Alfonso Guerra dibuja el panorama de la sociedad española inmediata posterior a la guerra civil a través su vida familiar y proporciona elementos reveladores de la política de la transición democrática. Cargado de verdad y con el estilo directo y sereno propio de su autor, Cuando el tiempo nos alcanza sorprenderá al lector y le enganchará en una lectura difícil de detener.
Alfonso Guerra (Sevilla, 1940), undécimo hijo de una familia de trece, fue el primero de ellos en acceder a los estudios de Bachillerato y posteriormente a los universitarios. Estudió Ingeniería Técnica Industrial y Filosofía y Letras. Durante la dictadura compatibiliza su compromiso por la democracia -reorganización del Partido Socialista- con la enseñanza universitaria, la actividad teatral y la pasión por los libros -funda la librería Antonio Machado en Sevilla-. Diputado al Congreso de Sevilla desde 1977, contribuye de forma intensa a la redacción de la Constitución Española de 1978. Ha sido director de las campañas electorales del PSOE hasta 1993, Vicesecretario General del PSOE (1979-1997) Y Vicepresidente del Gobierno (1982-1991).
Presidente de la Fundación Pablo Iglesias y de la Fundación Sistema, director de varias revistas (Temas para el Debate, el Socialismo del Futuro), articulista, conferenciante, autor de varios libros (La democracia herida, El diccionario de la izquierda) y editor autor de libros de actualidad política (La década del cambio, Una nueva política social y económica europea, La socialdemocracia ante la economía de los años 90, y Alternativas para el siglo XXI).
Para Alfonso, para Alma, con amor.
Quizá sea imposible evitar cierta idealización de lo que en otro tiempo nos ofreció aristas más filadas. He querido ser honrado en la exposición de los hechos de mi vida. Y para serlo, lo primero es una explicación a quien los lee. Una explicación que justifique la decisión e expresar en letra impresa mis propias experiencias.
Hace ya algunos años que amigos y compañeros me preguntaban si no escribiría mis memorias.
Al mismo tiempo, empresas editoriales me han ofrecido reiteradamente sus colecciones para su publicación. A todos respondía con mi cerrada posición de no escribirlas. Dos eran las razones que me aconsejaban no introducirme en la rememoración de mis años pasados. La primera tiene que ver con la modesta visión que tengo de mi vida. ¿Puede resultar interesante su conocimiento? Tengo profundas dudas. La otra razón es que resulta decepcionante luchar para que aparezcan claros y verdaderos hechos que la crónica histórica, que hoy se hace en los periódicos, ya ha determinado los perfiles con los que se conocerán para siempre. Representar el papel del que pone en causa la forma en que muchos hechos han sido ya fijados no es una tarea agradable.
Tenía, pues, acordado conmigo mismo no redactar unas memorias que tal vez no interesarían a muchos, y que habrían de tropezar con la dificultad de ser creídas, dados los testimonios no siempre coincidentes que ya se habían tomado por definitivos.
El verano de 1996 lo pasé en Oxford, en la casa de un profesor universitario, a orillas del Támesis, que unía a la belleza de su jardín adornado de hermosas flores la vecindad de un historiador eminente, John Elliot. En las conversaciones de sobremesa o en los paseos vespertinos, Elliot insistía en la conveniencia de escribir las memorias, porque, a su parecer, es suficiente que unos pocos historiadores las cotejen con otros testimonios para alcanzar alguna utilidad. Sus argumentos ablandaron mi posición negativa, y mi vuelta a España coincidió con una solicitud de la editorial Espasa Calpe, que me sorprendió en un momento de debilidad de mi actitud; acepté redactar mis recuerdos. Hoy ofrezco a los lectores estos retazos de mi vida, que no es heroica ni especial, pero que puede reflejar un tiempo en el que la libertad personal de muchos se erigía contra un sistema social y político que castraba muchas oportunidades de vida y alegría.
He tenido presente no caer en los vicios que la tradición atribuye a los memorialistas. Es opinión general que muchos de los que relatan su vida lo hacen con objetivos egocéntricos: ensalzar su propia figura y ajustar cuentas con aquellos con los que han vivido. Mi intención ha sido alejarme de cualquier forma hiperbólica al describir mis actuaciones, y no he pretendido zanjar viejos contenciosos con nadie, aunque al desvelar hechos y conductas pueda resultar incómodo para algunos.
A lo largo de mi vida he comprobado cuánto entusiasmo he logrado levantar en multitudes, cuánto afecto, confianza, en miles de personas, muchas de ellas desconocidas, que han creído encontrar en mí un defensor de sus vidas y haciendas. También soy consciente de la hostilidad que un sector de la sociedad, el más conservador, muestra ante cualquier manifestación mía.
No sería realista mantener una actitud de negación del carácter polémico de mis actuaciones.
Han sido muchos los que han reconocido que ante mí solo caben dos opciones: el entusiasmo o el rechazo absoluto.
Comprendo, pues, que pocos o muchos sientan la necesidad de expresar su neta oposición a mis planteamientos. Les respeto y asumo sus críticas. Pero existen ciertos casos concretos que tienen otra explicación que resulta poco edificante. Algunos revelan un odio injustificado contra mí, les excita combatirme, no con argumentos, sino con improperios, insultos y mentiras; parece que se sienten frustrados ante cualquier atisbo de éxito de mis planteamientos.
Mucho he meditado sobre ello -«El hombre que no medita vive en la oscuridad», decía Victor Hugo-, y mi conclusión, corroborada por muchas opiniones que me han aportado personas de muy variada condición, es que no pueden soportar mi integridad. Actúo, sin pretenderlo, como un espejo que refleja su claudicación. Se saben servidores del poder, y aun del poder menos noble, el poder del dinero, y no pueden aceptar con naturalidad que otros se hayan negado siempre a dar coba a los poderosos, que no se hayan dejado instrumentalizar, usar para el placer de los fuertes.
Estos casos particulares no me interesan. Son más fuertes que yo en cuanto no poseen el freno de los escrúpulos morales, pero nunca han conseguido doblegarme, no me he plegado ante cantos de sirena que me ofrecían apoyos a cambio de someterme a las reglas de la escudería, del clan, de la mafia. Mi independencia, aún mejor, mi libertad ha representado para mí un valor supremo, imposible de sustituir por el éxito, la comodidad, la fortuna o el espíritu gregario, el saberse miembro de un grupo autoprotector.
Sería, por otro lado, un fácil con suelo pensar que cuando algunos te atacan es porque haces camino, como expresa el proverbio árabe que Marcel Proust hace decir a M. de Norpois en A la sombra de las muchachas en flor: «los perros ladran, la caravana pasa». Aún más elegantemente, Percy Shelley escribirá: «Nadie apedrea un árbol que no esté cargado de frutos».
Kant dice que no debemos interrogar a la naturaleza como si fuéramos un alumno, sino como un juez. Jonathan Glover observa la historia también como un juez. Cuando miro hacia atrás no quisiera hacerlo como un juez; quisiera interrogar a mi vida para que me responda sobre algunas indefiniciones morales que pesan sobre mi recuerdo. Deseo respuestas que aclaren para los demás, pero también para mí, el sentido de mis actos. No quiero juzgar, solo interrogar para comprender.
Cuando analizo la historia no son juicios valorativos lo que busco, sino entendimiento, comprensión de las razones que hacen a los hombres controlar sus deseos cuando su realización puede perjudicar a otros, o saltar por encima de las normas morales y fijar como único objetivo el interés individual, egoísta.
Este tomo de memorias abarca desde mi nacimiento hasta 1982, año de la victoria socialista que les llevó -que nos llevó- al Gobierno de España.
Los hechos de la infancia son una mezcla de recuerdos directos y de las narraciones de otros, de mis padres y hermanos, especialmente. En el libro pueden distinguirse dos partes: en la primera, infancia y adolescencia, dominan mis recuerdos personales, que no dejan de ofrecer un panorama de la vida de la época; en la segunda mitad, la primacía la tienen los hechos políticos, sin que desaparezca una visión personal sobre las acciones y las personas.
El lector podrá señalar la falta de algunos acontecimientos. Es verdad; no he podido tratarlos todos porque habrían hecho este libro interminable. De todas formas, en el próximo tomo que ya estoy escribiendo tal vez pueda volver a algunos hechos anteriores por las repercusiones que tuvieron más tarde.
Me he apoyado durante la redacción de estos textos en la convicción de que no tendrían interés las calificaciones personales o la revelación de noticias potencialmente escandalosas. He procurado expresarme con sencillez, sin alarmar al lector sobre el contenido de las informaciones. La carga política -cuando la hay-, y creo que sí la hay está dosificada con sutileza, como si no fuera importante lo que digo; corresponde al lector valorar la importancia de la crítica social y política implícita en mi narración.
He pretendido cierto distanciamiento a la hora de valorar hechos y actos en los que he tenido alguna participación. Como en mi vida, en la redacción de este libro se produce una suerte de desdoblamiento de la personalidad, para convertirme al escribir en otro que observa a los demás (entre ellos estoy yo mismo). El lector podrá dirimir los aciertos y los yerros de mi vida, en la que siempre he procurado no olvidar la máxima de Dostoievski: "Hay que amar antes la vida que el sentido de la vida". Es decir, que he valorado más las cosas vivas que las repercusiones que estas tienen sobre nosotros.
Mi generación no sufrió la espantosa Guerra Civil. Solo un loco podría lamentar haber escapado de aquello; pero la contienda nos marcó, sus episodios nos han rodeado durante toda nuestra vida, obligándonos a un permanente esfuerzo de objetividad para no ser arrastrados en los análisis por el afecto o simpatía del bando que considerábamos el nuestro.
No vivimos la guerra, pero hemos vivido entre dos fuegos: nuestras ideas y la continua acusación de sectario por defender convicciones diferentes de las del poder.
Algunos hemos conocido durante la opresiva dictadura lo que ocurría fuera de nuestro país: la aparición del "Che" Guevara, la explosión del rock and roll, la lucha en Vietnam, el Mayo francés, la «primavera de Praga», los libros de Marcuse; mas nada o casi nada podíamos experimentar.
Hablábamos en las catacumbas de lo que hacían los jóvenes del mundo. Ese fue el humor en el que se cultivaba nuestro espíritu; quizá por ello nunca hemos dejado de ser adolescentes, aun alcanzando la capacidad de tomar decisiones como adultos, pero manteniendo en nuestro aliento la edad juvenil.
Es posible también que tal «madurez juvenil» me haya empujado irrefrenablemente a hablar con verdad, a ser directo en las afirmaciones, provocando algún frenesí en la comunidad. Hago mías las palabras de Woody Allen: «Mi forma de bromear es decir la verdad. Es la broma más divertida».
El mismo afán de decir la verdad ha guiado la redacción de este libro. Queda al lector su juicio, que yo aceptaré seguro de su acierto.
Para la realización final del libro he contado con dos ayudas imprescindibles: la de mi editora, Pilar Cortés, siempre atenta y paciente, y la de mi colaboradora habitual ante el teclado, Olvido Camarero, sin cuyo apoyo no habría sido posible su culminación. A las dos, mi agradecimiento infinito. Al lector, mi respeto y mi deseo de que encuentre algún interés en las páginas que siguen.
ÉPOCA
Los sevillanos aprendieron pronto la ley que regiría sus vidas durante años: la simulación. Todos simulaban en un proceso de adaptación al medio que les permitiera la supervivencia.
Al atardecer, las guarniciones militares de la ciudad arriaban las banderas -con el escudo insertado por los vencedores en la contienda- de los mástiles que emergían amenazadores de los balcones y terrazas militares.
La guardia formada, el corneta interpretaba el toque que anunciaba el fin del día militar con la ceremonia de bajar la enseña. Los soldados que fueran sorprendidos por aquel sonido de la corneta debían abandonar cualquier actividad, colocarse en posición de firme y saludar militarmente. El miedo a ser denunciados como poco reverentes fue haciendo que también los civiles respondieran a aquella llamada militar y se paralizaran en las calles, en las plazas, en las tabernas, en las colas de las tiendas. El panorama que se ofrecía al observador era triste y grotesco a la vez. Se oía el lento desgarro de la trompeta y las calles, como en una imagen cinematográfica congelada, se paralizaban, se detenían en el tiempo. Y así todos los días.
La tristeza, el miedo, la vida gris se extendían por la tranquila ciudad, pero la lucha por la vida no daba tregua al horrísono augurio de una posguerra famélica y plena de lamentos.
Al amanecer del día 30 de mayo, en el popular barrio de La Puerta de la Carne, una mujer se esforzaba en traer a la luz, a la vida, a un nuevo hijo. Ana conocía bien el dolor y la ternura de un nacimiento. Diez hijos avalaban su experiencia. Su preocupación principal era, naturalmente, la salud del hijo que iba a nacer, pero su mente estaba ocupada también con la actitud de la hija mayor, Julia, que con diecisiete años había ya dedicado muchos días y muchas noches al cuidado de sus hermanos menores. En esta ocasión, en edad de disfrutar de las relaciones de chicos y amigas, Julia se había plantado. Había dado a conocer con solemnidad que ella no se ocuparía del nuevo hermano.
En las primeras horas de la mañana un niño de pelo rubio inundaba de llanto los cuartos de la casa. La comadrona y una vecina ayudaron a la madre a reponerse del trance y dejaron la habitación preparada para el desfile habitual de familiares, amigas y vecinas que querrían ver al niño.
Isabel, la mujer del cochero, que guardaba el caballo y la calesa justamente debajo del dormitorio donde acababa de nacer el nuevo hijo de Ana y Julio, subió las escaleras con ansiedad; casi tropezó con Julia, que miraba distraída por la ventana. Isabel miró a Julio y con un gesto, señalando a la joven, preguntó qué había ocurrido. Julio negó con la cabeza y añadió en voz baja:
–No ha querido ni verlo.
–Va a ser el primer hijo que se críe solo, porque Anita con tantos niños no podrá dedicarle mucho tiempo.
Pronóstico equivocado. Julia sentiría pronto una pasión maternal extraordinaria por aquel pequeño, con el que compartiría muchos momentos de su juventud.
Al día siguiente, Julio, sentado sobre la cama, le preguntó a su esposa:
–Ana, voy al Registro Civil. Por fin, ¿qué nombre le ponemos al niño?
–Ya lo sabes: Alfonso. Es lo menos que podemos hacer por el recuerdo de tu hermano.
Julio y Ana se casaron jóvenes. Si el amor era una razón suficiente, la necesidad de vivir más holgadamente les impuso un tiempo corto de noviazgo.
Julio había nacido en un pueblo agrícola sevillano, Utrera, donde comenzó a trabajar de niño como porquero, sacando al campo a la piara de un propietario agrícola y ganadero. Desde el amanecer a la puesta de sol, el niño pasaba las largas horas del día buscando distracciones a la soledad.
Conocía bien a los animales. Durante toda su vida se alegraría con la llegada del verano, porque «los animales están más vivos». Observaba con atención a las hormigas, sus escondrijos compartimentados en ordenadas alineaciones; seguía a las víboras durante kilómetros para conocer sus costumbres; contemplaba las salidas y caídas del sol, diferentes en cada estación, y se admiraba de los mapas del cielo, llenos de estrellas y luceros.
Con la navajita de cortar el pan comenzó a tallar pequeñas ramas de pinos, encinas y olivos. Un día, casi sin darse cuenta, construyó una flauta. La sopló y logró algunos sonidos agradables.
Durante años porfió hasta adquirir un dominio aceptable del primitivo instrumento.
Más tarde, en su juventud, empleó los escasos ahorros en la compra de un clarinete, que le habría de dulcificar muchas horas solitarias. En el campo también aprendió a leer solo, con un catón que le regaló una mujer del cortijo. Su combate personal, sin ayuda, contra las letras le hizo comprender la importancia de la lectura y le llevó al ejercicio sagrado de enseñar a todos sus hijos a leer y a escribir en casa, antes de enviarles al colegio.
Cuando marchó a la ciudad, a la capital, para cumplir el servicio de las armas, conoció otra realidad y ya no pensó en volver a los campos. Se empleó en una empresa dedicada a la fundición -Marvizón-, asentó su vida en Sevilla, conoció a una joven muchacha y muy pronto sellaron su relación con los esponsales.
Ana, la joven de la que se enamoró, encontró en la boda su camino de salvación. Huérfana desde los primeros años, hubo de labrar su propia vida.
Su padre formaba parte de una banda musical, y como tal acudió a tocar a la fiesta de San Fermín en Pamplona. En medio del jolgorio le hicieron beber en una bota nunca había probado el alcohol y las consecuencias no se hicieron esperar. Borracho durante la noche, en plena inconsciencia, se dejó llevar a la salida de los toros, trastabilló acompañando a los morlacos, fue pisoteado y murió, cuando la niña cumplía seis meses. Un año y medio después fallecía la madre de miserable enfermedad.
Comenzó a trabajar a los once años, en una empresa de torrefacto de café, seleccionando los granos. A tal edad era el sostén de la familia, compuesta de su abuela y un tío postrado en el lecho, enfermo de tuberculosis. El salario de la niña suponía todo lo que entraba en la casa.
Los jóvenes se casaron y fueron a vivir a una habitación de los muchos corrales que había en Sevilla. Cocina común en la galería que rodeaba al conjunto de habitaciones; servicios comunes en medio del patio, presidido por un pilón, donde las mujeres lavaban la ropa y de donde se extraía el agua para las decenas de familias que habitaban el "corralón".
La pronta llegada de hijos, Julia, Pepe, los mellizos Antonio y Ana, Manolo, Consuelo, Carmen y aún otros más les obligó a cambiar con frecuencia de vivienda, aumentando progresivamente el espacio para albergar a toda la chiquillería.
Cuando nació el hijo número once (Alfonso), Julio y Ana vivían en la primera planta del número 8 de la calle Rastro. El niño fue visitado por el médico de cabecera, don Federico Argüelles Terán, hombre bajo, serio, circunspecto, con una voz grave que imponía respeto a los mayores y provocaba un poco de miedo en los niños.
Dio su conformidad al estado del recién nacido, felicitó a los padres, y terminó con su frase inevitable: «Si hubiera alguna complicación, no duden en llamarme».
Pasados seis meses, la llamada se produjo con alguna angustia. El niño se había acatarrado y la fiebre no bajaba.
La llegada de don Federico se vivió con tensión. Tras examinar detenidamente al pequeño, el diagnóstico tuvo aire de veredicto:
–El niño tiene pulmonía doble. Es grave.
Rellenó las recetas, dio instrucciones sobre fármacos y cataplasmas, y anunció que volvería al anochecer.
La casa se transformó. Unos corrían a comprar los medicamentos, otros preparaban los ungüentos, untaban de aceite el papel de estraza para las cataplasmas, y los inactivos, los niños, se pegaban a las paredes, tristes, callados, con los ojos muy abiertos, como si estuvieran en un velatorio.
A la noche volvió el doctor. Las caras reflejaban ansiedad, le miraban con una expectación que mostraba una esperanza salvífica.
Las palabras remataron el pálido rayo de luz de los corazones de todos.
–No se puede hacer nada. Lo siento.
La penumbra de las habitaciones se transformó en oscuridad. Todos buscaban desaparecer, esconderse, no aceptar el desenlace. Años atrás había muerto una hermanita, María Luisa, con solo seis meses.
Los esposos se miraron con tristeza en los ojos. Julia se unió a ellos llorando. Sin palabras, mientras permanecían abrazados, creció en ellos una fuerza interna que les gritaba «no rendirse»,
«no resignarse».
Pasaron la noche entera controlando la temperatura del niño, aplicando paños de agua fría en su frente, dándole friegas en las piernas y los brazos, empujándole a resistir, a clamar por la vida.
Cuando llegó la mañana el niño parecía reaccionar a los desvelos de la noche. Esperanzados, acudieron a un locutorio telefónico para llamar al médico. Les dio buenas palabras y les prometió visitar al niño durante la mañana. Al colgar el teléfono, le comentó a su esposa:
–Siempre ocurre lo mismo; los padres se agarran a un clavo ardiendo, a la mejoría de la muerte.
Pasado el mediodía, el doctor llegó a la casa y le preguntó a la vecina María: ¿se ha muerto ya?
Entró en la habitación con un aire de preocupación. El niño sonreía.
–Este niño ha resucitado.
Durante años, cuando los hermanos visitaban en su consulta al doctor, él inexorablemente preguntaba: -¿No viene el resucitado?
Un niño que se asoma al abismo de la muerte parece que se inmuniza contra los ataques de la enfermedad. Fue el hijo que menos acudiría a la consulta del médico que le vio renacer.
Al compás de su renacimiento, el niño desarrolló la costumbre de parlotear largamente, lo que divertía a los mayores.
A la edad de tres años los unos y los otros le fueron creando el hábito de "discursear" a las primeras sombras de la noche. Tras la cena infantil y el baño, el niño se colocaba de pie sobre la cama que compartía con otros hermanos, se agarraba a las barras del respaldo y comenzaba a chapurrear una perorata incomprensible que provocaba estados de hilaridad en las hermanas, sus amigas y las vecinas. Algunas reclamaban desde la calle o la escalera una pausa para no perderse un ripio del pequeño charlatán.
A aquellos discursos están ligados mis primeros recuerdos. Permanece aún el olor a jabón de baño, la suavidad de los polvos de talco, el roce de tiesura pero grato del ligero almidonado del camisón, los rostros pacientes de las jóvenes que escuchaban con un interés que yo no comprendía.
La casa donde nací y pasé los primeros siete años de mi vida era para nosotros el hogar. Las otras casas en las que he vivido han sido solo viviendas. El hogar fue la modesta pero hermosa casa de la calle Rastro.
Se abría la casa a la calle con un portalón enorme que daba paso a un zaguán arábigo tradicional limitado por una cancela de hierro forjado, una reja afiligranada en cuya cabecera rezaba la fecha 1837 de la construcción ¿de la casa o de la cancela? Esta no se podía abrir desde el zaguán, ni aun con un descoyuntado brazo que se adentrase en el patio manteniendo el cuerpo fuera. Era preciso tocar la campanilla, que advertía la llegada.
Respondía a la campana María, una anciana agachada, pero veloz como ardilla, envejecida, cuyo refunfuño de protesta no dejaba de asustar a pesar de lo habitual. María vivía con su hijo, Paquito, y su hermana en una vivienda que podía considerarse hoy como portería, aunque entonces no lo fuera. Pero a su pesar, por ser el único inquilino en la planta baja, ejercía la función de portería, lo que le tenía siempre encrespada contra todo el que agitase la campana.
La vivienda de María era pequeña y muy oscura. Su afición a las plantas me parecía obsesiva, pues solo poseía cactus, centenares de macetitas con todos los cactus imaginables, que colgaban en los barrotes de las rejas de las ventanas desde arriba hasta abajo, cubriendo todo el espacio, impidiendo el paso de la luz.
En la sala principal colgaba un cuadro del paso procesional de la Virgen Macarena que al pulsar un interruptor situado en el marco iluminaba cada uno de los cirios que rendían su luz ante el rostro de la Virgen. Era un momento sobrecogedor el instante del encendido. Me parecía la encarnación material de las imágenes espirituales.
En aquella vivienda me enfrenté por primera vez a la contemplación de un muerto. La hermana de María murió y fue amortajada con sus negras ropas y colocada en la sala principal.
A los niños nos advirtieron con admonición solemne de la prohibición de entrar a la sala. Pero cuando cruzábamos el patio para entrar o salir de la casa no podíamos resistir la fuerza de atracción del misterio y mirábamos de soslayo. Dirigiéndome hacia la cancela para salir, miré. Allí estaba la mujer muerta, envuelta en ropas agresivamente negras, con un rostro diminuto, ensombrecido -grisáceo, marmóreo-, en el que restallaba el blanco del pañuelo anudado del cráneo a la barbilla, forzando el cierre de una boca inesperadamente abierta en la última exhalación. Una descarga eléctrica me recorrió el cuerpo de la frente a las piernas; corrí a la cancela, pero no atiné a abrir el mecanismo; me azoré, me di la vuelta y corrí escaleras arriba para refugiarme en mi casa, en mi hogar. Durante días no pude apartar la imagen de la muerte Traspasada la cancela, se cruza un pequeño patio y de frente arranca una escalera de tres tramos que desembocaba en una amplia galería, abierta al patio, que llamábamos pasillo, aunque ninguna semejanza tenía con los distribuidores de las casas actuales.
Ya en la galería, si giramos a la derecha entramos en la cocina, de gran amplitud, con hornillos alimentados por carbón, agua en la pileta y un pequeño retrete, este sin suministro de agua. Los sábados la cocina oficiaba también como cuarto de baño. En medio de la habitación se colocaba un barreño de cinc, que se llenaba con baldes de agua calentada en los hornillos, y por riguroso turno, los niños por la mañana, los mayores por la tarde, servía para el baño semanal, con estropajo y jabón verde Lagarto. Eran momentos de risas y bromas, por la necesaria preservación de la intimidad, continuamente a punto de ser violada por los unos y los otros.
Una ventana alta -teníamos que subir sobre la encimera para ver el paisaje- permitía observar la huerta, más parque que tierra de hortelanos, en casa de los señores, hermano él del célebre arquitecto Aníbal González, autor del extraño pastel de ladrillo y cerámica que rodea la plaza de España en el parque de María Luisa.
Al pasar de la galería a la cocina -no era fácil de percibir- un oscuro agujero en la pared lateral anunciaba una escalera pina y angosta de madera que conducía a la azotea. Tanta angostura y bajeza del techo la hacían parecer horadada en el muro, y obligaba a subir apoyando las manos en los escalones superiores. La azotea era amplia, clara, limpia. Los lavaderos habían sido transformados en una minúscula vivienda, de una habitación y un estrecho lavabo. Allí vivía Enrique y su… esposa.
Era una verdadera historia de amor, sexo y misterio para los niños. Desde luego, era territorio prohibido, del que, salvo mandato, debíamos abstenernos. De los comentarios que habíamos podido pescar, teníamos figurada nuestra propia leyenda, que no difería mucho de la realidad.
Enrique era hijo de una familia acomodada -al menos así nos lo parecía a nosotros: eran dueños de un comercio de droguería donde trabajaban ellos mismos, con sus babis de color pizarra- que habitaba un piso en un edificio llamado América Palace, cerca de nuestra casa, frente a la estación de autobuses. Eran casas de postín, con unas cancelas de hierro, no en la forma tradicional de cerrajería sevillana, sino de estilo fantasioso, «de cine», altas, negras, impresionantes.
Tras ellas, dos escaleras de mármol, amplísimas, por donde solo podían adivinarse gente bien vestida, jóvenes de jersey y shorts, con raquetas de tenis.
Un capricho de amor de Enrique le había valido el repudio familiar. Había conocido a una mujer en una casa de citas, una mujer de la vida; habíase enamorado de ella y resuelto sacarla de la calle. La familia tronó, y el joven huyó de la casa familiar, se empleó como taxista y alquiló aquella infravivienda en la terraza de nuestra casa.
Jamás veíamos subir a la mujer, a pesar de que había de atravesar una zona de nuestra vivienda.
A Enrique, solo de noche, al regresar de su jornada de conductor de taxi.
Una mañana de domingo mi madre me mandó recoger unas sábanas tendidas para el oreo en la azotea. Me advirtió que no mirase para los lavaderos.
Pero la tensión con que vivíamos aquella relación fue más fuerte. Me volví, y les vi en la cama, incorporados, mirándome. Corrí arrastrando conmigo las sábanas, me lancé por el agujero negro de la escalera, tropecé o pisé las sábanas y caí rodando hasta el último escalón. La hinchazón del golpe en la frente se bajó, como siempre, con una moneda sujeta con un pañuelo. Aquel chichón me acompañaría toda la vida, convertido en memorabilia, remembranza, unicornio recordatorio del morboso interés que entonces excitaban las relaciones «irregulares».
La casa era una fiesta permanente para los niños, para los que las familias de muchos hijos son un motivo continuo de diversión. Mis padres, la bisabuela y doce hijos de edades próximas componían la unidad familiar.
Para nosotros era una calle particular. La escasez de vehículos, subrayada por el hecho de que la calle no condujese a ninguna vía de circulación, la convertía en un lugar de juegos para los niños y de animada conversación para los mayores, especialmente en las noches de verano.
Las dos aceras de la calle marcaban la pertenencia a grupos sociales muy diferentes en la apariencia, aunque bastante semejantes en la realidad.
La acera sur la componían casas antiguas, de pocos vecinos, salvo el corralón, una casa de vecinos, es decir, en la que cada habitación la ocupaba una familia. Era la acera de los pobres. Era la nuestra. Bajo una parte de nuestra casa vivía Isabel, la esposa del cochero. El coche de punto con el caballo se guardaban en un sotanillo que quedaba debajo del dormitorio donde compartía sueño con otros hermanos. Cada noche, desde el balcón asistíamos a una operación delicada que merecía cada día nuestra apasionada atención. El cochero naufragaba durante muchos minutos hasta lograr que el caballo penetrara en el portalón sin desvencijar los laterales del charriote. Los gritos, el chasquido del látigo, el roce de los laterales del coche con las jambas, nos impulsaba a intervenir con contradictorias indicaciones que excitaban aún más al desesperado cochero.
Junto a nuestra casa vivía Montero, un empleado de aviación, su esposa Angelita y sus hijas Reyes -guapa, seria, mujer desde niña- y Mari Cruz, apodada la Chochona por los niños de la calle, por su temple bobalicón.
Montero agenciaba -no sabemos cómo- una tela fuerte, casi lona -¿serviría para cubrir los aviones?-, que facilitaba a mi madre, con un justo trato. Mi madre confeccionaría pantalones para los hijos de ambos vecinos con la lona facilitada por Angelita. Hacía pantalones cortos con tirantes que se cruzaban a la espalda. Fácil es comprender que el tiro del pantalón nos produjera escozor cercano a la entrepierna, dada la «sedosa» calidad del tejido. Era una mortificación infantil de recuerdo infeliz e imborrable.
Más allá habitaba un bajo de la casa una pareja de hermanas solteras, atareadas costureras, sobre las que se extendía un misterioso silencio. Pasando un día por delante de su casa, un compañero de juegos, dándome un golpecito con el codo, en voz baja, dijo:
–Las primas. – ¿Las primas de quién?
–Chissss. De la República. – ¿Cómo? – ¿Es que eres tonto? Son primas de Diego Martínez Barrio, el de la República.
Era la primera vez que oía aquella palabra: República. Pensé enseguida preguntarle a mi padre.
Y así empezó toda una larga serie de conversaciones políticas con mi padre, desde mis cinco años hasta su muerte, cuando yo cumplía veinticuatro.
Mi padre era azañista, pero, como tantos españoles, había sido atrapado en la ratonera de la guerra. Habiendo progresado en el oficio de fundidor, formó parte de un cuerpo auxiliar del ejército que creó la República, con grado de Maestro de Taller de Fundición de la Fábrica de Artillería de Sevilla. Esta fue la primera ciudad tomada por las tropas de Franco que habían atravesado el Estrecho.
La lucha fue rápida y escasa con la artimaña de Queipo de Llano de aparentar unas tropas que no estaban allí, haciendo pasear a los pocos soldados que tenía continuamente por todo Sevilla.
Mi padre, pues, se vio fundiendo material para un ejército y al día siguiente para el ejército ocupante.
El día que su hijo de cinco años le preguntó qué era la República, mi padre se desconcertó, dudó, tartaleó y después fue un venero inagotable de información. Parecía que estaba esperando una ocasión para hablar de todo aquello, y contárselo a un niño no creyó que implicara consecuencias indeseadas.
No he podido nunca discernir con claridad cuánto pertenecía a su historia personal y cuánto a la fantasía, pero más tarde siempre repitió sin alteración las mismas historias.
Me explicó lo que era una guerra; me llevó a ver unos agujeros que había en los postigos o contraventanas del comedor. Según él, eran huecos producidos por las balas, pues en los jardines que enfrentan la casa se había desarrollado un corto pero duro combate entre milicianos y soldados.
Después me condujo a la cocina, me subió sobre la encimera y me señaló una alta y frondosa palmera en la huerta vecina. En aquella palmera se atrincheraron unos milicianos con una ametralladora, me dijo.
Y añadió: por la noche les ayudé a escapar. Lo hicieron subiendo a esta ventana y bajando después por nuestra escalera. Se remangó un pernil del pantalón y me mostró una marca, mancha o herida -yo no sabía distinguir-; afirmó que era la huella que tenía de aquella noche. Solo dejó en mi mente un arcano: me anunció que cuando fuera al colegio me daría cuenta de qué era la Falange y cuál sería mi comportamiento respecto de ella.
La tarde en la que supe de guerra, República y disparos, Falange se grabó con tinta indeleble en mi memoria y en mi corazón. Muchos años después, alcanzada la adolescencia y la juventud, durante los interminables debates políticos con mi padre, mi respeto a la leyenda o historia que le escuché contar en el atardecer de aquel verano terminaba por derrotar mis fuerzas argumentales, en beneficio de lo que me parecía un campo de héroes que no era posible rebatir.
Las fuentes indirectas de información sobre la guerra no se limitaron a las hermanas costureras «republicanas». En el corralón, en un oscuro soterráneo, vivía un hombre misterioso, don Ramón, alto, siempre de negro, con un largo gabán, vegetariano, colérico, a quien los niños de manera inmisericorde acompañábamos en sus escasas salidas a la calle, cantándole «Don Ramón, don Ramón». Él, enfadado, intentaba acertar en uno de nosotros con su bastón. Los niños retrasábamos nuestra posición a fin de evitar sus golpes. Y vuelta a cantar cuando don Ramón proseguía el paseo.
Una vez mi padre, sin conocer nuestras burlas, me informó de que don Ramón era un republicano que había estado en la cárcel por sus ideas; era un sabio en materia de historia antigua que entonces vivía en la indigencia, de la caridad de los amigos, pues, sin familia, había perdido todo, incluso la posibilidad de enseñar.
Fue un segundo fogonazo para mí, que además de imponerme la tarea de convencer, con disimulo, a los chicos de que dejáramos tranquilo "al loco" de don Ramón, comprendí que los hombres más inteligentes pueden quedar desarbolados por las circunstancias de la vida, que los más fuertes pueden sentir la flaqueza.
Frente a la acera de las casas de pobres, los pisos más modernos, con escaleras donde refulgía el mármol, con portera, tenían su entrada frente a nuestros portales, y por el lado contrario que daba directamente a los jardines se situaban los comercios y tiendas.
En los pisos no vivían familias ricas, pero tenían otra consideración quizá solo por habitar pisos y no casas antiguas. Las ocupaban un guardia municipal (Media Luna, por la forma exageradamente alargada y curva de su cabeza), Leoncia la portera, la dueña de una pequeña lechería que despachaba por el lado contrario del edificio («Niño, vigila que no te eche agua en la cantarita»), una joven miope, Elvirita, punto de atracción de la calle durante la Feria de Abril.
El padre de su novio poseía o trabajaba en una casa funeraria, y el joven vestido de zahones llegaba a nuestra calle a recoger a su novia, ajaezada de lunares y faralaes. Montaban en el caballo, él a la manera vaquera, ella a la grupa, de amazona, y al llegar al cruce de la calle, al doblar para el lado izquierdo, hacia el Real de la Feria, el caballo decía nones y orientaba su marcha hacia el lado contrario. El jinete tiraba de las riendas, golpeaba la grupa con una fusta, gritaba, insultaba, pero el caballo no podía eludir la querencia, adquirida día a día arrastrando el coche mortuorio para depositar los cadáveres en el cementerio de San Fernando. Y allá dirigía el noble bruto sus pasos sin que los requerimientos, a estas alturas, desabridos y exaltados del jinete lograran encaminarle a la fiesta y la alegría.
Una historia semejante cuenta James Joyce en Dublineses. Un viejo caballero tenía un caballo que solía trabajar en su molino, dando vueltas y vueltas para moverlo. Un día el caballero decidió acudir a un desfile militar, y el caballo, al llegar a la plaza que tiene en su centro la estatua del rey Billy (Guillermo III), parece que creyó estar en el molino y se puso a dar vueltas alrededor de la estatua.
Mucho antes de haber oído hablar de Luis Buñuel asistíamos de niños a la muestra de humor negro más divertida y siniestra. Tal vez visto en una película el incidente sería motejado de hiperbólico, exagerado. Pero aquello era la vida. Los niños reíamos hasta el dolor contemplando la lucha entre la alegría de la Feria y la tristeza del camposanto. Y en medio nuestra vecina Elvirita, fea, con gafas de culo de vaso, cursi, presumida y denostada por un caballo al que solo faltaba el penacho fúnebre.
El balcón del comedor se enfrentaba exactamente con un balcón de los pisos al que se asomaba Azucena, una joven cita, casi niña, de unos quince años que exaltó mi primer sentimiento amoroso.
Yo estaba angustiosamente prendado de aquella adolescente. A la sazón tendría yo entre cinco y seis años. Azucena se miraba al espejo de un aparador, se tocaba el cabello, reía, giraba elevando unos centímetros la falda, sus mejillas rosáceas se animaban, y enfrente, oculto, un niño escuchimizado se arrobaba contemplándola. Fue mi primer amor: jamás hablé con ella, nunca la tuve más cerca de lo que nos separaba la calle, de balcón a balcón, pero el estremecimiento que sentía al verla, la ternura que me provocaba su alegría, su aire feliz, desenvuelto, me estaba preparando para una vida de platonismo amoroso.
El final de la calle topaba con la trasera del cuartel de Intendencia, muro sobre el que el sol caía a plomo en verano pero dulcemente en invierno y primavera. A aquella acera solitaria le llamábamos «el solito» y hacia allá nos dirigíamos todos los niños de la calle para nuestros juegos.
Allí descubrimos muchos de los secretos de la vida, como la sexualidad. En mi caso ocurrió en dos fases: la primera, más inocente, más limpia y clara; la segunda, mezclada con los aspectos sórdidos del sexo.
En «el solito» las niñas acostumbraban a saltar sobre una pelota pequeña de goma. La lanzaban contra la pared y, después del bote en el suelo, la chica saltaba para que la pelota circulara bajo sus piernas. Un día una de mis hermanas jugaba a saltar la pelota con dos amigas ya casi adolescentes.
Me situé estratégicamente tras la que debía recoger la pelota después de que otra niña la soltara y así me permitía ver los muslos de la chica cuando saltaba hasta contemplar las braguitas, siempre blancas, de las niñas. Estaba saboreando tan excitante contemplación cuando recibí el impacto fuerte en mi ojo derecho. La pelota se había escapado de las manos de la receptora y había venido justo contra mi rostro.
Al dolor se unía la vergüenza que sentía por resultar como un justo castigo por mi descaro y atrevimiento. Pronto cambiaron las tornas, pues las jovencitas se me acercaron y me estrecharon en sus brazos para calmarme, tal vez temiendo la riña de mi madre cuando supiera lo sucedido. En tales arrumacos sentí sobre mi cara los nacientes senos de una de las chicas y conocí la delicuescencia que el contacto físico podía desencadenar. Fue una enseñanza prematura de lo que la sensualidad influye en nuestra vida.
Una mañana jugábamos al fútbol en «el solito». Un chico cayó desequilibrado por un adoquín desencajado del pavimento. Al intentar ayudarle observamos que bajo el adoquín había varias monedas de una peseta, varias rubias. Quedamos sorprendidos; la curiosidad o la incipiente codicia humana aparecida ya en los niños nos empujó a comprobar otros adoquines… y efectivamente bajo todo el suelo había centenares de rubias. Creíamos descubrir el tesoro de los piratas y rebosando de alegría fuimos a coger unas talegas, bolsas de tela que usábamos para la compra del pan. Llenamos tres talegas de monedas. Una de ellas nos correspondió a nosotros -a mis hermanos y a mí- y con ellas llegamos a la casa familiar saltando de alegría. Cuando mi padre nos vio llegar, le subió un tenebroso aspecto y nos hizo explicar con detalle cómo habíamos logrado aquel tesoro. Su rostro fue ganando color de sangre, hasta que sentenció: «Tenéis que devolver este dinero».
–Pero ¿a quién?
–Al lugar donde lo encontrasteis.
–La desolación nos anegó.
–Pero ¿por qué?
–Vosotros no sabéis nada. Un día os contaré algo sobre ese dinero.
Y así, enfadados, resistiéndonos, volvimos al «solito». Y volvimos a levantar los adoquines de granito y a depositar aquellas preciosas rubias, y volver a casa humillados, cariacontecidos y con unos deseos ardientes de saber, conocer las razones por las que mi padre nos había obligado a devolver el tesoro.
En cada ocasión que teníamos intentábamos sonsacar la información a mi padre, que se mostraba inflexible. Unos años más tarde nos reveló el misterio. Aquellas monedas rubias eran el pago que los soldados hacían a un grupo de jóvenes prostitutas accidentales, por la angustiosa necesidad, por el hambre, que se acercaban por la noche a cobrar por masturbaciones y felaciones.
Las chicas sisaban una rubia diaria del control de sus «celadores» escondiéndolas en un lugar que por ser tan público no infundiría sospechas.
Así conocí la existencia del viejo oficio del sexo, contado con unos tintes tan míseros y siniestros que posiblemente tendría influencia en mi absoluto rechazo del mercado del sexo. Nunca conocí un lupanar, ni tuve relación con prostitutas. Hasta hace pocos años este historial era considerado como poco viril, escasamente masculino. Creo que las últimas generaciones han cambiado el sistema de valoración. Aunque así no fuera, me he sentido siempre contento de haber permanecido al margen de tales negocios carnales.
La primera vez que me abofeteó una mujer fue a causa de una confusión en materia sexual por mi inocencia, por mi ignorancia. En mi infancia los alimentos escaseaban y había que recurrir, cuando teníamos dinero para ello, al estraperlo. Cerca de casa, en La Puerta de la Carne, se vendía por las noches pan y «tortillitas» de bacalao. Lo vendían unas mujeres que portaban sobre el hombro no un bolso femenino, sino una pequeña sera, espuerta o capacho de esparto, donde ocultaban la mercancía.
Una noche me mandó mi madre a comprar «tortillitas de bacalao» y me advirtió que las vendedoras estaban continuamente paseando, para esquivar la inspección de la policía. Yo debía acercarme y preguntarle si tenía tortillas. Entre la timidez, la inocencia y el temor ante un acto que no era legal, que implicaba algún tipo de delito, me dirigí a la primera mujer que vi con el capazo y le espeté: «Usted ¿es una tortillera?». La respuesta me llegó directamente a la cara. Volví a casa llorando y en el desconcierto más completo, que no había de disminuir, sino acrecentarse, pues al contar lo acaecido los mayores no pudieron evitar las risas, quedando yo corrido para mucho tiempo. Lo habitual, sin embargo, era comprar en la tienda de ultramarinos Casa Benigno, donde llegábamos sin dinero, con el cuaderno donde se apuntaban las deudas de las compras. La tienda la atendían Benigno y sus hermanos vestidos con bata verde militar, que dejaba asomar una corbata de nudo ya solidificado, amables, generosos con los pobres del barrio, a los que permitían pagar el día que se cobraba en el trabajo. Durante todo el mes había de pasar por el momento de sonrojo de, tras pedir los productos, añadir rápidamente: «Dice mi madre que me lo apunte usted». Y así lo hacía en un doble cuaderno: uno lo tenía él en la tienda y el otro nosotros en casa, dispuesto siempre a ser trasladado a la tienda a la hora de comprar. Esos momentos de rubor ¿habrán tenido continuidad a lo largo de toda una vida, dificultando cualquier intento de pedir favor alguno, aunque este sea para tercera persona?
En la calle había momentos de exaltación infantil, como cuando oíamos la cantinela bien melodiosa: -¡Paaalomitas cordobesaaas, qué ricas y qué buenas!
Enseguida se oían los gritos en las casas: "Mamá, el hombre de las palomitas". Los niños corríamos, con diez céntimos en la mano, al centro de la calle, donde un hombre bajo, moreno, con una chaqueta blanca como la nieve, nos despachaba cucuruchos de palomitas que nos sabían a gloria.
Ingresé en el colegio San Isidoro, llamado por todos Mesón del Moro, por el nombre de la calle. Un colegio público situado en un gran edificio junto a la iglesia de Santa Cruz, en el pintoresco barrio de Sevilla.
La fachada del colegio exhibía el cartel preecológico «¡Niños!, no privéis de la libertad a los pájaros; no les maltratéis y no les destruyáis sus nidos. Dios premia a los niños que protegen a los pájaros y la ley prohíbe que se les cace, se destruya sus vidas y se les quiten sus crías». Subiendo unos escasos escalones se entraba en el alegre patio, amplio, rodeado de buganvillas de tonos y colores diversos.
Llegué una mañana y me colocaron en la primera clase, que atendían dos profesoras, una muy vieja, pequeña, arrugada, a la que la maldad infantil apodaba «Doña Ratita», y una señora más joven, elegante, con un gran rodete casi gris en la cabeza, amable y serena.
Empezamos escribiendo unas letras que dictaba la profesora -la señorita, se decía- en nuestras pequeñas pizarras personales. Al pasar tras de mí, la señorita comprobó mi seguridad en el trazo; me preguntó si había acudido antes a otro colegio y le informé de que fue mi padre quien me enseñó a escribir. Detuvo el dictado de letras, y me hizo escribir un dictado de un párrafo. Cuando observó mi soltura escribiendo salió de la clase y volvió con el director don Rodrigo, un hombre fuerte, ancho, alto, que andaba con dificultad, muy lentamente, que me comunicó que cambiaba de clase.
Este hecho -superar un curso en pocos minutos- tuvo una trascendencia extraordinaria en mis futuros estudios, pues todos me otorgaron una capacidad intelectual superior a la merecida, y entre el efecto de una fama tan pronta, y mi fuerza moral que me obligaba a responder a tanta confianza, me empujaron a estudiar con un tesón que no tuve ocasión de decidir por mí mismo.
El colegio era triste, pero tenía momentos y situaciones de cariño. Al comenzar el día y al final los alumnos formábamos en el patio de a tres en fondo para cantar los himnos falangistas y responder a los gritos de «¡Viva España!» y después «¡Franco!», que el director repetía hasta tres veces. Los niños contestábamos con tres «¡Viva!» y tres «¡Franco!», aunque por travesura y tal vez por un tufillo de desconfianza gritábamos «¡Manco!» en lugar del nombre del general.
Estas pequeñas argucias de los no menos pequeños escolares eran una mixtura de actos conscientes y de despistes, como cuando nos llevaron en formación a todo el colegio a recibir a Eva Perón que llegaba en tren desde Madrid a la estación de San Bernardo. Era un día caluroso, aunque la dama argentina se presentó con un abrigo de pieles, lo que inauguró nuestro desconcierto. Al aparecer en el estribo del vagón, la muchedumbre, sobre todo escolares, gritaba "¡Franco, Perón!", y los chicos, ante la visión de un calvo gordinflón y la señora Evita, gritábamos «¡Franco, Pelón!», sin que las autoridades escolares, ni las otras, fuesen capaces de distinguir el oprobioso insulto que encerraba nuestra alharaca.
Mi paso por el Mesón del Moro fue tenso pero feliz. Me gustaba especialmente el mes de mayo, el mes de María, porque levantaban un altar a la Virgen al que teníamos que llevar flores. Nosotros las recolectábamos del campo, flores silvestres llenas de aroma. En el mes de mayo atravesar la galería era un placer tan sensual como religioso. La visión de centenares de ramos de flores, el intensísimo olor, la música y los cánticos componían un prado de felicidad, relajación y sentimientos amorosos, que infundían la idea de regreso al seno materno, donde nada puede conturbarte.
Los métodos pedagógicos no eran modernos ni apoyados sobre medio alguno, solo la pizarra y la voz del profesor, pero si uno los seguía era posible comprender algo. Las clases a veces se interrumpían ante la llegada de jóvenes ataviados militarmente, correajes, camisas azules, tahalíes en la cintura, botas mostrencas y voces airadas, que nos hablaban de centurias y campamentos.
Eran falangistas ebrios de palabras tronantes y consignas insípidas para nosotros.
Mi padre me había advertido el primer día de colegio: «Tú no te metas en la Falange. Si lo haces, te daré una paliza». Me impresionaron sus palabras. Nunca nos había golpeado, por lo que la amenaza de paliza sonaba a hecatombe definitiva. Mi resolución, pues, estaba tomada. No debía escuchar a los falangistas, no sabía bien por qué; pero ellos no me gustaban: historias arrogantes, ostentación de virilidad, chabacanería que me molestaba. La intuición infantil añadida al aviso paterno labraron para mí un camino que se separaba de la música oficial, de la canción imperial.
Aún no habíamos terminado el bullicio habitual de entrada en la clase, algunos no estaban todavía colocados en sus bancos, cuando don Miguel, ajustándose las lentes, nos miró de frente y dijo: «Hoy vendrá un señor a hablaros de Economía. Quiero que le prestéis todos mucha atención.
Viene a daros una sorpresa para cada uno de vosotros».
Nos miramos unos a otros con desconcierto y confusión. Economía era una palabra nueva de la que no barruntábamos su significado.
A media mañana llegó el anunciado caballero. Vestía un traje negro impoluto, lucía un pelo negro lustroso, peinado muy tirante, sin duda aficionado a la goma capilar y al aceite abrillantador.
–En pie -gritó sin entusiasmo el maestro, como siempre que entraba un extraño en la clase.
Después de ser presentado, el visitante nos rogó que nos sentáramos y empezó su perorata, densa, pesada, con un final inesperado.
–Niños, todos sabéis que España está logrando superar una triste situación, la que labraron durante unos negros años los enemigos de la Patria. Pero ahora, después de haber acabado con los que querían la ruina para España, el Caudillo está ampliando sus planes para hacer de España uno de los países más importantes del mundo. En pocos años, España volverá a ser rica, como antaño, cuando el Imperio era tan vasto que en él nunca se ponía el sol. – El aburrimiento comenzó a extenderse por la clase. Era el repetido discurso que de tanto oír no teníamos fuerza para fijarlo en nuestras mentes infantiles-. Y cuando España sea rica todos los españoles lo seremos. Cada uno de vosotros será rico. – Movimiento de inquietud en algunos. ¿Seremos ricos?– Para ello el Caudillo quiere que la Economía de España sea próspera, fuerte, y para que la Economía de España sea robusta, tiene que serlo la economía doméstica; ya sabéis lo que quiero decir: la economía de todas las familias españolas, la economía de cada una de vuestras familias. Y eso solo se logra mediante la creación de un cuantioso erario público, de un tesoro nacional potente. Y ¿cómo se forma el capital de todos, el capital de nuestro nuevo Estado? Con el ahorro. Y ¿es que el Estado puede ahorrar dinero cuando tantos españoles padecen necesidades? El ahorro ha de venir de las familias, de vosotros, de vuestros padres. – Este quiere que mi padre no se gaste el dinero, pero… si no lo tiene-. Por eso el Régimen quiere crear conciencia del ahorro, quiere fomentar desde la escuela una educación del pueblo para el ahorro.
Don Miguel sacó su reloj del bolsillito del chaleco, pero no lo miró; puso el dedo índice sobre el reloj y lo dejó descansando allí hasta que el orador cruzó la mirada con él. En ese momento el maestro golpeó suavemente la esfera del reloj con el dedo.
El orador comprendió que se le apremiaba, pero tal vez no interpretó la incomodidad que sentía don Miguel cada vez que tocaba" discurso oficial.
–Vayamos al grano. Yo represento a una entidad financiera bancaria. Soy empleado de la Caja de Ahorros y Monte de Piedad. – ¡Acabáramos! Lo que quiere este es que mi madre pague las papeletas de empeño.
Conocía bien el Monte de Piedad. Había acompañado a mis hermanas al Monte para desempeñar o renovar el empeño. Era aquel un lugar triste, de hastío, como un cementerio de cosas ordenadas en estantes inacabables. Lo veíamos a través de una rejilla de amplios huecos en forma de rombos, que separaba al cajero de los clientes.
Abundaban los hatos de sábanas y colchas, y las bicicletas; las joyas descansaban en cajones especiales ocultas a nuestra vista. Cada objeto contaba con una etiqueta grande, enorme nos parecía, en color sepia, y con nombres y fechas escritos a mano.
En nuestra casa dos documentos al alcanzaban título de sagrados: la papeleta de empeño y el recibo del Ocaso.
Los dos papelitos se guardaban en la cómoda, en el dormitorio de mis padres, en un cajón, cuidadosamente depositados entre las ropas, normalmente entre una prenda fina bien plegada, una combinación de raso o seda auténtica o no.
La papeleta de empeño era la garantía de poder recobrar los bienes familiares, depositados en el Monte para resolver un momento de angustia económica, un aprieto.
El recibo del Ocaso era otro aval de seguridad, para la muerte este, para contar con un entierro "digno".
Martilleaba el cerebro de los niños el grito con que se anunciaba el cobrador del Ocaso. – ¡El Ocaso, por si acaso!
Nos parecía un augurio de muerte, un innecesario recuerdo de que los más viejos podían morir pronto.
–Y la Caja de Ahorros y Monte de Piedad -prosiguió el empleado, levantando los brazos, exhibiendo los blancos puños de la camisa impolutos, tiesos- quiere que todos tengáis una cuenta en el banco. Pero no hablo de vuestros padres; me dirijo a todos vosotros. Vais a tener cada uno una cuenta con dinero en el banco; bueno, en la Caja de Ahorros y Monte de Piedad. – La admiración era perceptible. ¿Dinero en el banco?
El empleado se dirigió a la mesa del maestro, cogió la cartera que había dejado en ella, sacó unos cuadernitos y, mirando a don Miguel como pidiendo permiso, comenzó a leer nuestros nombres, entregándonos uno de aquellos libritos.
Leí mi nombre completo escrito en caracteres caligráficos: ¡era una libreta de ahorro con mi nombre!
Cuando acabó de distribuir las Libretas de Ahorros Infantiles, así figuraba en la portada, hizo la revelación más emocionante.
Ya tenéis vuestra libreta de ahorros. Pero ¿y el primer ingreso? La primera cantidad de dinero que figurará en vuestra libreta corre de parte de la entidad. – ¡Miradas de asombro y desconcierto!– El capital inicial, la primera imposición, la hace la Caja de Ahorros y Monte de Piedad. Mirad las páginas finales de la libreta, a partir de la mitad. – Revuelo de hojas. Veréis unos rectangulitos.En cada uno de esos rectangulitos tenéis que pegar unos sellos que podéis comprar en la Caja de Ahorros y aquí en la clase. Cada uno vale veinticinco céntimos. Ahora os haré entrega del primero de los sellos, obsequio de la Caja de Ahorros y Monte de Piedad, para que vosotros mismos con vuestras manos lo peguéis en su lugar, en el primer rectángulo de la hoja.
Volví a casa henchido de orgullo.Tenía mi cuenta en el banco. Se la mostré a mi padre, incrédulo de lo que le decía.
–Cada semana tenemos que comprarle un sello por lo menos al maestro. – ¡Calla ya! cortó tajante mi padre.
Logré ahorrar en aquella cuenta doce pesetas y setenta y cinco céntimos.Fue la primera y la única cuenta bancaria que me dio satisfacción.
Cincuenta años más tarde esta infantil cuenta sería «investigada» por un juez prevaricador que buscaba desesperadamente algún atisbo de irregularidad económica en mi vida política.
Los esqueletos de Torquemada, Valdés y otros grandes inquisidores del Santo Oficio se removerían de regocijo en sus tumbas al comprobar qué profunda herencia habían legado a la posteridad.
Pese a mi resistencia a las reglas comunes del poder en la escuela, mis calificaciones se elevaban cada día, de forma que al cumplir los nueve años la dirección requirió la presencia de mi padre para conversar sobre el futuro del alumno aventajado. Le informaron de la existencia de unos premios escolares que se entregaban a los mejores alumnos de los colegios de la provincia, y de que aquel curso el primer premio había recaído sobre su hijo Alfonso. De resultas de aquel hecho el director inquirió a mi padre sobre la conveniencia de que estudiara el bachillerato. Las razones de necesidad, muchos hijos, pocos ingresos, no desanimaron a don Rodrigo, que ofreció una alternativa viable: sus hijos regentaban un colegio, el Miguel de Mañara, en el que estarían dispuestos a recibir al estudiante en condiciones especiales, no muy onerosas para la familia. Mi padre solicitó unos días para analizar el asunto, pero yo supe en cuanto volvió a casa con la noticia que había cedido a la propuesta entre el orgullo por las buenas palabras oídas acerca de su hijo y la ilusión por emprender un camino aún no hollado por ninguno de los hijos mayores.
Su contento se completaba con una razón menos altruista. El premio concedido a su hijo implicaba una cantidad en metálico no desdeñable en la época y en las condiciones de la familia: 250 pesetas.
En la familia la noticia organizó un revuelo. Todo eran conjeturas. ¿Y quién le acompañará? ¿Cómo irá vestido? ¿Qué haremos con el dinero? Poco a poco, el entusiasmo se fue calmando y aclarándose el itinerario.
Mi madre decidió confeccionarme un traje de la tela de uno de mi hermano el mayor. Le dio la vuelta al tejido y lo recortó hasta mi talla. La chaqueta tenía el bolsillo superior en el lado derecho a causa de la vuelta del revés de la tela, y los pantalones, como exigía la costumbre, eran cortos por encima de la rodilla, dejando asomar las delgaduchas piernas. De una corbata de adulto preparó una corbatita para mí, y como tuvo tejido de sobra confeccionó un pañolito para el bolsillo exterior. Tal indicio de hortera no pude resistirlo y para toda mi existencia me ha dejado un hostil desprecio hacia todos los que se atildan con corbata y pañuelo rimados de lunares, estribos de equitación, coronitas o cualquier otra zarandaja de adornos.
Y llegó el día de la entrega de premios. Me acompañaron solo mis padres. La ceremonia se celebró en el salón de la Escuela Normal o Escuela de Magisterio. Nos sentaron en unos bancos corridos que había en la parte trasera. Delante, dos filas de bancos con un pasillo central llegaban hasta el estrado presidencial, donde unos avejentados señores se sentaban con caras cerúleas.
Al oír mi nombre me puse en pie y atravesé el pasillo con más miedo que decisión; notaba el repique de mis rodillas una contra otra. Me entregaron un diploma y un sobre blanco que incluiría el dinero, intuí yo, y me estrecharon la mano uno a uno, expresando con sus gestos una complacencia celestial, mientras sus labios pronunciaban las mismas palabras: "¡Enhorabuena, hijo!".
El miedo desapareció por completo; ya mi mente estaba ocupada en analizar qué importancia verdadera tenía aquello. Es la primera ocasión de la que guardo recuerdo de mi afición continua al análisis detenido, sereno, de todos los momentos en los que domina la ceremonia sobre los actos y los hechos.
Es posible que aquel día naciera en mí una aversión natural al protocolo y los actos de autobombo colectivo. Nunca he sabido aceptar el rito de intercambio de elogios y zalamerías. La profesión que hube de ejercitar durante años arrostra infinitos compromisos de rituales vacíos, pero afortunadamente, con tenacidad y seguridad, logré sortear todas esas obligaciones sociales.
Con la misma seguridad me volví entonces y atravesé el pasillo, ahora con aire de superioridad.
Alcancé el puesto de mis padres y con firmeza le entregué el sobre blanco, único sentido ya -prosaico, es verdad- de mi presencia en aquel rutinario acto.
Pero no se habían acabado los tormentos aquel día. Fue la primera vez que oí una frase a la que nunca me acostumbraría a pesar de escucharla casi cada día: "Este niño nos sacará de la miseria".
Durante años, en mi etapa de estudiante, era raro que cada día no hubiera ocasión para decirla a una vecina, a un amigo, a un familiar lejano, y para oírla de un amigo, una vecina o un familiar lejano. Toda conversación que incluyera una referencia a los estudios del niño se refrendaba con un
"
Este niño nos sacará de la miseria" o "Este niño os sacará de la miseria".
El martilleo de tal confianza, de tanta esperanza, de seguro futuro, me lanzaba a los libros.
Tenía que estudiar para tranquilizar a tantas personas confiadas en mis recursos. Cuando al cabo de los años lo he pensado, ¡qué fracaso tan estridente! No solo no me alcanzó para liberarles a ellos, ni siquiera para acaudalar cuatro monedas más que las necesarias para sobrevivir. En muchas ocasiones me he preguntado ¿cuál será el balance de aquellos que confiaban tan ciegamente en mí?
Posiblemente el relativismo del conocimiento humano les llevaría a equilibrar el fracaso económico y social con el pretendido éxito de la popularidad, o tal vez esta implique para muchos la seguridad de que está unida al triunfo material.
Sin embargo, yo siento en ocasiones tristeza por no haber tenido el impulso mercantil, el ansia de acumular, aunque fuese destinado para el beneficio de otros. Pero no, mi condena y mi fortuna es no estar destinado al mundo del dinero y la abundancia.Condena, porque a veces me apena no haber sabido ayudar a los míos, y fortuna, porque la ausencia de dinero es pareja al escaso deseo de tenerlo. Una suerte.
El cambio de colegio significó para mí el fin de la infancia. Poco antes, mi familia había abandonado la casa de Rastro, 8, y habíamos ocupado una curiosa vivienda sobre la azotea de la Fundición o Fábrica de Artillería, el lugar de trabajo de mi padre. El edificio había sido levantado en el siglo XVI como fundición de bronces, y más tarde, en el siglo XVIII, con la irrupción de las ideas de la Ilustración, se convertiría en la Real Fábrica de Fundición de Sevilla.
Algunos de los rincones del edificio estremecían a los niños, como la escalera del reloj, en cuyo vano colgaban unas enormes pesas que controlaban el gran reloj que anunciaba las horas y las medias con un estruendoso toque de campana. Si las horas te coincidían bajando o subiendo las escaleras, la sensación de hundimiento, de movimiento sísmico, era aterradora.
A la entrada, dos enormes leones de bronce nos impresionaban hasta que nos familiarizamos y cada vez que pasábamos junto a ellos acariciábamos la bola sobre la que apoyaban su garra. Eran copia de los leones que presiden la entrada regia del Congreso de los Diputados en la Carrera de San Jerónimo de Madrid. ¿Un anuncio? ¿Un presentimiento? Diecisiete años de relación familiar con aquellos leones tuvo su continuidad en más de veinte años con los originales que protegen el Parlamento.
Cambiar casi simultáneamente de vivienda y de colegio fue un desgarro demasiado fuerte como para que no afectara a mis escasas certidumbres. Opté por una actitud de responsabilidad que superaba en exceso la que correspondía a mi edad y corta formación. En el nuevo colegio sentí que todos disfrutaban de una madurez superior, y en la nueva casa todo me parecía demasiado serio como para no ir siempre erguido, formal y educado.
El colegio Miguel de Mañara ocupaba el palacio de Miguel de Mañara Vicentelo de Leca, el noble que vio pasar su propio entierro y que en el terreno de la leyenda figura como el modelo de Don Juan, el mito. Juerguista y jaranero, tuvo su particular conversión, dedicando el final de su vida al cuidado y asistencia de pobres y enfermos. Su obra principal fue la construcción del Hospital de la Caridad, donde cuelgan las pinturas tenebrosas de Valdés Leal.
El palacio, situado en plena judería sevillana, en la calle Levíes, aún guardaba el aire misterioso y eclesial, idóneo para ocultas aventuras amorosas, y entonces dedicado a la educación de algunos centenares de muchachos -las chicas tenían sus instalaciones separadas de los chicos- que corríamos por patios, galerías y habitáculos escondidos con espíritu burlón.
El director, don Rodrigo, de semejanza física con el actor James Mason sin embargo, era conocido entre los alumnos como Peter Lorre, incansable fumador, temido por su casi silenciosa forma de reñir pero admirado por su sorprendente capacidad de devolver la disciplina y el estudio a una clase que hubiera relajado su actitud, más cerca del hedonismo que de la regla.
A don Pedro acompañaban en las tareas educativas sus hermanos don Juan y don Rodrigo. Don Juan era también secretario del colegio, buen profesor de Latín, un hombre siempre serio y eficaz.
Don Rodrigo, el más joven, frívolo, guasón y todo ojos para las jóvenes docentes, especial cortejador de una bonita y coqueta profesora de los más pequeños, la señorita Elisa, que tenía excitados a todos los alumnos.
El colegio ofrecía una buena capacitación a los estudiantes. Las clases, con pocos alumnos -en mi curso éramos solo catorce chicos-, y los profesores, extraordinarios en sus materias; y algunos lo eran aún más, pues nos hablaban de la vida, de sus viajes, de las relaciones entre hombres y mujeres. El profesor de Geografía era un hombre cultísimo que disfrutaba abriéndonos los ojos a los problemas que encontraríamos en la vida. Lo hacía con elegancia y verdad, por lo que representó para mí una fuente de información y madurez.
El profesor de Literatura no comprendía la buena literatura, mas se esforzaba en interesarnos en ella. Exigente, taciturno -arrastraba una semituberculosis, "una sombra" en el pulmón-, pero amable y condescendiente con los estudiantes.
Muy pronto comencé a destacar como buen estudiante, hasta lograr la consideración de alumno ejemplar, condición que asumía mal, pues no creía estar haciendo nada especialmente meritorio.
En el primer curso de bachillerato mis calificaciones fueron excelentes, lo que me valió el privilegio de elegir el primero el premio de fin de curso. El colegio solicitaba a los padres unos regalos que serían después asignados a los mejores alumnos. Cuando llegó el día de la distribución colocaron todos los regalos en la meseta de la gran escalera que subía desde el patio al piso superior. A los premiados nos colocaron en fila sobre los escalones, ordenados según las calificaciones. En primer lugar estaba yo, bastante impresionado por el ritual. El director, junto a los regalos colocados sobre el suelo, me sopló con voz templada: "La pluma Parker". Pero ya había visto un par de libros que me parecían más apetecibles. Señalé los libros, y el director, entre airado y sorprendido, me insistió ahora con voz tronante: "La Parker". Mi decisión estaba tomada. Recogí del suelo los libros, provocando una profunda decepción en el director. Algo asustado -me había rebelado contra el poderoso y temido don Pedro-, di media vuelta y bajé las escaleras, acariciando los dos primeros libros de mi biblioteca: Novelas ejemplares, de Miguel de Cervantes, y El abismo y otros cuentos, de Iván Turgueniev, dos tomitos en edición de Espasa Calpe, colección Austral.
Estoy convencido de que aquel día quedó mi vida marcada por el amor a los libros. Siento un gran placer con la lectura, pero no solo con ella. El libro me ha dado muchas satisfacciones: el hurone " de libros desconocidos, la búsqueda de tesoros literarios ajenos al circuito normal, la conversación acerca de libros leídos y no leídos, el contacto físico del libro, la apertura de unos libros recién adquiridos y la relectura continua de los libros favoritos son algunos de los placeres de los que siempre he procurado disfrutar y contagiar a los demás. No otra razón me llevaría a la incursión mercantil, a la creación de una librería, en cuyas modestas dependencias he pasado horas gloriosas.
Tenía también el colegio un sector de internos, al que acudían sobre todo hijos de propietarios agrícolas de los pueblos de la provincia, chicos rudos, muy ignorantes de todo lo que no fueran las materias de estudio, deseosos de conocer la vida de la ciudad. Suponían que Sevilla era una versión moderna de Sodoma, que ellos encontraban en los paseos de las criaditas en los jardines de Murillo, justo delante de nuestra casa. Criadas y soldados se mezclaban en un número incalculable los domingos paseando por los jardines, y dejando escapar algunos pellizcos y no pocas bofetadas.
La confirmación de niño "sabio" en el nuevo colegio creó en mí una doble inquietud: la necesidad de responder al esfuerzo que hacía mi familia con unos resultados académicos excelentes, y el temor de ser considerado por los compañeros como un muchacho idiota, solo preocupado por ser el primero de la clase, pero sin atractivo para los juegos y diversiones. Estas dos tendencias contrapuestas me hacían estar vigilante para no cometer errores ni en mi preparación escolar ni en mi deseo de sociabilidad con los otros chicos. Era una difícil tarea conjugar las horas de estudio y los momentos de juegos, aunque la complicación se hizo casi insalvable al alcanzar la adolescencia, pues el cortejo de las chicas solicitaba un tiempo que los libros reclamaban con urgencia. Para entonces ya había superado algunos trances especiales que darían temple a mi carácter y madurez a mis reflexiones.
Nosotros ya habíamos tomado el gusto al cine en los cines de verano, salas de proyección al aire libre cuya pantalla podía verse desde fuera. Cada noche nos apostábamos en los alrededores del "cine de verano" y contemplábamos gratuitamente la película. Alguna vez comprábamos las entradas, pero siempre en número inferior al de las personas que queríamos entrar, y en la puerta dos o tres se metían sin entradas. Durante el camino desde la vivienda al cine se producía la ardua discusión para determinar a quién le tocaba "colarse".
Mi hermana Consuelo pasaba algunas temporadas con una gravedad extrema de la enfermedad.
En aquellos períodos veíamos llegar al señor del neumotórax, que traía una cajita de madera de la que según nuestro entender extraía una aguja que aplicaba a mi hermana en las axilas y por la que insuflaba oxígeno a los incapacitados pulmones.
Eran días tristes, de congoja; sabíamos de su sufrimiento durante la aplicación de aquel método de alivio de la enfermedad, y sufríamos con ella, se nos abría su herida en nuestra pesadumbre.
La noche de su muerte sigue representando para mí la desolación y el abatimiento. Dormía yo en el comedor, en una cama de campaña junto a otro hermano, cuando oí ruidos en torno al cuarto de Consuelo. Me incorporé, y pude intuir que algo grave sucedía.
Me levanté y en silencio me acerqué a la puerta de la habitación. Estaba abierta. Con gran cautela me asomé, procurando que no me descubrieran.
Junto a su cama, mi madre, mi padre y mi hermano mayor intentaban conocer su estado. Vi que mi hermano sostenía un pequeño espejo delante del rostro de mi hermana. A cada momento lo retiraba y lo miraba atentamente. Entonces dijo: "¡No!". Sonaron los llantos, las quejas. Yo corrí a la cama y me tapé la cabeza con la manta. Era el 19 de enero de 1951; mi hermana yacía muerta en su cama.
Un niño de diez años que vive oculto aquella nefasta noche nunca podrá librarse de la huella impresa en su espíritu. La joven hermana muerta a los veinte años de edad, por su carácter, por su bondad, por su sensibilidad y por su desgracia en la enfermedad, ocupará durante toda la vida una hendidura perecedera, emotiva, trágica y melancólica.
Muy pronto aprendí cómo las convenciones sociales arrastran hasta los más graves sentimientos. Todo el mecanismo que la sociedad ha tejido alrededor de la muerte. A los niños nos colocaron una ancha banda negra en el brazo, la señal de la muerte, y nos enviaron con una tía, a la que conocíamos por "la repetía", pues sus conversaciones se limitaban a tres o cuatro frases repetidas continuamente. Esposa de un hermano de mi padre, sin hijos, tenía tendencia a usurpar como propios a sus sobrinos; pero con nosotros no era fácil. Internamente nos burlábamos de sus aspiraciones en la escala social. Su pobreza se ocultaba bajo un vestuario de señora opulenta y en sus referencias a nombres de familias adineradas de Sevilla, para las que ella trabajaba en costura y bordado. Muy religiosa, pasaba largas horas en los conventos con los que colaboraba con sus exquisitas labores. Se quejaba de continuo del trato indiferente de su marido y acostumbraba a repetir que vivía con el corazón en un hilo. Hasta que un día en un rapto ineducado le espetamos que ya se trataría no de un hilo sino de un ovillo, por la reiteración. Nunca nos lo perdonó.
Pero antes de que nuestra tía, "la repetía", nos alejara del lugar de la muerte, tuvimos aún ocasión de presenciar un momento no por esperado menos temido. El miembro de la familia que había ocupado el lugar de cancerbero de la enferma, de Consuelo, fue nuestra hermana Ana. Su abnegación le hizo renunciar a infinitos momentos de esparcimiento y deleite por no separarse del lecho de la enferma. Tuvo incluso que retrasar la fecha de su boda, ya inmediata, por las sucesivas recaídas de Consuelo. Cuando murió, hacía muy poco tiempo que Ana se había casado y trasladado a un pueblo cercano, Alcalá de Guadaira, donde vivía con el marido. Avisada de que Consuelo quería verla por un agravamiento -ocultándole la verdad-, todos esperábamos el momento en que descubriese el final de Consuelo.
Cuando Ana llegó a la mañana, y al ver a tanta gente en la puerta de la vivienda, comprendió al instante. Sus gritos, su llanto, transformaron el aire suave de aquella mañana de enero, encrespando mis cabellos. Un frío desconocido cabalgaba sobre mi espalda y mis brazos ante tal desgarro, que de mayor encontraría en los sucesos trágicos de italianos, árabes e hindúes.
La familia tan poblada de hermanos apuntaba una extraordinaria variedad de estilos y conductas. La educación de mis padres, de autoridad evidente, permitía relativo descontrol en la vigilancia. Siendo tantos y necesitando de tanta actividad para mantenerlos, mis padres estaban demasiado ocupados como para entretenerse en el control horario de los hijos. Gozábamos de libertad de movimiento, sin que significara ausencia de autocontrol por decisión personal, pero también por la autoridad natural que emanaba de mi padre.
Expresión de la época era la distinción clara en la orientación de vida entre los varones y las mujeres. Estas debían ser ayuda en la casa y entrenamiento para el matrimonio. Los chicos, dedicados al trabajo desde muy jóvenes, casi niños, hasta mi dedicación al estudio, lo que no me exoneraba del trabajo accidental.
La hermana mayor, Julia, era la belleza familiar, siempre piropeada por los hombres al pasar, recibido por ella con una sonrisa y breve dosis de frialdad.
Su novio, Juan Antonio, era un bondadoso y cariñoso joven que se divertía jugando con los niños. Era el principal colaborador -todos debíamos apoyar- en la instalación de un espléndido belén en Navidad, en el que el río era agua circulante que movía la noria, que producía mediante una dinamo electricidad para las casas, los castillos y el portal.
El padre de Juan Antonio era un prisionero del vicio del juego de cartas, – hoy sería ludópata-. Una vez acompañé a su hijo al garito para convencerle de que saliera después de tres días continuos jugando. Recibí una gran impresión de la fuerza que dominaba a los jugadores. Igual ganaba una fortuna que la perdía en pocos días. Ya casados Julia y Juan Antonio, el padre de este le forzó a abandonar la profesión y cambiar de residencia para que su hijo se ocupara de una empresa de transportes que había ganado en el juego. Nunca lo hiciera, pues solo meses después apostó la empresa y la perdió, abocando a su hijo al desempleo y al desahucio.
Pepe, el mayor de los varones, fue el único hermano aventurero, osado, arriesgado, de carácter muy generoso, pero inhumano en algunos importantes momentos de su vida. Guapo, fuerte, deportista excepcional, era centro y aspiración de todas las mujeres. Él vivía pendiente de ellas. Se casó con una jovencísima chica del campo, natural, lista, ignorante y práctica. Se decía que él acudía a la llamada de las mujeres por gusto y por dinero.
Una vez que una vecina insinuara algo, la esposa remató la disputa con una frase que me cerró la garganta en un nudo de pudor y temor: "Lo del hombre se lava y se estrena". Una visión franca, descarada, obscena, me hizo ver que las relaciones entre hombres y mujeres están sujetas a normas especiales para cada pareja. Lo que un hombre o una mujer no pueden tolerar a su pareja, tal vez en otro u otra en circunstancias diferentes puede actuar "con naturalidad", de otra forma. No ha sido fácil para mí comprender cómo se mantienen ciertas parejas en condiciones tan difíciles de explicar. Y es que desconocemos las razones del amor, nos arrastran de acá para allá sin que seamos verdaderamente dueños de nuestros actos.
Un día que fue a visitar a mi hermano un señor mayor vestido con un traje de un blanco delicado y tocado de jipijapa, blanco también, comenzaron los rumores sobre si sus amistades no se detenían en las mujeres guapas.
Me hizo reflexionar sobre la homosexualidad. En aquella época el tema se enfocaba de una forma muy anticuada y con gran desprecio por los maricas. He dado vueltas en mi vida al asunto, impulsado por los acontecimientos que he presenciado.
Tenía cinco años cuando algo me impactó avisándome de un modo desconocido y extraño.
Jugábamos al anochecer en los jardines de Murillo como cada tarde. El juego era el escondite.
Estaba yo dentro de un macizo de arrayanes esperando no ser descubierto, cuando oí al amiguito que tenía la misión de encontrarnos. Cuando pasaba exactamente junto a mí, pude oír una voz de adulto que decía: "Si la pones en tu mano te doy cinco pesetas". Miré a través del ramaje, y observé los ojos espantados de mi compañero de juegos; seguí su mirada y me topé con un hombre joven que exhibía su pene e invitaba a mi amigo a cogerlo. Sentí unas arcadas. Sin saber por qué, salí del escondrijo y tomando por el brazo a mi amigo echamos a correr.
Ese episodio me hizo relacionar la homosexualidad con la corrupción de niños, hasta que otro hecho me hizo mirar desde otro ángulo el asunto.
Con catorce años pasaba una tarde en la Velá de La Puerta de la Carne. Velá (velada) en Sevilla son unas ferias de barrio de larga tradición que últimamente solo conserva con fuerza el barrio de Triana. Los habitantes del barrio se paseaban cansinamente entre los puestos de churros y refrescos cuando de pronto un remolino de gente corría hacia el puente de San Bernardo. Vimos a un compañero del colegio que nos gritó algo invitándonos a seguirles. Tras ellos fuimos. Al llegar a la cima del puente la masa se detuvo y sentimos el empuje del retroceso. Cuando pudimos acercarnos al centro del grupo descubrimos a dos jóvenes tendidos en el suelo, sobre los que descargaban sus golpes todos los agrupados. Se apreciaban ya las heridas en sus rostros, manando sangre.
Preguntamos por qué aquella paliza. Con ojos desorbitados todos nos decían: "Son maricas que llevaban flores en el pelo". No entendí cuál era el delito y me quedó muy claro que la sociedad mezclaba dos conceptos: la homosexualidad y la persecución de las personas diferentes.
Se podía tener cualquier idea sobre los homosexuales, favorable o contraria, pero nada daba derecho a perseguirles, discriminarles y aún menos golpearles.
Más tarde, con algo más de veinte años, me ocurrió algo que me turbó. Acudía con mi novia a un cine de Sevilla, el Palacio Central; cuando ocupábamos nuestros asientos en el anfiteatro, me saludó un conocido de la vida cultural sevillana. Hombre de apariencia triste, casi siniestra, pero habitual de conferencias, teatros, cineclubes y librerías.
Durante la proyección se oyó un golpe y un grito sonoro: "¡Maricón!". Se armó un gran revuelo en la sala, que provocó que se interrumpiese la proyección y se encendieran las luces.
Un espectador, como un energúmeno, zarandeaba al conocido mío y le insultaba groseramente, pretextando que el otro le había tocado los genitales. Sentí una vergüenza afrentosa, casi como si yo hubiera participado en la grotesca comedia o tragedia. No volví a ver a aquel hombre hasta pasados unos años, en el vestíbulo de un teatro madrileño. Estábamos en un descanso, se me acercó, me saludó y con toda naturalidad me dijo: "Vengo para hacer la crítica para Mundo Obrero ". Fue el fogonazo que iluminó una realidad que tenía delante y no había visto. En las organizaciones políticas había otra línea transversal de relación que conectaba a un número notable de homosexuales.
Después tendría ocasión de comprobar cómo funcionaba el asunto en la política con dos vectores opuestos que no se neutralizan. He sido testigo incrédulo de vetos para cargos institucionales por ser homosexual, y he contemplado con displicencia e ironía cómo algunos debates sobre asuntos públicos ocultaban preferencias personales entre homosexuales.
La variada personalidad de los hermanos ofrecía un mirador bastante expresivo de los caracteres humanos. Ana, la segunda en edad entre las chicas, era un retrato invertido de Julia: tranquila, más seguidora de iniciativas ajenas que de las propias, nada ambiciosa, mostrando siempre una cara de bondad o resignación. Antonio, mellizo de Ana, parecía una pólvora dialéctica difícil de seguir; rápido, ocurrente, algo surrealista, acostumbrado a dejar atónitos a todos con sus "salidas" llenas de gracia y humor.
Carmen era una mujer sencilla, pero muy de su tiempo; fue la primera chica de la familia que logró trabajar fuera de la casa (como costurera de un taller), al principio sin que mi padre lo supiera.
Manolo reproducía el modelo del galán de las películas norteamericanas; más en el estilo de Glenn Ford, siempre atormentado por su relación con las mujeres, acostumbraba a volver en brazos de los amigos con una dosis de alcohol excesiva. Trabajando desde su infancia, empleado en un pequeño taller sin condiciones, se ocupaba de la soldadura. A la vuelta del trabajo, por la tarde noche, llegaba a casa a ciegas, tanteando por las escaleras, hasta llegar a la cocina, donde cada tarde había de permanecer largo rato mojando sus ojos con agua del grifo hasta recuperar la visión.
Aquellos ratos significaban para mí un fuerte sufrimiento y un pavor incontrolable al mundo del trabajo de los "mayores". Tuve una conciencia clara desde muy pequeño del lado privilegiado que tenía la vida infantil, con la escuela y los juegos. Tal vez sea esta la explicación más certera de que nunca fue para mí una gran carga la escuela; no experimenté la general aversión que los niños sienten por la vuelta al colegio cada año, ni me pareció nunca un esfuerzo extremo la realización de los deberes o la preparación de los exámenes.
Otras dos hermanas, Angeles y Encarna, estaban sobre mí en edad. Ángeles, una adolescente cuando era yo un niño, compartía algunas confidencias con los más pequeños. Encarna tenía casi mi edad y éramos más parejos en juegos y descubrimientos de la vida.
Tras de mí nacieron otros dos chicos, Juan José y Adolfo. Los tres componíamos el grupo de los "niños", y en efecto hicimos juntos la etapa infantil, compartiendo todos los juegos y deslumbramientos al ir conociendo el mundo.
Pasar del colegio público San Isidoro al modesto colegio de los hijos de don Rodrigo fue un salto mortal para mí. El colegio Miguel de Mañara se asentaba sobre un palacio.
La calidad del edificio y la equívoca idea de que los estudiantes que acudían pertenecían a un mundo social y económico elevado hizo crecer mi timidez natural. La realidad del entorno colegial no era tan nítida. Los chicos pertenecían a familias de clase media baja, salvo unos pocos hijos de propietarios agrícolas de la provincia (eran los más primitivos, groseros de costumbres y de carácter enrevesado) y algún caso de hijo poco brillante de alguna familia prominente. Pero, aun así, estaban a gran distancia de la modestia de mi familia. Más tarde comprobaría que había un componente de apariencia que engañaba. La mayoría se esforzaba por transmitir una posición económica superior a la realidad.
En ese cosmos en el que era yo el último, o así lo creía, todo cambió al finalizar el primer curso de bachillerato. Ya había superado el examen para obtener una beca de estudios, que fui renovando cada año durante todo el bachillerato. En casa era la primera vez que un hijo emprendía la aventura de estudiar, de estudiar el bachillerato.
Las calificaciones no dejan margen para la duda; el niño pobre sobrepasaba con creces a los más acomodados. Las notas fueron: Matemáticas, 10; Lengua Latina, 9; Ciencias Naturales, 10;
Francés, 9; Lengua Española, 10; Geografía e Historia, 9, y Religión, 10. Nota media, 9,5.
Matrícula de Honor.
El mundo se abría para mí, aunque también me aprisionó. Ya no tenía impedimento que me obligara a ir tras los pasos de los chicos que conocían otra realidad -sin duda mejor, en mi cabeza-, sino que podía ser ejemplo, hasta pionero en las opiniones que arrastrarían a los demás.
Así comenzó a fraguarse un rol de un liderazgo de grupo que tuvo su espaldarazo total cuando con catorce años el director me convocó para que le ayudara en las tareas de dirección del colegio.
Fui llamado a la secretaría del colegio, donde tenía despacho el director, don Pedro, y el secretario, don Juan, hermano del director. Me explicaron que el estudiante que les ayudaba terminaba ese curso en el colegio para ingresar en la Universidad, y que habían acordado proponerme como sustituto. Las tareas consistían en ordenar y vigilar las relaciones con el Instituto San Isidoro, del que dependía el colegio, y que había de convalidar los estudios que en él se impartían, y aquí estaba "el poder" -preparar la lista de castigos de los estudiantes-. Cada día los profesores proporcionaban a la secretaría los nombres de los alumnos que no habían rendido lo suficiente en las clases o que habían tenido una conducta anómala. En secretaría se reunían todos esos nombres y se confeccionaba una nota general que se leía cada tarde en el patio del colegio, ante el conjunto de estudiantes. El castigo consistía en quedarse a estudiar dos o más horas ese mismo día.
El sistema me permitía conocer unas dos horas antes de finalizar las clases quiénes eran los castigados y hasta qué hora permanecerían en el colegio. Los alumnos me acosaban a preguntas, y yo tenía que de batirme entre la prohibición de darlo a conocer antes de la salida y la ostentación de poder que suponía entre los chicos el conocimiento adelantado. Esta situación me hizo muy popular entre los compañeros y no tanto entre los profesores, pues mi tarea en la secretaría me obligaba a perderme algunas clases, y los profesores, desconfiando de que realmente necesitara estar en la secretaría o si sería un subterfugio para evitar las clases, enviaban a un alumno a buscarme para que por sorpresa les recitara la lección. Pero nunca les fallé; acudía algo tenso, preocupado, pero respondía con seguridad y acierto al requerimiento vengativo del profesor.
Pero el comienzo de mi nuevo papel de "dirección" no fue tan deseable. El primer día, el día que el director y el secretario me encargaron la tarea, le dije al muchacho al que iba a sustituir que tenía que ir a los servicios. Atravesé el patio corriendo, llegué a los servicios y solté un vómito interminable. Al volver me interrogaron sobre mi salud, y no supe bien qué responder. En verdad, había sido el efecto del susto que me produjo la idea de tanta responsabilidad.
Mi nuevo puesto tenía alguna que otra satisfacción. El colegio era solo de chicos, pero en el edificio colindante estaba la sección de las chicas, totalmente separada y con prohibición de contactar ni fuera del colegio los unos y las otras.
La dirección, sin embargo, era común, y el único enlace que penetraba a diario en el sancta sanctorum de las niñas era yo. Entrar en las clases de las pequeñas no me alteraba, pero en las clases de las adolescentes me provocaba un sentimiento perturbador y dulce, al mismo tiempo; era como entrar secretamente en un harén. Las miradas, las sonrisas y los cuchicheos entre ellas que no podía oír me halagaban pero me inquietaban, y me prendé de una a la que acompañé cada día a su casa durante al menos un curso. Pero las chicas ya habían aparecido antes en mi vida.
Cuando cambiamos de vivienda, en la azotea de la Fundición vivía una niña de siete años -esa era también mi edad-, bonita, de rasgos delicados, fina de gestos, delgadita, que parecía predestinada para ser mi compañera para siempre, si no fuera por la acción combinada de los habituales guasones y mi timidez profunda. Pues todos bromeaban continuamente con la pareja Leny, así se llamaba, y Alfonso.
Escribían en las paredes, dibujaban un corazón con nuestros nombres, cantaban la canción "Alfonsito rey de España se ha casado con Mercedes…", solo que cambiaban el nombre por Leny.
Aquello lo estropeó todo, pues ella sentía la misma atracción que yo.
El juego duró unos tres años, hasta un día que un chico mayor hizo una broma que me sublevó.
Dijo delante de todos, Leny y yo incluidos, que yo quería ser una hormiga para escalar por la pierna de Leny, subir por su muslo y meterme en su braguita. Aquello me azoró, me arrebató los nervios, reaccioné con violencia lanzando una cruel patada al vecino y olvidándome por completo de la abrumada chica.
Aquel inocente percance sirvió para desviar la atención de la pureza romántica ante una chica hacia el camino del sexo. Otra vecinita acostumbraba a planchar delante de la ventana, con un delantal que dejaba ver los hombros y los brazos desnudos. Comenzó a circular la especie de que la chica para combatir el calor planchaba totalmente desnuda salvo el delantal, que creaba la apariencia de que debajo podía estar vestida. Así que los chicos buscábamos todo tipo de excusas para pasar delante de su ventana y entretenernos con cualquier pretexto ante ella, esperando el momento en que se diera la vuelta, con la esperanza de que el delantal no tapara la parte trasera.
Fue inútil; todo un verano deseando verle dar la vuelta y no lo logró nadie, aunque los comentarios como "he estado a punto, se volvió un poco…" eran continuos. Aprendí ya entonces que el sexo tiene un componente de imaginación fundamental. Lo importante es conseguir una expectación sobre lo que promete, porque luego la satisfacción se desvanece enseguida, y es incluso inhibitoria durante algún tiempo.
En aquella época el sexo figuraba entre los peores caminos de perdición. Los niños estaban expuestos al fuego graneado continuo de los sacerdotes contra el terrible pecado de la carne.
En muchos amaneceres me despertaban las señoras beatas cantando en la procesión del rosario de la aurora, con una reacción mezclada de enfado e incomprensión.
En el colegio infantil la religión era algo natural, pero en mi caso no fue muy intensa. Mi hermana en la sección de niñas del mismo colegio se sabía de memoria tanto las preguntas como las respuestas de todo el catecismo de Ripalda. "¿Entonces hay tres dioses?". "No, sino uno en esencia y trino en personas." Yo nunca tuve que aprender un libro aberrante como aquel catecismo. Sí nos llevaban a los ejercicios espirituales en la iglesia de Santa Cruz. Era aburridísimo escuchar a aquel sacerdote desde el púlpito repetir las mismas advertencias y amenazas. Siempre acababa avisando de la necesidad de estar preparados para el momento de la muerte, "porque en cualquier momento esta puede llegar, y si no estáis en gracia de Dios, iréis al infierno. Hoy mismo, al salir de la iglesia, os puede caer una teja en la cabeza y os envía directamente al infierno si os coge sin estar en gracia de Dios". Este discurso lo creí propio del régimen de la dictadura que daba todo el control de las conciencias a la Iglesia española, pero más tarde encontré el mismo argumento en la novela de James Joyce Retrato del artista adolescente, de lo que hay que deducir la capacidad de insuflar a fuego perenne un discurso único en la mente de los predicadores para todo el orbe.
De aquella religiosidad impuesta recuerdo bien que toda la atención se centraba en el final del acto eclesial, pues se procedía al sorteo de un único premio entre los forzados cursillistas: un paquete de galletas María. Tan escuálido premio tenía un auditorio expectante, comprensible si consideramos el hambre acumulada de los niños de familias humildes de aquella época.
Uno de los extraños fenómenos de mi vida es que me opusiera sin miedo, pero con firmeza, a acudir a la catequesis. Mis hermanos y hermanas iban una vez por semana a la catequesis en la iglesia de San Isidoro. Allí les adoctrinaban y les proporcionaban, por la asistencia, un vale, una cartulina que coleccionada hasta alcanzar un número fijado les valía para cambiarlo por una manta, una rebeca de punto, calcetines, los productos que escaseaban en la pobreza del momento. Como las sesiones eran después de las horas de clase, yo les acompañaba y siempre, siempre, me quedaba en la calle, en un pequeño parterre delante de la escalera que llevaba al templo. Y esperaba. En una ocasión, sentado en un escalón, vino un niño desconocido a importunarme y terminamos en una "violenta" pelea que nos hizo rodar por el parterre, con la "fortuna" de estar lleno de ortigas, la hierba que produce un picor insoportable. La picazón nos hizo firmar una urgente paz, porque las piernas y las manos nos ardían. Fue aquella una de las pocas luchas infantiles fuertes que recuerdo.
Hubo otra que estuvo a punto de tener con secuencias terribles. Una mañana, esperando para entrar en el colegio, ya en el Miguel de Mañara, estaba aterido de frío -fue el 21- de enero, cuando no pude evitar que unas lágrimas rodaran desde mis ojos. Un compañero lo vio y comenzó a bromear con la crueldad que solo saben poner los niños. Mi callado llanto manaba por la muerte de mi hermana Consuelo dos días antes, y como el niño persistía en motejarme de niña, tontita y otras boberías, mi furia fue creciendo hasta que me lancé como un cohete contra él; mi cabeza le golpeó en el vientre, tirándole con violencia al suelo, en el centro de la calle. Sonó limpiamente, como una campana bien templada, el golpe de la cabeza contra el adoquinado de la calzada. El niño perdió el sentido y yo quedé aterrado. Estuve seguro de que yacía muerto. Se recuperó enseguida, pero la lección me sirvió durante toda la vida. Mi condición física, delgado, nada musculoso, me hacía evitar las confrontaciones a golpes, habituales entre los niños y aun entre los adolescentes, conduciendo la confrontación hacia una dialéctica verbal que ofuscaba al brioso guerrero, le confundía y debilitaba sus ansias de lucha. Pero después de aquel episodio, a mis diez años, me di cuenta de las consecuencias no queridas que pueden tener las broncas que derivan en trompazos.
Entonces era frecuente contemplar peleas entre hombres y entre mujeres. En las de "machos", las hojas de las navajas no tardaban en brillar, y siempre me sentí muy inquieto, tenso, como si estuviera yo implicado. Aquella preocupación estaba de seguro inspirada por aquella rápida pelea por un llanto imposible de detener.
Otro espectáculo corriente en las calles de mi infancia era los borrachos, dando camballadas, haciendo eses, cayendo al suelo, destrozándose el rostro, sangrando mientras gritaban cualquier impertinencia a nuestro paso. Mi deseo de ayudarle era neutralizado con mi miedo a una reacción violenta.
En el colegio Miguel de Mañara los asuntos religiosos se llevaban con otra actitud. Se cumplían todos los requisitos a que obligaban las autoridades, pero nunca vi un instante de misticismo en los profesores. Cada mañana se leía el santoral en la capilla, los domingos era obligatorio acudir a la iglesia de San Bartolomé junto al colegio, para "oír" la misa, y cuando llegaban las principales fiestas religiosas, especialmente la de la Inmaculada Concepción, Patrona del colegio, debíamos, sin excusa, confesar y comulgar. Y aquí llegaba el problema, pues disponíanse dos sacerdotes en sus confesonarios y distribuían en sendas filas a los estudiantes. Al poco rato una cola se había alargado interminablemente, mientras en la otra apenas quedaban tres o cuatro chicos. Llegaba un profesor y volvía a repartir a los chicos en dos filas aproximadamente iguales. En cuanto se ausentaba, las filas volvían a descomponerse. La razón era clara para nosotros: uno de los curas acariciaba el rostro de los chicos, arrodillados ante él y casi ahogados por el confesor, que se inclinaba hacia el chico y le cubría con sus brazos. Aquel cura convirtió en incrédulos a muchos chicos. Alguno, sin embargo, pasaba por encima de aquellas humillaciones, y en la misa, en el momento de alzar el copón con la Sagrada Forma, se les veía en una especie de éxtasis, de comunión verdadera con la figura de Cristo, y a algunos en aquellos momentos les corrían lágrimas por las mejillas. En ocasiones yo quise intentar ese ensimismamiento, para comprobar qué efecto podía tener sobre mí; pero todo fue inútil, no lograba salir de una posición de observador, de mirón de lo que pasaba fuera de mí. Y lo que ocurría era que sonaba la música del órgano, y en ese instante empezaba otra cosa para mí. El párroco, en combinación con el colegio, había recurrido a un organista joven, que me alegró las mañanas de los domingos. Tocaba bien y sobre todo interpretaba piezas que nos encantaban. Sus preferencias estaban en Bach, y cuando arrancaba con una tocata y fuga a los chicos nos emocionaba y nos provocaba una euforia magnífica, nos ensanchaba el corazón con una alegría que nos duraba todo el día.
A la vuelta del centro habíamos de pasar por el mismo lugar. Al acercarnos observamos una gran multitud contenida, al borde de la calzada, por los agentes de la policía. Cuando preguntamos cuál era el motivo de aquella concentración nos informaron de que habían asesinado a las estanqueras del barrio. Habían sido degolladas y según los comentarios sus cabezas habían sido descubiertas apoyadas sobre el mostrador. Al momento comprobé que las definiciones metafóricas están basadas en hechos verídicos, pues sentí correr por mi columna vertebral un frío real que se paseaba desde la cintura al cuello. Una hora antes había estado a punto de descubrir el espantoso escenario del crimen, pues la puerta del estanco no estaba cerrada, solo encajada.
En la ciudad fue un suceso que ocupó buena parte de las conversaciones de la gente durante mucho tiempo. Más tarde fueron detenidos tres pequeños maleantes, juzgados, condenados y ejecutados, pero todos opinaban que aquello fue una pantomima. Los rumores apuntaban en dos direcciones. Por un lado se dirigían las culpas a problemas de herencia entre los sobrinos de las estanqueras, pero sobre todo se recordaban las muchas delaciones contra personas de izquierda que las dos hermanas habían hecho durante la guerra y los primeros años de posguerra.
Se decía de muchos que habían sido fusilados o encarcelados por obra de las denuncias de las estanqueras. El crimen se inscribía, pues, en la venganza política.
Los pobres desgraciados que habían pagado por un crimen del que todos estaban convencidos de que no eran autores fueron elegidos de entre los grupos marginales del barrio. Yo les había visto muchas veces vendiendo cigarrillos confeccionados con las colillas que recogían del suelo, actividad industrial muy desarrollada en aquellos tiempos.
Había sufrido yo otro susto cuando preparando una pequeña intervención quirúrgica para extraerme las amígdalas, operación habitual entonces en los niños, soporté un dolor intensísimo en el vientre que fue diagnosticado como un agudo dolor de apendicitis, que exigía una intervención inmediata. La posición económica familiar no permitía más que acudir al Hospital de la Cruz Roja, que era totalmente gratuito para los insolventes económicos. Allí me internaron en una mísera sala con varias decenas de enfermos en dos hileras de camas. La primera noche la sala estuvo muy alborotada debido a que el recién llegado -yo- estuvo buena parte de la velada retransmitiendo un partido de fútbol a toda voz mientras dormía. Era, claro, un partido del Betis, a cuyo campo acudía de niño cada dos semanas.
En el hospital, de instalaciones muy deficientes, pobre, anticuado, se vivía en un continuo estado de bromas. La más espectacular fue la que dieron a un anciano alto, enjuto, que fue operado de una enorme protuberancia en el vientre. Cuando despertó al debilitarse el efecto del cloroformo encontró junto a su cuerpo un bebé abrigado con una toquilla. Le informaron de que se lo habían extraído de su vientre. El viejo gritaba desconsolado, primero protestando la imposibilidad del hecho, para ir poco a poco aceptando el milagro de Dios. Todos los de la sala reían bajo las mantas al ver a aquel hombre dispuesto a rendirse ante los argumentos de los enfermeros.
La afición comenzó a los diez años de forma fortuita y afortunada. Ya mi padre, en casa, me había invitado algo a la lectura. En las noches de invierno, alrededor del brasero de la mesa camilla, nos leía en voz alta Los miserables o Pablo y Virginia, gruesos volúmenes melodramáticos que nos imponían un respeto y hasta un miedo paralizante. Mi padre también nos contaba historias leídas u oídas que nos intrigaban y a veces nos hacían temblar. Me afectó especialmente la historia de un joven aldeano que tenía la novia en el pueblo vecino, y a él se encaminaba cada tarde de sábado para gozar del baile pueblerino con su enamorada.
Recorría a pie los ocho kilómetros que separaban los pueblos vecinos, y en su camino había de atravesar el campo junto a la tapia del cementerio. En la ida no sentía ninguna turbación, porque un camposanto a la luz del día nos impregna de un sentimiento nostálgico, nos pone algo melancólicos, pero a la vuelta, a la hora de la medianoche, cada semana pasaba como asustado, no quería saber por qué. Una noche sin luna, se desplazaba siguiendo la tapia del cementerio, lanzando rápidas miradas de través hacia el abismo de oscuridad que él consideraba el lugar de las tumbas, cuando se sintió tocado en la espalda, atraído. Intentó con un esfuerzo zafarse de aquellas garras que le impedían continuar, pero no logró liberarse de la misteriosa fuerza que le mantenía sujeto. Se presentaron ante sus ojos las imágenes de los muertos sujetos a su ropa, impidiéndole andar, con el afán de sepultarlo con ellos en las tumbas.
A la mañana siguiente los campesinos le encontraron muerto, prendido en las espinas de un rosal.
En el colegio nos imponían cada día una hora de biblioteca, donde debíamos leer los textos que se guardaban en un armario vitrina, cerrado con llave, que solo manejaba el profesor. No era fácil, por lo tanto, elegir libros tras un examen detenido, sino que casi te adjudicaba el texto el profesor.
La única excusa válida era contraargumentar con una sencilla frase: "Ya lo he leído", que neutralizaba el arbitrio del profesor.
En el armario sobresalían tres grandes tomos: Comedias, de Lope de Vega, y un librito que llamaba la atención porque estaba repetido sin fin en el estante: Biografía, de Miguel de Mañara, caballero que daba nombre al colegio y en cuyo palacio estaba este instalado. La ausencia de novelas convertía el tiempo de biblioteca en una factoría de niños aburridos deseosos de encontrar algo en los libros que reportara una distracción. Y la encontramos en hacer apuestas y carreras. ¿Quién sería capaz de leer completos los libros más gruesos y grandes de la "Biblioteca"?
Iniciamos una carrera cultural, llena de trucos y excusas, ridícula, pero que nos aficionó a leer.
Así fue como mi inclinación por el teatro nació desde una primera actitud indiferente hacia el texto hasta una lectura apasionada y divertida de las obras de Lope.
Ya en el cuarto curso del bachillerato algunos estábamos preparados y ansiosos de otros libros.
Alguien mencionó la Casa Americana, una institución de propaganda de Estados Unidos pero que estaba llena de libros difíciles de encontrar en España.
Allí nos dirigimos, aunque el estreno no fue muy cultural. La señorita que regentaba la sala de lectura, al vernos tan imberbes, nos dirigió a una mesa llena de revistas en inglés.
La que reclamó nuestra atención fue Life, en inglés, en cuya portada aparecía Jane Russell, con un pecho desorbitante que nos dejó paralizados. Estuvimos dos horas mariposeando entre las revistas. Recuerdo el impacto que sentí al ver un reportaje con fotografías magníficas de templos bizantinos, que me empujaban a seguir el camino del arte.
En las siguientes visitas fuimos descubriendo las obras de los novelistas norteamericanos, traducidas al castellano en ediciones hispanoamericanas. Leímos toda la generación perdida:
Hemingway, Faulkner, Dos Passos y, sobre todo, Steinbeck. Las uvas de la ira fue una revolución interna. La injusticia podía mostrarse en toda su crudeza y con compasión por los héroes anónimos.
Me enamoró La perla y Dulce jueves.
También el teatro fue una pieza que perseguí con éxito, pues encontré todo Eugene O.Neill, que me hizo comprender que la experiencia teatral aunaba los sentimientos con un resplandor que no encontraba en la novela.
La colección de libros de la Casa Americana que leímos durante varios años fue un regalo inesperado. Pero me asaltó una preocupación, casi una angustia. ¿Y los autores españoles? Hasta que encontramos dos vías de su ministro. El primo de un compañero, músico en la Banda Municipal, nos aproximó a las obras que eran clásicas de Gregorio Marañón, Ortega y Gasset:
Amiel, Enrique IV, Estudios sobre el amor, La rebelión de las masas. Aquella lectura fue como ir levantando el tapete que cambia la realidad. Todo podía tener otra visión, otro enfoque, un punto de vista no expresado ni en el colegio, ni en la sociedad en la que habitábamos. Existía otra realidad sobre la que transitar con más convicción, con entusiasmo, porque era una realidad con más verdad.
La literatura de ficción la encontré en casa de un compañero; su padre era gran lector de novelas de principios de siglo, y conservaba una buena colección. A hurtadillas fuimos leyendo a Felipe Trigo, Pedro Mata (¡ah!, La catorce), Pío Baroja, Azorín, Ramón Pérez de Ayala (fantástica Belarmino y Apolonio " y Ramón María del Valle Inclán.
De las lecturas de aquella época, un libro me influyó fuertemente: Las cuitas de Werther, de Goethe. Su espíritu romántico penetró en mi alma, haciéndome ver la vida de una manera diferente, transida por el amor. Leí el Werther en una vieja edición traducida por José Mor de Fuentes, que años después fue publicada por Alianza Editorial, presentada por Paulino Garagorri como la misma traducción pero que ofrece muchísimas diferencias. De la versión de Mor, una frase me inquietó:
"Fue mi suerte el apesadumbrar a quienes debía yo acarrear satisfacciones". En la versión moderna se dice más claramente: "Sin duda, entraba en mi destino el apesadumbrar a las personas a quienes hubiera querido hacer felices". A partir de aquella lectura entendí que triunfar en la vida sería superar un destino como el del joven Werther, lograr hacer felices a los seres queridos, tarea que la vida mostraría cuán difícil resulta.
La cultura literaria tenía un complemento magnífico en la música y el cine. La música, en la radio. Un par de niños empezábamos a apasionarnos con la música clásica. Nuestro emblema era el Capricho italiano de Tchaikosvki y nos arrebataba escuchar a Beniamino Gigli cantando cualquier aria. Después, durante años, el divo desapareció de mi vida, y ya en la época de las grabaciones digitales lo recuperé a través de los nuevos CD, que han trasvasado toda su producción discográfica. Un cantante de ópera, con una voz no muy potente, con una gran dulzura en el canto, llegó a entusiasmar a un par de chicos estudiantes de bachillerato. Mirado desde hoy, no sé cómo ocurrió, pero sin duda tuvo que intervenir la magia de la música.
El cine fue la universidad de la vida. En verano veíamos las películas desde fuera del cine instalado al aire libre, por lo que las calificaciones morales que la Iglesia y el Gobierno imponían no tenían aplicación en nuestro caso. Lo de "No tolerada para menores" era una broma para nosotros, pues no entrábamos en el local. Así que desde niño vi todas las películas consideradas atrevidas para los menores, aunque en todo caso habían sufrido el afeite de la censura. Con todo, ver a Rita Hayworth, a la Mangano en Arroz amargo y a tantas actrices que exhibían algunos atisbos de procacidad nos impresionaba. Los niños acostumbrábamos a contar en voz alta y al unísono los besos de las películas, escenas que nos aburrían, por reiteradas.
El gran impacto del cine de aquella época fue el neorrealismo italiano. Ladrón de bicicletas, Milagro en Milán y las cuantiosas comedias en las que se podían visitar las casas de las familias pobres, comunes, con problemas tan parecidos a los de las familias españolas, eran mis preferidas.
En los últimos cursos del bachillerato empecé a compaginar los estudios con trabajos permanentes. Ya conocía el trabajo desde muy niño, pues en casa habíamos de ayudar todos. Mi padre, maestro de taller de fundición, intentaba obtener ingresos extra para mantener a una familia tan numerosa.
Entre sus actividades contaban mucho las operaciones a pequeña escala de chatarrería, y nos correspondía a nosotros el traslado de la mercancía en carros de batea que alquilábamos y que empujábamos desde el lugar de la adquisición del material hasta el chatarrero mayorista, casi siempre en la calle Feria. El trabajo era muy pesado, pero los niños lo hacíamos sin protestar, salvo cuando había que subir uno de los puentes muy empinados en San Bernardo o la Calzada; la tarea se hacía prometeica hasta que algún adulto se nos acercaba y nos daba un empujón que agradecíamos con la cara mojada de sudor, o de lágrimas, o de ambas cosas.
Durante unos años mi padre se especializó en la reparación de molinos de trigo. Recorrió muchos pueblos de Castilla resolviendo problemas de moliendas, lo que tendría más tarde una gratificación que nos dislocaba de alegría a los niños. Cuando llegaba la Navidad, los empresarios a los que había ayudado nos enviaban pavos, pollos y mazapán. Los mazapanes eran grandes cajas redondas y planas que contenían un dragón enrollado como una serpiente con ojos de cristal que se giraban con el movimiento de la caja y nos impresionaba a los niños. La cinta exterior de cartón de la caja era un juguete muy codiciado por nosotros; la convertíamos en aro que rodaba con fluidez y sin ruido.
Los pollos y pavos se convertían en el alimento básico durante la Navidad. Lo enojoso era matarles, pues no todos los adultos estaban disponibles cuando había que cortarles el cuello.
Muchas veces me tocó sostener un plato debajo del cuello del animal decapitado para recoger la sangre, que una vez seca cortábamos con un cuchillo para formar los cuadraditos que más tarde freíamos con cebolla, creando así un plato que valorábamos como exquisito.
Otra de mis tareas infantiles era el majado de los avíos del gazpacho, que llevaba horas de mazo y almirez, y la preparación de los moldes para hacer el jabón "verde".