Capítulo IX

LOS DIENTES DEL CEPO

UN furor inaudito se apoderó de Nigel después de la violenta escena con Majorie. Se había dejado llevar de un impulso irrefrenable haciendo una promesa tonta y ahora no tenía otro remedio que ser fiel a su palabra. Bien…La cumpliría. Daría a Mason un margen de tiempo para que arreglase su situación, margen que quizá lo aprovechase para buscar dinero y ofrecer a una investigación una normalidad ficticia que cesaría en cuanto pasase la impresión, pero no le dejaría de la mano y le vigilaría en sus más nimios detalles, para seguir sus pasos y tratar de averiguar cuáles eran sus maquinaciones.

Sin humor para hablar con nadie, al día siguiente montó a caballo, y dejando que éste trotase a su albedrío, se alejó del poblado subiendo cerros y desmontes, atravesando trochas y arroyos y filtrándose por bosques y cortadas sin darse cuenta de ello.

Súbitamente, se dio cuenta de que se había alejado con exceso del poblado. Lo menos diez millas hacia el Este, por el camino contrario al que había traído cuando regresó al pueblo.

Se hallaba próximo a Thedford, un pueblo que también pertenecía a la ruta, a muy poca distancia del Middle.

Se erguía en lo alto de un cerro a la grata sombra de un grupo de árboles que le preservaban del fiero sol de la mañana, cuando al echar un vistazo al sendero que quedaba por bajo de él, a una distancia de cien yardas, descubrió un jinete que galopaba a buen trote, y algo le fue familiar a los ojos cuando le descubrió inclinado sobre el cuello del caballo.

Aquella figura, un poco obesa y achaparrada, aquel contorno brusco, carente de gracia, era el del cuerpo de Mason, aunque ahora no vestía su imponente levita negra, ni su chaleco rameado, sino una chaqueta de cuero, un sombrero de cowboy y unos pantalones azules embutidos por su parte baja en la caña de sus altos leguis.

De modo mecánico, Nigel hizo retroceder su caballo, amparándose mejor tras los árboles hasta dejar pasar a Mason, y luego, intrigado de verle llevar tal dirección, decidió seguirle discretamente.

Cuando consideró que no podía verle, descendió de la loma y puso su caballo al trote, pero se separó de la senda y por un camino quebrado, siguió la misma dirección, hasta que un cuarto de hora más tarde, conseguía descubrirle galopando por el camino.

Media hora después daban vista a Thedford, y Nigel supuso que allí rendiría viaje.

Lo difícil era seguirle por el interior del poblado. Lo más seguro era que le descubriese, en cuyo caso su plan de espionaje fracasaría, pero como no había opción, decidió correr el albur.

Lentamente penetró en el poblado con los ojos clavados adelante, buscando el caballo de Mason, pero éste debía haberse filtrado por alguna calle trasversal haciéndole perder su pista.

Contrariado, decidió realizar una inspección por todo el centro y recorrió calles y callejas, hasta que al desembocar en una espaciosa plaza, descubrió la montura del banquero.

Se hallaba parada a la puerta de un edificio de dos pisos, una bella construcción de ladrillo, de tipo moderno, sobre cuya fachada un cartel anunciaba:

 

«HOTEL TEXAS»

 

Nigel, prudentemente, dejó su caballo en la boca de una calle próxima y se acercó cauteloso hasta situarse ante la entrada del hotel. Éste, no sólo era un edificio moderno y confortable, sino que el hotel resultaba quizá el más lujoso de todo aquel lado de la región.

La puerta de cristales giraba a ambos lados, y detrás un hall grande y bien decorado dejaba ver el mostrador de recepción, así como una elegante escalera que arrancaba del fondo para deslizarse en forma de caracol retorciéndose a derecha e izquierda.

A través de los cristales, descubrió a varios clientes del hotel, que por su tipo denunciaban ser ganaderos de excelente posición, traficantes bien vestidos y algunos individuos de exótica indumentaria, que Nigel clasificó rápidamente como tahúres profesionales.

¿Qué clase de hotel sería aquél y qué tendría que hacer Mason en él?

Después de un momento de duda, se decidió a penetrar. Pediría una habitación y trataría de sacar partido de aquella situación extraña.

Se acercó al mostrador y solicitó una estancia para dormir. El empleado le miró un momento con desconfianza, como si no le juzgase digno de habitar en semejante establecimiento, pero debió causarle respeto el colt que Nigel balanceaba negligentemente con su mano derecha mostrándoselo más que como un objeto curioso como una amenaza a no despreciar.

—Son tres dólares—dijo el empleado.

Nigel, sin protestar por el abuso, depositó la cantidad pedida y el dependiente preguntó:

—¿Su nombre? No le choque, es una obligación anotarlo en el libro de entrada; por lo demás, no somos curiosos.

—Billy Parker, ¿le parece bien? —repuso Nigel.

—Magnífico. Firme aquí.

Y le ofreció el libro donde acababa de estampar el imaginario patronímico de Nigel.

Éste echó un vistazo al registro, pero no descubrió en él el nombre de Mason.

—En el piso segundo, cuarto número 20. ¿Se baña usted?

—Algunas veces—repuso humorístico Nigel—. ¿Qué otras comodidades pueden ustedes ofrecerme?

—Tiene usted bar en el primer piso y si le sobran algunos dólares, tiene usted una sala de recreo.

—Me encanta este hotel y creo que me quedaré más tiempo. Aunque no vengo vestido de gran gala, no crea que soy un indocumentado. Precisamente he venido aquí, porque un amigo mío de Nirvay me recomendó con mucho interés este hotel.

—¿De Nirvay? —interrogó el empleado—. No sé, tenemos algunos clientes de allí…

—Seguro. Fué el señor Mason, el banquero. Yo tengo una excelente cuenta en su Banco.

—¡Oh! Debió haberlo dicho antes… El señor Mason… ¡Espere! Creo que mejor que la habitación número 20, le gustará la 32. Tiene un bonito ventanal a la plaza.

—Gracias. Ahora voy a Nirvay. Cuando vea a Mason, le diré que fui muy bien atendido.

El empleado hizo un guiño picaresco y repuso en voz baja:

—El señor Mason está aquí. Ha Venido hace un rato.

—¡Diablo, eso me encanta! ¿Dónde está ahora?

—¡Chist…! Está con la señora…

—¡Ah! ¡Ya…! Debí sospecharlo…

—No sé si se quedará. Llevaba algunos días sin venir y la señora estaba ya impaciente.

—Es natural. ¿Cree usted que será inoportuno hacer por verle?

—Yo creo que sí. No le gusta que le vean. Cuando viene, se queda con la señora y discuten la marcha del negocio. Luego se va y no se da a ver nunca en la sala de juego.

—Comprendido. Un hombre de su posición no puede realizar ciertas exhibiciones… No sería serio…

—Claro, usted lo comprende. El hotel está muy bien, es lo mejor del Noroeste de Nebraska, pero… sus enemigos le acusarían de tener parte en un negocio donde el juego es el aliciente principal. Por eso, si él no le ha hablado del asunto, será mejor que no le vea.

—Creo que seguiré su consejo. Mason es muy amigo mío y de mi padre, pero claro es, su seriedad… su hija…Dígame, dónde está para huir de su camino.

—La señora ocupa las habitaciones del fondo en el pasillo de la derecha del primer piso.

—Gracias. Voy a asearme un poco y luego bajaré a la sala de juego. Allá en Nirvay, es un asco, no se puede jugar uno las espuelas porque en seguida lo critican.

—Pues aquí podrá jugarse hasta el colt, no se preocupe.

Nigel dejó un dólar sobre la mesa para el empleado, y satisfecho de los informes recogidos, se dirigió a la escalera para ascender a la habitación que le había sido designada.

Pero cuando alcanzó el piso principal, echó una ojeada para convencerse de que no era visto y avanzó audazmente pasillo adelante, con dirección a la estancia, que según el empleado, pertenecía a «la señora».

Avanzando de puntillas, llegó hasta la puerta, y de modo indiscreto, se inclinó aplicando el ojo derecho al de la cerradura.

A través del pequeño agujero, sólo pudo captar un lecho de madera lujosamente vestido y un pequeño tocador con espejo ovalado, el resto no podía distinguirlo por falta de espacio visual.

Oía rumor de conversación sin poder precisar palabra alguna, cosa que le encorajinaba. Hubiese renunciado a sus cincuenta mil dólares por poderse enterar de lo que estaban hablando. |

Algo oscureció por un momento la visión del lecho que estaba contemplando. Era una silueta femenina que se había situado frente al ojo de la cerradura.

Imagen

Nigel pudo admirar un tipo de mujer ya de edad un poco madura, pero magníficamente conservada. Era rubia, alta, esbelta, con los brazos mórbidos y las manos finas y pulidas, en cuyos dedos brillaban varias sortijas. Poseía unos ojos verdosos de magníficos cambiantes y un pelo escandalosamente rubio que debía ser teñido.

De su atuendo, sólo alcanzó a distinguir una chaqueta de terciopelo azul celeste, con encajes en el cuello y el arranque desde la cintura de una falda negra. También admiraba un medallón orlado de piedras preciosas que pendía de su magnífica garganta.

La dama gesticulaba con enojo y Nigel apartó la mirada del ojo de la cerradura para aplicar el oído.

Por la posición de ella, pudo captar con nitidez algo que estaba diciendo:

—Lo siento, Wilfred, pero las cosas no han marchado bien durante este tiempo. El hotel tiene mucho gasto y hubo pocos clientes y los pocos que vinieron no se arriesgaron a jugar fuerte. Esto tiene mucho gasto como desgraciadamente sabes y dos golpes de fortuna contra nuestra ruleta me han desequilibrado otra vez. Necesito ese dinero sin falta o tendré que cerrar.

Nigel esperó. Una voz hombruna dijo algo ininteligible y luego, quien hablaba, debió avanzar por que pudo oírle decir:

—Te advertí, Martha me has costado mucho y precisamente el momento es muy malo para mí. Tienes que hacer lo que sea y esperar unos días. Precisamente vine creyendo que podrías dejarme algún dinero para resolver un asunto de suma urgencia… Bien está que no pueda ser, pero no pidas ni un centavo más por ahora. ¡No puede ser, te lo juro!

Nigel miró hacia atrás. Le había parecido oír pasos y estaba aventurándose demasiado. Había reconocido la voz de Mason, y con lo oído, tenía suficiente para saber a qué atenerse.

Volvió a desandar lo andado y descendió al hall.

El empleado estaba atendiendo a dos clientes nuevos y no le vio salir.

Sin pérdida de tiempo abandonó la plaza, montó a caballo, y a todo galope, se dirigió a Nirvay. Presentía próximos y decisivos acontecimientos y quería estar preparado para ellos.

Cuando llegó al poblado se dirigió directamente a las oficinas del sheriff a darle cuenta de lo que había descubierto. Lang le escuchó lleno de asombro, y sumido en un caos de confusiones, preguntó:

—¿Qué deduces de todo esto, Nigel?

—¿Acaso no está claro? Mason sostiene a su costa ese lujoso hotel y los caprichos y lujos de su dueña. Los asuntos marchan mal y está enterrando allí muchos miles de dólares. Esto aclara por qué se ha visto obligado a fingir el robo de los cincuenta mil dólares y no será esto solo. Ella le acucia pidiendo más dinero y yo le tengo amenazado de pedir una revisión de cuentas que puede ser el anticipo de su ruina. Mucho me engañaré si en breve no intenta un nuevo golpe, más desesperado que el anterior.

—¿Qué puede intentar?

—No lo sé, pero hay que estar alerta, Lang. No olvide que en manos de Mason están los ahorros y el pequeño capital de mucha gente, que se vería sumida en la ruina. No sé hasta qué punto se habrán evadido de caer en ella los depositarios hasta este momento, pero si le damos tiempo a que intente otro golpe, la catástrofe será segura.

—Yo no imagino cómo vamos a poder evitarlo.

—Sencillamente no perdiendo de vista a Mason. Hoy he descubierto su viaje por pura casualidad, pero lo mismo que ha intentado eso, intentaría otra cosa. Sólo usted y yo estamos en el secreto y usted y yo debemos montar la vigilancia repartiéndonosla. Será un trabajo pesado, pero quizá no largo.

—Bien, estoy conforme con tu idea. Como yo debo atender las oficinas por el día, tú te encargarás de vigilar durante ese tiempo, y por las noches yo haré mi ronda. Creo como tú que Mason ha de intentar algo decisivo para resolver este bache y salir de él.

Ya de acuerdo, Nigel abandonó las oficinas, dando vueltas en su cabeza a una idea. Se le había ocurrido precipitar los acontecimientos y lo iba a procurar inmediatamente. Se pasó el día rondando discretamente por los alrededores de la casita de Mason, oculto por unas depresiones cubiertas de maleza y sufrió una grave tortura al descubrir por dos veces a Majorie en el pequeño jardín, una de ellas regando las plantas y otra sentada en un banco, leyendo una revista.

La visión de la muchacha amargó sus pensamientos. Se preguntaba qué iba a ser de ella, cuando su padre tuviese que declararse en ruina, y aún peor, qué sucedería si el orgulloso banquero cometía alguna nueva y villana acción que le pusiese al borde del precipicio.

En otras circunstancias, él podía haber paliado su dolor e incluso cuidarse de su porvenir, pero ahora, ¿qué podía intentar, si aquel incipiente amor que les uniera años atrás había muerto en el pecho de ella?

Para Nigel era un tormento pensar en Majorie y en su porvenir, pero nada podía hacer para evitar su ruina.

El bienestar de mucha gente del poblado estaba en sus manos y el deber le dictaba no sacrificarles a todos solamente por salvar a quien nada debía, sino eran malos ratos y una situación anómala y cruel.

Al llegar la noche distinguió un caballo que, dando un rodeo para no entrar por el camino general, llegaba a la casita. Era Mason que regresaba sombrío y de un humor de todos los diablos.

Majorie, preocupada, quiso sondear su ánimo, pero el banquero no estaba para confidencias. Se limitó a decir que venía de celebrar una entrevista con algunos elementos de los que estaban preparando el gran proyecto que tenía entre manos y que habían surgido ciertas dificultades que debía estudiar para resolverlas.

Y sin siquiera darle pie para que le ayudase a calmar sus nervios comunicándole la promesa que había arrancado a Nigel, se encerró en su despacho y tuvo que renunciar a verle y hablarle por aquel día.

A la mañana siguiente, Mason se presentó en el Banco. Su velada, que se prolongó hasta altas horas de la noche, había resultado fructífera hasta cierto punto, pues había llegado a la conclusión de ciertos planes que no tardando mucho debería poner en práctica.

Ya allí, escribió una carta que envió con uno de sus empleados a la granja del padre de Dennis. Era una carta muy estudiada, en la que solicitaba de él un préstamo con carácter particular de diez mil dólares, con la promesa de hacer la devolución ocho días más tarde.

Ponía como justificación su compromiso de abonar por su cuenta los cincuenta mil dólares desaparecidos y no contando en efectivo aquella cantidad en el momento, tenía que realizar gestiones de venta de valores de carácter particular, para reunir dicha suma e ingresarla en los fondos del Banco.

Mason esperaba con ansia la contestación. Del buen resultado de su carta dependían muchas cosas que le tenían nervioso y preocupado.

Se hallaba esperando la respuesta, cuando se produjo algo insospechado que le obligó a palidecer de angustia.

Uno de sus empleados acababa de presentarle un cheque por valor de diez mil dólares, cantidad que Ted Neil, el padre de Nigel, tenía depositada en el Banco y que el viejo comerciante por instigación de su hijo, reclamaba como cancelación de su cuenta corriente en el Banco.

Mason, furioso, ordenó que Nigel fuese pasado a su despacho, y cuando se enfrentó con él, exclamó furioso:

—¿Qué es lo que te has propuesto, Nigel?

—Simplemente cobrar un dinero que mi padre tiene aquí depositado. Lo necesita para un negocio urgente y como es suyo, no creo que nadie pueda negárselo.

—Claro que no, pero… es muy chocante esta retirada de su cuenta corriente. ¿Te has propuesto arruinar el Banco?

—Me es igual, pero si ese dinero fue depositado aquí, aquí debe estar y no creo que esto constituya una ruina.

—Posiblemente no, pero tú sabes cómo operan los Bancos. El dinero se mueve para que produzca y no siempre está en la caja en metálico. Se compran acciones, se hacen préstamos…

—Sí, pero no me dirá que todo el dinero está empleado, y si lo está… deme su equivalencia en valores fácilmente vendibles y sin pérdidas. Mi padre necesita el dinero.

—¿Hoy precisamente?

—Hoy precisamente.

—¿No puedes esperar dos días? He dado orden de venta de valores y he cursado órdenes de cancelar préstamos. Quiero recoger todo para que esté en caja, cuando tú dispongas que se haga esa inspección humillante.

—Lo siento, pero no puedo esperar. Ha de ser hoy precisamente.

Mason sudaba como un condenado. No quería deshacerse de un solo dólar y la pretensión de Nigel descomponía terriblemente todos sus planes.

De modo desesperado, forcejeó con Nigel para obtener de él una demora de dos días, pero el joven, inflexible se mantuvo enérgico en su pretensión. No sólo no quería dar un respiro al banquero, sino que estaba temiendo que aquel dinero, todo el producto de muchos años de trabajo de su padre, desapareciese sin forma posible de rescatarlo.

La discusión fue rota por la presencia de uno de los empleados portando una carta. Era la contestación del padre de Dennis.

Mason, con el pulso temblón, rasgó el sobre y echó un vistazo al interior, lanzando un suspiro de alivio. Dentro había descubierto varios billetes de mil dólares. Rabioso, sin pedir permiso, leyó ávidamente el contenido de la misiva. Ésta era fría, aunque cortés. El ranchero Powell le decía que atendía su ruego más que por hacerle un favor personal, por ayudar a sus convecinos a garantizar sus intereses, pero no había entre ellos nada de cordial después del incidente que había ocasionado tan amargos sinsabores a su hijo, siendo el más lamentable la actitud despectiva de Majorie.

Mason maldijo mentalmente la decisión de su hija de romper con Dennis, pero ahora nada le importaba. Aquél era un asunto que pertenecía al pasado, y el presente mostraba unas facetas que le alejaban de sus proyectos millones de millas.

Levantó la cabeza y al observar la fría mirada de Nigel tuvo un absceso de rabia, y extrayendo los billetes, los arrojó sobre la mesa rugiendo:

—¡Toma! ¡Y así os sirva de veneno a tu padre y a ti esta cantidad! Os habéis propuesto hundirme, pero no lo conseguiréis. Mason es más fuerte y más listo que todos vosotros juntos. Ahí tienes tu dinero y algún día te arrepentirás de esta actitud de acoso.

—Quizá, pero… mejor quiero arrepentirme de eso, que de haber permitido que mi padre perdiese sus ahorros.

Mason, hecho una fiera, se levantó gritando:

—¡Fuera de aquí, pistolero agresivo! Te vales de tu habilidad manejando el revólver y de mis años para amenazarme. ¡Tu dinero! ¿Crees acaso que me iba a quedar con él?

—Ya no puedo creerlo, puesto que me lo ha restituido. Es más en desagravio, me apresuraré a comunicar la noticia a los que esperan el resultado de esta gestión. Les diré que es usted un hombre serio y solvente, que hace honor a sus compromisos y que pueden pasar a retirar sus depósitos, seguros de que no se opondrán a tan legítimo derecho.

Y con un saludo cómico abandonó el despacho.

Mason quedó tenso al oír la amenaza. Si la cumplía, y empezaba a afluir depositarios a la ventanilla, solamente el contenido de su revólver, bien aplicado a su cabeza, podría resolver la situación.

Y temeroso de tener que recurrir a semejante medida, se apresuró a dar orden a sus empleados de que advirtiesen a quien acudiese en busca de dinero, que había salido y que hasta el siguiente día no podrían retirar fondos. Era lo único que podía hacer para ganar tiempo, el tiempo que le estaba aplastando.