PROEMIO

SOBRE MI ESCEPTICISMO ACERCA DE LA VERDAD HISTÓRICA Y MI ADMIRACIÓN POR EL PERSONAJE DE ISABEL, ASÍ COMO LA RAZÓN DE CONSIDERARLA «CAMISA VIEJA»

Comenzaré confesando que tengo racionales dudas, cada día mayores, acerca de la plena credibilidad de la Historia. No es que discuta, ¡Dios me libre de ello!, la honestidad, el rigor y los estudiosos afanes de tantas beneméritas personas que han dedicado su vida y su talento a la investigación de fuentes y orígenes, para ofrecernos después su versión de hechos y de personajes del pasado. Lo que ocurre es que desconfío de tales fuentes, de su imparcialidad y aun de su veracidad. La razón de semejante escepticismo la baso en la experiencia inmediata que estamos viviendo, de la que extraigo inevitables consecuencias que lo avalan.

Pues resulta que de la más cercana historia, no sólo de España, sino del Universo, de esa historia en la que muchos millones de seres todavía vivos hemos participado como intérpretes, se nos cuentan a diario versiones manipuladas, torticeras e incluso totalmente apócrifas. Las falsedades vienen avaladas, demasiadas veces, por firmas presuntamente prestigiosas, por historiadores que, aun acreditando sus títulos con el ejercicio de la cátedra, no son capaces de renunciar a sus filias y a sus fobias, a su óptica personal de los hechos, cayendo por ello en las más torpes falsificaciones de la realidad. Explican con frecuencia los sucesos históricos no como sucedieron, sino como ellos quisieran que hubiesen sucedido; y dando de lado toda objetividad, enjuician a sus protagonistas de conformidad con sus particulares criterios. Olvidando aquel sabio consejo de Goethe, que ya advirtió que nadie puede ser imparcial; pero que todos debemos procurar ser objetivos.

Mi planteamiento, por tanto, es bien sencillo: si a pesar de los enormes avances de las técnicas informativas, de la riqueza documental de las hemerotecas y aun del testimonio directo de las personas que los vivieron, hechos históricos con una antigüedad de cincuenta años (los de nuestra guerra civil, por ejemplo), son susceptibles de muy contrarias interpretaciones, de forma que sus actores reciben desde las más gloriosas alabanzas a las más rotundas descalificaciones, ¿qué fiabilidad puede merecernos la narración de acontecimientos que se produjeron hace siglos y cuyo conocimiento ha llegado hasta nosotros a través de las versiones de unos pocos y siempre interesados cronistas? Cierto que la investigación histórica acude también a otras fuentes; a los archivos, fundamentalmente. Sin embargo, ¿no es notorio que en nuestros tiempos, los archivos padecen purgas y expoliaciones? Esto supuesto, ¿resulta temerario admitir que, en épocas infinitamente más oscuras, pudiera suceder lo mismo, incluso acrecentado?

Considero un deber de conciencia efectuar semejantes consideraciones antes de que el lector se adentre en mi versión biográfica de la reina Isabel I de Castilla, conocida en la historia como Isabel la Católica. Recalco el posesivo; pues precisamente por la dificultad que me supone defender la absoluta certeza de los hechos que como históricos voy a relatar, asumo la responsabilidad de su interpretación. Y al no ser historiador, en el sentido estricto del concepto, puedo permitirme ciertas licencias literarias, que sin faltar sustancialmente a las fuentes en las que me apoyo, quizá faciliten el conocimiento del personaje, que he procurado identificar con mentalidad actual. Si Américo Castro escribió que para quienes no los han vivido, los hechos históricos son cáscaras vacías de sentido, no es menos cierto que la constante similitud de las pasiones humanas, de los conflictos políticos, de la lucha por el poder, enfocados desde la perspectiva del tiempo transcurrido permiten rellenar esas cáscaras con sabrosas interpretaciones.

Por fortuna, la figura de la Reina Católica no es excesivamente polémica; antes al contrario, provoca una admiración casi unánime en todos los historiadores, tanto españoles como extranjeros. (No tomo en cuenta alguno de los que hoy se hacen llamar así, cuyos desvaríos sólo el desprecio merecen). Hay que aceptar, pues, que se trata de uno de los casos, nada frecuentes, en que las diferencias de criterio resultan puramente de matiz. Y eso, no obstante la prolija bibliografía existente, que sólo en ediciones en español, se aproxima a los quinientos volúmenes.

Grandes debieron ser los méritos humanos de aquella mujer, grandes sus virtudes y muy grande su talento, cuando casi nadie se los niega abiertamente. Incluso su decisión política más susceptible de críticas, la implantación de la Inquisición, se justifica y aun se elogia (en comparación, al menos, con las de otros países) por bastantes tratadistas. Curiosamente, alguno extranjero, como W. T. Walsh.

Ni qué decir tiene que esa coincidencia admirativa hacia Isabel de Castilla no se produce respecto de la mayoría de los personajes que formaron su contorno, incluido su esposo, don Fernando. En algunos casos, las discrepancias son fundamentales; por ejemplo, en cuanto a Enrique IV de Castilla, hermanastro de la reina, que para ciertos historiadores —la mayoría— fue un siniestro ejemplo de vicio, maldad e incompetencia; así le juzgan nada menos que don Ramón Menéndez Pidal y el doctor Gregorio Marañón. En cambio, fray Tarsicio de Azcona, modelo de generosa magnanimidad en su estudio biográfico, no duda en rechazar la abyecta versión del monarca castellano e incluso duda de la veracidad de los testimonios que la apoyan.

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He citado varios autores, de los muchos que consulté para escribir esta personal biografía de Isabel la Católica. Precisamente por mi ya expresado deseo de no considerar este libro como obra rigurosamente histórica, aunque en él se cuente la historia de una reina admirable, he decidido omitir notas de pie de página. Evito con ello alardes de erudición (por otra parte, escasamente justificados) y creo que facilito la lectura del texto, que podrá hacerse —tal es mi deseo— como si de una novela se tratara. Por lo demás, es obvio que precisé acudir a numerosas fuentes bibliográficas. Al final del relato se hará mención de las principales, retribuyéndoles la decisiva aportación que han tenido en esta versión biográfica del personaje.

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Y antes de comenzar la historia, una precisión que considero importante. La idea común y forzosamente esquemática que de Isabel la Católica se tiene, debida en buena parte a la imagen que se nos dio de ella en los estudios de Enseñanza Media, es la de una reina llena de virtudes morales, eficaz colaboradora en los negocios de Estado con su esposo, el hábil y muy talentudo don Fernando, cuya mayor preocupación —la de la reina— se centró siempre en la defensa de la religión, el cuidado espiritual de sus súbditos y la erradicación de la perniciosa influencia que para la fe cristiana podían tener los moros y los judíos. Por ello, se nos enseñó también, hubo incluso intentos de beatificarla.

La gran sorpresa que se llevará el lector, si tiene la paciencia de seguir adelante, será descubrir que Isabel, sin mengua, por supuesto, de sus profundas convicciones religiosas, fue una mujer a la moderna, que anduvo incansablemente por todos los caminos de España, desde Segovia hasta Galicia, desde Sevilla hasta Valencia, desde Barcelona hasta Valladolid, desde Córdoba hasta Bilbao, sin que le arredrara siquiera el paso del puerto de Guadarrama a lomos de su caballo, bajo una tremenda nevada. Que en más de una ocasión, vistió coraza y colocó al cinto la espada, para visitar a sus soldados en el mismo campo de batalla: de tal modo que un historiador extranjero, con indisimulable entusiasmo, llega a compararla en tales trances con Juana de Arco. (Aunque buen cuidado tuvo Eugenio d’Ors en distinguir su categoría de Eterno Femenino, del Eterno Viril que adjudica a la santa francesa). Que, no obstante su natural sencillez, cuando el protocolo de la Corte lo aconsejaba, sabía deslumbrar a nobles y plebeyos luciendo los más suntuosos trajes y las joyas más valiosas.

Joyas que, en efecto, empeñó más de una vez, para atender con los dineros de la pignoración necesidades de la guerra de Granada y de la Real Hacienda. Lo que muchos creerán leyenda, es realidad suficientemente documentada. Como lo está su habilidad para obtener subvenciones de la nobleza y aun de la propia Iglesia, pues la economía de la Corona atravesó momentos de grave dificultad. Amante de las artes, gran aficionada a las letras, estudió latín para poderse entender directamente con los diplomáticos extranjeros y consta que llegó a hablarlo y escribirlo sin brillantez, pero con holgura. Durante el cerco de Loja, fundó el primer hospital de sangre de que hay memoria en el mundo. Como prueba de su talento de estadista, bien puede destacarse su profundo interés por mantener el dominio de Gibraltar, cuya importancia estratégica y comercial intuyó varios siglos antes de que unánimemente se aceptara.

Su vida conyugal estuvo condicionada por frecuentes y, en ocasiones, dilatadas separaciones físicas de su esposo, cuyos viajes también fueron numerosos. Se amaron sinceramente y aun dicen las crónicas que a Isabel le gustó Fernando de oídas, antes, incluso, de conocerle de vista. Por supuesto que tuvieron problemas en su matrimonio; por culpa de otras faldas y también por razones de Estado. El más grave, al emprender el rey una acción militar contra Francia, sirviendo intereses concretos de su reino de Aragón, que Isabel consideró improcedente. Fue entonces cuando, por única vez, su esposo dejó de escribirle durante la ausencia. La expedición fracasó; pero la prudencia de la reina convirtió el infausto sucedido en motivo de dichosa reconciliación.

Tuvo cinco hijos y poca fortuna con todos ellos. El único varón, que hubiese reinado con el nombre de Juan III, murió a los 19 años, dijeron que a causa de su insaciable fogosidad sexual. Era tanta, que los médicos le recomendaron una separación temporal de su esposa, para reparar las energías que derrochaba diariamente a su lado y que le iban consumiendo poco a poco. Pero su augusta madre se opuso a ello, recordando que lo que Dios ha atado, no pueden desatarlo los hombres. Semejante ortodoxia resultó fatal para el heredero.

La princesa Isabel también murió a edad temprana. Su hermana Catalina padeció los horrores de Enrique VIII de Inglaterra. Su otra hermana, Juana, que casó con Felipe el Hermoso, enloquecería pronto y sus desvaríos afligieron hondamente a su madre, en sus últimos años. No menor aflicción debieron producirle los cuatro hijos naturales de su marido; pues no obstante el amor que, sin duda, sentía por ella, su humana y por tanto, flaca naturaleza, no le impidió caer con reiteración en la tentación concupiscente. Su primer vástago extraconyugal, don Alfonso, nació el mismo año de su boda con Isabel y era hijo de doña Aldonza Roig. Posteriormente, trajo al mundo tres niñas, cuyas madres fueron una dama de Tárrega, otra vizcaína y otra portuguesa. Tanto viaje —comprendámoslo— forzosamente tenía que producir consecuencias de este tipo: pues Su Majestad no era de piedra.

No fue Isabel propicia a las insidias cortesanas, ni tampoco prodigó sus amistades. La más constante de todas, la de doña Beatriz de Bobadilla, compañera desde la infancia, hubo de causarle profunda decepción, ya que la abandonó en un momento crítico de su reinado; la magnanimidad de la soberana perdonó más tarde el agravio, restableciendo los lazos afectivos. Nunca se dejó impresionar por el poder ni por el carácter de tanto personaje ilustre como la rodeaba. Y dicen que, después de su esposo don Fernando, el hombre que más seriamente le impresionó fue Gonzalo de Córdoba, el Gran Capitán.

Si la leyenda de las joyas empeñadas se prueba históricamente, como ya dije, no así la que le atribuye la promesa de no cambiarse de camisa hasta que Granada fuese conquistada, que no se recoge en ninguna de las biografías serias de la reina católica. Sin embargo, sigue contándose como cierta e incluso, recientemente, ha servido como grosera excusa para agraviarla, en un infame texto presuntamente pedagógico editado por un colegio de Barcelona, en el que se distorsiona soezmente la egregia personalidad de Isabel. La cual, en cambio, fue tomada como patrona y ejemplo por las muchachas de la Sección Femenina, que instalaron en el castillo de la Mota su Escuela de Mandos y lucieron de continuo la Y emblemática de la soberana. Ello justifica, pues, que la podamos considerar camisa vieja, por una u otra causa.

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El eminente gramático Nebrija dijo en 1492 a la reina Isabel: Por la industria, trabajo y diligencia de Vuestra Real Majestad, los miembros y pedazos de España se redujeron y ajustaron en un cuerpo y unidad de reino, la forma y trabazón del cual así está ordenada, que muchos siglos, injuria y tiempos no la podrán romper ni desatar.

Casi cinco siglos después, los excesos y aun los desmadres del vigente Estado de las Autonomías parecen desmentir la creencia de Nebrija. Bueno será, por ello, recordar el empeño de los Reyes Católicos —y singularmente, de Isabel— por fraguar la unidad española, hoy peligrosamente resquebrajada. Puede ser ésta una de las más aleccionadoras consecuencias que nos depare el conocimiento de la poderosa personalidad de la mujer cuya biografía he pretendido recrear, con las salvedades y limitaciones ya manifestadas.

F. V. C.

Noviembre de 1987.