CAPITULO QUINTO

CUANDO SE RESTABLECE EL ORDEN PÚBLICO, MERCED A LA SANTA HERMANDAD, Y LA REINA ISABEL IMPARTE JUSTICIA Y SE AGILIZAN Y SE SANEAN LOS TRIBUNALES Y, TRAS FRICCIONES CON EL PAPA, SE INSTAURA LA NUEVA INQUISICIÓN

Ya hemos dicho con anterioridad que al subir al trono Isabel y Fernando, la situación del orden público en Castilla era desastrosa. Un cronista de la época, Lucio Marineo Sículo, la describe con tintes aterradores: Cruelísimos ladrones, homicidas, robadores, sacrílegos, adúlteros y todo género de delincuentes. Nadie podía defender de ellos sus patrimonios, pues ni temían a Dios ni al rey; ni tener seguras sus hijas y mujeres, porque había gran multitud de malos hombres. Algunos de ellos, menospreciando las leyes divinas y humanas, usurpaban todas las justicias. Otros, dados al vientre y al sueño, forzaban notoriamente casadas, vírgenes y monjas y hacían otros excesos carnales. Otros cruelmente salteaban, robaban y mataban a mercaderes, caminantes y hombres que iban a ferias. Otros que tenían mayores fuerzas y mayor locura, ocupaban posesiones de lugares y fortalezas de la Corona real y saliendo de allí con violencia, robaban los campos de los comarcanos; y no solamente los ganados, mas todos los bienes que podían haber. Asimismo cautivaban a muchas personas, las que sus parientes rescataban, no con menos dineros que si las hubiesen cautivado moros u otras gentes bárbaras, enemigas de nuestra santa fe.

El cuadro no puede resultar más desolador. Notoriamente (y bien que nos consta a los españoles de hoy), frente a semejante terror no cabía —y no cabe— otra solución que restablecer el imperio de la ley, mediante un reforzamiento poderoso de la autoridad. Al tiempo que, en aquellos casos en que los desmanes eran consecuencia de los excesos de las oligarquías nobiliarias, resultaría forzoso pactar con ellas su plena sumisión a la Corona, como único medio para que se les mantuvieran sus prerrogativas. En definitiva, por tanto, medidas enérgicas por un lado, combinadas con las inevitables medidas políticas.

Conscientes de la urgencia en afrontar el pavoroso problema de la inseguridad ciudadana, los reyes, al convocar en abril de 1478 Cortes en Madrigal, incluyeron dos puntos fundamentales entre las cuestiones a debatir: la mala situación económica del reino y el orden público. Para preservar este último, se acordó restablecer la Hermandad General, institución de antigua raigambre en Castilla, que ahora se actualizaba, reestructurando su organización interna, aumentando sus efectivos humanos y, sobre todo, dotándola de generosas subvenciones económicas.

Para ello, obviamente, resultaba necesario incrementar los impuestos; tal fue la principal causa de oposición al proyecto de algunos procuradores del tercer estado. Pero aquél interesaba sobremanera a las ciudades dedicadas a la industria y al comercio de la lana, muy afectadas por el bandidaje, y ellas apoyaron con firmeza su aprobación. Los nobles tampoco veían con agrado el restablecimiento de la Hermandad (que pronto sería llamada Santa), ya que suponía la creación de una fuerza militar que recortaba muchos de sus privilegios jurisdiccionales; pero los reyes estaban absolutamente decididos a ponerla en marcha y así lo hicieron. Hubo, con posterioridad al acuerdo de las Cortes, una larga reunión en Valladolid, en la que destacó el entusiasmo de Alfonso de Quiiitanilla en la defensa de la institución, bien secundado por el arcipreste de Palenzuela, Juan Ortega: ambos deben ser considerados, por ello, como los grandes valedores del empeño.

Todavía se celebró otra reunión en Cigales, donde Quintanilla impuso definitivamente la constitución de la Hermandad, a la que todas las villas, ciudades y lugares del reino quedaban obligadas a proporcionar tropas de caballería e infantes, en proporción al número de sus vecinos.

Ya constituida, celebró su primera junta en Dueñas; allí se dictaron normas precisas para conseguir el puntual cobro de las contribuciones que la sustentarían; poco después, en Burgos, se aprobaba el impuesto sobre toda clase de mercancías, excepto la carne. Como medida contemporizadora, los reyes fijaron a la institución un límite de dos años de duración, hasta 1478, con la promesa de que no se prorrogaría, salvo que hubiera unanimidad en el acuerdo. No hará falta aclarar que las prórrogas fueron muchas; aunque la Santa Hermandad, bien recibida desde un principio en Castilla y León, tardó en imponerse en otras comarcas.

Para desarrollar su labor policial, actuaba en forma de cuadrillas, encargadas de la diaria persecución y captura de los delincuentes. Una vez presos, debían ser juzgados en el lugar donde cometieron el delito por alcaldes con la debida jurisdicción; los condenados en rebeldía —en ausencia— tenían derecho a conseguir la revisión del proceso, si se presentaban a las autoridades. La competencia de los cuadrilleros abarcaba los delitos de asalto en camino; robo de muebles o ganado en cualquier lugar con menos de cincuenta vecinos y carente de cerca; muerte; heridas e incendio de casas, viñas y mieses en despoblado. Las ejecuciones de los condenados a pena capital, como autores de los delitos expuestos, se verificaban en campo abierto, mediante disparo de saetas. Pero las leyes de la Hermandad ofrecían, asimismo, otros aspectos singularmente humanitarios: tales como el reconocimiento a los viandantes del derecho a tomar por sí mismos en los lugares por donde pasaran, comida y bebida para las personas y alimento para las bestias, si se les negara. En cuyo caso, debían entregar en manos de algún vecino el importe de lo tomado, según los precios normales del mercado.

Es indudable, sin embargo, que los reyes buscaron, desde un principio, convertir la Santa Hermandad, más que en una policía, en una auténtica tropa militar y así lo consiguieron: en la campaña de Granada actuó como fuerza de choque del ejército. Para entonces, la institución dependía prácticamente de la Corona, en una prueba más de la creciente centralización del Estado y los diputados de su Junta eran de nombramiento real. Según fray Tarcisio de Azcona, en el período 1490-1492 se recaudaron, por el concepto de contribuciones de las ciudades a la Hermandad, treinta millones de maravedís por año. Buena parte de este dinero se destinó a sueldos: el diputado general Juan Ortega cobraba 300 000 maravedís anuales. Los cuadrilleros percibían primas por cada captura de malhechor, que oscilaban entre los mil y cinco mil.

En todo caso, la eficacia de la Santa Hermandad estaba ya para entonces más que acreditada. Gracias a sus servicios —desempeñados, por supuesto, sin demasiados miramientos—, retornó a los reinos el respeto a la justicia.

Modesto Lafuente, en su Historia general de España, pone especial énfasis en destacar que el restablecimiento de la tranquilidad pública y del orden social, difícilmente se hubieran conseguido de no haber dado la reina Isabel tantos y tan ejemplares testimonios de su celo por la rígida administración de la justicia, de su firmeza, de su inflexible carácter, de su severidad en el castigo de los criminales; que, aunque acompañada siempre de la prudencia y la moderación, hubiera podido ser tachada por algunos de dureza, en otros tiempos en que la licencia y la relajación fueran menos generales y no exigieran tanto rigor. Cita como ejemplos el ilustre historiador algunos casos curiosos, que parecen confirmar sus entusiasmos.

Uno, el de Álvaro Yáñez, poderoso gallego, vecino de Medina del Campo, hombre rico e influyente, que obligó a un escribano a otorgar una escritura falsa, para apropiarse así dolosamente de ciertas heredades; y para encubrir el delito, lo asesinó después, enterrándolo en su misma casa. Preso, juzgado, probados los hechos, fue condenado a muerte; para escapar de ella, ofreció a cambio de la vida cuarenta mil doblas de oro, con destino a la guerra contra los moros, cantidad superior entonces a la renta anual de la Corona. Algunos miembros de la Administración de Justicia eran partidarios de aceptar la oferta, aplicándole el indulto; pero la reina se negó en rotundo, ordenando que se cumpliera la sentencia. Y, aunque según la ley, los bienes del ejecutado tenían que ser confiscados en beneficio de la Cámara real, dispuso también que se entregaran a sus hijos, para que las gentes no pensasen que, movida por la codicia, había mandado hacer aquella justicia.

Otro caso revelador de la rectitud de la soberana fue el del hijo del almirante de Castilla, primo hermano del rey, que vejó y agredió en las calles de Valladolid a un caballero castellano. Enterada la reina, montó en su caballo y, aguantando una copiosa lluvia, marchó a Simancas, donde pensaba que se había refugiado el delincuente. No lo encontró, aunque pudo hablar con su padre, importante personalidad del reino, quien le pidió indulgencia en atención a la poca edad —veinte años— de su hijo. Pero precisamente por tratarse de familia tan vinculada a la Corte, tuvo especial empeño Isabel en que se cumpliera la ley con toda su crudeza: el muchacho estuvo preso en el castillo de Arévalo y después fue desterrado a Sicilia, donde permaneció varios años.

Frente a tal rigor, la generosidad en otros casos. Un vecino de Jerez, Fernando de Vara, compuso y divulgó unas coplas al estilo de las de Mingo Revulgo, que tanto éxito popular habían tenido durante el reinado de Enrique IV. Eran aquéllas unas composiciones rimadas, de escaso valor literario, pero cargadas de intencionada sátira contra los excesos y los errores de la Corte. Pero en 1479, el contorno social era muy distinto y muy celosa la autoridad en lo tocante a críticas o reproches; así que el osado vate fue procesado, primero, y condenado a muerte, después. En esta ocasión, la reina estimó desmesurada la pena, conmutándola por un año de servicio en galeras, con prohibición de saltar a puerto.

Destaca también Lafuente la costumbre de la reina —que ya narramos— de presidir bajo dosel las vistas de los tribunales, que se celebraban los viernes y donde escuchaba quejas y despachaba agravios, en pública audiencia. A semejante preocupación por la justicia hay que atribuir la sustancial reforma que durante su reinado se introdujo en el funcionamiento de su Administración, así como la atención y respeto prestados a jueces y funcionarios, honrados y favorecidos como nunca lo habían estado. Y la entera renovación de la legislación general del reino, afrontada en las Cortes de Toledo de 1480, donde, superando las leyes y pragmáticas anteriores, se llegó a la unificación legislativa, en las Ordenanzas Reales u Ordenamiento de Toledo.

El prestigioso jurista Alfonso Díaz de Montalvo fue el responsable de tan trascendental obra jurídica, con la que se llenó el vacío legal hasta entonces existente, puesto que ni las Partidas, ni el Fuero Real, ni el Ordenamiento de Alcalá constituían ya un código uniforme, válido para la época y que pudiese tener general aplicación. Cuatro años tardó el ilustre jurisconsulto en dar cima a su obra, impresa por primera vez en Zamora en 1485 y que constaba de ocho libros y un prólogo, escritos en castellano arcaico.

Resulta sumamente interesante, en los tiempos que corremos (tan poco afortunados para la administración de justicia), recordar algunos de los principios jurídicos instaurados en las Ordenanzas Reales, hace ahora casi justamente cinco siglos. La Audiencia o Chancillería Real continuaba instalada en Valladolid, en el palacio de Juan de Vivero, donde se conocieron Isabel y Fernando; pero se elevaba a once el número de sus miembros, que tendrían que renovarse por mitad cada medio año. Quedaba así reforzada la independencia de este supremo órgano judicial respecto del poder ejecutivo de los reyes. Los cuales mantuvieron, en cambio, sus prerrogativas cerca del Consejo Real o de Castilla, compuesto por diez miembros, seis de ellos letrados, que eran quienes preparaban la mayor parte de las resoluciones de los monarcas. El Consejo tenía que reunirse a diario, en sesión mínima de tres horas y decidía sus acuerdos por unanimidad o mayoría de los dos tercios. Cuando no se alcanzaba, debía elevar los distintos votos, razonados, a los reyes, para que ellos resolvieran. Fue ésta una institución modelo, decisiva durante el reinado de Isabel y Fernando, que juzgaba en última instancia causas criminales y políticas, elaboraba las directrices de la política exterior y entendía en la función de los corregidores.

Aunque, observado con óptica actual, el mayor interés de las Ordenanzas se encuentra en la prevención que se hace a los jueces para que impulsen la mayor actividad en el despacho de los procesos, dando a los acusados todos los medios necesarios para su defensa; un día por semana debían visitar las cárceles, examinando su estado, el número de presos y el trato que recibían. Se ordenó pagar de los fondos públicos un defensor de pobres, que les asistiera en los pleitos, cuando no pudieran costearlos por sí mismos (el actual turno de oficio). Y se establecieron rigurosas penas contra los que sostuvieran causas notoriamente injustas (anticipándose asimismo al concepto jurídico de la temeridad) y contra los jueces venales, creándose al efecto la institución de los visitadores o veedores a cuyo cargo corría la inspección de tribunales de todo rango. Forzosamente hay que reconocer, sin embargo, que con el tiempo, semejantes normas legales, tan ejemplares, fueron perdiendo eficacia en algunas comarcas; ya comenzado el siglo XVI, el bachiller Juan de la Cuadra denunciará a la reina, desde Sevilla, que los procesos se prolongan un año e dos años e para siempre y que los jueces están poco tiempo en la sala y los escribanos no llevan ordenado el proceso a las vistas y cobran uno o dos reales por ordenarlo. Bien es cierto que tales deficiencias (válidas también en buena parte para nuestro tiempo) se señalaban en solicitud de que la justicia funcionara en Sevilla con tanta eficacia y prontitud como seguía haciéndolo en la Chancillería Real y en el Consejo.

Los últimos capítulos del Ordenamiento de Toledo reformaban los gobiernos municipales; introducían, por tanto, una especie de nuevo régimen de Administración Local. Las ciudades y villas venían siendo gobernadas por pequeñas oligarquías, con tendencia a convertir los cargos en hereditarios; ahora se disponía su amortización, anulándose la herencia. Los corregidores eran la máxima autoridad local, en directa sujeción a la Corona; se les exigió en lo sucesivo la obligación de residencia, prohibiéndoles que el importe de las multas que pudieran imponer, por infracciones de carácter municipal, redundase en su propio beneficio. Y se creó la ya citada figura de los veedores, cuya misión consistía en vigilar, además de los tribunales, la labor de los corregidores y alcaides de fortalezas, informando de ello al Consejo Real.

Entre las muchas y muy importantes disposiciones acordadas durante las Cortes de Toledo, merecen destacarse dos que revelan el talante agradecido de Isabel y su evidente generosidad. Don Andrés Cabrera y su esposa, Beatriz de Bobadilla, la fiel amiga de la reina, fueron investidos con el marquesado de Moya y se les dieron 1200 vasallos. Y se encomendó al siempre ejemplar fray Hernando de Talavera la misión de compensar sus pérdidas a las víctimas inocentes de la pasada guerra civil.

* * *

No cesa la labor diplomática de Fernando, bien auxiliado siempre por su esposa. Hace un viaje por Vizcaya, Álava y Navarra, consecuencia del cual son unos pactos que refuerzan la presencia de Castilla en el Noreste. Se estabilizan las relaciones pacíficas con Francia y el monarca establece contactos, al propio tiempo, con Bretaña, Inglaterra y los Habsburgo, tendentes a reconstruir una gran alianza occidental, que presione definitivamente sobre Luis XI. La Corte, establecida ahora en Madrid, conoce un importante ir y venir de embajadores de las principales potencias europeas, como expreso reconocimiento de la importancia que ya tiene Castilla en la política continental.

Surge, por el contrario, un duro enfrentamiento con el papa Sixto IV. Su causa principal fue la misma que se repetiría —la historia es así— en los últimos años del franquismo: el privilegio de la proposición y nombramiento de obispos, otorgado a la Corona en 1456 por la bula pontificia Cum tibi Deus. En virtud de ella, los soberanos —así de Aragón como de Castilla— decidían la provisión de sedes vacantes. La habilidad de Fernando supo aprovechar las constantes tensiones provocadas por este tema, para ganarse las amistad del Pontífice: cuando Juan II chocó frontalmente con Sixto IV, al desautorizar al obispo que éste había nombrado para Segorbe, distinto del propuesto por el rey aragonés, intervino hasta convencer a su padre para que reconsiderara su actitud.

Pero las buenas relaciones entre los reyes castellanos y el Papa iban a durar poco. Las fricciones se reanudaron al conceder el Pontífice la dispensa de parentesco a Alfonso V y la inevitable princesa Juana, para que al fin contrajeran matrimonio. Y sobre todo cuando, al vacar la diócesis de Zaragoza, Juan II propuso como obispo a un nieto suyo, hijo bastardo de Fernando, que tenía entonces cinco años de edad. Sixto IV designó, por el contrario, a monseñor Ausias Despuig, que, aunque aragonés, tenía su residencia en Roma. En esta ocasión, el rey de Castilla hizo causa común con su padre, considerando que el Pontífice actuaba como enemigo de ambos.

Por supuesto que, pese a ello, desplegó al mismo tiempo toda su diplomacia para arreglar pleito tan enojoso. Por mediación del embajador Martínez de Lerma, hizo ver al Papa que mientras Luis XI alentaba un Concilio, con todos los riesgos que ello suponía para la autoridad pontifica, Castilla negociaba con Borgoña, Inglaterra y Bretaña aconsejándoles que se negasen a cooperar con el monarca francés. Además de tan sutil insinuación, Fernando recurrió a medios más vulgares (y sin duda, eficaces) para salir adelante en el empeño de colocar como obispo de Zaragoza a su hijo bastardo Alfonso: ofreció tales beneficios a monseñor Ausias Despuig, que éste renunció a la mitra. El conflicto duró cuatro años; para resolverlo, fue decisiva la intervención del nuncio Nicolás Franco, hábil negociador también. Lo cierto fue que Isabel y Fernando se salieron con la suya: revocó Sixto IV la dispensa a Alfonso V y fue nombrado el bastardo Alfonso, a los nueve años de edad, obispo de Zaragoza; aunque como administrador apostólico, hasta que cumpliera los veinticinco.

Y se mantuvo el derecho regio de presentación en lo tocante a la provisión de sedes vacantes. El empeño que Isabel puso en este asunto tenía una razón fundamentalmente religiosa: conseguir la máxima idoneidad espiritual en los nuevos prelados, terminando así con los vicios del Episcopado, tan frecuentes hasta entonces. Pretendía elegir obispos de máxima honestidad, aspirando incluso a que cumpliesen con el deber del celibato (nada frecuente a la sazón) además de que fueran naturales de sus reinos. Para ello, tenía un libro con la relación de las personas de mayor cultura, honestidad y méritos; y en base a aquellas listas, iba cubriendo tanto los cargos de la Administración, como los referentes a diócesis y dignidades eclesiásticas.

La reconciliación con el Papa llevaba consigo un acuerdo trascendental: por su bula Exigit sincerae devotionis, de 1 de noviembre de 1478, Sixto IV autorizaba el establecimiento en España de la Inquisición.

Resulta innecesario resaltar la ingente polvareda levantada, a lo largo de los siglos, por este tema de la Inquisición. Sirvió de sustento fundamental para montar toda la leyenda negra que tan sañudamente quiso desprestigiar a España y más concretamente a los Reyes Católicos. Una bibliografía abrumadora ha tratado la cuestión, en todos los tiempos, en todos los países y desde todos los puntos de vista; con general predominio de los rabiosamente negativos. Aunque en el último medio siglo comenzó a prosperar cierta historiografía menos tendenciosa, que procura situar el tema en términos más justos y equilibrados, sigue siendo el punto mayormente controvertido del reinado de Isabel y el que más argumentos proporciona a sus detractores.

Es imposible entender el problema de la Inquisición con mentalidad actual. Para aproximarse siquiera a su motivación, resulta indispensable situarse en el siglo XV y no solamente en el terreno religioso, sino también en el del Derecho Penal. En el primero, parece ocioso destacar las inmensas diferencias entre las concepciones que la Iglesia de la época tenía respecto del dogma, la fe y la moral y las alumbradas posteriormente; no se diga, a raíz del Concilio Vaticano II. En cuanto a los aspectos materiales de las penas, procedimientos que hoy consideramos tan atroces como la hoguera y las más refinadas torturas, eran habituales en la Edad Media, en todos los países europeos, y estaban admitidos por todas las legislaciones.

Sin embargo y por mucho que queramos comprenderlo, para la sensibilidad de un hombre de hoy habrá de resultar del todo rechazable que una persona pueda ser condenada a muerte horrible, por el simple hecho de aparentar una fe cristiana de la que carece o por hacer escarnio de los símbolos de la religión católica. Tales eran las fundamentales imputaciones que se hacían, en la España de finales del siglo XV, a los judíos conversos: que continuaban celebrando clandestinamente los ritos de su religión y que algunos llegaban a afrentar imágenes y devociones, incurriendo así en flagrante herejía. Tampoco la persecución y castigo de semejantes hechos, tenidos entonces por ominosos delitos, fue exclusiva española; ni siquiera la Inquisición. Pues la hubo también en Francia (¿habrá que recordar a Juana de Arco?), en Italia y en Alemania. Y Lutero rebasaría o, cuando menos, igualaría todos los excesos de Torquemada, en sus castigos por el crimen de herejía.

No fue invento de los Reyes Católicos; ya en el siglo XIII había existido en Aragón y por eso se habló de la nueva Inquisición cuando en 1479 se restableció el Tribunal del Santo Oficio y volvieron a celebrarse los Autos de fe. El proceso solía comenzar por denuncia; por lo común, pasados los primeros años, eran necesarias al menos tres y todas dignas de crédito. No se aceptaban las anónimas. Todo fiel cristiano estaba obligado a denunciar cualquier caso de herejía que conociera, bajo pena de excomunión; incluso los hijos respecto a los padres y los cónyuges entre sí. Podía también el Tribunal investigar por su cuenta la presencia de herejes. Había que aportar testigos, para que los jueces formasen suficiente criterio antes de dictar auto de prisión; el nombre de estos testigos permanecía en secreto, así como el de los denunciantes: ello fue causa de constantes protestas al Papa, ante lo irregular del procedimiento. Pero el bien fundado temor a represalias sangrientas hizo que se mantuviera el sistema.

Comparecidos los reos ante el Tribunal, se les tomaba declaración, después de que hubieran prestado juramento. La primera pregunta que se les formulaba era sobre si conocían las razones de su detención; tras un interrogatorio breve, se les exhortaba a meditar en conciencia si se sentían responsables de alguna culpa. El fiscal precisaba los términos de la acusación, que debía contestar el abogado defensor, miembro del propio Tribunal y designado por éste. Si el acusado no se confesaba culpable, deponían los testigos y el denunciante; sus declaraciones se entregaban al reo, para que las contestara por escrito. Podía aquél recusar testigos, presentando una lista de personas que le odiaban, por si coincidía con alguno de ellos; también gozaba del derecho a pedir la deposición de testigos de descargo. Informaban fiscal y defensa y a la vista de lo actuado, podía acudirse al testimonio de peritos o calificadores para precisar los hechos.

En ocasiones, si la prueba no parecía suficiente, se aplicaban tormentos corporales al acusado, para hacerle confesar. Práctica, por otra parte, muy normal en la época, que figura en las legislaciones de todos los países. También es cierto que no resultaba frecuente que se recurriera a las torturas por el Santo Oficio; según Bernardino Llorca, S. J., nunca se aplicó tan bárbaro sistema en la época de Torquemada. Los tormentos podían consistir en los cordeles, la garrucha y el agua en combinación con el burro. Un médico estaba presente y ordenaba suspenderlos cuando corría peligro la vida del acusado.

Las sentencias variaban, según que el reo hubiese reconocido o no su culpa y hubiera pedido perdón por ella. Si así lo hacía, las penas oscilaban entre cadena perpetua, confiscación de bienes y el sambenito u otras menos graves. Pero si el acusado mantenía su negativa, pese a haberse demostrado en el proceso la culpabilidad, era condenado a morir en la hoguera, pues tal era el castigo que el derecho penal común imponía a los condenados por herejía. Para los reconciliados, es decir, aquellos que pidieron perdón por sus culpas, se disponía una ceremonia pública de abjuración de sus errores, en la que eran sometidos a las más tremendas vejaciones.

Dijimos que la bula pontificia autorizando a los reyes Isabel y Fernando a restaurar la Inquisición fue dictada el 1 de noviembre de 1478; pero no se aplicó de modo inmediato. La reina quiso apurar una fase de atracción pacífica de los falsos conversos y el cardenal Mendoza dictó una pastoral, adoctrinando a los feligreses de Sevilla sobre los requisitos y formas que debía revestir la fe de un auténtico cristiano; se difundió en la capital andaluza porque era allí donde más casos de herejía se conocían entre los cristianos nuevos; y por eso también, donde primero iba a actuar el Tribunal del Santo Oficio.

Clérigos y religiosos llevaron a cabo una intensa campaña desde el púlpito e incluso mediante sermones por las calles. Querían persuadir al pueblo de la necesidad de profesar auténticamente la religión cristiana, amenazando con todos los castigos del infierno a quienes no lo hicieran; pero sin •descubrir, a lo que parece, la cercana entrada en funcionamiento de la Inquisición. Cuando fueron nombrados inquisidores de Sevilla Miguel de Morillo y Juan de Sanmartín, en septiembre de aquel año, y a finales de noviembre comenzaron a actuar, el pánico entre los marranos (que así se llamaba a los judíos conversos) fue tan inmenso, que se organizó una desbandada hacia tierras de señorío. Los primeros inquisidores eran dominicos —como lo serían después la mayoría— y su dureza resultó notoria.

Al comenzar su labor los tribunales del Santo Oficio, se desataron fuertes polémicas entre muchos cristianos viejos, intransigentes, que aplaudían los Autos de fe, y los conversos auténticos, como el cronista Hernando del Pulgar, que consideraban desmesurada la represión. Los crueles excesos de ésta llegaron a conocimiento del Papa, que en 29 de enero de 1482 dictó una bula, suprimiendo la Inquisición; pero pronto la dulcificó, consintiendo que Morillo y Sanmartín continuasen actuando contra los herejes, si bien sometidos a los obispos de las respectivas diócesis. El 11 de febrero, Sixto IV, recabando para la Iglesia el derecho exclusivo de promover los Autos de fe, nombraba a siete dominicos para el Oficio de la Inquisición; entre ellos, el bachiller en teología fray Tomás de Torquemada. Meses más tarde, concedió de nuevo facultad a los reyes para intervenir en los procesos, mediante jueces civiles; a partir de este momento se produjo la implantación de tribunales del Santo Oficio en todos los reinos.

No es posible conocer con cifras seguras el número de personas condenadas a muerte por la Inquisición. Recoge fray Tarsicio de Azcona un dato del inquisidor en Guadalupe, según el cual, en 1485 fueron condenadas allí a la hoguera 52 personas, entre ellas un monje; 46, desenterradas y quemadas (pues las condenas alcanzaban también a los muertos) y 16 sufrieron cadena perpetua. De la inflexibilidad del Santo Oficio han quedado pruebas abundantes; nunca se detuvo ante la alcurnia o el poder de los más influyentes personajes. Así, inició proceso contra los padres —ya fallecidos— del obispo de Ávila, Juan Arias; ante la certeza de una condena inevitable, el prelado desenterró los huesos de sus difuntos, los ocultó y escapó a Roma, temeroso de ser también investigado.

La condena por la Inquisición llevaba aparejada la confiscación de los bienes de los reos, fueran o no ejecutados. Mucho se ha especulado con las ganancias que ello produjo a la Corona e incluso, los historiadores poco afectos a los Reyes Católicos, han desmesurado las cifras, pretendiendo que la verdadera causa del mantenimiento de la controvertida Institución fue fundamentalmente económica. Aunque, evidentemente, los ingresos resultaron muy considerables —en el Arzobispado, de Sevilla, por ejemplo, el total recaudado por las reconciliaciones pasó de los cinco millones de maravedís—, parece indiscutible que los móviles esenciales de los reyes al renovar la Inquisición e implantarla con toda su dureza, tuvieron una inspiración estrictamente religiosa. Para ellos —sobre todo, para Isabel— preservar la fe cristiana de toda contaminación herética formaba parte fundamental de sus deberes como soberanos de una nación católica.

Recordemos de nuevo la época en que nos hallamos; el concepto que entonces se tenía de la religión y la doctrina que emanaba de los pontífices, a sideral distancia todavía de cualquier aproximación o tolerancia con otras creencias distintas de la católica.