Capítulo V

LO QUE UN HOMBRE NO PUEDE AGUANTAR

NIGEL pasó todo el día del domingo en la intimidad del hogar, junto a su padre, el cual le estuvo dando informes muy valiosos sobre la vida del poblado durante los tres años que el joven había estado ausente.

Eran datos que además de retrotraerle a una época más feliz y añorante que la actual, le iban a servir de mucho, ya que su propósito al regresar a Nirvay, era el de establecerse allí de modo definitivo.

El viejo Neil, que aún se mantenía recio y erguido, satisfizo todas las preguntas de su hijo, sobre todo en lo que se refería a Mason y sus actividades. El flamante banquero había sido el causante de todas sus desdichas y Nigel regresaba con el deliberado propósito de devolverle los malos ratos pasados, si era posible, con creces. En cuanto a Majorie, había sufrido una profunda desilusión al encontrarla tan cambiada y tan apegada a las teorías de su padre, acuciado por delirios de grandeza.

Una profunda amargura le embargaba al haber podido comprobar que la buena amistad que les uniera, aquel brote de amor sencillo y sano que no llegó a explotar entre ellos en palabras, pero que tácitamente había sido admitido por uno y otro, no sólo se había secado y muerto, sino que la ponzoñosa raíz se había convertido en un desprecio que él no podía admitir.

Majorie no parecía mejor ni peor que su padre. Se había dejado seducir por el espejuelo de la grandeza y estaba dispuesta a sacrificar su corazón y su juventud a un amor estúpido y necio, cuya magnitud había sido medida a través del capital que el padre de Dennis podía poseer.

Nigel no se explicaba aquel cambio de sentimientos en ella. Conocía a Dennis como ella tenía que conocerle, y sin envidia ni pasión, estudiando fríamente las condiciones del joven, no encontraba en él más que un tipo vacuo y mimado, útil para presumir y gastar, falto de toda iniciativa y todo nervios y tan pagado de su tipo y su segura herencia, que todo lo debía sacrificar a la pose y al relumbrón.

Aquel no era un hombre del Oeste, ni podía serlo ya nunca. Toda la fibra del ambiente que había respirado estaba muerta en él, y si Mason, que pese a todos sus defectos, era acometedor, tenaz y dinámico, confiaba en que aquel muñeco presumido podría asumir un día la dirección de sus negocios, saliendo airoso de la empresa, estaba más que equivocado.

Claro que aquello no era cosa suya. Majorie podía elegir quien quisiera y hacer de su corazón lo que le viniese en gana, pero no podía admitir que le tratara con la agresividad que le había tratado, ni le mirase tan por encima del hombro, cuando nada había sucedido entre ellos que justificase tal actitud.

Nigel sabía que todo era obra paciente de Mason, pero le dolía que ella fuese de una cera tan maleable, que se hubiese dejado impresionar hasta tal punto.

Bien, ahora, rota toda relación de amistad con la joven, ningún obstáculo se oponía a que devolviese al banquero los golpes que éste había tratado de darle. Aquella era una deuda sin saldar, que él no quería dejar en el olvido. Mason le había medido mal como enemigo, le juzgó un triste peón de rancho sin más aspiraciones que gozar del capital del banquero a través de un matrimonio con su hija y le iba a demostrar su equivocación. Él era un verdadero hombre del Oeste, con nervios para llevar adelante sus aspiraciones y el momento de hacer la demostración había llegado.

Los tres años que pasara fuera de su pueblo natal habían sido para él un aprendizaje duro, pero reproductivo en enseñanzas de la vida. Frente al bien y el mal, había caminado por la senda que les delimitaba, buscando la manera de hacer fortuna sin que ésta se le mostrase propicia durante mucho tiempo.

Había sido peón en algunos ranchos, desbravador de reses, hombre de confianza de un tratante en ganados, con el que consiguió ganar unos cientos de dólares—los primeros ahorros de su vida—, y más tarde, cansado de la lentitud en reunir una cantidad merecedora de aquel derroche de energías, decidió jugarse todo a una carta.

Las minas de plata en Nevada le sedujeron. No entendía de minas, pero poseía músculo, tesón, audacia y nervio, y empleando todos sus ahorros en adquirir un equipo decente, se echó a las montañas en busca de filones.

Tuvo un momento de desesperanza cuando vio agotadas sus posibilidades antes de descubrir una leve partícula del precioso metal; hasta que un día tropezó con una débil veta en un lugar donde, poco más tarde, empezaba a afluir la plata pródigamente.

La noticia del hallazgo atrajo a una empresa explotadora y ésta empezó a adquirir las concesiones. Hubo una oferta pobre para el pobre filón de Nigel, pero éste la rechazó con firmeza. Se moría de hambre, estaba a punto de verse obligado a desistir de la explotación, pero no quería dejar paso libre a la empresa. Había adivinado que ésta necesitaba su concesión enclavada en el corazón de las ya adquiridas, y quería hacérsela pagar bien.

Hubo un gran forcejeo, hasta que, encerrado en una cifra consiguió que le fuese reconocida cuando ya no tenía ánimos para resistir. Cincuenta mil dólares era su postura y quería todo o nada.

Cuando recibió el cheque por la concesión, estimó que sus andanzas por el Oeste habían concluido, y un día, sin previo aviso, sin prisa alguna, deseando descansar de tanta fatiga en un viaje manso y agradable a través de la región que le viera nacer, regresó a Nirvay a lomos de su fiel caballo, del que no se había querido deshacer ni en los momentos de mayor penuria.

El cheque lo depositó en el Banco de Marsland, final del trayecto de la diligencia del Middle. Aún no había decidido lo que haría con el capital y no quería sacarlo a la vista pública hasta que fuese el momento propicio. Su idea era adquirir un rancho en la localidad e iniciar su campaña agresiva contra Mason. Tenía que estudiar los puntos vulnerables del endiosado banquero y cuando le tuviese cogido, daría comienzo a su ofensiva.

El padre de Neil, conociendo a su hijo, tenía miedo a sus arrebatos y le aconsejaba que refrenase sus nervios. Mason era un hombre muy influyente en el poblado y podía ocasionarle un nuevo disgusto, como trató de ocasionárselo cuando tuvo habilidad suficiente para acusarle de haber pretendido robarle las reses.

Pero Nigel, riendo, contestó a su padre:

—No se preocupe por eso. El Oeste me ha enseñado muchas cosas. Sé luchar en todos los terrenos. Si aquí no encuentro quien tenga agallas para hacerme frente con un revólver en la mano, lo enfundaré y haré uso de otra clase de armas, pero no por eso piensen que van a ser menos terribles. A veces, es preferible morir dignamente con un revólver en la mano, que verse expuesto a morir como un coyote sarnoso, metido en un agujero, despreciado de la gente.

—¿Cuál es tu idea, Nigel? —preguntó el viejo.

—Aún no lo sé, padre; tengo que orientarme. Prefiero tenerles en la creencia de que vuelvo sin un centavo. Si supiesen que poseo dinero y que pretendo comprar un rancho aquí, Mason pondría su influencia para evitar que me fuese vendido. Esperaré. ¡Ah! ¿Cómo anda usted de dinero?

—Si necesitas algo para completar la compra, puedes disponer hasta de diez mil dólares. Lo demás está invertido en el almacén.

—No, no me hará falta. ¿Dónde tiene el dinero?

—En el Banco de Mason; no tenía otro remedio. De haberlo llevado a Séneca, aparte de lo molesto que resulta tener que ir allí a realizar las transacciones. Mason me hubiese boicoteado el negocio.

—Bien. Esto me alegra en parte, porque me da derecho a intervenir en los manejos bancarios de ese sapo. Comercia con nuestro dinero y eso le obliga a dar cuentas.

El padre de Nigel se envaró, preguntando de repente:

—Y ahora que hablas de comerciar. ¿Qué va a suceder con ese robo?

—¿Qué quiere usted decir?

—Sencillamente, que quién va a perder lo robado.

—¡Rayos! ¿Quién lo va a perder? Mason…

—¿Tú crees? Entonces, ya no le conoces. Durante tu ausencia, hubo un robo que aún no pudo ser aclarado. Alguien pudo forzar una ventana, entrar de noche y apropiarse unos miles de dólares que el cajero tenía en el cajón de su mesa para un pago que tenía que realizar muy temprano. Mason convocó a los cuentacorrentistas y les hizo ver que el Banco no tenía dinero propio, sino el que se le confiaba y que como la desaparición había sido fortuita y a nadie se le podía cargar la culpa, nadie tenía por qué abonar de su bolsillo particular lo desaparecido. La fórmula fue rebajar el pequeño porcentaje de interés al capital durante cierto tiempo, hasta cubrir lo robado.

—¡Campanas del infierno! —gritó Nigel—. Eso no puede ser… ¿Quién ha dicho que el Banco no tiene dinero propio? ¿Acaso Mason no comercia con los depósitos y emplea dinero en transacciones comerciales que rinden beneficios? No… No pretenderá eso, pero si lo pretende, va a arder Nirvay con todo lo que encierra. Me parece que ese va a ser el punto flaco por donde va a recibir el primer directo. Me alegro que me haya advertido usted eso.

Al siguiente día, Nigel recibió un recado del sheriff para que se presentase en sus oficinas. El joven, un poco receloso, acudió al llamamiento.

—Aquí me tiene, señor Lang—dijo—. Dígame de qué se trata.

El sheriff tras meditar mucho la respuesta, preguntó:

—Vamos a ver Nigel, ten presente que no prejuzgo la actuación de nadie y por lo tanto, no prejuzgo la tuya, pero no olvides que mi misión es investigar hasta el último límite todo lo ocurrido y sacar consecuencias si es posible y seguir una pista si para ello hay lugar.

—Muy bien, yo no se lo discuto.

—Por ello, te ruego que no te exaltes y contestes a mis preguntas con toda sinceridad. Estoy en una situación difícil y te confieso que es por tu causa. Cuando menos, ayúdame a resolverla.

—¿Por mi causa? No le entiendo…

—Pues te hablaré claro. Mason está furioso. Yo lo comprendo pues el caso es para estarlo. No olvides que te guarda rencor por cosas que a mí no me importan y que esto y tú inoportuna llegada al poblado, han despertado en él ciertas sospechas que ha pretendido hacérmelas compartir, solamente porque las ha concebido él. Como me he resistido, me ha amenazado con influir para sustituirme, cosa que no me importa, pero sí me importa que no pueda llegar un momento en que pueda acusarme de no haber cumplido mi deber hasta el límite.

—Quiero entenderle. ¿De qué se trata?

—¿De dónde venías cuando llegaste aquí?

—De Marsland.

—¿Puedes justificarlo?

—Si es necesario, de un modo fehaciente.

—¿Por qué has venido a caballo y no en la diligencia? El camino es muy largo y cansado.

—Cierto, pero yo tenía un caballo que ni quería vender, ni abandonar. Por otra parte, hasta que llegué a Marsland, he trabajado como un elefante, he sufrido penalidades y hambre, he tenido de todo en mi vida y cuando me ha llegado el momento de descansar, quise hacer el viaje cómodo, sosegado y tranquilo. Ansiaba venir por abrazar a mi padre y temía venir por muchas cosas de carácter íntimo.

—¿Acaso por aquella acusación del robo de ganado?

—Eso no me ha preocupado nunca. Lo supe, porque mi padre me lo escribió y de no haber cogido su carta muy lejos de aquí y con mucho retraso, hubiese regresado a meterle un añojo con cuernos y todo dentro de la boca al que hubiese tenido el cinismo de acusarme falsamente. El asunto tiene un carácter más íntimo.

—Me lo figuro. Supongo que te habrás dado cuenta de que aquel asunto murió.

—Sí, pero las faenas de Mason no han muerto.

—Dejemos eso, Nigel. A Mason y a mucha gente, le ha parecido demasiada extraña la coincidencia de que llegases al lugar del asalto precisamente diez minutos después de suceder éste.

—¿Y por qué? Lo mismo pude pasar diez minutos antes o haber llegado en el momento justo. Le diré que cuando me hallaba a unos diez minutos de camino, el aire trajo a mi oído el eco de varias detonaciones, y atraído por ellas, galopé hasta el sendero. Cuando llegué, el salteador se había filtrado por una grieta de los taludes con dirección al Middle y a ruegos de las asustadas viajeras que creyeron que lo podía alcanzar, traté de seguirle. Eso lo pueden confirmar ellas.

—Ciertamente lo han confirmado, pero hay quien sospecha que el salteador obraba de acuerdo contigo. Que tú le diste indicaciones para asaltar la diligencia, por conocer la ruta y costumbres y que te presentaste poco después para justificar la coartada. También hay quien no cree en que tú, excelente tirador, pudieses errar los tiros a tan corta distancia y que lo que hiciste, fue seguir al salteador, ayudarle a fugarse y asegurarte que el botín era bueno y que un día recibirías tu parte.

—¿Es Mason quién sospecha eso? —preguntó Nigel, rechinando los dientes con furor.

—Lo piensa, ¿por qué lo voy a negar?

—¿Y usted?

—Yo no he ido aún tan lejos, Nigel. Antes de fijar esa sospecha como posible, he recordado tu historia y la de tu padre. Fuiste siempre un muchacho impulsivo y bronco, pero honrado. Tu padre también. Cierto que al irte, sobrevino el incidente del robo del ganado, pero… fue a Mason y Mason te odiaba. ¿Por qué no podía buscar algún falso testigo para desprestigiarte? Yo he tenido en cuenta todo eso antes de juzgar y, por eso no he querido atender las sugestiones de Mason. Él está seguro de que la cosa se desarrolló cómo piensa y que un día saldrá a luz tu parte en el negocio.

Nigel quedó tenso. Estaba pensando que el día que diese a conocer que poseía dinero—precisamente una cantidad igual a la que había sido robada—aquellas sospechas podían acentuarse en contra suya.

Molesto por el pensamiento, advirtió:

—Esto quiere decir, que si yo enseñase ahora miles de dólares, le gente creería que pertenecían al saco robado a Mason?

—Justamente, pero como sospecho que vienes tan pelado cómo te fuiste…

—Pues no lo sospeche, Lang. Tengo dinero y precisamente una cantidad equivalente a la robada, pero por fortuna, puedo probar dos cosas. Primero de dónde procede y segundo, dónde está depositada mucho antes de que ocurriese el asalto.

—¿Quieres probármelo?

—Sí señor, pero a condición de que usted no se dé por enterado de que tengo ese dinero y se lo guarde para usted… No pienso exhibirlo hasta que lo necesite.

—Pero entonces…

—Entonces, el que quiera, que me acuse. Podré seguir demostrando que nada tiene que ver con el robo, Vea.

De su cartera, extrajo el contrato de cesión de su filón de plata por los cincuenta mil dólares y el documento que le había sido entregado en el Banco de Marsland, cuando hizo el depósito del dinero.

—¿Le satisface esto?

—Si no posees más dinero, sí.

—No. No tengo más, se lo juro.

—Bien. Dejemos esto en el olvido. Ahora, haz memoria. ¿No podrías facilitarme algún dato para llevar a cabo alguna gestión que me ayudase a resolver el asunto? Tú serás el primer beneficiado, Nigel. Ya conoces a Mason. Es capaz de desarrollar su teoría por todo el pueblo y siempre su palabra será más creída que la tuya. Sería para ti una situación violenta que la gente, en la duda, te admitiese con reservas y creyese en su fuero interno que eras un cómplice del salteador.

—¡Rayos y truenos! Si me hace esa faena, le mato.

—Cálmate. Es más positivo demostrar su equívoco o la calumnia. Con matarle sin aportar prueba alguna de tu inocencia, no adelantarías nada.

—¿Qué prueba puedo aportar si no tengo más?

—No lo sé. Por eso te digo que hagas trabajar tu memoria.

Nigel se quedó meditabundo. Comprendía las razones del sheriff, que ahora se estaba portando honrada y lealmente con él, y se torturaba el cerebro para ayudarle no sólo en su gestión, sino en beneficio propio.

De repente, saltó sobre el asiento y poniéndose en pie, exclamó:

—Escuche, voy a intentar esa prueba, pero no ahora. Quizá fuese no sólo en beneficio mío, sino de Mason y no quiero beneficiarle en nada. Antes, quiero saber su juego y sólo cuando esté convencido de él, podré o no podré aportarla. Es algo muy improbable y por lo mismo que puedo fracasar, no se lo digo. Déjele que crea lo que quiera y que maneje la lengua como le parezca. Un día haré que se la muerda y que se envenene con ella.

—Haces mal en no decírmelo, Nigel. Te estoy demostrando tratarte como a un amigo.

—Y yo se lo agradezco como no se hace idea, pero no quiero exponerme a fracasar y que le quepa la duda de que fue el epílogo de un cuento que ya va tomando demasiados vuelos. Si puedo aportar esa prueba, usted será el primero en conocerla, se lo prometo.

—Bien, tendré que resignarme. Lo malo es que así no podemos adelantar nada y Mason echará leña al fuego y la cosa se pondrá muy tirante. Me temo que un día me tenga que enfadar con él, que será tanto como enfadarme con el cargo, y si le dejo… piensa que hará nombrar a alguien de su hechura que secunde sus planes y te dé mucho que hacer.

—Espero que no. Manténgase firme y dígale que está trabajando en el caso. Espero no tardar muchos días en darle esa prueba o… en fracasar y entonces…

Y con un gesto burlón, abandonó las oficinas.