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Nunca pensé que pudieran raptarme. No existían motivos para ello. En realidad, el día había empezado de un modo bastante inocente. Me despabilé por completo poco antes del alba, gracias a un potenciador experimental que llevaba en mi implante cerebral anterior. Esa conexión es la que me confiere poderes y habilidades superiores a las de cualquier mortal. Según tengo entendido soy el único en los alrededores que posee dos implantes.
Uno de estos daddies especiales me proyecta a la conciencia total a la hora elegida. He aprendido a utilizarlo junto con otro daddy que me reanima el cuerpo, vaciando mi sistema de alcohol y drogas a una velocidad superior a la normal. De ese modo no me levanto medio borracho e inservible. En el pasado otros han sufrido por culpa de mis resacas y juré que eso no volvería a suceder jamás.
Me di una ducha, me cepillé la barba pelirroja y me vestí una costosa gallebeya color arena, con el gorro blanco de punto de mi Argelia natal. Estaba hambriento. Mi esclavo, Kmuzu, es quien normalmente me prepara las comidas, pero ese día tenía una cita para desayunar con Friedlander Bey. Eso sería después de la llamada matinal a la oración, así que disponía de treinta minutos libres. Atravesé la gran casa de Friedlander Bey, desde el ala oeste hasta el ala este, y llamé a la puerta de las habitaciones de mi esposa.
Indihar respondió en un camisón de satén blanco que yo le había regalado, con el cabello castaño recogido en la nuca. Indihar entornó sus grandes ojos oscuros.
—Te deseo buenos días, esposo —dijo ella.
No es que saltase de alegría al verme.
Su hijo pequeño, Hâkim, de cuatro años, estaba colgado a sus faldas y lloraba. Podía oír a Jirji y a Zahra armando jaleo en la otra habitación. Ni rastro de Senalda, la doncella valenciana que yo había contratado. Acepté la responsabilidad de mantener a la familia porque me sentía en parte responsable de la muerte del esposo de Indihar. Papa —Friedlander Bey— decidió que, para cumplir ese propósito sin levantar habladurías, debía también casarme con Indihar y adoptar a los tres niños. No recuerdo ningún otro caso en el que a Papa le preocupasen las habladurías.
No obstante, pese a la indignación de Indihar y mi negativa absoluta, ahora los dos somos marido y mujer. Papa siempre se sale con la suya. Hace algún tiempo, Friedlander Bey me agarró por el pescuezo, me dio un buen rapapolvo y convirtió al buscavidas de segunda que yo era en un poderoso pez gordo del submundo de la ciudad.
De modo que ahora Hâkim era legalmente… mi hijo, por muy fastidiosa que me resultara la idea. Nunca antes había convivido con niños y no sabía como comportarme. Creedme, ellos os lo dirán. Lo levanté en volandas y sonreí ante su rostro manchado de mermelada.
—Bueno, ¿por qué lloras, oh inteligentísimo? —le dije.
Hâkim se detuvo un momento para tomar aliento y luego siguió berreando aún más fuerte.
Indihar refunfuñó con impaciencia.
—Por favor, esposo, no intentes hacer de hermano mayor. Ya tiene uno: Jirji.
Me quitó a Hâkim de los brazos y lo dejó en el suelo.
—No intento hacer de hermano mayor.
—Pues tampoco intentes hacer de colega. No necesita un colega, necesita un padre.
—Está bien. Dime lo que debe hacer un padre y lo haré.
Llevaba semanas intentando comportarme lo mejor que sabía y Indihar no hacía más que deprimirme. Empezaba a cansarme.
Se rió sin ganas y echó a Hâkim hacia el fondo de la habitación.
—¿Es éste el verdadero motivo de tu visita, esposo? —me preguntó.
—Indihar, si abandonaras un poco tu resentimiento, tal vez pudiéramos sacar alguna ventaja de esta situación. ¿Qué daño puede hacerte estar aquí?
—¿Por qué no le preguntas a Kmuzu cómo se siente? —dijo ella, que aún no me había invitado a entrar.
Ya había permanecido bastante en el recibidor y la aparté a un lado para entrar en el salón. Me senté en un sofá. Indihar me contempló unos segundos, luego suspiró y se sentó en una silla frente a mí.
—Ya te lo he explicado antes —respondí—. Papa me ha hecho algunos regalos. Regalos que yo no deseaba, como los implantes, el bar de Chiriga o Kmuzu.
—Y a mí —dijo ella.
—Sí, y a ti. Papa intenta distanciarme de todos mis amigos. No desea que conserve ninguna de mis viejas amistades.
—Simplemente podías haberte negado, esposo. ¿Lo has pensado alguna vez?
¡Como me habría gustado que fuera tan sencillo!
—Cuando me llenaron de cables el cerebro, Friedlander Bey pagó a los doctores para que introdujeran un circuito en el centro de dolor de mi cerebro.
—¿Centro de dolor? ¿No sería en el centro de placer?
Sonreí lastimosamente.
—Si me hubieran circuitado el centro de placer, probablemente ahora ya estaría muerto. Eso es lo que les ocurre a quienes se lo hacen. No habría durado mucho.
Indihar frunció el ceño.
—Bien, entonces, no comprendo. ¿Por qué el centro de dolor? Porqué permitiste…
Levanté la mano para cortarla.
—¡Hey, yo no lo permití! Papa lo hizo sin mi consentimiento. Tiene montones de aparatos electrónicos que pueden estimular por control remoto mis centros de dolor. Así es como me mantiene a raya.
Saber que en realidad era el abuelo de mi madre no me predispuso más favorablemente hacia él. No, en la medida en que se negó a tratar el asunto de mi libertad.
La vi temblar.
—No tenía ni idea, esposo.
—No se lo he dicho a nadie. Pero Papa siempre acecha por encima de mi hombro, presto a pulsar el botón del tormento si hago algo que no le gusta.
—Así que tú también eres un prisionero —dijo Indihar—. Eres su esclavo, igual que todos los demás.
No creí necesario responderle. La situación era algo distinta en mi caso, porque llevaba sangre de Friedlander Bey y me sentía obligado a intentar quererlo. En verdad aún no lo había logrado. Ese sentimiento me lo hacía pasar mal y Papa no me lo ponía fácil.
Indihar me tendió la mano y yo la cogí. Era la primera vez, desde que estábamos casados, que ella se ablandaba ante algo. Vi que aún tenía la palma de la mano y los dedos teñidos de un pigmento ocre, de la henna que sus amigas le habían aplicado la mañana de nuestra boda. Había sido una ceremonia muy peculiar porque Papa declaró que no habría sido correcto que me desposara más que con una doncella. Indihar era, claro está, una viuda con tres hijos, de modo que él la declaró virgen honoraria. Nadie se rió.
La boda fue una mezcla de costumbres propias de la ciudad y del pueblo natal egipcio de Indihar. Pretendía ser la unión de una joven virgen y un muchacho magrebí de futuro prometedor. Friedlander Bey dijo que no era necesario invitar a la familia de Indihar a la ceremonia, sus amigos del Budayén la reemplazarían.
—Omitiremos la certificación ritual —había dicho Indihar.
—¿Qué es eso? —pregunté.
Temía que, en el último minuto, me obligasen a pasar una especie de examen escrito que debía haber estudiado desde la pubertad.
—En algunas regiones musulmanas —explicó Friedlander Bey—, la noche de bodas, la novia es llevada a un dormitorio, lejos del resto de invitados. Las mujeres de ambas familias la tumban sobre la cama. El marido envuelve un paño blanco entorno a su dedo y se lo inserta, para demostrar la virginidad de la muchacha. Si el paño se tiñe de sangre, el marido se lo ofrece al padre de la novia, que desfila con la tela anudada a un palo, para que todos la vean.
—¡Pero estamos en el siglo XVII de la Hégira! —dije atónito.
Indihar se encogió de hombros.
—Es un momento de gran orgullo para los padres de la novia. Demuestra que han educado a una hija casta y digna. Cuando me casé por primera vez, temí la ignominia hasta que oí los gritos de júbilo de los invitados. Entonces supe que mi matrimonio había sido bendecido y que me había convertido en una mujer a los ojos del pueblo.
—Como tú dices, hija mía —prosiguió Friedlander Bey—, en este caso no se requerirá semejante certificación.
Papa era razonable, cuando no tenía nada que perder.
Le compré a Indihar una elegante alianza de oro y también una segunda joya. Chiri, mi no tan pacífica compañera, me ayudó a escoger el regalo en una de las caras boutiques del este del Boulevard il-Jameel, donde compran los europeos. Era un broche, un lagarto de oro con incrustaciones de esmeraldas y dos rubíes por ojos. Me costó doce mil kiams y es el artículo más caro que he comprado en toda mi vida. Se lo di a Indihar la mañana de la boda. Abrió la caja satinada, miró unos segundos el lagarto de esmeraldas y dijo:
—Gracias, Marîd.
Nunca más ha vuelto a mentarlo ni tampoco se lo he visto puesto.
Indihar jamás había sido rica, ni siquiera antes de que asesinaran a su marido. Aportó a nuestro matrimonio sólo una modesta colección de enseres domésticos y sus escasas pertenencias personales. Su contribución no era materialmente importante, porque yo me había enriquecido gracias a mi colaboración con Papa. De hecho, la cantidad estipulada como el precio de la novia en nuestro contrato matrimonial era más de lo que Indihar había visto en toda su vida. Dos tercios de esa cantidad se le dio en metálico. El tercio final se le daría en caso de divorcio.
Yo no hice más que vestirme mi mejor túnica y mi mejor gallebeya blanca, pero Indihar tuvo que soportar mucho más. Chiri, su mejor amiga, le ayudó a prepararse para la ceremonia. A primera hora del día, le depilaron el vello de los brazos y las piernas, cubriéndolos con una mezcla de azúcar y jugo de limón. Cuando la pasta se endureció, Chiri la arrancó. Nunca olvidaré lo dulce y fresca que olía Indihar esa noche. A veces, aún me excita la fragancia de los limones.
Cuando Indihar acabó de vestirse y aplicarse una púdica cantidad de maquillaje, ella y yo posamos para el holo oficial de nuestra boda. Ninguno de los dos parecía especialmente feliz. Ambos sabíamos que era un matrimonio puramente nominal y que duraría sólo lo que viviera Friedlander Bey. El hológrafo se pasó el rato haciendo chistes vulgares sobre las noches de boda y las lunas de miel, pero Indihar y yo nos limitábamos a mirar el reloj, contando las horas que faltaban para la conclusión de la prueba.
La ceremonia tuvo lugar en el gran salón de Papa. Acudieron cientos de invitados, algunos eran amigos, otros eran siniestros, hombres silenciosos que observaban desde los extremos de la multitud. Mi padrino fue Saied Medio Hajj, que, en honor a la ocasión, no se puso ningún moddy, algo notable en la medida de lo que vale. La mayoría de los otros propietarios del Budayén estaban allí, también las chicas, los transexuales y los travestís que conocíamos, y también ciertos personajes del Budayén como Laila, Fuad y Bill el taxista. Habría sido una ocasión realmente feliz, si Indihar y yo realmente nos hubiéramos amado y deseado casarnos.
Nos sentamos frente a un juez de turbante azul que perpetró la ceremonia musulmana del matrimonio. Indihar estaba encantadora en un hermoso vestido blanco de satén y un velo también blanco, con un ramito de fragantes flores. Primero el juez imploró las bendiciones de Alá y leyó la primera azora del noble Corán. Luego preguntó a Indihar si consentía en desposarse. Hubo una breve pausa, en la que me pareció ver la pena reflejada en sus ojos.
—Sí —dijo con voz muy queda.
Nos dimos la mano derecha y el juez las cubrió con un pañuelo blanco. Indihar repitió las palabras del juez, declarando que se casaba conmigo por propia voluntad, por el precio de la novia de setenta y cinco mil kiams.
—Repite conmigo, Marîd Audran —dijo el juez—. Acepto tu compromiso conmigo, te tomo a mi cargo y te ofrezco mi protección. Que los presentes sean testigos.
Tuve que repetirlo tres veces para que tuviera valor.
El juez concluyó leyendo algo más del sagrado Corán. Nos bendijo a nosotros y a nuestro matrimonio. Hubo un instante de paz en el salón y luego de las gargantas de las mujeres nació un grito, el vibrante sonido del zagareet.
Poco después se celebró una fiesta, yo bebí y simulé estar contento. Había comida abundante y los invitados nos ofrecieron presentes y dinero. Indihar se retiró pronto con la excusa de que tenía que meter a los niños en la cama, aunque Senalda estaba precisamente para eso. Abandoné la celebración no mucho más tarde. Regresé a mis aposentos, me tragué siete u ocho tabletas de soneína y me tumbé en la cama con los ojos abiertos.
Estaba casado. Ahora era todo un marido. Mientras los opiáceos empezaban a hacerme efecto, pensé en lo guapa que estaba Indihar. Deseé haberla besado, al menos.
Aquéllos eran mis recuerdos de nuestra boda. Ahora, sentado en su salón, me preguntaba cuáles eran mis verdaderas responsabilidades.
—Me has tratado bien, a mí y a mis hijos —dijo Indihar—. Has sido generoso y debería estar agradecida. Disculpa mi comportamiento, esposo.
—No debes lamentarte de nada, Indihar —le dije. Me levanté. La mención de los niños me recordó que podían irrumpir en el saloncito, chillando y haciendo bobadas, en cualquier momento. Quise salir de allí lo antes posible—. Si necesitas algo, sólo tienes que pedírselo a Kmuzu o a Tariq.
—Tenemos de todo.
Me miró fijamente a los ojos y luego apartó la vista. No podría decir cuáles eran sus sentimientos.
Empezaba a sentirme incómodo.
—Entonces, me voy. Te deseo que pases una buena mañana.
—Que tengas un día agradable, esposo.
Me dirigí a la puerta y me volví para mirarla otra vez antes de irme. Parecía tan triste y sola.
—Que Alá te de la paz —murmuré, cerrando la puerta tras de mí.
Tenía tiempo de sobra para volver al comedor pequeño, cercano al despacho de Friedlander Bey, donde desayunábamos cuando él deseaba tratar asuntos de negocios conmigo. Cuando entré, él ya ocupaba su asiento. Los dos gigantes taciturnos, Habib y Labib, le flanqueaban las espaldas. Seguían mirándome con ojos suspicaces, como si después de todo ese tiempo aún fuera capaz de sacar un cuchillo y rebanarle el cuello a Papa.
—Buenos días, hijo mío —dijo Friedlander Bey ceremonioso—. ¿Qué tal de salud?
—Doy gracias a Dios cada hora —respondí.
Me senté al otro lado de la mesa y empecé a servirme los platos del desayuno.
Papa vestía una camisa azul celeste de manga larga, unos pantalones de lana marrones y un tarboosh de fieltro rojo en la cabeza. No se había afeitado en dos o tres días y su rostro estaba cubierto de barba cana. Había estado hospitalizado recientemente y había perdido mucho peso. Tenía las mejillas hundidas y le temblaban las manos. Sin embargo, ello no había afectado a su agilidad mental.
—¿Has pensado en alguien para que te ayude en el proyecto de la base de datos? —me preguntó, poniendo fin a los cumplidos y yendo directo al grano.
—Creo que sí, oh caíd. Mi amigo, Jacques Dévaux.
—¿El muchacho marroquí? ¿El cristiano?
—Sí, aunque no estoy seguro de poder confiar totalmente en él.
Papa asintió.
—Es bueno que pienses en eso. No es prudente confiar en ningún hombre hasta haberlo puesto a prueba. Hablaremos de ello cuando haya oído los cálculos de las compañías de terminales de información.
—Sí, oh caíd.
Le observé detenidamente pelar una manzana con un cuchillo de plata.
—¿Te han dicho lo de la reunión de esta noche, hijo mío?
Nos habían invitado a una recepción en el palacio del caíd Mahali, el emir de la ciudad.
—Me asombra saber que he llamado la atención del príncipe.
Papa me ofreció una breve sonrisa.
—Tu reciente matrimonio te ha proporcionado algo más que alegría. El emir ha dicho que no puede permitir que exista un conflicto entre el caíd Reda Abu Adil y yo.
—Ah, ya entiendo. Y la fiesta de esta noche es el intento del emir de reconciliaros.
—El vano esfuerzo por reconciliarnos —Friedlander Bey frunció el ceño ante la manzana, luego le clavó el cuchillo con saña y la apartó—. No habrá paz entre el caíd Reda y yo. Es sencillamente imposible. Pero entiendo que el emir está en una posición difícil: cuando dos reyes luchan, son los campesinos los que mueren.
Sonreí.
—¿Insinúas que el caíd Reda y tú sois los reyes en este litigio y el príncipe de la ciudad es el campesino?
—En realidad su poder no puede compararse al nuestro. Su influencia se extiende por toda la ciudad, pero nosotros controlamos naciones enteras.
Me recosté en la silla y le observé.
—¿Esperas otro ataque esta noche?
Friedlander Bey se frotó el labio superior pensativo.
—No —dijo despacio—, esta noche no, mientras estemos bajo la protección del príncipe. El caíd Reda no es tan estúpido. Pero será pronto, hijo mío, muy pronto.
—Estaré alerta —dije, levantándome para dejar al viejo.
Lo último que deseaba oír es que nos arrastraban a otra maquinación.
En el transcurso de la tarde recibí a una delegación de Capadocia que deseaba la ayuda de Friedlander Bey para declarar la independencia de Anatolia y establecer una república popular. La mayoría de la gente piensa que Papa y Abu Adil hicieron sus fortunas con el vicio callejero, pero eso no es del todo cierto. En realidad son responsables de casi todas las actividades ilegales de la ciudad, pero éstas subsisten básicamente para dar empleo a sus innumerables parientes, amigos y socios.
La verdadera fuente de riqueza de Papa reside en seguirle la pista a la siempre cambiante alineación nacional de nuestra parte del mundo. En una época en la que la media de vida de un nuevo país es menor que una sola generación de sus ciudadanos, alguien debe preservar el orden en medio del caos político. Ése es el valioso servicio que brindan Friedlander Bey y el caíd Reda. De un régimen al siguiente, ellos recuerdan dónde estaban las fronteras, quiénes pagaban los impuestos, y dónde estaban enterrados los cadáveres, literal y figurativamente. Cuando un gobierno da paso a su sucesor, Papa o el caíd Reda intervienen para apaciguar la transición y llevarse una buena tajada.
Todo eso me parecía fascinante y me alegraba que Papa me hubiera puesto a trabajar en esa sección, en lugar de supervisar sus lucrativas, pero fundamentalmente aburridas, empresas criminales. Mi bisabuelo me instruía con ilimitada paciencia y daba órdenes a Tariq y Youssef para prestarme la ayuda que necesitara. Cuando entré por primera vez en casa de Friedlander Bey, pensé que eran sólo el ayuda de cámara y el mayordomo de Papa, pero ahora me he dado cuenta de que saben más de los acontecimientos de alto nivel que suceden por todo lo ancho y largo del mundo islámico que ninguna otra persona, excepto el propio Friedlander Bey.
Cuando por fin los capadocios se despidieron, observé que disponía de poco más de una hora antes de que Papa y yo acudiéramos al palacio del emir. Kmuzu me ayudó a seleccionar un vestuario adecuado. Hacía mucho que no me ponía mis viejos téjanos, mis botas y una camisa informal; me estaba acostumbrando a llevar el atuendo árabe convencional. Algunos hombres de la ciudad aún llevaban el típico traje de terno euroamericano, pero yo nunca me he sentido cómodo con él. En casa de Papa, solía vestir gallebeya porque sabía que él la prefería. Además, era más fácil esconder mi pistola estática bajo una túnica holgada, y una keffiya, el tocado árabe, ocultaba mis implantes, que ofendían a ciertos musulmanes conservadores.
Así que, cuando terminé de vestirme, lucía una impecable gallebeya blanca, propia de un novio, bajo una túnica azul real, con ribetes de oro. Calzaba unas cómodas sandalias, una daga ceremonial colgaba de mi cinto y me cubría la cabeza una sencilla keffiya blanca anudada por una cuerda akal negra.
—Estás muy guapo, yaa Sidi —dijo Kmuzu.
—Eso espero. Nunca antes he conocido a un príncipe.
—Has demostrado tu valía y tu reputación ya ha llegado a oídos del emir. No debes sentirte intimidado por él.
Para Kmuzu era fácil decirlo. Eché un último vistazo a mi reflejo y lo que vi no me impresionó demasiado.
—Marîd Audran, el defensor de los oprimidos —dije con escepticismo—. Sí, tienes razón.
Luego bajé la escalera para re unirme con Friedlander Bey.
Tariq conducía la limusina de Papa y llegamos puntuales al palacio del emir. Nos presentamos en el gran salón y me invitaron a reclinarme sobre algunos almohadones en el lugar de honor, a la diestra del caíd Mahali. Friedlander Bey y los otros invitados se pusieron cómodos y me presentaron a muchos hombres ricos e influyentes de la ciudad.
—Por favor, sírvete tú mismo —dijo el emir.
Un criado presentaba una bandeja llena de pequeñas tazas de café espeso, aderezado con cardamomo y canela, y altos vasos de jugos de frutas helados. No se servían bebidas alcohólicas porque el caíd Mahali era un hombre muy religioso.
—¡Que tu mesa sea eterna! —dije—. Tu hospitalidad es famosa en toda la ciudad, oh caíd.
—¡Alegría y júbilo! —respondió, complacido por mis lisonjas.
Conversamos durante media hora antes de que los criados entraran con las bandejas de verduras y carnes asadas. El emir había preparado comida para servir a una concurrencia cinco veces mayor que la nuestra. Utilizaba un elegante cuchillo engarzado en joyas para ofrecerme los bocados más exquisitos. Toda mi vida he desconfiado de los ricos y los poderosos, pero, a pesar de ello, el príncipe me caía bastante bien.
Se sirvió una taza de café y me ofreció otra.
—Vivimos en una ciudad mestiza —me dijo—, y numerosos grupos y partidos ponen en tela de juicio mis decisiones. Estudio los métodos de los grandes gobernantes musulmanes del pasado. Precisamente hoy he leído una historia maravillosa sobre Ibn Saud, que gobernó una Arabia unida, la cual durante mucho tiempo llevó su apellido. También él tuvo que tomar enérgicas e inteligentes medidas a propósito de problemas difíciles.
»Un día —prosiguió el príncipe—, cuando Ibn Saud visitaba el campamento de una tribu de nómadas, se le acercó una mujer y se arrojó a sus pies. Exigía la muerte del asesino de su marido.
»“¿Cómo murió tu marido?”, preguntó el rey.
»La mujer le respondió: “El asesino se subió a lo alto de una palmera para recoger fruta. Mi marido estaba ocupado en sus cosas, sentado a la sombra del árbol. El asesino perdió pie y cayó sobre él, rompiéndole el cuello. ¡Ahora él está muerto y yo soy una pobre viuda sin medios para mantener a mis hijos huérfanos!”.
»Ibn Saud se frotó la barbilla, pensativo. “¿Crees que el hombre se lanzó sobre tu marido intencionadamente?”, le preguntó.
»“¿Y eso qué importa? Sea como fuere mi marido está muerto”.
»“Bueno, recibirás una honrosa compensación. ¿O de verdad exiges la muerte de ese hombre?”.
»“Según el Recto Camino, la vida del asesino me pertenece”.
»Ibn Saud se encogió de hombros. Poco pudo hacer ante una mujer tan obstinada, pero le dijo: “Entonces morirá y lo hará del mismo modo que le arrebató la vida a tu esposo. Ordeno que se ate fuertemente a este hombre al tronco de la palmera. Tú te encaramarás al árbol y te dejarás caer sobre el cuello del hombre para matarlo”. El rey se detuvo para mirar a la familia y a los vecinos de la mujer que se habían congregado a su alrededor, y añadió: «O aceptarás una honrosa compensación después de todo».
»La mujer titubeó unos instantes, aceptó el dinero y se fue.
Me reí en voz alta y los demás convidados aplaudieron la anécdota del caíd Mahali. En unos segundos me olvidé por completo de que él era el emir de la ciudad y yo, bueno, yo sólo era yo.
La velada perdió su placidez con la irrupción de Reda Abu Adil. Entró ruidosamente y saludó a los demás invitados como si él y no el emir fuera el anfitrión de la fiesta. Vestía más o menos como yo, incluida la keffiya que ocultaba sus implantes corímbicos. Detrás de Abu Adil le seguía un joven, probablemente su nuevo ayudante administrativo y amante. El joven tenía el cabello rubio y corto, gafas de montura metálica y unos labios finos y exangües. Vestía una túnica de algodón blanca que le llegaba hasta los tobillos, una costosa americana deportiva de seda y babuchas de fieltro azul. Echó un vistazo entorno a la gran sala y devolvió una mirada de asco a todos y a cada uno de los concurrentes.
La expresión de Abu Adil se tornó alegre al vernos a Friedlander Bey y a mí.
—¡Mis viejos amigos! —gritó, cruzando la sala y haciendo poner a Papa en pie. Se abrazaron aunque Papa no abrió la boca. Luego el caíd Reda se dirigió a mí—. ¡Y aquí está el afortunado novio!
Yo no me levanté, lo que constituía un insulto flagrante, pero Abu Adil simuló no darse cuenta.
—¡Te he traído un precioso regalo! —dijo, mirando a su alrededor para asegurarse de que todo el mundo se fijaba—. Kenneth, dale al joven su regalo.
El muchacho rubio me miró unos momentos, escrutándome. Después se llevó la mano al bolsillo interior de su americana y sacó un sobre. Me lo ofreció con dos dedos, pero no estaba lo bastante cerca como para que yo pudiera cogerlo. Sin duda, él lo consideraba una especie de desafío.
Personalmente, me importaba un carajo. Fui hacia él y cogí el sobre. Hizo una pequeña mueca con los labios y levantó las cejas como diciendo: Ya nos veremos las caras más tarde. Me hubiera gustado arrojarle el sobre a su cara de idiota.
Recordé dónde me encontraba y quién presenciaba la escena, de modo que abrí el sobre y saqué una hoja de papel. Leí el regalo de Abu Adil, pero no le encontraba ningún sentido. Lo volví a leer, —pero no lo vi más claro la segunda vez.
—No sé que decir —dije.
El caíd Reda se echó a reír.
—¡Sabía que te gustaría! —luego se volvió despacio, para que los demás pudieran oír sus palabras sin dificultad—. He utilizado mi influencia en el Jaish para conseguirle un cargo a Marîd Audran. ¡Ahora es oficial del Ejército de Ciudadanos!
El Jaish era esa tropa extraoficial de extrema derecha con la que ya me las había visto antes. Les gustaba vestir uniformes grises y desfilar por las calles. En un principio su misión era librar a la ciudad de extranjeros. Con el paso del tiempo, y dado que la mayoría de los fondos de grupos paramilitares procedían de personas como Reda Abu Adil —que había llegado a la ciudad en su juventud—, cambió el propósito del Jaish. Ahora daba la impresión de que su tarea era perseguir a los enemigos de Abu Adil, extranjeros y nacionales por igual.
—No sé qué decir —repetí.
Era una acción increíble por parte del caíd Reda, y por mi vida que no podía adivinar sus intenciones. Sin embargo, conociéndolo, pronto lo vería dolorosamente claro.
—Quedan olvidadas nuestras pasadas diferencias —dijo Abu Adil lleno de optimismo—. A partir de ahora seremos amigos y aliados. Debemos trabajar juntos para mejorar las vidas de los pobres fellahín que dependen de nosotros.
A los convidados allí reunidos les agradó ese sentimiento y aplaudieron. Miré a Friedlander Bey, que se limitó a encogerse de hombros discretamente. Para ambos era obvio que Abu Adil estaba desplegando un nuevo plan ante nuestros ojos.
—Entonces, brindo por el novio —dijo el caíd Mahali poniéndose en pie—. Y brindo por el fin del conflicto entre Friedlander Bey y Reda Abu Adil. Mi pueblo me tiene por un hombre recto, he intentado gobernar esta ciudad con sabiduría y justicia. Esta paz entre vuestras casas facilitará mi tarea.
Alzó su taza de café y todos los demás se pusieron en pie y lo imitaron. A todos, excepto a Papa y a mí, les pareció una reconciliación esperanzadora. Yo sólo sentí un nudo de ansiedad en lo más profundo de mi estómago.
El resto de la velada fue bastante agradable, creo. Después de un rato me sentí harto de comida y de café, y ya había conversado bastante con ricos extraños como para unos cuantos días. Abu Adil no volvió a cruzarse en nuestro camino en toda la noche, pero no pude evitar percatarme de que su rubio compañero, Kenneth, no me quitaba ojo sin dejar de mover la cabeza.
Resistí en la fiesta un poco más, pero el aburrimiento me llevó hasta el exterior. Disfruté de los cuidados jardines del caíd Mahali, aspirando profundamente el aire perfumado, saboreando un vaso de sharab helado. Dentro de la residencia oficial del emir la fiesta aún estaba animada, pero ya me había hartado del resto de convidados, que se dividían en dos variedades: hombres a los que no conocía y con los que tenía poco en común, y hombres a los que no conocía y prefería evitar.
En esta ocasión no habían mujeres invitadas; a pesar de que formalmente era la celebración de mi matrimonio, mi esposa, Indihar, no estaba presente. Había acudido con Kmuzu, Friedlander Bey, su conductor, Tariq, y sus dos guardaespaldas gigantes, Habib y Labib. Tariq, Kmuzu y las dos Rocas Parlantes disfrutaban de un refrigerio junto con los otros criados en un edificio aparte que también servía de garaje y establos del emir.
—Si deseas volver a casa, hijo mío —dijo Friedlander Bey—, nos despediremos de nuestro anfitrión.
Papa siempre me llamaba «hijo» aunque desde nuestro primer encuentro estaba enterado del parentesco que nos unía.
—Ya me he divertido bastante, oh caíd —dije.
En realidad, el último cuarto de hora había estado observando una lluvia de meteoros en el cielo despejado.
—Yo también. Me he cansado mucho. Deja que me apoye en tu brazo.
—No faltaba más, oh caíd.
Friedlander Bey siempre ha sido fuerte como un toro, pero era muy viejo, se acercaba a su tricentenario. Hacía pocos meses, alguien había intentado asesinarle y se había visto obligado a someterse a una sofisticada operación de neurocirugía para reparar el mal. Aún no se había recuperado por completo de esa experiencia, estaba débil y bastante inseguro.
Nos alejamos de los bellos y regulares jardines, y dimos un solitario paseo hasta la sala tenuemente iluminada. Al vernos, el emir se levantó y se acercó, extendiendo los brazos para abrazar a Friedlander Bey.
—¡Has hecho un gran honor a mi casa, oh excelentísimo! —dijo.
Yo permanecí a un lado y dejé que Papa se ocupara de los formalismos. Tenía la sensación de que la recepción había sido una especie de encuentro entre aquellos dos poderosos hombres y de que la celebración de mi matrimonio era por completo irrelevante frente a las sutiles conversaciones a las que había conducido.
—¡Que tu mesa sea eterna, oh príncipe! —dijo Papa.
—Gracias, oh sapientísimo —dijo el caíd Mahali—. ¿Te vas ya?
—Es más de la medianoche y soy un hombre viejo. Cuando me vaya, vosotros los jóvenes podréis proseguir con la verdadera juerga.
El emir se echó a reír.
—Te llevas nuestro amor, oh caíd —se inclinó y besó a Friedlander Bey en ambas mejillas—. Ve en paz.
—Que Alá te conceda una larga vida —dijo Papa.
El caíd Mahali se dirigió a mí —¡Kif oo basat!— me dijo, que significa: «¡Buen humor y alegría!» y que trata de resumir la actitud de la ciudad ante la vida.
—Te damos las gracias por tu hospitalidad —le dije—, y por el honor que nos has hecho.
El emir parecía apreciarme.
—Que Alá te bendiga, joven —me respondió.
—La paz sea contigo, oh príncipe.
Retrocedimos de espaldas unos pasos, luego nos dimos la vuelta y nos internamos en la noche.
Había recibido una verdadera montaña de regalos por parte del emir y de los demás invitados. Aún se exhibían en la sala y serían enviados a casa de Friedlander Bey al día siguiente. Mientras Papa y yo salíamos al tibio aire de la noche, me sentía satisfecho y feliz.
Volvimos a pasar por los jardines y admiré los árboles frutales esmeradamente cuidados y sus temblorosas imágenes en el reflejo de la alberca. Casi inaudible por encima del agua llegaba el sonido de risas y oía el líquido tintineo de las fuentes, aparte de ello la noche estaba en calma.
La limusina de Papa se encontraba apostada en el garaje del caíd Mahali. Apenas habíamos empezado a cruzar el patio cubierto de césped, cuando se encendieron sus faros delanteros. El antiguo coche —uno de los pocos vehículos de combustión interna que aún circulan por la ciudad— se dirigió despacio hacia nosotros. La ventana del conductor se bajó en silencio y me sorprendió no ver a Tariq, sino a Hajjar, el corrupto teniente de policía que supervisaba los asuntos del Budayén.
—Entrad en el coche —dijo—. Los dos.
Miré a Friedlander Bey, que no hizo más que un gesto. Entramos en el coche. Es probable que Hajjar creyese tenerlo todo bajo control, pero Papa no parecía preocupado ni lo más mínimo, a pesar de que un tipo grandote nos apuntaba con una pistola de agujas desde el asiento corredizo.
—¿Qué demonios es esto, Hajjar? —le pregunté.
—Os estoy arrestando a ambos —dijo el policía.
Apretó un botón y subió el panel de cristal que le separaba del compartimento de los pasajeros. Papa y yo estábamos solos con el matón de Hajjar, y el matón no parecía demasiado interesado en darnos conversación.
—Cálmate —dijo Papa.
—Esto es obra de Abu Adil, ¿no es cierto?
—Es posible —me contestó Papa encogiéndose de hombros—. Todo se aclarará según la voluntad de Alá.
No podía evitar estar inquieto. Odiaba esa sensación de impotencia. Observaba a Friedlander Bey, prisionero en su propia limusina, en manos de un policía que aceptaba el soborno de Papa y de su principal rival, Reda Abu Adil. Durante unos minutos me dolió el estómago y pensé en las cosas inteligentes y heroicas que haría en cuanto Hajjar nos dejara bajar del coche. Mientras avanzábamos por entre los exiguos callejones de la ciudad, mi mente empezó a buscar alguna pista sobre lo que nos estaba sucediendo.
Pronto el dolor de estómago se hizo más agudo y deseé haber llevado encima la caja de píldoras. Papa me había advertido que llevar mi reserva de fármacos a casa del emir habría constituido una grave afrenta a la etiqueta. Eso me pasaba por haberme convertido en un chico tan respetuoso. Me habían secuestrado y tendría que sufrir cualquier pequeña molestia física que me saliera al paso.
En el bolsillo de mi gallebeya guardaba una pequeña selección de daddies en una ristra. Uno de ellos funcionaba de maravilla bloqueando el dolor, pero no tenía la menor intención de comprobar cual sería la reacción del matón si intentaba meter la mano dentro de mi túnica. No me habría levantado el ánimo oír que las cosas podían ponerse aún más negras.
Después de lo que me pareció una hora de paseo, la limusina se detuvo. No sabía dónde estábamos. Miré al esbirro de Hajjar y le pregunté:
—¿Qué sucede?
—Cállate —me informó el matón.
Hajjar salió del coche y le abrió la puerta a Papa. Yo bajé tras él. Nos hallábamos junto a unos edificios de metal acanalado, que daban a una lanzadera suborbital privada atravesada en una amplia explanada de cemento. Sus luces de control parpadeaban, pero sus tres propulsores gigantes permanecían imperturbables y mudos. Si ése era el aeropuerto principal, nos encontrábamos a unas treinta millas al norte de la ciudad. Nunca antes había estado allí.
Empezaba a preocuparme, pero Papa conservaba una expresión serena en el rostro. Hajjar me empujó a un lado.
—¿Tienes tu teléfono, Audran? —dijo con tranquilidad.
—Sí —respondí—, siempre lo llevo en el cinturón.
—Déjamelo un minuto, ¿vale?
Lo desabroché y se lo ofrecí a Hajjar. Él me sonrió, dejó caer el teléfono al suelo y lo pisoteó haciéndolo añicos.
—Gracias —dijo.
—¿Qué cono pasa? —grité, agarrándolo por el brazo.
Hajjar se limitó a mirarme, divertido. Entonces, el esbirro me retorció ambos brazos por detrás de la espalda.
—Vamos a subir a esa lanzadera —explicó—. Hay un juez que tiene algo que contaros.
Nos subieron a bordo de la lanzadera suborbital y nos obligaron a tomar asiento en la desierta cabina delantera. Hajjar se sentó a mi lado y el matón junto a Friedlander Bey.
—Tenemos derecho a saber adonde nos llevas —dije.
Hajjar se examinó las uñas, simulando indiferencia.
—A decir verdad —dijo, mirando a través de la ventana—, no sé adonde vais. El juez os lo dirá cuando os lea el veredicto.
—¿Veredicto? —grité—, ¿qué veredicto?
—Oh —dijo Hajjar con una sonrisa maliciosa—, no lo adivináis. Tú y Papa estáis siendo juzgados. El juez decidirá que sois culpables mientras os deportan. Este método ahorra al sistema legal un montón de tiempo y dinero. Debí dejarte que besaras el suelo como despedida, Audran, porque no volverás a ver está ciudad nunca.