3

Cuando empecé a recuperar la memoria, recordé que me había sentado al lado de Hajjar en la nave suborbital y frente a nosotros estaban Friedlander Bey y el esbirro de Hajjar. El policía corrupto se había divertido de lo lindo mirándome, sacudiendo la cabeza y chasqueando la lengua de modo irritante. Me preguntaba cuánto tendría que retorcerle su escuálido pescuezo antes de separárselo de la cabeza.

Papa conservaba la calma. No iba a darle a Hajjar la satisfacción de verlo preocupado. Al cabo de un rato, me limité a hacer ver que Hajjar y el matón no existían. Maté el rato imaginando que sufrían todo tipo de trágicos accidentes.

Al cabo de unos cuarenta minutos de vuelo, cuando la lanzadera había llegado a la cúspide de la parábola y descendía hacia su destino, un hombre alto de cara delgada y un horrible bigote negro descorrió las cortinas de la cabina posterior. Imaginé que se trataba del juez civil que había llegado a una decisión sobre nosotros. Ver que el juez vestía el uniforme gris y las botas de cuero de oficial del Jaish de Reda no me puso de mejor humor.

Bajó la vista hacia un montón de papeles que llevaba en la mano.

—¿Friedlander Bey? —preguntó—. ¿Marîd Audran?

—Él y él —dijo el teniente Hajjar. Inclinando el pulgar hacia nosotros.

El juez asintió. Aún estaba de pie ante nosotros en el pasillo.

—Se trata de un cargo muy grave. Hubiera sido mejor que se declararan culpables y pidieran clemencia.

—Oye, tío —dije—. ¡Aún no he oído de qué se nos acusa! ¡Ni siquiera sé qué se supone que hemos hecho! ¿Cómo vamos a declararnos culpables? No nos han dado la oportunidad de declarar.

—¿Puedo hablar, honorable? —dijo Hajjar—. Me tomé la libertad de alegar por ellos. Con el fin de ahorrar a la ciudad tiempo y dinero.

—De lo más irregular —murmuró el juez, revolviendo sus papeles—. Pero como ambos han entregado el alegato de inocencia, no veo mayor problema.

Di un puñetazo sobre el brazo del asiento.

—Pero si acaba de decir que habría sido mejor para nosotros si…

—Tranquilo, hijo mío —dijo Papa con voz imperturbable, luego se dirigió al juez—. Por favor, honorable, ¿de qué se nos acusa?

—Oh, homicidio —dijo el juez perplejo—. Homicidio en primer grado. Ahora, puesto que tengo todas las…

—¡Homicidio! —grité.

Oí reírse a Hajjar, me volví hacia él y le lancé una mirada furibunda. Levantó las manos para protegerse. El matón se acercó y me cruzó la cara de un bofetón. Me encaré, airado, con él, pero me encañonó la nariz con su pistola de agujas. Me aparté un poco.

—¿A quién se supone que hemos asesinado? —preguntó Papa.

—Espere un momento, lo debo tener en alguna parte —dijo el juez—. Sí, a un oficial de policía llamado Khalid Maxwell. El crimen fue descubierto por un ayudante del caíd Reda Abu Adil.

—Sabía que Abu Adil estaba metido en esto —me lamenté.

—Khalid Maxwell —dijo Papa—. Nunca he tenido ningún contacto con nadie llamado así.

—Ni yo tampoco —dije yo—. No he oído hablar de ese tipo en mi vida.

—Era uno de mis más fieles subordinados —apostilló Hajjar—. Ha sido una gran pérdida para la ciudad y para la policía.

—¡Nosotros no lo hemos hecho, Hajjar! —grité—. ¡Y tú lo sabes!

El juez me miró con reprobación.

—Ya es tarde para negarlo —dijo. Su cara sombría no parecía lo bastante gorda como para soportar ni su bulbosa nariz ni la tupida mata a ella pegada—. Ya he dictado el veredicto.

Papa empezó a dar muestras de preocupación.

—Ya ha tomado una decisión, ¿sin permitirnos presentar nuestra versión de los hechos?

El juez dio un golpe con los papeles.

—A los hechos me remito. Existen relatos de testigos presenciales e informes de la investigación del teniente Hajjar. Tantas pruebas documentadas no permiten la menor duda. ¿Cuál es su versión de los hechos? ¿Que niegan haber cometido este horrible crimen? Claro, eso es lo que me han dicho. No tengo por qué perder el tiempo escuchándoles. ¡Tengo todo esto! —y volvió a dar un golpe con los papeles.

—Entonces, ya ha dictado un veredicto —dijo Papa— y nos ha encontrado culpables.

—Exactamente —dijo el juez—. Culpables de los cargos. Culpables a los ojos de Alá y de los hombres. Sin embargo, se ha desdeñado la pena de muerte a petición de uno de los más respetados ciudadanos.

—¿El caíd Reda? —dije.

Empezaba a molestarme el estómago de nuevo.

—Sí —dijo el juez—. El caíd Reda ha apelado ante mí en vuestro nombre. Por respeto a él, no seréis decapitados en el patio de la mezquita Shimaal como merecéis. En lugar de ello, vuestra sentencia es el destierro. Os prohíbo volver jamás a la ciudad, bajo pena de arresto y ejecución sumaria.

—Bien —dije amargamente—, es un alivio. ¿Adónde nos lleváis?

—El destino de esta lanzadera es el reino de Asir —dijo el juez.

Miré a Friedlander Bey. Conservaba la serenidad de anciano sabio. Me sentí un poco mejor. No sabía de Asir más que bordeaba el Mar Rojo al sur de La Meca. Asir era mejor que muchos de los sitios donde podían desembarcarnos, y desde allí podíamos servirnos de nuestros recursos para preparar el regreso a la ciudad. Costaría tiempo y un montón de dinero, pasaría por debajo de algunas mesas, pero al fin regresaríamos a casa. Ya imaginaba la reunión con Hajjar.

El juez me miró a mí y luego a Papa, inclinó la cabeza y se retiró a la cabina posterior. Hajjar esperó a que saliera, entonces dejó escapar una sonora risotada.

—¡Hey! —gritó—. ¿Qué os parece?

Lo agarré por el gaznate antes de que pudiera evitarlo. El esbirro se levantó de su asiento y me apuntó con la pistola de agujas.

—¡No dispares! —dije con fingido terror, mientras estrujaba la laringe de Hajjar con más fuerza—. ¡Por favor, no me dispares!

Hajjar intentó hablar pero yo le tenía la tráquea cerrada. Su rostro se puso de color del vino del paraíso.

—Suéltalo, hijo mío —dijo Friedlander Bey, al cabo de un rato.

—¿Ahora mismo, oh caíd? —pregunté.

Aún no lo había soltado.

—Ahora mismo.

Aparté a Hajjar de un empellón y se dio con la nuca en el reposa—cabezas. Jadeó y tosió, intentando llenarse de aire los pulmones. El matón bajó la pistola de agujas y se volvió a sentar. Me daba la impresión de que personalmente no le interesaba el estado de Hajjar. Supuse que eso significaba que no tenía mejor opinión del teniente que yo; siempre que yo no acabase del todo con él, podía hacerle más o menos lo que se me antojase sin que el esbirro interfiriese.

Hajjar me miró con odio.

—Te arrepentirás de esto —dijo con voz ronca.

—No lo creo, Hajjar —dije—. El recuerdo de tu rostro encarnado y los ojos saliéndote de las órbitas me alentará en las dificultades venideras.

—Siéntate en tu sitio y cállate, Audran —murmuró Hajjar entre dientes—. Un movimiento o un ruido y haré que tu amigo te rompa la cara.

De todos modos empezaba a aburrirme. Recliné la cabeza y cerré los ojos, pensando en que cuando llegásemos a Asir, necesitaría todas mis fuerzas. Podía sentir el despertar a la vida de los motores de maniobra. El piloto viró la lanzadera gigante en un gran y lento arco hacia el oeste. Descendimos rápidamente, trazando círculos en el cielo nocturno.

La lanzadera empezó a temblar y se produjo un gran estruendo y un agudo gemido. El esbirro de Hajjar parecía asustado.

—El tren de aterrizaje cerrado —dije.

Él hizo una ligera señal de asentimiento.

Y en un momento la lanzadera había aterrizado y chirriaba por una pista de cemento. Por lo que podía ver no había luces en el exterior, pero estaba seguro de que debíamos estar en un gran campo de aviación. Al cabo de un rato, cuando el piloto frenó la lanzadera con lo que pareció un aullido, pude ver el perfil de los hangares, los almacenes y otros edificios. Luego la lanzadera se detuvo por completo, aunque no habíamos llegado al edificio de la terminal.

—Quedaos en vuestros asientos —dijo Hajjar.

Nos sentamos allí, escuchando el susurro del aire acondicionado por encima de nuestras cabezas. Por fin, apareció el juez, procedente de la cabina trasera. Aún sujetaba el montón de papeles. Sacó una hoja y leyó:

—Testifico que, con respecto a los actos de miembros de la comunidad, actos que constituyen crímenes irrefutables y afrentas a Alá y a todos los hermanos en el Islam, aquellos en custodia, identificados como Friedlander Bey y Marîd Audran, han sido hallados culpables y su castigo será el destierro de la comunidad a la que han ofendido gravemente. Se trata de una deferencia para con ellos, y deberán considerar el resto de sus vidas como una bendición y dedicarlas a buscar la proximidad a Dios y el perdón de los hombres.

Entonces el juez se apoyó en el reposacabezas y firmó la hoja y dos copias para que Papa se quedara una y yo la otra.

—Ahora podéis iros —dijo.

—Vamos, Audran —dijo Hajjar.

Me levanté y me dirigí hacia el pasillo detrás del juez. El matón me siguió con Papa tras él. Hajjar se quedó el último. Me volví para mirarlo, tenía una expresión particularmente lúgubre. Debió de pensar que pronto estaríamos fuera de su alcance y se le había acabado la diversión.

Bajamos por la escalerilla hacia la explanada de cemento. Papa se desperezó y bostezó. Yo estaba muy cansado y volvía a tener hambre, a pesar de toda la comida que había ingerido en la fiesta del emir. Miré en torno al campo de aviación, intentando descubrir algo útil. Vi un gran letrero pintado a mano que decía «Najran» en uno de los edificios bajos y oscuros.

—¿«Najran» significa algo para ti, oh caíd? —pregunté a Friedlander Bey.

—Cállate, Audran —dijo Hajjar y prosiguió dirigiéndose al esbirro—. Asegúrate de que no causan ningún problema. Te hago responsable.

El matón asintió. Hajjar y el juez salieron juntos hacia el edificio.

—Najran es la capital de Asir —dijo Papa.

Papa ignoraba por completo la presencia del matón. Por su parte, el esbirro no demostraba demasiado interés en lo que hacía, siempre que no intentáramos echar a correr por el campo de aterrizaje hacia la libertad.

—¿Tenemos amigos aquí? —pregunté.

Papa asintió.

—Tenemos amigos en todas partes, hijo mío. El problema es ponernos en contacto con ellos.

No comprendí a qué se refería.

—Bueno, Hajjar y el juez volverán a subir a bordo de la lanzadera en unos minutos, ¿me equivoco? Después, supongo que nos dejarán a nuestras anchas. Entonces podremos ponernos en contacto con esos amigos y pasar el resto de la noche en cómodos y blandos lechos.

Papa me miró con tristeza.

—¿De verdad crees que nuestros problemas acaban aquí?

Me falló la confianza.

—¿Ah no? —dije.

Como para defender la teoría de Papa, Hajjar y el juez salieron del edificio, acompañados de un tipo fornido vestido de policía, con una cartuchera de rifle bajo el brazo. No parecía un policía particularmente inteligente ni disciplinado, pero su rifle era más de lo que Papa y yo podíamos controlar.

—Pronto paladearemos la venganza —me susurró Papa antes de que llegara Hajjar.

—Contra el caíd Reda —respondí.

—No, contra quien sea que haya firmado la orden de deportación. El emir o el imán de la mezquita Shimaal.

Eso me dio qué pensar. Nunca supe por qué Friedlander Bey evitaba con tanto escrúpulo hacer daño a Reda Abu Adil, a pesar de todas las provocaciones. Y me pregunté cuál sería mi reacción si Papa me ordenara matar al caíd Mahali, el emir. El príncipe no podía haber sido más hospitalario esa noche, sabiendo que cuando saliéramos de la recepción seríamos raptados y exilados. Prefería creer que el caíd Mahali no sabía nada de lo que nos estaba sucediendo.

—Aquí están sus prisioneros, sargento —dijo Hajjar al gordo policía local.

El sargento asintió. Nos echó un vistazo y frunció el ceño. Llevaba una placa con su nombre que indicaba que se llamaba al—Bishah. Tenía un vientre gigantesco que intentaba abrirse camino entre los botones de su camisa empapada de sudor. Llevaba una barba negra de cuatro o cinco días y tenía los dientes rotos y renegridos. Se le cerraban los párpados, al principio pensé que se debía al hecho de ser despertado en mitad de la noche, pero sus ropas olían fuertemente a hachís y supe que el policía pasaba las solitarias noches de guardia con su narguile.

—Deja que lo adivine —dijo el sargento—. El joven apretó el gatillo y este viejo loco y cascado del tarbooah rojo fue el cerebro de la operación.

Se mesó la barba negra y lanzó una escandalosa carcajada. Debía de ser el hachís, porque ni siquiera Hajjar esbozó una sonrisa.

—Correcto —dijo el teniente—. Ahora son todos tuyos.

Luego Hajjar me dijo:

—La última noche antes de que nos digamos adiós para siempre, Audran. ¿Sabes qué es lo primero que haré mañana?

Su sonrisa era la más vil y horrible que había visto en mi vida.

—No, ¿qué?

—Voy a cerrar ese club tuyo. Y ¿sabes que será lo segundo? —aguardó un instante, pero me negué a seguirle el juego—. Muy bien, te lo diré. Voy a empujar a tu Yasmin a la prostitución y cuando la tenga en mi profundo agujero especial, veré qué es lo que tiene para que te guste tanto.

Estaba muy orgulloso de mí mismo. Un año atrás le hubiera partido la cara, con matón o sin él. Ahora había madurado, así que me limité a mirarle impasible a sus ojos de bestia, repitiendo para mí: la próxima vez que veas a este hombre, lo matarás. Eso evitó que hiciera alguna estupidez mientras me apuntaban dos armas.

—¡Sueña con eso, Audran! —gritó Hajjar, mientras él y el juez volvían a subir por la escalerilla.

Ni siquiera me volví para mirarle.

—Has obrado con astucia, hijo mío —dijo Friedlander Bey.

Le miré y por su expresión supe que mi comportamiento le había impresionado.

—He aprendido mucho de ti, abuelo —dije.

También eso pareció agradarle.

—Está bien —dijo el sargento provinciano—, vamos. No quiero estar aquí fuera cuando pongan en marcha este pirulí.

Hizo un movimiento con el cañón de su rifle en dirección al edificio oscuro, y Papa y yo le seguimos por la pista de aterrizaje. El interior estaba negro como boca de lobo, pero el sargento al—Bishah no encendió ninguna luz. —Seguid la pared— dijo.

Me abrí paso a tientas por un angosto pasillo hasta doblar una esquina. Llegamos a una pequeña oficina que albergaba un destartalado escritorio, un teléfono, un ventilador mecánico y un pequeño y desvencijado aparato holo. Tras el escritorio se encontraba una silla y el sargento se dejó caer pesadamente en ella. En un rincón había otra silla y dejé que Papa se sentara. Yo permanecí en pie contra la asquerosa pared de yeso.

—Me enfrento al problema —dijo el policía— de qué hacer con vosotros. Ahora estáis en Najran, no el piojoso villorrio donde sois influyentes. En Najran no sois nadie, pero yo sí. Vamos a ver qué podéis hacer por mí y si no podéis hacer nada, iréis a la cárcel. —¿Cuánto dinero tienes, hijo mío?— me preguntó Papa. —No demasiado.

No llevaba mucho conmigo, porque no creí que lo fuera a necesitar en casa del emir. Normalmente siempre llevaba dinero repartido en los bolsillos de mi gallebeya, precisamente para estas ocasiones. Conté lo que tenía en el bolsillo izquierdo, poco más de ciento ochenta kiams. No estaba dispuesto a permitir que el perro del sargento supiera que tenía más en el otro bolsillo.

—Ni siquiera es dinero de verdad —se quejó al—Bishah. A pesar de ello lo guardó todo en el cajón del escritorio—. ¿Y el viejo? —No tengo nada de dinero— dijo Papa.

—Eso está muy mal —dijo el sargento prendiendo su narguile con un encendedor. Se inclinó y cogió la boquilla entre los dientes. Se podía oír el burbujeo de la pipa de agua y olerse el aroma particular del hachís negro. Exhaló el humo y sonrió—. Podéis escoger celda, hay dos. ¿O tenéis algo más que me pueda interesar? Pensé en mi cuchillo ceremonial.

—¿Qué te parece esto? —dije, depositándolo sobre el escritorio frente a él.

Sacudió la cabeza.

—Dinero contante y sonante —dijo, empujando el cuchillo hacia mí. Pensé que cometía un terrible error, porque la daga llevaba incrustadas un montón de oro y joyas. Quizás no tenía dónde esgrimir un objeto como ése—. O crédito —añadió—. ¿Hay algún banco al que podáis llamar?

—Sí —dijo Friedlander Bey—. Será una llamada cara, pero puedes lograr que el ordenador de mi banco transfiera fondos a tu cuenta.

Al—Bishah dejó caer la boquilla de sus labios. Se sentó muy tieso.

—¡Eso es lo que deseaba oír! Serás tú quien pague la llamada. A cobro revertido, ¿vale?

El obeso policía le acercó el teléfono de su despacho y Papa pronunció una larga serie de números.

—¿Cuánto quieres?

—Un buen y suculento soborno. Lo bastante como para sentirme sobornado. Si no es suficiente, iréis a la celda. Podéis quedaros ahí para siempre. ¿Quién sabrá que estáis aquí? ¿Quién pagará vuestra libertad? Ésta es vuestra oportunidad, hermano.

Friedlander Bey miró al hombre con repugnancia mal disimulada.

—Cinco mil kiams —dijo Papa.

—Déjame pensarlo, ¿cuánto es en dinero de verdad? —se quedó unos segundos en silencio—. No, mejor que sean diez mil.

Estoy seguro de que Papa le habría pagado cien mil, pero el policía no tenía suficiente imaginación como para pedírselos.

Papa esperó un momento, luego asintió.

—Sí, diez mil.

Volvió a hablar por el teléfono, luego se lo ofreció al sargento.

—¿Qué? —preguntó al—Bishah.

—Di al ordenador el número de tu cuenta —dijo Papa.

—Ah, muy bien.

Cuando la transacción finalizó, el gordo cabeza de chorlito hizo otra llamada. No pude oír de qué se trataba, pero cuando colgó dijo.

—Estoy pidiendo algún medio de transporte para vosotros. No os quiero aquí, no os quiero en Najran. Tampoco puedo devolveros a vuestro destino, no desde esta pista de lanzaderas.

—Está bien —dije—. ¿Entonces, adonde vamos?

Al—Bishah me ofreció una clara panorámica de sus dientes cariados y putrefactos.

—Será una sorpresa.

No teníamos otra elección. Esperamos en su apestosa oficina hasta que una llamada anunció que nuestro vehículo había llegado. El sargento se levantó de su despacho, cogió el rifle, se lo colocó bajo el brazo y nos indicó que debíamos volver a la pista de aterrizaje. Me alegraba de salir de esa exigua habitación.

Fuera, bajo el cielo despejado de la noche sin luna, vi que la lanzadera suborbital de Hajjar había despegado. En su lugar se encontraba un pequeño helicóptero supersónico con emblemas militares. En el aire resonaban los chirridos de sus motores y una fuerte brisa me traía las corrosivas emanaciones del combustible derramado sobre la pista de cemento. Miré a Papa, que se limitó a encogerse ligeramente de hombros. No podíamos hacer otra cosa más que ir adonde deseaba el hombre del rifle.

Debíamos recorrer los treinta kilómetros de pista de aterrizaje vacía hasta llegar al helicóptero, y no íbamos a ofrecer resistencia. Sin embargo, al—Bishah salió tras de mí y me golpeó en la nuca con la culata de su rifle. Caí de rodillas y ante mis ojos desfilaron puntos de vivos colores. Me dolió terriblemente la cabeza. Por un momento me sentí a punto de vomitar.

Oí proferir un quejido cerca y cuando volví la cabeza vi a Friedlander Bey tendido, indefenso, en el suelo a mi lado. Que el policía gordo golpease a Papa me enfureció más que me sacudiera a mí. Me puse en pie, tambaleándome y ayude a levantarse a Papa. Se había puesto pálido y tenía los ojos desencajados. Deseé que no hubiera sufrido una conmoción. Conduje lentamente al anciano hacia la compuerta del helicóptero.

Al—Bishah nos observó subir al vehículo. No me volví para mirarlo, pero, a través del rugido de los motores del aparato oí que nos decía:

—Si volvéis a Najran, sois hombres muertos.

Le señalé con el dedo.

—Disfruta mientras puedas, cabrón —grité—, porque no durará mucho.

Él no hizo más que sonreírme. Luego el copiloto del helicóptero cerró la compuerta e intenté acomodarme junto a Friedlander Bey sobre el duro banco de plástico.

Me puse la mano bajo la keffiya y me toqué la nuca con cuidado. Mis dedos volvieron ensangrentados. Miré a Papa y me alegré de que hubiera recuperado el color.

—¿Estás bien, oh caíd? —le pregunté.

—Doy gracias a Alá —dijo, haciendo una pequeña mueca de dolor.

No pudimos decir nada más porque el helicóptero, que se preparaba para despegar, ahogaba nuestras palabras. Me senté a esperar los próximos acontecimientos. Me entretuve incorporando al sargento al—Bishah en mi lista, justo después del teniente Hajjar.

El helicóptero describió un círculo en torno al campo de aterrizaje y luego partió hacia su misterioso destino. Volamos mucho rato sin alterar el rumbo en lo más mínimo. Me senté sujetando la cabeza entre las manos, al compás de unos agudos y rítmicos pinchazos en la base de mi cráneo. Entonces recordé que tenía la ristra de software neurológico. Lo saqué alegremente, me quité la keffiya y me conecté el daddy que bloqueaba el dolor. Al instante, me sentí un ciento por ciento mejor, y sin los efectos adversos de los analgésicos químicos. Aunque no me lo podía dejar conectado mucho tiempo. Si lo hacía, tarde o temprano tendría una onerosa deuda con mi sistema nervioso central.

No podía hacer nada para que Papa se sintiera mejor. Sólo podía dejar que sufriera en silencio, mientras apretaba la cara contra la tronera de plástico de la portezuela. Hacía mucho rato que no veía ninguna luz allí abajo, ni una ciudad, ni un pueblo, ni siquiera una casa solitaria apartada de la civilización. Supuse que volábamos sobre agua.

Descubrí lo equivocado que estaba cuando el sol empezó a salir, por encima de nosotros, un poco a estribor. Todo el tiempo habíamos estado volando hacia el noreste. Según mi impreciso mapa mental, eso significaba que nos habíamos dirigido hacia el corazón de Arabia. No me había percatado de lo despoblada que estaba esa parte del mundo.

Decidí quitarme el daddy antidolor y conectármelo una media hora más tarde. Me lo desenchufé, esperando sentir una oleada de nuevo suplicio, pero me vi sorprendido agradablemente. El dolor punzante se había estabilizado en un normal y manejable dolor de cabeza. Volví a colocarme la keffiya. Luego me levanté del banco de plástico y me dirigí hacia la cabina.

—Buenas —dije al piloto y al copiloto.

El copiloto se volvió para mirarme. Echó un largo vistazo a mi principesco atuendo, pero se contuvo la curiosidad.

—Vuelve a sentarte. No podemos preocuparnos por vosotros mientras intentamos hacer volar esta cosa.

Me encogí de hombros.

—Parece como si hubiéramos volado con el piloto automático todo el trayecto. ¿Cuánto rato habéis pilotado realmente vosotros, tíos?

Eso no le gustó nada al copiloto.

—Vuelve a sentarte —dijo— o te llevaré yo y te esposaré al banco.

—No deseo causar ningún problema. Nadie nos dice nada. ¿No tenemos derecho a saber adónde vamos?

El copiloto me dio la espalda.

—Mira, tú y el viejo asesinasteis a algún pobre hijo de puta. Ya no tenéis derechos.

—Fantástico —murmuré.

Volví al banco. Papa me miró y yo sacudí la cabeza. Papa estaba despeinado, cubierto de tizne y había perdido el tarboosh cuando al—Bishah le golpeó en la nuca. No obstante, recuperó buena parte de su prestancia durante el vuelo y ya volvía a ser él. Tenía la sensación de que pronto necesitaríamos de todo nuestro ingenio.

Quince minutos más tarde, noté que el helicóptero frenaba. Miré por la tronera y vi que ya no avanzábamos, sino que oscilábamos sobre las dunas de arena rojiza que se extendían en el horizonte hacia todas direcciones. Hubo un zumbido y sobre la compuerta se encendió una luz verde. Papa me tocó el brazo y me volví hacia él, pero no podía decirle qué estaba sucediendo.

El copiloto se quitó el cinturón de seguridad y se levantó de su asiento de la cabina. Se dirigió con precaución a través de la zona de carga hasta nuestro banco.

—Ya hemos llegado —dijo.

—¿Qué quieres decir con ya hemos llegado? Aquí no hay más que arena. Ni siquiera un árbol ni un matorral.

Al copiloto no le importó.

—Mira, todo lo que sé es que debemos entregaros a los Bayt Tabiti aquí.

—¿Qué son los Bayt Tabiti?

El copiloto me ofreció una sonrisa socarrona.

—Una tribu de Badawi. Las demás tribus les llaman los leopardos del desierto.

«Sí, seguro que tienes razón», pensé.

—¿Y qué van a hacer esos Bayt Tabiti con nosotros?

—Bueno, no esperéis que os reciban como hijos pródigos. Mi consejo es que intentéis ganároslos deprisa.

No me gustaba nada, pero ¿qué podía hacer?

—¿Así que vais a hacer aterrizar el helicóptero y echarnos de un puntapié al desierto?

El copiloto sacudió la cabeza.

—No, no vamos a aterrizar. El helicóptero no tiene filtros de arena del desierto.

Levantó una palanca de seguridad y corrió la compuerta.

Miré hacia el suelo.

—¡Estamos a seis metros de altura! —grité.

—No por mucho tiempo —dijo el copiloto.

Levantó el pie y me empujó fuera. Sentí la arena tibia, intentando rodar mientras caía. Tuve suerte de no partirme las piernas. El helicóptero levantaba un fuerte viento, que me arrojaba la molesta arena a la cara. Apenas podía respirar. Pensé en utilizar la keffiya para lo que fue creada, para protegerme la nariz y la boca de la artificial tormenta de arena. Antes de que pudiera colocármela, vi que el copiloto empujaba a Friedlander Bey desde la compuerta abierta. Hice lo que pude para amortiguar la caída de Papa y él tampoco resultó malherido.

—¡Esto es un asesinato! —grité hacia el helicóptero—. ¡No podemos sobrevivir aquí!

El copiloto separó las manos.

—Los Bayt Tabiti están al llegar. Tomad, esto os durará hasta que lleguen.

Nos arrojó un par de grandes cantimploras. Luego, finalizado su deber hacia nosotros, cerró la compuerta. Al cabo de un momento, el helicóptero supersónico ascendió, giró en el aire y volvió por donde había venido.

Papa y yo estábamos solos en medio del desierto arábigo. Cogí ambas cantimploras y las sacudí. Hicieron un ruido afirmativo. Me pregunté cuántos días de vida contendrían. Luego fui hacia Friedlander Bey. Sentado bajo el caluroso sol de la mañana se frotaba el hombro.

—No puedo andar, hijo mío —dijo, anticipándose a mi interés.

—Supongo que deberemos hacerlo, oh caíd.

No tenía ni la menor idea de qué hacer. No sabía dónde estábamos ni qué dirección tomar.

—Primero pidamos a Alá que nos guíe —dijo.

No veía motivos para no hacerlo. Papa decidió que se trataba sin duda de una emergencia, por tanto no tuvimos que emplear nuestra preciosa agua para lavarnos antes de la oración. En una situación semejante está permitido usar arena limpia. De eso teníamos mucho. Se quitó los zapatos y yo las sandalias y nos preparamos para acercarnos a Dios tal y como prescribe el noble Corán.

Buscó la dirección del sol naciente y se volvió de cara a La Meca. Yo permanecí a su lado y ambos repetimos la poesía familiar de la oración. Cuando acabamos, Papa recitó una parte adicional del Corán, un verso de la segunda azora que dice: «Se os prescribe la ley del talión en el homicidio: el libre por el libre, el esclavo por el esclavo, la mujer por la mujer».

—Alabado sea Alá, señor de los mundos —murmuré.

—Dios es grande —dijo Papa.

Era el momento de comprobar si podíamos salvar nuestras vidas.

—Supongo que discurriremos cómo salir de ésta.

—Discurrir no sirve en el desierto —dijo Papa—. No podemos discurrir la comida, ni el agua, ni la protección.

—Tenemos agua —dije, ofreciéndole una de las cantimploras.

La abrió y echó un trago, luego la cerró y se la colgó del hombro.

—Tenemos un poco de agua. Está por ver si tenemos la suficiente.

—He oído que hay aguas subterráneas incluso en los desiertos más áridos.

Creo que hablaba para mantener su moral alta, o la mía. Papa se echó a reír.

—Recuerdas los cuentos de hadas que te contaba tu madre sobre el valiente príncipe perdido en las dunas y el manantial de agua dulce que fluía desde la falda de la montaña de arena. En la vida real no es así, querido, y tu fe inocente no nos sacará de ésta.

Sabía que tenía razón. Me pregunté si, en su juventud, tenía alguna experiencia en sobrevivir en el desierto. Había décadas enteras de su vida anterior de las que nunca hablaba. Decidí que, en cualquier caso, sería mejor confiar en su sabiduría. Pensé que no me moriría por quedarme un rato callado. Tal vez aprendiese algo.

—¿Qué vamos a hacer, entonces, oh caíd? —pregunté.

Se enjuagó el sudor de su frente con la manga y miró a su alrededor.

—Estamos perdidos en la parte más suroriental del desierto arábigo. El Rub al—Khali.

La región desolada. No sonaba muy prometedor.

—¿Cuál es la ciudad más próxima?

Papa sonrió.

—No hay ciudades en el Rub al—Khali, no en más de seiscientos kilómetros cuadrados de arena y erial. Existen grupos verdaderamente pequeños de nómadas que atraviesan las dunas, pero sólo viajan de pozo en pozo, buscando pasto para sus camellos y cabras. Podemos esperar encontrar un pozo o que la suerte nos conduzca hasta uno de esos clanes beduinos.

—¿Y si no es así?

Papa agitó su cantimplora.

—Tenemos unos cinco litros de agua para cada uno. Si no caminamos durante el día, bebemos con moderación y recorremos la mayor distancia posible durante el frescor de la noche, podemos vivir cuatro días.

Eso era peor que mi previsión más pesimista. Me dejé caer pesadamente sobre la arena. Había leído sobre ese lugar hacía años, cuando era un muchacho en Argel. Pensé que la descripción era exagerada, pues pintaba el Rub al—Khali más severo que el Sahara, que era nuestro desierto local, y no creía que ningún lugar en la tierra pudiera ser más desolado que el Sahara. Era evidente que me equivocaba. También recordaba cómo llamó un viajero occidental al Rub al—Khali en sus memorias: «El gran lugar funesto».