CAPÍTULO V

DOS ADVERTENCIAS PELIGROSAS

L la mañana siguiente, El Luchador, con fecha anterior a su salida para justificar el contenido de las esquelas, era arrebatado de manos de los muchachos que lo voceaban a gritos por las calles. Ya había trascendido la muerte del feroz Kilgore y una serie de controversias se habían encendido con tal motivo.

Rush se daba cuenta de la terrible y peligrosa tarea que había echado sobre sus espaldas, pero estaba dispuesto a llegar donde se lo permitiesen. Su promesa a Pikens era sagrada y no retrocedería ante ningún peligro.

Completamente alerta revisó el edificio para asegurarse de que no podría ser asaltado fácilmente y dos revólveres le acompañarían de allí en adelante en todos sus paseos. Quizá no fuesen suficientes para garantizar su vida de alguna posible traición, pero confiaba en el efecto moral que su acción de aquella noche debía producir en el ánimo de los que se sintiesen inclinados a intentar algo contra él. A quien había sido capaz de llevarse por delante al hombre más temido de todo el poblado, había que mirarle con mucho respeto antes de intentar nada contra él.

El día transcurrió sin novedad alguna y Rush lo pasó encerrado y meditando cómo se iba a desenvolver en el futuro. Carecía de fuentes de información para continuar sus campañas y debía adquirirlas en algún lado, aunque ignoraba dónde.

Pero a la mañana siguiente llamaron a la puerta. Rush preparó sus revólveres y se asomó discretamente a una de las ventanas, ordenando:

—Apártese de ahí quien llame y ponga los brazos en alto si no quiere dejar de levantarlos.

El que llamaba se separó obedeciendo. Rush reconoció por su insignia que era un miembro de la policía local.

—¿Qué deseaba, amigo? —preguntó.

—Simplemente, entregarle un oficio de mi jefe.

—Échele por debajo de la puerta. Lo leeré y si es digno de publicación lo aprovecharé como relleno para el próximo número de mi periódico. Dígaselo así.

El policía obedeció, introduciendo el sobre por debajo de la puerta.

Rush lo tomó echándole una ojeada. El jefe de la policía local le rogaba fuese a visitarle, pues se sentiría gustoso de charlar un rato con él.

El periodista se preguntó a qué obedecería aquel ruego que no era una orden ni una conminación. Quizá la muerte de Kilgore y sus ataques a la policía hubiesen levantado la suficiente polvareda para despertar del marasmo en que se hallaba sumida la autoridad y obligarla a intentar algo más en consonancia con su misión.

Y como era hombre de decisiones tajantes y nada miedoso, revisó sus armas, se convenció de que nadie le acechaba a la salida y calándose el sombrero, se encaminó rectamente a la calle B, donde se hallaba instalado el cuartel de la guardia urbana.

El jefe de la misma, llamado Lynn Tuffle, era un hombre de unos cincuenta años, de estatura media, bastante voluminoso de vientre y con un rostro moreno y un amplio bigote.

Cuando Rush fue anunciado, el policía se apresuró a recibirle dando orden de no ser interrumpido. El periodista calculó que la conferencia iba a ser amplia y sonrió.

Tuffle le invitó a sentarse y después de un momento de silencio, comentó:

—Bien, señor Rush, ha sido para mí un placer conocerle. Hace cuarenta y ocho horas no tenía la menor noticia de su existencia y ahora se ha convertido usted en el hombre más discutido de todo Virginia City. No se quejará de lo rápidamente que le ha aureolado la popularidad.

—Ni tengo queja, ni me siento orgulloso de eso. No he venido a que me tejan coronas de laurel.

—¿Ni siquiera de flores? —preguntó con intención el jefe de policía.

—No puedo asegurarlo, pero la época no es propicia a esos aromáticos brotes de la Naturaleza. Tendrán que dejarlo para cuando vuelva la primavera.

—Nunca faltaría algo con que suplirlas, pero podemos dejar ese tema para su momento. Le he llamado en primer término —aunque usted no lo esperase— para felicitarle por lo bien y espectacularmente que borró usted del censo del poblado a esa fiera sanguinaria que se llamaba Kilgore.

—Muchas gracias, pero ¿no cree que lo natural sería que fuese el pueblo quien le felicitase a usted y no a mí?

—En efecto, pero desgraciadamente eso no es posible, porque para ello yo necesitaría una docena de hombres como usted y no los tengo.

—Entonces, ¿por qué tiene los que no le sirven?

—Porque no hay otros. Es muy cómodo censurar a la policía por no realizar ciertas cosas, pero cuando se carece de medios para llevarla a cabo, ¿qué se puede hacer? Yo tengo unos cuantos hombres capaces de realizar tareas vulgares, pero no heroicidades, porque no se les puede exigir a base de un sueldo modesto. Usted debía comprenderlo, pero opina igual que su antecesor y éste es el problema.

—¿Es que para lucir la insignia no se les exige antes el cumplimiento del deber que aceptan?

—Oh, sí, naturalmente, pero luego a la hora de la verdad nadie se siente suicida. Mire, señor, usted es al parecer novato aquí y…

—Un momento. Que yo desconozca Virginia City, no quiere decir que sea novato. Llevo dos años paseando por los lugares más broncos del Oeste y he aprendido mucho a costa de muchos peligros. No soy un turista precisamente.

—Lo sé, lo sé. Tengo algunos informes de su persona pedidos telegráficamente. Si no me han informado mal sufrió usted un proceso por injuria y difamación y está reclamado por los tribunales de Nueva York.

—En efecto, y veo que le han informado mal. Yo hice una campaña periodística de moralidad en el Thimes Herald para desenmascarar a unos cuantos estafadores potentados que, amparados en su posición, creían que podían expoliar a la gente impunemente. Lo empecé a conseguir, más allí la razón la impone el papel sellado que sólo lo poseen unos pocos y me envolvieron en aquel proceso del que yo no podía defenderme.

—Ya. Y vino usted aquí ¿por qué?

—Porque aquí la razón la tenía yo en mi mano en un colt del 45, que no es igual.

—Hasta cierto punto, pero ya hablaremos de eso. Ahora, de momento, quiero decirle algo que espero lo medite bien. Usted se ha hecho cargo de El Luchador, un periodiquillo muy simpático y ameno si tuviese la justa medida de hasta dónde se puede y debe llegar y hasta dónde no. Yo advertí a Pikens sobre lo que podía sucederle y… ya ha visto usted el lamentable resultado.

—En efecto. Un resultado lamentable que no favorece en nada a la policía. Los que debían defenderle por ayudarle dejaron que lo asesinaran.

—Eso es muy fuerte. Si cada uno tenemos una misión, él debía atenerse a la suya y dejar a los demás que cumpliesen o no la que tenían asignada. Mientras él no se metió en el terreno de Kilgore, éste no se metió con él.

—Y la policía que sabía que la estaba dejando en mal lugar, tampoco.

—La policía posee sus métodos y…

—Métodos que dejan a los asesinos sueltos y a los infelices a merced de los asesinos. No esperará que alabe el procedimiento.

—Ya lo sé que no, pero con el tiempo se curará usted de ese sarampión periodístico y será más práctico que al parecer piensa serlo. Yo le diría que un periódico es una excelente palanca para mover el mundo un poquito y sacarle cierta utilidad sin apelar a nada deshonroso, claro es, pero sin extremar las cosas. ¿Usted cree que porque exponga la vida neciamente cada minuto le van a llover suscripciones y le van a llenar los bolsillos de oro? Pues no lo crea. Algunos lo comentarán con simpatía, otros con odio y lo que usted venda apenas si valdrá para cubrir sus más estrictas necesidades. Virginia City es un poblado escabroso como todos los pueblos mineros donde el bien y el mal viven y vivirán confundidos aunque se pretenda lo contrario. Yo no sé de ningún pueblo donde ni la autoridad ni los románticos como usted hayan podido convertir los zarzales en un rosal. El flujo y reflujo de hombres broncos es tan constante, que estaría usted matando indeseables a diario y se encontraría con que su tarea carnicera no servía para nada, porque otros habrían tapado la brecha. Es lamentable decir esto, pero es una gran verdad y como la experiencia me ha hecho comprobarlo, es por esto por lo que trato de que lo comprenda ya que usted me ha sido un hombre simpático. Y conste que yo no le voy a censurar ni a procesar porque de vez en vez se entretenga usted jugando al blanco con un tipo de la calaña de Kilgore. Puede hacerlo y hasta se lo agradeceré, pero no me pida a cambio que me dedique a guardar sus espaldas, porque no tendría ni personal ni tiempo para hacerlo.

»Eso corre de su cuenta y hasta aquí podemos estar de acuerdo, pero en lo que ya no lo estaremos es en algo que voy a advertirle.

»Aunque usted no lo crea, por estar esto tan alejado del Este, la influencia de eso que dice usted que manejan las razones con papeles sellados, también llega hasta aquí. Los negocios tienen muchas facetas que hay que admitir cuando le son impuestas a uno y es necio pretender purificarlas estrictamente, porque no se conseguiría.

»Quiere esto decir, que aquí existe cierto consorcio minero que ha expuesto muchos dólares en constituirse y que está tratando de salvar su negocio por todos los medios. Quizá puritanamente sus procedimientos no sean producto de un alambique, pero así hay que admitirlos cuando la fuerza es grande y el poder de lucha contra ellos pequeño.

»Yo tengo un cargo en el que me siento muy a gusto porque lo capeo como los temporales y porque sé que si me obstinase en llevarlo mejor fracasaría y perdería todo y me conviene conservarlo. Usted tiene un periódico ahora y trata de levantarlo como es lógico. Hágalo, pero sin exponerse a que se lo hundan. Olvide que existe ese sindicato y si en algún momento se ve en un apuro, no faltará quien se lo resuelva amistosamente y sin ningún género de publicidad.

»Si no comprende esto, pues… puedo recibir en cualquier momento una orden de expulsión contra usted que me vería obligado a cumplir con todo el dolor de mi corazón. Su antecesor estaba al borde de sufrir ese contratiempo y sólo su muerte lo ha evitado.

»He leído en el número de ayer ciertas alusiones un poco fuertes respecto a ese asunto y la promesa de decir muchas cosas más. Me figuro que ese suelto lo tendría redactado Pikens y que usted lo aprovechó a falta de cosa mejor, por lo que no le culpo de haberlo escrito, pero le recomiendo que olvide que lo ha publicado y se ocupe de meterse con los dueños de los garitos que roban con trampa a los mineros, de los indeseables que cometen tropelías y hasta de los industriales desaprensivos que explotan a la gente. Eso tiene un encanto y le da un valor, pero no pase de ahí.

»Es el consejo de un hombre que conoce esto a fondo y que sabe lo que le puede esperar. Es usted audaz y valiente, saque producto a su espíritu de luchador, pero no intente empresas superiores a sus fuerzas, porque fracasaría y lo lamentaría enormemente.

»Creo que es cuanto tenía que decirle. Por lo demás, me tendrá siempre a su disposición si personalmente puedo ayudarle en algo.

Rush le había escuchado fríamente sin interrumpirle, dándose cuenta de cuanto encerraba el consejo. Cuando terminó de hablar se levantó indolente diciendo:

—He tenido mucho gusto en conocerle, señor Tuffle. Le he escuchado con la cortesía que merece su cargo y ha sido para mí muy sabrosa esta entrevista. Claro que como mi memoria es un poco infiel, algunas cosas de las que acaba de decirme es posible que no las recuerde, pero si así es, no las tome a desprecio, sino a flaqueza de memoria.

El jefe de policía, dándose cuenta de lo sutil de la afirmación, frunció el entrecejo y repuso:

—Será una pena que olvide lo más interesante. En fin, quizá un día reciba usted una invitación del señor Smiles para almorzar con él, o se sienta tan demócrata que le haga una visita a su redacción para conocerle personalmente y charlar un rato con usted. Posiblemente esa visita sirva de estimulante a su memoria para que no olvide lo que más pueda interesarle.

La visita se refería a Slim Smiles, presidente del Sindicato Minero. Rush repuso:

—Si me invita, temo que mis muchas ocupaciones me obliguen a hacerle el desaire de no acudir a la cita, pero si me visita mi proverbial cortesía me impediría dejarle en la puerta.

—Siempre es bueno acortar distancias. Smiles es un hombre muy campechano y no siente escrúpulo en visitar a nadie por modesto que sea.

—En ese caso, si es hombre que no siente escrúpulos me figuro que irá a visitarme.

Con un saludo cortés de mano se despidió abandonando el cuartelillo de policía. La conversación había sido muy sabrosa para él porque le orientaba en el verdadero hueso a roer durante su próxima campaña. El Sindicato debía resultar un nido de víboras con chaqueta y patillas y él no sentía miedo en meter la mano dentro del cubil.

Y rumiando tan sabrosa conversación se dirigió a la imprenta.

Su presentimiento no fue equivocado. Al día siguiente, cuando trabajaba en organizar su nueva propiedad, llamaron a la puerta y al asomarse con precaución por la ventana, descubrió un pequeño carricoche detenido a corta distancia de la imprenta y ante la puerta a dos individuos bien vestidos que en nada se parecían a los tipos corrientes de las minas y los locales de recreo. Rush preguntó:

—¿Quién va?

—Desearía hablar con usted si como me figuro es el nuevo propietario de El Luchador. Me llamo Slim Smiles.

—Un momento.

Levantó la barra que atrancaba la puerta y les invitó a entrar, examinándoles rápida e intensamente mientras avanzaban.

Smiles era un hombre de unos cincuenta y cinco años, de estatura media, ni grueso ni delgado. Vestía con afectada elegancia su levita gris y sus pantalones de tubo, mientras su cabeza pequeña se cubría con la alta chistera. En su rostro apimentonado lucían dos patillas grises en forma de chuleta y un bigote también agrisado que le prestaba un aire de senador.

Su acompañante era un tipo alto y seco, de color aceitunado, con el rostro largo, el mentón en punta y la nariz aguileña. Sus ojos grises parecían carecer de expresión y fueron aquellos ojos los que menos le gustaron al periodista.

Éste, se excusó diciendo:

—Perdonen, pero el mobiliario de mi publicación es de tan escasa calidad, que carece de asientos adecuados para recibir a nadie.

—No se preocupe —repuso sonriendo Smiles— soy hombre tan demócrata que me avengo a todos los ambientes.

Y se sentó displicente sobre un cajón, mientras su compañero permanecía en pie.

Smiles hizo su presentación:

—Mi secretario, Abel Chase.

—Mucho gusto en conocerle —repuso Rush sin molestarse en ofrecerle su mano.

Hubo un momento de embarazoso silencio. Rush no quería romperlo esperando que fuese su visitante el que hablase y éste parecía no tener prisa mientras echaba un vistazo alrededor.

Por fin dijo:

—Una pena que esto sea tan pobre. Esa minerva ya está muy vieja y anticuada y ese comodín no parece muy surtido de elementos de trabajo. Creo que no costaría mucho renovar todo esto montando una imprenta digna de un periodista de su categoría.

—Muchas gracias por sus buenos propósitos —repuso irónico Rush—. Supongo que no le habrán comisionado las fuerzas vivas de Virginia City para interesarse por la renovación de mi pobre imprenta.

—Oh, claro que no; es un comentario personal que me sugiere la visita. No había estado nunca aquí.

—Lo cual quiere decir que es un honor que debo agradecer y tener en cuenta.

—No sé, eso tendrá que estudiarlo usted más adelante.

—¿Con qué motivo?

—Simplemente con uno que le voy a exponer. Escúcheme, porque soy un hombre terriblemente práctico que me gusta tratar los negocios sin rodeos.

»Aunque le parezca mentira, en las pocas horas que han transcurrido desde la muerte de Pikens hasta ahora, he tenido tiempo suficiente para tomar muchos informes de usted. Me gusta saber con quién voy a tratar y no lo hago sin antes saberlo.

»Su antecesor era un pobre hombre que se hizo periodista por afición y hasta diría por necesidad. Fue víctima de un timo que le revulsionó y hasta cierto punto creí justificada su actitud de lanzarse a estas campañas en represalia por lo que le sucedió.

»Usted es distinto. Es un periodista profesional, procede del Este, donde yo también he trabajado mucho y por conocimiento de aquello está obligado a ver las cosas desde otro punto de vista.

»Yo sé lo que le sucedió en Nueva York y por qué tuvo que venir al Oeste. Se salió usted de ambiente y no supo aprovechar un momento adecuado para haber consolidado su posición social dominando un poco sus nervios. Padecía usted entonces el sarampión del periodismo y eso le perjudicó.

»Pero ahora, aquí, ha visto usted mucho y aprendió bastante. Ha podido darse cuenta de lo que es esto y de lo descabellado que resulta intentar empresas donde se puede uno mellar los dientes sin resultado práctico para nadie. Por esta causa creo, que colocado en un discreto trampolín, puede usted estabilizar su vida con decencia y hasta mantener su fuero sin grandes claudicaciones, pero sacando utilidad a su profesión.

»Un periódico de esta naturaleza no da para vivir. Lo sé a fondo porque la venta por grande que sea se come toda utilidad a través de los gastos que se requieren para mantener la publicación.

»Aparte esto, las dificultades para surtirse son grandes. El papel y las tintas hay que traerlas de fuera y si esto resulta complicado de por sí, piense qué sucedería si alguien se obstinase en obstaculizar la llegada de esos materiales. Usted no podría editar el periódico por falta de ellos y sin editarlo, pronto la miseria sería el fantasma del hambre para usted.

»Por otra parte, éste es un poblado muy bronco. No diré que todos los días surjan tipos como Kilgore, pero sí medios tipos que reunidos y bien conducidos pueden perturbar mucho su vida y su negocio. He visto arder muchos edificios sin que se supiese cómo ni quién los incendió y éste no parece muy sólido ni refractario a las llamas. En fin, sería ocioso enumerarle la serie de accidentes y complicaciones que podría sufrir sin necesidad y eso usted que no es tonto puede calcularlos.

»En cambio, con una actuación equilibrada y discreta puede siempre contar con ciertas ayudas que le salven muchas dificultades. Yo no soy un hombre tacaño ni refractario a realizar el bien. Me hago cargo de las situaciones difíciles de los hombres, activos y luchadores y me siento inclinado a ayudarles en sus dificultades sin interés ni vanidad. Nada de echar las campanas al vuelo por una ayuda generosa que nada equivale, sino un silencio discreto y una comprensión mutua, que es bastante.

»Claro que yo no le insinúo por eso que debe usted cambiar el tono que hace honor al título de su periódico. Es un bonito título y soy el primero que entiende que publicaciones de esta índole son muy beneficiosas para las poblaciones. Hay mucho vicio que combatir, muchos indeseables y matones a quien fustigar, locales donde se juega con barajas marcadas, con dados rellenos, con ruletas preparadas. Algo que compone, una lacra social a combatir porque hay que proteger al trabajador y no permitir que ciertos tipos los roben y exploten en pequeña escala sus míseros jornales.

Rush, que le había estado escuchando sin pestañear, le interrumpió para hacerle una pregunta cáustica:

—¿Robos en pequeña escala nada más?

—Entiéndame. Me refiero al robo en general, a ese atraco descarado que es el baldón de las ciudades. Me preocupo del trabajador que se ve precisado a derramar el sudor de su cuerpo en un trabajo duro y luego, gente sin escrúpulos se lo roba sin arte ni gracia y sin pensar que le deja sin comer muchas veces solamente por llevarle un mísero puñado de dólares.

—Muy bien. ¿Qué me dice entonces de los robos de alta escala?

—Si se refiere usted al asalto a un banco o a una diligencia, quedan incluidos en mi punto de vista. No se realizan sin víctimas y eso es reprobable.

—Muy interesante su modo de enjuiciar estas cosas. ¿No hay más excepciones ni más ampliaciones en su relación?

—No, no las hay. Creo haber incluido cuanto estimo pertinente para una buena labor.

—En ese caso, quizá haya que discutir algo más. ¿Qué me dice usted de ciertos negocios mineros? Algunos sindicatos por ejemplo, minas que se fingen descubrir y que no son tales, acciones falsas que se venden y luego no pueden rendir utilidad, en fin cierta gama muy interesante que ha quedado fuera de su programa.

—Hablando de negocios ya es otra cosa, porque los negocios usted lo sabe, están expuestos a quiebras y a alteraciones aparte de que en ellos ya no intervienen pobres asalariados que ganan un jornal, sino capitales sólidos que a veces aun sufriendo algunos quebrantos no por eso producen ruinas fulminantes. La cuestión negocio debe ser excluida porque sólo es un azar de la suerte o del manejo del mismo y nada tienen que ver con eso.

—Creo comprenderle. Una raya fija en las campañas; una de cal y otra de canto para mantener un equilibrio que no sea demasiado ambicioso.

—Magnífico. Veo que es usted un espíritu sutil que sabe comprender las cosas elegantemente. Espero que nos entendamos armoniosamente.

—Yo creo que no, señor Smiles. Para mí se llame negocio o atraco a mano armada cuando se monta un artilugio para envolver a alguien y sacarle tanto da un dólar como un millón, es un asunto sucio que debo combatir.

—Quizá, pero dese cuenta del peligro a equivocarse. Aparte de los accidentes posibles a sufrir, debe tener en cuenta que ciertas cosas hay que probarlas y en negocio es difícil. Corre uno el riesgo de pasar por calumniador y verse envuelto en un proceso, expulsado por difamación, muchas cosas engorrosas que, aunque se sea muy hábil como usted, se pueden sufrir. Me permito llamar su atención en ese punto porque es muy interesante.

—Mucho, pero yo soy un hombre muy especial. Si en Nueva York quisieron envolverme en un papeleo de abogados hábiles con la lengua nada más, aquí habría que envolverme con balas de revólver y contra esas tengo más medios de defensa que contra los expedientes.

—Podría encontrarse con las dos cosas a la vez.

—Resumidas en una sola, señor Smiles. Para poner en práctica un expediente harían falta revólveres como argumentos de difícil oposición y con expedientes o sin ellos sin plomo nada se conseguiría. Estoy dispuesto a correr el riesgo y a no hacer excepciones de ninguna clase.

—Bien, en ese caso, creo que nada hemos hablado. Creí encontrar un hombre comprensivo y práctico y me encuentro con un suicida. Lo siento, porque me había sido usted muy simpático y creí que podríamos ser amigos.

—Puede usted intentarlo si ése es su gusto, pero me temo que no lo haga.

—En efecto. Yo llego hasta cierto límite en el terreno extraño, pero no doy facilidades para que entren en el mío. Espero que lo comprenda.

—Está comprendido. El Sindicato Minero me declara la guerra.

—No. El Sindicato acepta la que usted le declara, que no es igual. Nosotros no atacamos, pero nos defenderemos y nuestras defensas no son insignificantes, puede creerlo.

—Me lo figuro, pero no hay fortaleza que no tenga un punto vulnerable. Todo es cuestión de dar con él.

—Eso es, pero cuando uno se equivoca, qué lamentable el fracaso.

Smiles se levantó con indolencia sacudiéndose unas motas imaginarias de su bien cuidada levita.

Rush le miró con humorismo:

—¿Algo más, señor Smiles?

—Nada más, señor Spry. Vine porque creí que mi amigo el jefe de policía podía no haberle explicado con claridad la situación. Me gusta tratar los negocios directamente para tenerlos en mi mano y por eso le he robado unos minutos de su precioso tiempo. Después de esta charla sólo me queda por decir que el Sindicato Minero y yo con él, estará siempre dispuesto a acogerle con cariño si usted les corresponde de igual forma. Nada más.

—Muchas gracias. Estoy a la recíproca en lo que a mi pobre imprenta y publicación se refiere.

Smiles señaló el exiguo montón de papel que había en un rincón y preguntó:

—¿Cuántos números creé usted poder tirar con ese papel?

—Un par de ellos.

—Eso he calculado yo. El tercero no saldrá a la calle y será una pena porque acaso podría ser el más sabroso.

—El tercero saldrá a la calle porque yo me llamo Rush Spry.

—Magnífico. Así me gustan a mí los hombres; confiados en su fuerza. De todas formas, si no pudiese resolver el asunto sabe que puede buscarme y acaso…

—Gracias, pero, o saldrá por mis propios medios o no saldrá.

—Que para el caso es igual. Buenos días y que tenga usted suerte.

Con paso mesurado y tranquilo se dirigió hacia la salida. Chase le cedió el paso dejándole salir por delante y, cuando el presidente del Sindicato estuvo fuera, cubrió con su cuerpo la puerta y antes de salir se volvió hacia Rush, diciéndole bruscamente:

—Como habrá observado, no he intervenido para nada en esta conversación, pero si me permite un consejo…

—Gracias. Mis asuntos no los trato a través de los secretarios, sino directamente con las cabezas visibles de los negocios. Lo que el señor Smiles no haya dicho no creo que pueda usted decirlo.

—Se equivoca, señor, puedo decirle una cosa que él no ha dicho.

—¿Y es?

—Que él es el cerebro que dirige y yo el brazo que ejecuta.

—Lo sabía desde que le vi a usted entrar. Su cara no indica que sirva usted para otra cosa más elevada. Yo tengo sobre usted una ventaja más sólida y es que soy el cerebro conductor y el brazo ejecutante también. No lo olvide.

Y le despidió con un gesto gracioso de mano.