10

Parecía como si hubiera transcurrido un año desde la primera vez que visité el palacio del príncipe. En realidad, no habían pasado más que unas semanas. Sin embargo, algo había cambiado en ese tiempo. Sentía que mi discernimiento era más claro y que me había librado de mis objeciones mentales para pasar a la acción. Estaba por ver si eso sería una ayuda o un obstáculo para mi futuro en la ciudad.

La finca del emir era aún más hermosa a la luz del día que la noche de mi recepción nupcial. El aire era límpido y la brisa fresca y agradable. El borboteo líquido de las fuentes me relajaba mientras caminaba entre los jardines del caíd Mahali. Cuando llegamos a la casa un criado abrió la puerta.

—Tenemos una cita con el emir —dijo Friedlander Bey.

El criado nos estudió minuciosamente, decidió que no éramos ni locos ni asesinos y asintió. Le seguimos por una larga galería que rodeaba un patio interior. Abrió la puerta de una pequeña sala de audiencias, entramos, tomamos asiento y esperamos a que llegara el caíd. Me sentí muy incómodo, como si me hubieran pescado copiando en un examen y estuviera esperando a que llegara el director y me castigara. Pero no me habían pescado copiando; el cargo era asesinar a un oficial de policía. Y la pena no era de unos cuantos azotes, era de muerte.

Decidí que Papa llevara la defensa. Tenía un siglo y medio más de práctica en el claque verbal que yo.

Nos sentamos en un silencio nervioso durante un cuarto de hora. Entonces, con más ruido que ceremonia, entraron el caíd Mahali y otros tres hombres. El caíd estaba muy guapo en su gallebeya y su keffiya blancas y dos de sus asistentes llevaban ternos de estilo europeo de color gris oscuro. El tercer hombre llevaba las túnicas y el turbante negro de un estudioso del noble Corán; sin duda se trataba del visir del caíd Mahali.

El príncipe tomó asiento en una silla hermosamente tallada y se dirigió a nosotros.

—¿Cuál es el problema? —preguntó con calma.

—Oh príncipe —dijo Friedlander Bey, dando un paso al frente—, hemos sido injustamente acusados de asesinar a un oficial de policía, Khalid Maxwell. Luego sin ser sometidos a un juicio público, sin ni siquiera concedernos la oportunidad de replicar a nuestros acusadores y presentar una defensa, hemos sido raptados, en vuestra misma casa, alteza, después de la recepción nupcial que ofreciste a mi nieto. Nos obligaron a subir a una nave suborbital y nos informaron de que ya habíamos sido juzgados. Cuando aterrizamos en Najran, nos llevaron a bordo de un helicóptero y nos lanzaron desde allí al desierto Arábigo, a la parte más meridional y terrible conocida como Rub al—Khali. Hemos tenido la suerte de sobrevivir, y gracias al valor y al sacrificio de mi querido nieto nos mantuvimos con vida hasta que nos rescató una tribu nómada de beduinos, que las bendiciones de Alá sean con ellos. Acabamos de regresar a la ciudad. Suplicamos que estudiéis este asunto porque nos creemos en el derecho de pedir una apelación y una oportunidad para limpiar nuestros nombres.

El emir consultó en voz baja con su consejero. Se volvió hacia nosotros.

—No sabía nada de esto —dijo simplemente.

—Ni yo tampoco —dijo el visir—, y vuestro archivo debería haber pasado por mi despacho antes del juicio. En cualquier caso, ese veredicto y esa sentencia no son legales sin la aprobación del caíd Mahali.

Friedlander Bey dio un paso atrás y le entregó al visir una copia de los cargos y el veredicto que el juez nos había dado.

—Esto es todo lo que nos permitieron ver. Lleva las firmas del juez y del doctor Sadiq Abd ar—Razzaq.

El visir estudió el papel unos momentos, luego se lo pasó al príncipe. El príncipe lo miró y dijo:

—Este certificado no lleva mi firma ni la de mi visir. No es un proceso válido. Tendréis vuestra apelación dentro de un mes. En ese tiempo me reuniré con el teniente Hajjar, el doctor Abd ar—Razzaq y ese juez, que me resulta desconocido. Mientras tanto, investigaré por qué ese asunto ha pasado de unos a otros sin mi conocimiento.

—Agradecemos tu generosidad, oh príncipe —dijo Friedlander Bey humildemente.

El emir hizo un gesto con la mano.

—No es necesario que me lo agradezcas, amigo. Sólo cumplo con mi deber. Ahora dime: ¿alguno de vosotros ha tenido algo que ver con la muerte de ese oficial de policía?

Friedlander Bey se acercó a mí y miró al príncipe a los ojos.

—Juro por mi vida y por la del profeta, que las bendiciones de Alá y la paz sean con él, que no hemos tenido nada que ver con la muerte del oficial Maxwell. Ninguno de los dos conocíamos al hombre.

El caíd Mahali se frotó la barba pulcramente recortada.

—Ya veremos. Ahora regresad a vuestra casa porque vuestro mes de gracia empieza ahora mismo.

Nos inclinamos y salimos de la salita de audiencias. Una vez fuera respiré hondo.

—¡Ahora podemos ir a casa! —dije.

Papa parecía muy contento.

—Sí, hijo mío —dijo—. Y contra nuestros medios y un mes de tiempo para prepararnos, Hajjar y el imán no tienen ninguna opción de triunfo.

No sabía exactamente lo que se traía entre manos, pero yo intentaría volver a mi existencia normal en cuanto me fuera posible. Estaba hambriento de vida tranquila, pequeños problemas familiares y ninguna amenaza mayor que un ratón en la habitación de las señoras en mi club nocturno. Sin embargo, como un gran poeta franchute del oscuro y turbio pasado escribió: «Los planes más minuciosos de hombres y ratones suelen ir a parar al infierno».

Eso ocurriría a su debido tiempo, lo sabía por instinto. Siempre sucede así. Por eso evité hacer planes de ningún tipo. Podía esperar que Alá en su infinita benevolencia hiciera coincidir sus intenciones con las mías.

Pero a veces, el Señor de los Mundos tarda algunos días en llegar a ti. Mientras tanto me limité a relajarme en el local de Chiri, tranquilamente sentado en mi lugar habitual en la curva de la barra. Unos cuatro o cinco días más tarde, poco después de la media noche, observaba a Chiriga, mi socia y camarera de noche, sacarle una pobre propina a un cliente. Le lanzó una aterradora mirada con sus dientes afilados y volvió a mi lado en la barra.

—Mezquino bastardo —dijo, guardando el dinero en un bolsillo de sus ceñidos téjanos.

Permanecí en silencio durante un rato. Estaba de un humor melancólico. Las tres de la mañana y un montón de bebidas siempre me lo producen.

—Sabes —dije por fin, mirando a Yasmin en el escenario—, cuando era un niño e imaginaba cómo sería cuando fuera mayor, nunca lo imaginaba así. No era en absoluto así.

La hermosa cara negra de Chiri se relajó en una de sus extrañas sonrisas.

—Ni yo tampoco. Nunca pensé que terminaría en esta ciudad. Y cuando lo hice, no planeaba plantarme en el Budayén. Aspiraba a un barrio de clase alta.

—Pero aquí estamos.

El rostro de Chiriga sonrió.

—Aquí estoy, Marîd, seguramente para siempre. Tú tienes grandes perspectivas.

Cogió mi vaso vacío, echó unos cubitos de hielo y me preparó otra Muerte Blanca. Así es como Chiri había bautizado a mi bebida favorita, ginebra y bingara con un chorrito de jugo de lima. No necesitaba otra copa, pero la quería.

Puso ante mí un viejo y gastado posavasos de corcho, luego se dio media vuelta hacia la entrada del club. Había entrado un cliente y se había sentado cerca de la puerta. Chiri se encogió de hombros delante de él y señaló hacia mí. El cliente se levantó y se movió despacio por el exiguo pasillo que quedaba entre la barra y los cubículos. Cuando se acercó más vi que se trataba de Jacques.

Jacques estaba muy orgulloso de ser un cristiano en una ciudad musulmana y se vanagloriaba de tener tres cuartos de europeo en una ciudad donde la mayoría de la gente era árabe. Eso convertía a Jacques en un estúpido y también en un blanco perfecto. Es uno de mis tres viejos colegas: Saied Medio Hajj es mi amigo, no soporto a Mahmoud y Jacques está en el medio. No daría ni un fíq falso por lo que dice o hace, ni creo que nadie lo diera.

—¿Qué tal estás, Marîd? —dijo, sentándose a mi lado—. Nos has tenido muy preocupados durante unas semanas.

—Muy bien, Jacques —dije—. ¿Quieres beber algo?

Yasmin acababa de bailar su tercera canción y estaba cogiendo su ropa y saliendo apresuradamente del escenario, para recoger las propinas de los pocos clientes morosos que aún le quedaban.

Jacques frunció el ceño.

—Esta noche no llevo mucho dinero encima. Por eso quería hablar contigo.

—Ajá —dije.

En los meses que llevaba como propietario del club había oído de todo. Indiqué a Chiri que le pusiera una cerveza a mi viejo amigo. Jacques.

La vimos llenar un vaso largo y traerlo a la barra. Lo puso frente a Jacques pero no le dijo nada. Chiri no lo soporta. Jacques es el tipo de tío que si su casa se estuviera quemando por la noche, la mayoría de la gente del Budayén le escribiría una postal y la echaría al correo para advertirle.

Yasmin se acercó hasta nosotros, vestida con una corta falda de cuero y un sujetador negro de encaje.

—Me das una propina por mi baile, Jacques —dijo ella con una dulce sonrisa.

Creo que es la bailarina más sexy de la Calle, pero como Jacques es estrictamente heterosexual y Yasmin no había nacido del todo mujer, me parecía que no tendría demasiada suerte con él.

—No tengo mucho dinero… —empezó.

—Dale una propina —le dije con voz fría.

Jacques me miró con recelo, pero escarbó en su bolsillo y sacó un billete de un kiam.

—Gracias —dijo Yasmin, trasladándose hasta el siguiente cliente solitario.

—¿Vas a seguir ignorándome, Yasmin? —dije.

—¿Cómo está tu esposa, Marîd? —dijo sin volverse.

—Sí —dijo Jacques, burlón—, ¿ya habéis acabado la luna de miel? ¿Te cuelgas aquí toda la noche?

—Soy el dueño de este lugar, sabes.

Jacques se encogió de hombros.

—Sí, pero Chiri lo puede dirigir muy bien sin ti. Solía hacerlo, si mal no recuerdo.

Exprimí la rodajita de limón de mi bebida y di un trago.

—¿Así que te has dejado caer tarde por aquí para sacarme una cerveza gratis o qué?

Jacques me devolvió una débil sonrisa.

—Hay algo que quiero pedirte —me dijo.

—Me lo imagino.

Hice un gesto con mi vaso vacío a Chiri. Ella se limitó a levantar las cejas. Chiri opinaba que últimamente estaba bebiendo demasiado y ésa era su forma de hacérmelo saber.

No tenía humor para su desaprobación. Chiri solía ser una persona tolerante, pensaba que toda persona tenía derecho a su propia flagrante estupidez. Le hice un gesto más cortante y por fin asintió y mezcló otra Muerte Blanca en un vaso limpio. Desfiló hasta el extremo de la barra, lo depositó bruscamente ante mí y volvió a marcharse sin pronunciar palabra. No entendía de qué se preocupaba.

Jacques bebió lentamente su cerveza, luego puso su vaso en el mismo centro del posavasos.

—Marîd —dijo, con los ojos puestos en un precioso transexual llamado Lily que hacía cansinamente su número en el escenario—, ¿te desviarías de tu camino para ayudar a Fuad?

¿Qué podría contaros sobre Fuad? Su apodo en la calle era il—Manhous, que significa «el permanentemente jodido» o algo por el estilo. Fuad era un tipo flacucho, huesudo, con una gran mata de pelo que lucía a modo de tupé grasiento. Cuando era pequeño sufrió alguna enfermedad degenerativa, porque tenía los brazos tan delgados y frágiles como ramitas secas, con anchas e hinchadas junturas. Era un buen tipo, supongo, pero siempre mostraba su característico aspecto de cachorro desvalido. Estaba tan desesperado por gustar y tan ansioso por agradar que a veces resultaba insoportable. Algunas de las bailarinas de los clubes lo explotaban, lo enviaban a buscar comida y a hacer recados, lo cual ni se lo pagaban ni se lo agradecían. Si me paraba a pensar en él —lo cual no hacía muy a menudo—, tendía a sentir un poco de lástima por el pobre tipo.

—Fuad no es muy brillante —dije—. Aún no ha aprendido que esas busconas de las que se enamora siempre le roban a espuertas a la primera de cambio.

Jacques asintió.

—No estoy hablando de su inteligencia. Me refiero a…, ¿le ayudarías si hubiera dinero por medio?

—Bueno, creo que es alguien penoso, pero no puedo recordar que haya hecho daño a nadie. No creo que sea lo bastante listo. Sí, me parece que lo ayudaría. Depende.

Jacques aspiró una bocanada de aire y la soltó despacio.

—Bueno, escucha —dijo—, me ha pedido un gran favor. Dime lo que opinas.

—Ya es la hora, Marîd —dijo Chiri desde el otro extremo del bar.

Miré el reloj y vi que ya eran casi las tres y media. En el club sólo quedaban dos clientes y llevaban allí sentados casi una hora. En todo ese tiempo no había entrado nadie, excepto Jacques. Esa noche no íbamos a hacer más negocio.

—Muy bien —anuncié a las bailarinas—, señoras, pueden vestirse.

—¡Yay! —gritó Pualani.

Ella y las otras cuatro se precipitaron hacia el vestuario para cambiarse y ponerse la ropa de calle. Chiri empezó a contar la caja. Los dos clientes, que habían mantenido serias y profundas conversaciones con Kandy y Windy un momento antes, se miraron mutuamente con asombro.

Me levanté y apagué las luces del techo, luego me senté al lado de Jacques. Siempre he pensado que no hay lugar más solitario en la ciudad que un bar en el Budayén a la hora de cerrar.

—¿Qué quiere Fuad que hagas? —dije con cansancio.

—Es una larga historia —dijo Jacques.

—Fantástico. ¿Por qué no has venido hace ocho horas, cuando estaba de mejor humor para oír largas historias?

—Tú escucha. Fuad vino a mí esta mañana con su cara larga y de velatorio. Ya sabes a lo que me refiero. Habrías pensado que se acercaba el fin del mundo y acababa de descubrir que no había sido invitado. En cualquier caso, estaba almorzando en el Solace con Mahmoud y el Medio Hajj. Fuad llegó, acercó una silla y se sentó. Y también empezó a comer de mi plato.

—Sí, ése es nuestro chico —dije.

Recé a Alá para que Jacques fuese al grano en menos tiempo de lo que lo había hecho Fuad.

—Le di una bofetada y le dije que se largara porque hablábamos de cosas serias. En realidad no era así, pero no estaba de humor como para aguantarlo. Así pues, dijo que necesitaba que alguien le ayudara a recuperar su dinero. Saied le dijo: «Fuad, ¿has vuelto a permitir que otra de esas chicas de la Calle te robe el dinero?». Y Fuad dijo que no, que no se trataba de nada de eso.

»Luego el sacó un papel de aspecto oficial y se lo dio a Saied, que lo miró y me lo pasó. “¿Qué es esto?”, dijo Mahmoud.

»“Es un cheque de caja por dos mil cuatrocientos kiams”, dijo Fuad.

»“¿Cómo lo conseguiste?”, le pregunté.

»“Es una larga historia”, dijo.

Cerré los ojos y sujeté el vaso helado contra mi frente dolorida. Podía haberme enchufado mi daddy bloqueador del dolor, pero estaba en una ristra en mi maletín, en mis habitaciones de la mansión de Friedlander Bey.

—Jacques —dije en una voz baja y seria—, has dicho que era una larga historia y Fuad dijo que era una larga historia y no tengo ganas de oír una larga historia, ¿vale? ¿Puedes intentar contarme lo más importante?

—Claro, Marîd, ten paciencia. Dijo que llevaba meses ahorrando su dinero, que deseaba comprar un camión eléctrico a un tipo de Rasmiyya. Dijo que vivir en el camión le saldría más barato que alquilar un apartamento y también planeaba ir de viaje a visitar a sus amigos a Trípoli.

—¿Fuad es de allí? No lo sabía.

Jacques se encogió de hombros.

—De cualquier modo, dijo que el tipo de Rasmiyya le había pedido dos mil cuatro cientos kiams por su camión. Fuad jura que estaba muy bien y sólo necesitaba una arreglito aquí y otro allá, de modo que juntó todo su dinero e hizo un cheque de caja a nombre del tipo. Esa tarde, fue del Budayén a Rasmiyya y se encontró con que el tipo había vendido el camión a otro, después de prometerle a Fuad que se lo guardaría.

Sacudí la cabeza.

—Fuad, muy bien. Qué confiado hijo de puta.

—Así que Fuad regresó por la puerta este, nos encontró en el Café Solace y nos contó la historia de su infortunio. Mahmoud se le rió en su cara y Saied, llevaba a Rex, el moddy de tipo duro, de modo que Fuad pasó desapercibido. Pero siento una especie de lástima por él.

—Ajá —dije. Me costaba creer que Jacques sintiera lástima por Fuad. De ser cierto, los cielos se habrían abierto o algo así, y no creo que lo hicieran. Tras una pausa, añadí—: ¿Qué quiere Fuad que hagas?

Jacques miró de soslayo el taburete del bar.

—Bien, es evidente que Fuad nunca ha tenido una cuenta banca—ría. Guarda su dinero en metálico en una vieja caja de puros o algo así. Por eso pidió un talón de caja. De modo que ahí está, con un talón de caja a nombre de otro y sin modo de recuperar sus dos mil cuatrocientos kiams.

—Ah —dije.

Empezaba a comprender.

—Quiere que le dé el dinero en metálico —dijo Jacques.

—Pues hazlo.

—No sé —dijo Jacques—, es un montón de dinero.

—Pues no lo hagas. —Le miré exasperado—. Bueno Jacques, ¿qué demonios quieres de mí?

Contempló el vaso de cerveza vacío unos segundos. Nunca lo había visto tan incómodo. A lo largo de los años había disfrutado como un loco recordándome que yo era medio francés y medio beréber, mientras que él era superior a causa de un solo abuelo europeo. Le debió costar buena parte de su orgullo acudir a mí en busca de consejo.

—Magrebí —dijo—, últimamente te estás ganado una buena reputación como alguien que resuelve las cosas. Ya sabes, solucionar problemas y tonterías.

Claro. Desde que me había convertido en el reticente vengador de Friedlander Bey, había tenido que tratar directa y violentamente con varios tipos violentos. Ahora muchos de mis amigos me miraban de modo diferente. Imaginé que estaban murmurando entre sí: «Cuidado con Marîd, estos días puede ordenar que te partan las piernas».

Me estaba convirtiendo en una fuerza a tener en cuenta en el Budayén, y también más allá, en el resto de la ciudad. De vez en cuando sentía cierta aprehensión por ello. Por interesado que estuviera en las tareas que Papa me asignaba, a pesar del irresistible poder del que ahora disfrutaba, muchos días sólo deseaba regresar a mi pequeño club en paz.

—¿Qué quieres que haga, Jacques? ¿Que sacuda al tipo que embaucó a Fuad? ¿Que lo agarre por el pescuezo y le sacuda hasta que le venda el camión a él?

—Bueno, no, Marîd, eso es estúpido. El tipo ya no tiene el camión.

Estaba llegando al límite de mi paciencia.

—¿Entonces qué cono…?

Jacques me miró e inmediatamente apartó la vista.

—Yo cogí el talón de caja de Fuad y no sé qué hacer con él. Dime qué harías tú.

—Yo, Jacques, lo ingresaría. Lo metería en mi cuenta y esperaría a que se aclarase. Cuando aparecieran los dos mil cuatrocientos kiams en mi cuenta los sacaría y se los daría a Fuad. Pero no antes. Espera a cobrar el cheque primero.

El rostro de Jacques se distendió en una amplia sonrisa.

—Gracias, Marîd. ¿Sabes que ahora te llaman Al—Amín en la Calle? «El honrado». En estos días eres un gran hombre en el Budayén.

Algunos de mis vecinos más pobres habían empezado a referirse a mí como caíd Marîd el honrado, sólo porque les prestaba algo de dinero y había abierto unos cuantos comedores de beneficencia. Nada grande. Después de todo, el santo Corán nos pide que velemos por el bienestar de los demás.

—Sí —dije amargamente—, caíd Marîd. Ése soy yo, cierto.

Jacques se mordió el labio y entonces llegó a una decisión.

—Entonces, ¿por qué no lo haces tú? —dijo. Sacó el talón verde pálido del bolsillo de su camisa y lo depositó ante mí—. ¿Por qué no vas y lo ingresas para Fuad? En realidad yo no tengo tiempo.

Me eché a reír.

—¿Que no tienes tiempo?

—Tengo otras cosas por las que preocuparme. Además, tengo razones para que no aparezcan dos mil cuatrocientos kiams en mi cuenta.

Lo miré un momento. Era tan típico.

—Tu problema, Jacques, es que esta noche has estado verdaderamente cerca de hacer una buena obra, pero te ha faltado un pelo. No, no veo por qué debo hacerlo.

—Te lo pido como amigo, Marîd.

—Lo haré —dije—. Apoyaré a Fuad. Si tanto temes que te estafe, yo garantizaré el cheque. ¿Tienes algo que escriba?

Jacques me dejó una pluma, yo le di la vuelta al cheque y lo endosé, primero con el nombre del tipo que había partido el corazón de Fuad, luego con mi propia firma. Luego empujé el talón hacia él con las yemas de los dedos.

—Gracias, Marîd —dijo.

—Ya sabes, Jacques, deberías prestar más atención a los cuentos de hadas de cuando eras joven. Actúas como uno de esos príncipes malos que pasan de largo ante la vieja afligida del camino. A los príncipes malos siempre se los come un djinn, sabes, ¿o es que los casi europeos sois inmunes a la sabiduría popular?

—No necesito ninguna lección moral —dijo Jacques con una mueca.

—Oye, espero de ti algo a cambio.

Me ofreció una débil sonrisa.

—Claro, Marîd. Los negocios son los negocios.

—Y la marcha es la marcha. Así es como van las cosas por aquí. Quiero que me hagas un trabajito, mon ami. Los últimos meses, Friedlander Bey ha hablado de entrar en la industria de las terminales de información. Me dijo que buscase una persona lista y trabajadora para que representara a su nueva empresa. ¿Te gustaría empezar desde abajo?

El buen humor de Jacques desapareció.

—No sé si tengo tiempo —dijo. Parecía muy preocupado.

—Te gustará. Ganarás mucho dinero, inshallah, te olvidarás de las demás actividades.

Éste era uno de esos casos en los que la voluntad de Dios era sinónimo de la de Friedlander Bey.

Sus ojos iban de un lado a otro como un pequeño animal en una jaula.

—En realidad no quiero…

—Creo que sí querrás, Jacques. Pero no te preocupes, por ahora.

Lo discutiremos después de comer dentro de un día o dos. Ahora me alegro de que hayas acudido a mí con tu problema. Creo que a los dos nos irá muy bien.

—Voy a meter esto en un cajero automático —dijo.

Se levantó del taburete, murmuró algo entre dientes y se perdió en la noche. Apostaría a que se arrepentía de haber pasado por el club Chiri esa noche. Casi me echo a reír en su cara cuando se fue.

No mucho más tarde, un hombre negro, alto y fuerte, con la cabeza rapada y una expresión sombría, entró en el club. Era mi esclavo, Kmuzu. Se quedó de pie junto a la puerta, esperando a que pagara a Chiri y a las bailarinas para cerrar el bar. Kmuzu había venido para llevarme a casa. También estaba allí para espiarme a costa de Friedlander Bey.

Chiri siempre se alegraba de verlo.

—¡Kmuzu, cielo, siéntate y tómate algo! —dijo ella.

Era la primera vez que hablaba con cariño en las últimas seis horas. Pero ella no tenía mucha suerte con Kmuzu. Chiri estaba realmente hambrienta del cuerpo de Kmuzu, pero él no le correspondía en interés. Creo que Chiri empezaba a arrepentirse de las escarificaciones rituales y los tatuajes de su rostro, porque eso parecía intimidarle. Sin embargo, cada noche le ofrecía una bebida y él replicaba que era un fiel musulmán y no consumía alcohol; todo lo más le permitía servirle un vaso de naranjada. Y le decía que no pensaba en ninguna relación normal con una mujer hasta que no recuperase la libertad.

Él sabía que yo pretendía liberarle, pero aún no. Por una razón, Papa —Friedlander Bey— me había regalado a Kmuzu y no me permitía anunciar ninguna emancipación independiente. Y por otro motivo, por mucho que odiase admitirlo, me gustaba tener a Kmuzu haciendo ese papel.

—Ahí te quedas, señor jefe —dijo Chiri.

Cogió las facturas del día, se guardó la mitad de las ganancias, de acuerdo a nuestro acuerdo, y sacudió un saludable fajo de kiams sobre la barra enfrente de mí. Me resultaba muy difícil superar un sentimiento de culpabilidad al embolsarme tanto dinero cada día sin realmente trabajar, pero al final lo lograba. Ya no me preocupaba por ello, debido a las buenas obras que subvencionaba y que me costaban un cinco por ciento de mis ingresos semanales.

—Venid a buscar vuestro dinero —dije.

No tuve que decirlo dos veces. El surtido de mujeres de verdad, transexuales y travestís sin operar que trabajaban en el turno de noche, hacía cola para recibir su salario y las comisiones sobre las bebidas que habían sacado a sus clientes. Windy, Kandy y Pualani cogieron su dinero y se internaron en la noche sin una palabra. Lily, que llevaba meses tirándome los tejos, me besó en la mejilla y me susurró una invitación para beber con ella. Yo me limité a darle una palmadita en su delicioso y pequeño culo y me dirigí a Yasmin.

Se retorció su hermoso pelo negro por encima del hombro.

—¿Te espera Indihar? —dijo—. ¿O te vas a la cama solo?

Cogió la pasta de mi mano y siguió a Lily fuera del club. Nunca me perdonará por haberme casado.

—¿Quieres que la eche, Marîd? —preguntó Chiri.

—No, pero gracias de todos modos.

Agradecía su interés. A excepción de unos breves períodos de desafortunada incomprensión, hacía tiempo que Chiri era mi mejor amiga en la ciudad.

—¿Todo anda bien con Indihar? —preguntó.

—Todo perfecto. Apenas la veo. Tiene unas habitaciones para ella y los niños en la otra ala de la mansión de Papa. Yasmin tenía razón en lo de irme a la cama solo.

—Ajá —dijo Chiri—. Eso no durará. Me he fijado en cómo miras a Indihar.

—Es sólo un matrimonio de conveniencia.

—Ajá. Bueno, tengo mi dinero y me voy a casa. Aunque no se por qué me molesto, a mi tampoco me espera nadie. Tengo todos los sex—moddies de Dulce Pilar, pero a nadie con quien follar. Creo que me echaré mi viejo chal sobre los hombros y me sentaré en la mecedora a escribir mis memorias. Sin embargo, ¡qué desperdicio de mis cualidades sexuales!

Siguió mirando a Kmuzu con grandes ojos abiertos e intentando con todas sus fuerzas reprimir su sonrisa sin demasiado éxito. Por fin, se limitó a coger su bolso de mano, echar un trago de tende de su reserva privada y nos dejó a Kmuzu y a mí solos en el club.

—En realidad no es necesario que vengas aquí cada día, yaa Sidi —dijo Kmuzu—. La mujer, Chiriga, es perfectamente capaz de mantener el orden. Sería mejor para ti que te quedaras en casa y atendieras a tus intereses más acuciantes.

—¿Qué intereses son ésos, Kmuzu? —pregunté apagando todas las luces y siguiéndole hasta la acera.

Cerré el club y empecé a caminar por la Calle hacia la gran puerta este, detrás de la cual estaban el Boulevard il—Jameel y mi coche.

—Tienes un importante trabajo que hacer para el amo de la casa.

Se refería a Papa.

—Papa no sabe pasar sin mí durante mucho tiempo —dije—. Aún estoy recuperándome de la odisea.

No deseaba convertirme en un matón. No deseaba ser el caíd Marîd Audran al—Amín. Deseaba desesperadamente volver a sudar para ganarme el pan, quedándome sin comer a veces, pero sintiéndome libre y sin que marcaran mi destino los otros peces gordos del juego.

Pero no se le podían explicar estas cosas a Friedlander Bey. Tenía una respuesta para todo; unas veces, la respuesta consistía en sobornos y recompensas, y, otras, en la tortura física. Era como quejarse a Dios por las pulgas. Tenía cosas más importantes en mente.

Una cálida brisa arrastraba fragancias contradictorias: carne asada de los restaurantes, cerveza derramada, el aroma de las gardenias, la fetidez del vómito. En la manzana un hombre de aspecto pordiosero con una larga camisa blanca y unos pantalones de algodón blanco empleaba una manguera de plástico para limpiar hacia la alcantarilla la basura que esa noche había quedado en la acera. Cuando nos acercamos nos sonrió con su boca sin dientes y apartó el chorro de agua hacia un lado mientras pasábamos.

—Caíd Marîd —dijo con voz ronca.

Yo asentí, estaba seguro de que no lo había visto en mi vida.

A pesar de que Kmuzu caminaba a mi lado, me sentí terriblemente abatido. A veces, a altas horas de la noche, el Budayén me provoca ese efecto. Incluso la Calle, que nunca estaba completamente en silencio, estaba en su mayor parte desierta y nuestras pisadas resonaban contra los ladrillos y el pavimento empedrado. La música provenía de otro club una manzana más allá, el sonido estridente se extinguía en un lánguido lamento en la distancia. Yo llevaba los restos de mi última Muerte Blanca en un vaso de plástico y los tragué, saboreando sólo el agua del hielo, la lima y un poquito de ginebra. No estaba preparado para que se acabara la noche.

Mientras nos acercábamos al arco de la puerta del confín este del barrio amurallado, sentí un susurro amenazador. Me encogí de hombros. No estaba seguro de si se trataba de cierta señal misteriosa de mi mente inconsciente o era el mero resultado de demasiadas copas y demasiado cansancio.

Detuve mis pasos sobre la acera en la esquina de la calle Tercera. Kmuzu también se paró y me miró con interrogación. Reflejos de neón del color de la sangre zigzagueaban en un holo que enmarcaba una de las clínicas de moddies corporales Kafiristani de la Calle. Miré el holo un momento, observando cómo un muchacho regordete de rasgos fláccidos se convertía en una muchacha voluptuosa. ¡Hurra por los milagros de la holografía y la cirugía!

Volví el rostro al cielo. De repente comprendí que mis escasos días de descanso se acercaban a su fin, que debería pasar a la siguiente etapa de mi desarrollo. Claro que ya había tenido esa sensación antes. Muchas veces, para ser exactos, pero ésta era diferente. Esa noche no había ingerido ninguna droga ilícita.

—Jo —murmuré, sintiendo un escalofrío en esa desolada noche de verano e inclinándome contra la cristalera de la clínica.

—¿Qué sucede, yací Sidi? —preguntó Kmuzu.

Le miré un momento, agradecido por su presencia. Le dije lo que acababa de cruzar por mi mente confusa.

—No era un mensaje de las estrella, yaa Sidi. Era lo que el amo de la casa te dijo esta mañana. Habrás tomado sabe Dios cuántas tabletas de soneína; si no, te acordarías. El amo de la casa dijo que había decidido cual sería el próximo paso de su venganza.

—Eso es lo que me temía, Kmuzu. ¿Tienes idea de lo que significa?

Me gustaba más cuando tenía la loca idea de que había llegado del espacio exterior.

—Él no comparte sus pensamientos conmigo, yaa Sidi.

Oí un ruido como un fuerte susurro y me volví, súbitamente asustado. Era sólo el viento. Mientras recorríamos el resto del camino Calle arriba, el viento se hizo más fuerte, hasta formar violentos remolinos con fragmentos de papel y hojas caídas. Empezó a arrastrar sombrías nubes por el cielo de la noche, tapando las estrellas, ocultando la obesa luna llena.

Luego el viento murió, justo cuando salíamos del Budayén al Boulevard, al otro lado del muro. De repente todo volvió a quedar en calma y en silencio. El cielo estaba aún cubierto y la luna era un pálido reflejo tras una nube plateada.

Me volví a mirar la puerta oriental. No creo en la adivinación ni en las premoniciones, pero recuerdo la inquietud que sentí cuando Kmuzu y yo caminamos hacia mi sedán color crema aparcado en los aledaños. Fuera lo que fuere, no le dije nada a Kmuzu. En estas situaciones él es repelentemente racional.

—Quiero volver pronto a casa, Kmuzu —dije esperando que abriera la puerta del pasajero.

—Sí, yaa Sidi.

Entré en el coche y esperé a que diera la vuelta y se pusiera al volante. Pulsó el código de encendido y guió el coche eléctrico hacia el norte de la amplia calle.

—Esta noche me siento un poco raro —me quejé, apoyando la cabeza hacia atrás contra el asiento y cerrando los ojos.

—Dices eso casi todas las noches.

—Pero hoy es cierto. Empiezo a sentirme muy incómodo. Ahora todo me parece diferente. Miro esos edificios y me parecen hormigueros humanos. Oigo una pieza de música y de repente estoy escuchando el gemido de angustia de alguien perdido en el vacío. No estoy de humor para revelaciones místicas, Kmuzu. ¿Cómo puedo atajarlo?

Se rió con voz grave.

—Puedes despejarte, yaa Sidi.

—Ya te he dicho que no es eso. Estoy sobrio.

—Sí, claro, yaa Sidi.

Miré pasar la ciudad detrás de mi ventana. No tenía ganas de seguir discutiendo con él. Me sentía sobrio y completamente despejado. Me sentía lleno de energía, lo cual a las cuatro de la mañana es algo que detesto. Es un momento del día fatal para el entusiasmo. La solución era simple: una generosa dosis de butacuálido HCL cuando llegara a casa. Los beauties me producirían cinco minutos de deliciosa confusión y luego me rendiría al sueño. Por la mañana ni siquiera recordaría ese desagradable interludio de lucidez.

Circulamos en silencio un rato y gradualmente mudé ese extraño humor. Kmuzu dirigió el coche hacia el palacio de Friedlander Bey, que queda justo detrás del barrio cristiano de la ciudad. Sería bueno estar en casa, tornar una ducha caliente y luego leer un poco antes de irme a dormir. Una de las razones por las que cada noche me quedaba en Chiri hasta la hora de cerrar era porque quería evitar encontrarme con nadie de la casa. A las cuatro ya estaban todos dormidos. No tendría que verlos hasta mañana.

—Yaa Sidi —dijo Kmuzu—, esta noche has tenido una llamada importante.

—Escucharé mis mensajes antes de desayunar.

—Creo que deberías oírlo ahora.

No me gustaba eso, aunque no podía imaginar de qué problema se trataba. Antes odiaba responder al teléfono porque debía dinero a todo el mundo. Ahora todo el mundo me debía dinero.

—¿No es mi hermano perdido? ¿No ha aparecido ante la expectativa de que comparta mi buena suerte con él?

—No, no era tu hermano, yaa Sidi. Y aunque lo fuera, por qué no ibas a alegrarte…

—No hablaba en serio, Kmuzu —Kmuzu es un tipo muy inteligente y he llegado a depender bastante de él, pero tiene un gran agujero allí donde otros tienen el sentido del humor—. ¿Cuál es el mensaje?

Entró por la puerta de la mansión de Papa. Nos detuvimos en la caseta del guarda lo suficiente para que nos identificara, luego seguimos despacio por el camino serpenteante.

—Te han invitado a una cena festiva —dijo—. En honor a tu regreso.

—Ajá —dije. Ya había soportado dos o tres en los últimos días. Era evidente que la mayoría de los subalternos de Friedlander Bey se sentían obligados a festejarnos por temor a verse privados de su medio de vida. Bueno, con ello obtuve algunas comidas gratis y algunos regalos decentes, pero creí que se habían terminado—. ¿De quién se trata esta vez? ¿De Frenchy? —era el propietario del club donde solía trabajar Yasmin.

—Un hombre mucho más importante. El caíd Reda Abu Adil.

Lo miré con incredulidad.

—¿Me ha invitado a cenar nuestro peor enemigo?

—Sí, vaa Sidi.

—¿Cuándo es la cena? —pregunté.

—Después de las plegarias vespertinas de hoy, yaa Sidi. El caíd Reda tiene una agenda muy ocupada y sólo podía esta noche.

Solté una profunda bocanada de aire. Kmuzu detuvo el coche al pie de la gran escalera de mármol que llevaba hasta la puerta principal de caoba.

—Me pregunto si a Papa le importará que duerma hasta muy tarde esta mañana —dije.

—El amo de la casa me dio instrucciones concretas de que me asegurara de que desayunaras con él.

—No esperaba esto, Kmuzu.

—¿Desayunar? Entonces come poco si todavía te duele el estómago.

—No —dije con exasperación—, esa cena con el caíd Reda. Odio que me sorprendan. No tengo ni idea de lo que se propone y a Papa no le da la gana de contarme nada sobre él.

Kmuzu se encogió de hombros.

—Tu buen criterio te sacará adelante, yaa Sidi. Y yo estaré contigo.

—Gracias Kmuzu —dije, saliendo del coche.

En realidad me sentía mejor con él a mi alrededor que con mi buen criterio. Pero a él no se lo podía confesar.