Capítulo II

DIEZ MINUTOS DE RETRASO

AQUEL sábado; contra su costumbre, pues los sábados por la tarde no acudía nunca a su despacho del Banco, Mason pasó todo el día en él. Se había hecho servir una frugal comida de una taberna del poblado y solo, sin que empleado alguno le ayudara, había estado entregado a ciertas manipulaciones de una gran trascendencia para el negocio.

Sobre las cuatro llegaría la diligencia del Middle, que una hora más tarde, cuando recogiese el correo y los pocos viajeros que en sábado por la tarde abandonaban el poblado, seguiría rumbo Noroeste y en la que debía enviar un abultado saco que él mismo había manipulado sin que nadie interviniese en la operación.

Cuando la diligencia llegase e hiciese entrega del saco ya tenía preparado todo para marchar de Nirvay y aunque su hija le había pedido que le llevase con ella, él se negó rotundamente, alegando qué iba a tratar secretamente de un asunto de gran envergadura comercial y que la persona con quien iba a tratar no quería que se supiese que estaban en negociaciones, por si alguien sospechaba el motivo y se adelantaba a ellos.

—Es algo grande, Majorie—aseguró—, algo que acabará de redondear mi posición y la tuya. El día que la gente del valle y aun de más allá, lo sepa, no sólo se va a asombrar, sino que algunos se van a tirar de los pelos al comprobar que yo, más modesto que ellos, les he arrebatado un negocio de enorme envergadura.

Y sin querer añadir más, recomendó mucho a su hija que pasase un buen domingo en compañía de Dennis y se dirigió al Banco donde permaneció hasta poco antes de las cuatro.

A esa hora tenía en orden un voluminoso saco de grueso cuero que pesaba bastante. Había sido atado con un fuerte alambre, cogidas las puntas con un plomo machacado a guisa de precinto, y luego, un enorme sello de lacre con sus iniciales entrelazadas servían como doble garantía de que no podía ser abierto impunemente.

Lo dejó en su despacho bajo llave, y, cruzando la plaza, se dirigió a la Casa de Postas que a su vez era oficina de correos.

El jefe le saludó servilmente y Mason, haciéndole una seña, murmuró a su oído:

—Tengo que hablar con usted, señor Caster.

Éste le ofreció su despacho, y ya, ambos a solas, el banquero preguntó:

—¿Es de confianza el mayoral de la diligencia que llegará dentro de unos minutos?

—Mucho, señor Mason. Se trata del viejo Jasper. Lleva haciendo el recorrido siete años y jamás ha habido la menor queja sobre él. ¿No le conoce usted?

—De vista, pero carezco de informes, y me alegran los que usted me proporciona. Así, pues, ¿cree que se le puede confiar cualquier cosa?

—Sin temor de ninguna especie.

—Bien. Tengo que realizar un envío arriesgado y no hay otra solución que confiar en él. Hoy mismo tiene que salir de aquí un saco de cuero que contiene cincuenta mil dólares. Es una transferencia que debo hacer al Banco Ganadero de Marsland, sin demora alguna. Dicho Banco ha pagado por orden mía esa cantidad a unos ganaderos de allí, confiando en mi solvencia y yo he prometido solemnemente que el dinero saldría de aquí en la diligencia de hoy. Si así no fuera mi crédito se vería entredicho y usted se hará cargo de lo que esto significa para un negocio bancario de la importancia del mío.

—Naturalmente que me hago cargo afirmó el jefe—, pero no creo que haya inconveniente en que salga. Yo hablaré con Jasper y le haré saber la importancia del contenido, sin darle cifra de lo que contiene. No es por nada, pero con recomendarle que el contenido es valioso, bastará.

—Muy bien. Tengo que confiarme a él, pero no quiero que esto trascienda. El lugar no es peligroso, se han dado pocos casos de asaltos por aquí, pero la línea es larga, hay lugares propicios y no estoy tranquilo. Supongo que en la diligencia habrá algún lugar propicio para ocultar el saco a la vista de la gente.

—Sí. El asiento de Jasper está hueco. Se levanta la tapa y dentro, debajo de él, quedará oculto.

—Magnífico… Ahora… la cuestión de los viajeros. ¿Salen muchos en la diligencia?

—Hoy no. Como usted sabe, los sábados y domingos esto está muy animado y la gente en lugar de salir de aquí, viene. Sólo he despachado tres billetes. Saldrán una señora anciana, que va a Rita Park a reunirse con una sobrina que se casa, la hija de un agricultor del valle, que se apeará antes de llegar al primer poblado cerca de la granja, donde trabaja y una joven que va a Séneca. Eso es todo.

—Es lástima que no viaje algún vaquero también. Un hombre con revólver al cinto es una garantía si ocurre algo en el camino.

—¿Qué va a ocurrir, señor Mason? —No sé, pero usted comprenderá que cuando tiene uno que confiar al azar una cantidad así, no está tranquilo hasta que la sabe en el lugar de su destino. ¿Se da usted cuenta de lo que significaría para mí y para todos mis clientes un golpe de esa naturaleza? Se me ponen los pelos de punta al pensarlo.

—Lo comprendo.

—Sí al menos hubiese ferrocarril hasta Marsland, yo quedaría más tranquilo. Un tren no se asalta tan fácilmente y el coche correo es más seguro. Lo cuidan hombres armados que sabrían defenderlo a tiros; pero una diligencia es mucho peor… Por otra parte, no me cabe ni el consuelo de poder ir en persona custodiando el saco. No es que me crea un héroe. Hace mucho tiempo que no me ejercito con un colt en la mano y mis años me han estropeado el pulso. La pluma ha vencido a las armas, pero aún me considero con arrestos para defender lo que se me confía hasta morir con un revólver en la mano.

Lo hubiese hecho de no ser tan urgente el envío, pero son ocho días de viaje entre ida y vuelta, ocho días que no puedo dejar abandonado el Banco y, por otra parte, en cuanto entregue el saco, tengo que marchar a celebrar una entrevista importante con cierto personaje. ¡Algo grande, señor Caster! ¡Algo que cuando se sepa el resultado, el valle entero temblará de emoción y regocijo! Yo soy así, mi amigo, trabajo para mí y para la localidad y algún día mis convecinos se darán cuenta exacta de los sacrificios que estoy haciendo por el poblado y por el valle entero. Yo no soy egoísta, me doy cuenta de las muchas necesidades de la región y quiero ser un padre para todos. Si quieren reconocerlo más tarde o más temprano, bien, y si no… Me retiraré dolido, pero con la satisfacción de haber cumplido un deber de ciudadanía.

—¡Oh, claro! —replicó el jefe—. Usted ha hecho mucho por todos. La fundación del Banco fue un acierto. No hay que guardar el dinero en casa con exposición, o mandarlo con exposición fuera. Por otra parte, usted ayuda a la gente necesitada, le presta dinero sobre el ganado, la lana, las cosechas, la tierra… claro que con sus intereses, pero, ¿y el favor que les hace con ello?

—Eso es lo que quiero que reconozcan. Claro que cobro intereses, y algunos altos, y que exijo garantías sólidas, y hasta algunas veces me he visto obligado a ejecutar embargos, pero amigo mío, lo hago con gran dolor de mi corazón, porque ese dinero no es mío, es de ustedes, los que lo tienen depositado en mí Banco con mi garantía de hombre honrado. Si así no fuese, ¿cómo lo iba a garantizar y a dar un módico interés por el depósito? Esto está claro, aunque no lo comprendan los perjudicados.

De súbito cortó su perorata y examinó su reloj, iniciando un movimiento de impaciencia:

—¡Diablo! —murmuró—. ¡Las cuatro y cuarto y la diligencia sin llegar! Esto es otro contratiempo. Siempre llega más bien con adelanto y hoy que tengo los minutos tasados se retrasa. ¡Es mala suerte!

—Ya no puede tardar, señor Mason. Es sólo un cuarto de hora lo que se retrasa… Cualquier avería…

—Pero es un fastidio, amigo Caster, tengo que salir inmediatamente de aquí…

Abandonó el despacho y salió a la plaza. A la derecha, el empolvado sendero de la carretera aparecía limpio de todo vehículo.

Mason se paseaba por la puerta de la Casa de Postas con las manos a la espalda, dando grandes zancadas y mirando de continuo al camino, hasta que por fin una nube de polvo se levantó en lontananza.

—Ésa debe ser—murmuró—. Trae cuarenta minutos de retraso.

Por fin, entre polvo que difuminaba el pesado carruaje y tintineo de cascabeles que vibraban argentinamente, apareció el vehículo. Los caballos polvorientos y sudorosos, avanzaron hasta la Casa de Postas deteniéndose ante ella sin que nadie tuviese necesidad de obligarles a hacerlo.

El mayoral, un hombre de cincuenta y cinco años, de pelo canoso y rebelde, que se escapaba por debajo de las alas del sombrero, descendió de un pesado salto y abrió la portezuela para que descendiesen del carruaje los siete viajeros que portaba. Allí rendían viaje y los que siguiesen adelante debían subir en el poblado.

Mason se acercó a él, diciéndole a media voz:

—Escuche, Jasper. El jefe le confiará un encargo mío que debe ser entregado en el Banco de Marsland. Es algo importante que debe usted guardar fielmente y llevar oculto para que nadie se entere de que viaja con usted. Tome, para que muestre más interés por ello.

Y le entregó una moneda de cinco dólares.

Luego, despidiéndose del jefe de la oficina se dirigió al Banco a recoger el saco del que hizo entrega a Jasper.

La diligencia hubo de estar detenida una hora en el poblado. Tenían que cambiar el tiro por otro de refresco, hacerse cargo del correo y entregar las sacas del que salía para el interior, y el mayoral necesitaba reponer fuerzas almorzando, cosa que no había podido hacer en el camino.

A las cinco y media se dio la orden de partida. Las tres viajeras que esperaban en la sala de la Casa de Postas ascendieron al vehículo, y el mayoral ocultó el pesado saco de cuero en el interior de su asiento, empuñando las riendas y haciendo restallar el látigo.

Los cuatro briosos caballos arrancaron poderosamente y entre nuevas nubes de polvo, abandonaron la plaza para enfilar el camino que serpenteaba entre la línea férrea y el río.

Jasper pensaba alcanzar Séneca sobre las ocho de la noche. El camino, debido a unos accidentes que cortaban la línea recta, podía calcularse en once millas, pero contaba con cuatro poderosas cabalgaduras que las cubrían en dos horas y media.

La diligencia rodaba raudamente por un terreno seco e inculto, que más que tierra parecía arena y en algunos trozos, los baches obligaban al vehículo a dar tumbos tan alarmantes que arrancaban a las viajeras gritos de espanto al ponderar que en uno de ellos podían volcar.

Jasper, con la apagada pipa entre los dientes y las riendas fuertemente asidas con su callosa mano izquierda guiaba con gran seguridad el fogoso tiro e iba monologueando entre dientes:

—¡Cinco dólares! Jamás he visto tan rumboso a ese sapo banquero que no da los buenos días si no cobra intereses por darlos. ¿Qué mandará aquí en este saco que tanto le preocupa? Apostaría mi puesto en la diligencia a que es dinero en cantidad. Si yo no fuera un hombre honrado como soy, se merecía que en lugar de entregarlo en Marsland continuase el viaje hasta Cross, total, cincuenta millas más de viaje y me perdiese por los montes de Black Hílls, en Dakota. No sé lo que contendrá el saco, pero seguro que más que he de ganar conduciendo diligencias los pocos años que me quedan de vida. Sería un golpe para ese viejo avaro que tendría que abonarlo de su bolsillo. Suerte para él que yo soy Jasper y que cincuenta y cinco años de vida honrada no se tiran al río por un puñado de dólares, aunque sean muchos.

Repentinamente tiró hacia su pecho de las riendas para contener el ímpetu de los fogosos caballos. Habían dejado atrás tres millas, y ahora tenía que cruzar un sendero áspero y tortuoso, lleno de baches y de revueltas, que se abría entre maleza, desmontes y algunos conglomerados de árboles retorcidos y antañones.

Enfiló la senda dando tumbos mareantes y empezó a retorcerse por las revueltas del estrecho sendero, hasta alcanzar un recodo que a la salida, en forma violenta, descendía cuesta abajo, para media milla más adelante salir de nuevo al llano.

Estaba doblando el recodo cuando sobre el agudo tintineo de las campanillas vibró seca una detonación. Jasper se llevó las manos al pecho lanzando a medias un terrible juramento y trató de empuñar el rifle que llevaba apoyado al lado derecho del asiento, pero sin fuerzas para ello se inclinó de bruces y fue a caer sobre las grupas del tiro trasero que, asustado, trataba de continuar el galope acometido por el pánico.

Pero dos nuevas detonaciones, que se mezclaron con los histéricos gritos de las viajeras, vibraron nuevamente.

Uno de los caballos, alcanzado en el cuello, relinchó angustiosamente poniéndose de manos hasta levantar a medias, el vehículo, y su compañero, alcanzado en el remo derecho delantero, flaqueó al pretender avanzar y cayó a tierra arrastrando al herido.

Ambos patearon y relincharon en un confuso montón, mientras los dos caballos delanteros pretendían seguir el camino sin conseguirlo. No sólo el peso de la diligencia sino el peso muerto de sus dos compañeros en tierra, les inmovilizaba haciendo estériles sus esfuerzos.

La diligencia quedó varada casi apoyada en un pequeño talud que formaba el sendero; y de súbito, de un salto elástico, una silueta cayó desde lo alto de uno de los árboles cercanos al carruaje y avanzó hacia la diligencia empuñando dos enormes revólveres.

Las tres asustadas viajeras se replegaron sobre sus asientos con los ojos desorbitados de terror y las manos enlazadas en una súplica angustiosa, mientras el salteador avanzaba amenazando con sus armas.

La tarde moría en una dulce penumbra azulada y a su luz indecisa, todo lo que las asustadas viajeras pudieron reconocer de su agresor, era que se trataba de un hombre bastante macizo, vestido con una cazadora de cuero oscuro, unos pantalones azules embutidos en unas altas botas de montar. Al cuello, llevaba anudado un pañuelo rojo. Sobre la cara otro que le cubría desde la nariz para abajo, y sobre los ojos, las caídas alas de un viejo sombrero que no permitía reconocer de él ningún detalle particular.

Aún más, sus manos, que debían ser poderosas, aparecían enfundados en unos viejos guantes vaqueros de manopla, que le cubrían medio antebrazo.

El salteador se acercó al medio tumbado vehículo y, abriendo la portezuela, ordenó con voz ronca:

—¡Bajen! No teman por sus vidas.

Las tres mujeres, temblando, descendieron del carruaje y el salteador abrió precipitadamente sus equipajes, registrándoles sin encontrar en ellos nada de valor.

Rezongando maldiciones, dio la vuelta y subió al pescante. Jasper exánime, había sido arrojado por los caballos seis metros más atrás, donde permanecía en posición encogida sobre un charco de sangre, y el forajido, ascendió a la baca donde sólo iban los sacos de correspondencia.

Rasgó el de los valores, extrajo algunos paquetes de cartas que guardó en sus amplios bolsillos, y luego, empezó a rebuscar sobre el asiento, hasta que al mover la tapa de éste la levantó.

Metió el brazo tropezando con el saco de cuero que levantó, sopesándole, y cuando ya no encontró más cosas de valor, descendió de nuevo a tierra.

Se dirigió a las mujeres ordenando:

—¡Suban!

Ellas obedecieron, y cuando estuvieron dentro, el forajido cruzó hacia una mella del terraplén y de ella hizo salir un caballo negro de fino aspecto de cuya silla colgaba un amplio saco de viaje.

Introdujo el saco de cuero en él, montó a caballo, y de modo impetuoso se lanzó por el sendero en declive hasta filtrarse por una trocha que partía el terraplén, desapareciendo a los dilatados ojos de las viajeras.

★ ★ ★

Por la amplia llanura que entre el río y la vía del ferrocarril conducía a Nirvay, un jinete cabalgaba bajo el oro del sol poniente erguido sobre la silla y con los ojos clavados en la llanura.

Se trataba de un joven de buena estatura, flexible de caderas, ancho de pecho y tostado de rostro, que acusaba en sus ropas el esfuerzo de una larga caminata a juzgar por el polvo que en ellas había almacenado.

El viajero contaría unos veintitrés años, era vivo de ojos, simpático de facciones, duro de carnes y, al parecer, hombre aclimatado a permanecer horas y horas sobre la silla sin acusar el cansancio.

Vestía el típico atuendo de los vaqueros y sobre la silla, se balanceaba un magnífico Winchester, mientras en la cintura lucía un impresionante colt del 45.

Impaciente por llegar pronto a poblado, acarició suavemente los flancos de su caballo, murmurando:

—Vamos, «Nevada», date un poco más deprisa. Dentro de hora y media lo más tarde, tendrás ocasión de tomarte un merecido descanso. Nirvay ya no está lejos y allí te aguarda un buen cobertizo y unos buenos piensos para reponerte de esta larga jomada.

El caballo pareció entenderle porque avivó el trote, y poco después, el jinete alcanzó a distinguir los accidentes del terreno que formaban la senda que conducía al poblado.

Súbitamente se envaró. Le había parecido, captar lejos el zumbido de unas detonaciones y miró a todas partes inquieto, sin descubrir nada anormal, pero aquella sensación estaba seguro de que no había sido una falsa ilusión de sus sentidos, sino una realidad tangible.

Estaba demasiado acostumbrado a captar el fragor de las armas para confundirse y no precisar cuándo un revólver tronaba de verdad, o algún ruido similar podía provocar una confusión, en tal sentido.

Inquieto, murmuró:

—¡Rayos! Alguien ha disparado no muy lejos de aquí. Juraría que ha sido en la parte de los desmontes. Tendré que cerciorarme.

Y apretó aún más el trote del caballo, dirigiéndose velozmente hacia la pina senda.

Cuando al fin alcanzó el promedio de ésta, emitió un juramento y sus ojos relampaguearon con ira. Acababa de descubrir la diligencia medio inclinada contra el talud, los caballos caídos en un charco de sangre, mientras los que habían salido ilesos del ataque pateaban y relinchaban nerviosos con las patas aprisionadas entre el correaje, y poco más allá, inclinadas sobre la dura tierra, tres mujeres asustadas, que gemían con trágicas gesticulaciones junto a un bulto que yacía inmóvil en tierra.

El joven echó el caballo casi encima de ellas obligándolas a correr aterradas, siempre gritando como ratas perseguidas y al darse cuenta de que el bulto era un cuerpo humano, rugió:

—¡Quietas, mil rayos, no se asusten que no soy ningún forajido! ¿Qué diablos ha sucedido aquí?

La más entera de las tres, la hija del agricultor, que debía apearse una milla más adelante, se adelantó balbuciendo:

—¡Oh, galope, señor, acaba de desaparecer por allí, aún podría alcanzarle!

—¿A quién? —preguntó el viajero, extrañado.

—Al salteador. No hace diez minutos que desapareció por aquella trocha. Monta un caballo negro. Mató al mayoral, registró nuestros equipajes y la diligencia y se llevó un saco que sacó de ahí… del asiento… ¡Galope por todos los santos, y podrá alcanzarle!

El viajero sin esperar nuevas súplicas, rugió:

—¡Esperen! Volveré en su busca.

Y apretando las espuelas sobre los flancos del caballo, le azuzó:

—Vamos, «Nevada», que no se diga que tú no puedes alcanzar a un diablo negro con cuatro patas como tú que sólo te lleva diez minutos de delantera.

El caballo, como si le hubiesen herido en la fibra más sensible de su orgullo, arrancó como una exhalación y salvando en pocos minutos un terreno hostil poco propicio para desarrollar su valiente velocidad, cruzó los terraplenes y salió al llano frente a la dirección del río a unas cuatro millas de distancia.

«Nevada», en línea recta, como si estuviese disputando una importante carrera, devoró un par de millas a un galope fantástico. Tras él, una nube de polvo iba borrando su paso, mientras el jinete, con los dientes muy apretados, su enérgica barbilla un poco saliente y los ojos clavados en la llanura, aferraba con ira el cañón de su rifle, deseando descubrir un punto movible sobre el que poder disparar.

Se iba acercando al río, lo notaba en el aire húmedo cargado de tierra que azotaba su rostro en la desatentada carrera y temía que si no alcanzaba al forajido antes de que cruzase el Middle, ya le sería imposible localizarle, primero, a causa de la oscuridad que cada vez se acentuaba más, y segundo, porque la otra orilla cubierta de maleza y arbolado, se prestaba a ocultar al perseguido.

Media milla más adelante, sus agudos ojos descubrieron por fin al fugitivo. Galopaba casi tan raudo como él y con un esfuerzo de milla y media, alcanzaría el río y le dejaría burlado.

El joven pidió a su caballo un máximo esfuerzo y empuñando el rifle por la culata, se dispuso a disparar en el momento que tuviese a tiro al forajido.

Éste debió darse cuenta de la persecución, porque pareció aumentar la velocidad de su trote y, entre ambos, se estableció una pugna que sólo la podía decidir el caballo más ligero y resistente de los dos.

Pero el límite de la carrera era cortísimo. El río resultaba un auxiliar magnífico para el huido y un enemigo terrible para el perseguidor. Ambos debían saberlo, porque ambos se esforzaban en ganar la loca y corta carrera.

Pero «Nevada» parecía más ligero, porque su jinete rugió con alegría al observar que iba ganando distancia. Dentro de poco, le tendría a tiro de su rifle y dispararía sobre él usando de su certera puntería.

Y disparó por fin. El humo del disparo le ocultó un momento al jinete y cuando volvió a descubrirle, observó que había fallado. La movilidad de ambos era mucha y la distancia, así como la penumbra, demasiadas.

Pero recibió la réplica. Una bala pasó silbando cerca de él, advirtiendo que su enemigo también sabía manejar un arma.

Esto espoleó la rabia del viajero. No le asustaba la gente bronca; por el contrario, se recrecía cuando tenía que habérselas con enemigos de talla.

Ya el río se hallaba a la vista. La cinta un poco turbia del Middle rebrillaba como una ancha lámina de acero en la mortecina claridad de la tarde y el joven volvió a disparar sin fortuna.

El caballo del fugitivo saltó al agua levantando un torbellino de negra espuma al caer y nadó con ahínco hacia la orilla contraria, mientras el joven, aguijoneando a su montura, la lanzaba hacia el río, para cruzarle detrás de él.

Pero en el ímpetu y cuando ya estaba casi en la orilla, «Nevada» pisó en falso sobre un hoyo disimulado e inclinándose de manos clavó el morro en tierra lanzando por las orejas a su jinete. Este rodó como una pelota y se levantó furioso, tratando de volver a montar para no dejar escapar su presa, cuando ya casi la tenía al alcance de la mano.

Pero con honda desesperación, observó que su montura se había lastimado una pata al caer. Chorreaba sangre por ella y no se atrevía a sentarla sobre la tierra, quizá porque el dolor se lo impedía.

Furioso, abandonó el caballo y corrió hacia la orilla del río. El forajido lo había atravesado y su caballo hacía hincapié para salir a la orilla contraria.

Levantó el revólver y disparó. Era la última posibilidad que le quedaba para detenerle.

Esta vez, el proyectil fue más certero y estuvo a punto de detener la huida del forajido para siempre; pero a causa de un extraño movimiento que realizó el caballo para afianzar sus patas delanteras en la orilla, al inclinarse de manos, el proyectil se clavó en la silla, debajo de la espalda del fugitivo.

Por una rara coincidencia, la bala al clavarse, debió cortar la correa del saco de viaje que pendía del cuero, porque el joven observó perfectamente como el saco se escurría y se sepultaba en el agua, junto a la orilla, levantando un ancho remolino al hundirse. Cuando volvió a disparar, el caballo había ganado tierra y se perdía entre los árboles, amparándose en ellos y en la levantada orilla que le protegía.

El joven viajero desistió desesperanzado de la persecución. Al fallarle su caballo había perdido toda posibilidad de ello y cuando se quisiera organizar la persecución en serio, Dios sabría dónde se ocultaría ya el salteador.

Preocupado, volvió junto a su caballo. El animal relinchaba dolorido y el joven examinó inquieto su pata herida, pero pronto comprobó que no había fractura de hueso. Había sufrido un raspazo doloroso que le obligaba a sangrar y acaso un golpe que le producía serios dolores, pero con un buen descanso y unas curas de árnica, quedaría otra vez nuevo.

Y tomándole de las bridas, sin atreverse a montar en él para no agravar su situación, regresó hacia el lugar de la tragedia, recorriendo pacientemente a pie el camino que le separaba de la diligencia.