LA PUTA, LA GRAN PUTA, la grandísima puta, la santurrona, la simoníaca, la inquisidora, la torturadora, la falsificadora, la asesina, la fea, la loca, la mala; la del Santo Oficio y el Índice de Libros Prohibidos; la de las Cruzadas y la noche de San Bartolomé; la que saqueó a Constantinopla y bañó de sangre a Jerusalén; la que exterminó a los albigenses y a los veinte mil habitantes de Beziers; la que arrasó con las culturas indígenas de América; la que quemó a Segarelli en Parma, a Juan Hus en Constanza y a Giordano Bruno en Roma; la detractora de la ciencia, la enemiga de la verdad, la adulteradora de la Historia; la perseguidora de judíos, la encendedora de hogueras, la quemadora de herejes y brujas; la estafadora de viudas, la cazadora de herencias, la vendedora de indulgencias; la que inventó a Cristoloco el rabioso y a Pedropiedra el estulto; la que promete el reino soso de los cielos y amenaza con el fuego eterno del infierno; la que amordaza la palabra y aherroja la libertad del alma; la que reprime a las demás religiones donde manda y exige libertad de culto donde no manda; la que nunca ha querido a los animales ni les ha tenido compasión; la oscurantista, la impostora, la embaucadora, la difamadora, la calumniadora, la reprimida, la represora, la mirona, la fisgona, la contumaz, la relapsa, la corrupta, la hipócrita, la parásita, la zángana; la antisemita, la esclavista, la homofóbica, la misógina; la carnívora, la carnicera, la limosnera, la tartufa, la mentirosa, la insidiosa, la traidora, la despojadora, la ladrona, la manipuladora, la depredadora, la opresora; la pérfida, la falaz, la rapaz, la felona; la aberrante, la inconsecuente, la incoherente, la absurda; la cretina, la estulta, la imbécil, la estúpida; la travestida, la mamarracha, la maricona; la autocrática, la despótica, la uránica; la católica, la apostólica, la romana; la jesuítica, la dominica, la del Opus Dei; la concubina de Constantino, de Justiniano, de Carlomagno; la solapadora de Mussolini y de Hitler; la ramera de las rameras, la meretriz de las meretrices, la puta de Babilonia, la impune bimilenaria tiene cuentas pendientes conmigo desde mi infancia y aquí se las voy a cobrar.
A mediados de 1209 y al mando de un ejército de asesinos, el legado papal Arnaldo Amalrico le puso sitio a Beziers, baluarte de los albigenses occitanos, con la exigencia de que le entregaran a doscientos de los más conocidos de esos herejes que allí se refugiaban, a cambio de perdonar la ciudad. Amalrico era un monje cisterciense al servicio de Inocencio III; su ejército era una turba de mercenarios, duques, condes, criados, burgueses, campesinos, obispos feudales y caballeros desocupados; y los albigenses eran los más devotos continuadores de Cristo, o mejor dicho, de lo que los ingenuos creen que fue Cristo: el hombre más noble y justo que haya producido la humanidad, nuestra última esperanza. Así les fue, colgados de la cruz de esa esperanza terminaron masacrados. Los ciudadanos de Beziers decidieron resistir y no entregar a sus protegidos, pero por una imprudencia de unos jóvenes atolondrados la ciudad cayó en manos de los sitiadores y éstos, con católico celo, se entregaron a la rapiña y al exterminio. ¿Pero cómo distinguir a los ortodoxos de los albigenses? La orden de Amalrico fue: «Mátenlos a todos que ya después el Señor verá cuáles son los suyos». Y así, sin distingos, herejes y católicos por igual iban cayendo todos degollados. En medio de la confusión y el terror muchos se refugiaron en las iglesias, cuyas puertas los invasores fueron tumbando a hachazos: pasaban al interior cantando el Veni Sancte Spiritus y emprendían el degüello. En la sola iglesia de Santa María Magdalena masacraron a siete mil sin perdonar mujeres, niños ni viejos. «Hoy, Su Santidad —le escribía esa noche Amalrico a Inocencio III—, veinte mil ciudadanos fueron pasados por la espada sin importar el sexo ni la edad». Albigenses o no, los veinte mil eran todos cristianos. Y así ese papa criminal que llevaba el nombre burlón de Inocencio lograba matar en un solo día y en una sola ciudad diez o veinte veces más correligionarios que los que mataron los emperadores romanos cuando la llamada «era de los mártires» a lo largo y ancho del Imperio. ¡Los hubieran matado a todos y no habríamos tenido Amalricos, ni Inocencios, ni Edad Media! ¡Qué feliz sería hoy el mundo sin la sombra ominosa de Cristo! Pero no, el Espíritu Santo, que caga lenguas de fuego, había dispuesto otra cosa.
El siguiente en la lista de los Inocencios, el cuarto, quien en el clímax de su delirio se designaba a sí mismo praesentia corporalis Christi, fue el que azuzó a la Inquisición, con su bula Ad extirpanda, a usar la tortura para sacarles a sus víctimas la confesión de herejía. Y otro Inocencio, el octavo, no bien fue elegido papa (en un cónclave presidido por el soborno y la intriga), promulgó la bula Summis desiderantes affectibus que desató la más feroz persecución contra las brujas; a su hijo Franceschetto lo casó con una Médicis, y para refrendar el trato nombró cardenal a un hijo de Lorenzo el Magnífico, Giovanni, que entonces tenía sólo 13 años. A los 37 este Médicis habría de ascender al papado, que se parrandeó de banquete en banquete en una sola y continua fiesta. Se puso León X, aunque del feroz animal sólo tenía el nombre: gordo, miope, de ojos saltones, cabalgaba de lado como mujer a causa de una úlcera en el trasero adquirida tal vez en sus devaneos homosexuales y que le amargaba, aunque no mucho, la fiesta. Los burdeles de la Ciudad Eterna (que contaba entonces, entre sus cincuenta mil habitantes, con siete mil prostitutas registradas) le pagaban diezmos. Vendió en subasta dos mil ciento cincuenta puestos eclesiásticos, entre los cuales varios cardenalatos a treinta mil ducados el capelo, si bien a su primo bastardo Giulio de Médicis (el futuro Clemente VII) le dio el capelo gratis: el suyo propio durante la ceremonia de su coronación, tras quitárselo él mismo para chantarse la tiara pontificia. El Tribunal de la Historia, que juzga pero no castiga, registró sus primeras palabras como papa, dirigidas en ese instante a su primo, alborozado: «Ahora sí que voy a gozar». Las noventa y cinco iracundas tesis de Lutero no le hicieron mella. Era un espíritu feliz, en las antípodas del agriado Pablo IV de nuestros días, y sólo mató a un cardenal: al pérfido Alfonso Petrucci de Siena, quien en un complot con otros cuatro purpurados lo quería envenenar contra natura, haciendo de una salida entrada: le habían dado al médico toscano Battista de Vercelli la consigna de aplicarle a Su Santidad, con el pretexto de tratarle la úlcera, un tósigo maquiavélico, florentino, por el antifonario. No se les hizo. El papa descubrió la conjuración, ejecutó a Petrucci, puso a pudrirse en la cárcel a los otros cuatro cardenales y vivió varios años más, feliz, con la conciencia tranquila y disfrutando de lo que Juan Pablo II llamaba hace poco, en pleno epicentro del sida en África Central, «el banquete de la vida», hasta que lo llamó doña Muerte a su banquete de gusanos: como a tantos otros papas que lo precedieron o siguieron, le mandó en el verano sofocante de Roma una cattiva zanzara que le inoculó la malaria. Pero para terminar con Inocencio VIII, fue este otro maestro de la simonía el del acierto de llamar «Reyes Católicos» a Fernando e Isabel, los de España. ¡Qué menos para un matrimonio que persiguió a moros y judíos, que fundó la Inquisición española y que patrocinó a Torquemada! De los miles y miles de inocentes que este dominico vesánico torturó y quemó, ellos en última instancia son los responsables, por ellos se fueron derechito al cielo.
Tras Beziers cayó Carcasona, donde Amalrico hizo conde de la ciudad a un veterano de la Cuarta Cruzada, Simón de Montfort, entregándole de paso el mando del heterogéneo ejército con la recomendación de que tratara a toda la Occitania como tierra de herejes y se sintiera libre de exterminar a cuantos quisiera sin tomar prisioneros. Consejo que en un principio el flamante conde no siguió: en Bram no mató ni uno, a todos los cegó. O mejor dicho a todos menos a uno que dejó tuerto para que con su único ojo pudiera guiar hasta Cabaret al resto, la columna de ciegos que avanzaba así: el ciego de atrás con las manos puestas sobre los hombros del ciego de adelante, y adelante de todos el tuerto, de suerte que a la vista del ciempiés alucinante les acometiera a los enemigos de Inocencio el saludable temor a Dios. Cuarenta y ocho años tenía entonces este pontífice que había sido elegido a los 37, a la misma edad de Giovanni de Médicis: pocos comparados con los 78 a que se encaramó al trono de Pedro nuestro actual Benedicto XVI, pero muchos frente a los 20 a que fue elegido Juan XI, o los 16 a que fue elegido Juan XII, y ni se diga los 11 a que fue elegido Benedicto IX, el Mozart o Rimbaud de los papas. ¡Qué precocidad! Y dejen la religiosa, ¡la sexual! Todavía con su aguda voz infantil con que entonaba latines, su impúber Santidad ya andaba detrás de las damas. ¡No haber vivido yo en su Roma para acogerlo con el precepto evangélico «Dejad que los niños vengan a mí»! ¡Qué íntimas cuerdecitas no le habría pulsado a ese laúd!
Benedicto IX (nombre de pila Teofilacto) era sobrino de Juan XIX (nombre de pila Romano), quien había sucedido a su hermano Benedicto VIII (otro Teofilacto), quien a su vez era sobrino de Juan XII (nombre de pila Octaviano), quien era hijo del príncipe romano Aberico II, quien era hijo de puta y nieto de puta: hijo de Marozia y nieto de Teodora, el par de putas, madre e hija, que fundaron la dinastía de los Teofilactos que le dio seis papas a la cristiandad, a saber los cuatro enumerados más Juan XI, hijo ilegítimo de Marozia y del papa Sergio III y elevado al pontificado a los señalados 20 años por intrigas de su mamá, y Juan XIII, hijo de Teodora la joven (hermana de Marozia) y un obispo. ¡Seis papas que se dicen rápido, salidos en última instancia de una sola vagina papal multípara, la de Teodora la vieja o Teodora la puta! Según el obispo de Cremona Liutprando, el gran cronista del papado de esta época, Juan XIII solía sacarles los ojos a sus enemigos y pasó por la espada a la mitad de la población de Roma. Y según el mismo cronista, Juan XII era gran cazador y jugador de dado, tenía pacto con el Diablo, ordenó obispo a un niño de diez años en un establo, hizo castrar a un cardenal causándole la muerte, le sacó los ojos a su director espiritual y en una fuga apurada de Roma desvalijó a San Pedro y huyó con lo que pudo cargar de su tesoro. Cohabitó con la viuda de su vasallo Rainier a la que le regaló cálices de oro y ciudades, y con la concubina de su padre Stefana y con la hermana de Stefana y hasta con sus propias hermanas. Violó peregrinas, casadas, viudas, doncellas, y convirtió el palacio Laterano en un burdel. ¡Claro, como era nieto y bisnieto de puta! Un marido celoso lo sorprendió en la cama con su mujer y lo mató de un martillazo en la cabeza. ¿Alcanzaría a eyacular? Tenía 24 añitos. Otro que murió en pleno adulterio a manos de un marido burlado fue Benedicto VII, sucesor de Benedicto VI. Pero no nos desviemos de la «pornocracia», que es como un historiador de la Iglesia, el cardenal Baronio, bautizó a este período del papado del que el cronista-obispo Liutprando fue testigo presencial. Muy bien puesto el nombre: como dedo en culo, como anillo en dedo de cardenal. Pero no únicamente para ese período. ¡Para toda la Historia de la Puta!
Nihil novum sub sole dice el Eclesiastés, y sí pero no: siempre en todo hay una primera vez. Juan XIX sucedió a su hermano, Benedicto VIII; pero ya antes Pablo I había sucedido a su hermano Esteban III. El papa Hormisdas engendró al papa Silverio; pero ya antes el papa Anastasio I había engendrado al papa Inocencio I. Bonifacio VII estranguló a Benedicto VI y envenenó a Juan XIV; pero ya antes Sergio III había asesinado a su antecesor León V y al antipapa Cristóbal, y Pelagio I había matado al papa Vigilio por corrupto. Ahora bien, hablando con propiedad, un papa no puede matar a otro pues en el momento del crimen el homicida todavía no es papa. Hasta que el Espíritu Santo no dé su exequátur en un cónclave, no hay papa. O sea: no puede haber dos papas vivos. Uno sí, con su antipapa y hasta con dos antipapas; o ninguno durante los interregnos y mientras le eligen sucesor al muerto. Pero dos a la vez, no: repugna, teológicamente hablando. Así pues, por repugnancia teológica, es disparate hablar de papa papicida. Papa asesino y genocida ¡los que quieran! Pero papa papicida no.
A Juan VIII lo envenenaron y remataron a martillazos. Adulador y servil como pocos, este maestro del oportunismo coronó a Carlos el Calvo afirmando que Dios había decretado su elección como emperador desde «antes de la creación del mundo», y en pago obtuvo una considerable ampliación de los dominios papales; se prodigó en excomuniones tanto como nuestro Wojtyla en canonizaciones; fundó la primera marina real con barcos propulsados por remeros esclavos y mató a infinidad de sarracenos como «animales salvajes». Un pariente que aspiraba a sucederlo en el cargo lo envenenó y lo remató a martillazos: molleolo, dum usque in cerebro constabat, percusus est, expiravit (hasta que el martillo se le quedó clavado en el cerebro), según dicen los Annales Fuldenses con una elegante concisión digna de historiador romano.
A Adriano III, que había mandado azotar desnuda por las calles de Roma a una dama noble y que le había hecho sacar los ojos a un alto oficial del palacio Laterano, lo asesinaron: hoy es santo y su fiesta se celebra el 8 de julio. A Esteban VII lo encarcelaron y estrangularon. Este papa hijo de sacerdote fue el que hizo exhumar a su antecesor el papa Formoso, con nueve meses de muerto, para juzgarlo en el famoso «sínodo del cadáver», en que lo revistió de sus ornamentos pontificios, lo sentó en la silla de Pedro, lo juzgó por tres días y lo condenó por «ambición desmedida de papado»: le arrancaron las vestiduras papales, lo vistieron con harapos, le cortaron tres dedos de la mano derecha para que se curara del vicio de bendecir, lo arrastraron por las calles entre risotadas y burlas, lo volvieron a enterrar (ahora en una cueva), lo volvieron a desenterrar, lo desnudaron, y así, desnudo, mutilado, vejado y putrefacto lo tiraron al Tíber.
A Esteban VII lo había precedido Bonifacio VI, un hijo de obispo que reinó doce días y murió de gota. Y lo sucedió el papa Romano, hermano del papa Marino I y ambos hijos de cura. A Romano, que reinó tres meses y murió en forma sospechosa, lo sucedió Teodoro II, que murió igual, a los veinte días de su pontificado; alcanzó a sacar del Tíber el cadáver de Formoso y a enterrarlo por tercera vez revestido de nuevo de sus galas pontificias. A Benedicto IV lo mataron en medio de una refriega entre partidarios y enemigos del difunto papa Formoso unos agentes de Berengar de Friuli, rey de Italia. Y a Juan X lo depusieron, lo encarcelaron en Castel Sant’Angelo y lo asfixiaron con un cojín por instigaciones de Marozia, la hija de Teodora la Vieja, que había sido su amante y la que lo elevó del obispado de Ravena al papado. Dos grandes méritos tiene este papa: hizo arzobispo de Reims a Huguito, un niño de 5 años hijo del conde Heriberto; y tuvo con Teodora la Vieja una hija, Teodora la joven, madre de Juan XIII. Aún no lo canonizan.
Esteban VIII murió desorejado y desnarigado por andar conspirando contra el todopoderoso señor de Roma Alberico II a quien le debía el puesto. A Benedicto V, que había deshonrado a una doncella y huido a Constantinopla con lo que no se alcanzó a llevar Juan XII del tesoro de San Pedro, a su regreso a Roma sin un quinto León VIII le desgarró las vestiduras, le arrancó las insignias papales y el báculo y tras hacerlo arrodillar le rompió la cabeza a baculazos. No murió, sin embargo, de los baculazos: un marido vejado lo cosió a puñaladas (más de cien) y luego lo arrastró por las calles y lo arrojó a un pozo. El bondadoso historiador de la Iglesia Gerber lo llamó «el más inicuo de todos los monstruos de la impiedad». ¡Qué va! ¡Tampoco fue para tanto!
Como su tocayo Juan X, Juan XIV murió en Castel Sant’Angelo, pero no asfixiado sino envenenado: el antipapa Bonifacio VII lo tumbó, lo apaleó, lo encerró y lo mandó envenenar, pero ni a aquél se le considera mártir ni a éste papa. Gregorio V, papa a los 24 años por obra de su primo segundo el emperador Otón III, cegó y aligeró de orejas, nariz, lengua, labios y manos al antipapa Juan XVI (Juan Philagathós que fuera arzobispo de Piacenza), lo coronó con una ubre de vaca, lo paseó montado en un asno por Roma y lo encerró en un monasterio donde murió desconectado del mundo, si bien en este caso no hay papicidio propiamente dicho sino más bien un simple antipapa escarmentado. Sergio IV cayó asesinado junto con su protector Juan Crescencio durante una revuelta en Roma. A Clemente II lo envenenó con plomo Benedicto IX, nuestro papaniño que, no bien creció, por amor a una prima y a cambio de los diezmos de Inglaterra había abdicado en favor de su padrastro Gregorio VI, a quien Clemente II sucedió. El sucesor de Clemente, Dámaso II, murió en Palestrina a los veintitrés días de pontificado, según unos de malaria, según otros envenenado por el mismo ex papa-niño. ¡Ah, qué me iba a imaginar yo que el laúd de mis amores iba a resultarme un papicida doble! Eso de «Dejad que los niños vengan a mí» es puro cuento. Los niños son corruptores de mayores y en cada uno de ellos hay un asesino en potencia. Estripan con sus piececitos a los grillos y les sacan los ojos a las ranas.
A Juan XXI, papa letrado que reinó ocho meses durante los cuales le dejó el manejo de los asuntos eclesiásticos y terrenales al cardenal Giovanni Gaetano para dedicarse él por entero a sus erudiciones, le cayó encima el techo del pequeño estudio que se había construido detrás del palacio Laterano y murió aplastado. Quién le tumbó el techo no se sabe. Si no fue el cardenal Gaetano, que lo sucedió con el nombre de Nicolás III, entonces fue el Espíritu Santo. Nicolás III, muy sabiamente, se mudó al palacio Vaticano, de techos menos inciertos. Urbano VI murió envenenado. A Pío III, sobrino de Pío II que lo nombró arzobispo de Siena a los 21 años, lo mató de gota el Espíritu Santo, a los diecisiete días de reinado. Otros tres papas malogrados, que también se llevó el Paráclito en sus pañales pontificios, son: Celestino IV, que reinó catorce días; León XI, sobrino de León X, que reinó veintiséis; y Adriano V, que reinó treinta y cinco.
De los doscientos sesenta y tres papas con que el Paráclito ha bendecido a la humanidad, la suertuda, diez duraron menos de treinta y tres días, que es lo que alcanzó a reinar nuestro reciente Albino Luciani, alias Juan Pablo I, y varios otros un par de meses. ¿No se les hace muy raro? ¿Serán los designios inescrutables de la traviesa paloma que a veces empantana un cónclave durante semanas, meses y aun años, para acabar llamando, celosa, a su elegido a los pocos días de coronado? Pero quien tiene el récord de los papas breves es Giovan Battista Castagna, alias Urbano VII, que no alcanzó a llegar ni a la coronación: saliendo del cónclave enfermó de malaria y en pocos días subió al Altísimo. Era sobrino del cardenal Verallo y tenía un curriculum burocrático impresionante. Entre los muchos puestos eclesiásticos que ocupó figuran los de Consultor e Inquisidor General del Santo Oficio, con los que amasó una fortunita. El día mismo en que salió elegido sucesor de Pedro, la zanzara matapapas se le posó encima con sus patas largas y le aplicó su letal inyección de Plasmodium de parte del Espíritu Santo. La fortunita la dejó para el cuidado de las niñas pobres. ¡Claro, como no se la podía llevar al cielo! Dicen que Albino Luciani murió del corazón. ¡Y les creo! Muerto está aquel a quien el corazón se le para.
Urbano VII no era sin embargo el primer papa inquisidor pues ya lo había sido Adrián Florensz Dedal, alias Adriano VI, uno de los sucesores en España de Torquemada. Ni sería el último. Sin ir más lejos, nuestro actual Joseph Ratzinger, alias Benedicto XVI, también fue Inquisidor: de la Inquisición (hoy cantinflescamente llamada «Congregación para la Doctrina de la Fe») este Führer taimado dio el brinco al potro. Que la Iglesia no era «relativista» dijo en el sermón de la misa que ofició por el eterno descanso de Juan Pablo II. Dos días después, cónclave; tres días después, papa; cuatro días después, que siempre no, que todo es relativo, que todo depende de las épocas, los lugares y las circunstancias y que hay que juntar a la Iglesia Ortodoxa con la Romana, bajo un solo pastor, él, con un solo cayado, el suyo, que es el que mejor se para. Por lo demás, ¿qué papa no es un inquisidor? Todos están inquiriendo en la conciencia ajena, olisqueando, olfateando, espiando por los agujeros.
No hay papas buenos. Ni malos. Hay papas peores. Inocencios, Píos, Clementes, Benedictos, Bonifacios, Juanes, Pablos… Detrás de estos nombres bonachones o inocuos se ocultan monstruos: Inocencio III designa al monstruo Lotario da Segni; Inocencio IV al monstruo Sinibaldo Fieschi; Inocencio VIII al monstruo Giovanni Battista Cibò. Y así… Yo nací bajo el pontificado de Eugenio María Giuseppe Giovanni Pacelli, alias Pío XII, el gran alcahueta de Hitler, pero no lo conocí. A mi mamá le mandó un diploma firmado de su puño y letra y con su foto, que un vecino nos compró por veinte dólares en Via della Concilliazione y con el cual le concedía indulgencia plenaria a la santa por los veinte hijos que alumbró, a razón de dólar por hijo y de hijo por año. El diploma acabó colgado de una pared de mi cuarto desde donde me vigilaba día y noche. «¿Qué me ves? —le increpaba—. Que te estén cauterizando el culo en los infiernos, nazi puerco». Pero no. Está en el cielo entregado al dele y dele, al sube y baje con la monja Pascalina que se trajo a Roma de Alemania y a quien los italianos llamaban la papessa y Virgo potens.
Pero volviendo a los niños y al precepto evangélico para no dejar cabos sueltos, Julio III (Giovanni Maria del Ciocchi del Monte antes de convertirse en esposa del Señor) se levantó un mocito de 15 años en una calle de Parma, se lo llevó a Roma con su hermanito, al que hizo cardenal, y vivieron los tres felices celebrando unas misas de tres padres de puta madre. ¡Qué envidia! Después, hilando Cronos su rueca, el parmesanito fue a dar a la cárcel por criminal. ¡Doble envidia la que me da! En este desfile de papas putañeros, engendradores y polígamos en que se prodiga la historia de la Puta, un devoto del sexo fuerte es rara avis. Aunque ni tan rara, ¿eh? ¿De nuestro Pablo VI reciente no se decía pues que le gustaban le marchette? Esto es, los hermosos cuanto sucios prostitutos romanos que se venden por amor: por amor a su profesión en las tenebrosas noches del Coliseo en que la luna demente le saca brillos de ira al cuchillo. O mejor dicho se vendían, en mis tiempos, ya no. Cronos acaba con todo, hasta con el nido de la perra. Costaban soldi spiccioli, moneditas. La prostitución es hermosa, una obra de misericordia que se suma a las otras: visitar a los enfermos, dar de comer al hambriento, dar de beber al sediento, vestir al desnudo, dar posada al peregrino, redimir al cautivo, enterrar a los muertos, enseñar al que no sabe, dar buen consejo al que lo ha menester, consolar al afligido, corregir al que yerra, perdonar las injurias, sufrir con paciencia las flaquezas del prójimo y rogar a Dios por vivos y por muertos.
En una audiencia pública, para consternación de sus ayudantes pero para acallar de una vez por todas los infames rumores, Giovanni Battista Montini alias Pablo VI, el de la inspirada encíclica Humanae vitae, el gran precursor de Wojtyla en su cruzada de la paridera, alzó la voz y declaró que no era homosexual. Ah, ¿no? Y si no, ¿entonces qué? ¿Un necrofílico, un bestial, otro papa putañero?
Tras encaminar su ciempiés de ciegos rumbo a Cabaret el conde de Montfort se fue a saquear a Minerve donde, ahora sí, le hizo caso a Amalrico y quemó a ciento cuarenta albigenses. Y he aquí el comienzo de la quema de herejes que tan ocupados habría de mantener en los siglos venideros a los esbirros de Domingo de Guzmán. De Minerve el conde pasó a Lavaur donde quemó a cuatrocientos. Tal vez sean estas hazañas las que le valieron el elogio de «valeroso caballero cristiano» que le hizo el papa Inocencio durante el Cuarto Concilio Laterano. Ahora bien, si a Montfort le tocó condado, a Amalrico le tocó arzobispado: el de Warbona. Para mí que se merecía más, la silla pontificia no bien murió Inocencio. ¡Qué menos para quien fuera alma y nervio de la Cruzada albigense! Que es como se designó a esta campaña de exterminio, con cierta impropiedad en verdad pues cruzadas son las masacres de mahometanos a manos de cristianos, no de cristianos a manos de sus correligionarios. ¡Qué importa, de algún modo hay que llamar las cosas!
¿Y cómo juntó su inmenso ejército el legado papal? Gracias a las promesas de Inocencio a los que se sumaran a su cruzada: propiedad de las tierras conquistadas, dispensa del pago de intereses en las deudas, inmunidad ante las cortes civiles, absolución de todos los pecados y las mismas indulgencias prometidas a los cruzados de Tierra Santa. Y ahí va el futuro arzobispo de Warbona con su turbamulta de a pie y de a caballo contra esos herejes alebrestados que predicaban la humildad y la pobreza como Cristo, y que no se reproducían como Cristo.
En realidad el verdadero motivo de esa cruzada no era la herejía (al fin y al cabo herejes somos todos, hasta los más ortodoxos, pues la herejía de hoy bien puede ser la ortodoxia de mañana) sino la desobediencia al papa, el desacato. A Francisco de Asís, el más pobre entre los más pobres, Inocencio III lo conoció en persona y no lo mató. Pero es que el sumiso Francisco había llegado ante él en son de obediencia, lamiendo pisos; en cambio los albigenses se dieron a discrepar, a refunfuñar, a perorar contra las riquezas y la corrupción del clero. Al papa lo llamaban «el Anticristo» y a su Iglesia «la puta de Babilonia», según la expresión de ese libro alucinado y marihuano que escribió San Juan en la isla en Patmos a los 100 años, el Apocalipsis: «Ven y te mostraré el castigo de la gran ramera (της πορνης της μεγαλης) con quien han fornicado los reyes de este mundo. La mujer estaba vestida de púrpura y escarlata; resplandecía de oro, de piedras preciosas y perlas; y tenía en la mano una copa de oro llena de las inmundicias de su fornicación, y escrito en la frente su nombre en forma cifrada: Babilonia la grande, la madre de las meretrices y abominaciones de la tierra (Βαβυλωνημεγαλη, ημητηρ των πορνων και των βδελυγματων της γης)» (Apocalipsis 17:1-5).
Muerto Inocencio III su cruzada pasó a Honorio III, luego a Gregorio IX (tío del futuro Alejandro IV y sobrino de Inocencio III, quien a su vez era sobrino de Clemente III) y luego a Inocencio IV. En la catedral de Saint Nazair mataron a doce mil. El obispo Folque de Tolosa en su obispado mató a diez mil. Y el arzobispo de Narbona mató a doscientos: los arrojó a una enorme hoguera que encendió en el prat des cramats, al pie del castillo de Montsegur. En Agen, en fin, quemaron a ochenta. ¿Tan sólo ochenta? ¿Acaso perdía fuerza la cruzada de los Inocencios? Sí, pero por escasez de materia combustible, no por falta de voluntad comburente. Dejaron a la civilización del Languedoc cual tabula rasa. ¡Adiós trovadores y juglares, a cantar en los coros celestiales! Adiós langue d’oc. Los calumniadores de oficio, que nunca faltan, dicen que durante esta cruzada la Iglesia mató a un millón. ¡Qué va! Si acaso a cien mil. Cien mil que de todos modos se habrían muerto, ¿o me van a decir que después de ochocientos años seguirían vivos, por más albigenses que fueran? No, no se puede. La tierra gira, el sol se pone y todo se acaba.
Inútil cruzada esta de los albigenses en mi opinión, pues si esas buenas almas de Dios no se reproducían, los hubieran dejado tranquilos y ellos se hubieran acabado solos, como siglos después se acabaron los shakers: por omisión de la cópula reproductora, que es la causa de las causas de este desastre. Lo que sí quedó bien grabado para lo sucesivo en la mente del rebaño cerril —con hierro, fuego, sangre y olor a carne chamuscada— fue la lección de que al papa se le obedece, queramos o no. Y es que él no es el simple Vicario de Pedro, como se creía erradamente antaño, sino el Vicario del mismísimo Cristo, según el monje Hildebrando, alias Gregorio VII, descubrió. Este antecesor no muy lejano de nuestros Inocencios colocaba su casto y enjoyado pie sobre un cojín de raso y se lo hacía besar por todos: príncipes y lacayos, clérigos y campesinos, putas y damas. La cristiandad se convirtió entonces en un sumiso rebaño de podófilos (no «pedófilos», que es lo que es el padre Marcial Maciel, el fundador de los Legionarios de Cristo). Y sostenía el del casto pie que «el papa no podía ser juzgado por nadie». A lo cual bien podríamos agregar hoy día: «ni siquiera por Dios». Pues en efecto, después de dos milenios en que hemos visto desfilar a doscientos sesenta y tres de esos energúmenos ensotanados, ¿ha castigado el Altísimo a uno solo? Más ha castigado a Stalin y a Pol Pot…
Me gusta también de los albigenses su dignidad para morir. Practicaban el endura, que consistía en dejar de comer hasta que llegaba por ellos, silenciosa, callada, la Parca. Y según nos cuenta el cronista Vaux de Cernay, cuando el conde de Montfort montó su hoguera en Minerve no tuvo necesidad de forzar a los ciento cuarenta albigenses que allí quemó para que entraran en las llamas: ellos mismos lo hacían por su propio pie, orando, sin un lamento. Y entre el crepitar de la leña y un olor a carne chamuscada se iban yendo sus almitas puras rumbo a la nada de Dios, que no existe, lejos del infierno de este mundo.
¡Qué diferencia con el innoble fin de Wojtyla! Seguido hasta el umbral de la eternidad por la prensa carroñera, este vejete babeante, temblequeante, balbuciente, iba, venía, subía, bajaba, bendecía, pontificaba, cagaba, parrandeándose su pontificado de pe a pa. Y así lo vimos en el acto final de su farsa protagónica aferrándose a la vida y al poder como una ladilla insaciable al negro pubis de una puta. Que los que mató la Inquisición, decía, no habían sido tantos como afirmaban los enemigos de la Iglesia sino muchos menos. ¡Quién sabe cuántos creería este engendro que fueron los mártires del cristianismo cuando las persecuciones de los emperadores romanos! ¿Millones?
Cuál es el papa más ruin es cosa imposible de determinar en tanto no inventemos el aparatico que mida la ruindad del alma. Lo que sí se puede en cambio saber, pues lo podemos cuantificar, es cuál fue el más asesino y cuál el más dañino. El más asesino, el italiano Lotario da Segni, alias Inocencio III, quien con sus tres cruzadas (la de los albigenses, la cuarta contra los infieles y la de los niños) fue el que más mató o empujó a la muerte. Y el más dañino, el polaco Karol Wojtyla, alias Juan Pablo II, el máximo azuzador de la paridera, quien durante los veintiséis años de su pontificado, sin irle ni venirle, ayudó como nadie a aumentarle a la población del mundo dos mil millones que se dicen rápido pero que excretan mucho. Viajaba en jet privado y se sentía la voz de los pobres. ¡Y pensar que un día en México lo tuve a tiro de piedra! Pasó cagando bendiciones desde su papamóvil por la Avenida Insurgentes frente a mi casa. Polonia lo parió. Pero en vez de repudiarlo o venderlo a un circo, hizo del monstruo su hijo predilecto. ¡Malditos rusos que mataron a cien millones con su comunismo y no sirvieron ni para acabar con tan pernicioso país! Ante el Tribunal de la Historia desde aquí denuncio a Karol Wojtyla: que lo desentierren y lo juzguen como desenterró y juzgó el papa Esteban VII el justiciero al papa Formoso y que le corten los tres dedos de la su puta mano bendecidora, y así, mutilado y semi engullido por los gusanos (mis hermanos gusanos que ya llevan meses envenenándose con él) lo tiremos en procesión solemne al Tíber como una bomba sucia musulmana para que contamine a Roma la Puta, la babilónica. ¿Voy al supermercado? Gente. ¿Salgo a la calle? Gente. ¿Voy por la carretera? Gente. ¿Llego al aeropuerto? Gente. ¿Tomo el avión? Gente. ¿Me subo al Metro? Gente. Gente y más gente y más gente, por millones, por billones, por trillones, en las calles, en las autopistas, en los consultorios, en los hospitales, en los bancos, en las putas oficinas de Hacienda, arriba, abajo, atrás, adelante, y más y más y más, andando, circulando, respirando, contaminando, comiéndose a mis hermanos los pollos, a mis hermanas las vacas, a mis hermanos los corderos, a mis hermanos los cerdos, por sus fauces de carnívoros y wojtylescamente excretándolos por sus carnívoros siesos. ¡Ay! Dizque un solo rebaño bajo un solo pastor. ¡Asesinos cagamierdas! Los ríos llevan su mierda al mar y mientras se derriten los polos y nos asfixiamos bajo un cielo de smog Wojtyla se pudre impune en la tumba. ¡Santo súbito! Que lo van a canonizar, pero siempre no. Su sucesor, el inquisidor Ratzinger, quiere pero no quiere con eso de que fue un protector de pedófilos como el padre Marcial Maciel… Eso le mancha su hoja de entrada al cielo.
Como su nombre lo indica, cruzada viene de cruz: de ese par de palos cruzados de los que la leyenda colgó a un loco. Sin contar la de los albigenses y la de los niños, hubo ocho, que se arrastran a lo largo de doscientos años durante los cuales los que las llevaron a cabo, los cruzados, el brazo armado del papado, mataron en camino, de paso, casi tantos cristianos y judíos como musulmanes, su blanco declarado. El pretexto era arrebatarles Palestina, la Tierra Santa, a los que usan babuchas, rezan prosternados con el culo al aire y creen que Alá es grande y Mahoma su profeta. La oculta y verdadera razón era el ansia insaciable de poder que nunca ha dejado vivir en paz a la Puta. Maquina aquí, maquina allá, intriga y manipula, corona y tumba príncipes, reyes, emperadores, prende hogueras, quema herejes, vende indulgencias y reliquias, calumnia y miente. Nunca pierde. Siempre se las arregla para salir ganando esta parásita.
—¿Y por qué santa esa tierra yerma de Palestina?
—Porque ahí nació, predicó y murió Jesús el carpintero: el hijo de una tal María que le puso los cuernos a un tal José con un tal Espíritu Santo.
—¿Y qué hacía el carpintero?
—Predicaba el Reino de Dios.
—No, quiero decir qué muebles hacía, fabricaba…
—¡Ah, qué sé yo! Ataúdes, cruces, jaulas, cajitas de madera para guardar huesos…
La primera cruzada la lanzó Urbano II (de soltero Oddone di Châtillon), un sobornador y bellaco de calibre menor pero que, plagiando a Mahoma quinientos años después de que la ideara este asesino, introdujo en Occidente la jihad o guerra santa, con la concomitante promesa del cielo para los que murieran en ella. Y he aquí el origen del gran negocio de las indulgencias que aunado a la venta de reliquias tan provechoso habría de serle a la Puta en los siglos venideros. Vendían astillas de la cruz de Cristo, púas de la corona de espinas, plumas del arcángel San Gabriel, prepucios del niño Jesús, sangre menstrual de la Virgen. Lanzada por Urbano desde Clermont-Ferrand en el corazón de Francia al grito de Deus vult (Dios lo quiere), que congregó una turba de cazadores de indulgencias provenientes de media Europa, y predicada por Pedro el Ermitaño (quien exhibía una carta de apoyo que Dios le había mandado a través de Cristo), Walter el Menesteroso y otros monjes vesánicos, esta primera cruzada fue un éxito de principio a fin. ¡Corrió sangre! Antes de salir de Europa rumbo a Tierra Santa, y a modo de calentamiento, las huestes del Crucificado se entrenaron matando judíos. Una turba guiada por Emich de Leisingen (al que le apareció milagrosamente una cruz en el pecho) quemó a los de Mainz y de Worms. Y otras guiadas por los curas Volkmar y Gottschalk masacraron a los de Praga y a los de Regensburg. Por Hungría, Yugoslavia y Bulgaria, países cristianos, pasó la horda vándala devastando campos y ciudades. En Zemum Pedro el Ermitaño mató a cuatro mil cristianos y luego quemó a Belgrado. Y todo con la bendición de los obispos acompañantes. Una vez en Asia Menor, iban decapitando infieles por donde pasaban para después lanzar sus cabezas por sobre las murallas de las ciudades que sitiaban (como Nicea, Antioquía y Tiro) con el fin de desmoralizar a sus defensores, que les contestaban catapultándoles las cabezas de sus conciudadanos cristianos. Pero el apoteosis del horror fue en Jerusalén. A los sarracenos los torturaban durante días, los obligaban a saltar de las torres, los flechaban, los decapitaban. A los judíos que se refugiaron en la sinagoga los quemaron vivos. «Y en el templo de Salomón —escribe el cronista Raymond de Aguilers— la sangre les llegaba a los caballos hasta las bridas, justo y maravilloso castigo de Dios a los infieles». Los cadáveres de infieles y caballos se apilaban en las calles entre cabezas, manos y pies cercenados. Dos semanas antes de que los cruzados tomaran a Jerusalén murió Urbano, de suerte que no alcanzó a recibir la noticia. Dios, que es malo hasta con sus esbirros, lo privó de ese placer.
Desde el punto de vista de los crímenes de los caballeros cristianos, las otras siete cruzadas comparadas con la primera son peccata minuta. La segunda, predicada por San Bernardo de Claraval, fue un fracaso. La tercera, predicada por el arzobispo Guillermo de Tiro, otro, si bien en ella Ricardo Corazón de León masacró en Acre a tres mil y mandó rajar los cadáveres en busca de joyas por si se las hubieran tragado sus dueños para llevárselas a la eternidad. En la cuarta, lanzada por nuestro Inocencio III, les fue más bien: destruyeron a Zara, y a Constantinopla la saquearon e incendiaron. Dice el cronista Geoffrey Villehardouin que nunca desde la creación del mundo se había tomado tanto botín en una sola ciudad. Inocencio, ensoberbecido y feliz, le escribía al emperador griego diciéndole que «el justo juicio de Dios» había castigado a los suyos por negarse a entregarle la túnica inconsútil de Cristo. ¡Para qué querría este papa opulento dueño de medio mundo una túnica sin costuras toda lanceada! ¿Para venderla en reliquias milimétricas? La cuarta cruzada fue otro fracaso, la quinta otro, la sexta otro, y otros la séptima y la octava emprendidas por San Luis Rey de Francia a quien Dios, cuyos designios son insondables, permitió que los mahometanos de Egipto lo tomaran preso en Mansur. Mediante el pago de un elevado rescate se salvó el santo, pero necio como pocos no escarmentó y reincidió y emprendió la octava cruzada, que le costó la vida. Dios, en castigo a su terquedad, le mandó esta vez una peste a su campamento en Túnez y lo mandó a su gloria. ¿Y qué hacía este santo rey en Egipto y Túnez, que están por fuera de Tierra Santa? Ah, pues conquistando otras tierritas para el Crucificado. Su fiesta se celebra el 25 de agosto, y se le reza así: «San Luis Rey de Francia, rey cruzado, no dejes que la obstinación perniciosa me lleve a cometer locuras y a reincidir en errores. Gracias y amén». Es el santo de los tercos, pero no sirve para un carajo. ¡Qué va a servir si ni siquiera se salvó a sí mismo!
Las anteriores ocho cruzadas son las de los mayores; ahora viene la de los niños, si bien stricto sensu ésta no se puede considerar cruzada pues no contó con la sanción del papa. Él, nuestro Inocencio, no la aprobó. Es más, la deploró y lloró su fracaso. Todo empezó cuando el pastorcito francés Stephen de Vandóme, siguiendo las órdenes de Cristo que se le aparecía en visiones, reclutó un ejército de cincuenta mil niños y adultos pobres y partió a la reconquista de la Tierra Santa. Alcanzó a llegar a París, donde el ejército se le desbandó. Otro niño, ahora alemán, Nicolás de Colonia, lo reemplazó entonces y en las tierras del Rhin y el Bajo Lorena reunió un ejército todavía mayor que el del francesito. En Maguncia desertaron los primeros niños, pero el resto cruzó los Alpes y pasó a Italia, donde la banda se siguió desintegrando: unos tomaron hacia Venecia, otros hacia Pisa, otros hacia Piacenza y Genova, otros hacia Roma, otros hacia Marsella, sin que se volviera a saber de la mayoría de ellos, que perecieron en el camino. De los que llegaron a Pisa algunos se lograron embarcar rumbo a Tierra Santa, pero para caer en manos de corsarios sarracenos que se han debido de dar con ellos un banquete de sibaritas digno del padre Maciel y sus Legionarios de Cristo. El niño cristiano, de ayer y de hoy, es un simio imitador: hace lo que les ve hacer a los mayores. Las convocatorias alucinadas de Pedro el Ermitaño, Walter el Menesteroso, el arzobispo de Tiro y San Bernardo de Claraval habían seguido resonando en el aire de Europa, y en las calabacitas huecas de esas desventuradas criaturas encontraron eco. Culpa toda de la Puta, que enciende cabezas y hogueras.
Aunque la Inquisición, el invento más monstruoso del hombre, se le atribuye a Ugolino da Segni, alias Gregorio IX, en última instancia también se le debe, como tantos otros horrores, a su tío Inocencio III, que fue quien mandó a la Occitania a Domingo de Guzmán, el fundador de los dominicos (los primeros esbirros papales organizados en una orden), a predicar y a someterle por las buenas a los albigenses. Cuando este español cerril fracasó se desencadenó la cruzada contra los albigenses de que aquí hemos tratado. Pues bien, la Inquisición nació para continuar la quema de herejes iniciada durante esa cruzada en el Languedoc. Luego pasó a quemar brujas, judíos, mahometanos, protestantes y cuantos se negaran a prestarle obediencia ciega al tirano ensotanado de Roma. Gregorio IX, el sobrino del asesino y a su vez asesino, instituyó el engendro como un tribunal independiente de los obispos y las cortes diocesanas y lo puso en manos de los dominicos, que sólo respondían ante él. Decretó formalmente la pena de muerte para los herejes (que de hecho ya se venía aplicando desde hacía décadas) y el viejo principio jurídico del derecho romano y del germánico de que un acusado es inocente mientras no se pruebe que es culpable lo invirtió: es culpable mientras no pruebe que es inocente. Nunca para la Inquisición hubo inocentes; la presunción de inocencia atentaba contra su razón de ser. Lo que tenían que decidir los inquisidores no era la culpabilidad o la inculpabilidad del indiciado, sino el grado de culpabilidad. De ese Gregorio IX decía el emperador Federico II que era «un fariseo sentado en la silla de la pestilencia y ungido con el óleo de la iniquidad». ¿Y qué papa no lo es? Con su frase Federico acababa de inventar la «gregorimia», nueva figura de retórica en que el individuo vale por la especie.
Dotados por Gregorio IX de su novedoso principio jurídico del inocente culpable, y del más variado instrumental de tortura y misericordia que para salvar almas les permitía asfixiar, quebrar huesos y quemar vivo al prójimo aunque sin derramar sangre, los secuaces de Domingo de Guzmán se entregaron entonces a su obra pía de mentir, calumniar, torturar, expropiar, robar y matar que los mantuvo ocupados cinco siglos. Domini caneslos llamaban: «perros del Señor». De testa rapada, orejas alertas, ojos vigilantes, belfos lujuriosos, dientes filudos y las patas al aire enfundadas en sandalias de las que se asoman dedos sarmentosos y con garras, los Domini canes visten hábito blanco con mantón y capuchón negros, y llevan por cinturón un burdo lazo o soga que también les puede servir, en caso de apuro, para ahorcar. De la ingle les cuelga un pene y del cinturón un rosario; el pene no los deja vivir, el rosario los entretiene. Las pinturas antiguas nos los representan enarbolando un crucifijo con facies de enajenados. ¡Qué va! Son mansos como el tigre de Bengala. Pero ay, no es fácil verlos, quedan pocos, son especie en extinción. En la lucha por la supervivencia sus feroces competidores los jesuitas (a los que en años recientes se han venido a sumar los nuevos grandes cazadores de herencias del Opus Dei) los han venido exterminando. La selección natural, que es implacable como la Inquisición, no perdona.
Procedían así: llegaban a una ciudad o pueblo y publicaban un bando dando un período de gracia (digamos una semana) para que los herejes del lugar confesaran voluntariamente a cambio de un castigo benigno. Y se sentaban en sus culos a esperar. A veces no llegaba ni uno, pero otras veces, como en Tolón, se presentaban diez mil, y entonces los pobres notarios al servicio de los Domini canes no se daban abasto con tanto hereje confesando. ¿Pero qué confesaban? Lo más que se pudiera, pues ¡ay del que se quedara corto en su confesión, más le valía no haber nacido por el canal delantero de su madre! Delatores anónimos protegidos por las sombras de la noche se acercaban a los inquisidores a denunciar. ¿Pero a quién denunciaban? Al que envidiaban u odiaban o cuyos bienes codiciaban, pues de lo confiscado algo les tocaba, siendo la parte mayor, claro, para el papa: así Nicolás III amasó una fortuna. El sistema de la delación anónima les producía a los inquisidores tales cosechas de herejes para la hoguera que se empezó a acabar la leña de Europa. Torquemada (a quien el papa Sixto IV nombró Inquisidor General de España por recomendación de los Reyes Católicos pues era el confesor de la reina) en sus once años de servicio a la causa del Crucificado, entre herejes, apóstatas, brujas, bígamos, usureros, judíos, moros y cristianos condenó a ciento catorce mil a variadas penas y quemó a diez mil. Era un santo: no comía carne, ayunaba, no se ayuntaba y sólo tenía en su palacio doscientos cincuenta sirvientes de a pie y cincuenta de a caballo. Torturado por la represión sexual que a sí mismo se imponía, fue un torturador infeliz. No reía. Su ceño adusto nunca se distendía. Y si alguna vez involuntariamente eyaculaba (in vacuo, en la sotana) era por culpa de los malditos cuerpos desnudos de sus víctimas que tenía que ver y palpar para buscarles en sus pliegues íntimos el sigillum diaboli o marca de Satanás: un lunar negro con pelos. (En estas eyaculaciones involuntarias por más líquido germinal que se pierda no hay pecado, ¿eh?, para que no me vayan a salir ahora con la Suma teológica del gordo Aquino.) Ya Tomás de Torquemada, el inquisidor por antonomasia, el dominico prototipo, ha dejado su palacio y sus inquisiciones y ascendido al cielo donde hoy, en estos momentos en que escribo, entre ángeles, arcángeles, querubines y serafines canta en los coros celestiales y goza de la presencia ininterrumpida de Cristo. Beatus ille.
Torquemadas, por supuesto, no se dan todos los días, él es único. Juan Antonio Llorente, quien fuera secretario de la Inquisición en Madrid a fines del siglo XVIII, calculaba que hasta sus días se había quemado en España en total a treinta mil. Vale decir que en trescientos años un sartal de inquisidores sólo le sumaron veinte mil a los diez mil que quemó Torquemada en sus escasos once años de gestión comburente. Como Mozart, Torquemada vale por cuantos lo preceden y lo siguen. Cotéjense si no estas pobres cifras ajenas con las suyas: Robert le Bourge quemó a ciento ochenta y tres; Bernard Gui, a cuarenta y dos: Conrado de Marburgo, a unos veinte. En Portugal quemaron a ciento ochenta y cuatro, tres mil ochocientos en Goa, veinte en Salem. ¡Qué desilusión! No hay como la raza hispánica. A nosotros nos debe el papado tres tesoros: los dominicos, los jesuitas y el Opus Dei. Lacayos y esbirros como éstos, ¿dónde va a encontrar Su Santidad?
Inocencio IV autorizó la tortura, y las cámaras de la Inquisición se convirtieron entonces en las mazmorras del infierno. A los acusados los encerraban en celdas aislados, les impedían ver a los familiares y les ocultaban los nombres de sus acusadores. Al que no confesaba pronto le aplicaban como aperitivo las empulgueras, unas abrazaderas que se cerraban con un tornillo y que iban triturando y dislocando dedos. ¿No confesaba? Lo pasaban entonces a las botas quiebratibias, para sentarlo luego en la silla ardiente a descansar: una silla con una hornilla bajo un asiento metálico erizado de clavos afilados que se calentaban al rojo vivo. ¿Seguía sin confesar? Le dislocaban entonces los brazos y las piernas en la rueda o en el potro de tortura. O le aplicaban el tormento de la garrucha, que consistía en colgar al tozudo, con los brazos atados por detrás de la espalda, de una cuerda que pasaba por una polea, y subirlo y bajarlo, subirlo y bajarlo hasta que se le dislocaran los hombros. ¿Aullaba de dolor? Le taponaban la boca con un trapo. ¿Se desmayaba? Mañana entonces continuamos la sesión. Prisa no había. Y rociaban los instrumentos de tortura con agua bendita para desinfectarlos. A propósito de agua y trapo, al día siguiente el trapo lo embebían en agua que le iban haciendo tragar al empecinado, jarra tras jarra, asfixiándolo: ése era el tormento de la toca. O le desencajaban las mandíbulas abriéndoselas hasta lo máximo. «Por el amor de Dios, confiesa para que salves tu alma —le imploraba el inquisidor—, no me hagas sufrir tanto». «Salvar» siempre ha sido una de las prioridades de la Puta, y «convertir». Conjuga todo el tiempo estos dos verbos. A las víctimas desmembradas las tiraban en pozos llenos de serpientes, los entregaban desnudos y atados a ratas hambreadas o los enterraban vivos.
Y no sólo tenía que confesar el indiciado sino que por añadidura lo obligaban a denunciar a su mujer, a sus hijos y a sus amigos como enemigos de Dios. A los que confesaban rápido simplemente se les confiscaban los bienes, se les recetaban azotes y misas y se les obligaba a llevar las dos cruces amarillas de la infamia: una por delante y la otra por la espalda, cosidas a la ropa. El problema de la confesión no eran tanto las dos cruces y que el condenado quedara como carmelita descalzo durmiendo a la intemperie, sino que se sentaba el precedente de herejía y así después cualquiera, por envidia, por odio o por celos lo podía acusar de reincidencia y ahí sí entonces eran las llamas de la hoguera las que iban a bailar en torno al cuerpo semidesnudo del lapso la «Danza del Fuego» de don Manuel de Falla. Morir quemado es peor que morir crucificado. A Cristo le fue muy bien, Caifás y Pilados lo trataron muy benignamente. En fin, la quema estaba a cargo de las autoridades civiles, no de las eclesiásticas para no ir a manchar la santidad de la Iglesia. Era el llamado «auto de fe», que tenía lugar en la plaza real ante el populacho congregado, feliz de ver arder. Una verdadera fiesta cristiana.
El inquisidor fungía de acusador y juez. Por lo tanto como acusador jamás perdía un caso. Nunca le decía al indiciado de qué lo acusaba y le prohibía preguntar. Cualquier testigo le servía: perjuros, asesinos, ladrones. No se podía apelar, ¿pues a quién? ¿Al papa? ¡Si él era el Inquisidor Mayor y primer perseguidor de herejes!
—¿Qué es herejía?
—Herejía es toda desobediencia al papa, de obra o pensamiento, de acción o intención.
A quien corresponda tome nota para la próxima edición del catecismo. Sostener que la Santísima Trinidad son dos, el Padre y el Hijo que ya se comieron en caldo a la paloma del Espíritu Santo, es herejía si el papa dice que no; si dice que sí, es ortodoxia. El papa es infalible. Y no desde Pío Nono como creen los desinformados. No, siempre lo ha sido. Pío Nono simplemente fue el que hizo dogma de esta verdad obvia.
Para iniciar un juicio le bastaba al inquisidor un rumor o una delación. Se incitaba a los hijos a denunciar a los padres, los padres a los hijos, los esposos a las esposas, las esposas a los esposos, los amigos a los amigos. En un clima de sospecha y terror generalizados, nobles y siervos por igual estaban en peligro de ser enjuiciados, y los predicadores se abstenían de predicar, pues era como jugar con fuego. Hagan de cuenta Cuba hoy: los Comités de Defensa de la Revolución actuando. Las deudas del delator se anulaban, lo cual era una invitación a que todo deudor denunciara a su acreedor. Fundándose en la delación o el rumor el inquisidor procedía entonces y le caía al acusado como un rayo, por ejemplo a la media noche cuando dormía: lo despertaban y en un estado de aturdimiento y de confusión lo conducían a la prisión secreta de la Inquisición sin decirle qué delito le imputaban ni quién lo delató.
Los inquisidores se enriquecían como obispos: recibían sobornos, se apoderaban de las riquezas de los que condenaban, y los ricos les pagaban contribuciones anuales para que no los acusaran. Juzgaban y condenaban hasta a los muertos: los desenterraban como al papa Formoso y trituraban y quemaban sus huesos. ¡Claro para despojar a los herederos del hereje de sus herencias! Cómplices unos de otros, se absolvían del derramamiento de sangre y los excesos de celo que hubieran podido cometer, como cuando se les iba la mano en el tormento, por ejemplo, y mandaban al indiciado derecho a la eternidad sin pasar antes por la hoguera. Pero la suprema razón de ser de la Inquisición no era el enriquecimiento de unos monjes inmundos e hipócritas podridos de semen atrancado y represión sexual, sino asegurar el dominio absoluto del papa sobre príncipes y vasallos, lo visible y lo invisible, los actos y las conciencias. En Cuba hoy no habrá libertad de palabra pero los cubanos gozan por lo menos de la libertad de pensar. Pueden pensar, siempre y cuando no se rían, muy serios, callados: «Castro hideputa».
Ni un solo papa ha condenado a la Inquisición. En nuestros tiempos Juan Pablo II el mendaz lanzó al aire la idea, como una de sus bendiciones mierdosas, de que los que quemó la Inquisición no habían sido tantos como se decía. La Inquisición, supremo horror del Homo sapiens con que Santa Puta de Babilonia, la delirante, la loca se supera en infamia y vesania, fue fundada formalmente en 1232 por Gregorio IX de suerte que está por cumplir ocho siglos. ¡Ocho siglos de impunidad! Cuando la Contrarreforma, le cambiaron el nombre por el de Santo Oficio. Hoy se llama Congregación para la Doctrina de la Fe, y de allí, como saltó Putin el ruso de la KGB al Kremlin, saltó al papado su prefecto, Joseph Ratzinger. La Inquisición es la mejor prueba de la existencia de Dios. ¡Claro que existe el Monstruo! Y nada de que sus designios son inescrutables. Son límpidos como la turbiedad de su esencia.
Cuando a los dominicos les empezaron a escasear los herejes le pidieron permiso a Juan XXII para seguir con las brujas. Y este papa (Jacques Duèse de soltero), supersticioso cuanto nepotista y simoníaco, lo otorgó. En su pontificado hizo y deshizo: colmó de bienes a familiares y amigos, estableció una tabla de tarifas para los documentos eclesiásticos y un sistema internacional de diezmos y negó la «visión beatífica» que dice que no bien mueren los santos empiezan a gozar de la presencia de Dios. El sostenía que no, que sólo hasta el día del juicio. Y con cierto sentido del pendant también sostenía que los demonios y los condenados todavía no están sufriendo en el infierno. Con los franciscanos se enemistó cuando en un capítulo general de su orden reunido en Perugia estos desatinados afirmaron, en desafío a un dictamen expreso de la Inquisición, que era ortodoxo enseñar que Cristo y los apóstoles no habían poseído nada: los excomulgó y emitió una bula declarando que el sagrado derecho a la propiedad precedía a la caída de Adán y Eva y que según el Nuevo Testamento Cristo sí tuvo bienes. Condenó a título póstumo al famoso dominico Meister Eckhart y excomulgó a nadie menos que al filósofo franciscano Guillermo de Occam. En respuesta a tanto atropello ya lo iban a condenar sus enemigos por herejía en un concilio general que le estaban armando cuando se les murió. En su lecho de muerte y en presencia de sus cardenales se arrepintió respecto a lo de la visión beatífica: que siempre sí los santos le ven de una vez por todas la cara a Dios. ¡Ya se estaría sintiendo santo el hideputa!
Aprobada la persecución de brujas se encendió con nuevo brío el horror. Tan espléndida se mostraba la nueva fuente de confiscaciones y riquezas que los obispos, entrando al quite y en competencia desleal con los dominicos, montaron sus propias inquisiciones y hogueras. E igual los protestantes, tanto de Europa como de América (tratándose de tierras y oro, católicos y protestantes, como los olivos y las aceitunas, todos son unos). El obispo de Tréveris quemó a trescientos sesenta y ocho, el de Ginebra a quinientos, el de Bamberg a seiscientos y el de Würzburgo a novecientos. Entre dominicos y obispos arrasaron con pueblos y regiones enteras. En Oppenau entre 1631 y 1632 quemaron cerca del dos por ciento de la población. Para detener la tortura las supuestas brujas denunciaban a otras y éstas a otras en una reacción en cadena que podía arrastrarse por décadas. La cifra total de los quemados por brujería nunca se sabrá. Unos dicen que treinta mil, otros que setenta mil, otros que trescientos mil (Wojtyla diría que una docena). Lo que sí sabemos es que en su mayoría eran mujeres. Hay cifras de un año, de otro, de aquí, de allá. Por ejemplo, en Como, Lombardía, en 1416 quemaron a trescientos, en 1486 a sesenta, en 1514 a trescientos, y en los años posteriores a razón de cien por año. Cien quemaron en Sion en 1420. En Mirándola en 1522 quemaron a centenares. En Dinamarca en 1544 a cincuenta y dos. En Alemania en 1560 a varios centenares. En París entre 1565 y 1640 a cien. En Genf en mayo de 1571 a veintiuno. En Lorena de 1576 a 1606 entre dos mil y tres mil. En Burdeos en 1577 a cuatrocientos. En Inglaterra entre 1560 y 1600 a trescientos catorce. En Val Mesolcina en 1593 sólo a ocho, pero por obra nadie menos que del cardenal Carlos Borromeo, a quien la Puta luego canonizó. Durante el siglo XVI en Dinamarca a mil e igual en Escocia y doscientos en Noruega. En Polonia entre 1650 y 1700 a diez mil. En Inglaterra entre 1645 y 1647 en la provincia de Suffolk el cazador de brujas Matthew Hopkins ahorcó a noventa y ocho, en su mayoría mujeres jóvenes, después de torturarlas y violarlas. Y el gran inquisidor Baltasar Ross iba de pueblo en pueblo con un tribunal itinerante juzgando y quemando como un enajenado.
Las acusaban de canibalismo, de bestialidad, de volar en escobas, de arruinar las cosechas, de hacer abortar a las mujeres, de causar impotencia en los hombres, de beber sangre de niños, de participar en orgías, de besarle el trasero a Satanás y de copular con él en los aquelarres y de darle hijos, de convertirse en ranas y gatos. De una bruja cuenta el Malleus maleficarum que en las noches emasculaba a los hombres mientras dormían y guardaba sus penes en un nido en la copa de un árbol. Y que un día un labriego despenado llegó a suplicarle que por el amor de Dios le devolviera su pene, que él tenía mujer e hijos y era pobre. La bruja lo mandó a la copa del árbol a que lo buscara. Subió el labriego, hurgó en el nido, se escogió el pene más grande de la colección y bajó a tierra con su tesoro.
—Ése no —le dijo la bruja quitándoselo—. Pertenece a un cura párroco.
Les pinchaban los ojos con agujas, las empalaban por la vagina o por el recto hasta desmembrarlas en castigo por haberse ayuntado con el Diablo, las arrastraban tiradas por caballos hasta despedazarlas, las asfixiaban… Inocencio VIII fue el que desencadenó la persecución contra las brujas con su infame bula Summis desiderantes affectibus, que promulgó a los tres meses de haberse hecho elegir papa mediante la intriga y el soborno. Ya hemos aludido a este engendro, corrupto entre los corruptos, monstruo entre los monstruos. Promulgada la bula designó para que le dirigieran la masacre de brujas en Alemania a Heinrich Kramer y James Sprenger («el apóstol del rosario»), dos dominicos a los que Occidente les debe el manual más completo y sistematizado sobre esas malvadas mujeres, los daños que causan y cómo se deben cazar, juzgar, torturar y quemar: el Malleus maleficarum o «Martillo de brujas», el libro más asesino que haya parido mente humana fecundada por la mala semilla de Cristo. ¡Y pensar que la Puta sostuvo por siglos, desde su Canon Episcopi del año 906, que creer en brujas era herejía! Ahora resultaba que no, que era lo contrario.
Hay en esta historia de dominicos, inquisiciones e infamias un monstruo del intelecto a quien el bellaco Juan XXII canonizó; a quien un compinche de orden, el inquisidor y criminal Antonio Ghislieri, alias San Pío V, proclamó doctor de la Iglesia; a quien la Puta llama «Doctor Angélico», pero a quien bautizaron con el mismo nombre de pila que después habrían de ponerle a Torquemada: Tomás: Tomás de Aquino, el gordo, el autor de los dos mil seiscientos sesenta y nueve artículos de las quinientas doce cuestiones de los diecisiete volúmenes de la Suma teológica, la más grande colección de paja y mierda que haya escrito nuestra especie bípeda desde el principio de los tiempos en jeroglíficos, caracteres cuneiformes, letras de alfabeto, sobre la piedra, en arcilla, en papiro, en papel, como sea y en lo que sea por los siglos de los siglos de la eternidad del Monstruo. Creía que los gusanos nacían por generación espontánea de la carne en putrefacción (¡ni Spencer!) y que las mujeres resultaban de un semen defectuoso o de la coincidencia de que en el momento de su concepción soplara un viento húmedo. Este gordo glotón que procesaba en sus tripas corderitos y faisanes que le salían por el sieso convertidos en teología o ciencia de Dios, sostenía que había que ejecutar a los herejes así como los príncipes ejecutaban a los falsificadores de moneda, pues ¿qué menos que la muerte para los que falsifican ya no dinero sino la fe, lo más precioso que tiene el hombre? (Multo enim gravius est corrumpere fidem, per quam est animae vita, quam falsare pecuniam, per quam temporali vitae subvenitur. Unde si falsarii pecuniae, vel alii malefactores, statim per saeculares principes iuste morti traduntur; multo magis haeretici, statim cum de haeresi convincuntur, possent non solum excommunicari, sed et iuste occidi). Por el bien de los demás, al hereje había que separarlo de la Iglesia excomulgándolo y luego entregarlo al brazo secular para que lo separara del mundo matándolo (aliorum saluti providet, eum ab Ecclesia separando per excommunicationis sententiam; et ulterius relinquit eum iudicio saeculari a mundo exterminandum per mortem).
¿Y los que falsifican documentos eclesiásticos como la «Donación de Constantino», forjada en el siglo VIII y que se esgrimió hasta el siglo XX como título de propiedad, según la cual ese emperador asesino le otorgó el 30 de marzo del año 315 a la Gran Ramera toda Italia y el Occidente (omnes Italiae seu occidentalium regionum provintias, loca et civitates), a ésos qué se les hace? ¿Se les quema, o se les chanta en la testa la tiara de las tres coronas rematadas por una cruz sobre un globo terráqueo con que consagran al bufón de turno como papa, obispo y rey? «Recibe esta tiara ornada de tres coronas que te hace padre de los príncipes y los reyes, guía del orbe» (patrem principum et regum, rectorem orbis in terra). En adelante el bufón se siente obispo de Roma, vicario de Cristo, sucesor de Pedro, sumo pontífice de la Iglesia, patriarca de Occidente, primado de Italia, arzobispo de la provincia de Roma, soberano de la ciudad del Vaticano y siervo de los siervos de Dios. ¿Siervo de los siervos de Dios no será más bien cinismo de estos desvergonzados que se han sentido siempre señores de los señores? Ratzinger o Benedicto XVI o como se llame se acaba de quitar lo de «patriarca de Occidente». ¿Por generoso? Por generoso no: por rapaz, por insaciable, por avorazado. Porque se siente patriarca no sólo de Occidente sino también de Oriente. Sólo que el Oriente lo perdió la Puta desde el 16 de julio de 1054 cuando el altanero legado papal Humberto de Moyenmoutier le tiró en la cara la bula de excomunión de León IX al patriarca de Constantinopla Miguel Cerulario en el altar mayor de Santa Sofía y las dos iglesias, enfrentadas desde hacía siglos, se separaron formalmente. Cerulario a su vez excomulgó a León IX. Sin ninguna originalidad en realidad pues doscientos años atrás el papa Nicolás I y Focio, el patriarca de Constantinopla de entonces, ya se habían intercambiado excomuniones: como dos verduleras agarradas de la greña por una yuca, papa y patriarca se pelearon por el Filioque, un agregado occidental al tercer artículo del credo de Nicea que ya había hecho correr sangre: «Credo in Spiritum Sanctum qui ex patre Filioque procedit» (Creo en el Espíritu Santo que procede del Padre y del Hijo). Filioque quiere decir «y del Hijo»: ésa es la yuca. Bizancio decía que sólo del Padre; Roma, que del Padre y del Hijo. Que un padre se acople con un hijo para dar a luz una paloma es una doble monstruosidad: por incestuosa y contra natura. En esto Roma yerra. Pero que un padre tenga por hija una paloma sin la colaboración de nadie es igual de monstruoso. Con alguien ha de tenerla. ¿O es que acaso el Padre es un anfibio partenogenético? Bizancio también yerra. Para agravar la discordia de la yuca, Nicolás y Focio pretendían el territorio de Bulgaria. Focio lo quería para él, sin Filioque. Nicolás lo quería para sumárselo a la Donación de Constantino, con Filioque.
Después de la existencia de Cristo el fraude más desvergonzado de la Puta es la llamada «Donación de Constantino» (Constitutum Constantini o Prívilegium Sanctae Romanae Ecclesiae) que pergeñaron los escribas de Esteban III en el año 752 y en virtud de la cual, desde ese papa hasta el Acuerdo Laterano de 1929 entre Pío XI y Mussolini, la Gran Ramera pretendió que era dueña de medio mundo con el cuento de que el emperador Constantino se lo había dado al papa Silvestre en agradecimiento porque éste lo había curado milagrosamente de la lepra. «Y cuando estaba en el fondo de la pila bautismal purificándome con la triple inmersión —cuenta Constantino en ese engendro de documento— vi una mano del cielo que me tocaba: cuando salí del agua estaba curado de la inmundicia de la lepra. Y así, tras recibir el misterio del sagrado bautismo de mano del bienaventurado papa Silvestre, entendí que no había más Dios que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo que él predica, una Trinidad en la unidad y una Unidad en la trinidad». ¡El que masacró a millares salía de la pila bautismal no sólo bautizado y curado de la lepra sino convertido en teólogo! Y en consecuencia, «por nuestra sacra potestad imperial (per nostram imperialem iussionem sacram) les otorgamos a nuestro beatísimo padre el Sumo Pontífice Silvestre y a sus sucesores, para que las gobiernen, regiones del oriente y del occidente, y aun del norte y el sur: en Judea, Grecia, Asia, Tracia, África e Italia más sus islas». Acto seguido el recién bautizado se trasladó a Bizancio, que en adelante se llamó Constantinopla, con el fin de dejarles a los representantes del emperador del cielo el pleno dominio de Occidente, de sus comarcas y palacios empezando por el Laterano. En el Renacimiento el humanista Lorenzo Valla desenmascaró la patraña, ¡pero quién le iba a hacer caso a ese aguafiestas en plena orgía papal! Suerte tuvo de que no lo quemaran vivo como a los albigenses.
Hoy no sólo Oriente no le pertenece sino tampoco Occidente. Ratzinger, por lo tanto, no está renunciando a nada cuando se despoja de un título tan vacío como espurio. Nada tiene. Ni siquiera dientes. Es un inquisidor desdentado que ya no puede torturar ni quemar por más que le nazca del alma. Mentir sí y extender la mano y expoliar viudas. A Auschwitz acaba de ir a increpar a Dios por el holocausto judío y los crímenes del nazismo: «¿Por qué permitiste esto, Señor?» preguntó al aire este Jeremías impúdico en el descampado de lo que fuera el más espantoso de los campos de concentración, aureolado por los flashes de la prensa alcahueta. Le hubiera preguntado más bien a la momia putrefacta de Pacelli o Pío Doce o Impío Doce por qué no levantó su voz cuando podía contra Hitler. «Vengo —dijo en Auschwitz— como hijo del pueblo alemán por sobre el que un grupo de criminales llegó al poder mediante falsas promesas de grandeza futura. En el fondo matando a esa gente estos depravados al que querían matar era a Dios». «Esa gente» son los judíos, a los que sus antecesores persiguieron y masacraron durante mil setecientos años, desde que la Puta empezó a mandar en calidad de concubina de Constantino y de Justiniano, con la calumnia de que habían crucificado a Cristo.
En julio de 1555, sin haber cumplido siquiera dos meses como papa, Gian Pietro Carafa, alias Pablo IV, promulgó su bula Cum nimis absurdum, que empieza: «Porque es absurdo e inconveniente en grado máximo que los judíos, que por su propia culpa han sido condenados por Dios a la esclavitud eterna (Cum nimis absurdum et inconveniens existat ut iudaei, quos propria culpa perpetuae servituti submisit), con la excusa de que los protege el amor cristiano puedan ser tolerados hasta el punto de que vivan entre nosotros y nos muestren tal ingratitud que ultrajan nuestra misericordia pretendiendo el dominio en vez de la sumisión, y porque hemos sabido que en Roma y otros lugares sometidos a nuestra Sacra Iglesia Romana su insolencia ha llegado a tanto que se atreven no sólo a vivir entre nosotros sino en la proximidad de las iglesias y sin que nada los distinga en sus ropas y que alquilen y compren y posean inmuebles en las calles principales y tomen sirvientes cristianos y cometan otros numerosos delitos para vergüenza y desprecio del nombre cristiano, nos hemos visto obligados a tomar las siguientes provisiones…» Y siguen las provisiones que son obvias dado el preámbulo: confinar a los judíos en guetos que sólo podían tener una sinagoga; obligarlos a venderles todas sus propiedades a los cristianos, a precios irrisorios (ac bona immobilia, qua ad praesens possident, infra tempus eis per ipsos magistratus praesignandum, christianis venderé); prohibirles la casi totalidad de los oficios y profesiones empezando por la medicina (et qui ex eis medici fuerint, etiam vocati et rogati, ad curan christianorum accedere aut illi interesse nequeant); prohibirles tener servidumbre cristiana y que las mujeres cristianas les dieran el pecho a los recién nacidos judíos (nutrices quoque seu ancillas aut alias utriusque sexus servientes christianos habere, vel eorum infantes per mulieres christianas lactari aut nutriri facere); prohibirles jugar, comer, conversar y tener toda familiaridad con los cristianos (seu cum ipsis christianis ludere aut comedere vel familiaritatem seu conversationem habere nullatenus praesumant); prohibirles tener negocios fuera del gueto; y obligarlos a llevar distintivos especiales en la ropa. Cuando en julio de 1941 el régimen títere de Vichy al servicio de los nazis decretó la expropiación en Francia de todas las empresas y propiedades en manos de judíos y algunos prelados católicos protestaron, el presidente del gobierno, Laval, comentó con sarcasmo que después de todo «las medidas antisemitas no constituían nada nuevo para la Iglesia pues los papas habían sido los primeros en obligar a los judíos a llevar un gorro amarillo como distintivo». Varios obispos franceses colaboracionistas y antijudíos se deslindaron de inmediato de esos prelados patriotas y en un apurado telegrama declararon su fidelidad al régimen.
La de Carafa es un buen compendio del medio centenar de bulas que a lo largo de quinientos años promulgaron sus antecesores y sucesores para regular el trato que se le debía dar a «la pérfida raza judía», entre las que se destacan por su infamia la de Honorio III Ad nostram noveritis audientiam que los obligaba a llevar un distintivo y les prohibía desempeñar puestos públicos; la de Gregorio IX Sufficere debuerat perfidioe judoerum perfidia que les prohibía tener servidumbre cristiana; las de Inocencio IV Impia judeorum perfidia y de Clemente VIII Cum Haebraeorum malitia que les ordenaban quemar el Talmud; las de Eugenio IV Dudum ad nostram audientiam y de Calixto III Si ad reprimendas que les prohibían vivir con cristianos y ejercer puestos públicos; las de Pío V Cum nos nuper que les prohibía tener propiedades y Hebraeorum gens que los expulsaba de todos los estados pontificios excepto Roma y Ancona; la de Clemente VIII Cum saepe accidere, la de Inocencio XIII Ex injuncto nobis y la de Benedicto XIII Alias emanarunt que les prohibían vender mercancías nuevas (pero no ropa vieja, strazzaria). Y en fin, la de Benedicto XIV Beatus Andreas que canonizaba al niño mártir Andreas Oxner, del pueblo de Rinn, Innsbruck, «asesinado cruelmente en 1462 antes de cumplir los tres años por los judíos, que odian la fe cristiana», según dice la bula. Con esta canonización, que se le sumaba a la del niño Simón de Trento por Sixto V, Benedicto XIV convertía a Andreas de Rinn en el nuevo símbolo de los niños cristianos asesinados, según los «libelos de sangre», por los mismos asesinos de Cristo durante sus sacrificios rituales en Norwich, en Blois, en Lincoln, en Munich, en Berna, con las consiguientes masacres de judíos en todas esas ciudades.
Y sin embargo una investigación encargada por el mismo Benedicto XIV al relator del Santo Oficio Lorenzo Ganganelli (el futuro Clemente XIV) había determinado que salvo los casos de Andreas de Rinn y Simón de Trento, que se daban por verdaderos, las demás acusaciones de los libelos de sangre no tenían fundamento. Por el crimen del niño Simón durante la Semana Santa de 1475 numerosos judíos de Trento fueron acusados de matarlo, sacarle la sangre y celebrar con ella la pascua judía: los torturaron y quemaron a quince. En 1965, a raíz del Concilio Vaticano II, se volvió a investigar el caso de Simón de Trento, se reabrieron las actas del proceso de su canonización que resultó ser un fraude, se suprimió su culto, se desmanteló el santuario que se le había erigido desde el siglo XV, lo sacaron del calendario y se prohibió su devoción para lo futuro. La veneración popular a Andreas de Rinn duró hasta 1985 cuando el arzobispo de Innsbruck monseñor Reinhold Stecher dispuso el traslado del cuerpo del niño de la capilla en que se encontraba desde el siglo XVII al cementerio. En 1994, el mismo prelado abolió oficialmente su culto, si bien su tumba siguió siendo objeto de peregrinaje.
Y a las bulas hay que sumarles las decisiones de los concilios: concilios generales como el Cuarto Laterano convocado por Inocencio III en 1215 (¿en qué delito no habrá participado este engendro?), o locales como el de Vannes de 465, el de Agde de 506, el de Viena de 517, el de Clermond de 535, el de Macón de 581, el de París de 615, etcétera, etcétera, para atropellar en todas las formas posibles a los «asesinos de Cristo». Y hoy en Auschwitz, donde los cristianos nazis asesinaron a novecientos sesenta mil judíos, el teólogo Ratzinger pregunta: «¿Por qué permitiste esto, Señor?» La respuesta es obvia: «Por lo que les han hecho tus correligionarios y predecesores a los judíos durante mil setecientos años, cabrón». Y aquí te va una lista de los obispos nazis de tu tierra por si te suena alguno en medio de un repique de campanas: el obispo castrense Rarkowski, el clérigo militar alemán de más alto rango, que ensalzaba a Hitler como «nuestro Führer, custodio y acrecentador del Reich». El obispo Werthmann, vicario general del anterior y su suplente en el ejército. El arzobispo Jäger de Paderbom que fue capellán de división del Führer. El cardenal Wendel que fue el primer obispo castrense. El obispo Berning de Osnabruck que le mandó un ejemplar de su obra Iglesia católica y etnia nacional alemana a Hitler «como signo de mi veneración» y a quien Goering nombró miembro del Consejo de Estado de Prusia. El obispo Buchberger de Regensburg que en la hoja episcopal de su diócesis escribía que «el Führer y el gobierno han hecho todo cuanto es compatible con la justicia, el derecho y el honor de nuestro pueblo para preservar la paz de nuestra nación». El obispo Ehrenfried de Wirzburgo que decía: «Los soldados cumplen con su deber para con el Führer y la patria con el máximo espíritu de sacrificio, entregando por completo sus personas según mandan las Sagradas Escrituras». El obispo Kaller de Ermiand que en una carta pastoral exhortaba así a sus fieles: «Con la ayuda de Dios pondréis vuestro máximo empeño por el Führer y el pueblo y cumpliréis hasta el final con vuestro deber en defensa de nuestra querida patria». El obispo Machens de Hildesheim que los arengaba diciéndoles: «¡Cumplid con vuestro deber frente al Führer, el pueblo y la patria! Cumplidlo, si es necesario, exponiendo vuestras propias vidas», y le rogaba a Dios que les «enviara su ángel» (¿cuál de todos?) a las tropas nazis. El obispo Kumpfmüller de Ausgburgo que ante el atropello hitleriano contra Europa declaraba que «El cristiano permanece fiel a la bandera que ha jurado obedecer pase lo que pase». El obispo Wienkens que representaba al episcopado alemán ante el Ministerio de Propaganda nazi. El obispo Preysing de Berlín que firmaba las cartas conjuntas de sus cofrades aprobando a Hitler. El obispo Frings (luego cardenal de Colonia) que como presidente de la Conferencia Episcopal Alemana exigía dar hasta la última gota de sangre por el Führer. El obispo Hudal que le dedicó su libro Nacionalsocialismo e Iglesia a Hitler como «al Sigfrido de la esperanza y la grandeza alemanas», y que tras la derrota de los nazis ayudó a fugarse al Brasil a F. Sangel, acusado de cuatrocientos mil asesinatos en el campo de concentración de Treblinka, consiguiéndole dinero y documentos falsos. El arzobispo de Freiburg Gröber, patrocinador de las SS, que abogaba por el necesario «espacio vital» para Alemania; que aportaba dinero de su archidiócesis para la guerra; y que escribió diecisiete cartas pastorales para ser leídas desde los púlpitos, exhortando a la abnegación y al arrojo. El arzobispo Kolb de Bamberg que predicaba que «cuando combaten ejércitos de soldados debe haber un ejército de sacerdotes que los secunden rezando en la retaguardia». El cardenal y conde von Galen, el «león de Münster», que saludó a la Wehrmacht como «protectora y símbolo del honor y el derecho alemanes» y que escribía en la Gaceta eclesiástica de su región: «Son ellos, los ingleses, los que nos han declarado la guerra. Y después nuestro Führer les ha ofrecido la paz, incluso dos veces, pero ellos la han rechazado desdeñosamente». El cardenal Bertram de Beslau, presidente de la conferencia episcopal, que «por encargo de los obispos de Alemania» le enviaba este telegrama a Hitler: «El hecho grandioso del afianzamiento de la paz entre los pueblos sirve de motivo al obispado alemán para expresar su felicitación y gratitud del modo más respetuoso y ordenar que el próximo domingo se proceda a un solemne repique de campanas». El cardenal Schulte de Colonia que escribía en una carta pastoral: «¿No debemos acaso ayudar a todos nuestros valientes en el campo de batalla con nuestra fiel oración cotidiana?» El cardenal Faulhaber, «el león de Munich», que en 1933 llamaba a Pío XI el mejor amigo de los nazis, que en 1934 le prohibía a la Conferencia Mundial Judía que mencionara siquiera su nombre a propósito de una supuesta defensa suya de los judíos, una «afirmación delirante»; que fue obispo castrense antes de ponerse al frente del episcopado bávaro; y que mandaba rezar por Hitler y le hacía repicar las campanas: tras el fallido atentado contra éste ofreció una misa solemne en acción de gracias en la iglesia de Nuestra Señora de Munich y junto con todos los obispos de Bavaria le mandó una carta felicitándolo por haberse salvado. Discípulo aventajado de la Puta de Babilonia que se acuesta con el que gane, este «león de Munich» fue antinazi antes de 1933, nazi ditirámbico entre 1933 y 1945, y antinazi indignado después de 1945. Que fue ni más ni menos el comportamiento del episcopado austríaco cuando el Anschlus: el cardenal Innitzer, el arzobispo Waitz y los obispos Hefter, Pawlikowski, Gföllner y Memelauer se pasaron en bloque a Hitler y firmaron una proclama aprobando la anexión de su país al Reich alemán y exhortando a sus fieles a apoyar el régimen nazi. Y cuan do Hitler entró a Austria lo recibieron con repique de campanas y cruces gamadas colgando de las iglesias vienesas. Y hoy, después de todo lo anterior, con hondo dolor teológico que le brota de lo más profundo de su ser pregunta Ratzinger en pleno Auschwitz: «¿Por qué permitiste esto, Señor?» ¡Claro que Dios existe! Tiene que existir para que exista infierno a donde se vaya a quemar este asqueroso. Ésta es mi «prueba Ratzinger» de la existencia de Dios.
Desde el código de Justiniano a los judíos de Roma se les consideró una raza inferior de la que había que sospechar y se les excluyó de toda función pública. La bula del papa Carafa instituyó formalmente el gueto. A los cinco mil judíos de Roma les asignaron entonces una zona palúdica a la orilla del Tíber, un espacio de unos cuantos centenares de metros que inundaba el río, y allí los hacinaron. Las siete sinagogas de la ciudad las destruyeron, y destruyeron las dieciocho de Campania. Otros guetos siguieron de inmediato al de Roma en Venecia y en Bolonia. En Ancona quemaron vivos a veinticuatro. Poco después, avanzando por el camino señalado por Carafa, Pío V simple y llanamente expulsó a todos los judíos de los Estados Pontificios dejando tan sólo a los de Roma y Ancona. De joven, en París, este dominico rabioso había denunciado a Ignacio de Loyola como hereje. ¡El más grande criado papal de todos los tiempos un hereje! Luego presidió la Inquisición de Roma con especial severidad. Ya de papa canonizó a su compinche de orden Tomás de Aquino (a él a su vez lo habría de canonizar Clemente XI), y nombró cardenal y secretario de estado a otro dominico, su sobrino nieto Michele Bonelli. Buen lacayo de la Puta, expulsó a todas las de Roma. Quería convertir a esta ciudad burdelera en un convento. Promulgó una bula que abolía las corridas de toros en toda la cristiandad ¡menos en España! Definitivamente prefiero un papa putañero como Alejandro VI, el papá de César y Lucrecia Borgia, y no un santurrón como Pío V. Por algo lo canonizaron. El semen atrancado vuelve cruel al ser humano. A Wojtyla, que infló el santoral casi hasta reventarlo, ya están que lo canonizan. Santo súbito! balaba el rebaño congregado en la plaza de San Pedro tras su muerte. Desde aquí apoyamos su canonización. ¡Total, a la pobre Polonia la han masacrado nazis y rusos sin miramientos y ésta es la hora en que aún no ganan un mundial de fútbol! Y quitando a Chopin, ¿a quién tienen?
Cuando coronaban a los papas en la Edad Media como soberanos religiosos y civiles de Roma, los judíos de la ciudad les mandaban una delegación para rendirles homenaje, a lo que ellos, con altivez, contestaban: Legum probo, sed improbo gentium: «Apruebo la ley pero no la raza». Luego se hizo costumbre que los rabinos de Roma les ofrecieran ese día una lujosa copia del Pentateuco y entonces contestaban: Confirmamus sed non consentimus: «Ratificamos pero no consentimos». Estas respuestas distantes resumen la actitud de los papas ante sus más despreciados súbditos, cuya religión y raza rechazaban. Wojtyla, el pavo real protagónico, no se privó de ir a la sinagoga del gueto de Roma a que lo fotografiaran abrazando al Gran Rabino Elio Toaff. Antes de él Juan XXIII había suprimido el adjetivo «pérfido» usado en la liturgia de Semana Santa para designar a los judíos, y eso era lo más a que habían llegado. No bien murió Juan XXIII su sucesor Pablo VI volvió al viejo cuento de los pérfidos judíos que no habían querido reconocer en Jesús al Mesías que llevaban siglos esperando y que lo habían calumniado y matado. Almas ingenuas que nunca faltan hoy consideran a Juan XXIII un hombre bueno. Yo no. Nadie que haya subido por esa jerarquía de ignominia que va de cura a obispo, de obispo a arzobispo, de arzobispo a cardenal y de cardenal a papa puede ser bueno. De escalón en escalón se ha tenido que ir manchando para que sus compinches de mafia lo hayan dejado seguir el ascenso. Antes de sentarse en el codiciado trono y chantarse la tiara, Angelo Giuseppe Roncalli, alias Juan XXIII, fue arzobispo de Areopolis, visitador apostólico, delegado apostólico en Bulgaria, Turquía y Grecia, nuncio en Francia, cardenal de Santa Frisca y patriarca de Venecia, a las órdenes de los dos papas alcahuetas del nazismo, Pío XI y Pío XII. El calificativo apropiado para Roncalli no es «santo» sino «cómplice». Ya de papa iba a visitar a los presos de Regina Coeli, a los enfermos de los hospitales, a los niños de los orfelinatos, a los viejos de los ancianatos… A ver, ¿cuántos niños abandonados recogió? ¡Más recogió Wojtyla! De Albino Luciani, alias Juan Pablo I, se dice que era tan bueno que se negó a que lo coronaran con la tiara. ¡Claro, porque su antecesor Pablo VI ya se la había vendido tras su coronación al cardenal Francis Spellman de Nueva York! Quién sabe dónde ande hoy esa cofia de marica. Yo digo que hay que mandarla a un circo. O al Museo de Cera de Madame Tussaud para que se la pongan a Jack el Destripador.
A la imputación de que los judíos mataban niños cristianos para sacarles la sangre le sumaron la de que clavaban la hostia, el cuerpo transubstanciado de Cristo, a quien volvían a crucificar una y otra vez. Y así, bendecida cuando no azuzada por curas, obispos y papas, la horda del Crucificado se entregó con esta nueva calumnia a nuevas masacres de sus tradicionales víctimas: en 1298 en Nuremberg mataron a seiscientos veintiocho; en 1337 quemaron a los de Daggendorf; en 1370 masacraron a los de Bruselas y se siguieron con todos los de Bélgica; en 1453 en Breslau quemaron a cuarenta y uno; en 1492 en Mecklenburg quemaron a veintisiete; en 1510 en Berlín a treinta y ocho. Ejemplos éstos de un centenar de masacres que con el pretexto de la hostia clavada se prolongaron hasta la de Nancy en 1761. Todavía no hace mucho en la catedral de Bruselas se exhibían dieciocho cuadros de judíos clavando hostias que sangraban. Y cuando en 1350 la peste negra devastaba a Europa, las turbas cristianas de Suiza y Alemania encontraron un motivo más para quemar, estrangular y ahogar a los judíos por millares acusándolos de haberla causado y de envenenar los pozos. Hitler no surgió en la Historia por generación espontánea como surgen los gusanos de la carne en descomposición según el Doctor Angélico: la Puta de Babilonia lo parió. En el campo de concentración de Treblinka los nazis mataron entre setecientos mil y ochocientos mil judíos. Allí murió con ellos el padre Sangel, un sacerdote católico que tuvo, éste sí, el valor de enfrentárseles a los verdugos nazis que les faltó a los parásitos travestidos de Pío XII y sus obispos alemanes. Razón de más para que el papa Ratzinger vaya también a Treblinka con su cauda de impúdicos fotógrafos a preguntarle al Altísimo: «¿Por qué permitiste esto, Señor?»
Anoche soñé con Pacelli y su Virgo potens, la monja que se levantó en Alemania cuando era nuncio ante el Führer: que estaban celebrando el santo sacramento de la copulatio sobre un escritorio de caoba de la Cancillería del Reich. La penumbra apenas si dejaba ver pero no me quedaban dudas, era él con ella: el futuro Pío Doce de adusto ceño jesuítico en plena penetratio mas sin inseminatio, introduciéndole a su amorcito teutónico, la futura papessa, un largo falo flaco y puntiagudo que de repente ¡para horror de Tomás de Aquino que los espiaba por un hueco que había horadado en el techo! sacaba de su receptáculo natural y eyaculaba en el aire. ¿Y saben qué? ¡Semen de Satanás! Una especie de polvo negro de carbón del Diablo. Un rayo del sol poniente que se filtró por los altos ventana les le iluminó al futuro pontífice por un instante el escuálido trasero, y tenía tatuada en la nalga izquierda una cruz y bajo la cruz, grabada en letras de sangre, la leyenda constantiniana In hoc signo vinces: Con este signo vencerás. ¡Qué cosas las que sueña uno! Y que de la planta baja por el patio interior tapizado de hiedras subía una voz de lesbiana nazi cantando Lili Marlene.
Mi papa preferido es Rodrigo de Borja y Borja (en italiano Borgia), alias Alejandro VI, sobrino de Alfonso de Borja, alias Calixto III, los dos únicos papas de raza hispánica que hayan servido a la Puta, simoníacos y nepotistas ambos aunque en menor medida el tío pues reinó poco pues llegó viejo al puesto. Este Calixto hizo cardenales a dos de sus sobrinos veinteañeros y uno de ellos fue Rodrigo; a otro lo nombró gobernador de Castel Sant’Angelo y prefecto de Roma; y estaba a punto de montar a otro en el trono de Nápoles cuando lo llamaron a su banquete los gusanos. A los cristianos les prohibió toda relación social con los judíos. Anuló, eso sí, la sentencia contra Juana de Arco. ¡Pero veinticinco años después de que la quemaran viva en Rúan! Que no había sido ni bruja ni hereje. Que perdón. Lanzó una cruzada para liberar a Constantinopla recién tomada por los turcos pero resultó un fiasco. Yeso es todo respecto al tío, que hasta donde se sabe no dejó descendencia. Pasemos al sobrino que fue un copulador y un engendrador nato.
Calumniado como Nerón, vilipendiado hasta por los historiadores más serviles de la Puta, dicen que Alejandro VI fue el papa más malo. ¿Y cómo lo miden? ¿Por las amantes que se consiguió? ¿Por los hijos que engendró? ¿Por la protección que les dio? ¿Por los cardenales que sobornó? ¿Por las indulgencias que vendió? ¿Por las fiestas putañescas que dio? ¡Y quién no! ¡Todo ello es tan papal, tan humano! Está en el orden natural de las cosas: los pájaros vuelan, el río fluye, el viento sopla. Que quemó a Savonarola. ¡Y sí! Donde no lo hubiera quemado, este Calvino ayatola lo habría quemado a él. ¿Que compró un cónclave? ¡Cuántos de sus predecesores y sucesores no han comprado cónclaves! ¡Los venden con todo y paloma! ¿Que vendió indulgencias? ¡Y qué tendero no vende! ¿Que se parrandeó hasta su último aliento el pontificado? Beatus ille! Si a usted le parece mal, cuando lo elijan papa no se lo parrandee a lo Borgia: haga la caridad, recoja niños de la calle, quiera a los pobres. Entre los veintidós purpurados del Colegio cardenalicio que lo eligió él era el segundo en riqueza: compró a diecisiete, entre los cuales el cardenal de Venecia, de 96 años, que le costó cinco mil ducados, y el cardenal Sforza que le costó cuatro mulas cargadas de oro. Pues bien, de los cinco cardenales que no se vendieron, dos a su vez se hicieron elegir papas: Piccolomini o Pío III, el inmediato sucesor de Borgia y que sólo reinó diecisiete días ya que murió «de gota»; y Della Rovere o Julio II, el sucesor del anterior, que tuvo que comprar hasta a César Borgia, el hijo de papá Rodrigo que llevaba un mes apenas en proceso de putrefacción. Cardenal que no se vende compra. «Alejandro vende las llaves, el altar y al mismo Cristo y con todo derecho pues los compró» iba diciendo el viento mientras barría a Roma.
«¡Soy papa! ¡Soy papa!», gritaba el cardenal Borgia más feliz que perro con hueso no bien lo eligieron, y se ayudaba a poner él mismo las galas pontificias apurándose para salir a bendecir al rebaño estúpido y a parar el báculo. ¡Qué no hizo! ¡Cómo gozó! ¡Qué bien entendió lo que medio milenio después Wojtyla iba a llamar en el epicentro del sida, en África, «el banquete de la vida»! Con Vannoza de Catanei tuvo cuatro hijos: Giovanni, César, Lucrecia y Joffré. Con la hermosa Giulia Farnese, a la que le llevaba cuarenta años, due maschietti: un Rodrigo como él y otro Giovanni. Y varios desconocidos con varias desconocidas. A su primer Giovanni lo hizo duque de Gandia a los 16 años; a César lo hizo cardenal a los 18 años; a Lucrecia le arregló tres matrimonios principescos; y al hermano de Giulia, Alejandro Farnese, lo hizo cardenal a los 25 años, abriéndole así el camino para que luego a su vez fuera papa y papá: Pablo III, con cuatro hijos que le dieron nietos de los que nombró a dos, de 15 y 16 años, ¡cardenales! Antes de Inocencio VIII, que fue el inmediato antecesor de Alejandro VI, los papas sólo engendraban sobrinos. Con estos dos corajudos papas la cosa cambió: ¿por qué se iba a avergonzar un papa de su progenie? ¿Se avergüenzan acaso los carpinteros, los médicos, los conejos, los caballos? ¿Y no tuvo el apóstol Pedro mujer y suegra, que Jesús le curó? Que el ignorante lea los evangelios. A Inocencio VIII le decían «Santo Padre» porque lo era de media Roma, si bien él sólo reconocía a una hija y a Franceschetto, a quien cargó de honores y riquezas e hizo cardenal a los 13 años. En una sola noche jugando con otro purpurado, este Franceschetto perdió catorce mil ducados: al día siguiente el papa obligó al tramposo cardenal a restituirle a su muchacho lo mal habido. En una ocasión en que el Santo Padre había caído en uno de sus usuales ataques de letargia, el Santo Hijo, Franceschetto, se alzó con el tesoro papal. ¡Que se lo llevara! ¡Qué importaba! ¡Para eso era su hijo! Inocencio VIII murió dos meses antes del descubrimiento de América, que vino a caer así bajo el pontificado de nuestro Alejandro VI, su sucesor. Una vez coronado, Alejandro VI convocó su primer consistorio: para comunicarles a los cardenales que los iba a purgar a todos por venales. ¡Qué va! Era un hombre generoso. No bien descubrieron a América la repartió de inmediato por mitades, sin guardarse para sí ni un solo palmo de tierra, entre España y Portugal (y les habría repartido también la Luna si se hubiera sabido entonces en qué consistía exactamente Selene). Burchard, su maestro de ceremonias, nos deja relatada en su diario la gran orgía de cincuenta prostitutas romanas que se ayuntaban con otros tantos servidores de palacio en competencia por los premios que les ofrecía Su Santidad, quien en compañía de Lucrecia, asomados padre e hija desde lo alto por una ventana, los animaban. A César le dio el pomposo título de «César Borgia de Francia, por la gracia de Dios Duque de Romana y Valencia y Urbino, Príncipe de Andria, Señor de Piombino, Adalid y General en Jefe de la Iglesia». De haber vivido hoy en México Rodrigo Borgia habría sido del PRI, se habría hecho elegir presidente, se habría alzado con dos mil millones de dólares y me habría dado a mí, su hijo Ferdinandus, cuando menos quinientos millones. ¡Pero qué, nací de padre pobre y honrado! Honrado con ese diploma estúpido que le mandó Pío XII por los veinte hijos que engendró para Cristo en una sola mujer dada su empecinada monogamia. Dios es injusto. A unos los hace hijos de albañil, a otros hijos de papa. ¡Viejo cabrón!
Y tras generoso, el papa Borgia era previsor. Con la invención de la imprenta todavía fresca y olfateando el peligro, creó lo que después Pablo IV bautizó como el Índice de libros prohibidos: el catálogo de libros de prohibida impresión, venta y lectura bajo pena de excomunión. De siglo en siglo y de edición en edición el Índice se fue abultando y ampliando a tal grado que lo único que le faltaba ya era incluirse a sí mismo. Entonces en 1966, con una papada de esas que tanto me chocan (papada es «acto arbitrario de papa»), Pablo VI lo suprimió y levantó la excomunión. En fin, pese a ser el verdadero inventor de esa máquina de guerra que fue el Índice, jamás Alejandro VI persiguió los pasquines que imprimían los envidiosos en su contra. Le harían gracia. Y si a alguien asesinó, no fue por mezquinas razones personales sino por los altos intereses del Estado. Así a Savonarola lo tuvo que ajusticiar cuando este histérico se puso a convocar un concilio desde su teocrática Florencia dizque para deponer al papa por pecados de la carne y por corrupto. Papa corrupto es pleonasmo, y el único pecado de la carne, Savonarola, es comérsela. ¡Qué bueno qué te ahorcaron y quemaron por dominico!
Mintiendo con la verdad, los historiadores lacayos al servicio de la Puta dicen que el papa Borgia fue un papa malo, ¡como si los restantes hubieran sido buenos! A los primeros treinta y cinco la Puta los canonizó en bloque: San Pedro, San Lino, San Cleto, San Clemente, San Evaristo, San Alejandro, San Sixto… Y de los veintidós siguientes canonizó a dieciocho: San Dámaso, San Siricio, San Anastasio, San Inocencio, San Zósimo… ¡Qué Puta tan desvergonzada! De buena parte de esos papas no sabía sino los nombres, ¡y ya santos! A ver, haga la prueba usted, récele por ejemplo a San Zósimo para que le haga ganar la lotería y me cuenta. O que le cure un cáncer de páncreas. Aunque esta vez no me alcanzará a contar porque con San Zósimo o sin San Zósimo en un mes ese cáncer se lo lleva. Cuatro de los primeros papas eran hijos de curas, y el número 40, San Inocencio, era hijo del 39, San Anastasio; y San Silverio, el 58, era hijo de San Hormisdas, el 52. Nadie que tenga hijos puede ser santo. El que tiene hijos es un criminal. ¿Y no se peleó pues el 23, San Esteban, con el obispo de Cartago San Cipriano al que quería dominar pretendiendo la primacía de su obispado de Roma sobre los otros con el cuento del Tu es Petrus que está en el Evangelio de Mateo, que es tan espurio como el de Lucas, que es tan espurio como el de Marcos, que es tan espurio como el de Juan? Tan falsos los cuatro como es de absurdo el tal Cristo que se inventaron. ¡Con que Tu es Petrus! «‘Y yo te digo que tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Te daré las llaves del Reino de los Cielos y todo lo que atares sobre la tierra quedará atado en los cielos, y todo lo que desatares sobre la tierra quedará desatado en los cielos’. Entonces les ordenó a los discípulos que no dijeran a nadie que él era Cristo». ¡Hombre necio! Viene a la tierra como Cristo y no quiere que nadie sepa quién es. ¡Con razón no lo reconocieron los judíos! La culpa es suya. ¡Y qué es eso de que «las puertas del infierno no van a prevalecer»! Será el infierno el que no va a prevalecer, no sus puertas. ¡Ah libro estúpido! Y ese Pedropiedra asnal arrastrado por el otro con la zanahoria del Reino de los Cielos como Don Quijote arrastra a Sancho Panza con la ínsula Barataría…
No se me hace raro que fuera Esteban el que inventó el cuento del Tu es Petrus y se lo interpoló al Evangelio de Mateo. Esteban fue papa entre el 254 y el 257 y las copias más antiguas que quedan de los evangelios no son muy anteriores a esas fechas: sólo sobrevivieron las que conservaron el agregado: las de los obispos de Roma, que destruyeron las otras. Si usted me dice que la Puta interpoló aquí y quitó allá, le creo. Todo delito y bajeza que le atribuya a la Puta se lo creo, y tenga por seguro que se queda corto. Engendrador de hijos, multiplicador de riquezas, hombre de buena estrella, papa feliz, Rodrigo de Borja y Borja, o Su Santidad Alejandro VI, es mi papa preferido. España debe enorgullecerse de este gran hijo que fue gran padre. Y si tuvo, como dicen, relaciones amorosas con Lucrecia, ¡qué carajos!, eso a lo sumo sería pecado venial pues ni siquiera figura en el catecismo entre los pecados capitales o mortales, que son: soberbia, avaricia, lujuria, ira, gula, envidia y pereza. Siete. No hay octavo. ¡Cómo va a ser el amor entre padre e hija pecado! Y dado caso que lo fuera, sería venial, que se perdona por agua bendita o por golpe de pecho. «¿Qué es la castidad?» pregunta el catecismo de los Hermanos Cristianos de la Salle. A lo que el niño cristiano responde: «Castidad es la virtud que nos inclina a abstenernos de los placeres ilícitos de la carne». Exacto, niños. No coman carne.
Y pasemos ahora a los sobrinos de papa. Primero, los émulos de sus tíos: Gregorio XI, sobrino de Clemente VI que lo nombró cardenal a los 18 años; Eugenio IV, sobrino de Gregorio XII que lo nombró cardenal a los 25; Pablo II, sobrino de Eugenio IV que lo nombró cardenal a los 23; Pío III, sobrino de Pío II que lo nombró cardenal a los 21; Julio II, sobrino de Sixto IV que lo nombró cardenal a los 18 y que en calidad de tal tuvo tres hijas; León XI, sobrino de León X; y Honorio IV, sobrino nieto de Honorio III. En cuanto a los papas purpuradores de sobrinos, Clemente V nombró a cuatro sobrinos cardenales; Pío II, a dos, uno de ellos el futuro Pío III; Sixto IV, a seis, uno de ellos el futuro Julio II; Pablo IV, a su sobrino Cario Carafa; Pío IV, a su sobrino Carlos Borromeo de 22 años; Pío V, a su sobrino nieto Michele Bonelli; Sixto V, a un sobrino de 15 años; Inocencio IX, a su sobrino nieto Antonio Facchinetti; Clemente VIII, a sus sobrinos Cinzio y Pietro Aldobrandini y a un sobrino nieto de 14 años; Pablo V, a su sobrino Scipioni Cafarrelli Borghese; Gregorio XIV, a su sobrino Paolo Emilio Sfondrati de 29 años; Gregorio XV, a su sobrino Ludovico Ludovisi de 25 años; Urbano VIII, a dos sobrinos más un hermano; Inocencio X, a su sobrino Gamillo Pamfili; Alejandro VIII, a su sobrino nieto Pietro de 20 años; Clemente XII, a su sobrino Neri Corsini; y Juan XXII, a un hijo, un hermano y tres sobrinos. A varios de estos cardenalitos imberbes sus tíos los nombraron además secretarios de estado. «Nepotismo» llaman a este vicio. El presidente Bush ha de llamar a esta virtud family valúes.
El sobrino de Pablo V, Scipioni Cafarrelli Borghese, se hizo tan rico en su doble calidad de cardenal y secretario de estado que se pudo construir la Villa Borghese de Roma. Ya tal grado enriqueció Urbano VIII a toda su parentela (empezando por el hermano y los dos sobrinos que purpuró) que de viejo le entraron cosquilleos de conciencia y consultó a los teólogos, pero éstos lo tranquilizaron. En cuanto a Alejandro VII, que empezó su pontificado prohibiéndoles a sus parientes acercarse a Roma, lo acabó convertido a la religión de los family values colmándolos de palacios, propiedades, dinero, empleos. ¡Qué injusticias las de Dios! A mí me hace sobrino de plomero y a Cafarrelli sobrino de papa. ¡Viejo cabrón!
Mención especial me merecen (por el diploma que le mandó su tío a mi mamá) Marcantonio, Cario y Giulio Pacelli, sobrinos de Eugenio Pacelli, alias Pío XII, compinche de Mussolini que los hizo príncipes a los tres, y que tuvieron cuanto cargo lucrativo se pueda uno imaginar, dentro y fuera del Vaticano: eran coroneles de los Guardias Nobles, presidentes y consejeros de bancos y sociedades, de congregaciones y consistorios, de institutos y compañías, asesores jurídicos, delegados, procuradores, nuncios, cobraban aquí, cobraban allá, en Ferrosmalto, en Italgas, en Cerámica Pozzi, en Saniplástica, en el cine, en la radio, en la televisión, en inmobiliarias, en aseguradoras, en la industria farmacéutica, en la editorial, en el Banco de Roma, en los aeropuertos… ¡Dónde no estaban, dónde no cobraban! Entre los tres amasaron una fortuna de ciento veinte millones de marcos, a los que hay que sumarles los ochenta millones que les dejó el tío al morir, en oro y valores, menos cualquier bicoca que se embolsara sor Pascalina. Esta monja y el papa competían a ver quién economizaba más luz eléctrica, cosa que me recuerda a mi mamá detrás de sus veinte hijos apagando focos como loca. Un tío del tío, Ernesto Pacelli, en calidad de lacayo de confianza de Pío Nono había sido director del Banco di Roma donde tenía acciones la Curia, y fue el que fundó el Osservatare Romano, el Gramma del Vaticano, un pasquín tendencioso que después de siglo y medio de vileza y a setenta años del nazismo que alcahueteó hoy sigue impune y tan campante como si no hubiera Dios en el cielo. Ahora promueve la canonización de Pío XII con el cuento de que recogió a unos niños judíos para bautizarlos y salvarlos de los nazis. Que les dio desayuno.
Es muy importante recordarle al papa Ratzinger, ahora que anda visitando campos de concentración, el comportamiento de su antecesor Pío XII frente al nazismo. Ya le hice la lista a Su Santidad de sus paisanos los obispos alemanes aduladores de Hitler: todos en coro como rezando el rosario. ¿Dijo algo Pío XII al respecto? ¿Una palabra siquiera en sus múltiples alocuciones radiofónicas, mensajes de navidad, exhortaciones, advertencias, encíclicas y cartas pastorales para repudiar a ese criminal vesánico y censurar la actitud abyecta de sus obispos alemanes? Tantas cuantas dijo para reprobar a Jozef Tiso cuando presidía este cura, apoyado por las SS, el Estado fascista de Eslovaquia, aliado de los nazis. ¡Qué iba a decir si hasta lo recibió en el Vaticano, le dio el rango de gentilhombre papal y lo hizo obispo! El presidente-obispo Tiso puso tres divisiones con cincuenta mil soldados a disposición de Hitler. Al final de la guerra huyó a Austria con todo su gobierno pero lo ahorcaron. «Muero como mártir y defensor de la civilización cristiana», dijo. ¿Qué entendería este gentilhombre papal por «civilización cristiana»? ¿Las persecuciones de judíos, las quemas de brujas y herejes, las masacres en nombre del Crucificado que aquí hemos venido enumerando?
¿Y dijo algo cuando Jan Voitassak, obispo paisano del obispo Tiso, se adueñó de las propiedades de los judíos de Betlanovice y Baldovice? ¿Instó acaso a su prelado a que devolviera lo ajeno recordándole el séptimo mandamiento de no robar? Pensaría Su Santidad que es imposible ontológicamente hablando robar a un judío. Tampoco le llamó la atención siquiera a monseñor Volosin cuando presidía el gobierno nazi de la Ucrania carpática haciéndole ver que se había puesto al servicio de un régimen criminal. ¿O sería que vio en Ucrania una punta de lanza para recatolizar a la cismática Rusia, un bien mayor frente a males menores? Puede ser, era un gran estadista. Así cuando se olió la anexión de Danzig, para no ir a molestar al Führer sustituyó al obispo irlandés pro inglés de esa ciudad polaca, O’Rourke, por monseñor Cari María Spiett, pro nazi. Spiett, que era de los que echaban al vuelo las campanas por los éxitos del Reich, prohibió las confesiones en polaco y fue colaborador de la Gestapo. «Sólo se confiesa en alemán», decía un cartel bien visible en los confesionarios de Danzig como si los pobres polacos ni siquiera tuvieran derecho a pecar en su propia lengua. Después de la derrota nazi este monseñor fue condenado a cadena perpetua pero lo liberaron y el papa lo recibió en audiencia.
Tras el aperitivo de Danzig Hitler se siguió con Polonia. ¿Abrió la boca Pacelli para denunciar no digo ya los tres millones de polacos judíos que exterminó sino los veinte millones de polacos católicos que apaleó? Sí, dijo: «¡Ay, Polonia, qué dolor!» La prensa clandestina polaca lo acusaba de no ser ni apóstol ni padre ni nada, de que su compasión era fingida y de que se alineaba con el más poderoso y sacrificaba a Polonia para reconquistar a Rusia. Puede ser. Tal vez el Santo Padre le quería juntar a su título de Patriarca de Occidente el de Oriente. Total, los polacos son brutos y por más palo que les den seguirán siendo católicos hasta el final, hasta la gran batalla del Armagedón donde los van a usar para cebar cañones. Después de Polonia siguieron Noruega, Dinamarca, Bélgica, Holanda, Francia, Yugoslavia, Grecia… Iban cayendo los paisitos como fichas de dominó, y el papa mudo. Algo les hubiera podido decir a los cuarenta millones de católicos del Reich alemán, por ejemplo que pararan a ese asesino. No, el pastor previsor callaba no les fuera a hacer daño el lobo a sus ovejas. Nueve años había sido nuncio de Pío XI en Alemania donde aprendió alemán y a amar al pueblo ario-teutónico a través de su monja Pascalina. Pero no era nazi, no, eso sí no lo creo. Tampoco creo que la blitzkríeg o «guerra relámpago» lo deslumbrara, acostumbrado como estaba a ver de tanto en tanto al Paráclito en un despliegue de lenguas de fuego. Su silencio era prudencia. ¡Qué incomprensión la de los polacos! ¡Qué bueno que Hitler les dio palo!
Bélgica: carta colectiva del episcopado belga exigiendo a su grey el reconocimiento y la obediencia a Alemania, la potencia ocupante. Mientras huían dos millones y medio de belgas, el nuncio papal Micara se quedaba y el comandante en jefe de las tropas alemanas le presentaba «su respetuosa atención».
Francia: apoyo unánime del episcopado francés al régimen colaboracionista de Pétain, con especial mención de los cardenales Baudrillart, Suhard y Gerlier, más germanófilos que Virgo potens o sor Pascalina Lehnert, la pía monja. Además de cardenal Suhard era el arzobispo de París, de suerte que tuvo que presenciar (digo yo) jubiloso (digo yo) la entrada de los panzer alemanes a su ciudad y acaso hasta alcanzara a ver a Hitler, aunque lo dudo. El Führer despreciaba al papa, a sus nuncios, a sus obispos, a sus cardenales, a sus católicos y con sobrada razón, eso por lo menos habla bien de este monstruo. Y los trataba como perros. O mejor dicho, como suelen tratar los católicos a sus perros pues él era amante de los animales. Cuando los aliados recobraron a París y entraron en desfile solemne a la Ville Lumière con el locutor De Gaulle encabezando la parada, el nuncio papal pro nazi Valerio Valeri fue expulsado, pero en pago a sus servicios ante los nazis Pío XII lo elevó a cardenal y lo reemplazó con la marioneta gorda y bobona de Angelo Giuseppe Roncalli, futuro Juan XXIII. En cuanto al anciano y católico mariscal Pétain que durante su régimen colaboracionista le había devuelto a la Puta los privilegios que perdiera con la república y al que Pío XII bendecía y ensalzaba por su «obra de renovación moral», ahora, caído en desgracia, este mismo papa le mandaba a través de su abogado, que infructuosamente le imploraba una audiencia en el Vaticano para pedirle que abogara por él, una solemne y vaticana patada en el culo. La misma que le mandó a Mussolini cuando los partisanos lo capturaron en Dongo y lo llevaban a Giulino di Mezzegra a fusilarlo. Con el Duce había mantenido veinte años de concubinato y le debía una interminable lista de favores empezando por los Acuerdos de Letrán. Los partisanos lo fusilaron y lo colgaron de un farol en una calle de Milán sin que la Puta se inmutara ni le celebrara tan siquiera una misa, ¿que qué le costaba? Lo que le cuesta a un herrero un remache o a un panadero un pan. La Puta nunca pierde. La Puta está con el que gana. ¿O por qué creen que ha llegado a bimilenaria? Y no le faltan nunca sus mayordomos ad honorem como el héroe del micrófono Charles De Gaulle, gran rezandero y antinazi que transmitía desde un bunker londinense, bien protegido de las bombas, soflamas inflamadas llamando a Francia a que se hiciera matar y que puesto a presidir el gobierno de su país por los aliados no fue capaz de llevar a un solo cardenal u obispo francés colaboracionista ante los tribunales. Y he ahí la palabra que buscaba: la Puta no es que sea puta: es que es «colaboracionista»: colabora para su bolsa con el que gana. Por eso cuando los soviéticos desalojaron a los nazis de Lituania, el arzobispo Skvireckas, de Kaunas, se volvió sovietófilo.
Pero donde la Puta hizo lindezas fue en Croacia y su anexo de Bosnia Herzegovina, en las que el fundador del Partido Fascista Croata de los ustashi Ante Pavelic, el poglavnik, con el apoyo financiero y militar de los nazis alemanes y el espiritual de los obispos locales instauró una sangrienta dictadura racista que masacró poblaciones enteras de serbios, judíos y musulmanes o los deportó a campos de exterminio, y cuyos efectos se han seguido sintiendo en la reciente guerra de desintegración de eso que parecía el país de Yugoslavia pero que en realidad era una deleznable colcha de retazos tejida por el odio de católicos, ortodoxos y musulmanes, tres plagas de la humanidad que no pueden convivir porque se repelen.
Pavelic, el poglavnik, era católico. Pavelic poglavnik es como Hitler Führer, Mussolini Duce y Franco caudillo. ¡Lo máximo! Tengo aquí enfrente una foto suya rodeado por el episcopado católico: diez travestidos con batas de mujer y cintas rojas, cinco a la derecha y cinco a la izquierda y el poglavnik en el centro con traje de militar y botas como un gallo entre sus gallinas. El primero a su derecha es el arzobispo de Zagreb Alojzije Stepinac, y el primero a su izquierda el arzobispo de Sarajevo Ivan Saric. Entre los ocho obispos restantes han de estar Axamovic de Djakovoy, J. Gavie de Banja Luka y Salís Sewis, segundo de Stepinac. Stepinac fue vicario general de las Fuerzas Armadas ustashis por nombramiento del Vaticano, presidente de la Conferencia Episcopal Croata, miembro del parlamento ustasha, arzobispo primado de Zagreb y más adelante cardenal y beato: Wojtyla se lo beatificó a los croatas a cambio de uno de esos recibimientos triunfales a lo Tito y Vespaciano que tanto le gustaban a ese pavo real de cola permanentemente desplegada. Fue a Stepinac a quien como arzobispo primado le correspondió anunciar desde el púlpito de la catedral de Zagreb la fundación del Estado Independiente de Croacia, que en realidad era el «Estado Criminal Fascista de Croacia», un apéndice del Tercer Reich. Pavelic lo condecoró con la Gran Cruz de la Estrella, tan merecida como la beatificación: convirtió merced a un régimen de terror a doscientos cincuenta mil ortodoxos serbios al catolicismo y le ayudó al poglavnik a liquidar a otros setecientos cincuenta mil y al ochenta por ciento de los judíos yugoslavos. Hoy es el santo patrono del genocidio y se le reza para prevenir contra las minas quiebrapatas. Tras la derrota nazi fue acusado de traición y lo condenaron a dieciséis años de trabajos forzados pero a los cinco ya estaba libre y fue entonces cuando Pío XII lo purpuró. Se dio en adelante a abogar por el uso de la bomba atómica, a lo Mac Arthur, como el gran medio para catolizar a Rusia y Serbia. «El cisma de la Iglesia Ortodoxa —decía— es la maldición más grande de Europa, casi tanto como el protestantismo. Ahí no hay moral, ni principios, ni verdad, ni justicia, ni honestidad». Yo reformularía su primer enunciado así: La Iglesia católica, la ortodoxa y la protestante son la maldición más grande de la humanidad, casi tanto como el Islam.
En cuanto a Ivan Saric, fue pionero en su juventud de la Acción Católica de Pío XI, el partido político internacional de la Puta precursor del fascismo, y era el arzobispo de Sarajevo cuando ascendieron al poder los ustashis, con quienes colaboró como colabora el hígado con el páncreas. Escribió una «Oda a Pavelic» en que le dice: «Usted es la roca sobre la que se edifica la libertad y la patria. Protéjanos del infierno marxista y bolchevique y de los avaros judíos que pretenden con su dinero manchar nuestros nombres y vender nuestras almas». Y en la hoja episcopal de Sarajevo precisaba: «Hasta ahora, hermanos míos, hemos laborado por nuestra religión con la cruz y el breviario, pero ha llegado el momento del revólver y el fusil». Por algo los capellanes del ejército ustashi aprestaban juramento entre dos velas y ante un crucifijo, un puñal y un revólver. «Aunque yo lleve el hábito sacerdotal —decía—, con frecuencia tengo que echar mano de la ametralladora». Era gallina pero de pluma en ristre y con testosterona en la sangre. Auxiliado por la policía ustasha se apoderó de los bienes de los judíos sefarditas de Sarajevo, a los ortodoxos los llamaba «cismáticos» y a él lo llamaban «el verdugo de los serbios». Derrotados los nazis huyó con Pavelic, el obispo Gavie y quinientos curas a Austria y luego a España donde escribió un libro en alabanza de Pío XII. Por su parte Pavelic huyó disfrazado de cura a Roma, desde donde, ayudado por la Commissione d‘assistenza pontificia, se trasladó a Argentina cargado de oro para acabar muriendo en un monasterio de franciscanos en Madrid bendecido por el papa. «Santo Padre —le decía Pavelic de rodillas a Su Santidad en una visita a Roma cuando era el poglavnik—: Cuando la benévola providencia de Dios permitió que tomase en mi mano el timón de mi patria resolví firmemente y deseé con todas mis fuerzas que el pueblo croata, siempre fiel a su glorioso pasado, también permanezca fiel en adelante al apóstol Pedro y sus sucesores y, profundamente compenetrado con la ley del evangelio, se convierta en el Reino de Dios». Andaba siempre rodeado de curas y algunos formaban parte de su guardia personal.
¡Qué no hicieron! Al obispo ortodoxo octogenario de Sarajevo, Simonic, lo estrangularon; al de Banja Luka, Platov, también octogenario, le herraron los pies como caballo, le sacaron los ojos y le cortaron la nariz y las orejas; y al de Zagreb, Disitej, lo torturaron. A trescientos sacerdotes ortodoxos los asesinaron. En cuanto a los serbios ortodoxos laicos, los fusilaban, los degollaban, los empalaban, los estrangulaban, los torturaban, les sacaban los ojos, los descuartizaban a hachazos y los arrojaban al Neretva y al Danubio. En los primeros ocho meses los católicos ustashis con sus curas asesinaron a trescientos cincuenta mil entre serbios y judíos. Del historiador Kariheinz Deschner, que ha consagrado su vida a denunciar los crímenes de la Puta, tomo lo anterior y la siguiente lista de curas ustashis que hicieron grandes méritos en la causa del Crucificado en Yugoslavia por los saqueos, incendios y matanzas de ortodoxos que perpetraron: Pilogrvic de Banja Luka; Tomas y Hovko de Prebilovci y Surmancilos; los jesuítas Lipovac, Cvitan y Kamber, jefe de la policía de Doboj; los franciscanos Vukelic, Zvonimir, Medie, Prlic, Frankovic; el franciscano Simic, gobernador de Knin; el franciscano Soldo, organizador de la masacre de Capón a los franciscanos Dragicevic, Cvitkovic y Lelicic del monasterio de Shiroki Brijec desde el que limpiaban su región de ortodoxos; el cura Cievola, del convento franciscano de Split; el cura Ivo Guberina, de la guardia personal de Pavelic y dirigente de la Acción Católica; el cura Bralo, patrocinador de la división aérea la Legión Negra. Los ustashis se hacían retratar con cadenas de lenguas y de ojos colgándoles de los hombros y a su poglavnik le regalaron un cesto con cuarenta libras de ojos humanos. Devotos católicos, se reunían en las iglesias a comulgar, rezar y planear masacres.
El solo párroco de Rogolje, Branimir Zupancic, masacró a cuatrocientos. Pero la palma de la matanza se la llevan los franciscanos. El prior del convento franciscano de Cuntic, Castimir Hermann, dirigió una que empezó en la iglesia ortodoxa de Glina y duró ocho días. Y de los doscientos mil serbios y judíos asesinados en el campo de la muerte de Jasenovac, cuarenta mil se deben al franciscano Miroslav Filipovic Majstorovic, quien en calidad de comandante de ese campo y ayudado por sus colegas de orden Brkljanic, Matkovic, Matijevic, Brekalo, Celina y Lipovac los liquidó en cuatro meses. Otro franciscano, el seminarista Brzica, en ese mismo campo y en la sola noche del 29 de agosto de 1942 decapitó a mil trescientos sesenta con un cuchillo especial. Al papa teólogo Ratzinger le recomiendo muy encarecidamente el campo de la muerte de Jasenovac, el Auschwitz croata, para que empiece con él una esclarecedora gira por los campos de concentración croatas que fundó Pavelic en su Reino de Dios: los de Jadovno, Pag, Ogulin, Jastrebarsco, Koprivnica, Krapje, Zenica, Star Gradishka, Djakovo, Lobograd, Tenje y Sanica. Y que vaya preguntando en cada uno, con dolor de teólogo en el alma y alzando la vista al cielo arrodillado: «¿Por qué permitiste esto, Señor?» Que es lo que justamente le quiero preguntar ahora a Pío XII: ¿Por qué permitiste eso, Pacelli? ¿O me vas a decir que no te enteraste? Por eso en estos instantes en que escribo «el Señor» te está cauterizando el culo en los infiernos.
¡Claro que se enteró! Cómo no se iba a enterar si tenía montada por todo el orbe la más formidable red de espionaje que no conocieron la Stasi, la KGB ni el Scotland Yard, con tentáculos en los cinco continentes e islas anexas y constituida por una falange ubicua de curas, monjas, seminaristas, obispos y nuncios, tartufos unos, lacayos todos, cuyos informes se iban canalizando desde las más humildes parroquias hasta los obispados y las nunciaturas y de éstas hasta Vaticano. Ni una palabra salía de la boca de Su Santidad respecto a las masacres de que le informaban. Sufría el santo pero el estadista callaba.
Bajo Pío XI y su sucesor Pío XII la alta jerarquía de la Puta se plegó con una sola voz, la del autócrata pontificio, a Mussolini y a Hitler: cardenales, arzobispos y obispos empezando por los de Italia, siguiendo con los de Alemania y terminando con los de toda la Europa ocupada por los nazis. El camino lo señalaron los italianos: los cardenales Gasparri que fue el que negoció los Acuerdos de Letrán, Vannutelli que era el decano del Sacro Colegio Cardenalicio, Asaclesi que ensalzaba al Duce como «el renovador de Italia», Mistrangelo que lo abrazaba y lo besaba en la mejilla, Cerreti y Merry del Val más los veintinueve arzobispos y sesenta y un obispos que apoyaron su invasión a Abisinia con sermones desde los púlpitos, telegramas de solidaridad que publicaba el Osservatore Romano y vendiendo sus cruces, medallas y anillos de oro para financiar esa expedición de pillaje que Pío XI justificó como «guerra defensiva». ¡Una guerra defensiva contra el país más pobre y atrasado del planeta! Dos años después de la invasión de Abisinia novecientos obispos (todo el episcopado mundial menos dos obispos españoles) reconocieron la legitimidad del alzamiento franquista calificándolo de «cruzada por la religión cristiana y la civilización». De suerte que el papa ni siquiera necesitaba de red de espionaje para saber qué estaba pasando: detrás de los novecientos obispos fascistas él estaba actuando.
No bien vio Pacelli que los fascistas estaban siendo derrotados y que la caída del Reich era inminente se apresuró a condenarlos y a alinearse con los aliados. Con la desvergüenza que ha caracterizado siempre a la Puta, la sabandija se pasó al bando de los angloamericanos la víspera de que desembarcaran en Italia. Esta parásita malagradecida siempre se va a la cama con el que gana. Por eso hoy los curas espían para los Estados Unidos, a cuya disposición puso Wojtyla la enorme red de espionaje que heredó de los papas nazis. Es su norma, la fórmula que la encumbró desde Constantino hace mil setecientos años y que nunca le ha fallado: estar siempre con el vencedor. Y pese a que hoy es dueña de bancos e incontables empresas, se sigue haciendo mantener de limosnas, siendo las más substanciosas las que le mandan los católicos de Estados Unidos y Alemania, hoy por hoy los más grandes alcahuetas de la Puta.
Tengo en estos instantes frente a mí un cromo de Pacelli arrodillado en su reclinatorio, todo travestido de blanco. Malo como dominico, falso como jesuita, calculador como arpía del Opus Dei. ¡La cara que pone cuando reza! Sufre como un Wojtyla por el dolor del mundo. Vanidoso y déspota hasta la médula, se sentía un gran hombre nacido para mandar y hacerse obedecer. Le habría bastado entonces a este autócrata que sólo supo exigir obediencia ordenarles a sus curas y obispos de Croacia y a su devoto feligrés Ante Pavelic que pararan la matanza de judíos y serbios. ¿Por qué no lo hizo? ¿Y por qué no denunció a los nazis ante el mundo? ¿No contaba pues con los micrófonos de la Radio Vaticano que evangelizaba en nueve idiomas? Los usó para hablar callando, para decir vaciedades en nombre de la «civilización cristiana» y mandar mensajes de navidad en tanto Hitler exterminaba a los judíos y lanzaba una guerra de agresión que devastó a Europa y les costó la vida a cincuenta y cinco millones. Dejó que empezara la guerra callado y la dejó continuar y terminar callado. Los tartufos defensores de la Puta tratan de justificar ese silencio con el argumento de la neutralidad y de que el mártir estaba previniendo males mayores que caerían sobre su grey si hablaba. Pero es que aquí no lo estamos acusando sólo de silencio, lo estamos acusando también de complicidad. El no fue un simple testigo inocente del drama ni mucho menos una víctima: fue actor protagonice.
¿Detrás de qué iba? Iba detrás de la reconquista de la cismática Rusia para la Puta, que la perdió hacía casi mil años, en el 1054. No lo logró. Ni la logró él con los nazis ni la lograron sus sucesores con los norteamericanos ni la lograrán los que vengan con quien sea. Es más fácil rearmar un huevo quebrado que recomponer el cisma de Oriente. A ese huevo que la Puta perdió hace mil años cuando se peleó con Constantinopla por el Filioque no le volverá a echar sal. ¿Dónde estará hoy Pacelli? ¿En el cielo? ¿En el infierno? Yo digo que si «el Señor» no lo está cauterizando en el infierno, andará entonces echándose a la monja Pascalina sobre las mullidas nubes del cielo. En el limbo no está porque no era criatura de pecho. ¿Y en el purgatorio? Pues si está en el purgatorio, la Puta lo puede sacar de esas llamas con indulgencias. Gringos pendejos y ex nazis con vocación genocida es lo que sobra en Estados Unidos y Alemania para que se las compren.
¡Pero cuál Filioque! La pelea nunca fue por el Filioque que nunca a nadie le importó, ése era el pretexto. La pelea era por el poder, por el Tu es Petrus que esgrimía la Puta de Roma desde que su obispo Esteban quiso imponerle su dominio a Cipriano, el de Cartago. Tres veces se agarraron de la greña el par de santos por ese pasaje espurio de un evangelio espurio de un Cristo espurio que nunca nadie colgó de ninguna cruz. La Puta de Babilonia Roma nace con ese pasaje. Antes lo que había era un conjunto heterogéneo de sectas teosóficas y ascéticas surgidas de los cultos y hechicerías de Asia Menor y dispersadas por todo el Imperio Romano, a las que los paganos, como Celso, agrupaban bajo la denominación imprecisa de cristianos. Cristo encarnado nunca hubo. Cristianismos hubo muchos y sigue habiéndolos. Pero Puta no hay más que una sola y es la que me quita el sueño.
Esteban fue papa entre el 254 y el 257, y Constantino ganó la batalla del puente Milvio contra Majencio en octubre del 312. La ganó, según él (o según la Puta, ya no sabemos), tras soñar con una cruz que tenía abajo la leyenda In hoc signo vinces: al año siguiente promulgó el Edicto de Milán en favor de la que se decía dueña del signo. Y ahí es cuando nuestra doncella de 60 años más o menos, parida por el Evangelio de Mateo, capítulo 16, versículo 18, se montó al carro del poder y se volvió puta. ¡Y qué Puta! Se acostó con el más sanguinario pero le sacó bienes, honores, palacios y hasta un concilio, el de Nicea, el primero, el del primer credo que definió al Hijo como consubstancial con el Padre: homoousion, palabra de discordia que daría mucho de qué hablar, casi tanto como el Filioque disociador que apareció siglos después. De ese concilio salió la Puta graduada de teóloga e investida con el monopolio de la verdad. Constantino era hijo de un militar de la Guardia Pretoriana y de una stabularia o tabernera, Santa Elena, otra puta.
El Nuevo Testamento, al que pertenece el Evangelio de Mateo con su Tu es Petrus, lo constituyen los veintisiete textos escritos en griego que el Tercer Concilio de Cartago del año 397 decidió que fueron inspirados por Dios. Los escogió de entre un centenar de evangelios, hechos de apóstoles y apocalipsis y millares de epístolas o cartas provenientes del cristianismo que lo precedió. De los veintisiete textos canonizados, así como de toda esa literatura cristiana primitiva, en su mayoría también escrita en griego, no nos quedan copias anteriores al año 200. Los veintisiete textos que escogió el Tercer Concilio de Cartago son los siguientes: los evangelios de Mateo, Marcos, Lucas y Juan o evangelios «canónicos» como se les designa para distinguirlos de los evangelios «apócrifos» que no se consideran inspirados por Dios; más los Hechos de los Apóstoles, el Apocalipsis y veintiuna epístolas o cartas de las cuales catorce se atribuyen a Pablo, tres a Juan, dos a Pedro, una a Judas y una a Jacobo. Se les suele anteponer a todos estos supuestos autores el san, apócope de santo: San Mateo, San Marcos, San Lucas, San Juan, San Pablo, San Pedro, San Judas y Santiago, que en español ya tiene incluido el «san» pues Santiago es la contracción de San Yago, siendo Yago la españolización de Jacobo. Imposible decir cuál de estos veintisiete textos es el más feo, el más falso, el más absurdo, el más estúpido. De principio a fin todos son melosos, mentirosos, mierdosos. Tratan de un tal Cristo que si existió habló en arameo, y sin embargo los veintisiete están escritos en griego. ¿No estarán traicionando de entrada a su personaje los venerables autores con el simple hecho de traducir su pensamiento a una lengua tan distinta como es el griego? El arameo es un idioma semítico y el griego es indoeuropeo. Los evangelios, es cierto, tienen aquí o allá unas cuantas palabras arameas, pero son de dar risa. Parecen toques de color local, como cuando las novelas gringas que pasan en México ponen señorita al referirse a una muchacha: «Give me, please, unos tacos, señorita, por favor». Los evangelios son como las novelas: mentira, fantasía, imaginación, ficción, invento. Cuando Cristo se está muriendo colgado de una cruz exclama en el Evangelio de Marcos: «‘Eloí, Eloí, ¿lema sabacthaní?’, que significa ‘Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?’» Marcos cita al moribundo en arameo y de inmediato nos lo traduce al griego que yo aquí a mi vez traduzco al español. ¿Y cómo supo Marcos qué dijo Cristo en el momento en que moría? ¿Acaso también él estaba a su lado en el Gólgota con María Magdalena y las santas mujeres? ¿Y sabía acaso arameo? No parece, ni lo uno ni lo otro. A mí las citas arameas y hebreas en el texto griego de los evangelios se me hacen como moscas en la sopa. Cada quien es su idioma. Y si Dios quiere hablarles a los hombres para siempre se jodió porque los hombres hablan en lenguas cambiantes, pasajeras, efímeras como todos ellos y El es uno, inmóvil, simultáneo, inmutable, incambiable, eterno. Querer conservar la palabra de Dios en lenguas humanas es como pretender apresar en un balde el Tíber de los tiempos de León X, el papa marica, cuando ese río arrastraba cadáveres por la palúdica Roma entre excrementos y fetos. Las palabras cambian en sus sonidos y en sus significados y se van transformando en otras y los idiomas en otros y muchas cosas que se pueden decir en el náhuatl de Nezahualcóyotl no se pueden decir en el griego de Platón y viceversa. Se hubiera inventado Dios, si es que quería dejamos su palabra, un método más seguro que los inciertos textos de unos escribas perecederos confiados al pergamino o al papiro, que se desintegran, o a la piedra, que vuelve polvo el viento. ¿Y grabada en hierro? Al hierro el agua lo vuelve orín. ¿Yen el genoma del hombre? Las mutaciones van cambiando los genes hasta el punto de que un humilde pez lo convirtieron en el ensoberbecido Homo sapiens. La única forma que tiene Dios de hablarme es presentándoseme aquí y ahora, con rayo o sin él, en este cuarto donde escribo y que da a un parque florecido de Jacarandas, y decirme lo que me tenga que decir y ya veré si lo atiendo o no lo atiendo, y no mandándome mensajitos contradictorios y confusos en ese par de mamotretos aburridos que son el Antiguo y el Nuevo Testamento. Más el Nuevo, la verdad sea dicha, pues el Antiguo por lo menos tiene masacres, homosexualismo, bestialidad, incesto. ¡Qué tal el santo rey David enamorado de Jonatán! «Jonatán hermano mío, por ti tengo herido el corazón pues te quería tanto! Tu amor era para mí más dulce que el amor de las mujeres» (2 Samuel 1:26). Eso dice el rey marica cuando se entera de que le mataron al novio.
Si dejamos de lado los cuatro evangelios, no podemos sino asombrarnos de lo poco que saben de Jesús, el llamado Cristo, los autores de los restantes veintitrés textos del Nuevo Testamento. San Pablo, al que se le atribuye la mayoría de las epístolas, sabe infinitamente menos de él que cualquier niño de nuestros días que vaya a la escuela dominical: no sabe que es hijo de María, una virgen, y de José, un carpintero; no sabe que nació en Belén y que de recién nacido el rey Herodes lo quiso matar, ni que de niño estuvo discutiendo en el templo con los doctores de la ley, ni que era primo de San Juan Bautista que lo bautizó, ni que fue tentado por Satanás en el desierto donde estuvo cuarenta días, ni que resucitó a Lázaro y a la hija de Jairo, ni que caminó sobre el agua, ni que multiplicó los panes y los peces, ni que convirtió el agua en vino, ni que expulsaba demonios, ni que echó a latigazos a los mercaderes del templo, ni que habló en parábolas, ni que pronunció el sermón de la montaña en que está el Padre Nuestro, ni que entró el Domingo de Ramos en triunfo a Jerusalén montado en un borriquito, ni que lo traicionó Judas, ni que lo juzgaron, ni que lo azotaron y lo escupieron y le pusieron una corona de espinas los esbirros de Pilatos y Caifás, ni que lo crucificaron entre dos ladrones, ni que le dieron a beber de una esponja empapada en vinagre, ni que tembló la tierra y se rasgó el velo del templo cuando murió, ni que los soldados romanos le pincharon entonces el costado con una lanza y se repartieron a los dados sus vestiduras… Si hoy le contara todo esto a San Pablo me diría: «Mentiroso, no inventes». ¡Pero qué va, el mentiroso es él! O el que lo inventó.
¿Pero es que acaso San Ignacio de Antioquía, San Clemente de Roma y San Policarpo de Esmirna, los tres primeros Padres de la Iglesia conocidos como padres apostólicos y que se pretende que vivieron entre los años 50 y 150, saben algo de Cristo? Quedan siete epístolas de Ignacio de Antioquía, una de Clemente de Roma (más otra falsamente atribuida a él) y una de Policarpo, y lo que está patente en ellas es que aunque sus autores repiten una y otra vez los nombres de Jesús y Cristo saben tan poco de él como San Pablo. Estas epístolas de los padres apostólicos más el Pastor de Hermas, la Didaché, la Epístola de Bernabé y la Epístola de Diognetus gozaron en la antigüedad cristiana de un prestigio casi tan grande como el de los evangelios, si bien el Tercer Concilio de Cartago no las incluyó en el Nuevo Testamento o canon. Como éste están escritas en griego.
Las copias más antiguas del Nuevo Testamento completo son los códices Sinaiticus y Alexandrinus de los siglos IV y V respectivamente, vale decir cercanos al año 397 en que tuvo lugar el Tercer Concilio de Cartago. Los códices son copias en hojas de pergamino o cueros de animales encuadernadas como libros. De antes de estos códices del Nuevo Testamento completo quedan pedazos de rollos de papiro que se preservaron en las arenas secas de Egipto, con uno u otro de los veintisiete textos del Nuevo Testamento, completos o fragmentarios, siendo los más antiguos de cerca al año 200. El papiro p45, de la primera mitad del siglo III, contiene los Hechos de los Apóstoles y por primera vez los cuatro evangelios canónicos, aunque fragmentarios, con los siguientes fragmentos: capítulos 20, 21 y partes del 25 y el 26 de Mateo; capítulos 4-13 de Marcos; capítulos 6-13 de Lucas; y capítulo 10 de Juan. Anteriores a este papiro, y de cerca al año 200, son los papiros p64 y p67 con unos cuantos versículos del Evangelio de Mateo, el p77 con otros nueve versículos de este mismo evangelio, el p66 con buena parte del Evangelio de Juan, el p75 también con casi todo este evangelio y partes del de Lucas, los papiros p32 y p46 con fragmentos de epístolas paulinas, el papiro p23 con fragmentos de las no paulinas, y el p98 con algo del Apocalipsis. De cerca al año 200 queda además un pergamino, el 0189, con fragmentos de Los Hechos de los Apóstoles. En adelante proliferan las copias de los veintisiete textos, de suerte que del siglo III y siguientes nos quedan centenares, escritas todas, como las enumeradas, en letras mayúsculas griegas pues sólo hasta el siglo IX se introdujeron las minúsculas. En fin, en mayúsculas o en minúsculas y del siglo que sea, todas las copias que quedan difieren las unas de las otras, presentando el conjunto de copias decenas de millares de variantes (ciento cincuenta mil si les sumamos las de las copias del Antiguo Testamento), cosa que al Autor Divino que inspiró los textos sagrados lo ha tenido siempre sin cuidado. Que los escribas y los falsificadores les agreguen o les quiten o les cambien y hasta les añadan pasajes enteros a sus palabras a Él no le preocupa. Que se jodan los exegetas y eruditos y a ver cómo se las arreglan para descubrir el texto auténtico que El les dictó a los escritores sagrados. ¿O será que también hay exegetas y eruditos inspirados por Dios? En este caso respetuosamente desde aquí le sugiero a nuestro Benedicto XVI, el papa teólogo, que canonice a Konstantin von Tischendorf, su paisano de Alemania, que fue el que descubrió el códice Sinaiticus y a quien le debemos una de las ediciones más cuidadosas del texto griego del Nuevo Testamento. San Tischendorf, patrono de los exegetas, ten piedad de nosotros.
El códice Sinaiticus, del siglo IV, constituye no sólo la copia más antigua del Nuevo Testamento completo sino que al final trae la Epístola de Bernabé y el Pastor de Hermas, siendo éstas las copias más antiguas de estos dos textos del cristianismo primitivo. Al final del códice Alexandrinus, del siglo V, viene la copia más antigua de la epístola de Clemente de Roma. En cambio las copias más antiguas de las epístolas de Ignacio, de la Didaché y de la Epístola de Diognetus son del siglo XI o siguientes, o sea muy posteriores; y de la epístola de Policarpo ni siquiera queda el texto griego completo sino fragmentos repartidos en varios manuscritos y una traducción al latín también repartida en varios manuscritos.
Lo anterior para hacerles ver a los que sostienen que Cristo realmente existió la distancia que media entre el año 33, en que se pretende que murió, y las copias más antiguas que dan testimonio de su existencia: ¡ciento setenta años! Queda, eso sí, un papiro, el p52, de sólo 5.7 x 8 cm, con cinco versículos del capítulo 18 del Evangelio de Juan (los versículos 31, 32, 33, 37 y 38) que los expertos fechan hacia el año 130 y que así sería el más antiguo entre los antiguos. Con todo y la inspiración del Altísimo que pudieran haber recibido estos expertos y la simpatía que les tengo, dudo mucho de esta fecha tan temprana. De las restantes fechas que me dan y que aquí he citado dudo también, aunque en gracia de discusión hago un acto de fe y digo que les creo. Otro acto de fe quisiera hacer con el contenido mismo de los textos originales de los escritores inspirados por Dios que han dado lugar a tantas copias si me dieran estos santos un mínimo asidero, ¡pero qué! Me dicen que uno que llevaba muerto tres días resucitó y subió a los cielos. Y yo pregunto: ¿En qué parte de la estratosfera está ese resucitado? ¿Corre peligro de que lo atropelle un satélite o de que una nave espacial se lo lleve de corbata? La paleografía es una ciencia incierta: se ocupa la pobre de fechar las inscripciones y los textos antiguos por la caligrafía. Pues para el caso de las copias más antiguas de los textos del Nuevo Testamento de que he hablado, los papiros del año 200, la incertidumbre de la paleografía aumenta dado que de los dos primeros siglos de nuestra era simplemente no quedan manuscritos: ni latinos, ni griegos; ni paganos, ni cristianos; ni originales o copias. ¿Con qué caligrafía entonces vamos a comparar la de las copias que creemos que son del año 200 para fecharlas con un poco de certeza? Ténganlo presente los que sostienen que Cristo existió en carne y hueso y no como una elucubración de gnósticos buscadores de verdades eternas. De los siglos I y II quedan, eso sí, inscripciones en tumbas y monumentos. Me imagino que de ellas se hayan valido los paleógrafos para fechar sus inquietantes papiros.
Según los exegetas lacayos de la Puta lo más antiguo del Nuevo Testamento son las epístolas de San Pablo, y de ellas las más antiguas son las dos dirigidas a los tesalonicenses, escritas hacia el año 50. Que me lo prueben. A lo mejor son de cien años después, no hay forma de saberlo. Quitando sus epístolas, el primer escrito en que se menciona a Pablo es la Epístola de los Romanos a los Corintios atribuida a Clemente de Roma, que se pretende que es del año 97, pero cuya copia más antigua como ya dije es la del códice Alexandrinus del siglo V en que aparece al final del Nuevo Testamento. En esa epístola sólo se dice que Pablo sufrió varios juicios, que fue exiliado y lapidado varias veces, que predicó en el este y en el oeste y que después de haber dado su testimonio ante los gobernantes (μαρτυρησας επι των ηγουμενων) dejó el mundo y se fue al lugar sagrado (τον αγιον τοπον)siendo un ejemplo de lucha perseverante. Pero Clemente no nos dice de dónde sacó esos datos. ¡Ni que fuera escritor sagrado incluido en el canon! Cualquier cosa que me cuente, me tiene que decir cómo la supo. A él no lo inspiró Dios. ¡A lo mejor Clemente de Roma tampoco existió y es otro invento de la Puta!
Algo después del supuesto Clemente de Roma, un supuesto Ignacio de Antioquía supuestamente martirizado bajo Trajano o Adriano (o sea entre el 98 y el 138), envió camino del martirio siete epístolas en que hay ecos de las de Pablo pero ninguna mención de él ni cita directa suya. ¿Y no podría ser al revés, que en las epístolas de Pablo hay ecos de las de Ignacio? ¿O que lo que tuvieran en común Pablo e Ignacio se debiera a una tradición que seguía reverberando en el aire a comienzos del siglo II? La copia más antigua de las epístolas de Ignacio es la del códice Mediceo Laurtentianus del siglo XI. ¿No estaremos en todo esto sumando unas incertidumbres a otras incertidumbres a otras incertidumbres? Yo sí quiero creer en la inspiración divina de los escritores que Dios designó para que apresaran en letras griegas sus palabras, pero carajo, ¡que no me ponga a dudar de las copias! ¿Cómo sé que no me las falsificaron en el camino hasta llegar a mí?
¡Qué invento burdo el de San Pablo! Dice este autor sagrado en su primera Epístola a los Corintios (15:3-6): «Pues os transmití en primer lugar lo que yo mismo recibí, que Cristo murió por nuestros pecados según las escrituras y que fue sepultado y que resucitó al tercer día y que lo vieron Cefas y después los doce (Κηφα ειτα τοις δωδεκα) y después más de quinientos hermanos a la vez (επανω πεντακοσιοιςαδελφοιςαφαπαξ), de los cuales muchos viven todavía aunque otros ya murieron». Cefas es Pedro, los apóstoles son doce, y Pedro es uno de ellos como cualquier niño cristiano de hoy lo sabe. Pero según el pasaje anterior Cefas o Pedro no es uno de los apóstoles. San Pablo ha debido decir: «Lo vieron Cefas y después los otros diez apóstoles». ¿Y por qué digo que diez y no once? Porque el decimosegundo apóstol, el traidor Judas Iscariote, dejó de ser apóstol tras entregarle a Jesús a los romanos y se separó de los otros once, de suerte que no vio a Cristo resucitado. Lo dice concretamente Mateo para acabar su evangelio: «Los once discípulos (Οι δε ενδεκα μαθηται) marcharon a Galilea al monte que Jesús les había indicado». Acto seguido Jesús resucitado se les aparece y les manda que vayan a bautizar a todos los pueblos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. ¡Y después nos vienen a decir los historiadores lacayos de la Puta que Pablo se convirtió al cristianismo yendo a Damasco más o menos un año después de la muerte de Jesús! Si así fuera, ¿cómo explicarnos que cometa un error tan garrafal como el seña lado? Cualquier niño cristiano de hoy, a casi dos mil años de distancia de Cristo, sabe infinitamente más de su Redentor que San Pablo que por un año no lo conoció aunque vivían ambos en Palestina, y que tiene la impudicia de decirnos que después de muerto también a él se le apareció. No tiene ni idea de la existencia de Judas. ¡Y qué es ese cuento de los quinientos! Ni los cuatro evangelios canónicos, ni las decenas de evangelios apócrifos, ni los Hechos de los Apóstoles hablan de que quinientos «hermanos» vieron a Cristo resucitado. ¿De dónde sacó eso San Pablo? Quitémosle de una vez por todas a este mentiroso lo de santo y dejémoslo simplemente en Pablo: Pablo el misógino, el esclavista, el homofóbico, el reprimido sexual, el narigón. Bajito y feo como su madre y limosnero como la Puta que lo parió. Que dizque murió como mártir decapitado en Roma cerca a Tre Fontane, en Acque Salvie, el 22 de febrero del año 67 bajo Nerón en tanto crucificaban cabeza abajo en el monte Vaticano a Pedro, el del Tu es Petrus. ¡Cristianos víctimas! ¡Víctimas nosotros de ellos! Nosotros los librepensadores, los libertarios sexuales, los que queremos y defendemos a los animales, los judíos, los herejes y las brujas, los de la verdadera caridad, los de alma grande, que llevamos mil setecientos años aguantándolos! Desde el 313 en que la Puta se ayuntó con Constantino y empezó a quemar libros y aherrojar conciencias y a vigilar por qué hueco el simio creyente realiza la cópula. Como Pablo el misógino y homofóbico, la Puta de las putas es una reprimida sexual, fea y mala.
Cuenta Marcos empezando su evangelio que Jesucristo hijo de Dios (Ιησου Χφιστου υιου θεου) fue bautizado por Juan en el Jordán, y que no bien salió del agua vio los cielos abiertos y que de ellos descendía sobre él el Espíritu en forma de paloma (το πνμα ως πεφιστεφαν καταβινον εις αυτον) y que de arriba le decían: «Tú eres el Hijo mío, el amado (ο υιοςμου ο αγαπητος) en quien he puesto todas mis complacencias». Lo de que el Espíritu en forma de paloma sea su papá lo acepto porque coincide con lo que cuenta Lucas en su evangelio: que el arcángel Gabriel le dice a María, que no conoce varón, cómo va a tener un hijo: «El Espírutu Santo (πνεμα αγιον) descenderá sobre ti y el poder del Altísimo (υψιστου) te cubrirá con su sombra(επισκιασει σοι). Por eso el que nacerá será llamado santo, Hijo de Dios (υιος θεου)». Pero resulta que Lucas ha referido unos versículos atrás que el mismo arcángel Gabriel le ha anunciado a un pobre viejo Zacarías que su anciana y horra mujer, Isabel, va a tener un hijo del mismo espíritu o paloma, y que le pondrán por nombre «Juan»: Juan Bautista precisamente, el que acaba de bautizar en el Jordán a Jesús. Si Juan y Jesús tienen la misma paloma o Espíritu Santo de papá, entonces son hermanos por parte de padre, y si por este concepto Jesús es el Hijo de Dios, puesto que dos cantidades iguales a una tercera son iguales entre sí, entonces también tiene que serlo Juan Bautista, y así la tan mentada Santísima Trinidad que tanto cacarearon los Padres de la Iglesia no son tres sino cuatro: el Padre, dos Hijos y el Espíritu Santo. Seis siglos después el mismo arcángel Gabriel se le apareció a un tal Mahoma, un mercader lujurioso, polígamo, sanguinario, asesino y bellaco entre los bellacos, y le dictó el Corán, un mamotreto tan feo como la Biblia.
A los exegetas neotestamentarios lacayos de la Puta les pregunto: ¿Cómo supo Marcos todos esos detalles que cuenta del bautizo de Jesús por Juan Bautista en el Jordán? ¿Acaso estaba él presente en el lugar, espiando desde un matorral? ¿O es que Marcos es un novelista omnisciente de tercera persona como Balzac que todo lo sabe? ¿Y cómo supo Lucas lo de la aparición de la paloma a María y a Zacarías? ¿Lucas es otro espía? ¿U otro Balzac? Y habiendo narrado el bautizo cuenta Marcos que: «En seguida el Espíritu lo impulsó al desierto, donde estuvo cuarenta días y fue tentado por Satanás; vivía entre las fieras y los ángeles le servían». ¿Cómo lo supo? ¿Estuvo acaso con Jesús en el desierto? No nos lo dice. La Puta dirá que Dios le dictó ese pasaje, pero entonces yo le pregunto a la Puta: ¿Por qué entonces Marcos no nos lo informa y nos dice clarito que lo que está contando se lo dictó desde lo alto el Altísimo? ¡Qué le cuesta! Si él me lo dice, yo le creo. Pero como no me lo dice, entonces no tengo por qué creerle. ¡Para más fue el bellaco de Mahoma que dice que Alá le dictó a través del arcángel Gabriel el Corán!
En tanto los esbirros de Mahoma acaban de destruir esto me entretengo en marcar en las introducciones y no tas al Nuevo Testamento y demás textos del cristianismo naciente y de los primeros Padres de la Iglesia el arsenal de adverbios y expresiones de duda que atenúan todas las aseveraciones de los eruditos que las escriben: el montón de «tal vez», «quizás», «probablemente», «a lo mejor», «acaso», «posiblemente», «podría ser» de que están llenas y que se van colando mañosamente, solapadamente sin que el lector desprevenido advierta la telaraña viscosa en que lo están envolviendo. Y esos signos de interrogación y el circa latino para señalar la aproximación o la incertidumbre en las fechas: San Ignacio de Antioquía: c50-cl07, San Policarpo de Esmirna: c69-c155, San Justino Mártir: cl00-c163, y así. San Pablo: nacido entre el 7 y el 12?, muerto en el 66 o 67? No hay afirmación de estos expertos en incertidumbre que no esté atenuada por una duda. Y cuando aparece la expresión «sin duda», lo que quieren significar es lo contrario: que hay muchísimas dudas. ¡Pero qué podemos esperar si ni siquiera sabemos cuándo nació Cristo! Si su nacimiento es el que parte la historia en dos, ha tenido que nacer en el año 1 de la era que inaugura. Pero resulta que los evangelios de Mateo y Lucas nos dicen que nació bajo Heredes, y éste murió cuando menos cuatro años antes. Los romanos contaban los años a partir de la fundación de Roma, ab urbe condita. En el siglo VI el monje Dionisio el Exiguo propuso reemplazar la cronología romana por una cristiana, la actual de Occidente: contamos los años antes y después de Cristo, no antes y después de la fundación de Roma. Sólo que Dionisio hizo coincidir el año 1 de la nueva era con el 754 romano sin tener en cuenta que los evangelios de Mateo y Lucas dicen que Cristo nació bajo el reinado de Heredes, quien según la cronología romana murió en el año 750 ab urbe condita, o sea en el año 4 antes de Cristo. De todas formas si Dionisio hubiera hecho coincidir el año 1 de la era cristiana con el 754 de la romana todavía seguiría equivocado ya que Herodes no murió en el instante mismo en que nació Cristo sino más o menos dos años antes, pues según el Evangelio de Mateo cuando el rey judío se enteró del nacimiento de Cristo «mandó matar a todos los niños de Belén y su comarca de dos años para abajo». Dionisio erró pues aproximadamente en seis años. Por lo demás tampoco hubiera podido establecer con exactitud a qué año de la era romana debía corresponder el año 1 de la nueva era que proponía pues simple y sencillamente ningún evangelio nos dice en qué año de la era romana nació Cristo. ¡Claro que Cristo es un hombre excepcional! Nació seis años antes de sí mismo. Todo lo que hace Dios es chambón: el mar, el cielo, la tierra, los animales comiéndose unos a otros y el hombre a los animales… Ni siquiera fue capaz de dictarles a sus escribas la fecha en que nació su Hijo único. ¡Ni que hubiera tenido veinte como mi mamá, que por el 15 ya confundía los nombres! ¡Viejo güevón! Ganas no me faltan de bajarte a tirones de barba del techo de la Capilla Sixtina.
Deduciendo de las fechas inciertas de unos textos inciertos otras fechas inciertas para otros textos inciertos los exegetas lacayos al servicio de la Puta han establecido el formidable engaño de la cronología cristiana: una telaraña deleznable y pringosa que no tienen de dónde colgar. La verdad es que hoy nadie sabe dónde (como no sea en el Imperio Romano), ni cuándo (como no sea en un lapso de ciento veinte años) fueron escritos los evangelios canónicos, que junto con algunos de los despreciados evangelios apócrifos son los únicos textos que dan detalles concretos de la existencia de Cristo: que nació en Belén de la estirpe del rey David, que su infancia transcurrió en Nazaret, que empezó su vida pública hacia los 30 años y demás mentiras burdas que les hacen tragar a los niños cristianos con la sopa. Cristos en un comienzo hubo muchos: un Cristo de los nazarenos, un Cristo de los ebionitas, un Cristo de los eikesaítas, un Cristo de los adopcionistas, un Cristo de los docetistas, un Cristo de los gnósticos, un Cristo de Basílides, un Cristo de Cerinto, un Cristo de Carpócrates, un Cristo de Pablo, un Cristo de Juan, un Cristo de Mateo, un Cristo de Marcos, un Cristo de Lucas, un Cristo de Marción… Hoy no hay más que uno: el de la Puta, una mezcla confusa del de Pablo con los cuatro Cristos de los evangelios canónicos. Carpócrates sostenía que Jesús era hijo de José y que sólo difería de los restantes hombres en que por tener el alma pura recordaba perfectamente lo que había presenciado en la esfera del Dios increado, al cual volvía después de su paso por el mundo. Cerinto sostenía que Jesús fue un ser huma no normal hasta su bautismo, cuando un Cristo divino descendió sobre él y empezó a actuar a través de él, pero para terminar abandonándolo poco antes de la crucifixión y dejándolo a su suerte en la cruz. Los ebionitas rechazaban la divinidad de Cristo. Los adopcionistas decían que Jesús fue adoptado por Dios en algún momento de su vida. Los docetistas sostenían que el cuerpo de Cristo parecía de ser humano pero que en realidad estaba hecho de una sustancia celestial. Los gnósticos cristianos decían que Jesús no tuvo un cuerpo material y que les transmitió una sabiduría esotérica a unos cuantos discípulos. Basílides decía que Cristo era el Nous, la primera emanación del Padre increado, que después produjo el Logos, que produjo a Fronesis, que produjo a Sofía y a Dínamis, que produjeron a los ángeles, y todo esto en el pleroma o reino de la luz; y que Cristo no murió sino que engañó a los romanos haciendo que crucificaran a Simón de Cirene en su lugar mientras él, tomando la forma de éste, se burlaba de ellos. Los ebionitas veían a Cristo como un Mesías simplemente humano, lo retrataban como vegetariano y contaban que rechazó la carne que le ofrecían en la última cena. Marción decía que el Dios de los judíos era el creador y legislador del mundo, un Dios maligno, contradictorio, inconstante, belicoso, iracundo, vengativo, autor de todos los males físicos y morales, y que por contraposición a él un segundo Dios que está por sobre el otro era el Dios del amor, cuyo hijo Jesús vino al mundo en Judea en tiempos de Poncio Pilatos a abolir la Ley y los Profetas o Biblia judía, pero sin nacer de la Virgen María sino apareciendo de repente en la sinagoga de Cafarnaún con apariencia humana, la cual mantuvo hasta su muerte en la cruz. Marción condenaba el sexo porque conduce a producir más gente y a perpetuar el horror del mundo. Ese Cristo vegetariano de los ebionitas y ese Marción fantástico que se opone a la reproducción me reconcilian con el cristianismo primitivo. ¡Pero ay, la Puta que se quedó con todo nos resultó iracundamente carnívora y paridora!
Tan pronto se montó la Puta al carro del poder de Constantino empezó a quemar papiros y pergaminos tratando de destruir todo vestigio de esos Cristos que no coincidían con el suyo, la quimera que malparió juntando los de los cuatro evangelios. Si algo sabemos de los otros Cristos, tan absurdos como el de la Puta pero que por lo menos no alcanzaron a hacer daño, es por los refutadores de «herejías» o «heresiólogos», que aparecieron a mediados del siglo II y de quienes nos queda como muestra el tratado de Ireneo de Lyon (San Ireneo) Adversus haereses, que la Puta sólo conservó en su traducción launa pues por andar en sus persecuciones y concubinajes dejó perder el original griego. Ya un poco antes de la plaga de los heresiólogos había aparecido otra, la de los «apologistas», cuyo más necio exponente fue Justino Mártir, que les atribuía un cuerpo a los ángeles y que sostenía que el pecado de los ángeles caídos fue su cópula con mujeres: «Los ángeles transgredieron la orden y cautivados por el amor de las mujeres engendraron con ellas hijos, que son los que llamamos demonios» (Apología, 2,5). Sostenía que los demonios enceguecieron a los judíos y los instigaron a infligirle al Logos, manifestado en Jesús, todos sus sufrimientos. Del ayuntamiento de los apologistas con los heresiólogos nació la Puta. Ese Logos de Justino, que se traduce al latín como el Verbo, es la misma emanación del pleroma de los gnósticos con que comienza el Evangelio de Juan: Εν αφχηην ο λογος, και ο λογος εν πφος τον θεον, και θεος ην ο λογος. Y en latín: In principio erat Verbum et Verbum erat apud Deum et Deus erat Verbum. Y en español: «En el principio era el Verbo y el Verbo estaba con Dios y Dios era el Verbo». ¡Hermoso! Lástima que Juan no se vuelva a ocupar del Verbo o Logos en lo que resta de su evangelio. ¡Le hubiera pedido que cantara! En fin, si de veras Juan fue el autor de su evangelio, y por añadidura del Apocalipsis y las tres epístolas del Nuevo Testamento que llevan su nombre, ¡era un genio! Un Rimbaud marihuano. Murió viejo. De cien años. En la isla de Patmos.
A Justino Mártir le preguntaron que por qué los cristianos que él defendía tanto no se suicidaban para llegar lo más pronto posible a Dios. A lo cual contestó: «Si lo hiciéramos estaríamos actuando contra la voluntad del Señor». Pues lo que no supo contestar este hipócrita es lo que les quiero volver a preguntar ahora a los dos mil millones de cristianos que hoy contaminan la tierra: ¿Por qué si quieren tanto a Cristo no se suicidan para que se vayan a reunir de inmediato con él en su gloria? Teólogo y mártir, Justino vivió del año 100 al 163 según dicen. Si así fuera, y si los evangelios fueran de cerca al año 80 como pretende la Puta, ¿por qué entonces Justino no sabe de ellos ni de lo que cuentan? Lo más que sabe de Cristo es que fue crucificado bajo Poncio Pilatos, según afirma en su Apología; y que el arcángel Gabriel le anunció a la Virgen María que el espíritu del Señor la iba «a cubrir» con su sombra, según cuenta en su Diálogo con Trifón usando el mismo verbo que usa Lucas para contar lo mismo. ¡Como si los espíritus tuvieran sombra! ¡O como si las sombras pudieran cubrir a las vírgenes como cubren los caballos a las yeguas! ¿Quién tomó de quién ese cuento estúpido? ¿Justino de Lucas? ¿O Lucas de Justino? Si Justino lo hubiera tomado de Lucas, sabría más de Cristo. Y sin embargo el Diatessaron, que junta los cuatro evangelios en uno solo tratando de armonizar sus contradicciones, se debe a un discípulo de Justino, Taciano, de quien se dice que murió en el año 180. ¿No habrán sido escritos los evangelios hacia el 163 que se da como año de la muerte de Justino? Taciano, que era sirio, regresó en el 172 al oriente donde fundó la religión de los encartitas o abstinentes que rechazaban el matrimonio y condenaban el consumo de carne. Del Diatessaron quedan copias antiguas en latín y siriaco, pero se cree que fue compuesto originalmente en griego. La del latín fue la primera traducción de los evangelios a esta lengua. Antes de su regreso al oriente Taciano había compuesto el tratado Sobre los animales (Πεφι ζωων). ¡Qué cerca del corazón siento a este hereje! Tan lejos como siento a Cristo.
La fecha de composición de los evangelios es decisiva para resolver el asunto de si de veras existió Cristo o si sólo es un invento de la Puta. Es entendible que ésta pretenda que los evangelios fueron escritos antes del año 100, pues mientras más lejos estén del año 33 en torno al cual fechan la muerte de Cristo menos confiables son como testimonio de su existencia. La verdad es que no sabemos quiénes escribieron los evangelios, ni cuándo, ni dónde. Para empezar, los cuatro evangelios canónicos (y todos los apócrifos y todos los demás textos del Nuevo Testamento) son pseudoepigráficos, palabra con que designamos los escritos anónimos que se atribuyen a alguien. No sabemos quiénes son Mateo, Marcos, Lucas ni Juan. A lo mejor estos nombres designan grupos o escuelas cristianas y no individuos. Así el Juan del evangelio, el Apocalipsis y las tres epístolas del Nuevo Testamento a él atribuidas pudo ser una escuela cristiana que hubiera existido en Éfeso, que es donde se pretende que Juan escribió su evangelio. Además, como no nos ha quedado el original de ningún evangelio ni ninguna de sus primeras copias, no podemos afirmar que tal evangelio fue escrito por un solo autor y no por una serie de autores que sucesivamente lo fueron modificando y aumentando, como se cree que ocurrió con todos los libros de la Biblia hebrea o Antiguo Testamento, que se consideran la obra de varias generaciones. Ya aludimos al papiro p77, que consiste en sólo nueve versículos de una copia del Evangelio de Mateo de cerca al año 200, la más antigua conservada. ¿Y cómo sabemos que es un pedazo de una copia y no del original? E igual respecto al pergamino 0189, la copia más antigua conservada de los Hechos de los Apóstoles, fechada hacia el año 200. Los escritores cristianos del siglo II no conocen esta obra. Por lo tanto ese pergamino bien podría ser el mismísimo original de este libro que empieza su relato donde terminan los evangelios y que la Puta considera la historia de sus primeros años dictada por Dios al evangelista Lucas. Si fuera el original, ¿no podrían rastrear en él los científicos de hoy la huella genética del Señor mezclada en ese pergamino con el genoma de una vaca? La Fundación Rockefeller podría financiar el proyecto.
Los evangelios están llenos de interpolaciones. El examen filológico del texto desenmascara muchas de ellas. Pero hay algo más incontrovertible que el análisis textual: el cotejo de las copias más antiguas. Por ejemplo el episodio con que empieza el capítulo octavo del Evangelio de Juan (Juan 8:11), en que Cristo defiende a la mujer adúltera y les dice a los que la quieren lapidar «El que esté libre de pecado que tire la primera piedra», falta en dos de los más antiguos papiros de cerca al año 200, el p66 y el p75, y en los cuatro códices más antiguos: el Sinaiticus y el Vaticanus del siglo IV y el Alexandrinus y el Ephraemi del siglo V; ninguno de los Padres de la Iglesia griegos lo menciona en sus comentarios, ni parecen conocerlo los latinos Tertuliano, Cipriano e Hilario; y aparece por primera vez en el códice Bezae Cantabrigiensis del siglo V, desde el que se ha retenido hasta nuestros días. Entonces yo pregunto: ¿ese pasaje se lo dictó Dios al evangelista Juan, o no? ¿A cuál de las copias antiguas le creemos? ¿A las que no lo tienen, o a las que lo tienen? Si les creemos a las que no lo tienen por ser las más antiguas, entonces suprimámoslo del evangelio. El capítulo 21 y último de este mismo Evangelio de Juan en su totalidad es un agregado, como se ha venido señalando desde el siglo XIX y como lo indican los dos últimos versículos del capítulo que lo precede, el 20, que son conclusivos: «Muchos otros milagros hizo también Jesús en presencia de sus discípulos que no han sido contados en este libro. Éstos han sido escritos para que creáis que Jesús es Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su nombre» (Juan 20:30, 31). Y quitando los primeros ocho versículos, asimismo es un agregado el capítulo 16 y último del Evangelio de Marcos, del versículo 9 hasta el 20, que faltan en las copias más antiguas de este evangelio completo (el códice Sinaiticus y el Vaticanus), y cuyo vocabulario y estilo no son los del resto de este evangelio. El agregado a Marcos sin embargo es muy entendible pues en estos versículos se les aparece Cristo resucitado a los once apóstoles y los convierte en taumaturgos como él: «Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura. El que crea y se bautice se salvará, pero el que se niegue a creer se condenará. Y estas señales acompañarán a los que crean: en mi nombre expulsarán demonios, hablarán en lenguas nuevas, cogerán serpientes, y si bebieran algún veneno, no les hará daño; impondrán las manos sobre los enfermos y quedarán curados».
¡Pero qué pleonasmo hablar de agregados tratándose de un texto bíblico! Eso es lo que son todos, agregados, interpolaciones, tanto los del Antiguo Testamento como los del Nuevo: la obra de muchos manipuladores malintencionados y de copistas descuidados que los han ido aumentando y cambiando en el curso de las generaciones. Dios hizo muy mal en dejarnos su palabra sujeta a las incertidumbres humanas. Es más, no tiene por qué haber ninguna palabra de Dios pues está en la esencia de la palabra el hecho de que es humana, y todo lo humano es pasajero y defectuoso. Dios no. Dios es eterno y perfecto.
La Puta habrá decidido el canon por un acto de arbitrariedad en el Tercer Concilio de Cartago ratificado en el Concilio de Trento, pero no tiene forma de fijar los textos. Acabó adoptando la Vulgata o traducción al latín del Antiguo Testamento hebreo y del Nuevo Testamento griego que emprendió Jerónimo (alias San Jerónimo) en el año 382 y que terminó en el 405. En tiempos de Jerónimo el latín era una lengua viva. Para el siglo XVI de la Reforma protestante ya era una lengua muerta. Una de las causas de la Reforma fue justamente que Lutero tradujera la Vulgata al alemán, desafiando la prohibición de la Puta de traducirla a las lenguas vivas de la época. Pensaría la Puta que con eso protegería de los cambios la palabra de Dios, como cuando un río se congela. Sólo que un río congelado es un río muerto. Por lo demás hacía bien la Puta en limitar la lectura de las Sagradas Escrituras a sus lacayos o clérigos: la Biblia es un libro tan imbécil e inmoral que mientras más oculto lo tenga la Puta que se lucra de él mejor le va. No bien lo pudieron leer libremente los protestantes en los idiomas vernáculos y de inmediato empezaron a cuestionar sus contradicciones, sus estupideces y bajezas. Del cuestionamiento pasaron a la burla. Hoy los protestantes son los grandes especialistas en tomarle el pelo a la Biblia. Nosotros los católicos no, la respetamos mucho. Tanto que no sólo no la leemos sino que ¡ni la tocamos! Cuando mi papá y mi mamá viajaron de Colombia a México, in illo tempore, al regresar en uno de esos avioncitos tetramotores que tenían que ir haciendo escalas como saltamontes por todos los paisitos de Centro América tuvieron que pernoctar en Panamá, y en la mesita de noche del cuarto del hotel había un libro. Mi mamá lo tomó desprevenida a ver qué era, y cuando se dio cuenta de que era una Biblia lo soltó como si hubiera agarrado una culebra y se desmayó: del golpe que se dio contra el borde de la cama quedó medio loca. ¡Las cosas de Dios! «Niños —nos dijo mi papá cuando regresó con la enfermita—, por poco se les muere la mamá. En Panamá casi la pica una Biblia protestante». ¡Como si entonces hubiera Biblias católicas! Eso es un invento de los tiempos recientes, posterior al viaje a la luna.
Una vez que la Puta decidió el canon bien que mal congeló sus textos y aquí los tenemos, con sus incontables variantes que se arrastran desde su más lejano pasado, para que tratemos de descubrir qué fue en últimas lo que nos quiso decir Dios. El que quiera acceder al agua límpida de la palabra divina que aprenda primero hebreo bíblico y griego de la koiné, y una vez dominadas estas lenguas que pase a establecer el texto auténtico cotejando, de aperitivo, los más viejos papiros y pergaminos que con tanto amor he enumerado arriba, y de plato fuerte el medio millar de copias antiguas que les siguen. Dios no tiene por qué estar al alcance de la chusma paridora. En esto sí coincido con la Puta.
Establecido que no sabemos quiénes escribieron los evangelios, pasemos a considerar el asunto de dónde fue ron escritos. ¿En Roma? ¿En Alejandría? ¿En Antioquía? Lo único seguro es que no fueron escritos en Palestina, donde nació y por donde anduvo Cristo, pues sus autores no conocen su geografía. No son de ahí, jamás pusieron un pie en Tierra Santa. Escribe Marcos (7:31): «De nuevo, saliendo de la región de Tiro vino a través de Sidón hacia el mar de Galilea que está en medio de la Decápolis» (και παλιν εξελθων εκ των οφιων Τυφου ηλθεν δια Σιδωνος εις την θαλασσαν της Γαλιλαιας ανα μεσον των οφιων Δεκαπολεως). El mar de Galilea no está en medio de la Decápolis sino a un lado: al este de Galilea y el Jordán. Del norte hacia el sur tenemos: Sidón, Tiro y mar de Galilea. Si Cristo salió de Tiro hacia el mar de Galilea, que queda al sur, no pudo pasar por Sidón que queda al norte. Tal vez el Altísimo no estaba lo suficientemente alto para dominar el panorama y por eso estas chambonadas de sus evangelistas. ¡Le hubiera pedido a Satanás que lo subiera a lo más alto del pináculo!
Y dice Juan (12:21): «se acercaron a Felipe, el de Betsaida de Galilea» (πφοσηλθον Φιλιππω τω απο βηθσαιδα της Γαλιλαιας). Pero Betsaida no está en Galilea sino en Gaula nítida: al este del mar de Galilea, no al oeste. Juan es de Galilea. ¿Cómo es posible que no conozca su propia región? Y dice Mateo (19:1-3) «Y sucedió que cuando terminó Jesús estos discursos partió de Galilea y se fue a la región de Judea, al otro lado del Jordán (και ηλθεν εις τα οφια της Ιουδαιας πεφαν του Ιοφδανου), adonde le siguieron grandes multitudes, y allí los curaba». Pero resulta que tanto Galilea como Judea están del lado oeste del Jordán, y Judea no se prolonga al otro lado del río: al otro lado está Perea.
Con todas estas precisiones geográficas lo único que buscan los evangelios es darle un toque de verdad a la mentira. He aquí otras precisiones vacías: «Este segundo milagro lo hizo Jesús cuando vino de Judea a Galilea» (Juan 4:54). Como según acabamos de ver también anduvo en sentido contrario, el tal milagro (o el tercero, o el cuarto) lo pudo hacer viniendo de Galilea a Judea. «Cuando subía Jesús camino de Jerusalén tomó aparte a sus doce discípulos y les dijo», etc. (Mateo 20:17). Pudo haber sido al revés, bajando de Jerusalén. «Salió Jesús con sus discípulos hacia las aldeas de Cesárea de Filipo y en el camino preguntaba a sus discípulos» (Mateo 8: 27). También pudo haberles preguntado saliendo hacia las aldeas de Galilea o las ciudades de la Decápolis. «Y sucedió que yendo de camino a Jerusalén atravesaba los confines de Samaria y Galilea (διεφχομαι δια μεσον Σαμαφειας και Γαλιλαιας), y cuando iba a entrar en un pueblo le salieron al paso diez leprosos», etc. (Lucas 17:11,12). Le hubieran podido salir seis leprosos en un pueblo y cuatro en otro. Y Lucas ha debido decir: «atravesaba los confines de Galilea y Samaria», pues si va hacia el sur éste es el orden y no al revés. «Ocurrió que al llegar a Jericó había un ciego sentado junto al camino mendigando» (Lucas 18:35). También pudo estar mendigando junto al camino de Betania.
¿Recuerdan las bodas de Caná en que Jesús convierte el agua en vino? «Al tercer día se celebraron unas bodas en Caná de Galilea, y estaba allí la madre de Jesús. También fueron invitados a la boda Jesús y sus discípulos. Y como faltase el vino, la madre de Jesús le dijo: ‘No tienen vino’. Jesús le respondió: ‘Mujer, ¿qué nos va a ti y a mí?’» La redacción es muy fea y la respuesta del hijo a la madre muy grosera pero en fin, a petición de ella el malgeniado convirtió seis tinajas de agua en vino. ¡Y qué! Para más fue Dioniso o Baco que en su templo de Elis, y mucho antes de Cristo, llenó de vino tres tinajas vacías sin necesitar agua, y cada 5 de enero brotaba vino en vez de agua en su templo de Andros. Y termina diciendo el evangelista: «Así en Caná de Galilea hizo Jesús el primero de sus milagros con el que manifestó su gloria, y sus discípulos creyeron en él. Después de esto bajó a Cafarnaún con su madre, sus hermanos (οι αδελφοι) y sus discípulos y permanecieron allí pocos días» (Juan 2:1-12). Todas esas precisiones de Juan son los detalles del mentiroso. ¡Qué más da que haya sido su primer milagro, que haya tenido lugar en Cana, que hayan seguido hacia Cafarnaún, etcétera!
¡Y cómo ha sufrido la Puta con esto de «sus hermanos»! Desde Constantino, y en siglos recientes por boca de los infalibles Pío Nono y Pío XII, la Puta ha sostenido como muía terca la perpetua virginidad de la Virgen, de lo que resulta que Jesús no pudo tener hermanos. Y sin embargo Juan nos lo está diciendo bien claro: sus hermanos (οι αδελφοι). Y no sólo Juan, también los otros evangelistas nos lo dicen. Es más, Mateo y Marcos los nombran. Asombrados de la sabiduría de Jesús se preguntan sus paisanos en Mateo (13:55, 56): «¿No es éste el hijo del artesano? ¿No se llama su madre María y sus hermanos Jacobo, José, Simón y Judas? ¿Y sus hermanas, no viven todas entre nosotros?» (ουχ ουτος εστιν ο του τεκτονος υιος; ουχ η μητηρ αυτου λεγεται Μαριαμ και οι αδελφοι αυτου Ιακωβος κια Ιωσεφ και Σιμων και Ιουδας; και αι αδελφαι αυτου ουχι προς ημας ειν). Y lo mismo se preguntan en Marcos (6:3) con los mismos nombres. Y algo antes del año 250, cuando la Puta todavía no se encaprichaba en la virginidad perpetua de María, interpoló tres pasajes en las Antigüedades judaicas de Josefo: un párrafo referente a Juan Bautista, otro referente a Cristo (el famoso Testimonium flavianum), y una mención pasajera a Jacobo (Santiago en español), el hermano de Cristo. Josefo está hablando en sus Antigüedades (20,9,200) del sumo sacerdote Ananus cuando de repente, en mitad del párrafo y como si tal cosa, se cuela la Puta falsaria para agregar que Ananus manda traer a Jacobo ante el Sanedrín para acusarlo y hacerlo apedrear: «y trajeron ante ellos al hermano de Jesús el llamado Cristo, cuyo nombre era Jacobo» (και παραγαγων εις αυτο τον αδελφον Ιησου του λεγομενου Χριστου, Ιακωβος ονομα αυτωι). ¡Cómo se habrá arrepentido de esta interpolación la falsaria! Y de no haber borrado a tiempo las menciones a los hermanos de Jesús de los evangelios. Pero ya era tarde. Las copias que las tenían se habían empezado a reproducir como conejos. O mejor dicho, como humanos.
Y no sólo los evangelistas no conocen la geografía de Palestina sino que tampoco conocen su historia en la primera mitad del siglo I, cuando la Puta pretende que vivió Cristo, ni hablan la que ésta pretende que fue su lengua, el arameo. Escriben cerca de siglo y medio después del año 33 que la Puta da como el de la muerte de Cristo; no son de Palestina ni la conocieron; no hablan arameo ni saben hebreo y la Biblia que citan no es la original hebrea sino su traducción al griego, la Septuaginta. Están pues alejados de Jesús por una triple separación: geográfica, temporal y lingüística. Lo de que el Espíritu Santo va a cubrir a María con su sombra y que de ello le nacerá un hijo lo cuenta Lucas en el primer capítulo de su evangelio, situando esta visita «en tiempos de Herodes, rey de Judea» (1:5). Y el segundo capítulo lo empieza así: «En aquellos días se promulgó un edicto de César Augusto para que se empadronase todo el mundo. Este primer empadronamiento tuvo lugar cuando Quirinio era gobernador de Siria». Y pasa a contar que José llega desde Nazaret a Belén con su esposa embarazada para empadronarse y que allí ella da a luz a su primogénito. Pero resulta que Flavio Josefo dice en sus Antigüedades judaicas (18, 2, 26): «Cuando Quirinio había dispuesto del dinero de Arquelao y había concluido el censo, que fue en el año 37 de la victoria de César sobre Antonio en Actium», etc. Esa victoria ocurrió el 2 de septiembre del año 31 antes de Cristo. De suerte que, sacando cuentas, el censo de Quirinio tuvo lugar el año 6 de nuestra era, vale decir diez años después de la muerte de Herodes. Al afirmar Lucas que Cristo nació bajo Herodes, sitúa su nacimiento cuando menos cuatro años antes de la era cristiana; y al afirmar que nació cuando el censo de Quirinio, lo sitúa seis años después de aquélla. Las contradicciones entre los evangelistas son incontables y dejan muy mal parado al Altísimo que los inspiró, pero ésta de Lucas consigo mismo es imperdonable. ¡Qué esperanzas podemos tener los que buscamos probarles a los ateos la existencia real de Cristo, si ninguno de sus cuatro biógrafos oficiales sabe siquiera en qué año nació! Lucas lo pone a nacer en un lapso de diez años y ni cuenta se da. Por eso nos tienen apabullados los que dicen que Cristo es un mito más del Cercano Oriente adoptado y adaptado por la Puta para sus fines y no un personaje histórico.
Pero hay más. En el capítulo tercero, versículo 23, nos informa Lucas: «Tenía Jesús al comenzar como unos 30 años (ωσε ετων τριακοντα) y era, según se pensaba, hijo de José, hijo de Helí, hijo de Marat, hijo de Leví», etc. y nos suelta todo el chorro de su genealogía, que por lo demás es totalmente distinta de la que da Mateo al comienzo de su evangelio. Dejo sin comentario el «según se pensaba» (ενομιζετο) y paso a comentar lo de que tenía 30 años cuando empezó su vida pública. Este capítulo tercero comienza así: «El año decimoquinto del imperio de Tiberio César», y sigue con el bautizo de Jesús por Juan Bautista. El año decimoquinto del imperio de Tiberio es el 29 después de Cristo; Cristo nació bajo Herodes según dice este mismo Lucas (1, 5 y siguientes); Herodes murió en el año 4 antes de Cristo según la Historia Universal; por lo tanto en el año 29 de nuestra era Cristo no tenía «como unos 30 años», sino «como unos 33» cuando menos según se deduce de lo que nos informa el mismo evangelista. ¿Lucas era un escritor descuidado o un fabulador? A mí me importa un carajo lo que hubiera sido o no hubiera sido Lucas. Lo que me importa es que Dios, que es quien lo inspiró, es un «boludo», como dicen en Argentina. ¡Un solemne güevón, como decimos en Colombia!
El historiador judío Flavio Josefo, que vivió aproximadamente entre el año 37 y el 100, y que escribió en griego la Guerra judía en siete libros, las Antigüedades judaicas en veinte, una corta autobiografía y una defensa de la raza judía. Contra Apión, es la máxima fuente (por no decir que la única) de la historia de Palestina en el siglo I de nuestra era. La Puta, que es desvergonzada y muy dada a mentir con la verdad, sostiene que los evangelios en realidad no son biografías sino más bien kerygma, una especie de credo ampliado. Sí, pero el credo, abreviado o ampliado, es un acto de fe, y yo no acepto que se me imponga la existencia histórica de nadie con actos de fe porque no se me da mi real gana. Por lo demás, en ninguno de los cuatro evangelios se dice que quien los escribe ha sido inspirado por Dios. ¿Por qué entonces lo sostiene la Puta? ¿De dónde sacó la santidad y la inspiración divina de esos textos? ¿Y es que existieron realmente estas cuatro entelequias con nombres de humanos? He aquí otra muestra del desconocimiento por parte de estas entelequias de la historia judía en el primer siglo de nuestra era. Escribe el ente Juan (2:19, 20): «Jesús respondió: ‘Destruid este templo y en tres días lo levantaré’. Los judíos contestaron: ‘¿En cuarenta y seis años ha sido construido este templo y tú lo vas a levantar en tres días?’» Y he aquí lo que dice Flavio Josefo en sus Antigüedades (15,11, 421), en el capítulo 11 que destina en su totalidad a describir la construcción del segundo templo por Heredes en el decimoctavo año de su reinado: «Pero el templo mismo fue construido por los sacerdotes en un año y seis meses, tras lo cual el pueblo se llenó de júbilo». Ustedes verán a quién le creen, si a Flavio Josefo que es uno de los grandes historiadores de la antigüedad y cuyos libros están repletos de nombres y datos concretos, o al marihuano de Juan que sólo menciona tres personajes históricos: Pilatos, Anás y Caifás, y cuyo evangelio pasa en la tierra de nadie, en el tiempo de nadie y entre las confundidoras nubes del hachís. ¡Dizque el Logos! ¡Cuál puto Logos! Juan Evangelista es el precursor de los hippies.
Cuenta Mateo (2:19-23) que «Muerto Herodes un ángel del Señor se le apareció en sueños a José en Egipto y le dijo: ‘Levántate, toma al niño y a su madre y vete a la tierra de Israel pues ya han muerto los que atentaban contra la vida del niño’. Levantándose tomó al niño y a su madre y vino a la tierra de Israel. Pero al oír que Arquelao había sucedido a su padre Herodes en el trono de Judea temió ir allá, y avisado en sueños marchó a la región de Galilea y se fue a vivir a una ciudad llamada Nazaret para que se cumpliera lo dicho por los profetas: ‘Será llamado nazareno’». ¡Otra vez Balzac en los evangelios! ¿Cómo supo Mateo qué soñó José en Egipto y en Israel? Ya ver quién me muestra un versículo del Antiguo Testamento en que un profeta diga que «Será llamado nazareno». En fin, lo que en realidad quiero señalar es que al morir Herodes el Grande efectivamente a su hijo Arquelao le tocó Judea; pero, cosa que no anota el evangelista, a su otro hijo, Herodes Antipas, le tocó Galilea, donde estaba Nazaret. Y este Herodes Antipas fue ni más ni menos el que junto con Pilatos y Caifás acabó crucificando a Cristo, lo cual hace todo este asunto una cruel burla del Altísimo. Lo que debió decirle el ángel a José fue: «No te muevas de Egipto con el niño que esos dos hermanos son tan malos como el padre. Si lo salvas de uno de ellos, tarde que temprano lo matará el otro». ¡Pero qué! Los ángeles son inútiles. No sirven sino para dictar Coranes. Y otra cosa: Nazaret es otro de los inventos de la Puta. No existió, no está en Flavio Josefo. Si en vez de Nazaret los evangelistas hubieran puesto Terazán, hubiera dado lo mismo. En este caso Jesús no habría sido el nazareno sino el terazano.
En fin, los evangelistas escriben en griego, pero la Puta pretende que Cristo habló arameo. ¿Por qué entonces no dictó el Padre los evangelios en arameo para que no le fueran a traicionar a su Hijo? La Puta, que es cínica y se inventa las respuestas más marcianas para todo, dirá que los designios del Señor son inescrutables. Puesto que los evangelistas no fueron judíos de Palestina, ni griegos de la Decápolis (que está al este del Jordán), ya que no conocen la geografía de ambas regiones, ¿fueron entonces judíos helenizados de la diáspora? Por diáspora se entiende erradamente sólo la dispersión que siguió a la destrucción del templo de Jerusalén en septiembre del año 70 por Tito. Pero ya desde dos siglos antes cuando menos había judíos diseminados por buena parte de la cuenca del Mediterráneo, con un gran centro en Alejandría, en Egipto, donde se tradujo la Biblia hebrea al griego en la versión llamada de los setenta o Septuaginta; y los siguió habiendo en Jerusalén hasta el año 135 en que el emperador Adriano aplastó la revuelta judía de Bar Kochba y los expulsó definitivamente de la ciudad, que rebautizó como Aelia Capitolina y que consagró a Júpiter.
En Alejandría y durante los siglos II y III antes de nuestra era se había hecho la primera traducción de la Biblia hebrea al griego, la Septuaginta, así llamada porque la leyenda se la atribuía a setenta traductores. Esta versión griega es la que citan los evangelistas y de donde sacan sus profecías amañadas pues no conocen el original en hebreo. Es más, ni siquiera conocen bien la versión griega. El Evangelio de Marcos empieza diciendo; «Comienzo del Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios. Como está escrito en el profeta Isaías: ‘He aquí que envío a mi mensajero para que te preceda y prepare tu camino’». Pues está equivocado Marcos. Lo que cita no es de Isaías sino de Malaquías: es el comienzo del primer versículo del capítulo tercero del libro de éste. La Puta sostiene que los evangelistas fueron inspirados por Dios. ¡Pero qué mal inspirados! Dios les dictó todo equivocado. Si el Altísimo no conoce el Antiguo Testamento, no sé para qué se mete a dictar el Nuevo.
Pero la más famosa de estas falsas profecías está en Mateo, quien tras la genealogía de Jesús al principio de su evangelio nos cuenta que un ángel se le aparece en sueños a José y le dice: «‘No temas recibir a María por esposa pues lo que ha sido engendrado en ella es del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo y le pondrás por nombre Jesús (Ιησουν) porque salvará a su pueblo de sus pecados’. Todo esto sucedió para que se cumpliera lo que dijo el Señor por boca del profeta: ‘La virgen (παρθενος) concebirá (εν γαστρι εξει) y dará a luz un hijo que llamarán Emanuel, que significa Dios con nosotros’» (1:20-23). El profeta en cuestiones Isaías, quien en el Antiguo Testamento o Biblia hebrea le dice al rey Acaz de Judea, a propósito de los reyes de Siria y de Israel que vienen contra él: «El Señor mismo os dará una señal: una joven (almah) ha concebido (harah) y dará a luz un hijo y le pondrán el nombre de Emanuel. Cuando sepa desechar lo malo y escoger lo bueno comerá mantequilla y miel. Pero antes de que el niño sepa desechar lo malo y escoger lo bueno los reinos de los dos reyes que te amenazan serán destruidos» (Isaías 7:14,16). Donde el original hebreo dice «una joven» (almah), Mateo, siguiendo la Septuaginta, pone «una virgen» (παρθενος), siendo así que en hebreo «virgen» se dice betulah. Esto poco más importaría pues es perfectamente normal que una joven sea virgen y conciba después de su primera relación sexual. La falsificación de Mateo está en poner «concebirá» (εν γαστρι εξει) en futuro, siendo así que en hebreo está en pasado: «ha concebido» (harah). La joven de que habla Isaías ya ha concebido y dentro de unos meses dará a luz a su hijo tras lo cual, siendo éste todavía un niño sin uso de razón, los dos reyes enemigos de Acaz serán vencidos. Esa es la profecía de Isaías, que en pocas palabras y simplificándola podría ser: «Rey Acaz, dentro de unos dos o tres años tus dos reyes enemigos serán vencidos». Los verbos de las profecías están siempre en futuro. Una profecía con verbo en pasado no es profecía. En Isaías, sí hay una profecía, la que le hace a Acaz de que los dos reinos enemigos «serán» destruidos, y si se cumplió fue siglos antes de Mateo, quien mañosamente y embrollándolo todo cambia el «ha concebido» de Isaías por «concebirá», dejando la puerta abierta para que siglos después de Isaías la Virgen María conciba a Jesús por obra del Espíritu Santo. ¿Pero dónde está el Espíritu Santo en Isaías? ¿Dónde están la expresión hebrea ru‘ah ha-qodesh o el vocablo shkhinah que son los que lo designan? ¡Y qué es ese cuento de Emanuel! ¿Dónde en los evangelios se vuelve a hablar de Emanuel?
«Una voz se oye en Rama con llanto y lamento amargo: es Raquel que llora por sus hijos y se niega a ser consolada porque ya no existen». ¡Quién que lea este versículo de Jeremías (31:15) puede pensar que está anunciando la matanza de los inocentes que cuenta Mateo! Pues es lo que sostiene este fabulador cuando después de inventarnos que Herodes mandó matar a todos los niños de Belén y su comarca de dos años para abajo termina diciendo: «Entonces se cumplió lo dicho por medio del profeta Jeremías», y nos suelta el versículo. Y según el mismo fantaseador, la profecía de que Jesús iba a nacer en Belén (Mateo 2:5,6) es este versículo de Miqueas: «Pero tú, Belén Efrata, aunque eres la más pequeña entre todos los pueblos de Judá, me darás al que debe gobernar a Israel» (Miqueas 5:1). Y la profecía de la huida a Egipto (Mateo 2:15) es este versículo de Oseas: «Cuando Israel era niño lo amé y de Egipto llamé a mi hijo» (Oseas 11:1). Y dice Mateo en 4:12-16: «Cuando oyó que Juan (Bautista) había sido encarcelado se retiro a Galilea. Y dejando Nazaret se fue a vivir a Cafarnaún, ciudad marítima, en los confines de Zabulón y Neftalí, para que se cumpliera lo dicho por medio del profeta Isaías: ‘Tierra de Zabulón y tierra de Neftalí en el camino del mar, al otro lado del Jordán, la Galilea de los gentiles, para el pueblo que yacía en tinieblas una gran luz ha amanecido’». Si en vez de Cafarnaún Cristo se hubiera ido a vivir a Corazín, o a Genesartet, o a Magdala, o a Tiberiades, o a Seforis también se habría cumplido la profecía.
Y escribe Juan (19:32-37): «Vinieron los soldados y les quebraron las piernas a los que habían crucificado con él. Pero cuando llegaron a Jesús, como le vieron ya muerto no le quebraron las piernas sino que uno de los soldados le abrió el costado con la lanza y al instante brotó sangre y agua. El que lo vio da testimonio y su testimonio es verdadero, y él sabe que dice la verdad para que también vosotros creáis. Esto ocurrió para que se cumplieran las Escrituras: ‘No le quebrantarán ni un hueso’. Y también otro pasaje de las Escrituras dice: ‘Mirarán al que traspasaron’». El primer pasaje es de los Salmos (34:20,21) y lo que dice es: «Aunque el justo padezca muchos males de todos los librará Yavé. Él cuida con afán todos sus huesos, y no le será quebrado ni uno de ellos». O sea lo contrario de lo que le pasó a Jesús: es cierto que no le quebraron ni un hueso, ¡pero lo mataron! En cuanto al segundo pasaje es de Zacarías (12:10) y en él dice Yavé: «Y derramaré sobre la casa de David y los moradores de Jerusalén espíritu de gracia, y llorarán por mí, a quien traspasaron, como se llora la pérdida de un hijo único». ¡Cuándo han llorado los judíos por la muerte de Jesús! ¡Nada más faltaba!
En estas profecías de retardados mentales para retardados mentales se basa la Puta para probar que, puesto que se cumplieron, Cristo sí existió y fue el enviado de Dios. Pero hay más, un pasaje de Lucas (24:41-44) en que es Cristo el que sin el menor pudor se atribuye a sí mismo el cumplimiento de lo anunciado en las escrituras. Escribe Lucas que Cristo se les aparece resucitado a «los once» y les dice que lo palpen para que comprueben que no es un espíritu y que ha resucitado en carne y hueso. «Y diciendo esto les mostró las manos y los pies. Y como ellos, aunque llenos de gozo, seguían sin creer maravillados, les dijo: ‘¿Tenéis algo de comer?’. Entonces le dieron parte de un pez asado y miel. Y tomando el pez comió y les dijo: ‘Ya os decía cuando aún estaba con vosotros que había de cumplirse todo lo que está escrito acerca de mí en la Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos’». Pretencioso el hombre, ¿no? Y en Mateo 13:13-15 les explica a los apóstoles: «Por eso les hablo (al pueblo ignaro) en parábolas, porque viendo no ven y oyendo no oyen ni entienden. Y se cumple en ellos la profecía de Isaías que dijo: ‘Oiréis, pero no entenderéis; miraréis, pero no veréis. Porque el corazón de este pueblo se ha embotado’». Pero no hay tal profecía en Isaías. Lo que éste cuenta es que en el año en que murió el rey Ozías, Yavé lo envía a decirle al pueblo que por más que oigan no entenderán y por más que miren nunca verán de suerte que acabarán siendo destruidos a causa de su cerrazón mental, y sus ciudades serán asoladas y sus tierras quedarán vueltas un desierto. Lo cual no sólo es un mensaje perverso sino inútil, pues si Yavé sabe que el pueblo no va a hacer caso, ¿para qué manda a Isaías? Por lo demás los oídos sordos no son sólo de los tiempos de Isaías o de Jesús sino de todos los tiempos. ¡Cuánto no llevo explicando por qué hay que repudiar a la Puta! Más le hace el viento a Juárez cuando le sopla a su estatua.
¿Y para qué habla Cristo en parábolas si, como nos dice, el pueblo cerril no escucha ni entiende? En Mateo 13:18-35 le propone a la multitud una después de la otra las parábolas del sembrador, la cizaña, el grano de mostaza y la levadura, tras lo cual nos dice el evangelista: «Todas estas cosas se las dijo Jesús a las multitudes en parábolas y de nada les hablaba sino en parábolas para que se cumpliese lo dicho por medio del profeta: ‘Abriré mi boca en parábolas y proclamaré lo que estaba oculto desde la creación del mundo’». ¡Pero cuál profeta! Lo que cita Mateo no es de ningún profeta. Es el versículo 2 del Salmo 78 que dice: «En parábolas voy a abrir mi boca y evocaré los enigmas del pasado». Como sea, con profeta o sin profeta: ni las multitudes entienden las parábolas de Cristo ni tampoco las entienden sus discípulos: «Entonces después de despedir a las multitudes entró en la casa y sus discípulos le dijeron: ‘Explícanos la parábola de la cizaña del campo’. Él les respondió: ‘El que siembra la buena semilla es el Hijo del Hombre; el campo es el mundo; la buena semilla son los hijos del Reino; la cizaña son los hijos del Maligno. El enemigo que la sembró es el Diablo; la siega es el fin del mundo; los segadores son los ángeles’», etc. (Mateo 13:36-43). Estas son equivalencias abusivas, adivinanzas. El mundo es el mundo y no un campo, y los ángeles son los ángeles y no segadores, etcétera.
Cristo es un engendro fraguado por Roma, centro del imperio y del mundo helenizado, a partir del año 100, juntando rasgos tomados de los mitos de Atis de Frigia, Dioniso de Grecia, Buda de Nepal, Krishna de la India, Osiris y su hijo Horus de Egipto, Zoroastro y Mitra de Persia y toda una serie de dioses y redentores del género humano que lo precedieron en siglos y aun en milenios y que el mundo mediterráneo conoció a raíz de la conquista de Persia y la India por Alejandro Magno. El cristianismo de los primeros tiempos tuvo que competir con varios de los misterios de Asia Menor y en especial con el mitraísmo, la gran religión del imperio de la que tanto tomó y a la que sólo se pudo imponer con el apoyo de Constantino y sus sucesores, ya bien avanzado el siglo III. Cristo nació el 25 de diciembre de una Virgen, y en la misma fecha, que es el solsticio de invierno, nacieron Atis, de la Virgen Nana; Buda, de la Virgen Maya; Krishna, de la Virgen Devaki; Horus, de la Virgen Isis, en un pesebre y en una cueva. También Mitra nació el 25 de diciembre, de una virgen, en una cueva y lo visitaron pastores que le trajeron regalos. Y de una virgen también nació Zoroastro o Zaratustra.
Atis murió por la salvación de la humanidad crucificado en un árbol, descendió al submundo y resucitó después de tres días. Mitra tuvo doce discípulos; pronunció un Sermón de la Montaña; fue llamado el Buen Pastor; lo consideraron la Verdad y la Luz, el Logos, el Redentor, el Salvador y el Mesías; se sacrificó por la paz del mundo; fue enterrado y resucitó a los tres días; su día sagrado era el domingo y su religión tenía una eucaristía o Cena del Señor en que decía: «El que no coma de mi cuerpo ni beba de mi sangre de suerte que sea uno conmigo y yo con él, no se salvará».
Buda fue bautizado con agua estando presente en su bautizo el Espíritu de Dios, enseñó en el templo a los 12 años, curó a los enfermos, caminó sobre el agua y alimentó a quinientos hombres de una cesta de bizcochos; sus seguidores hacían votos de pobreza y renunciaban al mundo; fue llamado el Señor, Maestro, la Luz del Mundo, Dios de Dioses, Altísimo, Redentor y Santo; resucitó y ascendió corporalmente al Nirvana.
Dioniso también resucitó y fue llamado Rey de Reyes, Dios de Dioses, el Unigénito, el Ungido, el Redentor y el Salvador. Horus fue bautizado en el río Eridanus por Anup el Bautista que fue decapitado; a los 12 años enseñó en el templo y fue bautizado a los 30; fue llamado el «Ungido», la Verdad, la Luz, el Mesías, el Hijo del Hombre, la Palabra Encarnada, el Buen Pastor y el Cordero de Dios; hizo milagros, exorcizó demonios, resucitó a Azarus y caminó sobre el agua; pronunció un Sermón de la Montaña y se transfiguró en lo alto de un monte; fue crucificado entre dos ladrones y resucitó después de ser enterrado tres días en una tumba.
Krishna fue hijo de un carpintero, su nacimiento fue anunciado por una estrella en el oriente y esperado por pastores que le llevaron especias como regalo; tuvo doce discípulos; fue llamado el Buen Pastor e identificado con el cordero; también fue llamado el Redentor, el Primogénito y la Palabra Universal; hizo milagros, resucitó muertos y curó leprosos, sordos y ciegos; murió hacia los 30 años por la salvación de la humanidad y el sol se oscureció a su muerte; resucitó de entre los muertos, ascendió al cielo y fue la segunda persona de una Trinidad.
Zoroastro fue bautizado en un río con agua, fuego y viento santo; fue tentado en el desierto por el Diablo y empezó su ministerio a los 30 años; expulsó demonios y le devolvió la vista a un ciego; predicó sobre el cielo y el infierno, sobre la resurrección, el juicio, la salvación y el apocalipsis.
¿Y qué son las palabras atribuidas a este engendro mitológico de Cristo sino un batiburrillo sacado de los libros canónicos y apócrifos de la Biblia hebrea y de la sabiduría popular? El Sermón de la Montaña ha sido tomado de los Salmos, Isaías, los Proverbios y el Eclesiástico. Y sus bienaventuranzas provienen del quinto tratado (capítulos 91-107) del Libro de Enoc y del Libro de los Nazarenos que dice: «Bienaventurados los pacíficos, los justos, los creyentes», «da de comer al hambriento, da de beber al sediento, viste al desnudo» y «que tu mano derecha no sepa qué limosna da la izquierda». Y el llamado «pequeño Apocalipsis» de los evangelios sinópticos tiene frases tomadas al pie de la letra de ese mismo Libro de Enoc, así como del Libro de los Jubileos y del Testamento de los Doce Patriarcas. El dicho de Cristo de que «es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja que un rico entre al reino de Dios» es un proverbio que está en el Talmud. Y su precepto de que «Trata a los demás como quisieras que te trataran a ti» está en el libro de Tobías (4:15): «Lo que no quieras que te hagan no se lo hagas a los demás». Y también se lo atribuyen al famoso rabino Hillel, contemporáneo de Jesús: «No le hagas a los demás lo que no te guste que te hagan a ti, ésa es la ley en pocas palabras y lo demás es comentario». Y de la sabiduría popular y no de Jesús son los dichos «Nadie echa vino en odres viejos» (Marcos 2:22) y «¿Desde cuándo los sanos necesitan médico?» (Mateo 9:12).
Ni siquiera es original que enseñe con parábolas, narraciones fingidas con que pretende explicarnos su tan cacareado Reino de los Cielos, pues Krishna y los budistas también recurrieron a ese género y asimismo los jainistas, de quienes provienen las parábolas del hijo pródigo y el sembrador. En cuanto a las de Cristo, cuando no son adivinanzas infantiles son brumosas, insensatas, inmorales y arbitrarias, llenas de violencia e injusticia, de mentirosos, asesinos, opresores, ingratos, torturadores y traficantes de esclavos que él no reprueba. En vano busca uno en ellas una mínima compasión o comprensión o humanidad. ¡Qué más arbitrariedad e injusticia que la que consagra esa parábola de los labradores de la viña que cuenta Mateo en 20:1-16! En ella un patrón les paga igual a los labradores que contrató al amanecer que a los que contrató al atardecer, y cuando estos últimos se lo reprochan, a uno de ellos le contesta: «Amigo, no te hago ninguna injusticia. ¿Acaso no conviniste conmigo en un denario? Toma lo tuyo y vete. Quiero dar a este último lo mismo que a tí. ¿No puedo hacer con lo mío lo que quiero? ¿O es que vas a ver con malos ojos que yo sea bueno? Así los últimos serán los primeros y los primeros los últimos». Esta parábola empieza diciendo: «El Reino de los Cielos es semejante a un patrón que salió al amanecer a contratar obreros para su viña». Pues si ése el Reino de los Cielos sale sobrando pues es igual al mísero reino injusto de este mundo que pesa sobre nosotros día a día y que es obra del patrón, de Dios, que lo creó dándole a cada quien según su divina y real gana, haciendo a unos bueyes y a otros hombres, a unos esclavos y a otros amos, a unos ricos y a otros pobres, a unos bellos y a otros feos, a unos tontos y a otros inteligentes. La de los labradores de la viña es la parábola de la injusticia, la del horror de este mundo, pero resume a cabalidad las enseñanzas de Cristoloco, un impostor confundidor que nunca buscó iluminar ni ennoblecer.
Cura a un ciego en Jericó, resucita a un muerto en Naín, hace andar a un paralítico en Cafarnaún, expulsa a unos demonios en Gerasa, se mete a las sinagogas a predicar sin que se lo pida nadie. Va, viene, sube, baja, cita a Isaías, los Salmos, el Éxodo, el Levítico, el Deuteronomio como tele evangelista con micrófono. Con los fariseos se enzarza en tremendas discusiones acerca de la Ley y los Profetas, y con argucias de sofista y una casuística digna del jesuíta más pérfido los vence. De haber vivido hoy lo habrían contratado como abogado Enron y Halliburton. Es el Mesías en quien se cumplen todas las profecías. Pero no uno local que viene a salvar a Israel sino el mismísimo redentor de todo el género humano. Él es el Hijo.
—¿El Hijo de quién?
—Pues del Padre.
—¿De Yavé?
—Ah, compadre, ahí sí me la está poniendo muy peliaguda. Dejémoslo simplemente en el Hijo. O si prefiere, el Señor.
—¿Pero no se le dice pues «Señor» también al Padre?
—Sí, pero es que son dos. Dos «Señores» distintos en un solo Dios verdadero.
—Con la paloma del Espíritu Santo arriba y en medio de ellos.
—Exacto.
—¡Ah, compadre, qué feliz me hace! Hablo en prosa y soy teólogo.
Hoy es opinión casi unánime entre los eruditos imparciales que el evangelio más antiguo es el de Marcos, que en él se basan los de Mateo y Lucas y que los tres fueron escritos originalmente en griego. Y es que el Evangelio de Mateo reproduce el noventa por ciento del de Marcos y el de Lucas reproduce el cincuenta y siete por ciento. Y sin embargo la Puta, apoyándose en una incierta cita de Papías hecha por Eusebio en su Historia eclesiástica, ha sostenido siempre, y con la mayor desfachatez lo sigue sosteniendo hoy en día, que el Evangelio de Mateo fue el primero y que fue escrito originalmente en arameo. ¡Claro, para acercarlo lo más posible a Cristo! Sólo hasta principios del siglo XIX se empezó a cuestionar esta tesis que una simple comparación de los evangelios revela como equivocada. De entonces data el término «sinóptico» (del griego «ver al mismo tiempo»), que le debemos a Griesbach, para agrupar estos tres evangelios por oposición al de Juan, del que difieren en esencia. Si el Evangelio de Marcos, que es el más corto, coincide casi en su totalidad con el de Mateo, que es bastante más largo, esto significa que Mateo fue el que tomó a Marcos y le agregó cosas, y no al revés. E igual pasa con Lucas. Por mil seiscientos años, vale decir del 200 hasta 1800, la Puta impidió que se hiciera esta constatación evidente. Además de coincidir en lo que han tomado de Marcos, los evangelios de Mateo y Lucas coinciden en lo que han tomado de una segunda fuente de dichos atribuidos a Jesús que no ha subsistido en ninguna copia y que los eruditos designan con la palabra alemana Quelle (fuente) abreviada a Q. En fin, para unos breves pasajes de Mateo se ha postulado una tercera fuente designada como M, y para otros breves pasajes de Lucas una cuarta fuente designada como L. Mateo y Lucas son pues, en esencia, un Marcos aumentado.
Sobre la base de las anteriores constataciones evidentes, pero en el entendido de que Cristo existió, cosa que nadie ha probado, los estudiosos del Nuevo Testamento de los dos últimos siglos se han entregado al juego necio de las conjeturas para explicar quiénes fueron los evangelistas, dónde y cuándo escribieron los evangelios y por qué cauces llegaron hasta ellos la palabra y los hechos de Jesús, sea o no sea éste el Hijo de Dios. Yo no voy a entrar aquí en ese juego que me sale sobrando. Simple y sencillamente no tenemos datos firmes para explicar nada. No hay prueba ninguna que permita atribuir el Evangelio de Juan al supuesto apóstol Juan en vez de Juan el presbítero de que habla Papías, citado por Eusebio. A Pedro lo llaman también Simón Pedro y Cefas, pero a lo mejor Simón Pedro y Cefas son dos personajes distintos. El Pablo de las epístolas no es el Pablo de los Hechos de los Apóstoles. Y de las catorce epístolas atribuidas a él hoy ya casi no queda una que se considere auténtica. Y si alguna se considera tal resulta que está llena de interpolaciones. Juan no es Juan, Pedro no es Pedro, Pablo no es Pablo, Cristos hay muchos… De un pantano se puede sacar agua limpia si se tiene un filtro. Pero aquí no hay filtro. Sólo agua pantanosa. Todo es incierto: fechas, nombres, lugares, citas, copias. Al que afirme que Cristo existió le toca probarlo: con escritos cristianos o paganos o marcianos. Para los marcianos habrá que esperar a que vayamos a Marte a ver si sus tormentas de arena no los han estropeado. De los escritos cristianos los principales son los evangelios canónicos de que he venido tratando. En cuanto a los escritos paganos aducidos como prueba de la existencia de Cristo se reducen al Testimonium flavianum, un simple párrafo de las Antigüedades judaicas de Flavio Josefo, que si bien nació en el año 37 (o sea un poco después de la muerte de Cristo, a quien por lo tanto no pudo conocer) por lo menos era judío de Palestina y hablaba arameo. Y no hay más que ese párrafo de ese libro terminado en el año 13 de Domiciano (o sea el 93 de la era cristiana) y escrito en griego. Sobra seguir citando a Suetonio, a Tácito y a Plinio el Joven, que eran romanos y no judíos, que no vivieron en Palestina, que escribieron después del año 100 en latín, y que si mencionan las palabras Crestus o Cristo o cristiano en sus escritos es de pasada y porque las han oído quién sabe dónde y por boca de quién sabe quién.
El Testimonium flavianum es el siguiente párrafo del libro 18 de las Antigüedades judaicas, cuyo tercer capítulo empieza hablando de una sublevación de los judíos contra Pilatos y continúa diciendo: «Por esta época vivió Jesús (Ιησους), un hombre sabio (σοφος ανηρ), si es que se le puede llamar hombre pues fue el artífice de obras maravillosas, y maestro de quienes quieren recibir la verdad. Tuvo muchos seguidores judíos y helenizados (Ελληνικου). Fue el Cristo (ο χριστος ην) y cuando Pilatos, por instigación de los principales entre nosotros, lo condenó a la cruz, los que lo querían no lo olvidaron pues se les apareció vivo al tercer día según lo habían anunciado los profetas divinos junto con otras mil cosas maravillosas más referentes a él; y la tribu (το φυλον) de los cristianos (χριστιανων), así llamados por él, continúa hasta la fecha» (Antigüedades 18,3,63-64).
Del Testimonium flavianum sabemos por primera vez por Eusebio que cita el párrafo completo en su Historia eclesiástica (1,11), obra escrita entre el 312 y el 324. Ninguno de los escritores cristianos anteriores a él lo conoce, ni siquiera Orígenes (cl85-c254) que en tres ocasiones con ligeras variantes (Comentario sobre Mateo X,17 y Contra Celso I,47 y 11,13) se refiere a la pasajera mención de Jacobo el hermano de Jesús en las Antigüedades judaicas de que ya he hablado. Así dice Orígenes en el Comentario sobre Mateo (X,17): «Y era tan grande la reputación de Jacobo entre el pueblo por su rectitud que Flavio Josefo, que escribió las Antigüedades judaicas en veinte libros, cuando quiere dar la causa de que el pueblo tuviera que sufrir tan grandes desventuras hasta el punto de que el templo fue destruido, dice que fue la ira de Dios por lo que se atrevieron a hacerle a Jacobo el hermano de Jesús llamado Cristo. Pero lo notable es que aunque Josefo no acepta a Jesús como Cristo, sin embargo da testimonio de la gran rectitud de Jacobo y dice que el pueblo pensaba que habían sufrido estas desgracias por él». Lo notable para mí son dos cosas: que Orígenes diga que «Josefo no acepta a Jesús como Cristo», con lo cual probamos que no conoció el Testimonium flavianum, cuya esencia es esta afirmación; y que en ningún lado de las Antigüedades judaicas tal como las tenemos hoy se dé como causa de la destrucción del templo la ejecución de Jacobo, aunque Josefo sí nombra a éste y precisa que es «el hermano de Jesús el llamado Cristo» pero de paso, sin darle mayor importancia (Antigüedades 20,9,200). Así que la copia de las Antigüedades que consultó Orígenes tenía algo que no tienen las copias nuestras actuales, y le faltaba algo que sí tienen y que también tenía la que consultó Eusebio: el Testimonium flavianum. Por lo tanto Eusebio, que escribía en griego, falsificó el Testimonium flavianum, o bien lo tomó de una copia que tenía la falsificación fresquita. Otros escritores cristianos anteriores o posteriores a Orígenes que como él escriben en griego, citan a Josefo y no conocen el Testimonium flavianum son Clemente de Alejandría (c150-c215), Juan Crisóstomo (347-407) y el patriarca de Alejandría Focio (c820- c891). Así pues, todavía en el siglo IX, en tiempos de Focio, circulaban copias de las Antigüedades judaicas sin la interpolación.
Focio fue uno de los más grandes eruditos cristianos. Entre sus obras está la Mistagogia del Espíritu Santo, primera refutación de la doctrina latina del Filioque que, según ya he referido, lo enfrentó al papa Nicolás I; y el Myriobiblion o Biblioteca, una colección monumental de resúmenes de doscientos ochenta libros religiosos importantes, gracias a la cual hoy sabemos de la existencia de muchas obras de la antigüedad griega y los primeros siglos del cristianismo que sin ella nos serían totalmente desconocidas. En el Myriobiblion (código 33) escribe: «He leído la Cronología de Justo de Tiberíades que empieza con Moisés y termina con la muerte de Herodes Agripa. Es de lenguaje conciso y pasa a la ligera sobre asuntos que habría tenido que tratar a fondo y así, debido a sus prejuicios judíos pues era judío de nacimiento, no hace la mínima mención de la aparición de Cristo, ni de las cosas que le ocurrieron, ni de las obras maravillosas que hizo. Era hijo de un judío de nombre Pistus y un hombre, según lo describe Josefo, de carácter disoluto». Justo de Tiberíades fue un historiador judío contemporáneo y rival de Flavio Josefo, quien denigra extensamente de él en el apéndice autobiográfico que le añadió a sus Antigüedades. Ya no quedan los escritos históricos de Justo de Tiberíades, se perdieron después de Focio; pero lo que sí queda claro por lo que respecta a éste es que conocía muy bien a los dos historiadores judíos de la segunda mitad del siglo I y que ninguno de ellos habla de Cristo.
La copia más antigua que nos queda de los libros 11 al 20 de las Antigüedades judaicas de Josefo es el códice F128 de la Biblioteca Ambrosiana, del siglo XI. El que esta copia tenga el Testimonium Flavianum significa que proviene de la estirpe de copias falsificadas que se asocian al nombre de Eusebio: Eusebio obispo de Cesárea, biógrafo de Constantino a cuyo carro de la victoria se montó junto con la Puta y autor de la Historia eclesiástica, que es la tercera Historia de esta cortesana calientacamas, siendo las dos primeras las memorias de Hegesipo escritas hacia el año 180 en tiempos del papa Eleuterio y de las que sólo han quedado los párrafos que cita de ellas justamente nuestro obispo historiador, y los Hechos de los Apóstoles, que son de la misma época de Hegesipo y tan falsos como los evangelios, si es que cabe. Según sostiene la Puta con un desfase de cuando menos cien años, los Hechos de los Apóstoles fueron escritos antes de la destrucción de Jerusalén, que fue en el año 70, pero no tiene forma de probarlo. Y para colmo de descaro sostiene que son historia pura y que los escribió Lucas, el autor del tercer evangelio. Pero ni Lucas existió, ni el autor del evangelio que lleva su nombre es el mismo del de los Hechos, ni este engendro que parece libro es historia. Los Hechos de los Apóstoles los escribió el Espíritu de la Mentira, que hoy como ayer y como hace mil ochocientos años sigue preñando a la mal nacida ramera de que aquí tratamos. Tengo ante mí en este instante la edición del Nuevo Testamento de la Facultad de Teología de la Universidad de Navarra, salida de la vagina sucia del Opus Dei. Esta asociación delictiva, estafadora de viudas, cómplice de los poderosos, obra tartufa de la España cerril del beato Escrivá de Balaguer, hoy domina al Vaticano, Babilonia Roma, en cuyo trono de San Pedro sienta sus puercas nalgas la Gran Puta.
De todos modos si el Testimonium flavianum fuera auténtico y no una interpolación, ¿cómo explicarnos que Josefo, que le consagra a Herodes el Grande 34 capítulos de sus Antigüedades, se olvide de inmediato de Cristo después de lo que ha dicho de él y sólo lo vuelva a mencionar de paso en su fugaz referencia a su hermano Jacobo? Por lo demás, salvo en las dos interpolaciones de que hemos venido tratando, en las obras de Josefo no aparece la palabra Cristo con que la Septuaginta traduce al griego (unas cuarenta veces) la palabra hebrea Mesías, que significa «ungido». Es más, tampoco Mesías aparece en las obras de Josefo. Tal vez eso de que los judíos estaban esperando un Mesías sea puro cuento de cristianos. Mesías ya habían tenido muchos, muchos reyes ungidos. Hoy, de todas maneras, ya no necesitan Mesías que los salve, gracias a Dios, pues para eso tienen la bomba atómica. Israel valiente, Israel sufrido, ¿qué estás esperando para lanzarle una de ésas aunque sea chiquita a Babilonia Roma y acabas con la Puta? ¿No te ha hecho pues sufrir tanto esta desgraciada durante mil ochocientos años?
¿Y quién le contó a Josefo lo de las mil cosas maravillosas de Cristo y que resucitó al tercer día? ¿Acaso un tío? ¿O un abuelo? ¿O su papá, que según él mismo nos cuenta se llamaba Matatías? Porque él, Josefo, no pudo haber sido testigo presencial de las hazañas de Cristo dado que nació algo después de que nuestro Redentor muriera. ¿Y por qué no vuelve a hablar en su extenso libro de la tribu (το φυλον) de los cristianos, si según dice «continúa hasta la fecha», o sea hasta el año 93 en que escribe? La plaga de los cristianos, amigo mío Josefo, siempre ha ido en aumento. Hoy son más de dos mil millones y con serias intenciones de expandirse a lo largo y ancho de la Vía Láctea y, no bien rebasada ésta, por las galaxias circunvecinas. Espurio o auténtico, el testimonio de Flavio Josefo sobre Cristo no vale un comino. Y punto.