. Nettl. Leí las dos, me apasionaron y dediqué todo un verano a hacer una traducción al castellano de la de Nettl, que iba entregando por capítulos a los militantes interesados.
El pensamiento político de nuestra generación recibió un trallazo espectacular con el triunfo de Fidel Castro en Cuba. Todas las circunstancias ayudaban a la creación del mito, y a la aparición de una mística castrista. Jóvenes guerrilleros en Sierra Maestra, con las declaraciones heroicas de los primeros tiempos, nos acercaban con simpatía a lo que presentíamos como una realidad nueva capaz de irradiar una revolución de la justicia a todas las partes del continente sudamericano. Si nos faltaba algún elemento para inclinar nuestro afecto por la revolución cubana, la reacción en España, el conservadurismo en las costumbres, nos impulsaba a la identificación con Fidel y el Che Guevara. Si paseabas con una ropa algo informal, como una trenca, era frecuente que algún viandante te gritara "Vete con Fidel". Si en una excursión veraniega entrabas en un pueblo con pantalones cortos, "A Cuba, a Cuba con ellos" era gritado por cualquiera. Estas reacciones, además de indignarnos y amargarnos, nos acercaban a aquellos "románticos" jóvenes cubanos que habían logrado arrebatar el poder y el país al dictador Batista.
Durante algunos años la revolución cubana se incrustó en nuestras esperanzas de libertad para España, y todo joven con inquietud política exhibía con orgullo en su habitación los dos pósteres que identificaban una actitud más que una lucha: el Guernica, de Picasso, y la foto del Che Guevara.
No podía yo imaginar que pasado el tiempo habría de sostener maratonianas conversaciones con Fidel Castro acerca de la fidelidad o la desviación de aquella revolución primera, ni que la isla, al cabo, se convertiría en una prisión para muchos cubanos.
Las actividades políticas y las preocupaciones ideológicas debía compatibilizarlas con mis obligaciones y mis aficiones.
Estudiar la carrera -fui sacando los cursos sin problemas-, cumplir el servicio militar y preparar las representaciones teatrales.
Me colocaron en una batería de Artillería, compuesta de 115 muchachos sorprendidos por la dureza de las condiciones de vida de los aspirantes; así llamaban a aquellos descarriados estudiantes que tras dos veranos de sufrir y esforzarse llegarían a ser oficiales del Ejército, con grado de alférez.
La primera impresión fue espantosa. Llegamos al monte de noche avanzada, agotados por un interminable viaje para recorrer los pocos kilómetros que nos distanciaban de Sevilla. Nos metieron violentamente en las tiendas de campaña, una decena por tienda, anunciándonos que al amanecer deberíamos estar formados con el uniforme de trabajo y las armas reglamentarias.
En efecto, a las seis de la mañana sonó una nerviosa trompeta tocando diana. Nos levantamos, nos metimos en los monos de trabajo, ajustamos los correajes y tomamos el fusil.
Al salir de las tiendas había una gran confusión, los aspirantes se movían de acá para allá, sin saber dónde situarse, y los oficiales gritaban sin cesar. Cuando la formación quedó dispuesta, nos comunicaron que los tres últimos de la fila serían sancionados, y que así ocurriría cada mañana. La posibilidad de ser los últimos fue convirtiéndonos a los soldados en autómatas que acabamos por dormir vestidos, con las correas puestas y las cartucheras en la cintura y el fusil pegado al cuerpo para saltar como un resorte al oír los primeros sones de la trompeta.
El exigente sistema de vida y el esfuerzo físico permanente provocó más de un estado depresivo.
Muchos eran jóvenes de familias acomodadas, rodeados de facilidades, que no sabían adaptarse a aquel "moritorio". Los escasos minutos libres de la tarde lo aprovechaban para bajar a las instalaciones centrales a llamar por teléfono a sus casas y suplicar "Papá, sácame de aquí". Y algunos se marcharon, pero la mayoría fue animalizando sus costumbres hasta entregar la dignidad personal en beneficio de un aprobado final, que les evitara repetir ese primer campamento.
A mí el sacrificio físico, la tensión física a que nos sometían, no me acoquinó, pero soportaba mal las aportaciones a la estupidez universal de algunos oficiales. Un capitán sostenía que debíamos estudiar los componentes de un arma, por ejemplo, dividiéndolo todo siempre en tres partes.
Pero en algunos casos no había tres, sino dos, o una; entonces nos hacía repetir. Si nos instruía sobre el fusil, explicaba que se compone de ánima, cerrojo y culata, tres partes. El ánima está compuesta del cañón, la mira y la mira. El cerrojo, de cerrojo, cerrojo y cerrojo; y la culata, de culata, culata y culata. Más o menos era así, hasta que protestábamos, y entonces nos decía airado que no comprendíamos las ventajas de las reglas mnemotécnicas; él decía "memotécnicas".
Además el capitán acostumbraba a hacer cumplir sus órdenes con un grito que provocaba nuestra hilaridad y su desconcierto: "¡Iso flauto!", era su versión vulgar del latino ipso facto.
El contacto con el ejército abundó en el prejuicio con el que llegué al campamento. Los militares necesitaban cultura, roce con militares de otros países, viajes, estudios; en fin, estaban pidiendo sin saberlo un paso por la escuela, no militar: la escuela general.
Ahora me parece increíble, pero en aquel dominio del terror, asustados era el estado natural de todos durante todo el tiempo, hacíamos también nuestras reuniones clandestinas y organizamos algunas sencillas protestas que fueron sancionadas muy duramente por los jefes y oficiales.
Descargábamos nuestra rabia sobre dos personajes de manera principal: el capitán Palazón, que forzaba el ejercicio de sus pupilos hasta hacerles reventar, y el teniente Mena, tan duro como chulesco, despreciativo, insultón y arrogante.
Terminado el primer campamento, tropecé con el teniente en Sevilla. Todo exquisitez y amabilidad, me propuso salir de copas aquella noche. Le contesté con una grosería que me liberó de las angustias padecidas por su causa.
Al siguiente verano, llegando al campamento de nuevo en la madrugada, vi al teniente bajo un poste de luz. Comprendí que mi sentencia estaba dictada. Nunca más le vi. Es muy posible que fuese una confusión mía, apoyada en el terror que infundían las arbitrariedades que sabía tendría que soportar durante los próximos tres meses.
La gran aportación que me hizo el ejército en los veranos de campamento fue una conjuntivitis a causa del polvo y el sol.
Alguna otra cosa descubrí en la vida militar. No me gustaban las armas, por lo que procuraba escaquearme en las prácticas de tiro con fusil. Pero en las prácticas con cañones no era fácil. La primera vez que tuve que disparar un cañón lo hice con reticencia y rechazo. Pero cuando el proyectil salió y el cañón retrocedió, un extraño sopor me invadió, que me empujaba a disparar de nuevo, y así me ocurrió en todas las ocasiones. Ya había oído hablar de la "embriaguez" de la pólvora, pero nunca lo creí. Pude comprobar que la pólvora emborracha, produciendo un estado de agitación excitante que te crea ansiedad de disparos. Una razón más para explicar la insensatez de la guerra.
Terminados los campamentos, los alféreces debíamos solicitar el destino para realizar las prácticas de milicias, como oficiales con mando.
Como tenía buena nota de los campamentos, porque mis conocimientos de topografía me fueron muy útiles en los exámenes, tenía reales posibilidades de conseguir el destino que solicitase. Mi preferencia fue Ceuta, y allá fui estrenando uniforme militar.
Los cuatro meses que permanecí en Ceuta fueron un paréntesis confortable para mí, a pesar de que la llegada al cuartel, Artillería 30, en la carretera de Hadu, barrio habitado mayoritariamente por árabes, me causó una fuerte impresión. En el patio los soldados ejercitaban una tabla de gimnasia. Su aspecto era terrible. Eran jóvenes de apariencia brutal, vestidos con pantalón corto y una camiseta agujereada, abandonados en su higiene, con el cabello cortísimo. No sabía aún que a Ceuta enviaban a los jóvenes de los pueblos más recónditos. Mi primera impresión fue de temor; pensé que aquellos monstruos acabarían conmigo. A los primeros contactos comprobé mi error; eran chicos muy ignorantes, pero amables, sensibles a su manera, en todo caso necesitados de atención y afecto. Mi contribución a su desolación fue ofrecerme voluntario para impartir clases de cine, teatro, fotografía, historia. Las tardes las dedicaba a estar con los soldados, que mantenían la apariencia salvaje, pero que se mostraban en el trato con una cortesía excepcional.
Los oficiales eran bien distintos. Sus aspiraciones se colmaban con la llegada del final del día militar, a las doce del mediodía, hora en la que corrían a la cantina de oficiales a comenzar la ingestión de whisky, con continuación por las tardes en el Casino Militar.
El día comenzaba al amanecer; se formaba a los soldados y salíamos al monte a las prácticas de tiro. Había que atravesar el poblado Príncipe Alfonso, en el que una población enteramente árabe mostraba la indigencia de sus vidas. Sufrí un tremendo impacto al observar cada día la penuria sin horizonte de aquellas familias árabes.
En Ceuta imperaba un régimen militar. La sociedad vivía asustada por las consecuencias que podían caer sobre cualquiera de los vecinos por la arbitrariedad del general gobernador militar.
Cada tarde, sobre las seis y media, este recorría en automóvil la ciudad. A esa hora aparecía desierta; nadie quería arriesgar un encuentro con el general. Durante unos días la ciudad vivió un estado de convulsión.
Había aparecido "el hombre de la gabardina", un perturbado que se situaba frente a un grupo de chicas en edad escolar y abría su gabardina mostrando el cuerpo desnudo. El ambiente de histeria colectiva fue avanzando hasta que "el hombre de la gabardina" fue detenido. Resultó ser un cabo primero del ejército. La reacción del general fue un ejemplo de concepción "democrática". Fueron arrestados todos los cabos primero de la guarnición.
Los jefes y oficiales, asustados ante el menor rumor acerca de una visita del general, mostraban, sin embargo, un talante autoritario, hasta grosero, con los inferiores en la escala de mando.
Un día después de que tuviera que pasar la noche en un polvorín alejado de la ciudad, con un destacamento de soldados que en el cambio de guardia con los vigilantes del día anterior se traspasaban las armas y los capotes para combatir el frío de la noche, fui requerido con urgencia por el coronel del cuartel. Cuando estaba frente a él me increpó airadamente por mi falta de espíritu militar. Aunque yo coincidía con su apreciación, quedé absorto pensando en qué hecho concreto sostendría su opinión. Me lanzó una acusación tan rotunda como desproporcionada.
–Usted no tiene espíritu militar. No ha contado los botones de los capotes de la guardia. ¡Faltaba un botón!
Mi respuesta cabalgaba sobre la imprudencia y la arrogancia.
–No he contado los botones, ni los capotes, ni los soldados.
A partir de ese momento el coronel debió de pensar que mejor era dejarlo correr ante un individuo tan alejado de la conciencia militar.
Después apareció una protección inesperada. En las tardes ocupaba mi tiempo libre en los ensayos de Mirando hacia atrás con ira, de John Osborne. Las representaciones tendrían lugar en el Círculo Musical, cuya presidenta era la hermana del general, que se mostró encantada con la idea. Cuando en el cuartel se conoció mi más que indirecta relación con doña Antonia, hasta las miradas cambiaron.
Pasaban los días tranquilos cuando recibí un telegrama anunciándome que mi padre se encontraba grave en un hospital de Sevilla. Tomé el barco hacia Algeciras, pero allí no encontré ninguna comunicación para Sevilla, más que la oferta que me hizo un hombre de completar un coche de alquiler no legal en el que ya estaban acomodadas cinco personas más. Fue un viaje triste y angustioso. Un automóvil cargado con siete personas, sin espacio y con la preocupación de no saber qué gravedad tendría la enfermedad de mi padre.
Alcancé a llegar al hospital unas horas antes del final, pero él ya estaba inconsciente. Me sentí culpable por no haber llegado a tiempo de despedirle. Años más tarde se repetirían, aún más dramáticamente, las circunstancias con la muerte de mi madre.
Viviendo en Ceuta, y por la proximidad de Marruecos, muchas tardes pasábamos la frontera de la playa del Cristo y permanecíamos hasta la medianoche en Tetuán. Hice buenos amigos que me sorprendieron por su veneración del concepto de amistad. Durante el ramadán eran ellos los que venían a Ceuta para comer a las horas habituales. Me hizo pensar que hasta en los fundamentalismos más radicales la cultura les hace orillar muchos de los preceptos obligados. Más tarde lo comprobé en reiteradas ocasiones, cuando en las reuniones internacionales algunos dirigentes árabes no ponían objeción a tomar alcohol como los demás.
Estaba yo en una indecisión total cuando un amigo, aficionado como yo al cine, me preguntó:
"¿Por qué no nos vamos a Madrid a examinarnos de dirección en la Escuela de Cine?". Me pareció una broma, pero al menos rompía mi indecisión; así que le dije: "Vámonos".
Llegamos a la Escuela de Cine sin tener ninguna idea sobre el tipo de examen que requerían para ingresar en ella, pero era una aventura interesante que nos ilusionó. Pronto nos desinflamos, pues todos afirmaban que las plazas eran pocas y que ya estaban asignadas. Aun con todo, decidimos presentarnos. El primer ejercicio del examen consistió en una conversación con los miembros del tribunal, que presidía el director de la Escuela, Florentino Soria. En la conversación conmigo la voz cantante la llevó Luis García Berlanga, que comenzó por preguntarme por los artistas y escritores de Sevilla. Al verificar que no solo tenía conocimientos de todos ellos, sino buenas relaciones personales, Berlanga adoptó una actitud favorable. Años después, cada vez que hemos coincidido me recuerda que él me apoyó en aquella ocasión.
Tras varias pruebas eliminatorias, que superé, al final concedieron las plazas a los que la rumorología había señalado. Si fue coincidencia o premeditación, nunca lo supimos.
Aún permanecimos unos meses en Madrid aprovechando para conocer a gente del cine y el teatro, y apoyando la desmembración final del SEU, ya agonizante pero con medios todavía en el ámbito de la cultura. En Madrid malvivíamos sin dinero en una habitación alquilada a tres señoras mayores que afirmaban ser hermanas a las que descubrimos un día holgando desnudas, así que si lo eran, además de lesbianas, resultaron incestuosas. Comíamos poco y mal, pero nos consolaban con la promesa de un pato que guardaban en una jaula en la cocina. "En Navidad os comeréis el pato", era la ofrenda que amortiguaba nuestras protestas cuando nos servían "puré de chocolate", un día después de comer lentejas, pues sabían aprovechar bien los restos de las comidas.
Cuando llegó la Navidad, nos sentamos seis a la mesa y a los seis nos sirvieron un "exquisito muslo" de pato, aunque todos habíamos comprobado durante meses que el pato tenía, como mandan los cánones, un par de patas. La comida estuvo acompañada de risas y maullidos.
La carencia total de dinero nos obligó a hacer lo que surgía. Una temporada vivimos de las traducciones de unos pequeños manuales de ajedrez del ruso al castellano. Mi amigo sabía ruso, era hijo de un exiliado español y había nacido en Rusia. Él sabía ruso y yo conocía bien el juego de ajedrez. Nos pagaban 6.000 pesetas por la traducción del libro. El primer dinero lo festejamos comprando una enorme bandeja de pasteles y una botella de Licor 43. Fue una fiesta muy dulce.
La pobreza nos devolvió a Sevilla. Supe de unas plazas de profesor en la Universidad Laboral y decidí probar. Hicieron un examen a los solicitantes consistente en dar una lección y dibujar algunos problemas gráficos en la pizarra. De las dos plazas, una fue para mí.
Así comencé mi experiencia como profesor en un centro oficial, pues las clases particulares me habían ocupado buena parte de mi tiempo de estudiante.
A los pocos días el secretario de la Escuela de Arquitectos Técnicos, antes Aparejadores, me ofreció impartir clases en la Escuela, y lo hice durante once cursos consecutivos.
Tras impartir algunos cursos en la Universidad Laboral se convocó el concurso oposición para proveer las plazas en titularidad en 1966. Me presenté, y cuando llegaron noticias del resultado todos me felicitaron: ya era profesor titular. A los pocos días me comunicaron que había ocurrido algo desagradable: por un error habían declarado que era yo el ganador, pero la plaza era para otro.
Me pareció muy extraño y enseguida pensé que pudiera tratarse de una discriminación por razones políticas -ya había tenido algunos problemas con la policía-, pero como nada había llegado por escrito, nada pude hacer.
Cuando se recupera la democracia en España en 1977, un director general del Ministerio de Educación tuvo la deferencia de enviarme una copia de los documentos de aquella oposición.
Efectivamente, la plaza me había sido adjudicada atendiendo a las calificaciones, pero una cláusula posterior anunciaba que "El Tribunal examina nuevamente todos los expedientes… y después de un amplio cambio de impresiones…" acordaba proponer a otros tres opositores con calificaciones inferiores a la mía. Como compensación, reconocía que reunía méritos suficientes para ocupar la plaza.
Muchos amigos me aconsejaron pleitear el asunto, pues era una clara violación legal por razones ajenas a la educativa; pero era un proceso que me parecía ridículo al pensar en lo mucho que habían perdido los encarcelados, exiliados, fusilados, como para venir pidiendo una plaza educativa; me parecía injusto. Pero ahí queda una mancha más, ya en el último tramo de la dictadura, como prueba de la oscuridad que impregnaba todo lo que hacían los hombres de Franco en la Administración.
Me llamaron la atención, a primera vista, dos tipos de cuestiones. Los exiliados vivían en una austeridad más profunda que la nuestra en el interior, y había una alegría un poco falsa, fantasiosa y exagerada en los que me recibían. Dos horas más tarde todo cambió. Había llegado Rodolfo Llopis, y enterado de quién era yo, dio instrucciones precisas para que me comunicaran que la organización de Sevilla no estaba bajo la disciplina de la dirección del PSOE, y que, por lo tanto, no existía. Me quedé pensando, extraviado, incapaz de entender que la dirección del Partido en el exilio despreciara a una organización en Andalucía por rencillas personales entre dirigentes. Nosotros habíamos organizado el Partido en toda Andalucía, en el ámbito universitario y en el de los trabajadores, y el secretario general no quería aceptar la realidad.
Me levanté y les dije: "Muy bien, seguiremos trabajando por el socialismo por nuestra cuenta.
Me vuelvo a España. Adiós".
Se lanzaron sobre mí para detenerme. Todo había sido una argucia para colocarme en una posición dependiente, agradecida, pero "claro que no podían permitir mi vuelta. Solo querían aclarar la situación pero permitían que asistiera al curso de Francia".
Fue la primera experiencia que tuve con las estratagemas continuas, de habilidad y eficacia innegables, de Rodolfo Llopis. Después las sufriría durante años, pero aquella primera, en la que mi determinación les dejó descolocados, fue una enseñanza básica para mí.
Nos condujeron a Carmaux, un pueblecito minero, cuna del líder histórico del socialismo francés Jean Jaurés. El alcalde del pueblo, socialista, había dispuesto un maravilloso palacete en el campo con un suntuoso jardín con un lago, isla central y profusión de cisnes. Me pareció un lugar edénico, un paraíso romántico más adecuado para un idilio amoroso que para una reunión política de jóvenes venidos de un país sin libertad. Los participantes procedían principalmente del País Vasco, Asturias, Madrid, Cataluña, de las agrupaciones del exilio y de los españoles emigrantes económicos en Alemania, Bélgica, Suiza y Holanda.
Por el curso pasaron los principales dirigentes del Partido. Todos en el exilio. Los más resolutivos eran Llopis, Arsenio Jimeno y Muiño. Nos daban unas largas conferencias mitad dogmáticas, mitad sentimentales, pronunciadas con una autoridad definitiva, como si anunciaran que sus postulados no admitirían discusión. En los debates intervine reiteradamente, exponiendo mi disconformidad con el panorama que trazaban de España, por irreal y voluntarioso. En esos momentos les dominaban los nervios y respondían de forma autoritaria.
Para templar algo el clima que se estaba creando propuse que por las noches celebráramos veladas culturales, y me ofrecí para organizarlas. Fueron un éxito; todos coincidían en que nunca en los cursos se había contado con algo parecido. Monólogos teatrales, recitales de poesía, cantos corales y cuantas improvisaciones se planteaban crearon un clima de compañerismo que dio un giro al campo escuela.
Sin embargo, no abandonaba la idea de forzar algún tipo de aggiornamento de aquella estructura. Redacté un documento crítico, no beligerante con el desarrollo del curso, en el que finalmente se ofrecían algunas alternativas para otras ediciones de los cursos. Con el documento escrito fui recogiendo firmas de los participantes.
Cuando había recolectado la mitad de las firmas, uno de los participantes llamado Andrés -todos usábamos nombres de guerra- desarrolló una labor de zapa para que no firmaran más, y aún me llegaron muchos de los que ya lo habían firmado para retirar su conformidad al documento de protesta. Andrés logró deshacer lo que hubiese sido un primer síntoma de disconformidad manifiesta de los militantes del interior de España con los planteamientos de la dirección fuera del país.
Cuando volvimos a España muchos de los participantes tuvimos problemas con la policía. Se pudo comprobar que el tal Andrés era un "topo" del Gobierno franquista, un policía que ayudó a fortalecer a la dirección exiliada frente a los jóvenes de España. Casi treinta años más tarde, ocupando yo el cargo de vicepresidente del Gobierno, acudí a un acto público donde me esperaban las autoridades. El ministro del Interior me presentó a algunos altos cargos, entre ellos el jefe superior de Policía de Madrid. Era Andrés. En ese instante tuve una conciencia clara de la atipicidad del tránsito de la dictadura a la democracia que se había producido en España.
Pasaron algunos meses desde el curso en Carmaux que sirvieron a Rodolfo Llopis para urdir una de sus intrigas. Concibió la idea de tentarme con otorgarme la máxima autoridad del Partido en Andalucía si me sometía a su deseo de orillar a la persona de Alfonso Fernández Torres. Me envió a un representante, Sebastián Gallardo, que al llegar a Sevilla me llamó por teléfono para proponerme una cita secreta. Concerté un encuentro en la cafetería de un hotel céntrico.
Llegué primero y me senté en una mesa situada en un balconcillo sobre la calle. Era la manera más segura de no llamar la atención de los "sociales" que andaban siempre vigilándonos.
Naturalmente, no acepté su propuesta. Llopis y Alfonso Fernández tenían una incompatibilidad desde muchos años atrás. La razón principal era el aborrecimiento que Alfonso tenía hacia la masonería. Consideraba a Llopis como un peón de la logia.
El secretario general encargó entonces la dirección del Partido en Andalucía a un anciano profesor, llamado Calderón, masón, muy estudioso, de gran amabilidad y con la curiosa característica en aquellos años de la dictadura de vestir con el traje Mao.
Le visité con frecuencia para llegar a algún tipo de arreglo, ya que en realidad existían dos estructuras del PSOE, la oficialmente reconocida por el exilio, una cáscara vacía, y la que habíamos levantado con extraordinario esfuerzo los jóvenes bajo el predicamento de Alfonso Fernández.
En aquellas visitas se me confundían los objetivos, porque albergaba la ilusa esperanza de conseguir el legado de la espléndida biblioteca del anciano Calderón. Vano empeño. Todas las bibliotecas personales de categoría que he conocido las he visto desmembrar a la muerte de su creador, por algún hijo poco letrado.
La realidad se fue imponiendo a la arbitrariedad y después de incontables e inacabables reuniones logramos que nuestro grupo fuera la organización socialista en Andalucía. La nueva situación dio un impulso de crecimiento notable.
El grupo de Sevilla se fue haciendo grande, y, por ley natural, la autoridad de Alfonso Fernández fue transfiriéndose casi sin que se notara a los jóvenes, y de manera particular a Felipe González.
Una noche, reunidos en un chalet de una urbanización del extrarradio, se planteó la conveniencia de elegir mediante votación a los cargos directivos. Alfonso Fernández temió lo peor. Durante la votación se tapaba la cara con las dos manos, creyendo que lo desbancaríamos de la presidencia.
Recogió todos los votos de los presentes, pero el solo hecho de esperar el resultado, sin la garantía de la aclamación general y generosa, fue el primer momento de la crisis de su autoridad. Así lo presencié yo, y me preparé para el día del cambio, porque imaginaba que los sentimientos de Alfonso no se avendrían fácilmente y que nuestra amistad, nuestro afecto, se verían dañados por la sucesión.
Éramos un grupo de amigos que se sentía comprometido contra la dictadura, que soñaba con otra realidad para nosotros y para todos y que había encontrado la fórmula para expresar nuestro descontento, nuestra rebeldía, en una acción entre compañeros con los que resultaba grata la lucha.
No sabría establecer cuánto de movimiento romántico encerraba nuestro desprendimiento personal al arriesgar en la batalla contra el régimen, cuánto de compromiso político consciente y cuánto de proyecto común de unos jóvenes que han coincidido en un proyecto que quiere la subversión de una situación política por convicción, por estética y por impulsos humanistas.
Nos habíamos agrupado alrededor del socialismo, pero podríamos haberlo hecho en el seno de otra organización. Aún más, en los momentos más difíciles de nuestra relación con la dirección del PSOE en el exilio nos planteamos descarnadamente qué debíamos hacer. Siempre manejábamos tres alternativas, las tres salidas posibles: colaborar con el Partido Comunista, fundar un nuevo Partido, o intentar cambiar la realidad insatisfactoria del PSOE.
En todas las ocasiones en las que examinamos con seriedad la orientación que debíamos dar a nuestros pasos en el compromiso político, desembocábamos en el único camino, intentar consolidar nuestras posiciones en el PSOE, en el que habíamos encontrado un panorama que nos producía desasosiego. Fue una extraordinaria satisfacción comprobar que la organización mantenía una seria implantación en el País Vasco y en Asturias. Las visitas a esas regiones se multiplicaron, y al compás de nuestro descubrimiento de un poso socialista de fuerza moral y organizativa, los militantes asturianos y vascos iban apreciando en nosotros una clara apuesta por planteamientos políticos nuevos, menos apegados a la tradición orgánica pero de mayor eficacia y libertad de pensamiento. Pronto se extendió la idea en la estructura clandestina de que el norte de España representaba la base, "los pies" de la organización, y el sur, las ideas, "la cabeza".
Se fue labrando una fuerte relación basada en un respeto y admiración mutuos entre los grupos de trabajadores de Asturias y País Vasco y el grupo de "trabajadores intelectuales" de Sevilla, aunque para algunos éramos, los sevillanos, demasiado radicales, un peligro para la tradición del socialismo.
Fueron unos años apasionantes, en los que convergían nuestras actividades políticas clandestinas con el aprendizaje continuo de lo que había sido nuestra historia: ¡conocíamos a figuras señeras de la historia de la República!
Nos conmovían algunos encuentros; era emocionante oír contar a los hombres que habían sido protagonistas destacados de la gran esperanza de la Segunda República pasajes de aquella abortada aventura; pero al mismo tiempo íbamos tomando conciencia de que los que habían sabido durante años, con un sacrificio desmesurado, mantener la llama de las ideas, la luz de la ilusionada experiencia del pasado, habían enredado el ancla de su proyecto en el fondo arenoso del pasado.
Tras tres décadas alejados, no por su voluntad ciertamente, de su país, desconocían casi todo de España. Su visión política de lo que aquí sucedía se había detenido en el año 1936, en un escenario republicano contestado por la sublevación del ejército del general Franco. Era a partir de esta esquemática visión como se explicaban todos los acontecimientos de la vida española, acrecentando todo lo que pudiera servir de menoscabo al régimen de la dictadura y magnificando los menores atisbos de resistencia de la oposición clandestina, en especial de los diezmados efectivos socialistas.
Su análisis se completaba con la estrategia cerrada de incomunicación con los comunistas, a los que se consideraba manipuladores profesionales al servicio de la política soviética.
Rodolfo Llopis, secretario general del Partido en el exilio, vislumbró bien pronto que el grupo de jóvenes sevillanos podría representar un peligro para la estabilidad de la que disfrutaba la dirección del Partido. Así que intentó en varias ocasiones ganar para su causa a los jóvenes, a los que nos pedía que abandonáramos a Alfonso Fernández por su actitud hostil contra él.
En Algeciras vivía un abogado, Antonio Ramos, que actuaba como delegado personal de Rodolfo Llopis en Andalucía. Aunque no contaba con organización ni militantes, representaba al secretario general. Fue este abogado el que nos cursó una invitación para asistir en Bayona a la reunión del Comité Nacional del Partido. Acordamos asistir, y allí se desplazaron Felipe González y Rafael Escuredo, que estuvieron en la puerta de La Nautique durante horas porque Llopis no aceptaba su presencia. Por fin, Felipe González pudo participar y dirigirse a los reunidos. El impacto fue extraordinario; fue el descubrimiento de un nuevo socialismo y de un joven cuyo tono serio, responsable, realista hacía presagiar una organización andaluza que desconocían por completo. A partir de aquel momento, y con el apoyo de Enrique Múgica, Nicolás Redondo y Agustín González, de Asturias, la dirección del Partido volvió a considerar que la organización socialista de Andalucía formaba parte del PSOE.
A la vuelta del viaje, Felipe hace un informe de lo que se ha encontrado en la organización y expresa su optimismo sobre lo que podemos hacer dentro del PSOE. Una infraestructura no bien utilizada que permite una acción política de mucha mayor dimensión que la realizada hasta aquel momento. Fue para el equipo de los sevillanos la confirmación de que era en el interior del PSOE donde debíamos desempeñar la labor que nos exigía nuestro compromiso político contra la dictadura.
En agosto de 1970 se celebra en Toulouse el XI Congreso del PSOE en el exilio. Los socialistas sevillanos participamos por primera vez en un Congreso del Partido. Las tradiciones propias de la posguerra clandestina habían establecido unos usos intolerables para nosotros, treinta años después de finalizada la guerra. Por razones de "seguridad", los militantes del interior de España no podían hablar a cara descubierta en los congresos, así que se colocaban tras una cortina durante su discurso. Los delegados al Congreso solo podían ver sus zapatos bajo la cortina. Nuestra llegada acabó con un ritual absurdo y discriminatorio. Felipe fue la estrella del Congreso. Presentó una propuesta para que la dirección del Partido estuviera compartida por militantes del exilio y del interior del país. El propio secretario general, Rodolfo Llopis, se opuso, y se asistió a un magnífico combate entre la autoridad del secretario general, depositario de las esencias históricas del socialismo español, y un joven recién llegado que descubría ante los delegados una nueva realidad y un estilo político sin prejuicios ni cautelas innecesarias. Muchos delegados lloraban de emoción al escuchar a Felipe. Tras cinco horas de debate Llopis Felipe, el presidente sometió a la decisión de los delegados la propuesta de Felipe, que fue aprobada por el 80 por 100 de los delegados. Aquel fue un punto de no retorno de la renovación del Partido: se acabó con la ocultación de los militantes del interior que impedía que pudiesen ejercer un liderazgo político; hubo controversia con la dirección y votación consecuente; y sobre todo la dirección del Partido pasó a estar formada por dirigentes del interior clandestino y dirigentes del exilio. El primer paso para la recuperación de todas las decisiones en el interior del país estaba dado. La legitimidad que recaía sobre las propuestas de los que en la clandestinidad luchaban por la democracia hacía presagiar a Llopis la pérdida del control de la organización. Solo dos años más tarde se consumaría el traslado total de la política al interior del país, lo que había de costar una escisión transitoria, temporal, de una parte de la militancia del exilio.
Mientras tanto, en Sevilla, los jóvenes socialistas íbamos construyendo una organización sobre la base de dos fuentes de afiliación: los veteranos, con experiencia en la Guerra Civil, víctimas perseguidas en la larga posguerra, y los nuevos, unos jóvenes universitarios, empleados y trabajadores de la escasa industria sevillana. Y en el centro de la organización, el pequeño grupo de amigos que había conquistado poco a poco prestigio en la organización nacional.
Éramos amigos, cada uno con su carácter, sus orientaciones políticas, pero contentos de compartir no solo la lucha por la libertad, arriesgando ante la persecución, sino la vida cotidiana, sintiéndonos protegidos dentro del grupo, confiando unos en otros, aunque conscientes de una cierta jerarquía natural que, sin embargo, no impedía una actividad muy solidaria, siempre reflexionando en común y decidiendo entre todos.
Felipe González era un personaje brillante, imprescindible por su capacidad de transmitir nuestros anhelos; abogado dedicado al Derecho laboral, fundó con Rafael Escuredo y otros una asesoría laboral por la que habían de pasar muchos de los conflictos de los trabajadores de aquellos años.
Felipe era entonces un joven con características propias que le otorgaban un predicamento sobre el conjunto de gentes de su edad. Ya en la Universidad, en su última etapa de estudiante, sobresalía por su desenfadada manera de vivir la vida universitaria. Acudía a las clases con un tabardo de piel adornado en el cuello por una piel de borrego. Despedía un intenso olor a establo, porque ayudaba en las tareas de vaquero, marcando reses, lo que le daba un aire viril, de persona independiente, capaz de hacer compatible los estudios de Derecho con una actividad "real" conectada con la naturaleza.
Sus preocupaciones sociales le habían hecho conectar con las organizaciones de la Iglesia, la HOAC, la JOC, y Vanguardia Obrera, de los jesuitas. Cuando finaliza los estudios colabora con el despacho de un abogado "compañero de viaje" comunista, lo que provocaría ciertos recelos en algunos cuando da el paso de agruparse con los jóvenes socialistas. Era prudente, moderado, de oratoria convincente; tenía su propio coro de admiradoras que le escuchaban arrobadas, estudiantes de Filosofía y Letras, compañeras de Carmen Romero y de su hermana menor. Felipe mostraba una gran generosidad en las relaciones personales. Poseía un piso, regalo de su padre, del que varios teníamos una llave para usarlo en diversos menesteres, además de convertirse en uno de los más frecuentes centros de reuniones para preparar nuestras acciones contra la dictadura.
Él y yo establecimos pronto una relación singular. Sin una plena conciencia aceptamos nuestra complementariedad. Él era fuerte, yo resistente; él brillante, yo sistemático; él buen improvisador, yo minucioso en la preparación. Juntos multiplicábamos la eficacia de la capacidad de cada uno de nosotros, y trabajábamos con la tranquilidad de sostener nuestra relación sobre la amistad, el respeto y la lealtad. Llegamos a hacernos un juramento, que puede resultar infantil a algunos pero que rezumaba mito, leyenda y heroicidad para nosotros entonces, en aquellas circunstancias arriesgadas por la persecución del régimen. Nos prometimos mutuamente y con una sinceridad novelesca que si a alguno de nosotros le ocurría algo grave, el otro quedaba comprometido a tomar como suya la responsabilidad familiar del afectado. Tal compromiso de asumir las cargas familiares lo renovamos en algunas ocasiones. Me pregunto hoy qué queda de él.
En otro momento, pasados algunos años, Felipe me pidió otro compromiso, este imposible de cumplir. Fue en enero de 1979; habíamos acudido los dos al entierro de Pietro Nenni en Roma.
Sentíamos un gran respeto por la figura del socialista italiano que había participado en la Guerra Civil en defensa de la República. En el Congreso del PSOE de 1976, en Madrid, aún sin legalizar el Partido, Nenni había acudido a ofrecernos su testimonio de solidaridad que nos emocionó fuertemente y que hizo crecer un gran afecto hacia el venerable político.
Llegamos a Roma y de inmediato nos trasladamos al Senado, en uno de cuyos salones habían colocado el catafalco con el cuerpo exangüe de Pietro Nenni. Al entrar en el salón, oscurecido por cortinajes negros y solo iluminado por unos gruesos cirios mortuorios, observamos un grupo de hombres dispuestos en forma de media luna, rodeando al cadáver. Nos situaron en el centro y allí permanecimos unos largos minutos rindiendo nuestro homenaje al político amigo. Pasados los primeros momentos, nuestros ojos fueron adaptándose a la semioscuridad del salón y comenzaron a distinguir a los presentes. Eran todos representantes de altas magistraturas del Estado, ofreciendo un común denominador: todos eran muy ancianos. Felipe, todavía en la media rueda, me susurró al oído: "Nosotros no terminaremos así, ¿verdad? No estaremos en política con la edad de todos estos". Al salir del Senado continuamos la reflexión sobre la edad en relación con la actividadpública, y fue entonces cuando Felipe me pidió algo contradictorio: "Alfonso, si tú ves que yo algún día pierdo el sentido de la realidad, me desvío de la senda acertada, adviértemelo para corregir inmediatamente. Y si te ocurre a ti, yo te llamaré la atención".
Con las más suaves palabras que encontré intenté hacerle ver que tal petición carecía de sentido, porque si llegase ese día la pérdida de la orientación implicaría la incapacidad para aceptar mi actitud crítica y solo serviría para incomodarle y enfriar unas relaciones políticas y personales hasta entonces ejemplares.
Conociendo la evolución posterior de las cosas, puede pensarse que esta narración está forjada sobre todo lo sucedido después, pero no es así; la historia es real y todo lo veraz que puede asegurar la memoria.
En aquel viaje sucedió algo que me hizo pensar en las dificultades que nos esperaban en la España que queríamos forjar tras la aprobación hacía solo un mes de la Constitución democrática.
Nos habían informado de que la comitiva del sepelio partiría del Senado hacia la Piazza del Popolo, donde se pronunciarían los discursos de homenaje a Nenni. El camino acompañando al féretro se cubriría a pie por las autoridades y el gentío de romanos que a buen seguro acudirían a despedir al ilustre italiano. Habiendo viajado sin abrigo ni gabardina, con solo un traje ligero -siempre me ha atenazado el traje de paño invernal-, me propuse escapar unos momentos de los actos oficiales para procurarme al menos un jersey que me aliviara del intenso frío que aquella tarde noche se sentía en Roma.
Entré en el primer negozio que encontré, una pequeña tienda con mostrador de estilo tradicional.
Allí hacía sus compras una pareja sesentona que al verme noté que me habían reconocido. Cuando pedí un jersey, el que tenían expuesto en la tienda no tenía mucho tiempo, la señora, española, con voz altisonante, se dirigió a mí provocativamente: "Oiga, usted es Alfonso Guerra. Un socialista comprándose un jersey; lo contaré cuando llegue a España. ¡Qué barbaridad!".
Le contesté educada pero algo desabridamente: "Señora, ¿usted qué quiere, que los socialistas pasen frío?".
La señora insistió: "No es eso; pero claro, venir a Roma a comprarse un jersey, un socialista, eso lo tienen que saber en España, para que no engañen ustedes".
Mi respuesta fue ineducada, pero no había margen para dialogar con tal energúmena: "Cuente usted lo que quiera; yo contaré que en Roma encontré a una pareja del Neolítico envuelta en sus pieles". Pagué y salí de la tienda, con el jersey abrigando mi cuerpo, pensando en la incapacidad de algunos sectores de la sociedad española, ya en 1979, para aceptar la igualdad de derechos de los vencidos en la guerra. Para algunos seguíamos siendo unos bárbaros sin derechos, cosa que no debíamos ignorar a la hora de realizar nuestros sueños y proyectos para España.
El grupo de sevillanos se forjó sobre un racimo de amigos que dedicábamos las primaveras a recorrer los pueblos de Sevilla buscando una casa grande para pasar todos juntos el verano. Nunca lo hicimos, posiblemente porque los alquileres que nos pedían sobrepasaban nuestros limitados ingresos, pero disfrutamos mucho de la amistad, el humor, la convivencia durante todos los fines de semana empleados en la búsqueda de la casa ideal para las vacaciones veraniegas.
Felipe incluso insistía en adquirir una casa cercana a Sevilla para vivir todos en régimen de semicomuna, dormitorios para cada pareja e instalaciones de cocina, comedor y biblioteca conjuntos. Llegó a localizar una casa en la carretera de Dos Hermanas que me mostró en repetidas ocasiones. Mi espíritu no coincidía con la moda de vida en comuna y siempre puse obstáculos a aquel proyecto, que obviamente nunca se realizó.
El grupo de amigos lo constituían Felipe, Luis Yáñez, Guillermo Galeote, Rafael Escuredo, Ana María Ruiz Tagle, Manolo del Valle, Manolo Chaves, Carmen Hermosín (Carmeli), Carmen Romero, cada uno con su personalidad, su capacidad, su utilidad para la lucha política, pero todos apoyando un proyecto que rezumaba por todos los costados ansia de libertad. Nuestras acciones contra la dictadura, reparto de panfletos, pintadas nocturnas, reuniones clandestinas, coordinación con otras fuerzas políticas, batallas para renovar el interior del PSOE, apoyo a los movimientos huelguísticos, levantamiento contra el régimen en la Universidad, protestas callejeras, todo tenía un objetivo político y humano: la libertad, sabernos libres, vivir autónomamente, sin los corsés que imponía la realidad de la dictadura.
En Sevilla la policía nos tenía bastante controlados. Esa era, al menos, la creencia firme que nosotros teníamos. Las detenciones se producían en dos formas muy diferentes. Una era previsible; la otra, no. Sabíamos que el riesgo de detención era alto cuando salíamos de madrugada a llenar las calles de panfletos o a pintar las paredes con frases contra el régimen o convocando a alguna protesta. Pero la detención inesperada se producía con una visita en el domicilio, o al salir o entrar en él.
Había evitado yo varias detenciones escapando a tiempo o simulando que no había nadie en el piso cuya puerta aporreaba la pareja de "grises" o de la político social. Una tarde estaba yo solo en casa escribiendo los artículos de El Socialista que editábamos y distribuíamos de forma clandestina, cuando llamaron al timbre. Sigilosamente había que actuar siempre así, por si acaso me desplacé hasta la puerta, me acerqué a la mirilla y vi a dos policías uniformados. Volví a la habitación, en silencio recogí todos los documentos que manejaba cuando sonó el timbre, y me senté a esperar que se fueran o que derribasen la puerta. El timbre volvió a sonar tres o cuatro veces más; después pude oír las pisadas de los policías bajando las escaleras. Vivía yo en un cuarto piso en un edificio que carecía de ascensor. Por curiosidad y por precaución me asomé con mucho cuidado a la terraza situada en la esquina de la confluencia de dos calles. La sorpresa casi me deja sin aliento. La calle estaba llena de gente. Dos coches de la policía se cruzaban en la calle y un coche de bomberos con la escalera móvil semidesplegada. ¡Era una detención espectacular! ¿Qué podía haber ocurrido para que la policía hiciese una demostración tan extraordinaria para detenerme ¡a mí!? No encontraba explicación. Empecé a imaginar la forma de salir de aquel atolladero. Pensé en escapar por el tejado, pero con tantas personas mirando hacia arriba me descubrirían. Opté por lo más cómodo: esperar. A cada rato, procurando no ser visto, echaba una mirada a la calle. Ahí seguían todos, y mi desconcierto iba creciendo. Después de dos horas y media de espera y tras comprobar que la escena no cambiaba, decidí bajar y salir a la calle. Fui bajando las escaleras seguro de mi detención y temeroso de sus consecuencias. Al aparecer en el portal todos empezaron a aplaudir. El estupor que reflejaba mi cara hizo que muchos se acercaran a calmarme y a explicarme lo sucedido. No era nada heroico. Yo, que me había imaginado la gran redada para detenerme, estaba lejos de adivinar qué había ocurrido. Un vecino de la planta baja quiso ampliar su garaje sin encomendarse a técnicos ni a prudentes, cortó un pilar que le molestaba para maniobrar con el vehículo y el edificio se resintió. En la primera planta las puertas se descolgaron, impidiendo su total apertura. Avisados policías y bomberos, procedieron a desalojar a todos los inquilinos, para lo que llamaron a todas las puertas. Los aplausos se debían a que horas después del incidente aún aparecía un vecino ileso saliendo del edificio. Mi fantasmagoría se explicaba por la funesta influencia que tenía sobre los luchadores contra la dictadura la permanente cautela ante la presencia policial.
Ocurrían algunas otras cosas extrañas. En una ocasión en la que la vida universitaria estaba totalmente alterada con protestas y manifestaciones, se había convocado una asamblea de estudiantes y profesores para plantear algunas acciones fuertes contra las autoridades. Dos horas antes de la señalada para la asamblea recibí una llamada telefónica que me aconsejaba no acudir a la concentración porque me esperaba la policía para detenerme. Pregunté quién me hablaba y solo obtuve una ambigua respuesta: "Un amigo". Pero reconocí la voz. Pertenecía a un antiguo compañero de colegio del que se rumoreaba había sido captado para la policía secreta político social. Le di las gracias y añadí su nombre. Colgó inmediatamente. Asistí a la asamblea y no fui detenido. ¿Era una táctica de la policía o la debilidad personal de uno de sus miembros?
La grosería cultural de los regímenes autoritarios alcanza su máxima expresión en las sospechas exageradas ante cualquier signo que les haga pensar. Una vez fui detenido en la frontera, yo salía hacia Francia, porque encontraron en el registro de mi equipaje un ejemplar de ¡La conjuración de Catilina!, de Salustio. No me fue fácil convencer a los guardianes de la fe de que aquel libro trataba de una conjura muy antigua.
Los libros les creaban una inquietud que les abrumaba. En una ocasión pasábamos Felipe y yo, en coche, la frontera por el valle de Arán hacia Francia cuando la policía descubrió un libro sobre las Leyes Fundamentales publicado por el sindicato vertical franquista que Felipe utilizaba para la defensa de los derechos laborales de los trabajadores. El policía abre el libro y se encuentra con un capítulo titulado "El Caudillo", y nos dice: "¿Con que enemigos del régimen,?eh¿". Nos retuvieron durante horas por trajinar un libro de su doctrina.
Para mí la lucha democrática tenía otro frente, el cultural, el teatro y la poesía y los libros.
Fueron años de una actividad frenética, que me obligaba a compaginar mis clases en la Universidad Laboral y en la Escuela Universitaria de Arquitectos Técnicos con el estudio de Filosofía y Letras (Felipe y Galeote también se matricularon, pero abandonaron en pocos meses), con los ensayos de teatro, con la profesión de librero y con el combate político, que entre otras actividades me obligaba a viajar en automóvil a Francia casi cada semana.
Comencé a dar clases muy joven, por lo que en los cursos iniciales el primer día lectivo soportaba algunas bromas de los alumnos, que me confundían con uno de ellos. Al entrar en el aula siempre me comentaban que el profesor o sea, yo era un hueso duro, un hijo de…, que aunque era bueno enseñando, luego era demasiado exigente en los exámenes. Es fácil adivinar las caras de los estudiantes que me habían informado cuando, ya dentro del aula, me dirigía al estrado del docente.
Fui un profesor exigente, pero cumplidor; el primer curso los bedeles se sorprendían de mi insistencia en acudir a clase, pues estaban habituados a que los profesores se hicieran sustituir por los ayudantes frecuentemente.
En clase me tomé la libertad, no sin riesgo, de hablar claramente de los acontecimientos desde un punto de vista que no era aceptado por las autoridades académicas. El director de la Escuela, del que guardo un cariñoso recuerdo, seguro que conocía de mis actitudes en clase, pero nunca me molestó, a pesar de pertenecer a una familia sevillana muy tradicional y religiosa.
Los estudiantes rebeldes tenían sus propias actividades y en muchas ocasiones contaron con mi complicidad para resolver los apuros, como una tarde que se me presentaron en clase con una multicopista, agobiados porque la policía les había seguido y estaba rodeando el edificio.
Colocamos la vietnamita en el techo del ascensor de profesores. La policía se pasó la tarde subiendo y bajando en el ascensor sin sospechar que estaban tan cerca de la máquina que les obsesionaba.
La fundación de la librería fue una aplicación estricta del principio "hacer de la necesidad virtud". El asunto era que tanto un amigo y compañero del teatro como yo éramos muy aficionados a la lectura, y nuestros ingresos económicos no llegaban a nuestros deseos infinitos de poseer los libros que necesitábamos. Se nos ocurrió montar una librería, pues además de la difusión de la literatura prohibida nos permitiría leer todos los libros que quisiéramos. Solo se alzaba ante nosotros un obstáculo: no teníamos ni un céntimo para establecer el "negocio" de librería.
Acudimos a los bancos y las cajas de ahorro, en demanda de un crédito para montar una librería.
Nos recibían con incredulidad, abrían los ojos ante locos tan despistados corrían los años sesenta y nos negaban el préstamo. Hasta que un avispado hombre del mundo financiero seguro que buen lector nos aconsejó pedir el crédito para una instalación agrícola y utilizarlo para la librería. Le aclaramos que no teníamos relación alguna, ni intención, de relacionarnos con el mundo agrícola.
Pero él de forma resoluta preguntó: "¿Ustedes piensan devolver el crédito?". "Claro", insistimos.
"Pues entonces no se anden con escrúpulos, pídanlo para la agricultura y utilícenlo para la cultura."
Y así fue. Nos prestaron 50.000 pesetas, que empleamos en adecentar un pequeño garaje en la calle Miguel de Mañara. Elegimos el nombre de Antonio Machado, que entonces era una provocación para el régimen; fue la primera con ese título, que habríamos de pagar en reiterados ataques de la extrema derecha, con rotura de vitrinas, pintadas identificándonos con ETA y vigilancia permanente, aunque distante, de la policía político social.
El nombre de la librería Antonio Machado provocó más de una anécdota que evidenciaba el grado de conocimiento del poeta. Muchos me saludaban como don Antonio; otros señalaban el rótulo y comentaban: "Es el letrista de Serrat". Y hasta un embajador escribió preguntando el número de cuenta bancaria de don Antonio Machado para ingresar el importe de un pedido.
Las prolongadas horas que pasé en aquel pequeño local son inolvidables para mí. Rodeado de libros y conversando con clientes de librería, con personas cuya sensibilidad pretería las razones del pragmatismo, enamorados de la literatura que convertían una charla sobre los libros en una lujuriosa promesa de un mundo coronado por la estética y los valores humanistas. En la librería conocí a muchas personas que influyeron con fuerza en mi vida: poetas sin editor, lectores solitarios, jóvenes románticos, profesores aislados en sus centros de enseñanza, hombres y mujeres, jóvenes y viejos, para los que entrar en una librería con "librero" les hacía sentirse en su mundo, un mundo despreciado por la mayoría, y que allí encontraban con naturalidad, sin sentirse descolocados, y por ello desenvolvían todas sus actitudes guardadas, empolvadas, sin salir, por temor al ridículo, a la mofa de los demás. Estaban en su reino y podían mostrarse como en sus sueños. La vida se hacía, por unas horas, literaria, y conversar sobre Emma Bovary, Fabrizio del Dongo o Ana Karenina se convertía en el centro de la vida, en la tarea más importante; fútil, sí, para la vida práctica, pero necesaria, imprescindible, para respirar.
Eran horas de ensueño, los personajes de la literatura nos rodeaban como seres queridos, el estilo de los artistas se transformaba en un asunto urgente, clave; las preferencias (¿La Cartuja de Parma o Rojo y negro?) se alzaban como objetivos totales de un torneo a primera sangre; el descubrimiento de una nueva edición de autor exiliado, prohibido, alcanzaba un derroche de felicidad y de espíritu festivo inefables. Nada puede compararse al festín de la cultura y el arte, al acto de embriagarte con los textos iluminados por la inteligencia creadora. Para Fernando Pessoa el arte sirve de fuga hacia la sensibilidad que la acción tuvo que olvidar. El hombre pragmático, en aras de la eficacia, aparta de sí la sensibilidad, que se refugia en el arte y la literatura para los espíritus capaces de sentir con agudeza y placer.
De entre tantos lectores clientes que enriquecieron y profundizaron mi vida, sobre todos un norteamericano que apareció una mañana vestido con una trenca que le hacía parecer mucho más joven. Se sentó con un libro de Federico García Lorca y empezó a preguntar. Su nombre, César Graña, profesor en la Universidad de Berkeley, en Sevilla para pasar su año sabático.
César era uno de esos personajes que uno tiene la fortuna de encontrar una vez en la vida. Y cuando tomas conciencia de tal suerte, ya no te abandona la felicidad de su amistad.
Dominaba en él un sentido irónico de la vida. Nunca le vi enfadarse, aunque sí enfadado, siempre por reacción a actitudes intolerantes de los demás.
Son palabras de César:
El universalismo andaluz empieza con el sentido irónico de la vida. Por eso Andalucía es inherentemente más tolerante de diversidades que una cultura basada en una definición doctrinaria esencialista .
Extraordinaria es la reflexión de andaluz universal como réplica a una carta mía anterior que yo había fechado el 1 de abril (la primavera en Sevilla).
Lo de "primavera en Sevilla", que adjuntas entre paréntesis a la fecha de tu carta, revela unos relampagueos sádicos, sabiendo como sabes mis emociones. Mi nostalgia por Sevilla Andalucía tiene dos modalidades. Una lírica, la otra clamorosa. Soy víctima de las "hechuras anímicas" (invento la expresión) de esa cultura.
Algunos datos reflejan su devoción por la ciudad de Sevilla. César siempre anduvo preocupado, angustiado diría yo, por el patrimonio arquitectónico sevillano.
De manera singular sus obsesiones se dirigían al edificio del Hospital de las Cinco Llagas, que él veía derrumbarse y me presionaba para que hiciera algo para salvarlo (hoy es sede del Parlamento andaluz), y sobre todo a la calle Betis. Era un enamorado impenitente de aquella orilla del Guadalquivir. Siempre me decía: "Podríamos hacer una calle de librerías, galerías de arte, cafés antiguos. La rive gauche empalidecería ante nuestra orilla del Betis".
Concebimos un plan de lunáticos que estuvo a un palmo de hacerse realidad: proyectamos comprar una a una todas las casas de la calle Betis.
Y puesto manos a la obra, César contactó con unos millonarios locos dispuestos a invertir sus capitales en aquel romántico proyecto. Cuando se iba a constituir la sociedad, los ricos mecenas se volvieron atrás. Sevilla perdió una bella idea y César se dolió durante años.
César practicaba con total naturalidad los ejercicios que son pruebas contra el cáncer del tiempo: la sinceridad, el amor, la amistad, los libros.
César era andaluz, su pasión le delata, además de la filiación de su abuelo, de Sanlúcar de Barrameda; era peruano, allí nació; y estadounidense, desarrolló su vida académica e intelectual en aquel país desde su juventud.
César era amante de Andalucía y novio de Sevilla, Chiclana y El Puerto. Lo mismo arrastraba a una troupe de yanquis hasta Morón, para escuchar la guitarra de Diego del Gastor, que se encandilaba con la interpretación de la Romería del Rocío. Algunos descubrimientos de aquella devoción no puedo revelarlos, pues me pidió secreto.
Hermano de la cofradía de los gitanos, ¡qué preocupación aquel día que fuimos a San Román para hacerle cofrade! Le atormentaba que no hubiera capirote para su voluminosa cabeza.
César era un personaje singular, incatalogable.
Soy uno de esos -decía- para quienes lo superfluo es una necesidad. Me gustan las cosas y las personas en razón inversa a los servicios que pueden proporcionarme.
Era como Juan Gil Albert, para quien lo contrario del lujo no era la pobreza, sino la vulgaridad.
César era un puritano voluptuoso, como Albert Camus, como algunos de nosotros.
Un puritano enamorado de Sevilla.
Un hombre culto, sensible, bueno. Sociólogo del arte y la literatura, de una lucidez brillante. Y popular al mismo tiempo. En su tumba pueden leerse dos textos definitorios. La copla flamenca:
Vente conmigo vente conmigo y a tu madre le dices que soy tu primo.
Y unos versos de un "blues:
I was born at midnigbt By morning I could walk.
[Nací a media noche por la mañana ya pude caminar.] Describiendo un círculo, su periplo vital, que partió con sus ancestros de Andalucía, terminaría también allí, un cálido 22 de agosto de 1986, en un trágico accidente de coche en la carretera Sevilla Cádiz, cuando regresaba de una corrida de toros de El Puerto de Santa María. A los cuatro días fue enterrado tal como él mismo había imaginado y, en cierto modo, predicho al ingresar, como hermano, en la cofradía de los gitanos. "Los gitanos deben enterrarme", así habló entonces a su mujer y así sucedió, como un augurio, dieciséis años después. Fue amortajado con el hábito de cofrade y sepultado no en cualquier sitio, sino en el epicentro de esa Andalucía del más allá que es el cementerio de San Fernando de Sevilla, donde, para su contento, podría seguir en coloquio eterno con los toreros, los cantaores y los artistas que tanto admiró: Joselito, Belmonte, La Niña de los Peines…, y a los que tanto visitara en vida. Allí lo condujo una comitiva gitana desde la iglesia de San Román, al compás de soleares y bulerías.
Las coplas de su infancia también sonaron el día de su muerte. Estaba escrito. Así pudo, por fin, reposando para siempre en la calle Virgen del Rocío, 36, del cementerio hispalense (otra vez El Rocío…), dejar de ser un desterrado. El amor y la muerte cerraron al fin su círculo ritual en la tierra que más amó.
En su entierro, rodeado de su familia y sus amigos, dejándome envolver por los cantes gitanos que surgieron de las entrañas de aquellos amigos calés, me asaltaron pensamientos fugaces.
Me di cuenta de que las personas no están realmente muertas hasta que se las siente como tal.
Me hizo recordar que todos hemos de morir, que las relaciones personales que forman el entramado de nuestra vida son temporales.
Yo tenía la impresión, hasta entonces, de que la muerte seleccionaba a las personas. Quizá sea una influencia de la lectura de novelas en las que el protagonista habla hasta el final.
Empecé a pensar, de verdad, que la muerte no perdona a nadie. La añoranza se apoderó de mí.
La sombra de la sombra de un sueño se proyectó sobre los hechos cotidianos, diarios, y objetos y situaciones nunca observados con aquella atención parecieron transformarse en mensajes de otro mundo, de otra realidad.
Ya en el siglo XVIII, William Hazlitt describió a seres como César:
Existen unos pocos seres superiores y felices que nacen con un temperamento libre de cualquier irritación por cosas insignificantes. Estos espíritus se sienten serenos y sonrientes como en su cielo innato y una divina armonía (se oiga o no) suena a su alrededor. Esto es estar en paz. Inútil es huir a los desiertos o construirse una ermita encima de las rocas si el remordimiento y el mal humor hasta allí nos persiguen; y si tenemos esa paz, no nos hace falta hacer tales experimentos. El único retiro verdadero es el del corazón; el único descanso verdadero es el reposo de las pasiones. A tales personas poca diferencia les hace ser jóvenes o viejas; y mueren como han vivido, con una resignación elegante.
Si es que mueren verdaderamente.
En una carta a Regino Sainz de la Maza, Federico García Lorca confiesa que: … Ahora he descubierto una cosa terrible (no se lo digas a nadie). Yo no he nacido todavía. El otro día observaba atentamente mi pasado (estaba sentado en la poltrona de mi abuelo) y ninguna de las horas muertas me pertenecía porque no era Yo el que las había vivido, ni las horas de amor, ni las horas de odio, ni las horas de inspiración. […] Fue ese momento un momento terrible de miedo, mi mamá Doña Muerte me había dado la llave del tiempo, y por un instante lo comprendí todo. Yo vivo de prestado, lo que tengo dentro no es mío, veremos a ver si nazco…
Yo espero, con sus amigos, ver nacer de nuevo a César Graña.
En la actividad política poco a poco íbamos, el grupo de los sevillanos, logrando prestigio y consideración en el conjunto de la organización. La parte de la dirección que permanecía en el exilio continuaba su distanciamiento de los que luchábamos en el interior de España. Se acercaba el momento de un nuevo Congreso, y algunos dirigentes exiliados, sobre todo Rodolfo Llopis, temían que esa asamblea pudiera representar la pérdida definitiva de su poder.
Se había celebrado el Congreso de la UGT en 1971 que prefiguró lo que podía ocurrir en el Partido. Llopis lo entendió así y empezó a buscar pretextos para no celebrar el Congreso del Partido. Era un hombre de una extraordinaria habilidad: lograba capear las dificultades con una técnica de conducción de las reuniones que obstaculizaba la expresión de las opiniones críticas. En las reuniones que celebrábamos en el Hotel Larreta de Bayona, él actuaba siempre con parsimonia, fríamente. Comenzaba la reunión temprano, a primera hora de la mañana. Se limitaba a dar la palabra a unos y otros. Mientras les escuchaba iba anotando en una pequeña libreta, y no intervenía aunque el ataque contra él fuese abierto. A la una de la tarde interrumpía la sesión. Entonces pasábamos a la mesa ya preparada para la comida. Daba muy bien de comer, nos aturdía con la cantidad y la calidad. De inmediato volvíamos a la mesa de discusión, en la misma sala. La mayoría se encontraba adormecida por la comida. Entonces Llopis, inexorablemente, decía: "Yo había pedido la palabra…". Extraía su libreta de la cartera e iba contestando muy larga, muy tediosamente, a todos y a cada uno de los que habían intervenido en la sesión matinal. Nos agotaba.
Lo repasaba todo con largueza, con prolijidad, con un gran detalle, procurando siempre irse por las ramas. Cuando terminaba, dos horas más tarde, nadie sabía qué se le estaba discutiendo al secretario general. Había que empezar otra vez el discurso político, orillando la larga explicación que había desarrollado.
Llopis no discutía los argumentos críticos; se limitaba a colmar de datos paralelos, conexos con el asunto, pero no entraba en el fondo, porque no aceptaba la puesta en causa de su planteamiento.
Sin embargo, soportaba mal que se pusiera en crisis formalmente su autoridad. Y por ahí es por donde yo atacaba. Utilizaba la táctica de desconcertarle llamándole "señor Llopis", en lugar de "compañero Llopis". Perdía los nervios y organizaba una disputa agria, dura, sobre cómo tenía que llamarle. Le sacaba de sus casillas más que cualquier tema político.
En las reuniones con Rodolfo Llopis le insistía yo en la necesidad de conectar con un grupo de socialistas autoorganizado en Canarias. Pero Llopis lo negaba. Mi información procedía de algunos militantes comunistas canarios que trataba yo por mis actividades literarias, teatrales y libreras. Un joven escultor, Toni Gallardo, me advertía de la existencia de unos grupos socialistas que actuaban por su cuenta. Visto que Llopis no me hacía caso, llegué a la conclusión de que a él no le interesaba una extensión grande de la organización que pudiera poner en causa la estructura de la autoridad constituida desde hacía tantos años. Así que tomé la decisión personal de acudir a Canarias a establecer los contactos necesarios. Pablo Castellano decidió acompañarme. Viajamos a Las Palmas, donde nos encontramos con Juan Rodríguez Doreste, Felo Monzón, Agustín Quevedo, Alfredo Herrera, jerónimo Saavedra y algunos otros veteranos y jóvenes socialistas. Castellano conocía por sus relaciones profesionales a un abogado que quiso invitarnos a cenar. Nos recogió en el punto acordado con un automóvil Mercedes que quitaba la respiración. Nos llevó a cenar al Casino de la ciudad, y al finalizar nos anunció que tomaríamos café en un club. Dadas las trazas económicas del abogado, pensé que nos conducía a un club de tipo inglés. Bajamos unas escaleras y nos topamos con un pequeño escenario donde una joven procedía a semidesnudarse.
Aquello era un cabaret, locales que nunca había visitado. Trajeron whisky y se aproximaron las chicas de alterne. En media hora tenía un grupo de chicas escuchando mis protestas por sus condiciones laborales y a punto de afiliarlas a todas a la Unión General de Trabajadores, sindicato aún clandestino. El rostro de Pablo Castellano reflejaba una absoluta incredulidad.
El amigo abogado de Pablo Castellano aparecería con la llegada de la democracia como diputado de UCD, y años después ingresaría en el PSOE. En aquel estrafalario viaje reorganizamos el Partido en Gran Canaria, y en una visita posterior iría a Tenerife a ver a Jerónimo Saavedra quedó toda la organización canaria integrada en la organización nacional, a pesar de los esfuerzos en contrario del secretario general Rodolfo Llopis.
Paso a paso fuimos convenciendo a algunos grupos de exiliados -entre ellos había división-para apoyar nuestras tesis, hasta que hubieron de plantear la cosa directamente, pues Rodolfo Llopis se negó a mantener la convocatoria del Congreso del Partido.
El pretexto que esgrimió para invalidar la convocatoria del Congreso fue la publicación de un artículo sin firma en el periódico El Socialista titulado "Los enfoques de la praxis", en mayo de 1972. Llopis dirigió una comunicación a la dirección del Partido, anunciando que el Congreso no podría celebrarse mientras no fuese sancionado el autor de aquel artículo. Yo lo había escrito. En él diferenciaba la actuación teórica y la praxis política, expresando que la lucha por el socialismo incluía la superación de ciertas estructuras orgánicas que amenazan con la esterilización de sus acciones.
El secretario general envió una circular con fecha 30 de mayo pidiendo una rectificación pública y una sanción al autor (él sabía que era yo) antes del 13 de junio. Cumplido el plazo del ultimátum, decidió no atender la convocatoria del XII Congreso.
La dirección del interior mantuvo la convocatoria y Llopis cursó un telegrama a la Internacional Socialista acusando a los promotores de intentar la ruptura de la organización, y una carta a la prefectura de Toulouse para que impidiera la celebración del Congreso previsto en el cine L'
Espoir.
La organización del interior decidió encomendarme a mí la preparación del Congreso en Toulouse. Me pareció paradójico; era mi cabeza lo que exigía Rodolfo Llopis para no boicotear el Congreso y final mente sería yo el responsable de su organización. Me dirigí a San Sebastián para conseguir los documentos falsos que me permitieran entrar en Francia. No tenía pasaporte y para cada reunión de la dirección en Bayona debía recurrir a un permiso temporal para visita turística de cuarenta y ocho horas que conseguía Gerardo, un aragonés que se encargaba también de pasar la propaganda clandestina por los Pirineos. Sin embargo, en muchas ocasiones, al llegar a San Sebastián, Enrique Múgica me anunciaba que había "pases" para todos menos para mí. Siempre tuve la duda sobre la utilización que hacía de las razones técnicas para impedir mi presencia en las reuniones, pues se asustaba de mis posiciones "radicales".
En una ocasión me detuvieron en el paso de frontera. Los policías de la político social sospecharon de la autenticidad de mi pase y pude observar y escuchar la conversación de un grupo de policías que llegaron a la conclusión de que la firma del jefe de policía en el "pase" era auténtica, e insinuaron entre ellos que era un procedimiento para llegar a fin de mes. Así que los enemigos del régimen podíamos atravesar la frontera debido a la corrupción de los jefes de la policía franquista.
Una vez en Toulouse me dirigí a la Rue du Taur, sede del Partido y de la UGT, y me encontré un panorama desolador. Llopis había cerrado todo herméticamente y se había apropiado de todas las llaves. No había otra solución que descerrajar la puerta, cambiar la cerradura y tomar posesión de la sede. El artífice cerrajero fue Máximo Rodríguez Valverde, siempre voluntarioso y entregado a la causa.
Permanecí un mes en Toulouse con serias dificultades para cumplir mi cometido, poner a punto el XII Congreso del PSOE, porque ni los medios, ni el ritmo de trabajo que allí se estilaba, se avenían con mis maneras organizativas ni con mi afán perfeccionista en la realización de las tareas.
Tuve además en el tiempo de mi estancia dos problemas, muy diferentes entre sí, que capeé con dificultad. La organización había alquilado un piso en la primera planta de una casa modesta pero espaciosa. Me anunciaron que allí viviría acompañado de una pareja de jóvenes huidos de España, ella una atractiva aunque extremadamente delgada joven llamada Alicia, y él un nervioso muchacho conocido como "el francés" que se atropellaba hablando, mostrando una prisa enorme por ofrecer su opinión sobre todo. A los pocos días de permanecer en Toulouse, ya había caducado mi "pase" de cuarenta y ocho horas. Tras una cena mínima en la Place Capitole, lugar de encuentro fácil de los exiliados españoles, volví al piso en compañía de la pareja que habitaba también en el apartamento. La puerta de la calle estaba cerrada y nadie nos había proporcionado la llave.
Golpeamos suavemente la ventana más próxima a la puerta. Nadie contestó. Fuimos subiendo el grado de fuerza de nuestros golpes, hasta que una voz lejana y airada contestó diciendo que él no era el portero y que por nada del mundo se levantaría de la cama para abrirnos.
Lo intentamos en otras ventanas del piso bajo y no obtuvimos respuesta, así que no se nos ocurrió otra salida que escalar hasta el balcón del primer piso para forzar la apertura de la puerta del balcón de nuestro apartamento. Cuando estábamos en la mitad de la faena, dobló la esquina de la calle un gendarme que sostenía un enorme perro. El policía, desde lejos, nos gritó que nos detuviéramos. Bajamos y él se acercó conteniendo las arremetidas del can hacia nosotros. Era un chico muy joven, con una corta barba pelirroja y con un rostro apacible. De inmediato le expliqué nuestra situación, y antes de que pudiera reaccionar le pedí que nos condujera a un hotel para pasar la noche. Por fortuna, accedió, y sin pedirnos la documentación ninguno de los tres la poseíamos nos acompañó a un hotel, se despidió con amabilidad y se marchó. A nosotros nos alojaron en la única habitación libre, con tres camas. A los pocos minutos de estar acostados oí cómo la chica se movía para instalarse en la cama del "francés". No hubo más consecuencias; el policía no entregó un informe y nadie me molestó.
El otro momento embarazoso fue al encontrar en un cajón de la mesa del despacho que utilizaba una carta que me desconcertó. La firmaba Ramón Rubial, estaba dirigida a la Comisión Ejecutiva del Exterior y en ella insinuaba que había acudido a la reunión de los ejecutivos del interior, en la que se decidió seguir adelante con el Congreso, sin un conocimiento previo del asunto que se trataría. Aunque no lo decía con una intencionalidad que forzara las cosas, se podría interpretar que él no estuviera totalmente de acuerdo con lo que estábamos haciendo, con la celebración del Congreso.
Fue un golpe duro para mí; por momentos especulaba sobre la posibilidad de que Rubial no nos apoyaba, y esa duda, momentánea, me atormentaba. Ramón era para mí el ejemplo perfecto del socialista íntegro, inteligente políticamente, solidario, infatigable, con una vida dedicada en verdad a la causa del socialismo veinte años en las cárceles de Franco y jamás se le oyó utilizarlo como un mérito, como un galardón que exhibir, como han hecho otros. Decidí que eran escrúpulos exagerados por mi parte. Coloqué la carta donde la encontré y nunca hablé de ello con nadie.
Acerté, porque después de aquello, más de veinte años de convivencia muy cercana con Ramón no hizo más que acrecentar la estima, la admiración y el cariño que sentía por el compañero y maestro.
Continué mi trabajo preparatorio del Congreso y dediqué muchas horas a intimar con los compañeros exiliados, lo que me permitió conocer la calidad humana de los exiliados, de sus familias, habitantes todos de un mundo hostil que obligaba a vivir en una pobreza extrema a muchos de ellos. Hice una buena amistad con un viejo militante, Luis Fernández, ya jubilado, de una vida muy austera, sin grandes satisfacciones salvo las mañanas de los domingos, en los que Luis era un emperador. Poseía una mágica habilidad para la pesca de ranas, y cada domingo congregaba a su alrededor a los aficionados franceses que le aplaudían sin descanso. Tan viejo como era, se situaba en el arroyo con una pequeña caña de la que pendía un trocito de tela roja que movía ligeramente; saltaba la rana y con la mano libre, con una agilidad pasmosa, la atrapaba.
Las capturas se sucedían cada pocos segundos y los mirones le premiaban su competencia con largos aplausos. Luis se sentía en aquellos momentos como un rey y susurraba con orgullo: "¡Que aprendan estos franceses!". Su vida de exiliado, ignorado, humillado, se transformaba aquellas mañanas en una gran satisfacción de superioridad. Así que no faltaba a aquellas sesiones de exhibición y adiestramiento a los "gabachos".
Durante un mes, sin documentación, permanecí en Toulouse procurando asegurar la normal celebración del Congreso, pero cuando la fecha de inicio se aproximaba tuve un deseo fortísimo de desligarme, de no estar presente, de evitar aún más compromisos orgánicos para el futuro. Envié un mensaje a Madrid pidiendo que alguien me sustituyera, porque yo tenía que volver con urgencia a España. Me comunicaron que tres días más tarde me esperaría Pablo Castellano en Barcelona, para que le explicara detalladamente todos los aspectos necesarios sobre la marcha del Congreso.
Cuando solo faltaban cuatro días para el comienzo de la máxima asamblea del Partido, me marché de Toulouse hacia la frontera provisto de otro documento falso. La crucé, recogí el coche que había dejado en San Sebastián y me dirigí a Pamplona y de allí a Barcelona, comprobando casi a cada paso si estaba vigilado por la policía, pues no quería que nos detuvieran en el encuentro en la Ciudad Condal. Todo transcurrió bien, le pasé a Castellano toda la información y para oxigenarme tomé la decisión de bajar en el coche hasta Sevilla por la costa. Fue un infierno, la carretera estaba colapsada de vehículos, y tuve que desviarme en Valls para buscar donde pasar la noche y seguir luego el viaje por el interior.
Cuando llegué a Sevilla tenía una insistente llamada de Luis Yáñez, desde Toulouse, para comunicarme que el Congreso me "cargaba" con la responsabilidad de la redacción y confección de la prensa, de El Socialista.
La dirección que salió elegida en aquel Congreso acordó una responsabilidad colegiada para evitar la personalización de un liderazgo que en aquel momento no estaba aún bien definido. La primera tarea que le esperaba sería conseguir la legitimación de la Internacional Socialista, disputada por Rodolfo Llopis, que convocaría en Congreso a los pocos militantes del interior y del exterior que no habían apoyado el Congreso legal del Partido. Atraería Llopis al profesor Tierno Galván, con el que había tenido grandes enfrentamientos que llevaron a la expulsión del profesor.
Ahora Tierno cree encontrar una oportunidad si copreside un PSOE disminuido pero tal vez capaz de lograr el espaldarazo de las organizaciones internacionales. Pero tras asistir al Congreso de Llopis comprobó la exigua realidad que la escisión socialista representaba, solo mantenida por las ayudas secretas de Fraga Iribarne, que desde el poder autoritario cobijaba el experimento con el objetivo de quebrar al socialismo español con vistas al futuro que se avecinaba, en un momento en el que ya declinaba la dictadura. La fortuna y el trabajo de Pablo Castellano y Curro López Real vinieron a auxiliar al partido auténtico, calificado como el PSOE renovado, frente al agónico experimento de Llopis, el PSOE (Histórico).
Curro López Real era un veterano militante, natural de Nerva (Huelva), que padeció cárcel tras la guerra y que fue destinado a trabajos forzados en la construcción del canal del Guadalquivir. De aquel campo se escapó arguyendo una pintoresca necesidad.
Trabajaban por parejas, y cada pareja contaba con un guardia armado. Una mañana, Curro le preguntó a su compañero de trabajo: "¿Te has traído el Norte magnético?". El compañero exhibe una cara desconcertada, expresiva de no saber de qué le hablaba.
Curro se dirige al guardián y le espeta: "Este, que se ha olvidado del Norte magnético. Voy a por el Norte magnético". Y hacia él se dirigió sin que el soldado que le vigilaba pusiera en duda que el preso se disponía a recuperar una herramienta. Curro siguió andando hasta alcanzar el trazado ferroviario, subir a un tren y plantarse en Portugal. Lamentablemente, allí le detuvo la policía portuguesa y le devolvió a España, donde le encarcelaron de nuevo.
En el exilio durante muchos años, en Bruselas, llegó a ocupar un puesto notable en la CIOL, la Confederación Internacional de Sindicatos, lo que tiene un mérito extraordinario ya que Curro jamás ha movido un dedo para ascender en la escala social. Siempre ofrecía una visión corriente de los hechos gloriosos. Sin explicitarlo, su manera de entender la vida y la historia excluía el rol de héroe; para él todas las acciones heroicas tienen una explicación pedestre, corriente. Su amistad y su cultura contaba con una memoria asombrosa fueron para mí una fuente inagotable de conocimiento. Curro tenía un bagaje extraordinario de canciones flamencas, y era habitual que en las conversaciones contestara a argumentos políticos con un fandango, una seguiriya o una soleá.
Su sentido del humor impregnaba todas sus acciones, y se cuentan de él leyendas magníficas. Se dice que en la guerra, confinado con un grupo de republicanos condenados a muerte, a los que anunciaron la ejecución para diez días más tarde, Curro había proclamado con alegría: "No hay que preocuparse, diez días dan para mucho; tengo aquí un método de inglés titulado "Aprenda inglés en diez días". Estos hijos de puta nos van a matar, pero nos van a matar sabiendo inglés". Leyenda o historia, este es el espíritu positivo, vitalísimo, humanístico, de Curro López Real, un hombre singular y entrañable.
Reconocido el PSOE del interior por la Internacional Socialista, y por lo tanto por todos los partidos miembros de la organización internacional, la dirección del Partido tenía ante sí otras tareas urgentes: la consolidación de la militancia en todas las regiones de España, la elaboración de una estrategia que contribuyera al fin de la dictadura y fuese acorde con el futuro democrático, y la recuperación de los socialistas que habían tomado el camino que marcaba Llopis, Tierno o algunas organizaciones procedentes de los grupos de base cristianos.
La Comisión Ejecutiva del Partido Socialista estaba diezmada por las dimisiones del grupo sevillano.
En enero de 1973 había presentado la dimisión por el boicoteo que se hacía del periódico El Socialista, del que yo era responsable. El periódico se escribía en el interior de España fundamentalmente lo escribía yo, se pasaban los textos y se confeccionaba en Francia, para volver a través de un paso clandestino por la frontera pirenaica y ser distribuido en España. Se hizo habitual que algunos de los textos que yo enviaba no aparecieran en el periódico o que lo hicieran mutilados. El responsable de tales irregularidades era Arsenio Jimeno, que sometía a su propio criterio la oportunidad de la publicación. Mi paciencia estaba pronta al estallido, pero la espoleta que me hizo comprender la inutilidad de mi esfuerzo no tuvo relación con las actividades políticas, o tal vez sí; quizá fue una interpretación que conectaba la acción política con la vida real, más allá de las rutinarias ceremonias de la política.
Mi madre había caído enferma de una afección hepática. Al ser viuda de un empleado de la Fundición militar, le correspondía el internamiento en un hospital castrense. Así se hizo, y yo me desplacé a vivir prácticamente todo el tiempo en el hospital. Me pertreché de una colección de libros que mitigaron mi inactividad mientras cuidaba de mi madre. Elegí los textos clásicos, cumpliendo una de las tareas que siempre había querido emprender.
Comencé con el Cantar de Mio Cid, y todos los ensayos que encontré sobre el tema; continué con el Libro de Buen Amor, del Arcipreste de Hita, y los ensayos correspondientes. Los disfruté mucho, salvo cuando mi madre se quejaba -lo hacía muy poco-. Al paso de los días comprobaba que la enferma no mejoraba y pese a mi insistencia con los médicos no me tranquilizaban.
Una noche un médico joven me llamó al despacho que le servía de consulta.
Me advirtió que nunca confirmaría lo que me iba a decir. "A su madre la están dejando morir. La monja que la atiende no tiene el menor interés en ayudarle." Después de mi reacción entre la torpeza y la indignación, el médico me preguntó: "¿Quiere usted salvar a su madre? Llévesela ahora mismo al hospital de la Seguridad Social; pero no llame a una ambulancia, porque tendrá problemas para que le dejen trasladarla. Súbala a su coche y llévela a urgencias del hospital".
Sentí una terrible opresión en la garganta y el corazón mientras organizaba los preparativos para el traslado. Mi madre era una persona gruesa, pesada, y resultó una tarea espantosa bajarla silenciosamente por las escaleras, sostenida entre mi hermano y yo, y sobre todo introducirla en el coche, que no era muy amplio.
La ingresamos en el otro hospital y en pocos días su mejoría era evidente. Después de la angustia de aquella madrugada, temiendo que el traslado le perjudicara gravemente, la nueva situación me produjo una gran euforia.
Estaba convocada en Francia una reunión de la Comisión Ejecutiva del Partido para dirimir un conflicto disciplinario en una Federación del exterior, Holanda.
Un grupo de militantes acosaba desde hacía algún tiempo a Felipe Lorda y su esposa Josefina, llegando a perpetrar algunos actos groseros inaceptables. Ellos estaban desesperados; eran personas cultas, pacíficas, con unos encantadores hijos, y confiaban en la defensa que yo venía ejerciendo para salvar su honor y sobre todo para eliminar la presión, la extorsión a la que estaban sometidos.
El estado de mi madre me había inclinado a no acudir a la reunión, pero fui requerido telefónicamente por los afectados, que con desaliento, desengaño, incredulidad me rogaban que no les abandonara en el momento crucial. Les prometí considerarlo, a tenor de la evolución de mi madre, aunque no les comuniqué la razón de la que dependía mi presencia.
Hablé con mi madre, le expliqué todos los pormenores del asunto, y ella me alentó a acudir, aduciendo su estado físico, que parecía estupendo, y la falta de preocupación por ella. Así que tomé la decisión de viajar en coche a Francia.
Terminada la reunión con éxito para los objetivos buscados -la dirección apoyó a los militantes perseguidos-, emprendí la vuelta con la intranquilidad por el estado de mi madre.
Al llegar a Sevilla fui directamente al hospital. El cuadro que encontré me dejó anonadado. Mi madre yacía en un estado de postración total; las convulsiones y los roncos sonidos de su garganta reproducían el final de mi padre.
El agotamiento del viaje, la lucha de la reunión en Francia y la evidencia de la extrema gravedad de mi madre me provocaron una debilidad física y mental que casi me paraliza. Aún tuve un poco de fuerza para ir a buscar al médico que la atendía para que me explicara aquella terrible evolución en menos de cuarenta y ocho horas. Le encontré en la cafetería con otros médicos, jugando al dominó. Mi fiereza pareció dirigida al médico, pero no era el destino de mi furia. Era yo; no podía aceptar que hubiera abandonado a mi madre para arreglar una rencilla política. El sentimiento de culpabilidad me ha acompañado siempre desde aquel día. Solo unas horas más tarde envié una escueta carta anunciando mi dimisión de la dirección del Partido.
En la primavera, Felipe dimitiría también de la Comisión Ejecutiva. Del grupo de Sevilla solo permanecía en ella Guillermo Galeote, que nos servía de enlace, de conexión, sobre lo que estaba pasando en la dirección.
Fue Galeote el que propició una reunión en el Hotel Jaizquíbel para que, con un esquema informal, un grupo analizara cuál era el contenido político que debería tener el XIII Congreso, convocado para octubre. La reunión se celebró en septiembre y a ella acudieron Nicolás Redondo, Enrique Múgica, Pablo Castellano, Eduardo López Albizu, Guillermo Galeote, Felipe González y yo. Inicialmente el objeto de la concentración era examinar conjuntamente las previsiones del próximo Congreso. Nosotros habíamos elaborado un documento sobre un borrador de Felipe que después sería conocido como la "Declaración de Septiembre".
Para comprender aquella declaración es preciso situar el contexto en el que se produjo. Ya se conocía la enfermedad del dictador; el Partido Comunista de España había creado la Junta Democrática con otros pequeños grupos de la oposición y con personalidades como Calvo Serer y Antonio García Trevijano. El Partido Socialista había convocado un Congreso y tenía la necesidad de clarificar su posición en momentos clave de la vida política española.
En la declaración se constata que está llegando el fin del régimen y se afirma que el pueblo toma conciencia de este acontecimiento histórico y expresa la voluntad de reconquistar su soberanía.
Después de un análisis de los factores que determinan el final de la dictadura, se reafirma que la única salida es la Ruptura Democrática, que exige: ·la libertad de todos los presos políticos; ·la disolución de las instituciones represivas; ·libertad de los partidos políticos, libertad sindical, libertad de reunión y expresión, derecho de huelga y manifestación; ·convocatoria de elecciones libres en el plazo de un año; ·reconocimiento de los derechos de las nacionalidades ibéricas como base del proceso constituyente.
La aspiración de construir una sociedad justa se expresa como principios constitucionales: ·el carácter laico del Estado; ·la independencia de la justicia y la abolición de la pena de muerte; ·la no injerencia del Ejército en el desarrollo político del país; ·el control democrático de la empresa pública y las instituciones de la Seguridad Social; ·un sistema fiscal y una reforma agraria entendidas como instrumentos de distribución de la riqueza; la garantía de la sociedad en la cobertura de las necesidades de los ciudadanos.
Treinta años después, viviendo en una sociedad democrática, con las instituciones conformadas libremente por los ciudadanos, sorprende el realismo de la propuesta de un partido clandestino, con escasos efectivos humanos. La orientación ya en 1974 era la correcta, pues muchas de las propuestas entonces planteadas se lograron consolidar en el debate constitucional de 1978.
La "Declaración de Septiembre" fue importante en el panorama político general, y lo fue aún más en el interior del Partido Socialista, pues representó una guía clara para las decisiones que se tomarían en el determinante Congreso de Suresnes.
Pero en la reunión de Jaizquíbel no solo se elaboró la "Declaración de Septiembre". Los miembros de la Comisión Ejecutiva querían comprometernos para formar parte de la futura dirección que se elegiría en el Congreso. No aceptamos entrar en el juego de componer allí una dirección a la que no teníamos previsión de pertenecer.
Después de muchos ruegos, preguntas y discusiones, aceptamos opinar sobre una treintena de nombres que ellos habían preparado. Se trataba solo de dar un criterio sobre los nombres de los militantes que fuesen puestos sobre la mesa. Aunque no fue explicitado, me pareció que actuábamos en el sobrentendido de que aquel que obtuviese oposición de alguno quedaba descartado para la dirección. Me sentí molesto, pues era participar en un jurado que solo disponía de bolas negras; no se trataba de apoyar a los de mayor virtud o competencia, sino solo de ejercer una acusación. Me refugié en un silencio discreto, pero ni aun con esa cautela logré evitar las consecuencias que el método me había hecho temer. Cuando se exponía el nombre de una persona admirada por su seriedad y capacidad intervino Pablo Castellano descalificándole por razones que ninguna relación tenían con la política. Dos años más tarde supe que él mismo había "informado" al afectado de la oposición y las razones de esta, pero ¡atribuyéndomelas a mí! Durante dos años noté una frialdad y hasta hostilidad que no entendía, hasta que se descubrió el feo juego de Castellano.
Afortunadamente, recuperé la amistad con el "descalificado" y la labramos en los años siguientes con una fraternidad irrompible.
Salimos de Jaizquíbel con la certeza de poseer más respuestas a los interrogantes que las que podría aportar la dirección del Partido. El equipo forjado casi sin conexiones con la autoridad había logrado una sólida posición en la organización.
De vuelta a Sevilla nos reunimos los amigos para intentar dibujar lo que sería el XIII Congreso del Partido.
Cuando analizamos las posibilidades de liderazgo, el acuerdo fue unánime: el Partido necesitaba una personalización en la dirección; no se podía continuar con una dirección colegiada que elevaba la conformidad moral democrática, pero que producía una inmersión en el anonimato que sería devastadora para el futuro inmediato, pues la llegada de la democracia exigía un rostro, una voz, una persona. La pregunta consecuente era ¿quién puede desempeñar ese papel? La unanimidad fue expresada con naturalidad: Nicolás Redondo. A todos nos pareció el correlato más evidente: luchador sindicalista, militante de muchos años, hijo de socialista, con prestigio y autoridad en el Partido. Todo estaba bastante claro. Pero de pronto alguien preguntó ¿y si Nicolás no acepta? La certidumbre pareció desvanecerse. Todo eran excusas, razonamientos tautológicos -¿cómo no va a aceptar?, ¿por qué no va a aceptar?-, pero el asunto no era dilucidar las razones o las maneras de inaceptación de Nicolás. Se trataba de responder a un supuesto posible, aunque no probable. Si Nicolás no acepta, ¿quién? Y ahí empezó a perfilarse la hipótesis de que Felipe González ocupase la máxima responsabilidad del Partido. Nada quedó explícito, pero en la mente de cada quien la idea empezó a fructificar, aunque se colase subsidiariamente a la renuncia de Nicolás. Lo cierto es que nadie supo nada de aquella digresión, mas el resultado de Jaizquíbel empezaba a cuajar.
El grupo de socialistas sevillanos llegamos a París sin una conciencia clara de la importancia que alcanzaría aquel Congreso. De hecho, no estábamos concentrados en el viaje. Al llegar a la ciudad el día anterior al de inauguración del Congreso, me dirigí al Instituto de Cultura Iberoamericana en busca de artículos y publicaciones sobre La Regenta, de Leopoldo Alas, a la que dedicaba un buen tiempo y con la que me deleitaba desde hacía meses. Saliendo del Instituto, satisfecho por los trabajos que había descubierto en su biblioteca, me encontré con un grupo de compañeros a la puerta de un restaurante. Ellos me informaron concierto nerviosismo de que la dirección de UGT me buscaba con urgencia para mi intervención en el Comité Nacional del sindicato.
En aquella época las organizaciones socialistas, PSOE y UGT, aún no habían imaginado la teoría de la autonomía de ambas organizaciones. De manera que cuando el Partido celebraba sus congresos, el sindicato aprovechaba que todos estábamos convocados para reunir su Comité Nacional.
Yo había dimitido de la dirección el año anterior, por lo que no pensé en acudir a la cita del Comité Nacional del sindicato. Tuve un contacto con Nicolás Redondo, que me explicó el asunto.
Había concebido yo un plan de impulso del sindicato, aunque lo había abandonado cuando la dimisión. La dirección de UGT deseaba que lo expusiera ante el Comité Nacional. Mis protestas acerca de la incongruencia de que el informe principal lo hiciera un militante que no pertenecía a la dirección ni al Comité no fueron aceptadas, argumentando que era posible rendir cuentas del tiempo en el que sí ocupaba un puesto de responsabilidad. Hice, por lo tanto, el informe ante el Comité Nacional, sin título verdadero para ello, pues ya no era miembro dirigente.
Este sería el preámbulo de algo aún más sorprendente. Cuando al día siguiente se inauguró el XIII Congreso del PSOE, el informe de gestión de la Comisión Ejecutiva lo realizó Felipe González, militante de base en aquel momento. El argumento para justificar aquella anomalía fue el mismo que utilizaron conmigo. Pero no es la cuestión formal lo que trae aquí estos datos, sino el hecho incontestable de que la dirección del Partido necesitaba a los sevillanos, que se habían impuesto el objetivo de involucrarnos de nuevo en la conducción política del socialismo español.
La primera decisión de un Congreso es la elección de la mesa que presidirá los debates. Fue elegido presidente José Martínez Cobo, en el exilio francés desde niño, con su hermano Carlos y su padre, Carlos Martínez Parera; todos ellos simbolizan el ejemplo de los exiliados republicanos españoles, permanentemente pensando en España, y en este caso en el futuro de su partido.
La democracia española tiene una deuda -imposible de pagar- con personas como los Martínez Cobo, en todas las formaciones políticas del exilio, que han entregado una porción importante de sus vidas a la recuperación de la libertad en España y a la continuidad histórica de su pensamiento.
Me propusieron para la vicepresidencia. Era consciente de que se trataba de un honor emponzoñado, pues significaba también una merma en la capacidad de intervenir en los debates.
Esta fue, sin embargo, la razón de mi aceptación. Mi estado de ánimo no me impulsaba a dar una batalla política definitiva. Estaba más en estado de contemplación de lo que ocurría que presuroso de ganar un pleito, ni de hostilizar a otros, ni merodear hurtando capacidad de decisión o representación. Resultó cómodo y grato, aunque no evitara las interpretaciones que gualdrapean contra la verdad las insidias del control y hasta de la manipulación de aquel Congreso.
Es posible que ninguno de los reunidos en Suresnes tuviesen una visión aproximada de la importancia que llegaría a alcanzar aquel Congreso. La generosidad y la inteligente actuación de José Martínez Cobo depositó en mí la responsabilidad de la relación con los representantes internacionales en el Congreso. Tal circunstancia me facilitó la percepción de la sorpresa de los dirigentes extranjeros. François Mitterrand acudió al Congreso y me confesó que esperaba encontrar a una docena de militantes en torno a una mesa y que había sido golpeado con la realidad de un Congreso semejante a los de cualquier partido legal de un país europeo en democracia.
Corrían parejas las palabras de Carlos Altamirano y de otros que nos acompañaron entonces.
Cometí una torpeza en la presentación de una delegación extranjera que me valió una intensa amistad. Me pasaron una nota informándome de la presencia de la delegación de socialistas italianos. No conocía a ninguno, así que los presenté al plenario dándole el rol de jefe de la delegación a quien ocupaba el primer lugar en la lista que me entregaron. Terrible error. De seguido subió a la tribuna un azorado compañero italiano pretendiendo que rectificara el desatino. Su nombre era Nerio Nesi y argumentaba despavorido que el verdadero jefe del grupo estaba encolerizado por el error, y no era aquel alguien que se enfadara sin consecuencias. Se trataba de Bettino Craxi, a quien tuve oportunidad de conocer bien más tarde, y de comprender la angustia de Nerio Nesi, cuya amistad, a pesar de nacer de un enfrentamiento, se consolidó en razón de su calidad humana y elegancia de pensamiento.
Claro que quien en verdad pudo comprobar cómo las gastaba el "emperador" Craxi fue el propio Nesi. Siendo este presidente de la Banca Nazionale del Lavoro, Craxi le pidió que el banco financiara una importante operación inmobiliaria de su cuñado en Milán. Nesi no vio claridad en el asunto y se negó. Pronto tendría la respuesta. Le intentaron involucrar en una extraña y nunca explicada operación financiera de una pequeña sucursal de la Banca en Atlanta en combinación con el Irak de Saddam Hussein.
Por fortuna, triunfó la verdad, y Nesi salió indemne del procedimiento judicial y con la visión contrastada respecto a cómo se las gastaba el "emperador".
El Congreso de Suresnes transcurrió sin problemas mayores, con una fuerte disputa sobre el conflicto palestino israelí. Fue el punto de inflexión para que el Partido Socialista español acusara el golpe de los derechos del pueblo palestino. Los hermanos Múgica -Enrique y Fernando-ejercieron siempre de guardianes de las esencias sionistas para que no se asumiera la causa palestina. En Suresnes el Partido cambió su posición, otorgando un nivel semejante al derecho de fronteras seguras para Israel y al derecho del pueblo palestino para crear su propio Estado.
No fue un detalle insignificante, puesto que el PSOE en el seno de la Internacional Socialista jugó un papel fundamental para que los partidos socialistas y socialdemócratas de la IS asumieran los derechos de las dos partes en el conflicto, lo que ayudó mucho para extender este criterio en la opinión pública europea y aun mundial.
El salón del teatro Jean Vilar estaba rebosante de entusiasmo, aunque los presentes representaban unos escasos efectivos humanos. El total de militantes representados alcanzaba la cifra de 3.586, de los que 1.038 pertenecían a secciones del exterior compuestas por exiliados de la guerra y por algunos emigrantes en Europa.
La representación del interior de España era de 2.548 militantes, la mayoría del País Vasco y Asturias; eran los pies, los cimientos de la organización, mientras el grupo de Andalucía, aún más preciso de Sevilla, representaba la cabeza, pues era de allí de donde venía la nueva contribución ideológica del Partido.
Lo que resultaba ser una escueta militancia, no lo era tanto para un partido de un país sin democracia. Estacircunstancia fue percibida con claridad por nuestros anfitriones franceses. El alcalde de Suresnes, Robert Pontillon, saludó a los congresistas diciéndoles:
Vuestro partido se sitúa en su justo lugar: en el de una organización responsable, consciente de que está llamada a interpretar un papel de primer orden en la España democrática de mañana.
Pontillon recordó a los presentes el apoyo de la Internacional Socialista al PSOE:
Los últimos sostenedores del franquismo deben saber que frente a ellos, en toda Europa, partidos poderosos, dirigiendo o participando en los gobiernos, o susceptibles de acceder a ellos, así como poderosas organizaciones de masas, están al lado del Partido Socialista Obrero Español. Deben saber también que cada vez que se toca a uno de sus militantes, todos los partidos socialistas del mundo se sienten afectados y prestos a responder.
François Mitterrand fue más agudo en sus posiciones. En su intervención dijo:
A nosotros nos parece que sois un Partido con buena salud, lleno de ardor y sabiendo prepararse para responsabilidades que todo demuestra que están próximas, y cuando decimos próximas no hablamos de un mes o semanas, sino de pocos años, tal vez dos, tres o cuatro. Lo importante es saber que esta generación no pasará sin afrontar las responsabilidades del Poder.
La última de sus frases fue un topetazo en mi mente. Era una idea nueva. Nunca había considerado que nosotros, aquellos jóvenes rebeldes contra la dictadura, un día pudiéramos ser los investidos por la "púrpura" del Poder. A mi vuelta de Suresnes a Sevilla me quitaba a manotazos aquella idea de mi mente. ¿El Poder? ¿Seríamos alguno de nosotros semillas de aquellos gobernantes que aparecían en el noticiario oficial, el No-Do?
Apartaba aquella consideración de mi pensamiento, pero Mitterrand ya había instalado la idea en mi cerebro y me costaba hacerla desaparecer. Fue entonces, octubre de 1974, cuando comencé a fraguar mi hipótesis de no formar parte del Poder. Cuando en 1982 ganamos ampliamente las elecciones, lo que nos conducía al Gobierno, me resistí a formar parte de él. Desde el 28 de octubre al 1 de diciembre me opuse, y al temer que derivase en una obcecación opté por ceder a los insistentes requerimientos de Felipe González y acepté la responsabilidad de la vicepresidencia, muy a pesar de mis deseos. Pero la historia tiene sus propias artes para la venganza: veinte años después, Felipe González declaró en una entrevista para la televisión que no tenía constancia de mi resistencia para entrar en el Gobierno. ¿Fallo de memoria? ¿Intencionalidad¿ ¿Deseo de enredar?
No sabría qué decir, pero sin duda es una lección política de primer orden. Los escrúpulos morales, los sentimientos en conciencia, quedan para sí, para el que los tiene, pues para los demás no pasan de ser siempre cálculo o cábala.
El momento central del Congreso se sitúa en la decisión de elegir el nuevo liderazgo del Partido.
Hasta entonces la dirección colegiada había permitido una gran comodidad en la actuación de todos los ejecutivos, pero era hora ya de personalizar la orientación futura de la organización. La propuesta inicial fue la natural, la que todos esperaban y deseaban: Nicolás Redondo. Pero no acepta y sugiere el nombre de Felipe. Cuando este se entera, contesta que no quiere ser secretario general del Partido. Vuelta a mirar a Nicolás, y nueva negativa. Se estrecha el cerco sobre Felipe González, lo que provoca la reacción de Enrique Múgica y Pablo Castellano, que se niegan por completo a que Felipe González tome la dirección del Partido. La interpretación más válida es que, descartado Nicolás, solo Múgica o Castellano tenían posibilidades de optar a la Secretaría General, salvo Felipe González, que se constituía así en un obstáculo para los dos.
Nicolás Redondo terció cerca de Múgica y le convenció, provocando la ira de Castellano, que argüía traición. Muy pronto elaboraría una teoría inventada pero bien traída. Para Castellano la candidatura de Felipe González no fue una improvisación en Suresnes, sino algo preparado por Felipe y yo mismo, con visitas a las agrupaciones, a las secciones del exterior, y toda la operación contando con el apoyo de los socialistas vascos, que mediante el "Pacto del Betis" habían acordado la fórmula con los andaluces. Era una historia falsa en la que es posible que acabara creyendo su propio creador, producto quizá de la paranoia de comprobar cómo perdía el objetivo acariciado después de verlo tan a mano.
Cuando volvieron a proponerle el cargo a Felipe, matizó su respuesta: se negaba a ser secretario general pero aceptaría ser primer secretario, una modalidad francesa utilizada por Mitterrand. Se debía suponer que la fórmula elegida le restaba autoridad y empaque a la más determinante de la Secretaría General.
El Congreso de Suresnes significó la renovación generacional, la recuperación de la dirección del Partido Socialista por los militantes que actuaban en el interior de España, la conexión con la realidad diaria que se vivía en el país, sin influencia o mediatización de la vivida por los exiliados; pero sobre todo supuso la supervivencia de la organización política como fuerza importante para el futuro.
Los dirigentes del exilio habían sabido conservar la legitimidad del socialismo español, pero había llegado el momento de obtener el fruto político de aquella ejemplar tarea del exilio, lo que exigía un nuevo protagonismo, el de los pocos militantes, pero conectados con la realidad de España, que trabajaban en las fábricas y las universidades.
La elección de la nueva Comisión Ejecutiva estuvo marcada por los intentos de los militantes de Madrid, encabezados por Pablo Castellano, para retrasar la votación. Pretendían que el Congreso delegara la elección en un Comité Nacional que se celebraría con posterioridad.
Los argumentos para justificar su preferencia por un órgano inferior dotado de menor representatividad que una asamblea general como el Congreso se parecían a los que tradicionalmente había venido utilizando Llopis, amparándose en las condiciones de clandestinidad de los militantes del interior para negarles la voz y la decisión, so pretexto de protegerles.
Presentaron un documento que decía:
Puede parecer que elegir a la Comisión Ejecutiva en el Congreso la hace más representativa. Eso sería cierto si estuviésemos en una situación de legalidad y se pudiera hablar de cada compañero propuesto; pero la actual situación de clandestinidad hace necesaria la utilización de "nombres de guerra", que imposibilitan el conocimiento real de a quién se vota, y además hace que muchas federaciones voten por intuición, por lo que no siempre los compañeros más capaces y más representativos tienen acceso a la Comisión Ejecutiva, en perjuicio del fortalecimiento del Partido.
La actitud de los compañeros de Madrid era en exceso hipócrita, pues todos sabíamos nuestra identidad más allá de los "nombres de guerra" que utilizábamos. Era una fórmula espuria para evitar la elección democrática e intentar ganar tiempo para maniobrar hasta la celebración del Comité Nacional. El Congreso no aceptó el aplazamiento y eligió una Comisión Ejecutiva compuesta por: Isidoro (Felipe González), Juan (Nicolás Redondo), Goizalde (Enrique Múgica), Andrés (Alfonso Guerra), Ernesto (Guillermo Galeote), Hervás (Pablo Castellano), Paco (Francisco Bustelo), Celso (Eduardo López Albizu), Otilio (Agustín González), Txiki (José María Benegas) y Juan Iglesias.
El reparto territorial daba primacía al País Vasco, con cuatro miembros en la dirección -cinco si se suma el miembro del exterior, Juan Iglesias, vasco también-, tres andaluces, dos madrileños y un asturiano.
Los madrileños no quedaban satisfechos con esa proporción e intentaron, una vez clausurado el Congreso, dirigirse a los presentes para anunciar su dimisión. Fue una patética escena que ha sido interpretada caprichosamente después. Clausurado el Congreso por el presidente, mientras los militantes iban abandonando el salón, Bustelo y Juan Iglesias subieron a la tribuna y se dirigieron al micrófono, que estaba ya desconectado. El joven que atendía los mandos del equipo de sonido me preguntó si debía conectar de nuevo el sonido. Mi respuesta fue clara: "El Congreso ha terminado, ya no soy vicepresidente. No es una decisión que yo pueda tomar. Si queréis abrir de nuevo el equipo es una decisión vuestra".
Castellano y algún otro dio cuenta a los periodistas de que yo les había cortado la palabra. Estas manipulaciones de los hechos son frecuentes en la vida política, sin que haya remedios para neutralizarlas, pues lo que un día aparece escrito, escrito está, y se convierte en una tarea imposible deshacer la mentira.
En la nueva ejecutiva elegida dominaba la juventud, la edad media era de cuarenta años, y la formación universitaria, pues siete de los once poseían estudios superiores.
Tres años más tarde, ante la primera aparición de Felipe en TVE, Holgado Mejías escribió un artículo titulado "De la Gavidia al telediario". (En la plaza de la Gavidia se encontraba la jefatura Superior de Policía de Sevilla.) El 23 de octubre de 1974, dos miembros de la Brigada Social de la jefatura Superior de Policía de Sevilla hicieron una visita al domicilio de Felipe González Márquez, en el número 6 de la calle Espinosa y Cárcel. Les atendió su mujer, Carmen Romero, que se encontraba con sus dos hijos pequeños.
–Mi marido está fuera de Sevilla -les dijo a los policías.
Parece ser que los funcionarios insistieron en que hiciera el favor de localizar a su esposo, pues estaban allí por el bien de él.
Como en casa de Felipe González no había teléfono, Carmen salió de su domicilio, dejando a los niños con los policías, y desde un teléfono cercano puso en conocimiento de su cuñado, Paco Palomino, que la policía estaba esperando a Felipe.
Sobre las once de la noche, procedente de Madrid, llegó al aeropuerto de San Pablo el recién elegido secretario general del Partido Socialista Obrero Español. Al advertir la presencia de ciertos funcionarios, salió del aeropuerto por donde se recogen las maletas. Allí le aguardaban su cuñado y Manolo del Valle.[…] Sobre las once de la noche se presentaron en la jefatura Superior de Policía de Sevilla Felipe González y don Alfonso Cossío (decano del Colegio de Abogados).
Don Alfonso permaneció en la jefatura cerca de una hora. Felipe pasó la noche en calidad de detenido o "retenido" en las dependencias policiales. […] Parte del interrogatorio que hicieron a Felipe, antes de que nos permitieran pasar la noche en el mejor de los sentidos (manta, calentador y prensa), fue algo así: -¿Dónde estuvo usted tal día?
–En Lisboa, almorzando con Mario Soares. – ¿Y en la fecha tal?
–En Bonn, con Willy Brandt. – ¿Y el día…?
–En París, con Mitterrand.
Parece ser que el funcionario que estaba tomando declaración comentó a otro policía: "Creo que dentro de poco vamos a tener que pedir trabajo a este hombre".
Casi sin percatarnos estábamos colocándonos en el vórtice del huracán de la vida pública española. No había pensado antes en ello. No estaba en la débil preocupación por el futuro personal protagonizar los hechos centrales de los cambios de la sociedad española. La frase de Mitterrand me había golpeado; yo intentaba alejar esas previsiones, sentirme fuera de un compromiso que no fuera el de luchar como ciudadano contra la vida sin libertad de la sociedad española. Suresnes representó un compromiso demasiado cerrado, hermético en exceso. No me gustaba sentirme pieza, eslabón de una estructura, obliterado en mis actos cotidianos. Siendo así que opté por afirmar mi libertad personal, individual. Me hice fuerte en defender mi actividad política en el grupo, en el conjunto, con disciplina pero buscando actividades que no fueran contrarias al parecer común, pero tampoco sometidas ni condicionadas por él. Esta reafirmación de mi libertad me ha permitido, yo diría que empujado, a inventar tareas no propuestas por el grupo, pero que han sido bien recibidas.
He emprendido labores que nadie había contemplado como posibles y que en fase de realización era inevitable aceptar por los demás, con el aliciente de proporcionarme una gran independencia.
Felipe tuvo una clara conciencia de que su nuevo papel le exigía residir en Madrid, pues ya le acosaban las peticiones de entrevistas en algunos periódicos españoles y sobre todo era reclamado por los corresponsales de los principales diarios extranjeros.
La primera etapa de la estancia en Madrid fue un duro trago para él. Sin dinero, sin amigos, viviendo en una pequeña habitación sin aseo, un espacio inhabitable de ocho metros cuadrados, préstamo de un compañero. No eran solo las fatigas materiales; el cambio era más profundo. En Sevilla componíamos un racimo de amigos que nos sentíamos comprometidos con la noble causa de la política, la lucha por la libertad, la solidaridad con el pueblo de Vietnam, la indignación ante el golpe militar en Chile. En Madrid eran militantes socialistas que en algunos casos llegaban a ser amigos. Para Felipe la ruptura con el ambiente sevillano de partido debió de ser una prueba difícil que tal vez forjó su carácter hacia la capacidad de enfriar las relaciones y los sentimientos ante los hechos políticos.