300

Son siempre cataclismos del cosmos las grandes angustias de nuestra alma. Cuando nos llegan, en torno a nosotros se extravía el sol y se perturban las estrellas. En toda alma que siente llega el día en que el Destino representa en ella un Apocalipsis de angustia —un volcarse de los cielos y de los mundos sobre su desconsuelo.

Sentirse superior y verse tratado por el Destino como inferior a los ínfimos —quién puede vanagloriarse de ser hombre en tal situación.

Si un día pudiese yo adquirir un rasgo tan grande de expresión que concentrase todo el arte en mí, escribiría una apoteosis del sueño. No sé de un placer mayor, en toda mi vida, que el de poder dormir. El apagamiento integral de la vida y del alma, el alejamiento completo de todo cuanto es seres y gente, el no tener pasado ni futuro (…)

301

Mi orgullo lapidado por ciegos y mi desilusión pisada por mendigos.

302

Existe un cansancio de la inteligencia abstracta y es el más horroroso de los cansancios. No pesa como el cansancio del cuerpo, ni inquieta como el cansancio de la emoción. Es un peso de la conciencia del mundo, un no poder respirar con el alma.

Entonces, como si el viento en ellas diese, y fuesen nubes, todas las ideas en que hemos sentido la vida, todas las ambiciones y designios en que hemos fundado la esperanza en su continuación, se rasgan, se abren, se alejan convertidas en cenizas de nieblas, harapos de lo que no ha sido ni podrá ser. Y tras de la derrota surge pura la soledad negra e implacable del cielo desierto y estrellado. El misterio de la vida nos duele y nos empavorecemos de muchas maneras. Unas veces viene sobre nosotros como un fantasma sin forma, y el alma tiembla con el peor de los miedos —el de la encarnación disforme del no ser—. Otras veces está detrás de nosotros, visible sólo cuando nos volvemos para ver, y es la verdad toda en su horror profundísimo de que la desconozcamos.

Pero este horror que hoy me anula, es menos /noble y más roedor/. Es un deseo de no querer tener pensamiento, un deseo de nunca haber sido nada, una desesperación consciente de todas las células del cuerpo y del alma. Es el sentimiento súbito de estar enclaustrado en una celda infinita. ¿Hacia dónde pensar en huir, si sólo la celda es el Todo?[264].

Y entonces me asalta el deseo desbordante, absurdo, de una especie de satanismo que ha precedido a Satán, de que un día —un día sin tiempo ni substancia— se encuentre una fuga hacia fuera de Dios y lo más profundo de nosotros deje, no sé cómo, de formar parte del ser o del no ser.

23-3-1930.

303

Tengo por una intuición que para las criaturas como yo ninguna circunstancia material puede ser propicia, ningún caso de la vida tener una solución favorable. Si ya por estas razones me aparto de la vida, ésta contribuye también a que yo me aparte. Esas sumas de hechos que, para los hombres vulgares, inevitabilizarían el éxito, tienen, cuando a mí se refieren, otro resultado cualquiera, inesperado y adverso.

Me nace, a veces, de esta constatación una impresión dolorosa de enemistad divina. Me parece que sólo por una disposición consciente de los hechos, de modo que me resulten maléficos, la /serie de desastres/ que define a mi vida podría haberme acontecido,

Resulta de todo esto que, para mi esfuerzo, yo no intento nada demasiadamente. La suerte, si quiere, que venga a estar conmigo. Sé de sobra que mi mayor esfuerzo no logra la consecución que en otros tendría. Por eso me abandono a la suerte, sin esperar mucho de ella. ¿Para qué? Mi estoicismo es una necesidad orgánica. Necesito acorazarme contra la vida. Como todo estoicismo no pasa de ser un epicureísmo severo, deseo, cuanto es posible, hacer que mi desgracia me divierta. No sé hasta qué punto lo consigo. No sé hasta qué punto consigo algo. No sé hasta qué punto se puede conseguir algo…

Donde otro vencería, no por su esfuerzo, sino por una inevitabilidad de las cosas, yo, ni por esa inevitabilidad, ni por ese esfuerzo, venzo o vencería.

Quizás he nacido espiritualmente un día corto de invierno. La noche ha llegado pronto a mi ser. Sólo en frustración y abandono puedo realizar mi vida.

En el fondo, nada de esto es estoico. Es tan sólo en las palabras donde está la nobleza de mi sufrimiento. Me quejo como un niño enfermo. Me amohíno como un ama de casa. Mi vida es enteramente fútil y enteramente triste.

304

Las cosas claras consuelan, y las cosas al sol consuelan. Ver pasar a la vida bajo un día azul me compensa de muchas cosas. Olvido indefinidamente, olvido más de lo que podía recordar. Mi corazón translúcido y aéreo se penetra de la suficiencia de las cosas, y me basta mirar cariñosamente. Nunca he sido yo otra cosa que una visión incorpórea, desnuda de toda el alma salvo un vago aire que pasó y veía.

305

Todo cuanto es acción, sea la guerra o el raciocinio, es falso; y todo cuanto es abdicación es falso también.

¡Ojalá pudiese yo saber cómo no hacer ni abdicar de hacer! Sería ésa la Corona-de-sueño de mi gloria, el Cetro-de-silencio de mi grandeza.

Yo, ni siquiera sufro. Mi desdén por todo es tan grande que me desdeño a mí mismo; que, como desprecio los sufrimientos ajenos, desprecio también los míos y así aplasto bajo mi desdén a mi propio sufrimiento.

/Ah/ pero así sufro más… Porque dar valor al propio sufrimiento le pone el oro [¿ideal?] del orgullo. Sufrir mucho puede producir la ilusión de ser el Elegido del Dolor. Así (…)

306

INTERVALO DOLOROSO

Todo me cansa, hasta lo que no me cansa. Mi alegría es tan dolorosa como mi dolor.

Ojalá fuese un niño que echa barcos de papel en el estanque de una quinta con un dosel-rústico de entrelazamientos de emparrado que pone ajedreces de luz y sombra verde en los reflejos sombríos de la poca agua.

Entre mí y la vida hay un cristal tenue. Por más claramente que vea y comprenda la vida, no puedo tocarla.

¿Raciocinar mi tristeza? ¿Para qué, si el raciocinio es un esfuerzo? Y quien es triste no puede esforzarse.

Ni siquiera abdico de esos gestos triviales de la vida de los que tanto querría abdicar. Abdicar es un esfuerzo, y yo no poseo el del alma con que esforzarme.

¡Cuántas veces me aflige el no ser el accionador[265] de aquel coche, el conductor de aquel tren! ¡Cualquier trivial Otro supuesto, cuya vida, por no ser mía, deliciosamente se me penetra de yo quererla y se me empostiza[266] ajena!

Yo no tendría el horror a la vida como a una Cosa. La noción de la vida como un Todo no me agobiaría los hombros del pensamiento.

Mi sueños son un refugio estúpido, como un paraguas contra un rayo.

Soy tan inerte, tan pobrecillo, tan falto de gestos y de actos.

Por más que por mí me embreñe, todos los atajos de mi sueño van a dar en los claros de la angustia.

Incluso yo, el que sueña tanto, tengo intervalos en que el sueño huye de mí. Entonces, las cosas se me aparecen claras. Se desvanece la niebla de que me rodeo. Y todas las aristas visibles hieren a la carne de mi alma. Todas las durezas miradas me lastiman lo que en mí las sabe[267] durezas. Todos los pesos visibles de objetos me pesan por dentro del alma.

Mi vida es como si me golpeasen con ella.

307

Vivir una vida desapasionada y culta, al relente de las ideas, leyendo, soñando, y pensando en escribir, una vida lo suficientemente lenta como para estar siempre al borde del tedio, lo bastante meditada como para nunca caer en él. Vivir esa vida lejos de las emociones y en la emoción de los pensamientos. Estancarse al sol, doradamente, como un lago oscuro rodeado de flores. Tener, en la sombra, esa hidalguía de la individualidad que consiste en no insistir para nada con la vida. Ser en el volteo de los mundos como un polvo de flores que un viento desconocido levanta por el aire de la tarde, y el torpor del anochecer deja bajar en el lugar del acaso, indistinto entre cosas mayores. Ser esto con un conocimiento seguro, ni alegre ni triste, reconocido al sol de su brillo y a las estrellas de su alejamiento. No ser más, no tener más, no querer más… La música del hambriento, la canción del ciego, la reliquia del viandante desconocido, las huellas en el desierto del camello descargado sin destino…

308

Me flota en la superficie del cansancio algo de áureo que está sobre las aguas cuando el sol concluido las abandona. Me veo como el lago que he imaginado, y lo que veo en ese lago soy yo. No sé cómo explicar esta imagen, o este símbolo, o este yo en que me figuro. Pero lo que tengo por cierto es que veo, como si en realidad lo viese, un sol por detrás de los montes, lanzando rayos perdidos sobre el lago que los recibe en oro oscuro.

Uno de los maleficios de pensar es ver cuándo se está pensando. Los que piensan con el raciocinio están distraídos. Los que piensan con la emoción están durmiendo. Los que piensan con la voluntad están muertos. Yo, sin embargo, pienso con la imaginación, y todo cuanto debería ser en mí o razón, o angustia, o impulso, se me reduce a algo indiferente y distante, como este lago muerto entre rocas donde el último sol flota alargadamente.

Porque me he parado, se han estremecido las aguas. Porque he reflexionado, el sol se ha recogido. Cierro los ojos lentos y llenos de sueño, y no hay dentro de mí sino una región lacustre donde la noche empieza a dejar de ser día en un reflejo castaño oscuro de aguas de las que surgen algas.

Porque he escrito, nada he dicho. Mi impresión es que lo que existe existe siempre en otra región, más allá de los montes, y que hay grandes viajes por hacer, si tuviéramos alma con la que tener pasos.

He cesado, como el sol en mi paisaje. No queda, de lo que ha sido dicho o visto, sino una noche ya cerrada, llena de un brillo muerto de lagos, en una planicie sin patos salvajes, muerta, fluida, húmeda y siniestra.

28-3-1932.

309

… en el desaliño triste de mis emociones confusas…

Una tristeza de crepúsculo, hecha de cansancios y de renuncias falsas, un tedio si siento algo, un dolor como de un sollozo parado o de una verdad conseguida. Se despliega en el alma distraída este paisaje de abdicaciones —paseos de gestos abandonados, macizos altos de sueños ni siquiera bien soñados, inconsecuencias, como muros de boj que separan caminos vacíos, suposiciones, como viejos estanques sin surtidor vivo, todo se enmaraña y se visualiza pobre en el desaliño triste de mis sensaciones confusas.

310

Hay un sueño de la atención voluntaria, que no sé explicar, y que frecuentemente me ataca, si de cosa tan esfumada se puede decir que ataca a alguien. Voy por una calle como quien está sentado, y mi atención, despierta a todo, tiene todavía la inercia de un reposo del cuerpo entero. No sería capaz de desviarme conscientemente de un transeúnte opuesto. No sería capaz de responder con palabras, o siquiera, dentro de mí, con pensamientos, a una pregunta de cualquier casual que hiciese escala en mi casualidad coincidente. No sería capaz de tener un deseo, una esperanza, cualquier cosa que representase un movimiento, no ya de la voluntad de mi ser completo, sino hasta, si así puedo decirlo, de la voluntad parcial y propia de cada elemento en que soy descomponible. No sería capaz de pensar, de sentir, de querer. Y ando, avanzo, vago. Nada en mis movimientos (me doy cuenta porque los demás no se dan cuenta) transfiere hacia lo observable el estado de estancamiento en que voy. Y este estado de falta de alma, que sería cómodo, seguramente, en un echado o en un recostado, es singularmente incómodo, hasta doloroso, en un hombre que va andando por la calle.

Es la sensación de una ebriedad de inercia, de una borrachera sin alegría, ni en ella, ni en su origen. Es una enfermedad que no tiene sueño de convalecer. Es una muerte alacre.

311

Considerar nuestra mayor angustia como un incidente sin importancia, no sólo en la vida del universo, sino en la de nuestra misma alma, es el principio de la sabiduría. Considerar esto en la misma mitad de esa angustia es la sabiduría eterna. En el momento en que sufrimos parece que el dolor humano es infinito. Pero ni el dolor humano es infinito, pues nada humano hay que sea infinito, ni nuestro dolor vale más que el ser un dolor que sentimos nosotros.

Cuántas veces, bajo el peso de un tedio que parece ser locura, o de una angustia que parece ir más lejos que ella, me paro, dudando, antes de rebelarme, dudo, al pararme, antes de divinizarme. Dolor de no saber lo que es el misterio del mundo, dolor de que no nos amen, dolor de que sean injustos con nosotros, sofocando y agarrando, dolor de muelas, dolor de zapatos apretados —¿quién puede decir cuál es el mayor de sí mismo, cuanto más en los demás, o en la generalidad de los que existen?

Para algunos que me hablan y me escuchan, soy un insensible. Soy, sin embargo, más sensible —creo— que la vasta mayoría de los hombres. Lo que soy, no obstante, es un sensible que se conoce y que, por lo tanto, conoce a la sensibilidad.

Ah, no es verdad que la vida sea dolorosa o que sea doloroso pensar en la vida. Lo que es verdad es que nuestro dolor sólo es serio y grave cuando lo fingimos tal. Si somos naturales, se pasará lo mismo que ha llegado, se esfumará como ha crecido. Todo es nada, y nuestro dolor en ello.

Escribo esto bajo la opresión de un tedio que parece no caber en mí o necesitar de algo más que mi alma para tener donde estar; de una opresión de todos y de todo que me estrangula y desvaría; de un sentimiento físico de la incomprensión ajena que me perturba y aplasta. Pero levanto la cabeza hacia el cielo azul ajeno, expongo la cara al viento inconscientemente fresco, bajo los párpados después de haber visto, olvido la cara después de haber sentido. No me siento mejor, pero me siento diferente. Verme me libera de mí. Casi sonrío, no porque me comprenda, sino porque, habiéndome vuelto otro, he dejado de poder comprenderme. En lo alto del cielo, como una nada visible, una nube pequeñísima es un olvido blanco del universo entero.

5-4-1933.

312

He llegado a ese punto en que el tedio es una persona, la ficción encarnada de mi convivencia conmigo mismo.

¿1932?

313

La oportunidad es como el dinero, que, además, no es más que una oportunidad. Para quien actúa, la oportunidad es un episodio de la voluntad, y la voluntad no me interesa. Para quien, como yo, no actúa, la oportunidad es el canto de la falta de sirenas. Tiene que ser despreciado con voluptuosidad, colocado alto para ningún uso.

Tener ocasión de… En ese campo se colocará la estatua de la renuncia.

Oh anchos campos al sol, el espectador para quien estáis vivos os contempla desde la sombra.

El alcohol de las grandes palabras y de las anchas frases que como olas elevan la respiración de su ritmo y se deshacen sonriendo, en la ironía de las culebras de espuma, en la magnificencia triste de las penumbras.

314

Nadie ha definido todavía, con un lenguaje comprensible para quien no lo haya experimentado, lo que es el tedio. Aquello a lo que algunos llaman tedio no es más que aburrimiento; aquello a lo que otros lo llaman, no es sino malestar; hay otros, todavía, que llaman tedio al cansancio. Pero el tedio, aunque partícipe del cansancio, y del malestar, y del aburrimiento, participa de ellos como el agua participa del hidrógeno y del oxígeno de que se compone. Los incluye sin parecerse a ellos.

Si unos dan así al tedio un sentido restringido e incompleto, uno u otro le presta una significación que en cierto modo lo trasciende —como cuando se llama tedio al disgusto íntimo y espiritual de la variedad y de la incertidumbre del mundo. Lo que hace abrir la boca, que es el aburrimiento; lo que hace cambiar de posición, que es el malestar; lo que hace no poder moverse, que es el cansancio —ninguna de estas cosas es el tedio; pero tampoco lo es el sentimiento profundo de la vacuidad de las cosas, mediante el cual se libera la aspiración frustrada, el ansia desilusionada se levanta, y se forma en el alma la simiente de la que nace el místico o el santo.

El tedio es, sí, el aburrimiento del mundo, el malestar de estar viviendo, el cansancio de haberse vivido; el tedio es, en verdad, la sensación carnal de la vacuidad prolija de las cosas. Pero el tedio es, más que esto, el aburrimiento de los otros mundos, existan o no; el malestar de tener que vivir, aunque otro, aunque de otro modo, aunque en otro mundo; el cansancio, no sólo de ayer y de hoy, sino de mañana también, (y) de la eternidad, si la hay, (y) de la nada, si él es la eternidad. No es solamente la vacuidad de las cosas y de los seres lo que duele en el alma cuando siente tedio: es también la vacuidad de otra cosa cualquiera, que no las cosas y los seres, la vacuidad de la propia alma que siente el vacío, que se siente vacío, y que en él de sí misma se enoja y se repudia.

El tedio es la sensación física del caos, y de que el caos lo es todo. El aburrido, el malestante, el cansado, se sienten presos en una celda estrecha. El disgustado de la estrechez de la vida se siente esposado en una celda grande. Pero el que tiene tedio se siente preso en libertad ordinaria en una celda infinita. Sobre el que se aburre, o tiene malestar, o fatiga, pueden derrumbarse los muros de la celda, y enterrarlo. Al que se disgusta de la pequeñez del mundo pueden caérsele las esposas, y él huir; o dolerse de no poder quitárselas, y él, con sentir el dolor, revivirse sin disgusto. Pero los muros de la celda infinita no nos pueden soterrar, porque no existen; ni siquiera nos pueden hacer vivir por el dolor las esposas que nadie nos ha puesto.

Y esto es lo que siento ante la belleza plácida de esta tarde que termina impereciblemente. Miro al cielo alto y claro, donde cosas vagas, rosadas, como sombras de nubes, son un plumón impalpable de una vida alada y lejana. Bajo los ojos hacia el río, donde el agua, no más que levemente trémula, es de un azul que parece espejado desde un cielo más profundo. Alzo de nuevo los ojos al cielo, y ya hay, entre lo que de vagamente coloreado se deshilacha sin harapos en el aire invisible, un tono glacial de blanco empañado, como si también algo de las cosas, donde son más altas y ordinarias, tuviese un tedio material propio, una imposibilidad de ser lo que es, un cuerpo imponderable de angustia y de desolación.

¿Pero qué? ¿Qué hay en el aire alto más que el aire alto, que no es nada? ¿Qué hay en el cielo más que un color que no es suyo? ¿Qué hay en esos harapos de menos que nubes, de que ya dudo, más que unos reflejos de luz materialmente incidentes de un sol ya sumiso? ¿Qué hay en todo esto sino yo? Ah, pero el tedio es eso, sólo eso. ¡Es que en todo esto —cielo, tierra, mundo—, lo que hay en todo esto no es sino yo!

28-9-1932.

315

eternamente a la luz del sol que no hay, y de la luna que no puede haber.

316

El lema que hoy más requiero para definición de mi espíritu es el de creador de indiferencias. Más que otra, querría que mi actuación por la vida fuese la de educar a los demás para que sientan cada vez más para sí mismos, y cada vez menos según la ley /dinámica/ de la colectividad…

Educar en esa antisepsia espiritual, gracias a la cual no puede haber contagio de vulgaridad, me parece el más constelado destino del pedagogo /íntimo/ que yo querría ser. Que cuantos me leyesen aprendiesen —poco a poco sin embargo, como requiere el asunto— a no experimentar sensación alguna ante las miradas ajenas y las opiniones de los demás, y ese destino enguirnaldaría de sobra[268] el estancamiento escolástico de mi vida.

La imposibilidad de hacer ha sido siempre en mí una enfermedad de etiología metafísica. Hacer un gesto ha sido siempre, para mi sentimiento de las cosas, una perturbación, un desdoblamiento, en el universo exterior; moverme me ha dado siempre la impresión de que no dejaría intactas las estrellas ni los cielos sin cambio. Por eso, la importancia metafísica del más pequeño gesto adquirió pronto un relieve atónito dentro de mí. He adquirido ante el hacer un escrúpulo de honestidad trascendental que me inhibe, desde que lo he fijado en mi conciencia, de tener relaciones muy acentuadas con el mundo palpable.

¿1915?

317

La vida práctica siempre me ha parecido el menos cómodo de los suicidios. Hacer ha sido siempre para mí la condenación violenta del sueño injustamente condenado. Tener influencia en el mundo exterior, alterar cosas, transponer entes, influir en la gente —todo esto me ha parecido siempre de una substancia más nebulosa que la de los devaneos. La futilidad inmanente de todas las formas de la acción ha sido, desde mi infancia, una de las medidas más queridas de mi desapego hasta de mí.

Hacer es reaccionar contra uno mismo. Influenciar es salir de casa.

Siempre que he meditado en lo absurdo que era que, donde la realidad substancial es una serie de sensaciones, hubiese cosas tan complicadamente sencillas como comercios, industrias, relaciones sociales y familiares, tan desoladoramente incomprensibles ante la actitud interior del alma para con la idea de la verdad…[269]

318

De mi abstención de colaborar en la existencia del mundo exterior resulta, entre otras cosas, un fenómeno psíquico curioso.

Al abstenerme interiormente de la acción desinteresándome de las cosas, consigo ver al mundo exterior, cuando reparo en él, con una objetividad perfecta. Como nada interesa o conduce a tener razón para alterarlo, no lo altero.

Y así consigo (…)

319

Todo esfuerzo es un crimen porque todo gesto es un sueño inerte.

320

ESTÉTICA DE LA INDIFERENCIA

Ante cada cosa, lo que el soñador debe procurar sentir es la clara indiferencia que ella, en cuanto cosa, le causa.

Sabe, como un inmediato instinto, abstraer de cada objeto o acontecimiento lo que puede tener de soñable, dejando muerto en el Mundo Exterior todo cuanto tiene de real —he ahí lo que el sabio debe tratar de realizar en sí mismo.

No sentir nunca sinceramente sus propios sentimientos, y elevar su pálido triunfo al punto de mirar indiferentemente a sus propias ambiciones, ansias y deseos; pasar por sus alegrías y angustias como quien pasa por lo que[270] no le interesa…

El mayor dominio de sí mismo es la indiferencia por sí mismo, estándose, alma y cuerpo, por la casa y la quinta donde el destino quiso que pasásemos nuestra vida.

Tratar sus propios sueños e íntimos deseos altivamente, en grand seigneur, (…), poniendo una íntima delicadeza en no reparar en ellos. Tener el pudor de sí mismo; percibir que en nuestra presencia no estamos solos, que somos testigos de nosotros mismos, y que por eso importa comportarse ante nosotros mismos como ante un extraño, con una estudiada y serena línea exterior, indiferente por hidalga, y fría por indiferente.

Para que no descendamos ante nuestros ojos, basta con que nos acostumbremos a no tener ni ambiciones, ni pasiones, ni deseos, ni esperanzas, ni impulsos, ni desasosiego. Para conseguir esto, acordémonos siempre de que estamos en nuestra presencia, que nunca estamos solos, para que podamos estar a nuestras anchas. Y así dominaremos el tener pasiones y ambiciones porque pasiones y ambiciones son desescudarnos; no tendremos deseos ni esperanzas porque deseos y esperanzas son gestos bajos e inelegantes; ni tendremos impulsos y desasosiegos porque la precipitación es una indelicadeza para con los ojos de los demás, y la impaciencia es siempre una grosería.

El aristócrata es aquel que nunca olvida que jamás está solo; por eso los usos y los protocolos son /atributo/ de las aristocracias. Interioricemos al aristócrata. Arranquémoslo a los salones y /a los jardines/ y pasémoslo a nuestra alma y a nuestra conciencia de que existimos. Estemos siempre ante nosotros con protocolos y usos, con gestos estudiados y para-(los)-otros.

Cada uno de nosotros es todo un barrio[271], […], conviene que al menos tornemos elegante y distinguida la vida de ese barrio, que en las fiestas de nuestras sensaciones haya refinamiento y recato, y […] sobria la cortesía en los banquetes de nuestros pensamientos. En torno a nosotros, podrán las otras almas erigir sus barrios sucios y pobres; marquemos claramente dónde acaba y comienza el nuestro, y que desde la fachada de las casas hasta las alcobas de nuestras timideces, todo sea hidalgo y sereno, construido con una /sobriedad/ o sordina de exhibición. Saber encontrar a cada sensación el modo sereno de realizarse. Hacer al amor reducirse apenas a una sombra de ser sueño de amor, pálido y trémulo intervalo entre las crestas de dos pequeñas olas en las que da el claro de luna. Convertir al deseo en una cosa inútil e inofensiva, en una especie de sonrisa delicada del alma a solas consigo misma; hacer de ella una cosa que nunca piense en realizarse ni en decirse. Al odio, adormecerlo como a una serpiente prisionera, y decir al miedo que de sus gestos sólo guarde la agonía en la mirada, y en la mirada de nuestra alma, única actitud compatible con el ser estética.

321

Si existiese en el arte el oficio de perfeccionador, yo tendría en la vida (de mi arte) una función…

Tomar la obra hecha por otro, y trabajar sólo en perfeccionarla. Así, tal vez, fue hecha la Ilíada…

¡Sólo el no hacer el esfuerzo de la creación primitiva!

¡Cómo envidio a los que escriben novelas, que las empiezan y las hacen, y las terminan! Sé imaginarlos, capítulo a capítulo, a veces con las frases del diálogo y las que están entre el diálogo, pero no sabría decir en el papel esos sueños de escribir […]

322

Hubo un tiempo en que me irritaban las cosas que hoy me hacen sonreír. Y una de ellas, que casi todos los días me recuerdan, es la insistencia con que los hombres cotidianos y activos en la vida se sonríen de los poetas y de los artistas. No siempre lo hacen, como creen los pensadores de los periódicos, con un aire de superioridad. Muchas veces lo hacen con cariño. Pero es siempre como quien acaricia a un niño, alguien ajeno a la certeza y a la exactitud de la vida.

Esto me irritaba antes, porque suponía, como los ingenuos, y yo era ingenuo, que esa sonrisa dedicada a las preocupaciones de soñar y decir era un efluvio de una sensación íntima de superioridad. Es solamente un estallido de diferencia. Y, si antes consideraba yo esa sonrisa como un insulto, porque implicase una superioridad, hoy la considero como una duda inconsciente; como los hombres adultos reconocen muchas veces en los niños una agudeza de espíritu superior a la suya, así nos reconocen, a nosotros que soñamos y lo decimos, un algo diferente del que desconfían como extraño. Quiero creer que, muchas veces, los más inteligentes de entre ellos entrevén nuestra superioridad; y entonces sonríen superiormente para ocultar que la entrevén.

Pero esa superioridad nuestra no consiste en aquello que tantos soñadores han considerado como la superioridad propia. El soñador no es superior al hombre activo porque el sueño sea superior a la realidad. La superioridad del soñador consiste en que soñar es mucho más práctico que vivir, y en que el soñador extrae de la vida un placer mucho más vasto y mucho más variado que el hombre de acción. En mejores y más directas palabras, el soñador es quien es el hombre de acción.

Siendo la vida esencialmente un estado mental, y todo cuanto hacemos o pensamos, válido para nosotros en la proporción en que lo pensamos válido, depende de nosotros la valorización. El soñador es un emisor de billetes, y los billetes que emite circulan por la ciudad de su espíritu del mismo modo que los de la realidad. ¿Qué me importa que el papel moneda de mi alma no sea nunca convertible en oro, si no hay oro nunca en la alquimia facticia de la vida? Después de todos nosotros viene el diluvio, pero es sólo después de todos nosotros. Mejores, y más felices, los que, reconociendo la ficción de todo, hacen la novela antes que les sea hecha, y, como Maquiavelo, visten los trajes de la corte para escribir bien en secreto.

15-5-1930.

323

El placer de elogiarnos a nosotros mismos…

324

INT[ERVALO] DOL[OROSO]

Ni en el orgullo encuentro consolación. De qué enorgullecerme si no soy el creador de mí mismo. Y aunque haya en mí de qué envanecerme, cuánto para no envanecerme.

Yazgo mi vida. Y no sé hacer con el sueño el gesto de levantarme, tan hasta el alma estoy desnudo de saber hacer un esfuerzo.

Los hacedores de sistemas metafísicos, los (…) de explicaciones psicológicas son todavía peores en el sufrimiento. Sistematizar, explicar, ¿qué es sino (…) y construir? Y todo esto —componer, disponer, organizar— qué es sino esfuerzo realizado —¡y cuán desoladoramente es eso vida!

Pesimista, yo no lo soy. Dichosos los que consiguen traducir a lo universal su sufrimiento. Yo no sé si el mundo es triste o malo ni eso me importa, porque lo que los demás sufren me resulta aburrido e indiferente. Una vez que no lloren o giman, lo que me irrita y molesta, ni un encoger de hombros tengo —tan hondo me pesa mi desdén por ellos— para su sufrimiento.

Pero soy[272] quien cree que la vida es medio luz medio sombras. Y no soy pesimista. No me quejo del horror de la vida. Me quejo del horror de la mía. El único hecho importante para mí es el hecho de que yo existo y de que yo sufro y de no poder siquiera soñarme del todo por fuera de mi sentir sufriendo.

Soñadores felices son los pesimistas. Forman el mundo a su imagen y, así, siempre consiguen estar en casa. A mí, lo que me duele más es la diferencia entre el ruido y la alegría del mundo y mi tristeza y mi silencio aburrido.

La vida, con todos sus dolores y recelos y vaivenes, debe ser buena y alegre, como para un viaje en diligencia para quien va acompañado (y lo puede ver)[273].

Ni, por lo menos, puedo sentir mi sufrimiento como una señal de Grandeza. No sé lo que es. Pero sufro por cosas tan despreciables, me hieren cosas tan triviales, que no oso insultar con esa hipótesis a la hipótesis de que yo pueda tener genio.

La gloria de un poniente bello, con su belleza me entristece. Ante ellos, yo digo siempre, ¡qué contento debe sentirse quien es feliz al ver esto!

Y este libro es un gemido. Una vez escrito él, el [274] ya no es el libro más triste que hay en Portugal.

Al lado de mi dolor, todos los demás dolores me parecen falsos o mínimos. Son dolores de gente feliz y dolores de gente que vive y se queja. Los míos son los de quien se encuentra un encarcelado en la vida, aparte…

Entre mí y la vida…

De manera que veo todo lo que angustia. Y todo lo que alegra no lo siento. Y me he dado cuenta de que el mal más se ve que se siente, la alegría más se siente que se ve. Porque no pensando, no viendo, cierto contentamiento se adquiere, como el de los místicos[275] y el de los bohemios y el de los /canallas/. Pero todo, al final, entra [en] casa por la ventana de la observación y por la puerta del pensamiento.

325

SEN[TIMIEN]TO APOCALÍPTICO

Pensando que cada paso en mi vida era el contacto con el horror de lo Nuevo, y que cada nueva persona que yo conocía era un nuevo fragmento vivo de lo desconocido que yo ponía encima de mi mesa para una cotidiana meditación horrorizada, decidí abstenerme de todo, no avanzar hacia nada, reducir la acción al mínimo, hurtarme lo más posible a que yo fuese encontrado ya por los hombres, ya por los acontecimientos, refinar la abstinencia y bizantinizar la abdicación. Tanto (el) vivir me horroriza y me tortura.

Decidirme, terminar algo, salir de lo dudoso y de lo oscuro, son cosas [que] se me figuran catástrofes, cataclismos universales.

Siento a la vida en apocalipsis y cataclismo. Cada día, aumenta en mí la incompetencia para siquiera esbozar gestos para concebirme siquiera en situaciones claras de realidad.

La presencia de los otros —tan inesperado de alma en todo momento— cada día me resulta más dolorosa y angustiadora. Hablar de los demás me recorre de escalofríos. Si muestran interés por mí, huyo. Si me miran, me estremezco. Si (…)

Estoy perpetuamente a la defensiva[276]. Me quejo a la vida y a los demás. No puedo mirar a la realidad frente a frente. El propio sol ya me desanima y me desola. Sólo de noche, y de noche a solas conmigo, ajeno, olvidado, perdido —sin atadura con la realidad ni parte con la utilidad— me encuentro y me consuelo.

Tengo frío de la vida. Todo es cuevas húmedas y catacumbas sin luz en mi existencia. Soy la gran derrota del último ejército que defendía al último imperio. Me sé[277] al final de una civilización antigua y dominadora. Estoy solo y abandonado, yo que me parece que solía mandar a otros. Estoy sin amigo, sin guía, yo a quien siempre habían guiado otros.

Algo pide en mí compasión eternamente —y llora sobre mí como sobre un dios muerto, sin altares en su culto, cuando la venida cándida de los bárbaros moceó en las fronteras y la vida vino a pedir cuentas al imperio de lo que había hecho de su alegría.

Siento siempre recelo de que hablen de mí. He fracasado en todo. Nada he osado siquiera pensar en ser; pensar que lo desearía ni siquiera lo he soñado porque en el propio sueño me he conocido incompatible con la vida, hasta en mi estado visionario de soñador solamente.

Ni un sentimiento levanta mi cabeza de la almohada donde la hundo por no poder con el cuerpo, ni con la idea de que vivo, o siquiera con la idea absoluta de la vida.

No hablo la lengua de las realidades, y entre las cosas de la vida me tambaleo como un enfermo que ha guardado mucha cama y que se levanta por primera vez. Sólo en la cama me siento en la vida normal. Cuando llega la fiebre, me agrada como cosa natural (…) a mi estar recostado. Como una llama al viento, tiemblo y me aturdo. Sólo en el aire muerto de los cuartos cerrados respiro la normalidad de mi vida.

Ni una añoranza me queda ya de las caracolas a la orilla de los mares. Me he comparado con tenerme a mi alma por convento y no ser yo para mí más que otoño sobre los descampados secos, sin más /vida viva/ que un reflejo vivo como una luz que termina en la obscuridad endovelada [sic] de los estanques, sin más esfuerzo y color que el esplendor[278] violeta —exilio del final del poniente sobre los montes.

En el fondo, ningún otro placer que el análisis del dolor, ni otra voluptuosidad, que la del culebrear líquido y doliente de las sensaciones cuando se desmenuzan y se descomponen —leves pasos en la sombra incierta, suaves al oído, y nosotros ni nos volvemos para saber de quién son, vagos cantos lejanos, cuyas palabras no tratamos de captar, pero donde nos arrulla más lo indeciso de lo que dirán y la incertidumbre del lugar de donde vienen; tenues secretos de aguas pálidas, que llenan de lejanías leves los espacios (…) y nocturnos; campanillas de carros lejanos ¿regresando a dónde? y qué alegrías allá dentro que no se oyen aquí, somnolientos en el torpor tibio de la tarde donde el verano se olvida en otoño[279]. Han muerto las flores del jardín y, marchitas, son otras flores —más antiguas, más nobles, más coevas en amarillo muerto del misterio y el silencio y el abandono. Las culebras de agua que afloran en los estanques tienen su razón para los sueños. ¿Croar distante de las ranas? ¡Oh campo muerto en mí! ¡Oh sosiego rústico pasado en sueños! ¡Oh mi vida fútil como un campesino que no trabaja y duerme al borde de los caminos con el aroma de los prados entrándole en el alma como una niebla, en un sonido translúcido y fresco, hondo y lleno de entender en todo que nada ata a nada, nocturno, ignorado, nómada y cansado bajo la compasión fría de las estrellas!

Sigo el curso de mis sueños, haciendo de las imágenes escalones para otras imágenes; desplegando, como un abanico, las metáforas casuales en grandes cuadros de visión interior; desato de mí a la vida, y la desecho como a un traje que aprieta. Me oculto entre los árboles lejos de los caminos. Me pierdo. Y logro, durante unos momentos que corren levemente, olvidar el gusto a vida, dejar […] de luz y de bullicio y acabar conscientemente, absurdamente por las sensaciones, como un imperio en ruinas angustiadas[280], y una entrada entre pendones y tambores de victoria en una gran ciudad final donde no lloraría nada, ni desearía nada y ni a mí mismo pediría el ser.

Me duelen las superficies de los azules[281] de los estanques que he creado en sueños. Es mía la palidez de la luna que entreveo sobre paisajes de florestas. Es mi cansancio el otoño de los cielos estancados que recuerdo y no he visto nunca. Me pesa toda mi vida muerta, todos mis sueños faltos, todo lo mío no ha sido mío, en el azul de mis cielos interiores, en el vibrar a la vista del correr de mis ríos del alma, en el vasto e inquieto sosiego de los trigos de las planicies que veo y que no veo.

Una jícara de café; un tabaco que se fuma y cuyo aroma nos atraviesa, los ojos casi cerrados en un cuarto en penumbra… no quiero más de la vida que mis sueños y esto… ¿Que si es poco? No lo sé. ¿Sé yo acaso lo que es poco o lo que es mucho?

Cómo me gustaría ser otro allá por la tarde de verano… Abro la ventana. Todo allá fuera es suave, pero me aflige como un dolor inconcreto, como una sensación vaga de descontento.

Y una última cosa me hiere, me rasga, me destroza el alma toda. Es que yo, a esta hora, a esta ventana, ante estas cosas tristes y suaves, debía ser una figura estética, bella, como una figura de un cuadro —y no lo soy, ni esto soy…

La hora, que pase y olvide… La noche, que venga, que crezca, que caiga sobre todo y nunca se levante. Que esta alma sea mi túmulo para siempre, y que (…) si absoluto en tinieblas, y yo nunca piense vivir sintiendo y deseando[282].

326

… y un profundo y tedioso desdén por todos cuantos trabajan para la humanidad, por todos cuantos se baten por la patria y dan su vida para que la civilización continúe…

… un desdén lleno de tedio por ellos, que desconocen que la única realidad para cada uno es su propia alma, y el resto —el mundo exterior y los demás— una pesadilla inestética, como un resultado de los sueños de la indigestión del[283] espíritu.

Mi aversión hacia el esfuerzo se excita hasta el horror casi gesticulante ante todas las formas de esfuerzo violento. Y la guerra, el trabajo productivo y enérgico, la ayuda a los demás (…) todo esto no me parece más que el producto de un impudor, (…)

Y, ante la realidad suprema de mi alma, todo lo que es útil y exterior me sabe a frívolo y trivial ante la soberana y pura grandeza de mis más vivos[284] y frecuentes sueños. Esos, para mí, son más reales.

327

Es noble ser tímido, ilustre no saber hacer, grande no tener habilidad para vivir.

Sólo el Tedio, que es un alejamiento, y el Arte, que es un desdén, doran de una semejanza de contentamiento nuestra (…)

Los fuegos fatuos que nuestra podredumbre /genera/ son al menos luz en nuestras tinieblas.

Sólo la desventura elemental y el tedio puro de las desventuras continuas, es heráldica como lo son los descendientes de los héroes lejanos.

Soy un pozo de gestos que ni en mí se han esbozado todos, de palabras que no he pensado poniendo curvas en mis labios, de sueños que me he olvidado de soñar hasta el final.

Soy ruinas de edificios que nunca han sido más que esas ruinas, que alguien se hurtó, en medio del construirlas, de pensar en quién construyó.

No nos olvidemos de odiar a los que gozan porque gozan, de despreciar a los que son alegres, porque no supimos nosotros ser alegres como ellos… Ese sueño falso, ese odio flaco no es sino el pedestal tosco y sucio de la tierra en que se apoya, sobre el cual, altiva y única, la estatua de nuestro Tedio se yergue, oscuro bulto cuya faz una sonrisa impenetrable nimba vagamente de secreto.

Benditos los que no confían la vida a nadie.

328

La dulzura de no tener familia ni compañía, ese suave gusto como el del exilio, en que sentimos al orgullo del destierro desdibujarnos en una voluptuosidad inconstante la vaga inquietud de estar lejos —todo esto lo disfruto a mi modo indiferentemente. Porque uno de los detalles característicos de mi actitud espiritual es que la atención no debe ser cultivada exageradamente, e incluso el sueño debe ser mirado altivamente, con una conciencia aristocrática de estar haciéndole existir. Dar demasiada importancia al sueño sería dar demasiada importancia, a fin de cuentas, a una cosa que se ha separado de nosotros, que se ha erigido, conforme ha podido, en realidad, y que, por eso, ha perdido el derecho absoluto a nuestra delicadeza para con ella.

Las figuras imaginarias tienen más relieve y verdad que las reales.

Mi mundo imaginario ha sido siempre el único mundo verdadero para mí. Nunca he tenido amores tan reales, tan llenos de vigor de sangre y de vida como los que he tenido con figuras que yo mismo he creado. ¡Qué pena! Siento añoranzas de ellos, porque, como los demás, pasan…

329

Las frases que nunca escribiré, los paisajes que no podré describir nunca, con qué claridad las dicto cuando, recostado, no pertenezco, sino lejanamente, a la vida. Cincelo frases enteras, perfectas palabra por palabra, contexturas de dramas se me narran construidas en el espíritu, siento el movimiento métrico y verbal de grandes poemas en todas las palabras, y un gran […] como un esclavo al que no veo, me sigue en la penumbra. Pero si diese un paso, desde la silla donde yazgo entre sensaciones casi realizadas, hacia la mesa donde querría escribirlas, las palabras huyen, los dramas mueren, del nexo vital que unió al murmullo rítmico no queda más que una añoranza lejana, un resto de sol sobre unos montes alejados, un viento que eleva a las hojas al lado del umbral desierto, un parentesco nunca revelado, la orgía de los demás, la mujer que nuestra intuición dice que miraría para atrás, y que nunca llega a existir.

Proyectos, los he tenido todos. La Ilíada que he compuesto tenía una lógica de impulso, una concatenación orgánica de epodos que Homero no podía conseguir. La perfección estudiada de mis versos por completar en palabras deja pobre a la precisión de Virgilio y débil a la fuerza de Milton. Las sátiras alegóricas que he hecho excedían todas a Swift en la precisión simbólica de los detalles exactamente fijados. ¡Cuántos /Verlaines/ y cuántos Horacios[285] he sido!

Y siempre que me levanto de la silla donde, en verdad, estas cosas no han sido absolutamente soñadas, he tenido [sic] la doble tragedia de saberlas nulas y de saber que no han sido todas sueño, que algo ha quedado de ellas en el umbral abstracto de pensar yo, y ellas ser.

He sido genio más que en los sueños y menos que en la vida. Mi tragedia es ésta. He sido el corredor que se cayó casi en la meta, cuando era, hasta allí, el primero.

330

Vivir del sueño y para el sueño, deshaciendo el universo y recomponiéndolo (distraídamente) confiere más apego a nuestro momento de soñar. Hacer esto consciente, muy conscientemente, concede la inutilidad y (…) de hacerlo. Ignorar la vida con todo el cuerpo, perderse en la realidad con todos los sentidos, abdicar del amor con toda el alma. Llenar de arena vana los cántaros de nuestra ida a la fuente y verterlos para volver a llenar y verter, futilísimamente.

Tejer guirnaldas para, una vez terminadas, deshacerlas totalmente y minuciosamente.

Coger pinturas y mezclarlas en la paleta sin tela ante nosotros en la que poder pintar. Mandar traer piedra para burilar sin tener buril ni ser escultor. Hacer de todo un absurdo, perfeccionar haciéndolas fútiles todas nuestras estériles horas[286]. Jugar a escondidas con nuestra conciencia de vivir.

Esculpir en silencio nulo todos nuestros sueños de hablar. Estancar en torpor todos nuestros pensamientos en acción.

Oír a las horas decirnos que existimos con una sonrisa encantada e incrédula. Ver al Tiempo pintar el mundo y encontrar al cuadro, no sólo falso, sino hueco[287].

Pensar en frases que se contradigan, hablando alto con sonidos que no son sonidos y colores que no son colores. Decir y comprenderlo, lo que es además imposible —que tenemos conciencia de no tener conciencia, y que no somos lo que somos. Explicar todo esto mediante un sentido oculto y paradoja que las cosas tengan en su aspecto otro-lado y divino, y no creer demasiado en la explicación para que no tengamos que abandonarla. Y sobre todo esto, como un cielo uno y azul, el horror de vivir paria y enajenadamente.

Pero los paisajes soñados son apenas humos de paisajes conocidos y el tedio de soñarlos también es casi tan grande como el tedio de mirar al mundo.

(Posterior a 1913).

331

Por lo demás, yo no sueño, yo no vivo, salvo la vida real. Todas las naves son naves de sueño siempre que esté en nosotros el poder de soñar(las). Lo que mata al soñador es no vivir cuando sueña; lo que hiere al […] es no soñar cuando vive. Yo /he fundido/ en un color uno de felicidad la belleza del sueño y la realidad de la vida. Por más que poseamos un sueño, nunca se posee un sueño tanto como se posee el pañuelo que se tiene en el bolsillo, o, si queremos, como se posee nuestra propia carne.

Por más que se viva la vida en plena […] y triunfante acción, nunca desaparecen el (…) del contacto con los demás, el tropezar en obstáculos, aunque mínimos, el sentir transcurrir al tiempo.

Matar al sueño es matarnos. Es mutilar nuestra alma. El sueño es lo que tenemos de realmente nuestro, de impenetrablemente e inexpugnablemente nuestro.

El Universo, la Vida —sea eso real o ilusión— es de todos, todos pueden ver lo que yo veo, y poseer lo que yo poseo —o, por lo menos, puede concebirse viéndolo y pasando y eso es (…)

Pero lo que yo sueño nadie puede verlo sino yo, nadie, de no ser yo, poseerlo. Y si, desde el mundo exterior, mi verlo difiere de como otros lo ven, eso procede de lo que de mi sueño pongo en verlo sin querer, de lo que de mi sueño se pega a mis ojos y a mis oídos.

332

Mis sueños: como me creo amigos al soñar, ando con ellos. Su imperfección otra, (…)

333

(a child hand’s playing with coton-reels, etc.)[288]

Yo nunca he hecho más que soñar. Ha sido ése, y sólo ése, el sentido de mi vida. Nunca he tenido otra preocupación verdadera que mi escenario[289]. Los mayores dolores de mi vida se me esfuman cuando, abriendo la ventana que da a la calle de mi sueño[290], puedo[291] olvidarme en la visión de su movimiento.

Nunca he pretendido ser más que un soñador. A quien me ha hablado de vivir nunca le he prestado atención. He pertenecido siempre a lo que no está donde estoy y a lo que nunca he podido ser. Todo lo que no es mío, por bajo que sea, ha tenido siempre poesía para mí. Nunca he amado sino a ninguna cosa. Nunca he deseado sino lo que no podía imaginar. A la vida, nunca le he pedido sino que pasase por mí sin que yo la sintiese. /Del amor apenas he exigido que nunca dejase de ser un sueño lejano./ En mis propios paisajes interiores, irreales todos ellos, ha sido siempre lo lejano lo que me ha atraído, y los acueductos que se esfuman —casi en la distancia de mis paisajes soñados, tenían una dulzura de sueño en relación a las otras partes del paisaje—, una dulzura que hacía que yo pudiese amarlos. Mi /manía/ de crear un mundo falso todavía me acompaña, y sólo cuando muera me abandonará. No alineo hoy en mis gavetas carretes de cuerda y peones de ajedrez —con un alfil o un caballo acaso sobresaliendo— pero me da pena no hacerlo… y alineo en mi imaginación, cómodamente, como quien en el invierno se calienta a la lumbre, figuras que habitan, y son constantes y vivas, mi vida interior. Tengo un mundo de amigos dentro de mí, con vidas propias, reales, definidas e imperfectas.

Algunos pasan dificultades, otros llevan una vida bohemia, pintoresca y humilde. Hay otros que son viajantes de comercio. (Poder soñarme viajante de comercio siempre ha sido una de mis grandes ambiciones —¡desgraciadamente irrealizable!). Otros viven en aldeas y villas, allá hacia las fronteras de un /Portugal/ que hay dentro de mí; vienen a la ciudad, donde por casualidad los encuentro y reconozco, y les abro los brazos emotivamente[292]. Y cuando sueño esto, y me veo encontrándolos, todo yo me alegro, me realizo, me exalto, me brillan los ojos, abro los brazos y siento la felicidad enorme[293], real.

¡Ah, no hay añoranzas más dolorosas que las de las cosas que nunca han sido! Lo que siento cuando pienso en el pasado que he tenido en el tiempo real, cuando lloro sobre el cadáver de la vida de mi infancia ida…, eso mismo no llega al fervor doloroso y trémulo con que lloro el que no sean reales las figuras humildes de mis sueños, las mismas figuras secundarias que me acuerdo de haber visto una sola vez, por casualidad, al volver una esquina de mis visiones, al pasar por un portón en una calle que he recorrido por ese sueño.

¡La rabia de que la nostalgia no pueda revivir y levantarse nunca es tan lacrimosa contra Dios que ha creado imposibilidades, como cuando medito que mis amigos de sueño, con quienes he compartido tantos pormenores de una vida supuesta, con quien tantas conversaciones iluminadas, en cafés imaginarios, he tenido, no han pertenecido, al final, a ningún espacio en el que pudiesen ser, realmente, con independencia de mi conciencia de ellos!

¡Oh, el pasado muerto que traigo conmigo y jamás ha estado sino en mí! ¡Las huertas, los pomares, el pinar de la quinta que fue sólo en mi sueño! ¡Mis vacaciones supuestas, mis paseos por un campo que nunca ha existido! Los árboles de al borde de la carretera, los atajos, las piedras, los campesinos que pasan… todo esto, que nunca ha pasado de un sueño, está conservado en mi memoria haciendo de dolor, y yo, que he pasado horas soñándolos, paso después horas recordando haberlos soñado y es, en verdad, nostalgia lo que siento, un pasado que lloro, una vida-real muerta que miro, /solemne/, en su ataúd.

Existen también los paisajes y las vidas que no han sido completamente interiores. Ciertos cuadros, sin subido relieve artístico, ciertos óleo-grabados que había en paredes con las que he convivido muchas horas —pasan a ser realidad dentro de mí. Aquí, la sensación era otra, más hiriente y /triste/. Me quemaba no poder estar allí, fuesen reales o no. ¡No ser yo, al menos, una figura más, dibujada junto a aquel bosque al claro de luna que había en un grabado pequeño de un cuarto donde dormí de más pequeño! ¡No poder pensar que estaba allí oculto, en el bosque a la orilla del río, por aquel claro de luna eterno (aunque mal dibujado), viendo al hombre que pasa en una barca por debajo de la inclinación del sauce! Entonces, el no poder soñar enteramente me dolía. Las facciones de mi nostalgia eran otras. Los gestos de mi desesperación eran diferentes. La imposibilidad que me torturaba pertenecía a otro orden de angustia. ¡Ah, no tener todo esto un sentido en Dios, realización conforme al espíritu de nuestros deseos, no sé dónde, por un tiempo vertical, consubstanciado con la dirección de mis nostalgias y de mis devaneos! ¡No haber, por lo menos sólo para mí, un paraíso hecho de esto! No poder yo encontrar a los amigos que he soñado, pasear por las calles que he creado, despertar, entre el ruido de los gallos y de las gallinas y el rumorear matutino de la casa, en la quinta en que me supuse… y todo esto más perfectamente organizado por Dios, puesto en ese orden perfecto para existir, en la precisa forma para tenerlo yo, que ni mis propios sueños llegan sino a la falta de […] conciencia del espacio íntimo que entretienen esas pobres realidades.

Levanto la cabeza de encima del papel en que escribo… Es pronto todavía. Apenas ha pasado el mediodía y es domingo. El mal de la vida, la enfermedad de ser consciente, entra en mi propio cuerpo y me perturba. ¡No haber islas para los incómodos, alamedas vetustas, inencontrables por otros, para los aislados en el soñar! ¡Tener que vivir y, por poco que sea, que hacer cosas; tener que rozarse con el hecho de que haya otra gente, también real, en la vida! Tener que estar aquí escribiendo esto, por serme preciso para el alma el hacerlo, e, /incluso esto/, no poder soñarlo apenas, expresarlo sin palabras, hasta sin conciencia, mediante una construcción de mí mismo en música y desvanecimiento, de modo que me subiesen las lágrimas a los ojos sólo de sentirme expresarme, y yo floreciese, como un río encantado, por lentos declives de mí mismo, cada vez más hacia lo inconsciente y lo Distante, sin sentido ninguno excepto /Dios/.

334

SEGUNDA PARTE

Lo que de primordial hay en mí es la costumbre y la manera de soñar. Las circunstancias de mi vida, desde niño solo y tranquilo, otras fuerzas tal vez, moldeándome de lejos, por heredamientos oscuros, a su siniestro corte, han hecho de mi espíritu una constante corriente de devaneos. Todo lo que soy reside en esto, e incluso aquello que en mí parece más lejos de poner de relieve al soñador, pertenece sin escrúpulo al alma de quien únicamente sueña, elevada a su más alto grado.

Quiero, para mi propio gusto de analizarme, ir, a medida que esto me acomode, poniendo en palabras los procesos mentales que en mí son uno solo, ése, el de una vida consagrada al sueño, de un alma educada tan sólo en soñar.

Viéndome desde fuera, como casi siempre me veo, soy un inepto para la acción, perturbado ante el tener que dar pasos y hacer gestos, inhábil para hablar con los demás, sin lucidez interior para entretenerme con lo que provoque esfuerzo a mi espíritu, ni secuencia física para aplicarme a ningún mero mecanismo de entretenimiento trabajando.

Esto es natural que yo sea. El soñador se entiende que sea así. Toda realidad me perturba. El habla de los demás me sumerge en una angustia enorme. La realidad de las demás almas me sorprende constantemente. La vasta red de inconsciencias que es toda acción que veo me parece una ilusión absurda, sin coherencia plausible, nada.

Pero si se cree que desconozco los trámites de la psicología ajena, que yerro en la percepción clara de los motivos y de los íntimos pensamientos de los demás, se producirá un error sobre lo que soy.

Porque yo no soy un soñador, sino que soy exclusivamente un soñador. La costumbre única de soñar me ha proporcionado una extraordinaria nitidez de visión interior. No sólo veo con espantoso y a veces perturbador relieve las figuras y los decorados de mis sueños, sino que con igual relieve veo mis ideas abstractas, mis sentimientos humanos —lo que me queda de ellos—, mis secretos impulsos, mis actitudes psíquicas ante mí mismo. Afirmo que mis propias ideas abstractas, yo las veo en mí, yo las veo con una interior visión real en un espacio interior. Y, así, mis meandros me son más visibles en sus mínimos [sic].

Por eso, me conozco enteramente y, a través de conocerme enteramente, conozco enteramente a toda la humanidad. No hay un bajo impulso, como no hay una noble intención que no haya sido relámpago en mi alma; yo sé con qué gestos se muestra cada uno. Bajo las máscaras, que usan las malas ideas, de buenas o indiferentes, incluso dentro de nosotros y por los gestos, las conozco por quienes son. Sé lo que en nosotros se esfuerza por engañarnos. Y así, a la mayoría de los que veo los conozco mejor que ellos a sí mismos. Me aplico muchas veces a sondearlos, porque así los vuelvo míos. Conquisto el psiquismo que explico, porque para mí soñar es poseer. Y así se ve cuán natural es que yo, soñador como soy, sea el analítico que me reconozco.

Entre las pocas cosas que me gusta leer, destaco, por eso, las piezas teatrales. Todos los días suceden en mí piezas, y yo conozco a fondo cómo se proyecta un alma en la proyección del Mercator, planamente. Me entretengo poco, además, con esto; tan constantes, vulgares y enormes son los errores de los dramaturgos. Nunca me ha satisfecho ningún drama. Conociendo la psicología humana con una claridad de relámpago que sondea todos los rincones con una sola mirada, el grosero análisis y construcción de los dramaturgos me hiere, y lo poco que leo de este género me disgusta como un borrón de tinta atravesado en la escritura.

Las cosas son la materia de mis sueños; por eso aplico una atención distraídamente superatenta a ciertos detalles de lo Exterior.

Para darle relieve a mis sueños, necesito conocer cómo es cómo los paisajes reales y los personajes de la vida se nos aparecen en relieve. Porque la visión del soñador no es como la visión del que ve las cosas. En el sueño, no se da el posarse la vista sobre lo importante y lo no importante de un objeto que hay en la realidad. Sólo lo importante es lo que ve el sonador. La realidad verdadera de un objeto es sólo parte de él; el resto es el pesado tributo que paga a la materia a cambio de existir en el espacio. De manera semejante, no hay en el espacio realidad para ciertos fenómenos que en el sueño son palpablemente reales. Un ocaso real es imponderable y transitorio. Un ocaso de sueño es fijo y eterno. Quien sabe escribir es el que sabe ver sueños claramente (y es así) o ver en sueños la vida, ver la vida inmaterialmente, sacándole fotografías con la máquina del devaneo, sobre la que los rayos de lo pasado, de lo inútil y de lo circunscrito no tienen acción, y dan negro en la placa espiritual.

En mí, esta actitud, que el mucho soñar me ha enquistado, me hace ver siempre, en la realidad, la parte que es sueño. Mi visión de las cosas suprime siempre en ellas lo que mi sueño no puede utilizar. Y así vivo siempre en sueños, incluso cuando vivo en la vida. Mirar a un ocaso en mí o a un ocaso en lo Exterior es para mí lo mismo, porque veo de la misma manera, puesto que mi visión está cortada igualmente.

Por eso, la idea que me hago de mí es una idea que a muchos les parecerá equivocada. En cierto modo, es equivocada. Pero yo me sueño a mí mismo y escojo de mí lo que es soñable, y me compongo y recompongo de todas las maneras hasta estar bien ante lo que exijo de lo que soy y no soy. A veces, el mejor modo de ver un objeto es anularlo, pero él subsiste, no sé explicar cómo, hecho de materia de negación y anulación; así hago a grandes espacios de mi ser, que suprimidos en mi cuadro de mí, me transfiguran para mi realidad.

¿Cómo, entonces, no me engaño respecto a mis íntimos procesos de ilusión de mí? Porque el proceso que arranca para una realidad más que real un aspecto del mundo o una figura del sueño, arranca también para que sea más real, una emoción o un pensamiento; lo despoja, por tanto, de todo pertrecho de noble o puro cuando, lo que casi siempre sucede, no lo es. Repárese en que mi objetividad es absoluta, la más absoluta de todas. Yo creo el objeto absoluto, con cualidades de absoluto en su concreción. Yo no he huido propiamente de la vida, en el sentido de procurar para mi alma una cama más blanda, sólo he mudado de vida y he encontrado en mis sueños la misma objetividad que encontraba en la vida. Mis sueños —esto lo estudio en otra página— se yerguen independientes de mi voluntad y muchas veces me golpean y me hieren. Muchas veces, lo que he descubierto en mí me desoía, me avergüenza (quizá debido a un resto de humanidad en mí —¿qué es la vergüenza?) y me asusta.

En mí, el devaneo ininterrumpido sustituye a la atención. He pasado a superponer a las cosas vistas, incluso cuando ya soñadamente vistas, otros sueños que llevo conmigo. Distraído ya lo suficiente para hacer bien aquello a lo que llamo ver las cosas en sueños, aun así, porque esa distracción era motivada por un perpetuo devaneo y una, tampoco exageradamente atenta, preocupación por el decurso de mis sueños, superpongo lo que sueño al sueño que veo e intersecciono la realidad ya despojada de la materia con una inmaterialidad absoluta.

De ahí la habilidad que he adquirido de seguir varias ideas al mismo tiempo, observar las cosas y al mismo tiempo soñar asuntos muy diferentes, estar al mismo tiempo soñando un ocaso real sobre el Tajo real y una mañana soñada en un Pacífico interior; y las dos cosas soñadas se intercalan la una en la otra, sin mezclarse, sin propiamente confundir más que el estado emotivo diferente que cada una provoca, y soy como alguien que viese pasar por la calle mucha gente y simultáneamente sintiese dentro las almas de todos —lo que tendría que realizar en una unidad de sensación— al mismo tiempo que veía los varios cuerpos —ése tenía que verlos diferentes— cruzarse en la calle llena de movimientos de piernas.

(Posterior a 1914).

335

LEYENDA IMPERIAL

Mi Imaginación es una ciudad en el Oriente. Toda su composición de realidad en el espacio tiene la voluptuosidad de superficie de una alfombra rica y blanda. Las tiendas que multicolorean sus calles se destacan sobre no sé qué fondo /que no es suyo/ como bordados de amarillo o rojo sobre satenes azul clarísimo. /Toda la historia/ progresa[294], desde esa ciudad vuela en torno a la lámpara de mi sueño una especie de mariposa apenas oída en la penumbra del cuarto. Mi fantasía ha vivido entre pompas otra ocasión y recibido de manos de reinas joyas veladas de antigüedad. Han alfombrado indolencias íntimas los arenales de mi existencia y, hálitos de /penumbra/, las algas han flotado a la ostensiva[295] de mis ríos. He sido por eso pórticos de civilizaciones perdidas, fiebres de arabescos en frisos muertos, ennegrecimientos de eternidad en los serpenteos[296] de las columnas partidas, mástiles apenas en los naufragios remotos, escalones sólo de tronos abatidos, velos nada velando, y como velando sombras, fantasmas erguidos del suelo como humos de turíbulos arrojados. Funesto fue mi reinado y lleno de guerras en las fronteras alejadas de mi paz imperial en mi palacio. Próximo siempre al ruido indeciso de las fiestas distantes; procesiones siempre para ir a pasar bajo mis ventanas; pero ni peces de oro encarnado en mis piscinas, ni pomos entre los verdores /parados/ de mi pomar; ni siquiera, pobres chozas donde los otros son felices, el humo de chimeneas de más allá de los árboles, adormecen con baladas de simplicidad el misterio inquieto[297] de mi conciencia de mí.

336

(¿PREFACIO?)

Tengo que escoger lo que detesto —o el sueño, al que odia mi inteligencia, o la acción, a la que repugna mi sensibilidad; o la acción, para la que no he nacido, o el sueño, para el que nadie ha nacido.

Resulta que, como detesto a ambos, no escojo ninguno: pero como tengo, en determinada ocasión, que soñar o hacer, mezclo una cosa con otra.

337

Quien haya leído las páginas de este libro que están antes que ésta, se habrá formado, sin duda, la idea de que soy un soñador. Se habrá engañado si se la formó. Para ser soñador me falta el dinero.

Las grandes melancolías, las tristezas llenas de tedio, no pueden existir sino en un ambiente de comodidad y sobrio lujo. Por eso, al Egeus de Poe, concentrado horas y horas en una absorción morbosa, lo hace un castillo antiguo, abolengo, donde, más allá de las puertas de la gran sala donde yace la vida, mayordomos invisibles administran la casa y la comida.

El gran sueño requiere ciertas circunstancias sociales. Un día que, embebecido por cierto movimiento rítmico triste de lo que había escrito, me acordé de Chateaubriand, no tardé en acordarme de que yo no era vizconde, ni siquiera bretón[298]. Otra vez que creí sentir, en el sentido de lo que había dicho, una semejanza con Rousseau, no tardó, tampoco, en ocurrírseme que no [habiendo] tenido el privilegio de ser hidalgo y castellano, tampoco había tenido el de ser suizo y vagabundo.

Pero, en fin, también hay universo en la Calle de los Doradores. También concede Dios aquí que no falte el enigma de vivir. Y por eso, si son pobres, como el paisaje de carros y cajones, los sueños que consigo extraer de entre las ruedas y las tablas, aun así son para mí lo que tengo, lo que puedo ser.

En otro lugar, sin duda, es donde se producen los ocasos. Pero hasta desde este cuarto piso sobre la ciudad se puede pensar en el infinito. Un infinito con almacenes abajo, es cierto, pero con estrellas al final… Es lo que pienso, en este acabarse de la tarde, junto a la ventana alta, con la insatisfacción del burgués que no soy y con la tristeza del poeta que nunca podré ser.

338

La miseria de mi condición no es estorbada por estas palabras conjugadas con que formo, poco a poco, mi libro casual y meditado. Sobrevivo[299] nulo en el fondo de cada expresión, como un polvo indisoluble en el fondo del vaso en el que sólo se ha bebido agua. Escribo mi literatura como escribo mis asientos: con cuidado e indiferencia. Ante el vasto cielo estrellado y el enigma de muchas almas, la noche del abismo desconocido y el llanto de no comprender nada —ante todo esto, lo que escribo en el libro auxiliar de caja y lo que escribo en este papel del alma son cosas igualmente limitadas a la Calle de los Doradores, muy poco a los grandes espacios millonarios del universo.

Todo esto es sueño y fantasmagoría, y poco vale que el sueño sea asientos como prosa de buen porte. ¿De qué más sirve soñar con princesas que soñar con la puerta de entrada de la oficina? Todo lo que sabemos es una impresión nuestra, y todo lo que somos es una impresión ajena, melodrama[300] de nosotros, que, sintiéndonos, nos constituimos en nuestros propios espectadores activos, en nuestros dioses por licencia de la […]

339

Ficciones del interludio[301], cubriendo coloridamente el marasmo y la desidia de nuestra íntima incredulidad.

340

EL COMANDANTE

Nada hay que tan íntimamente revele, que tan completamente interprete la substancia de mi infortunio nato como el tipo de devaneo que, en verdad, más acaricio, el bálsamo que con más íntima frecuencia escojo para mi angustia de existir. El resumen de la esencia de lo que deseo es sólo esto: dormir la vida. Quiero demasiado a la vida para que la pueda desear vivida; quiero demasiado no vivirla para tener respecto a la vida un anhelo demasiado importuno.

Así, es éste, que voy a dejar escrito, el mejor de mis sueños preferidos. Por la noche, a veces, con la casa tranquila porque los dueños hayan salido o se callen, cierro las vidrieras de mis ventanas, las tapo con las pesadas contraventanas; […] en un traje viejo, me retrepo en la silla profunda, y me fijo en el sueño de que soy un comandante retirado en un hotel de provincias a la hora de después de la cena, cuando éste sea, con otro más sobrio, el comensal lento que se ha quedado sin motivo.

Supongo que he nacido así. No me interesa la juventud del comandante retirado, ni los destinos militares por los que ha ascendido hasta este anhelo mío. Independientemente del Tiempo y de la Vida, el comandante que me supongo no es posterior a ninguna vida que haya tenido, no tiene ni ha tenido parientes; existe eternamente en ese vivir[302] de ese hotel provinciano, cansado ya de conversaciones sobre anécdotas que le sucedieron con los compañeros en la dilación.

8-10-1919.

341

Por escalones de sueños y cansancios míos baja de tu irrealidad, baja y ven a substituir al mundo.

342

Nada pesa tanto como el afecto ajeno —ni el odio ajeno, puesto que el odio es más intermitente que el afecto; siendo una emoción desagradable, tiende, por instinto de quien la siente, a ser menos frecuente. Pero tanto el odio como el amor nos oprime; ambos nos buscan y procuran, no nos dejan (solos).

Mi ideal sería vivirlo todo en plan de novela, reposando en la vida —leer mis emociones, vivir mi desprecio de ellas. Para quien tenga la imaginación a flor de piel, las aventuras de un protagonista de novela son emoción propia suficiente, y más, porque son suyas y nuestras. No hay gran aventura como haber amado a Lady Macbeth con amor verdadero y directo; ¿qué hacer quien no ha amado así sino, por descanso, no amar en esta vida a nadie?

No sé qué sentido tiene este viaje que he sido forzado a hacer, entre una noche y otra noche, en compañía del universo entero. Sé que puedo leer para distraerme. Considero a la lectura como el modo más sencillo de entretener este, lo mismo que otro, viaje; y, de vez en cuando, levanto los ojos del libro donde estoy sintiendo verdaderamente y veo, como un extranjero, el paisaje que huye —campos, ciudades, hombres y mujeres, afectos y añoranzas— y todo esto no es para mí más que un episodio de mi reposo, una distracción inerte en la que descanso los ojos de las páginas demasiado leídas.

Sólo lo que soñamos es lo que verdaderamente somos, porque lo demás, por estar realizado, pertenece al mundo y a todo el mundo. Si realizase algún sueño, tendría celos de él, pues me habría traicionado con el dejarse realizar. He realizado todo cuanto he querido, dice el débil, y es mentira; la verdad es que ha soñado proféticamente todo cuanto la vida ha realizado de él. Nada realizamos. La vida nos arroja como una piedra y vamos diciendo por el aire «Por aquí voy moviéndome».

Sea lo que sea este interludio mimado bajo el proyector del sol y las lentejuelas de las estrellas, no duele por cierto saber que es un interludio; si lo que está más allá de las puertas del teatro es la vida, viviremos; si es la muerte, moriremos, y la pieza nada tiene que ver con eso.

Por eso, nunca me siento tan cerca de la verdad, tan sensiblemente iniciado, como cuando en las raras veces que voy al teatro o al circo: sé entonces que por fin estoy asistiendo a la perfecta figuración de la vida. Y los actores y las actrices, los payasos y los prestidigitadores son cosas importantes y fútiles, como el sol y la luna, el amor y la muerte, la peste, el hambre, la guerra, en la humanidad. Todo es teatro. Ah, ¿quiero la verdad? Voy a seguir con la novela…

15-5-1932.

343

Como todo individuo de gran movilidad mental, tengo un amor orgánico y fatal a la fijación. Abomino la vida nueva y el lugar desconocido.

344

La vida es un viaje experimental, hecho involuntariamente. Es un viaje del espíritu a través de la materia y, como es el espíritu quien viaja, es en él donde se vive. Hay, por eso, almas contemplativas que han vivido más intensa, más extensa, más tumultuosamente que otras que han vivido externas. El resultado lo es todo. Lo que se ha sentido ha sido lo que se ha vivido. Uno se recoge de un sueño como de un trabajo visible. Nunca se ha vivido tanto como cuando se ha pensado mucho.

Quien está en el rincón de la sala baila con todos los bailarines. Lo ve todo y, porque lo ve todo, lo vive todo. Como todo, en súmula y ultimidad, es una sensación nuestra, tanto vale el contacto con un cuerpo como su visión o, incluso, su simple recuerdo. Bailo, pues, cuando veo bailar. Digo, como el poeta inglés, al narrar que contemplaba, tumbado en la hierba, a tres segadores: «Un cuarto está segando, y ése soy yo».

Viene todo esto, que va dicho como va sentido, a propósito del gran cansancio, aparentemente sin causa, que ha descendido hoy súbitamente sobre mí. Estoy, no sólo cansado, sino amargado, y la amargura es también desconocida. Estoy, de tan angustiado, al borde del llanto —no de lágrimas que se lloran, sino que se reprimen, lágrimas de una enfermedad del alma, que no de un dolor sensible.

¡Tanto he vivido sin haber vivido! ¡Tanto he pensado sin haber pensado! Pesan sobre mí mundos de violencias paradas, de aventuras tenidas sin movimiento. Estoy harto de lo que nunca he tenido ni tendré, tedioso de dioses por existir. Llevo conmigo las heridas de todas las batallas que he evitado. Mi cuerpo muscular está molido del esfuerzo que no he pensado en hacer.

Empañado, mudo, nulo… El cielo alto es el de un verano muerto, imperfecto. Lo miro como si no estuviese allí. Duermo lo que pienso, estoy echado andando, sufro sin sentir. Mi gran nostalgia lo es de nada, es nada, como el cielo alto que no veo, y que estoy mirando impersonalmente.

26-3-1932.

345

Todos aquellos incidentes desgraciados de nuestra vida en los que hemos sido o ridículos, o despreciados, o embarazosos, considerémoslos, a la luz de nuestra serenidad íntima, como incomodidades de viaje. En este mundo, viajeros, voluntarios o involuntarios entre nada y nada o entre todo y todo, somos solamente pasajeros que no deben dar demasiado relieve a los percances del recorrido, a las contundencias de la trayectoria. Me consuelo con esto, no sé si porque me consuelo, si porque hay en esto algo que me consuele. Pero la consolación ficticia se me vuelve verdad si no pienso en ella.

Además, ¡hay tantas consolaciones! Existe el cielo alto, limpio y sereno, donde flotan siempre nubes imperfectas. Existe la brisa leve, que agita las ramas duras de los árboles, si es en el campo; que hace oscilar las ropas tendidas, en los cuartos pisos, o quintos, si es en la ciudad. Existe el calor o el fresco, si los hay, y siempre, en el fondo, viene […] con su nostalgia, o su esperanza, y una sonrisa de magia a la ventana del mundo, lo que deseamos llamando a la puerta de lo que somos, como mendigos que son el Cristo.

23-12-1933.

346

La idea de viajar me provoca náuseas.

Ya he visto todo lo que nunca había visto.

Ya he visto todo lo que todavía no he visto.

El tedio de lo constantemente nuevo, el tedio de descubrir, bajo la falsa diferencia de las cosas y de las ideas, la perenne identidad de todo, la semejanza absoluta entre la mezquita, el templo y la iglesia, la igualdad de la cabaña y del castillo, el mismo cuerpo que es rey vestido y salvaje desnudo, la eterna concordancia de la vida consigo misma, el estancamiento de todo lo que, vivo sólo por moverse, está pasando.

Los paisajes son repeticiones. En un simple viaje en tren inútil y angustiadamente entre la distracción ante el paisaje y la distracción ante el libro que me entretendría si yo fuese otro. Tengo de la vida una náusea vaga, y el movimiento me la acentúa.

Únicamente no hay tedio en los paisajes que no existen, en los libros que nunca he de leer. La vida, para mí, es una somnolencia que no llega al cerebro. A ése lo conservo yo libre para poder estar triste en él.

¡Ah, que viajen los que no existen! Para quien no es nada, como un río, el correr debe ser vida. Pero a los que piensan y sienten, a los que están despiertos, la horrorosa histeria[303] de los trenes, de los automóviles, no les deja dormir ni despertar.

De cualquier viaje, aunque pequeño, regreso como de un sueño lleno de sueños —una confusión túrpida, con las sensaciones pegadas las unas a las otras, borracho de lo que he visto.

Para el reposo, me falta la salud del alma. Para el movimiento, me falta algo que hay entre el alma y el cuerpo; se me niegan, no los movimientos, sino el deseo de tenerlos.

Muchas veces me ha sucedido querer atravesar el río, estos diez minutos del T[erreiro] do Paço a Caçilhas[304]. Y casi siempre he tenido como timidez de tanta gente, de mí mismo y de mi propósito. Una u otra vez he ido, siempre oprimido, siempre poniendo solamente el pie en tierra cuando estoy de vuelta.

Cuando se siente de más, el Tajo es el Atlántico sin número, y Caçilhas, otro continente, o hasta otro universo.

347

¿Viajar? Para viajar basta con existir. Voy de día a día, como de estación a estación, en el tren de mi cuerpo, o de mi destino, asomado a las calles y a las plazas, a los gestos y a los rostros, siempre iguales y siempre diferentes como, al final, lo son todos los paisajes.

Si imagino, veo. ¿Qué más hago si viajo? Sólo la debilidad extrema de la imaginación justifica que haya que desplazarse para sentir.

«Cualquier carretera, esa misma carretera de Entepfuhl, te llevará hasta el fin del mundo». Pero el fin del mundo, desde que el mundo se ha acabado dándole la vuelta, es el mismo Entepfuhl de donde se ha partido. En realidad, el fin del mundo, como el principio, es nuestro concepto del mundo. Es en nosotros donde los paisajes tienen paisaje. Por eso, si los imagino, los creo; si los creo, existen; si existen, los veo como a los otros. ¿Para qué viajar? En Madrid, en Berlín, en Persia, en la China, en ambos Polos, ¿dónde estaría yo sino en mí mismo, y en el tipo y género de mis sensaciones?

La vida es lo que hacemos de ella. Los viajes son los viajeros. Lo que vemos no es lo que vemos, sino lo que somos.

348

El único viajero con alma verdadera que he conocido era un chico de la oficina que había en otra casa en la que, en tiempos, estuve empleado. Este muchachito coleccionaba folletos de propaganda de ciudades, países y compañías de transportes; tenía mapas —unos arrancados de periódicos, otros que pedía aquí y allí—; tenía, recortadas de diarios y de revistas, ilustraciones de paisajes, grabados de costumbres exóticas, retratos de barcos y navíos. Iba a las agencias de turismo, en nombre de una oficina hipotética, o quizás en nombre de cualquier oficina existente, posiblemente la misma en que estaba, y pedía folletos sobre viajes a Italia, folletos de viajes a la India, folletos con las combinaciones entre Portugal y Australia.

No sólo era el mayor viajero, por ser el más verdadero, que he conocido: era también una de las personas más felices que me ha sido dado encontrar. Me da pena no saber lo que ha sido de él o, en realidad, supongo solamente que debería darme pena; en realidad, no me da, pues hoy, cuando han pasado diez años, o más, sobre el breve tiempo en que le conocí, debe ser un hombre, estúpido, cumplidor de sus deberes, quizá casado, sustentáculo social de cualquiera —muerto, en fin, en su misma vida. Hasta es posible que haya viajado con el cuerpo, él, que tan bien viajaba con el alma.

Me acuerdo de repente: él sabía exactamente por qué vías férreas se iba de París a Bucarest, por qué vías férreas se recorría Inglaterra y, a través de las pronunciaciones equivocadas de los nombres extraños, estaba la certeza aureolada de su grandeza de alma. Hoy, sí, debe haber subsistido para muerto, pero tal vez un día, de viejo, se acuerde de que es no sólo mejor, sino más verdadero, soñar con Burdeos que desembarcar en Burdeos.

Y, entonces, tal vez todo esto tuviese otra explicación cualquiera, y él estuviese solamente imitando a alguien. O… Sí, creo a veces, al considerar la diferencia hedionda entre la inteligencia de los niños y la estupidez de los adultos, que somos acompañados durante la infancia por un espíritu de la guarda, que nos presta su propia inteligencia astral y que después, tal vez con pena, pero debido a una ley alta, nos abandona, como las madres animales a las crías crecidas, a la ceba que es nuestro destino.

349

Hay una erudición del conocimiento, que es propiamente lo que se llama erudición, y hay una erudición del entendimiento, que es lo que se llama cultura. Pero hay también una erudición de la sensibilidad.

La erudición de la sensibilidad nada tiene que ver con la experiencia de la vida. La experiencia de la vida nada enseña, lo mismo que la historia nada informa. La verdadera experiencia consiste en restringir el contacto con la realidad y aumentar el análisis de ese contacto. Así, la sensibilidad se ensancha y profundiza, porque en nosotros está todo; basta que lo busquemos y lo sepamos buscar.

¿Qué es viajar, y para qué sirve viajar? Cualquier ocaso es el ocaso; no es menester ir a verlo a Constantinopla. ¿La sensación de liberación que nace de los viajes? Puedo sentirla saliendo de Lisboa hacia Benfica[305], y sentirla más intensamente que quien va de Lisboa a la China, porque si la liberación no está en mí, no está, para mí, en ninguna parte. «Cualquier carretera» ha dicho Carlyle, «hasta esta carretera de Entepfuhl, te lleva hasta el fin del mundo». Pero la carretera de Entepfuhl, si se la sigue toda, hasta el final, vuelve a Entepfuhl; de modo que el Entepfuhl, donde ya estábamos, es ese mismo fin del mundo que íbamos a buscar.

Condillac comienza su libro célebre: «Por más alto que subamos y más bajo que bajemos, nunca salimos de nuestras sensaciones». Nunca desembarcamos de nosotros. Nunca llegamos a otro sino otrándonos mediante la imaginación sensible de nosotros mismos. Los verdaderos paisajes son los que nosotros mismos creamos, porque así, siendo dioses de ellos, los vemos como verdaderamente son, que es como han sido creados. No es ninguna de las siete partidas del mundo la que me interesa y puedo verdaderamente ver; la octava partida es la que recorro y es mía.

Quien ha cruzado todos los mares ha cruzado tan sólo la monotonía de sí mismo. Ya he cruzado más mares que todos. Ya he visto más montañas que las que hay en la tierra. He pasado ya por ciudades más que existentes, y los grandes ríos de ningunos mundos han fluido, absolutos, bajo mis ojos contemplativos. Si viajase, encontraría la copia débil de lo que ya había visto sin viajar.

En los países que visitan los demás, los visitan anónimos y peregrinos. En los países que he visitado, he sido, no sólo el placer oculto del viajero desconocido, sino la majestad del rey que allí reina, y el pueblo cuya costumbre allí habita, y la historia entera de aquella nación y de las demás. Los mismos paisajes, las mismas casas, yo los he visto porque los he sido, hechos en Dios con la substancia de mi imaginación.

350

La renuncia es la liberación. No querer es poder.

¿Qué puede darme la China que mi alma no me haya dado ya? Y si mi alma no me lo puede dar, ¿cómo me lo dará la China, si es con mi alma como veré la China, si la veo? Podré ir a buscar riqueza al Oriente, pero no riqueza del alma, porque la riqueza de mi alma soy yo, y estoy donde estoy, sin Oriente o con él.

Comprendo que viaje quien es incapaz de sentir. Por eso son siempre tan pobres como libros de experiencia los libros de viajes, que valen solamente por la imaginación de quien los escribe. Y si quien los escribe tiene imaginación, tanto nos puede encantar con la descripción minuciosa, fotográfica pelo por pelo, de paisajes que ha imaginado como con la descripción, forzosamente menos minuciosa, de los paisajes que ha supuesto ver. Somos todos miopes, excepto hacia dentro. Sólo el sueño ve con (el) mirar.

En el fondo, hay en nuestra experiencia de la tierra dos cosas sólo: lo universal y lo particular. Describir lo universal es describir lo que es común a toda alma humana y a toda experiencia humana —el cielo vasto, con el día y la noche que acontecen dentro de él; el correr de los ríos —todos de la misma agua sororal y fresca; los mares, montañas trémulamente extensas, que guardan la majestad de la altura en el secreto de la profundidad; los campos, las estaciones, las casas, las caras, los gestos; el traje y las sonrisas; el amor y las guerras; los dioses, finitos e infinitos; la Noche sin forma, madre del origen del mundo; el Hado, el monstruo intelectual que lo es todo… Al describir esto, o cualquier cosa universal como esto, hablo con el alma el lenguaje primitivo y divino, el idioma adámico que todos entienden. ¿Pero qué lenguaje astillado y babélico hablaría yo cuando describiese el Ascensor de Santa Justa[306], la catedral de Reims, los calzones zuavos, la manera como el portugués se pronuncia en Trasosmontes? Estas cosas son accidentes de superficie; pueden sentirse con el andar pero no con el sentir. Lo que en el Ascensor de Santa Justa es lo Universal es la mecánica que facilita el mundo. Lo que en la catedral de Reims es verdad no es la catedral de Reims, sino la majestad religiosa de los edificios consagrados al conocimiento de la profundidad del alma humana. Lo que en los calzones de los zuavos es eterno es la ficción colorida de los trajes, lenguaje humano que crea una simplicidad social que es a su manera una nueva desnudez. Lo que en las pronunciaciones locales es universal es el timbre casero de las voces de la gente que vive con espontaneidad la diversidad de los seres juntos, la sucesión multicolor de las maneras, las diferencias de los pueblos, y la vasta variedad de las naciones.

Transeúntes eternos por nosotros mismos, no hay paisaje sino el que somos. Nada poseemos, porque ni a nosotros poseemos. Nada tenemos porque nada somos. ¿Qué manos extenderé hacia el universo? El universo no es mío: soy yo.

(¿1930?)

351

Me gustaría estar en el campo para que me pudiera gustar estar en la ciudad. Me gusta, sin eso, estar en la ciudad aunque con eso mi gusto sería dos.

352

Todo paisaje /no/ está en parte ninguna.

353

LA DIVINA ENVIDIA

Siempre que tengo una sensación agradable en compañía de otros, les envidio la parte que han tenido en esa sensación. Me parece un impudor que ellos sintiesen lo mismo que yo, que invadiesen mi alma por intermedio del alma, unísonamente sintiendo, de ellos.

La gran dificultad del orgullo que para mí ofrece la contemplación de los paisajes es la dolorosa circunstancia de que es seguro que ya los haya contemplado alguien con una mirada igual.

A horas diferentes, es cierto, y en otros días. Pero me hacen notar cómo sería acariciarme y amansarme con una escolástica que soy superior a merecer. Sé que poco importa la diferencia, que con el mismo espíritu al mirar, otros han tenido ante el paisaje un modo de ver, no como, sino parecido al mío.

Me esfuerzo por eso en alterar siempre lo que veo de una manera que lo torne irrefragablemente mío —de alterar, mintiendo— el momento bello y en el mismo orden de línea de belleza, la línea del perfil de las montañas; en sustituir ciertos árboles y flores por otros, vastamente los mismos diferentísimamente; en ver otros colores de efecto idéntico en el ocaso —y así creo, por como estoy educado, y con el propio gesto de mirar con que espontáneamente veo, un modo interior de lo exterior.

Esto, sin embargo, es el grado ínfimo de substitución de lo visible. En mis buenos y abandonados momentos de sueño invento mucho más.

Hago al paisaje tener para mí los efectos de la música, evocarme imágenes —curioso y dificilísimo triunfo del éxtasis, tan difícil porque el agente evocativo es del mismo orden de sensaciones que lo que ha de evocar. Mi triunfo máximo en el género fue cuando, a cierta hora ambigua de aspecto y luz, al mirar al Muelle del Sodré[307], claramente lo vi una pagoda china con extraños cascabeles en las puntas de los tejados como sombreros absurdos —curiosa pagoda china pintada en el espacio, en el espacio-satén, no sé cómo, en el espacio que hace perdurar a la abominable tercera dimensión.

Y el momento me huele verdaderamente y un […] y lejano y con esa gran envidia[308] de realidad…

354

Cada vez que viajo, viajo /inmenso/. El cansancio que traigo conmigo de un viaje en tren a Cascaes[309] es como si fuese el de haber, en ese poco tiempo, recorrido los paisajes de campo y ciudad de cuatro o cinco países.

Cada casa por la que paso, cada chalet, cada casita aislada encalada de blanco y de silencio —en cada una de ellas me concibo viviendo, primero feliz, después aburrido, cansado después; y siento que habiéndola abandonado, llevo en mí una nostalgia enorme del tiempo que allí he vivido. De modo que todos mis viajes son una cosecha dolorosa y feliz de grandes alegrías, de tedios enormes, de innumerables falsas nostalgias.

Además, al pasar delante de casas, de «villas», de chalets, voy viviendo en mí todas las vidas domésticas al mismo tiempo. Soy el padre, la madre, los hijos, los primos, la criada y el primo de la criada, al mismo tiempo y todo junto, mediante el arte especial que tengo de sentir al mismo [tiempo] varias sensaciones diferentes, de vivir al mismo tiempo —y al mismo tiempo por fuera, viéndolas, y por dentro, sintiéndolas— las vidas de varias criaturas.

355

Paisajes inútiles como los que dan la vuelta a las tazas chinas, partiendo del asa y yendo a acabar en el asa, de repente. Las tazas son siempre tan pequeñas… ¿Hacia dónde se prolongaría y con qué (…) de porcelana, el paisaje que no se ha prolongado más allá del asa de la taza?

Es posible a ciertas almas sentir un dolor profundo porque el paisaje pintado en un /abanico/ chino no tenga tres dimensiones.

356

—¿Naufragios? No, nunca he tenido ninguno. Pero tengo la impresión de que en todos mis viajes he naufragado, mi salvación escondida en […]

—Sueños vagos, luces confusas, paisajes perplejos —he ahí lo que me queda[310] en el alma de tanto como he viajado.

Tengo la impresión de que he conocido momentos de todos los colores, amores de todos los sabores, ansias de todos los tamaños. Me he desmandado por la vida, y nunca me he bastado ni me he soñado bastándome.

—Necesito explicar que he viajado realmente. Pero todo me sabe a constarme que he viajado, pero no he vivido. He llevado de un lado a otro, de norte a sur… de este a oeste, el cansancio de haber tenido un pasado, el desasosiego[311] de estar viviendo[312] el presente, y el tedio[313] de tener que tener un futuro. Pero tanto me esfuerzo que me quedo en el presente al matar dentro de mí al pasado y al futuro.

—He pasado por las orillas de los ríos cuyo nombre me he encontrado ignorando. En las mesas de los cafés de las ciudades visitadas, me descubrí notando que todo me sabía a sueño, a vago. ¡He llegado a tener a veces la duda de si no continuaba sentado a la mesa de nuestra casa antigua, universal y deslumbrado por sueños! No puedo afirmarle que esto no suceda, que ahora no esté allí todavía, que todo esto, incluyendo esta conversación con usted, no sea /falso/ y supuesto. ¿Qué es usted? Se da el caso también absurdo de no poder explicarlo…

357

No desembarcar no tiene muelles donde se desembarque. Nunca llegar implica no llegar nunca.

358

La idea de viajar me seduce por translación, como si fuese la idea propia para seducir a alguien que no fuera yo. Toda la vasta visibilidad del mundo me recorre, en un movimiento de tedio coloreado, la imaginación despierta; esbozo un deseo como quien ya no quiere hacer gestos, y el cansancio anticipado de los paisajes posibles me aflige, como un viento torpe, a flor del corazón que se ha estancado.

Y como los viajes las lecturas, y como las lecturas todo… Sueño una vida erudita, entre la familiaridad muda de los antiguos y de los modernos, renovando las emociones mediante las emociones ajenas, llenándome de pensamientos contradictorios en la contradicción de los meditadores y de los que casi han pensado, que son la mayoría de los que han escrito. Pero sólo la idea de leer se me desvanece si tomo de encima de la mesa un libro cualquiera, el hecho físico de tener que leer me anula la lectura… Del mismo modo se me marchita la idea de viajar si acaso me aproximo a donde pueda haber un embarque. Y regreso a las dos cosas nulas de las que estoy seguro, de nulo que soy yo también —a mi vida cotidiana de transeúnte desconocido, y a mis sueños como insomnios de despierto.

Y como las lecturas todo… Desde que algo pueda soñarse como interrumpiendo de veras el transcurso de mis días, levanto los ojos de protesta pesada hacia la sílfide que me es propia, esa, pobrecilla que quizá sería sirena si hubiese aprendido a cantar.

359

El orgullo es la certidumbre emotiva de la grandeza propia. La vanidad es la certidumbre emotiva de que los demás ven en nosotros, o nos atribuyen, tal grandeza. Los dos sentimientos no se conjugan necesariamente, ni por naturaleza se oponen. Son diferentes aunque conjugables.

El orgullo, cuando existe solo, sin la añadidura de la vanidad, lo que es posible aunque raro, se manifiesta, en su resultado, por la audacia. Quien tiene la seguridad de que los demás ven valor en él, nada recela de ellos. Puede haber valor físico sin vanidad; puede haber valor moral sin vanidad; no puede haber audacia sin vanidad. Y por audacia se entiende la confianza en la iniciativa. La audacia puede no estar acompañada por el valor, físico o moral, pues estas disposiciones de la índole son de orden diferente, y con ella inconmensurables.

360

La vida, para la mayoría de los hombres, es un fastidio pasado sin darse cuenta de él, una cosa triste compuesta con intervalos alegres, algo como los momentos de los chistes que cuentan los veladores de los muertos para pasar el sosiego de la noche y la obligación de velar. Siempre me ha parecido fútil considerar la vida como un valle de lágrimas: es un valle de lágrimas, sí, pero en el que raras veces se llora. Dijo Heine que, después de las grandes tragedias, acabamos siempre por sonarnos la nariz. Como judío, y por tanto universal, vio con claridad la naturaleza universal de la humanidad.

La vida sería insoportable si tomásemos conciencia de ella. Afortunadamente, no lo hacemos. Vivimos con la misma inconsciencia que los animales, del mismo modo fútil e inútil, y si prevemos la muerte, que es de suponer, sin que sea seguro, que ellos no prevén, la prevemos a través de tantos olvidos, de tantas distracciones y desvíos, que apenas podemos decir que pensamos en ella.

Así se vive, y es poco para que nos creamos superiores a los animales. Nuestra diferencia con ellos consiste en el detalle puramente externo de que hablamos y escribimos, de que tenemos inteligencia abstracta para distraernos de tener la concreta, y de imaginar cosas imposibles. Todo esto, sin embargo, son accidentes de nuestro organismo fundamental. El hablar y escribir nada hacen de nuevo en nuestro instinto primordial de vivir sin saber cómo. Nuestra inteligencia abstracta no sirve sino para formular sistemas, o ideas medio-sistemas, de lo que en los animales es estar al sol. Nuestra imaginación de lo imposible no es por ventura propia, pues ya he visto gatos mirando a la luna, y no sé si no la querrían.

Todo el mundo, toda la vida, es un vasto sistema de inconsciencias que opera a través de conciencias individuales. Así como con dos gases, cuando se pasa por ellos una corriente eléctrica, se hace un líquido, así con dos conciencias —la de nuestro ser concreto y la de nuestro ser abstracto— se hace, pasando por ellas la vida y el mundo, una inconsciencia superior.

Feliz, pues, el que no piensa, porque realiza por instinto y destino orgánico lo que todos nosotros tenemos que realizar por desvío y destino inorgánico o social. Feliz el que más se asemeja a los brutos, porque es sin esforzarse lo que todos nosotros somos con un trabajo impuesto; porque sabe el camino de casa, que nosotros no encontramos sino por atajos de ficción y regreso; porque, enraizado como un árbol, es parte del paisaje y por lo tanto de la belleza, y no, como nosotros, mitos del paso, figurantes de traje vivo de la inutilidad y del olvido.

23-3-1933.

361

Aparte esos sueños vulgares, que son las vergüenzas corrientes de los estercoleros del alma, que nadie osará confesar, y oprimen las vigilias como fantasmas sucios, viscosidades y ampollas sebáceas de la sensibilidad reprimida, ¡lo que de ridículo, lo que de empavorecedor, e indecible, puede todavía el alma, aunque con esfuerzo, reconocer en sus rincones!

El alma humana es un manicomio de caricaturas. Si un alma pudiera revelarse con verdad, no hubiese un pudor más profundo que todas las vergüenzas conocidas y definidas, sería, como dicen de la verdad, un pozo, pero un pozo siniestro lleno de ecos vagos, habitado por vidas innobles, viscosidades sin vida, babosas sin ser, mucosidades de la subjetividad.

362

Adoramos la perfección porque no la podemos tener; la repugnaríamos si la tuviésemos. Lo perfecto es lo inhumano, porque lo humano es imperfecto.

El odio sordo al paraíso —el deseo como el de la pobre desgraciada de [que] hubiese un campo en el cielo. Sí, no son los éxtasis de lo abstracto, ni las maravillas de lo absoluto lo que puede encantar a un alma que siente: son los lares y las cuestas de los montes, las islas verdes en los mares azules, los caminos entre los árboles y las anchas horas de reposo en las quintas abolengas, aunque nunca las tengamos. Si no hubiese tierra en el cielo, más valdría que no hubiese cielo. Sea entonces todo la nada y termine la novela que /no tenía enredo/.

Para poder conseguir la perfección sería preciso una frialdad de fuera del hombre y no habría entonces corazón de hombre con que amar a la propia perfección.

Nos pasmamos, adorando, de la tensión hacia lo perfecto de los grandes artistas. Amamos su aproximación a lo perfecto pero la amamos porque es sólo aproximación.

(Posterior a 1923).

363

El hombre vulgar, por más dura que sea con él la vida, tiene al menos la felicidad de no pensarla. Vivir la vida transcurriendo, exteriormente, como un gato o un perro —así hacen los hombres generales, y así se debe vivir la vida para que pueda incluir la satisfacción del gato y del perro.

Pensar es destruir. El propio sistema del pensamiento lo indica para el mismo pensamiento, porque pensar es descomponer. Si los hombres supiesen meditar el misterio de la vida, si supiesen sentir las mil complejidades que acechan al alma en cada pormenor de la acción, no actuarían nunca, incluso no vivirían. Se matarían de tan asustados, como los que se suicidan para no ser guillotinados al día siguiente.

364

La persistencia instintiva de la vida a través de la apariencia de la inteligencia es para mí una de las contemplaciones más íntimas y más constantes. El disfraz irreal de la conciencia sirve tan sólo para ponerme de relieve a la inconsciencia que no disfraza.

Desde el nacimiento hasta la muerte, el hombre vive como siervo de la propia exterioridad de sí mismo que tienen los animales. No vive toda la vida, sino que vegeta en mayor grado y de manera más compleja. Se guía por normas que no sabe que existen, ni que por ellas se guía, y sus ideas, sus sentimientos, sus actos, son todos inconscientes —no porque en ellos falte la conciencia, sino porque no hay en ellos dos conciencias.

Vislumbres de tener la ilusión —tanto, y no más, tiene el más grande de los hombres.

Sigo, en un pensamiento divagatorio, la historia vulgar de las vidas vulgares. Veo cómo en todo son siervos del temperamento subconsciente, de circunstancias externas ajenas, de los impulsos de familiaridad y falta de ella que en él, por él y con él, se incuban como cosa de poco.

Cuántas veces les he oído decir la misma frase que simboliza todo lo absurdo, toda la nada, toda la ignorancia hablada de sus vidas. Es esa frase que dicen a propósito de cualquier placer material: «es lo que uno se lleva de esta vida»… ¿A dónde se lo lleva? ¿Para dónde se lo lleva? ¿Para qué se lo lleva? Sería triste despertarlos de la sombra con una pregunta como éstas… Habla así un materialista, porque todo hombre que habla así es, aunque subconscientemente, materialista. ¿Qué es lo que piensa llevarse de la vida, y de qué manera? ¿A dónde se lleva las chuletas de cerdo y el vino tinto y la chica casual? ¿A qué cielo en el que no cree? ¿A qué tierra a la que no se lleva sino la podredumbre que toda su vida ha sido a escondidas? No conozco frase más trágica ni más plenamente reveladora de la humanidad humana. Así dirían de sus placeres sonámbulos los animales inferiores al hombre en la expresión de sí mismos. Y, quién sabe si, yo que hablo, al escribir estas palabras con una vaga impresión de que podrán durar, no creo también que la memoria de haberlas escrito es lo que «me llevo de esta vida». Y, como el inútil cadáver del vulgar a la tierra común, baja al olvido común el cadáver igualmente inútil de mi prosa hecha atendiendo. ¿Las chuletas de cerdo, el vino, la chica del otro? ¿Por qué me burlo yo de ellos?

Hermanos en la común ignorancia, maneras diferentes de la misma sangre, formas diferentes de la misma herencia —¿cuál de nosotros podrá renegar del otro? Se reniega de la mujer, pero no de la madre, no del padre, no del hermano.

365

La mayoría de los hombres vive con espontaneidad una vida ficticia y ajena. La mayoría de la gente es otra gente, dijo Oscar Wilde, y dijo bien. Unos gastan la vida en busca de algo que no quieren; otros la emplean en buscar lo que quieren y no les sirve; otros todavía se pierden (…).

Pero la mayoría es feliz y disfruta de la vida sin que eso cuente. En general, el hombre vive poco y, cuando se queja, es su literatura. El pesimismo goza de poca viabilidad como fórmula /democrática/. Los que lloran el mal del mundo son los aislados —no lloran más que el propio. ¿Un Leopardi, un Antero[314] no tienen amado o amante? El universo es un mal. ¿Un Vigny es mal o poco amado? El mundo es una cárcel. ¿Un Chateaubriand sueña más de lo posible? La vida humana es tedio. ¿Un Job está cubierto de ampollas? La tierra está cubierta de ampollas. ¿Le pisan los callos al triste? Ay de los pies de los soles y las estrellas.

Ajeno a todo esto, y llorando sólo lo preciso, y en el menos tiempo que puede, cuando se le muere el hijo al que olvidará al correr de los años, salvo en los aniversarios… […]

La vitalidad recupera y reanima. Los muertos se quedan enterrados […]

366

Todo esfuerzo, cualquiera que sea el fin hacia el que tienda, sufre, al manifestarse, los desvíos que la vida le impone; se convierte en otro esfuerzo, sirve a otros fines, consuma a veces exactamente lo contrario de lo que pretendía realizar. Sólo un bajo fin merece la pena, porque sólo un bajo fin se puede realizar enteramente. Si quiero emplear mis esfuerzos en amasar una fortuna, podré en cierto modo amasarla; el fin es bajo, como todos los fines cuantitativos, personales o no, y es alcanzable y verificable. ¿Pero cómo he de efectuar el intento de servir a la patria, o engrandecer la cultura humana, o mejorar a la humanidad? Ni puedo tener la certeza de los procedimientos, ni la verificación de los fines; (…)

367

La lectura de los diarios, siempre penosa desde el punto de vista estético, lo es también con frecuencia desde el moral, aun para quien tenga pocas preocupaciones morales.

Las guerras y las revoluciones —hay siempre una u otra en curso— llegan, en la lectura de sus efectos, a causar, no horror, sino tedio. No es la crueldad de todos esos muertos o heridos, el sacrificio de todos los que mueren combatiendo, o son muertos sin que combatan, lo que pesa duramente en el alma; es la estupidez que sacrifica vidas y haberes a algo inevitablemente inútil. Todos los ideales y todas las ambiciones son un desvarío de comadres hombres. No hay imperio que valga el que por él se rompa la muñeca de una niña. No hay ideal que merezca el sacrificio de un tren de juguete. ¿Qué imperio es útil o qué ideal proficuo? Todo es humanidad, y la humanidad es siempre la misma —variable pero imperfectible, oscilante pero improgresiva. Ante el decurso inimplorable de las cosas, la vida que hemos tenido sin saber cómo y perderemos sin saber cuándo, el juego de diez mil ajedreces que es la vida en común y en lucha, el tedio de contemplar sin utilidad lo que no se realiza nunca (…) —qué puede hacer el sabio sino pedir el reposo, el no tener que pensar en vivir, pues basta con tener que vivir, un poco de sitio al sol y al aire, y por lo menos el sueño de que hay paz del lado de acá de los montes.

368

La historia niega las cosas ciertas. Hay períodos de orden en que todo es vil y períodos de desorden en que todo es alto. Las decadencias son fértiles en virilidad mental; las épocas de fuerza, en debilidad del espíritu. Todo se mezcla y se cruza, y no hay verdad más que en el suponerla.

¡Tantos nobles ideales caídos entre el estiércol, tantas ansias verdaderas extraviadas entre la escoria!

Para mí son iguales dioses u hombres, en la confusión prolija del destino inseguro. Desfilan ante mí, en este cuarto piso desconocido, en sucesiones de sueños, y no son más para mí de lo que fueron para quienes creyeron en ellos. Ídolos de los negros de ojos inseguros y espantados, dioses animales de los salvajes de sertones enmarañados, símbolos figurados de los egipcios, claras divinidades griegas, rígidos dioses romanos, Mitra, señor del Sol y de la emoción, Jesús Mesías[315] de la conclusión y de la caridad, criterios varios del mismo Cristo, santos nuevos dioses de las nuevas villas, todos desfilan, todos, en la marcha fúnebre (romería o entierro) del error o de la ilusión. Marchan todos, y detrás de ellos marchan, sombras vacías, los sueños que, por ser sombras en el suelo, los peores soñadores creen que permanecen firmes sobre la tierra —pobres conceptos sin alma ni figura, Libertad, Humanidad, Felicidad, el Futuro Mejor, la Ciencia Social, y se arrastran en la soledad de la tiniebla como hojas movidas un poco hacia el frente por una cola de manto regio que hubiese sido robado por unos mendigos.

369

… el sagrado instinto de no tener teorías…

(Posterior a 1923).

370

Todo cuanto de desagradable nos sucede en la vida —figuras ridículas que hacemos, malos gestos que tenemos, lapsos en que caemos de cualquiera de las virtudes— debe ser considerado como meros accidentes exteriores, incapaces de afectar a la substancia del alma. Tomémoslos por dolores de muelas, o de callos, de la vida, cosas que nos molestan, son exteriores a nosotros aunque nuestras, o que sólo tienen que suponer nuestra existencia orgánica, o que preocuparse de lo que hay de vital en nosotros.

Cuando logramos esta actitud, que es, de otro modo, la de los místicos, nos encontramos defendidos, no sólo del mundo, sino de nosotros mismos, pues vencemos a lo que en nosotros hay de exterior, es otro, es lo contrario de nosotros y, por eso, nuestro enemigo.

Por eso Horacio, cuando hablaba del varón justo, que seguiría impávido aunque alrededor de él se hundiese el mundo. La imagen es absurda, justo su sentido. Aunque alrededor de nosotros se hunda lo que fingimos que somos, porque coexistimos, debemos seguir impávidos —no porque seamos justos, sino porque somos nosotros, y ser nosotros es no tener nada que ver con esas cosas exteriores que se hunden, aunque se hundan sobre lo que somos para ellas.

La vida debe ser, para los mejores, un sueño que se niega a confrontaciones.

371

La experiencia directa es el subterfugio, o el escondrijo, de quienes están desprovistos de imaginación.

Leyendo los riesgos que ha corrido el cazador de tigres, tengo cuantos riesgos ha valido la pena tener, salvo el del mismo riesgo, que tanto no valió la pena sufrir, que ha pasado.

Los hombres de acción son los esclavos involuntarios de los hombres de entendimiento. Las cosas no valen más que en su interpretación. Unos, pues, crean cosas para que los otros, transmutándolas en significación, las tornen vivas. /Narrar es crear, pues vivir es tan sólo ser vivido./

372

No subordinarse a nada —ni a un hombre, ni a un amor, ni a una idea—, tener esa independencia lejana que consiste en no creer en la verdad, ni, si la hubiese, en la utilidad de su conocimiento —tal es el estado en que, me parece, debe transcurrir, para consigo misma, la vida íntima intelectual de los que no viven sin pensar. Pertenecer: he ahí la trivialidad. Credo, ideal, mujer o profesión —todo eso es la celda y las cadenas. Ser es estar libre. La misma ambición, si vano orgullo y pasión, es un fardo; no nos enorgulleceríamos si comprendiésemos que es un cordel con el que tiran de nosotros. No: ¡ni ligaduras con nosotros! Libres de nosotros como de los demás, contemplativos sin éxtasis, pensadores sin conclusión, viviremos, liberados de Dios, el pequeño intervalo que las distracciones de los verdugos conceden a nuestros éxtasis en la parada. Tenemos mañana la guillotina. Si no la tuviésemos mañana, la tendríamos pasado mañana. Paseemos al sol el reposo de antes del final, ignorantes voluntariamente de los propósitos y de las persecuciones. El sol dorará nuestras frentes sin arrugas y la brisa tendrá frescura para quien deje de esperar.

Empujo la pluma por la escribanía y rueda, regresando, sin que yo la coja, por el declive en el que trabajo.

Lo he sentido todo de repente. Y mi alegría se manifiesta en este gesto de una rabia que no tengo.

373

¿Quién soy yo para mí? Soy una sensación mía.

Mi corazón se vacía sin querer como un balde roto. /¿Pensar? ¿Sentir? ¡Cuánto cansa todo, si es una cosa definida!/

(Posterior a 1923).

374

Nunca amamos a nadie. Amamos, tan solamente, a la idea que nos hacemos de alguien. Es a un concepto nuestro —en suma, a nosotros mismos— a lo que amamos.

Esto es verdad en toda la escala del amor. En el amor sexual buscamos un placer nuestro dado por intermedio de un cuerpo extraño. En el amor diferente del sexual, buscamos un placer nuestro dado por intermedio de una idea nuestra. El onanista es abyecto pero, en exacta verdad, el onanista es la perfecta expresión lógica del amante. Es el único que no disimula ni se engaña.

Las relaciones entre un alma y otra, a través de cosas tan inciertas y divergentes como las palabras corrientes y los gestos que se hacen, son una materia de extraña complejidad. En el propio arte en que nos conocemos, nos desconocemos. Dicen los dos «te amo» o piensan y sienten mediante una permuta, y cada uno quiere decir una idea diferente, una vida diferente, hasta, por ventura, un color o un aroma diferente, en la suma abstracta de impresiones que constituye la actividad del alma.

Estoy hoy lúcido como si no existiese. Mi pensamiento es, en claro, como un esqueleto, sin los trapos carnales de la ilusión de expresar. Y estas consideraciones, que formo y abandono, no han nacido de nada —de nada, /por lo/ menos, que esté en la platea de mi conciencia. Tal vez esa desilusión del dependiente con la chica que tenía, tal vez cualquier frase leída en los sucesos pasionales que los periódicos transcriben de los extranjeros, tal vez hasta una vaga náusea que traigo conmigo y no he expelido[316] físicamente…

Dijo mal el escoliasta de Virgilio. Es comprensible que sobre todo nos cansemos. Vivir es no pensar.

25-7-1930.

375

No creo en voz alta en la felicidad de los animales, sino cuando me apetece hablar de ella como marco de un sentimiento que es la suposición derivada. Para ser feliz es necesario saber que se es feliz. No hay felicidad en dormir sin sueños, sino solamente en despertarse sabiendo que se ha dormido sin sueños. La felicidad está fuera de la felicidad.

No hay felicidad sino con conocimiento. Pero el conocimiento de la felicidad es infeliz; porque saberse feliz es conocerse pasando por la felicidad, y teniendo, en seguida, que dejarla atrás. Saber es matar, en la felicidad como en todo. No saber, sin embargo, es no existir.

Sólo el absoluto de Hegel ha conseguido, en las páginas, ser dos cosas al mismo tiempo. El no-ser y el ser no se funden y confunden en las sensaciones y razones de la vida: se excluyen, mediante una síntesis al revés.

¿Qué hacer? Aislar el momento como una cosa y ser feliz ahora, en el momento en que se siente la felicidad, sin pensar más que en lo que se siente, excluyendo lo demás, excluyéndolo todo. Enjaular al pensamiento en la sensación, (…)

la clara sonrisa maternal de la tierra plena, el esplendor cerrado de las tinieblas altas, (…)

Es ésta mi creencia, esta tarde. Mañana por la mañana no será ésta, porque mañana por la mañana seré ya otro. ¿Qué creyente seré mañana? No lo sé, porque sería preciso estar allí para saberlo. Ni el Dios eterno en el que hoy creo la sabrá mañana ni hoy, porque hoy soy yo y mañana quizá ya no haya existido él nunca.

376

El verdadero sabio es aquel que se dispone de manera que los acontecimientos exteriores le alteren mínimamente. Para eso, necesita acorazarse rodeándose de realidades más próximas a él que los hechos, y a través de las cuales los hechos, alterados de acuerdo con ellas, le lleguen.

377

Desde el momento en que podamos considerar este mundo como una ilusión y un fantasma, podremos considerar todo lo que nos sucede como un sueño, una cosa que ha fingido ser porque dormíamos. Y entonces nace en nosotros una indiferencia sutil y profunda para con todos los desaires y desastres de la vida. Los que mueren han vuelto una esquina, y por eso dejamos de verlos; los que sufren pasan por delante de nosotros, si sentimos, como una pesadilla; si pensamos, como un devaneo ingrato. Y nuestro propio sufrimiento no será más que esa nada. En este mundo dormimos sobre el costado izquierdo y oímos en los sueños la existencia opresa del corazón.

Nada más… Un poco de sol, un poco de brisa, unos árboles que enmarcan a la distancia, el deseo de ser feliz, el disgusto de que los días pasen, la ciencia siempre insegura y la verdad siempre por descubrir… Nada más, nada más… Sí, nada más…

378

Cuanto más avanzamos en la vida, más nos convencemos de dos verdades que sin embargo se contradicen. La primera es que, ante la realidad de la vida, suenan pálidas todas las ficciones de la literatura y el arte. Producen, es cierto, un placer más noble que los de la vida; pero son como los sueños, en los que experimentamos sentimientos que en la vida no se experimentan, y se conjugan formas que en la vida no se encuentran; son, a pesar de todo, sueños, de los que se despierta, que no constituyen memorias ni nostalgias con las que vivamos después una segunda vida.

La segunda es que, siendo deseo de toda alma noble el recorrer la vida por entero, tener experiencia de todas las cosas, de todos los lugares y de todos los sentimientos vividos, y siendo esto imposible, la vida sólo subjetivamente puede ser vivida por entero, sólo negada puede ser vivida en su substancia total.

Estas dos verdades son irreductibles la una a la otra. El sabio se abstendrá de querer conjugarlas, y se abstendrá también de repudiar una u otra. Tendrá sin embargo que seguir una, añorante de la que no sigue; o repudiar ambas, elevándose por cima de sí mismo en un nirvana personal.

Feliz quien no exige de la vida más de lo que ella espontáneamente le da, guiándose por el instinto de los gatos, que buscan el sol cuando hace sol, y cuando no hace sol el calor, donde quiera que esté. Feliz quien abdica de su personalidad mediante la imaginación, y se deleita en la contemplación de las vidas ajenas, viviendo, no todas las impresiones, sino el espectáculo exterior de todas las impresiones. Feliz, por fin, ese que abdica de todo y a quien, porque ha abdicado de todo, nada puede ser quitado ni disminuido.

El rústico, el lector de novelas, el puro asceta —estos tres son los felices de la vida, porque son estos tres los que abdican de la personalidad: uno, porque vive del instinto, que es impersonal; otro, porque vive de la imaginación, que es olvido; el tercero, porque no vive y, no habiendo muerto, duerme.

Nada me satisface, nada me consuela, todo —haya sido o no— me sacia. No quiero tener al alma y no quiero abdicar de ella. Deseo lo que no deseo y abdico de lo que no tengo. No puedo ser nada sin todo: soy el puente entre lo que no tengo y lo que no quiero.

379

la tristeza solemne que habita en todas las cosas grandes —en las cimas como en las grandes vidas, en las noches profundas como en los poemas eternos.

(Posterior a 1923).

380

Algunos tienen en la vida un gran sueño y faltan a ese sueño. Otros no tienen en la vida ningún sueño, y también faltan a ése.

381

Veo los paisajes soñados con la misma claridad con que miro los reales. Si me inclino sobre mis sueños, es sobre algo sobre lo que me inclino. Si veo a la vida pasar, sueño cualquier cosa.

De alguien dijo alguien que las figuras de los sueños tenían para él el mismo relieve y perfil que las figuras de la vida. Para mí, aunque comprendería que se me aplicase semejante frase, no la aceptaría. Las figuras de los sueños no son para mí iguales a las de la vida. Son paralelas. Cada vida —la de los sueños y la del mundo— tienen una realidad igual y propia, pero diferente. Como las cosas próximas y las cosas remotas. Las figuras de los sueños están cerca de mí, pero (…)

(¿1930?)

382

Todos los movimientos de la sensibilidad, por agradables que sean, son siempre interrupciones de un estado, que no sé en qué consiste, que es la vida íntima de esa misma[317] sensibilidad. No son las grandes preocupaciones las que nos distraen de nosotros, sino que hasta los pequeños enfados[318] perturban una quietud a la que todos, sin saberlo, aspiramos.

Vivimos casi siempre fuera de nosotros, y la misma vida es una perpetua dispersión. Pero es hacia nosotros hacia donde tendemos, como hacia un centro en torno al cual hacemos, como los planetas, elipses absurdas y distantes.

383

Reconocer la realidad como una forma de ilusión, y la ilusión como una forma de realidad, es igualmente necesario e igualmente inútil. La vida contemplativa, para siquiera existir, tiene que considerar los accidentes objetivos como premisas dispersas de una conclusión inalcanzable; pero tiene al mismo tiempo que considerar las contingencias del sueño como en cierto modo dignas de esa atención a ellas por la que nos volvemos contemplativos.

Cualquier cosa, conforme se la considera, es un asombro o un estorbo, un todo o una nada, un camino o una preocupación. Considerarla cada vez de un modo diferente es renovarla, multiplicarla por sí misma. Por eso es por lo que el espíritu contemplativo que nunca ha salido de su aldea tiene a pesar de todo a sus órdenes al universo entero. En una celda o en un desierto está el infinito. En una piedra se duerme cósmicamente.

Hay, sin embargo, ocasiones de la meditación —y a todos cuantos meditan les llegan— en que todo está gastado, todo viejo, todo visto, aunque esté por ver. Porque, por más que meditemos cualquier cosa, y meditándola la transformemos, nunca la transformaremos en algo que no sea substancia de meditación. Nos llega entonces el ansia de la vida, de conocer sin que sea con el conocimiento, de meditar sólo con los sentidos o pensar de un modo táctil o sensible, desde dentro del objeto pensado, como si fuésemos agua y él esponja. Entonces tenemos también nuestra noche, y el cansancio de todas las emociones se ahonda con ser emociones del pensamiento, ya de por sí profundas. Pero es una noche sin reposo, sin resplandor de luna, sin estrellas, una noche como si todo hubiera sido vuelto del revés —el infinito tornado interior y apretado, el día hecho forro negro de un traje desconocido.

Más vale, sí, más vale siempre ser limaza humana que ama y desconoce, la sanguijuela que es repugnante sin saberlo. ¡Ignorar como vida! ¡Sentir como olvido! ¡Qué episodios perdidos en la estela verde blanca de las naves idas, como una baba fría del timón alto que hace de nariz bajo los ojos de los camarotes viejos!

14-5-1930.

384

En el alto yermo de los montes naturales tenemos, cuando llegamos, la sensación del privilegio. Somos más altos, de toda nuestra estatura, que lo alto de los montes. Lo máximo de la Naturaleza, por lo menos en aquel lugar, nos queda bajo las plantas de los pies. Somos, por posición, reyes del mundo visible. En torno a nosotros todo es más bajo: la vida es una cuesta que baja, una planicie que yace ante la elevación y la cima que somos.

Todo en nosotros es accidente y malicia, y esta altura que tenemos, no la tenemos; no somos más altos, en lo alto, que nuestra altura. Aquello mismo que pisamos nos eleva; y si somos altos, es por aquello mismo de lo que somos más altos.

Se respira mejor cuando se es rico; se es más libre cuando se es célebre; el propio tener un título de nobleza es un pequeño monte. Todo es artificio, pero el artificio ni siquiera es nuestro. Subimos a él, o nos han llevado hasta él, o nacemos en la casa del monte.

Grande, sin embargo, es el que considera desde el valle al cielo o desde el monte al cielo; la distancia que es diferencia no crea diferencia. Cuando el diluvio creciese estaríamos mejor en los montes. Pero cuando la maldición de Dios fuese de rayos, como la de Júpiter, de vientos, como la de Eolo, el abrigo sería el que no hubiéramos subido, y la defensa el arrastrarnos.

Sabio de veras es el que tiene la posibilidad de la altura en los músculos y la negación de subir en el conocimiento. Él tiene, por visión, todos los montes; y tiene, por posición, todos los valles. El sol que dora las cimas, las dora para él más [que] para quien allí lo sufre; y el palacio alto entre florestas será más bello para el que lo contempla desde el valle que para el que lo olvida en las salas que le hacen de prisión.

Con estas reflexiones me consuelo, puesto que no puedo consolarme con la vida. Y el símbolo se me funde con la realidad cuando, transeúnte de cuerpo y alma por estas calles bajas que van a dar al Tajo, veo las alturas claras de la ciudad resplandecer, como la gloria ajena /de las luces variadas de un sol que ya no está en el poniente./

14-4-1930.

385

Toda la vida del alma humana es un movimiento en la penumbra. Vivimos, en un anochecer de la conciencia, nunca seguros de lo que somos y de lo que nos suponemos ser. En los mejores de nosotros vive la vanidad de algo, y hay un error cuyo ángulo no conocemos. Somos algo que sucede en el descanso de un espectáculo; a veces, por determinadas puertas, entrevemos lo que tal vez no sea más que escenario. Todo el mundo es confuso, como unas voces en la noche.

Estas páginas en las que anoto con una claridad que dura para ellas, ahora mismo las he releído y me interrogo. ¿Qué es esto, y para qué es esto? ¿Quién soy cuando siento? ¿Qué cosa muero cuando soy?

Como alguien que, desde muy alto, intentase distinguir las vidas del valle, yo así mismo me contemplo desde una cima, y soy, a pesar de todo, un paisaje vago y confuso.

Es en estas horas de un abismo en el alma cuando el más pequeño pormenor me oprime como una carta de adiós.

Me siento constantemente en una víspera de despertar, me sufro la envoltura de mi mismo, en una sofocación de conclusiones. De buen grado gritaría si mi voz llegase a algún sitio. Pero hay un gran sueño en mí, y se desplaza de unas sensaciones a otras como una sucesión de nubes, de las que dejan de distintos colores de sol y verde la hierba menos ensombrecida de los campos prolongados.

Soy como alguien que busca al acaso, no sabiendo dónde fue escondido el objeto que no le han dicho lo que es. Jugamos al escondite con nadie. Hay, en algún sitio, un subterfugio trascendente, una divinidad fluida y sólo oída.

Releo, sí, estas páginas que representan horas pobres, pequeños sosiegos o ilusiones, grandes esperanzas desviadas hacia el paisaje, penas como cuartos en los que no se entra, ciertas voces, un gran cansancio, el evangelio por escribir.

Cada uno tiene su vanidad, y la vanidad de cada uno es su olvido de que hay otros con un alma igual. Mi vanidad son algunas páginas, unos fragmentos, ciertas dudas…

¿Releo? ¡He mentido! No oso releer. No puedo releer. ¿De qué me sirve releer? El que está ahí es otro. Ya no comprendo nada…

10-4-1930.

386

No toquemos a la vida ni con la punta de los dedos.

No amemos ni con el pensamiento.

Que ningún beso de mujer, ni siquiera en sueños, sea una sensación nuestra.

387

Y hoy, pensando en lo que ha sido mi vida, me siento un cualquier animal vivo, transportado en un cesto de los de encorvar el brazo, entre dos estaciones suburbanas. La imagen es estúpida, pero la vida que he definido es todavía más estúpida que ella. Esos cestos suelen tener dos tapas, como medios óvalos, que se levantan un poco en uno y otro de los bordes curvos si el bicho se agita. Pero el brazo de quien lo transporta, apoyado un poco a lo largo de las articulaciones centrales, no deja a una cosa tan débil levantar vilmente más que los extremos inútiles, como las alas de una mariposa que está perdiendo fuerzas.

Me he olvidado de que hablaba de mí con la descripción del cesto. Lo veo claramente, y al brazo gordo y blanco quemado de la criada que lo transporta. No consigo ver a la criada más allá del brazo y su vello. No consigo sentirme bien sino —de repente— una gran frescura de (…) de esas varillas y cintas con que se tejen los cestos y donde me agito, bicho, entre dos paradas que siento. Entre ellas reposo en lo que parece ser un banco y hablan allá, fuera de mi cesto. Me duermo porque me tranquilizo, hasta que me levanten de nuevo en la parada.

5-4-1930.

388

Me duelen la cabeza y el universo. Los dolores físicos, más claramente dolores que los morales, desarrollan, mediante un reflejo del espíritu, tragedias no contenidas en ellos. Provocan una impaciencia de todo que, como es de todo, no excluye a ninguna de las estrellas.

No comulgo, no he comulgado nunca, no podré, supongo, comulgar nunca con ese concepto bastardo según el cual somos, en cuanto almas, consecuencia de una cosa natural llamada cerebro, que existe, por nacimiento, dentro de otra cosa material llamada cráneo. No puedo ser materialista, que es lo que, creo, se llama ese concepto, porque no puedo establecer una relación clara —una relación visible[319], diré— entre una masa visible de materia cenicienta, o de otro color cualquiera, y esta cosa yo que por detrás de mi mirada ve los cielos y los piensa, e imagina cielos que no existen. Pero, aunque nunca pueda caer en el abismo de suponer que una cosa pueda ser otra sólo porque ambas están en el mismo lugar, como una gran pared y mi sombra en ella, o que depender el alma del cerebro sea más que depender yo, para mi trayecto, del vehículo en el que voy, creo, sin embargo, que hay entre lo que en nosotros es sólo espíritu y lo que en nosotros es espíritu del cuerpo una relación de convivencia en la que pueden surgir discusiones. Y la que surge vulgarmente es la de que la persona más ordinaria moleste a la que lo es menos.

Me duele la cabeza hoy, y es quizá desde el estómago desde donde me duele. Pero el dolor, una vez sugerido a la cabeza desde el estómago, va a interrumpir las meditaciones que tengo por detrás del cerebro. Quien me tapa los ojos no me ciega pero me impide ver. Y así ahora, porque me duele la cabeza, juzgo sin valía ni nobleza el espectáculo, en este momento monótono y absurdo, de lo que hay fuera y apenas quiero ver como mundo. Me duele la cabeza y esto quiere decir que tengo conciencia de una ofensa que la materia me hace, y que, porque, como todas las ofensas, me indigna, me predispone a estar a mal con todo el mundo, incluidos los que están cerca pero no me han ofendido.

Mi deseo es morir, por lo menos temporalmente, pero esto, como ya he dicho, sólo porque me duele la cabeza. Y en este momento, de repente, recuerdo con cuánta mayor nobleza diría esto uno de los grandes prosistas. Desarrollaría, período por período, la amargura anónima del mundo; ante sus ojos imaginadores de parágrafos surgirían, diferentes, los dramas humanos que hay en la tierra, y a través del latir de las sienes febriles se elevaría en el papel toda una metafísica de la desgracia. Yo, sin embargo, no tengo nobleza estilística. Me duele la cabeza porque me duele la cabeza. Me duele el universo porque la cabeza me duele. Pero el universo que realmente me duele no es el verdadero, el que existe porque no sabe que existo, sino ése, mío de mí, que, si me paso las manos por los cabellos me hace parecer sentir que sufren todos ellos para hacerme sufrir.

5-2-1932.

389

Me siento a veces conmovido, no sé por qué, por un presagio de muerte… Ya sea una vaga dolencia, que no se materializa en dolor y por eso tiende al fin a espiritualizarse, ya sea un cansancio que necesita un sueño tan profundo que el dormir no le basta —lo cierto es que siento como si, al fin de un empeoramiento de enfermo, quitase por fin, sin violencia o nostalgia, las manos débiles de encima de la colcha sentida.

Considero entonces qué cosa es ésta a la que llamamos muerte. No quiero decir el misterio de la muerte, que no penetro, sino la sensación física de dejar de vivir. La humanidad tiene miedo a la muerte, pero de modo confuso; el hombre normal se bate bien en activo; el hombre normal, enfermo o viejo, raras veces mira con horror al abismo de la nada que él atribuye a ese abismo. Todo eso es falta de imaginación. No hay nada menos propio de quien piensa que suponer a la muerte un sueño. ¿Por qué ha de serlo si la muerte no se parece al sueño? Lo esencial del sueño es el despertarse de él, y de la muerte, suponemos, no se despierta. Y si la muerte se asemeja al sueño, debemos tener la noción de que se despierta de ella. No es eso, sin embargo, lo que el hombre normal se figura: imagina para sí a la muerte como un sueño del que no despierta, o que nada quiere decir. La muerte, decía, no se parece al sueño, pues en el sueño se está vivo y durmiendo: no sé cómo puede alguien comparar la muerte a nada, pues no puede tener experiencia de ella, o cosa con que compararla.

A mí, cuando veo un muerto, la muerte me parece una partida. El cadáver me produce la impresión de un traje que se ha dejado. Alguien se ha ido y no ha necesitado llevarse ese traje único que vestía.

390

No sé lo que es el tiempo. No sé cuál es su verdadera medida, si tiene alguna. La del reloj sé que es falsa: divide al tiempo espacialmente, por fuera. La de las emociones sé también que es falsa: divide, no al tiempo, sino a la sensación de él. La de los sueños es errónea: en ellos rozamos al tiempo, una vez prolongadamente, otra vez deprisa, y lo que vivimos es apresurado o lento conforme alguna propiedad del decorrer cuya naturaleza ignoro.

Creo, a veces, que todo es falso, y que el tiempo no es más que la moldura para encuadrar lo que le es extraño. En el recuerdo que tengo de mi vida pasada, los tiempos están dispuestos en niveles y planos absurdos, siendo yo más joven en determinado episodio de los quince años solemnes que en otro de la infancia sentada entre juguetes.

Se me enmaraña la conciencia si pienso en estas cosas. Presiento un error en todo esto; no sé, sin embargo, a qué lado cae. Es como si presenciase una especie de prestidigitación, donde, por ser tal, me supiese engañado, aunque no concibiese cuál es la técnica, o la mecánica, del engaño.

Me asaltan, entonces, pensamientos absurdos, que no consigo sin embargo rechazar como absurdos del todo. Pienso si un hombre que medita despacio dentro de un coche que va deprisa está yendo deprisa o despacio. Pienso si serán iguales las velocidades idénticas con que caen en el mar el suicida y el que ha perdido el equilibrio en la explanada. Pienso si son realmente sincrónicos los movimientos, que ocupan el mismo tiempo, mediante los cuales fumo un cigarrillo, escribo este fragmento y pienso oscuramente.

De dos ruedas en el mismo eje podemos pensar que hay una que está siempre más delante, aunque sea unas fracciones de milímetro. Un microscopio exageraría esta dislocación hasta convertirla en casi increíble, imposible si no fuese real. ¿Y por qué no ha de tener razón contra mi vista el microscopio? ¿Son consideraciones inútiles? Bien lo sé. ¿Son ilusiones de la consideración? Lo concedo. ¿Qué es, sin embargo, esto que nos mide sin medida y nos mata sin ser? Y es en estos momentos, en que no sé si el tiempo existe, cuando siento como una persona y tengo ganas de dormir.

23-5-1932.

391

Nadie comprende a otro. Somos, como dijo el poeta, islas en el mar de la vida; corre [sic] entre nosotros el mar que nos define y separa. Por más que un alma se esfuerce por saber lo que es otra alma, no sabrá sino lo que le diga una palabra —sombra disforme en el suelo de su entendimiento.

Amo a las expresiones porque no sé nada de lo que expresan. Soy como el maestro de Santa Marta[320]: me contento con lo que me dan. Veo, y ya es mucho. ¿Quién es capaz de entender?

Tal vez sea debido a este escepticismo de lo inteligible por lo que encaro de igual modo un árbol y una cara, un cartel y una sonrisa. (Todo es natural, todo artificial, todo igual). Todo lo que veo es para mí lo único visible, sea el cielo alto azul de verde blanco de la mañana que ha de venir, sea la mueca /falsa/ en que se contrae el rostro de quien está sufriendo ante testigos la muerte de quien ama.

Muñecos, ilustraciones, páginas que existen y se vuelven. Mi corazón no está en ellos ni casi mi atención que los recorre desde fuera, como una mosca por un papel.

¿Sé yo siquiera si siento, si pienso, si existo? Nada: sólo un esquema objetivo de colores, de formas, de expresiones del que soy el espejo oscilante por vender inútil.

14-6-1932.

392

Detrás de los primeros menos-calores del estío terminado, han venido, en los acasos de las tardes, ciertas coloraciones más suaves del cielo amplio, ciertos retoques de brisa fría que anuncian al otoño. No era todavía el desverdecer del follaje, o el desprenderse de las hojas, ni esa vaga angustia que acompaña a nuestra sensación de muerte exterior, porque lo ha de ser también la nuestra. Era como un cansancio del esfuerzo existente, un vago sueño sobrevenido a los últimos gestos del hacer. Ah, son las tardes de una tan afligida indiferencia que, antes que comience en las cosas, comienza en nosotros el otoño.

Cada otoño que viene está más cerca del otoño que tendremos, y lo mismo es verdad del verano y del estío; pero el otoño recuerda, por lo que es, el acabarse de todo, y en el verano o en el estío es fácil, de mirar, que lo olvidemos. No es todavía el otoño, no está todavía en el aire el amarillo de las hojas caídas o la tristeza húmeda del tiempo que va a ser más tarde invierno. Pero hay un resquicio de tristeza anticipada, una angustia vestida para el viaje, en el sentimiento en el que estamos vagamente atentos a la difusión colorida de las cosas, al otro tono del viento, al sosiego más viejo que se arrastra, si cae la noche, por la presencia inevitable del universo.

Sí, pasaremos todos, pasaremos todo. Nada quedará de lo que gastó sentimientos y guantes, de lo que habló de la muerte y de la política local. Como es la misma luz la que ilumina las faces de los santos y las polainas de los transeúntes, así será la misma falta de luz la que dejará en lo oscuro la nada que quede de haber sido unos santos y otros gastadores de polainas. En el vasto remolino, como el de las hojas secas, en que yace indolentemente el mundo entero, tanto importan los reinos como los vestidos de las costureras, y las trenzas de las niñas rubias van en el mismo giro mortal que los cetros que han figurado a los imperios. Todo es nada, y en el atrio de lo Invisible, cuya puerta abierta muestra apenas, en frente, una puerta cerrada, bailan, esclavas de ese viento que las revuelve sin manos, todas las cosas, pequeñas y grandes, que han formado, para nosotros y en nosotros, el sistema sentido del universo. Todo es sombra y polvo removido, no hay más voz que la del ruido que hace lo que el viento levanta y arrastra, ni más silencio que el de lo que el viento abandona. Unos, hojas leves, menos presas de la tierra por más leves, van altos por el vórtice del atrio y caen más lejos que el círculo de los pesados. Otros, casi invisibles, polvo igual, diferente sólo si lo viésemos de cerca, se hacen cama a sí mismos en el remolino. Otros todavía, miniaturas de troncos, son arrastrados circularmente y terminan acá y allá. Un día, al final del conocimiento de las cosas, se abrirá la puerta del fondo, y todo lo que fuimos —basura de estrellas y de almas— será barrido hacia fuera de casa, para que lo que existe vuelva a empezar.

El corazón me duele como un cuerpo extraño. Mi cerebro duerme todo cuanto siento. Sí, es el principio del otoño el que trae al aire y a mi alma esa luz sin sonrisa que va orlando de amarillo muerto el redondeamiento confuso de las pocas nubes del poniente. Sí, es el principio del otoño, y el conocimiento claro, en la hora límpida, de la insuficiencia anónima de todo. El otoño, sí, el otoño, el que hay o el que va a haber, y el cansancio anticipado de todos los gestos, la desilusión anticipada de todos los sueños. ¿Qué puedo yo esperar y de qué? Ya, en lo que pienso de mí, voy entre las hojas y los polvos del atrio, en la órbita sin sentido de ninguna cosa, haciendo ruido de vida en las losas limpias que un sol angular dora de final no sé dónde.

Todo cuanto he pensado, todo cuanto he soñado, todo cuanto he hecho o no he hecho —todo esto se irá en el otoño, como las cerillas usadas que tapizan el suelo en diferentes sentidos, o los papeles estrujados en falsas pelotas, o los grandes imperios, las religiones todas, las filosofías con que han jugado, al hacerlas, los hijos soñolientos del abismo. Todo cuanto ha sido mi alma, desde todo a lo que he aspirado a la casa vulgar en que vivo, desde los dioses que he tenido hasta el patrón Vasques que también he tenido, todo se va en el otoño, todo en el otoño, en la ternura indiferente del otoño. Todo en el otoño, sí, todo en el otoño…

14-9-1931.

393

¡Remolinos, remolinos, en la futilidad fluida de la vida! En la gran plaza del centro de la ciudad, el agua sobriamente multicolor de la gente que pasa se desvía, forma charcos, se abre en arroyos, se junta en riachuelos. Mis ojos ven distraídamente, y construyo en mí esta imagen aquea[321] que, mejor que cualquier otra, y porque he pensado que iba a llover, se ajusta a este incierto movimientos.

Al escribir esta última frase, que para mí dice exactamente lo que define, he pensado que sería útil poner al final de mi libro, cuando lo publique, debajo de las «Errata» unas «No-Errata», y decir: la frase «a este incierto movimientos», de la página tal, es así mismo, con las voces adjetivas en singular y el substantivo en plural[322]. ¿Pero qué tiene que ver esto con lo que estaba pensando? Nada, y por eso me ha dejado que lo piense.

Alrededor de en medio de la plaza, como cajas de cerillas móviles, grandes y amarillas, en que un niño espetase una cerilla quemada inclinada, para hacer mal de trole, los tranvías gruñen y tintinean; al arrancar, silban a hierro alto. Alrededor de la estatua central, las palomas son migajas negras que se mueven, como si les diese un viento esparcidor. Dan pasitos, gordas sobre las patas pequeñas.

Y son sombras, sombras…

Vista de cerca, toda la gente es monótonamente diferente. Decía Vieira que Frei Luís de Sousa escribía «lo vulgar con singularidad»[323]. Esta gente es singular con vulgaridad, al revés del estilo de la Vida del Arzobispo. Todo esto me da pena, siéndome sin embargo indiferente. He venido a parar aquí sin motivo, como todo en la vida.

Del lado de oriente, entrevista, la ciudad se levanta casi a plomada, asalta casi extáticamente al Castillo[324]. El sol pálido moja de un aureolamiento vago esta mole súbita de casas que para aquí lo oculta. El cielo es de un azul húmedamente blancuzco. La lluvia de ayer quizá se repita hoy, pero más suave. El viento parece Este, tal vez porque aquí mismo, de repente, huele vagamente al maduro y verde del mercado cercano. Del lado oriental de la plaza hay más forasteros que del otro. Como descargas tapizadas, los cierres ondulados bajan hacia arriba; no sé por qué es así la frase que me transmite ese ruido. Es quizá porque hacen más ruido al bajar, aunque ahora suben. Todo se explica.

De repente, estoy solo en el mundo. Veo todo esto desde lo alto de un tejado espiritual. Estoy solo en el mundo. Ver es ser distante. Ver claro es parar. Analizar es ser extranjero. Toda la gente pasa junto a mí sin rozarme. Sólo tengo aire a mi alrededor. Me siento tan aislado que siento la distancia que hay entre mí y mi traje. Soy un niño, con una palmatoria mal encendida, que atraviesa, en camisón de dormir, una gran casa desierta. Viven sombras que me rodean —sólo sombras hijas de los muebles rígidos y de la luz que me acompaña. Ellas me rondan aquí, al sol, pero son gente.

25-4-1930.

394

Cuanto más alto está el hombre, de más cosas tiene que privarse. En la cumbre no hay sitio sino para el hombre solo. Cuanto más perfecto es, más completo; y cuanto más completo, menos otro.

Estas consideraciones han venido a hacerme compañía después de leer en un diario la noticia de la gran vida múltiple de un hombre célebre. Era un millonario americano, y lo había sido todo. Había tenido cuanto ambicionaba —dinero, amores, afectos, dedicaciones, viajes, colecciones. No es que el dinero lo pueda todo, pero el gran magnetismo con el que se obtiene mucho dinero lo puede, efectivamente, casi todo.

Cuando dejaba el diario en la mesa del café, ya reflexionaba que lo mismo, en su esfera, podría decir el dependiente de comercio, más o menos conocido mío, que almuerza todos lo días, como hoy está almorzando, en la mesa del fondo del rincón. Todo cuanto el millonario ha tenido, este hombre lo ha tenido; en menor grado, es cierto, pero en proporción a su estatura. Los dos hombres han conseguido lo mismo; no hay diferencia de celebridad, porque, también allí, la diferencia de ambientes establece la identidad. No hay nadie en el mundo que no conozca el nombre del millonario americano, pero no hay nadie en la plaza de Lisboa que no conozca el nombre del hombre que está almorzando allí.

Estos hombres, al final, han conseguido todo cuanto la mano puede alcanzar extendiendo el brazo. Variaba en ellos la longitud del brazo; en lo demás eran iguales. No he conseguido nunca tener envidia de esta especie de gente. Siempre he opinado que la virtud estaba en conseguir lo que no se alcanza, en vivir donde no se está, en estar más vivo después de muerto que cuando se está vivo, en conseguir en fin, algo imposible[325], absurdo, en vencer, como a obstáculos, la propia realidad del mundo.

Si me dijesen que es nulo el placer de durar después de no existir, respondería, primero, que no sé si lo es o no, pues no sé la verdad sobre la supervivencia humana; respondería, después, que el placer de la fama futura es un placer presente —la fama es la que es futura. Y es un placer de orgullo igual a ninguno que cualquier posesión material consiga proporcionar. Puede ser, en efecto, ilusorio, pero, sea lo que sea, es más generoso que el placer de disfrutar tan sólo de lo que está aquí. El millonario americano no puede creer que la posteridad vaya a apreciar sus poemas, visto que no ha escrito ningunos; el dependiente de comercio no puede suponer que el futuro vaya a deleitarse con sus cuadros, visto que no ha pintado ningunos.

Yo, sin embargo, que en la vida transitoria no soy nada, puedo disfrutar de la visión del futuro leyendo esta página, pues efectivamente la escribo; puedo enorgullecerme, como de un hijo, de la fama que tendré, porque, por lo menos, tengo con qué tenerla. Y cuando pienso esto, al levantarme de la mesa, es con una íntima majestad como mi estatura invisible se yergue por cima de Detroit, Michigan, y de toda la plaza de Lisboa.

Me doy cuenta, sin embargo, de que no ha sido con estas reflexiones con las que he empezado a reflexionar. En lo que pensé en seguida fue en lo poco que tiene que ser en la vida quien tiene que sobrevivir. Tanto vale una reflexión como la otra, pues son la misma. La gloria no es una medalla, sino una moneda: de un lado tiene la Cara, del otro una indicación del valor. Para los valores mayores no hay moneda: son de papel y ese valor es siempre poco.

Con estas psicologías metafísicas se consuelan los humildes como yo.

2-2-1931.

395

Todo placer es un /vicio/ —porque buscar el placer es lo que todos hacen en la vida, y el único vicio negro es hacer lo que hace toda la gente.

396

Si algo hay que esta vida tenga para nosotros y, salvo la misma vida, tengamos que agradecer a los Dioses, es el don de desconocernos: de desconocernos a nosotros mismos y de desconocernos los unos a los otros. El alma humana es un abismo oscuro y viscoso, un pozo que no se usa en la superficie del mundo. Nadie se amaría a sí mismo si de verdad se conociese, y así, si no existiese la vanidad, que es la sangre de la vida espiritual, moriríamos de anemia en el alma. Nadie conoce a otro, y menos mal que no le conoce, y, si le conociese, conocería en él, aunque madre, mujer o hijo, al íntimo, metafísico enemigo.

Nos entendemos porque nos ignoramos. Qué sería de tantos cónyuges felices si pudiesen ver el uno en el alma del otro, si pudiesen comprenderse, como dicen los románticos, que no conocen el peligro —si bien el peligro fútil— de lo que dicen. Todos los casados del mundo son malcasados, porque cada uno guarda consigo, en los secretos en los que el alma es del Diablo, la imagen sutil del hombre deseado que no es aquél, la figura voluble de la mujer sublime a la que aquélla no ha realizado. Los más felices ignoran en sí mismos estas disposiciones suyas frustradas; los menos felices no las ignoran, pero no las conocen, y sólo un que otro arrebato ordinario, una que otra aspereza en el trato, evoca, en la superficie casual de los gestos y de las palabras, al Demonio oculto, a la Eva antigua, al Caballero o[326] a la Sílfide.

La vida que se vive es una incomprensión fluida, una media alegre entre la grandeza que no hay y la felicidad que no puede haber. Estamos contentos porque, hasta al pensar y al sentir, somos capaces de no creer en la existencia del alma. En el baile de máscaras que vivimos, nos basta el agrado del traje, que en el baile lo es todo. Somos esclavos de las luces y de los colores, vamos en la danza como en la verdad, no hay para nosotros —salvo si, abandonados, no bailamos— conocimiento del gran frío alto de la noche exterior, del cuerpo mortal debajo de los trapos que le sobreviven, de todo cuanto, a solas, creemos que es esencialmente nosotros, pero al final no es más que la parodia íntima de la verdad de lo que nos suponemos.

Todo cuanto hacemos o decimos, todo cuanto pensamos o sentimos, lleva la misma máscara y el mismo dominó. Por más que nos quitemos lo que vestimos, nunca llegamos a la desnudez, pues la desnudez es un fenómeno del alma y no de quitarse el traje. Así, vestidos de cuerpo y alma, con nuestros múltiples trajes tan pegados a nosotros como las plumas de las aves, vivimos felices o desgraciados, o hasta no sabiendo lo que somos, el breve espacio que nos conceden los dioses para que los divirtamos, como niños que juegan a juegos serios.

Uno u otro de nosotros, liberado o maldito, ve de repente —pero hasta ése raras veces ve— que todo cuanto somos es lo que no somos, que nos engañamos en lo que es verdadero y no tenemos razón en lo que concluimos justo. Y ése, que, durante un breve período, ve el universo desnudo, crea una filosofía, o sueña una religión; y la filosofía se divulga y la religión se propaga, y los que creen en la filosofía pasan a usarla como una veste que no ven, y los que creen en la religión pasan a ponérsela como una máscara de la que se olvidan.

Y siempre, desconociéndonos a nosotros y a los demás, y entendiéndonos alegremente por eso, pasamos por las volutas de la danza o por las conversaciones del descanso, humanos, fútiles, seriamente, al son de la gran orquesta de los astros, bajo las miradas desdeñosas y ajenas de los organizadores del espectáculo.

Sólo ellos saben que nosotros somos presa de la ilusión que nos han creado. Pero cuál es la razón de esa ilusión, y por qué existe esa, o cualquier, ilusión, o por qué es por lo que ellos, ilusos también, nos han concedido que tuviésemos la ilusión que nos concedieron —eso, por cierto ellos mismos no lo saben.

29-11-1931.

397

La ladera lleva al molino, pero el esfuerzo no lleva a nada.

Era una tarde de otoño, cuando el cielo tiene un calor frío[327], muerto, y hay nubes que sofocan la luz entre cobertores de lentitud.

Sólo dos cosas me ha concedido el Destino: unos libros de contabilidad y el don de soñar.

398

¿Has pensado ya, /oh Otra,/ cuán invisibles somos los unos para los otros? ¿Has meditado ya cuánto nos desconocemos? Nos vemos y no nos vemos. Nos oímos y cada uno escucha tan sólo una voz que está dentro de él.

Las palabras de los demás son errores de nuestra audición, naufragios de nuestro entendimiento. Con qué confianza creemos en /nuestro/ sentido de las palabras de los demás. Nos saben a muerte las voluptuosidades que otros ponen en palabras. Leemos voluptuosidad y vida en lo que los otros dejan caer sin intención de darle un sentido profundo.

La voz de los regatos que interpretamos […] explicadora, la voz de los árboles en cuyo murmurar ponemos un sentido —¡ah, amor mío desconocido, hasta qué punto todo esto es nosotros y fantasías, todo de ceniza que resbala por las rejas de nuestra celda!

(Posterior a 1923).

399

CASCADA

La niña sabe que la muñeca no es real, y la trata como real hasta llorarla y disgustarse cuando se rompe. El arte del niño es el de irrealizar. ¡Bendita esa edad equivocada de la vida, cuando se niega el amor[328] porque no hay sexo, cuando se niega la realidad por jugar, tomando por reales a cosas que no lo son!

Que sea yo vuelto niño y me quede siéndolo siempre, sin que me importen los valores que los hombres conceden a las cosas ni las relaciones que los hombres establecen entre ellas. Yo, cuando era pequeño, ponía los soldados de plomo, muchas veces, patas arriba… ¿Y hay algún argumento, con aptitudes lógicas para convencer, que me demuestre que los soldados reales no deben andar cabeza abajo?

El niño no da más valor al oro que al vidrio. Y, en verdad, ¿vale más el oro? —El niño juzga oscuramente absurdos las pasiones, las rabias, los recelos que ve esculpidos en los gestos adultos. ¿Y no son en verdad absurdos y vanos todos nuestros recelos y todos nuestros odios y todos nuestros amores?

¡Oh divina y absurda ambición infantil! ¡Visión verdad de las cosas que nosotros revestimos de /convenciones/ en el más desnudo verlas, que nos embrumamos de ideas nuestras en el más directo mirarlas!

¿Será Dios un niño muy grande? El universo entero ¿no parece un juego, una partida de niño Travieso? Tan irreal, tan (…), tan (…)

Os he lanzado, riendo, esta idea al aire y ved cómo, al verla distante de mí, de repente veo lo horrorosa que es. (¿Quién sabe si no contiene la verdad?) Y cae y se rompe a mis pies, en polvo de honor y fragmentos de angustia…

Despierto para saber que existo…

Un gran tedio indeterminado gargariza[329] equivocadamente fresco al oído, por las cascadas, colmenar abajo, allá al fondo /estúpido/ del jardín.

400

La única manera de que tengas sensaciones nuevas es que te construyas un alma nueva. /Baldío/ esfuerzo el tuyo si quieres sentir otras cosas sin sentir de otra manera, y sentirte de otra manera sin cambiar de alma. Porque las cosas son como nosotros las sentimos —¿cuánto tiempo hace que tú sabes esto sin saberlo?— y el único modo de que haya cosas nuevas, de sentir cosas nuevas, es que haya novedad en el sentirlas.

¿Cambio de alma cómo? Descúbrelo tú.

Desde que nacemos hasta que morimos, cambiamos de alma lentamente, como de cuerpo. Consigue un medio de volver rápido ese cambio, como con ciertas enfermedades, o ciertas convalecencias, el cuerpo nos cambia rápidamente.

No descender nunca a dar conferencias para que no se crea que tenemos opiniones, o que descendemos hasta el público para hablar con él. Si quiere, que nos lea.

Y es que además el conferenciante parece un actor —una criatura que el buen artista desprecia, un mozo de cuerda del Arte.

401

El alma humana es una víctima tan inevitable del dolor, que sufre el dolor de la sorpresa dolorosa, incluso con lo que debía esperar. Tal hombre, que toda la vida ha hablado de la inconstancia y de la volubilidad femenina como de cosas naturales y típicas, experimentará toda la angustia de la sorpresa cuando se vea traicionado en amor —tal cual, no otro, como si hubiese tenido siempre por dogma o esperanza la fidelidad y la firmeza de la mujer. Tal otro, que tiene a todo por hueco y vacío, sentirá como un rayo súbito el descubrimiento de que tienen por nada lo que escribe, o que es estéril su esfuerzo por enseñar o que es falsa la comunicabilidad de su emoción.

No hay que creer que los hombres a quien estas desgracias suceden, y otras desgracias como éstas, hubiesen sido poco sinceros en las cosas que decían, o que escribían, y en cuya substancia esas desgracias eran previsibles o seguras. Nada tiene que ver la sinceridad de la afirmación inteligente con la naturalidad de la emoción espontánea. Y esto parece poder ser así, el alma parece poder tener sorpresas de éstas, sólo porque el dolor no le falte, el oprobio no deje de caberle en suerte, la angustia no le escasee como parte /igualitaria/ en la vida. Todos somos iguales en la capacidad para el error y para el sufrimiento. Sólo no le pasa a quien no siente; y los más altos, los más nobles, los más previsores, son lo que ven, pasando y sufriendo, lo que preveían y lo que desdeñaban. Es a esto a lo que se llama la Vida.

402

El hombre no debe poder ver su propia cara. Eso es lo más terrible que hay. La naturaleza le ha concedido el don de no poder verla, así como el de no poder mirar a sus propios ojos.

Sólo en el agua de los ríos y de los lagos podía mirar su rostro. Y la postura, incluso, que tenía que adoptar era simbólica. Tenía que inclinarse, que rebajarse para cometer la ignominia de verse.

El creador del espejo envenenó al alma humana.

403

y todo es una enfermedad incurable.

La ociosidad de sentir, el disgusto de tener que no saber hacer nada, la incapacidad de hacer, como un (…)

404

Ser comandante jubilado me parece una cosa ideal. Es una pena no poder haber sido eternamente tan sólo comandante jubilado.

/La sed de ser completo me ha dejado en este estado de congoja inútil./

La futilidad trágica de mi vida.

Mi curiosidad hermana de las /cogujadas/.

/La angustia pérfida de los ocasos, tímida jarcia en las auroras./

Sentémonos aquí. Desde aquí se ve más el cielo. Es consoladora la expansión enorme de esta altura estrellada. Duele la vida menos al verla; pasa por nuestra faz caliente de la vida la seña pequeña de un abanico breve.

405

En esta era metálica de los bárbaros sólo un culto excesivo de nuestras facultades de soñar, de analizar y de atraer puede servir de salvaguarda a nuestra personalidad, para que no se transforme en nula o en idéntica a las demás.

Lo que nuestras sensaciones tienen de real es precisamente lo que tienen de no-nuestras. Lo que hay de común en las sensaciones es lo que forma la realidad. Por eso nuestra individualidad[330] en nuestras sensaciones reside tan sólo en la parte enorme de ellas. La alegría que yo sentiría si viese un día el sol escarlata. ¡¡Sería tan mío ese sol, sólo mío!!

Amores con la china de una taza de porcelana.

Razones: (…)

Nuestros amores transcurrían tranquilos, como ella quería, sólo en las dos dimensiones del espacio.

406

El instinto infante de la humanidad que hace que el más orgulloso de nosotros, si es un hombre y no un loco, anhele, […] la mano paternal que lo guíe a través del misterio y de la confusión del mundo. Cada uno de nosotros es un grano de polvo que el viento de la vida levanta, y después deja caer. Tenemos que arrimarnos a un amparo, que no a una vana figura o amante vano; porque la forma[331] es siempre incierta, el cielo siempre lejano y la vida siempre ajena.

El más alto de nosotros no es más que un conocedor más cercano a lo hueco y a lo incierto de todo.

Puede ser que nos guíe una ilusión; la conciencia[332], sin embargo, es la que no nos guía.

407

Las cosas /modernas/ son:

(1) La evolución de los espejos

(2) Los guardarropas

Hemos pasado a ser criaturas vestidas, de cuerpo y alma.

Y, como el alma corresponde siempre al cuerpo, se ha establecido un traje espiritual. Pasamos a tener el alma esencialmente vestida, así como hemos pasado —hombres, cuerpos— a la categoría de animales vestidos.

No es sólo el hecho de que nuestro traje se convierta en una parte de nosotros. Es también la complicación de ese traje y su curiosa cualidad de no tener casi ninguna relación con los elementos de la elegancia natural del cuerpo ni con la de sus movimientos.

Si me pidiesen que explicara lo que es este estado de alma mío, por medio de una razón sensible, yo respondería mudamente apuntando hacia un espejo, hacia una percha y hacia una pluma con tinta.

408

La más vil de todas las necesidades: la de la confidencia, la de la confesión. Es la necesidad del alma de ser exterior.

Confiesa, sí; pero confiesa lo que no sientes. Libra a tu alma, sí, del peso de sus secretos, diciéndolos; pero qué bien que el secreto que dices nunca lo hayas dicho. Miéntete a ti mismo antes de decir esa verdad. Expresar(se) es siempre equivocarse. Sé consciente: decir sea, para ti, mentir.

409

Hay una técnica del sueño, como las hay de las diferentes realidades, desde la (…)

(¿1932?)

410

La inacción consuela de todo. No hacer nos lo da todo. Imaginar es todo, siempre que nada tienda a la acción. Nadie puede ser rey del mundo más que en sueños. Y cada uno de nosotros, si de verdad se conoce, quiere ser rey del mundo.

No ser, pensando, es el trono. No querer, deseando, es la corona. Tenemos lo que abdicamos, porque lo conservamos, soñado, intacto.

411

MÁXIMAS

Tener opiniones definidas y seguras, instintos, pasiones y carácter estable y conocido —todo esto monta al horror de convertir a nuestra alma en un hecho, de materializarla y volverla exterior. Vivir es un dulce y fluido estado de desconocimiento de las cosas y de sí mismo (es el único modo de vida que a un sabio conviene y anima).

—Saber interponerse constantemente entre sí mismo y las cosas es el más alto grado de sabiduría y prudencia.

—Nuestra personalidad debe ser impenetrable, incluso por nosotros mismos: de ahí nuestro deber de soñarnos siempre, e incluirnos en nuestros sueños, para que no nos sea posible tener opiniones sobre nosotros.

Y debemos evitar en especial la invasión de nuestra personalidad por parte de los demás. Todo interés ajeno por nosotros es una indelicadeza sin par. Lo que separa al saludo vulgar —¿cómo está?— de ser una indisculpable grosería es el ser en general absolutamente vano e insincero.

—Amar es cansarse de estar solo: es, sin embargo, una cobardía, y una traición a nosotros mismos (importa soberanamente que no amemos).

—Dar buenos consejos es insultar la facultad de equivocarse que Dios ha concedido a los demás. Y, sobre todo, los actos ajenos deben tener la ventaja de no ser también nuestros. Sólo es comprensible que se pida consejo a los otros: para saber bien, al actuar al contrario, que somos precisamente nosotros, y muy en desacuerdo con el Otraje[333].

412

—La única ventaja de estudiar es disfrutar de cuanto no han dicho los demás.

—El arte es un aislamiento. Todo artista debe tratar de aislar a los demás, llevar a sus almas el deseo de estar solos. El triunfo supremo de un artista se produce cuando, al leer sus obras, el lector prefiere tenerlas y no leerlas. No es porque esto les suceda a los consagrados; /es porque es el mayor atributo (…)/

—Ser lúcido es estar indispuesto consigo mismo. El legítimo estado de espíritu respecto al mirar hacia dentro de sí mismo es el estado /(…) de quien mira nervios e indecisiones./

La única actitud intelectual digna de una criatura superior es la de una tranquila y fría compasión por todo cuanto no es él mismo. No es que esta actitud tenga el menor carácter de justa y verdadera, /pero es tan envidiable que es preciso tenerla./

413

El campo es donde no estamos. Allí, sólo allí, hay sombras verdaderas y verdadero arbolado.

La vida es la duda entre una exclamación y una interrogación. /En la duda hay un punto final./

El milagro es la pereza de Dios, o, mejor dicho, la pereza que le atribuimos, inventando el milagro.

Los dioses son la encarnación de lo que nunca podremos ser. El cansancio de todas las hipótesis…[334]

414

La libertad es la posibilidad de aislamiento. Eres libre si puedes alejarte de los hombres sin que te obligue a buscarlos la necesidad de dinero, o la necesidad gregaria, o el amor, o la gloria, o la curiosidad, que en el silencio y en la soledad no pueden encontrar alimento. Si te resulta imposible vivir solo, has nacido esclavo. Puedes poseer todas las grandezas del espíritu, todas las del alma: eres un esclavo noble, o un siervo inteligente: no eres libre. Y no es cosa tuya la tragedia, porque la tragedia de que hayas nacido así no es cosa tuya, sino del Destino, solamente suya. Ay de ti, sin embargo, si la opresión de la vida, ella misma, te fuerza a que seas esclavo. Ay de ti si, habiendo nacido libre, capaz de bastarte y de apartarte, la penuria te fuerza a convivir. Ésa, sí, es tu tragedia, y la que llevas contigo.

Nacer libre es la mayor grandeza del hombre, lo que hace al ermitaño superior a los reyes, y hasta a los dioses, que se bastan por la fuerza, pero no por el desprecio de ella.

La muerte es una liberación porque morir es no necesitar a otro. El pobre esclavo se ve libre a la fuerza de sus placeres, de sus aflicciones, de su vida deseada y continua. Se ve libre el rey de sus dominios, que no querría dejar. Los que han sembrado amor se ven libres de los triunfos que adoran. Los que han vencido se ven libres de las victorias para las que su vida fue predestinada.

Por eso ennoblece la muerte, viste de galas desconocidas al pobre cuerpo absurdo. Es que allí está un libre, aunque no quisiera serlo. Es que allí no está un esclavo, aunque llorando perdiese la esclavitud. Como un rey cuya mayor pompa es su nombre de rey, y que puede ser risible como hombre, pero como rey es superior, así el muerto puede ser deforme, pero es superior, porque la muerte le ha liberado.

Cierro, cansado, mis contraventanas, excluyo al mundo y durante un momento tengo libertad. Mañana volveré a ser esclavo; pero, ahora, solo, sin necesidad de nadie, receloso tan sólo de que alguna voz o presencia venga a interrumpirme, tengo mi pequeña libertad, mis momentos de excelsis.

En la silla, en la que me recuesto, olvido a la vida que me oprime. No me duele sino el que me haya dolido.

415

El dinero, los niños (los locos) (…)

Nunca se debe envidiar la riqueza, sino platónicamente: la riqueza es libertad.

416

El dinero es bello, porque es una liberación.

Querer ir a morir a Pequín y no poder es una de las cosas que pesan sobre mí como la idea de un futuro cataclismo.

Los compradores de cosas inútiles siempre son más sabios de lo que se creen: compran sueños pequeños. Son niños en el adquirir. Todos los pequeños objetos inútiles cuya provocación al saber que se tiene dinero hace comprarlos, los poseen en la actitud feliz de un niño que coge conchas en la playa —imagen que más que ninguna otra muestra toda la felicidad posible—. ¡Coge conchas en la playa! Nunca hay dos iguales para el niño. Se duerme con las dos más bonitas en la mano, y cuando se las pierden o las tiran —¡un crimen! ¡robarle trozos exteriores del alma! ¡arrancarle pedazos de sueño!—, lloran como un Dios a quien han robado el universo recién creado.

417

El entusiasmo es una grosería.

La expresión del entusiasmo es, más que nada, una violación de los derechos de nuestra insinceridad.

Nunca sabemos cuándo somos sinceros. Quizá no lo seamos nunca. Y aunque seamos sinceros hoy, mañana podemos serlo por todo lo contrario.

En cuanto a mí, no he tenido convicciones. He tenido siempre impresiones. Nunca podría odiar una tierra en que hubiese visto un ocaso escandaloso.

Exteriorizar impresiones es más persuadirnos de que las tenemos que tenerlas.

418

ABSURDO

Nos convertimos en esfinges, aunque falsas, hasta llegar al punto de no saber ya quién somos. Porque, de verdad[335], lo que nosotros somos es esfinges falsas, y no sabemos lo que somos realmente. El único modo de estar de acuerdo con la vida es estar en desacuerdo con nosotros mismos. Lo absurdo es (lo) divino.

Establecer teorías, pensándolas paciente y honestamente, sólo para proceder después contra ellas —proceder y justificar nuestras acciones con teorías que las condenan—, abrirse un camino en la vida y proceder en seguida de manera contraria a seguir por ese camino. Tener todos los gestos y todas las actitudes de algo que no somos ni pretendemos ser, ni pretendemos ser tomados como siéndolo.

Comprar libros /para/ no leerlos; ir a conciertos, no para oír música ni para ver quién está allí; dar largos paseos por estar harto de andar e ir a pasar unos días en el campo porque el campo nos aburre.

419

Saber ser supersticioso todavía es una de las artes que, realizadas con elevación, marcan al hombre superior.

420

Pensar, aun así, es hacer. Sólo en el devaneo absoluto, donde nada de activo interviene, donde por fin hasta nuestra conciencia de nosotros mismos se /atolla/ en un lodazal —sólo ahí, en ese tibio y húmedo no-ser, la abdicación de la acción se consigue de manera competente.

No querer comprender, no analizar… Verse como a la naturaleza; mirar a sus impresiones como a un campo —la sabiduría es esto.

(¿1914?)

421

LETANÍA

Nosotros no nos realizamos nunca.

Somos un abismo que va hacia otro abismo[336] —un pozo que mira al Cielo.

422

LAGUNA DE LA POSESIÓN

/La posesión es para mi pensamiento una laguna absurda —muy grande, muy oscura, muy poco profunda. Parece honda el agua porque es falsa de tan sucia como está./

¿La muerte? Pero la muerte está dentro de la vida. ¿Muero totalmente? No sé de la vida. ¿Me sobrevivo? Continúo viviendo.

¿El sueño? Pero el sueño está dentro de la vida. ¿Vivimos el sueño? Vivimos. ¿Tan sólo lo soñamos? Morimos. Y la muerte está dentro de la vida.

Como nuestra sombra, la vida me persigue. Y únicamente no hay sombra cuando todo es sombra. La vida no nos persigue únicamente cuando nos entregamos a ella.

Lo que hay de más doloroso en el sueño es el no existir. Realmente, no se puede soñar.

¿Qué es poseer? No lo sabemos. Cómo querer, entonces, poseer algo. Diréis que no sabemos lo que es la vida y vivimos…

¿Pero vivimos realmente? ¿Vivir sin saber lo que es la vida será vivir?

423

L[AGUNA] DE LA POSESIÓN

Nada se penetra, ni átomos ni almas. Por eso nada posee nada. Desde la verdad hasta el pañuelo —todo es imposible. (La propiedad no es un robo: no es nada).

424

Sociología: la inutilidad de las teorías y prácticas políticas.

425

El gobierno del mundo comienza en nosotros mismos. No son los sinceros quienes gobiernan el mundo, pero tampoco son los insinceros. Son los que fabrican en sí una sinceridad real por medios artificiales y automáticos; esa sinceridad constituye su fuerza, y es ella la que irradia hacia la sinceridad menos falsa de los demás. Saber engañarse bien es la primera cualidad del estadista. Sólo a los poetas y a los filósofos compete la visión práctica del mundo, porque sólo a éstos les es concedido el no tener ilusiones. Ver claro es no hacer.

426

El hombre perfecto del pagano era la perfección del hombre que existe; el hombre perfecto del cristiano es la perfección del hombre que no existe; el hombre perfecto del budista, la perfección de no existir el hombre.

La naturaleza es la diferencia entre el alma y Dios.

Todo cuanto el hombre expone o expresa es una nota al margen de un texto del todo apagado. Más o menos, por el sentido de la nota, sacamos el sentido que había de ser el del texto; pero queda siempre una duda, y los sentidos posibles son muchos.

427

Desde mediados del siglo dieciocho, una enfermedad terrible descendió progresivamente sobre la civilización. Diecisiete siglos de aspiración cristiana constantemente engañada, cinco siglos de aspiración pagana perennemente postergada —el catolicismo que había quebrado como cristianismo, el Renacimiento que había quebrado como paganismo, la reforma que había quebrado como fenómeno universal. El desastre de todo cuanto se había soñado, la vergüenza de todo cuanto se había conseguido, la miseria de vivir sin una vida digna que los demás pudiesen llevar con nosotros, la sin vida de los demás que pudiésemos dignamente llevar.

Esto cayó en las almas y las envenenó. El horror a la acción, por tener que ser vil en una sociedad vil, inundó los espíritus. La actividad superior del alma se enfermó; sólo la actividad inferior, por más vitalizada, no decayó; inerte la otra, asumió la regencia del mundo.

Así nació la literatura y un arte hechos de elementos secundarios del pensamiento —el romanticismo; y una vida social hecha de elementos secundarios de la actividad —la democracia moderna.

Las almas nacidas para mandar sólo tenían el remedio de abstenerse. Las almas nacidas para crear, en una sociedad donde las fuerzas creadoras quebraban, tenían por único mundo plástico cómodo el mundo social de sus sueños, la esterilidad introspectiva de la propia alma.

Llamamos «románticos», por igual, a los grandes que fracasaron y a los pequeños que se revelaron. Pero no hay una semejanza más que en la sentimentalidad evidente; pero en unos la sentimentalidad muestra la imposibilidad del uso activo de la inteligencia; en otros muestra la ausencia de la misma inteligencia. Son fruto de la misma época un Chateaubriand y un Hugo, un Vigny y un Michelet. Pero un Chateaubriand es un alma grande que disminuye; un Hugo es un alma pequeña que se distiende con el viento del tiempo; un Vigny es un genio que tuvo que huir; un Michelet, una mujer que tuvo que ser hombre de genio. En el padre de todos, Jean-Jacques Rousseau, las dos tendencias están juntas. La inteligencia, en él, era de creador, la sensibilidad de esclavo. Afirma ambas por igual. Pero la sensibilidad social que tenía envenenó sus teorías, que la inteligencia apenas [¿dispuso?] claramente. La inteligencia que tenía sólo servía para gemir la miseria de coexistir con semejante sensibilidad.

J. J. Rousseau es el hombre moderno, pero más completo que cualquier hombre moderno. De las flaquezas que le hicieron fracasar sacó —¡ay de él y de nosotros!— las fuerzas que le hicieron triunfar. Lo que partió de él venció, pero en los lábaros de su victoria, cuando entró en la ciudad, se veía que estaba escrita […] la palabra «Derrota». En lo que de él queda por detrás, incapaz del esfuerzo de vencer, fueron las coronas y los cetros, la majestad de mandar y la gloria de vencer por destino interior[337].

El mundo, en el cual nacemos, sufre de ambos[338] —medio de renuncia y de violencia— de la renuncia de los superiores y de la violencia de los inferiores, que es su victoria.

Ninguna cualidad superior puede afirmarse modernamente, tanto en la acción como en el pensamiento, en la esfera política como en la especulativa.

La ruina de la influencia aristocrática ha creado una atmósfera de brutalidad y de indiferencia por las artes, donde un medidor[339] de la /forma/ no encuentra refugio. Duele más, cada vez más, el contacto del alma con la vida. El esfuerzo es cada vez más doloroso, porque son cada vez más odiosas las condiciones exteriores del esfuerzo.

La ruina de los ideales clásicos ha hecho de todos artistas imposibles, y por lo tanto, malos artistas. Cuando el criterio del arte era la construcción sólida, la observancia cuidadosa de las reglas, pocos podían intentar ser artistas, y gran parte de éstos son muy buenos. Pero cuando el arte pasó a ser tenido por expresión de sentimientos, cada cual podía ser artista porque todos tienen sentimientos.

428

Dios es bueno pero el diablo tampoco es malo.

A pesar de todo, el equilibrio romántico es más perfecto que el del siglo XVII en Francia.

429

OMAR KHAYYÁN

El tedio de Khayyán no es el tedio de quien no sabe qué hacer, porque en verdad nada puede o sabe hacer. Ese es el tedio de los que han nacido muertos, y de los que legítimamente se orientan hacia la morfina o la cocaína. Es más profundo y más noble el tedio del sabio persa. Es el tedio de quien pensó claramente y vio que todo era oscuro; de quien midió todas las religiones y todas las filosofías y dijo después, como Salomón: «He visto que todo era vanidad y aflicciones de ánimo», o como, al despedirse del poder y del mundo, otro rey, que era emperador en él, Septimio Severo, «Omnia fui, nihil…» «Lo he sido todo; nada vale la pena».

La vida, dijo Tarde[340], es la busca de lo imposible a través de lo inútil; así diría, si lo hubiese dicho, Omar Khayyán.

De ahí la insistencia del persa en el consumo del vino. ¡Bebe! ¡Bebe! es toda su filosofía práctica. No es el beber de la alegría, que bebe para alegrarse más, para ser más ella misma. No es el beber de la desesperación, que bebe para olvidar, para ser menos ella misma. Al vino junta la alegría, la acción y el amor; y hay que fijarse en que no hay en Khayyán nota alguna de energía, ninguna frase de amor. Aquella Saki, cuya grácil figura entrevista surge (pero surge poco) en los Rubayat, no es más que la «muchacha que sirve el vino». El poeta es agradecido a su esbeltez como lo fue a la esbeltez del ánfora que contuviese el vino.

La alegría habla, del vino, como el Deán Aldrich:…

La filosofía práctica de Khayyán se reduce, pues, a un epicureísmo suave, difuminado hasta el mínimo del deseo de placer. Le basta ver rosas y beber vino. Una brisa leve, una conversación sin objeto ni propósito, una jarrita de vino, flores, en eso, y en no más que eso, pone el sabio persa su deseo máximo. El amor agita y cansa, la acción dispersa y fracasa, nadie sabe saber, y pensar lo empeña todo. Más vale pues cesar, en nosotros, de desear o de esperar, de tener la pretensión fútil de explicar el mundo, o el propósito estulto de enmendarlo o gobernarlo. Todo es nada o, como se dice en la Antología Griega, «todo procede de la sinrazón», y es un griego, y por lo tanto un racional, quien lo dice.

430

Permaneceremos indiferentes a la verdad o mentira de todas las religiones, de todas las filosofías, de todas las hipótesis inútilmente verificables a las que llamamos ciencias. Tampoco nos preocupará el destino de la llamada humanidad, o lo que sufra o no sufra en su conjunto. Caridad, sí, para con el «prójimo»[341], como se dice en el Evangelio, y con el hombre de que en él se habla. Y todos, hasta cierto punto, somos así: ¿qué nos pesa, al mejor de todos nosotros, una mortandad en la China? Pero nos duele, al que de nosotros más imagine, la bofetada injusta que hemos visto dar a un niño en la calle.

Caridad para con todos, intimidad con ninguno. Así interpreta Fitzgerald[342] en un punto de una nota suya algo de la ética de Khayyán.

Recomienda el Evangelio el amor al prójimo: no dice amor al hombre o a la humanidad, de la que verdaderamente nadie puede preocuparse.

Se preguntará quizá si hago mía la filosofía de Khayyán, tal como aquí, creo que con justeza, la he escrito de nuevo y la interpreto. Responderé que no lo sé. Hay días en que ésa me parece la mejor, y hasta la única, de todas las filosofías prácticas. Hay otros días en que me parece nula, muerta inútil, como un vaso vacío. No me conozco, porque pienso. No sería así si tuviese fe; pero tampoco sería así si estuviese loco. En verdad, si fuese otro, sería otro.

Más allá de estas cosas del mundo profano, están, es cierto, las lecciones secretas de las órdenes iniciáticas, los misterios patentes[343], cuando secretos, o velados, cuando los figuran los ritos públicos. Hay lo que está oculto o medio oculto en los grandes ritos católicos, sea en el Ritual de María en la Iglesia Romana, sea en la Ceremonia del Espíritu en la Francmasonería.

¿Pero quién nos dice al final que el iniciado, cuando íncola[344] de los penetrales de los misterios, no es sino avara presa de nuestra nueva faz de la ilusión? ¿Qué es la certidumbre que tiene, si más firme que él la tiene un loco en lo que en él es locura? Decía Spenser que lo que sabemos es una esfera que, cuanto más se ensancha, en tantos más puntos tiene contacto con lo que no sabemos[345]. No me olvido, en este capítulo de lo que las iniciaciones pueden proporcionar, de las palabras terribles de un maestro de Magia: «Ya he visto a Isis», dice, «ya he tocado a Isis: no sé, a pesar de ello, si existe».

El poeta persa Maestro del desconsuelo y de la desilusión.

431

La fe es el instinto de la acción.

432

Más de una vez, al pasear lentamente por las calles de la tarde, me ha sacudido el alma, con una violencia súbita y perturbadora, la extrañísima presencia de la organización de las cosas. No son las cosas naturales las que tanto me afectan, las que tan poderosamente me provocan esta sensación: son, por el contrario los trazados de las calles, los letreros, las personas vestidas y hablando, los empleos, los diarios, la inteligencia de todo. O, mejor dicho, el hecho de que existan trazados de calles, letreros, empleos, hombres, sociedad, todo entendiéndose y continuando y abriendo caminos.

Reparo en el hombre directamente, y veo que es tan inconsciente como un perro o un gato; habla debido a una inconsciencia de otro orden; se organiza en sociedad debido a una inconsciencia de otro orden, absolutamente inferior a la que emplean las hormigas y las abejas en su vida social. Y entonces, tanto o más que la existencia de organismos, tanto o más que la existencia de leyes rígidas físicas o intelectuales, se me revela mediante una luz evidente la inteligencia que crea e impregna al mundo.

Me impresiona entonces, siempre que así siento, la vieja frase de no sé qué escolástico: Deus est anima brutorum, Dios es el alma de los brutos. Así entendió el autor de la frase, que es maravillosa, explicar la seguridad con que el instinto guía a los animales inferiores, en los que no se divisa inteligencia, o nada más que un esbozo de ella. Pero todos somos animales inferiores —hablar y pensar no son más que nuevos instintos, menos seguros que los otros porque son nuevos. Y la frase del escolástico, tan justa en su belleza, se ensancha, y digo: Dios es el alma de todo.

Nunca he comprendido que quien una vez ha considerado este gran hecho de la relojería universal pudiese negar al relojero en el que el mismo Voltaire no dejó de creer. Comprendo que, atendiendo a ciertos hechos aparentemente desviados de un plan (y sería preciso conocer el plan para saber si son desviados), se atribuya a esa inteligencia suprema algún elemento de imperfección. Eso lo comprendo, aunque no lo acepte. Comprendo hasta que, atendiendo al mal que existe en el mundo, no se pueda aceptar la bondad infinita de esa inteligencia creadora. Eso lo comprendo, aunque tampoco lo acepte. Pero que se niegue la existencia de esa inteligencia, o sea de Dios, es cosa que me parece una de esas estupideces que tantas veces afligen, en un punto de la inteligencia, a hombres que, en todos sus demás puntos, pueden ser superiores; como los que se equivocan siempre en las sumas o, también, y poniendo ya en juego la inteligencia de la sensibilidad, los que no sienten la música, o la pintura, o la poesía.

No acepto, decía, ni el criterio del relojero imperfecto, ni el del relojero carente de benevolencia. No acepto el criterio del relojero imperfecto porque esos pormenores del gobierno y ajuste del mundo, que nos parecen lapsus o sinrazones, no pueden ser verdaderamente tenidos por tales sin que conozcamos el plan. Vemos claramente un plan en todo; vemos ciertas cosas que nos parecen sin razón, pero es de ponderar que si hay en todo una razón, habrá en esto también la misma razón que hay en todo. Vemos la razón pero no el plan; ¿cómo diremos, entonces, que ciertas cosas se encuentran fuera del plan que no sabemos lo que es? Así como un poeta de ritmos sutiles puede intercalar un verso arrítmico con fines rítmicos, es decir, para el propio fin del que parece apartarse, y un crítico más purista de lo rectilíneo que del ritmo llamará equivocado a ese verso, así el Creador puede intercalar lo que nuestra estrecha [¿razón?] considera arritmias en el decurso majestuoso de su ritmo metafísico.

No acepto, decía, el criterio del relojero carente de benevolencia. Estoy de acuerdo en que es un argumento de más difícil respuesta, pero lo es aparentemente. Podemos decir que no sabemos bien lo que es el mal, no pudiendo por eso afirmar si una cosa es mala o buena. Lo cierto, sin embargo, es que un dolor, aunque sea para nuestro bien, es en sí mismo un mal, y basta esto para que haya mal en el mundo. Basta un dolor de muelas para no creer en la bondad del Creador. Ahora bien, el yerro esencial de este argumento parece residir en nuestro completo desconocimiento del plan de Dios, y en nuestro igual desconocimiento de lo que puede ser, como persona inteligente, el Infinito Intelectual. Una cosa es la existencia del mal, y otra la razón de esa existencia. La distinción es tal vez sutil hasta el punto de parecer sofística, pero lo cierto es que es justa. La existencia del mal no puede ser negada, pero la maldad de la existencia del mal puede no ser aceptada. Confieso que el problema subsiste porque subsiste nuestra imperfección.

433

Ah, es un error doloroso y craso esa distinción que los revolucionarios establecen entre burgueses y pueblo, o hidalgos y pueblo, o gobernantes y gobernados. La distinción existe entre adaptados e inadaptados: lo demás es literatura, y mala literatura. El mendigo, si es un adaptado, puede ser rey mañana, sin embargo: ha perdido con eso la virtud de ser mendigo. Ha pasado la frontera y ha perdido la nacionalidad.

Esto me consuela en esta oficina estrecha, cuyas ventanas mal lavadas dan a una calle sin alegría. Esto me consuela, porque tengo por hermanos a los creadores de la conciencia del mundo —al dramaturgo atrabancado William Shakespeare, al maestro de escuela John Milton, al vagabundo Dante Alighieri, (…) y hasta, si la cita se me permite, a aquel Jesucristo que no fue nada en el mundo, tanto que la historia duda de él. Los otros son de otra especie —el consejero de estado Johann Wolfgang Goethe, el senador Victor Hugo, el jefe Lenin, el jefe Mussolini.

Nosotros, en la sombra, entre los cargadores y los barberos, constituimos la humanidad.

De un lado están los reyes, con su prestigio, los emperadores, con su gloria, los genios, con su aura, los santos, con su aureola, los jefes de pueblo, con su dominio, las prostitutas, los profetas y los ricos… Del otro estamos nosotros —el cargador de la esquina, el dramaturgo atrabancado William Shakespeare, el barbero de los chistes, el maestro de escuela John Milton, el hortera de la tienda, el vagabundo Dante Alighieri, los que la muerte olvida o consagra, y [la] vida ha olvidado sin consagrarlos.

434

El ambiente es el alma de las cosas. Cada cosa tiene una expresión propia y esa expresión le viene de fuera.

Cada cosa es la intersección de tres líneas, y esas tres líneas forman esa cosa: una cantidad de materia, el modo como interpretamos, y el ambiente en que está. Esta mesa, a la que estoy escribiendo, es un pedazo de madera, es una mesa, y es un mueble entre otros de este cuarto. Mi impresión de esta mesa, si quisiera transcribirla, tendrá que estar compuesta de las nociones de que es madera, de que yo le llamo a eso una mesa y le atribuyo ciertos usos y fines, y de que en ella se reflejan, en ella se insertan, y la transforman, los objetos en cuya yuxtaposición tiene alma exterior, [con] lo que tiene puesto encima. Y el propio color que le ha sido dado, el desteñimiento de ese color, las manchas y rotos que tiene —todo eso, fijémonos, le ha venido de fuera, y eso es lo que, más que su esencia de madera, le proporciona el alma. Y lo íntimo de esa alma, que es el ser mesa, también le ha sido dado desde fuera, que es la personalidad.

Creo, pues, que no hay error humano, ni literario, en atribuir alma a las cosas que llamamos inanimadas. Ser una cosa es ser objeto de una atribución. Puede ser falso decir que un árbol siente, que un río «corre», que un ocaso es triste o el mar está tranquilo (azul por el cielo que no tiene), es sonriente (por el sol que está fuera de él). Pero igual error es atribuir belleza a algo. Igual error es atribuir color, forma, por ventura hasta ser, a algo. Este mar es agua salada. Este ocaso es empezar a faltar la luz del sol en esta latitud y longitud. Este niño, que juega delante de mí, es una acumulación intelectual de células —pero es una relojería de movimientos subatómicos, extraño conglomerado eléctrico de millones de sistemas solares en miniatura mínima.

Todo viene de fuera y la misma alma humana no es por ventura más que el rayo de sol que brilla y aísla del suelo donde yace el montón de estiércol que es el cuerpo.

En estas consideraciones hay por ventura toda una filosofía, para quien pudiese tener la fuerza de sacar conclusiones. No la tengo yo, me surgen atentos pensamientos vagos, con posibilidades lógicas, y todo se me esfuma en una visión de un rayo de sol que dora un estiércol como paja oscura húmedamente aplastada, en el suelo casi negro, al pie de un muro de pedrejones.

Así soy. Cuando quiero pensar, veo. Cuando quiero bajar a mi alma, me quedo parado de repente, olvidado, al comienzo de la espiral de la escalera profunda, viendo por la ventana del piso alto el sol que moja de despedida fulva la aglomeración difusa de los tejados.

6-4-1930.

435

La metafísica me ha parecido siempre una forma prolongada de[346] locura latente. Si conociésemos la verdad, la veríamos; todo lo demás es sistema y alrededores. Nos basta, si pensamos, la incomprensibilidad del universo; querer comprenderlo es ser menos que hombres, porque ser hombre es saber que no se comprende.

Me traen la fe como un paquete cerrado en una bandeja ajena. Quieren que lo acepte, pero que no lo abra. Me traen la ciencia, como un cuchillo en un plato, con el que abriré las hojas de un libro de páginas blancas. Me traen la duda, como polvo dentro de una caja, pero ¿para qué me traen la caja si no tiene más que polvo?

A falta de saber, escribo; y uso los grandes términos de la /Verdad ajenos/ conforme a las exigencias de la emoción. Si la emoción es clara y fatal, hablo, naturalmente, de los Dioses, y así la encuadro en una conciencia del mundo múltiple. Si la emoción es profunda, hablo, naturalmente, de Dios, y así la engasto en una conciencia una. Si la emoción es un pensamiento, hablo, naturalmente, del Destino, y así la arrimo a la pared.

Unas veces, el propio ritmo de la frase exigirá Dioses, y no Dios; otras veces, se impondrán las dos sílabas de Dioses[347] y cambio verbalmente de universo; otras veces pesaré[348] las necesidades de una rima íntima, una dislocación del ritmo, un sobresalto de la emoción y el politeísmo o el monoteísmo se amolda y se prefiere. Los Dioses son una función del estilo.

6-5-1930.

436

Muchos han definido al hombre, y en general lo han definido en contraste con los animales. Por eso, en las definiciones del hombre, es frecuente el uso de la frase «el hombre es un animal…» y un adjetivo, o «el hombre es un animal que…» y se dice el qué. «El hombre es un animal enfermo», dijo Rousseau, y en parte es verdad. «El hombre es un animal racional», dice la Iglesia, y en parte es verdad. «El hombre es un animal que usa herramientas», dice Carlyle, y en parte es verdad. Pero estas definiciones, y otras como ellas, son siempre imperfectas y laterales. Y la razón es muy simple: no es fácil distinguir al hombre de los animales, no hay un criterio seguro para distinguir al hombre de los animales. Las vidas humanas transcurren en la misma íntima inconsciencia que las vidas de los animales. Las mismas leyes profundas que rigen desde fuera los instintos de los animales rigen, también desde fuera, la inteligencia del hombre, que parece no ser más que un instinto en formación, tan inconsciente como todo instinto, menos perfecto por todavía no formado.

«Todo viene de la sinrazón», se dice en la Antología Griega. Y, en verdad, todo viene de la sinrazón. Fuera de las matemáticas, que no tienen que ver sino con números muertos y fórmulas vacías, y por eso pueden ser perfectamente lógicas, la ciencia no es más que un juego de niños en el crepúsculo, un querer agarrar sombras de aves y parar sombras de hierbas al viento.

Y es curioso y extraño que, no siendo fácil encontrar palabras con las que verdaderamente se defina al hombre como distinto de los animales, sea sin embargo fácil encontrar la manera de diferenciar al hombre superior del hombre vulgar.

Nunca se me ha olvidado aquella frase de Haeckel, el biólogo, que leí en la infancia de la inteligencia, cuando se leen las divulgaciones científicas y las razones contra la religión. La frase es ésta, o casi ésta: que mucho más lejos está el hombre superior (un Kant o un Goethe, creo que dice) del hombre vulgar que el hombre vulgar del mono. Nunca he olvidado la frase porque es verdadera. Entre mí, que poco soy en el orden de los que piensan, y un campesino de Loures hay, sin duda, mayor distancia que entre ese campesino y, no digo ya un mono, sino un gato o un perro. Ninguno de nosotros, desde el gato hasta mí, lleva de hecho la vida que le es impuesta, o el destino que le es concedido; todos somos igualmente derivados de no sé qué, sombras de gestos hechos por otro, efectos encarnados, consecuencias que sienten. Pero entre mí y el campesino hay una diferencia de cualidad, procedente de la existencia en mí del pensamiento abstracto y de la emoción desinteresada; y entre él y el gato no hay, en el espíritu, más que una diferencia de grado.

El hombre superior difiere del hombre inferior, y de los animales hermanos de éste, por la simple cualidad de la ironía. La ironía es el primer indicio de que la conciencia se ha tornado consciente. Y la ironía atraviesa dos estadios: el estadio marcado por Sócrates cuando dijo «sólo sé que no sé nada» y el estadio marcado por Sanches[349] cuando dijo: «no sé si nada sé». El primer paso llega a aquel punto en el que dudamos de nosotros dogmáticamente, y todo hombre superior lo da y consigue. El segundo paso llega a aquel punto en que dudamos de nosotros y de nuestra duda, y pocos hombres lo han conseguido en la corta extensión ya tan larga del tiempo que, humanidad, hemos visto el sol y la noche sobre la varia superficie de la tierra.

Conocerse es errar, y el oráculo que dijo «Conócete» propuso un trabajo mayor que los de Hércules y un enigma más negro que el de la Esfinge. Desconocerse conscientemente, he ahí el camino. El desconocerse concienzudamente es el empleo activo de la ironía. No conozco cosa mayor, ni más propia del hombre que es de verdad grande, que el análisis paciente de la inconsciencia de nuestras conciencias, la metafísica de las sombras autónomas, la poesía del crepúsculo de la desilusión.

Pero siempre nos engaña algo, siempre se nos embota algún análisis, siempre la verdad, aunque falsa, está más allá de la otra esquina. Y es esto lo que cansa más que la vida, cuando ésta cansa, y que su conocimiento y meditación, que nunca dejan de cansar.

Me levanto de la silla en donde, apoyado distraídamente en la mesa, me he entretenido en narrar para mí estas impresiones irregulares. Me levanto, yergo el cuerpo en sí mismo, y voy a la ventana, alta por cima de los tejados, desde donde puedo ver a la ciudad ir a dormir en un comienzo lento de silencio. La luna, grande y de un blanco blanco, elucida tristemente las diferencias apretujadas de las casas. Y el claro de luna parece iluminar álgidamente todo el misterio del mundo. Parece mostrarlo todo, y todo es sombras con mezclas de luz mala, intervalos falsos, desniveladamente absurdos, incoherencias de lo visible. No hay brisa, y parece que el misterio es mayor. Siento náuseas en el pensamiento abstracto. Nunca he escrito una página que me revele o que revele algo. Una nube muy leve flota vaga por cima de la luna, como un escondrijo. Ignoro, como estos tejados. He fracasado, como la naturaleza entera[350].

3-3-1931.

437

Todo el día, en toda su desolación de nubes leves y tibias, ha sido ocupado por las informaciones de que había una revolución. Estas noticias, falsas o ciertas, me llenan siempre de un desaliento especial, mezcla de desdén y de náusea física. Me duele en la inteligencia que alguien crea que altera algo agitándose. La violencia, sea la que fuere, ha sido siempre para mí una forma desencajada de la estupidez humana. Además, todos los revolucionarios son estúpidos como, en menor grado, porque menos incómodo, lo son todos los reformadores.

Revolucionario o reformador, el error es el mismo. Impotente para dominar y reformar su propia actitud para con la vida, que es todo, o su propio ser, que es casi todo, el hombre huye hacia el querer modificar a los demás y al mundo exterior. Todo revolucionario, todo reformador es un /evadido/. Combatir es no ser capaz de combatirse. Reformar es no tener enmienda posible.

El hombre de sensibilidad justa y recta razón, si se encuentra preocupado con el mal y la injusticia del mundo, busca naturalmente enmendarla, primero, en aquello en que más cerca se manifiesta; y eso lo encontrará en su propio ser. Esa obra le llevará toda la vida.

Todo reside, para nosotros, en nuestro concepto del mundo; modificar nuestro concepto del mundo es modificar el mundo para con nosotros, es decir, es modificar el mundo, pues nunca será, para nosotros, sino lo que es para nosotros. Esa justicia íntima debido a la cual escribimos una página fluyente y bella, esa reforma verdadera mediante la que tornamos viva a nuestra sensibilidad muerta —esas cosas son la verdad, nuestra verdad, la única verdad. Lo demás que hay en el mundo es paisaje, marcos que encuadran sensaciones nuestras, encuadernaciones de lo que pensamos. Y lo es, ya sea el paisaje colorido de las cosas y de los seres —los campos, las casas, los carteles y los trajes—, ya sea el paisaje incoloro de las almas monótonas, que sube un momento a la superficie en palabras viejas y gestos gastados, y baja otra vez al fondo en la estupidez fundamental de la expresión humana.

¿Revolución? ¿Cambio? Lo que yo quiero de verdad, con toda la intimidad del alma, es que cesen las nubes átonas que enjabonan cenicientamente al cielo; lo que yo quiero es ver al azul empezar a surgir de entre ellas, verdad segura y clara porque nada es ni quiere.

8-4-1931.

438

Si considero atentamente la vida que viven los hombres, nada encuentro en ella que la diferencie de la vida que viven los animales. Unos y otros son lanzados inconscientemente a través de las cosas y el mundo; unos y otros se entretienen con intervalos; unos y otros recorren diariamente el mismo trayecto orgánico; unos y otros no piensan más allá de lo que piensan, ni viven más allá de lo que viven. El gato se revuelca al sol y allí duerme. El hombre se revuelca en la vida, con todas sus complejidades, y allí duerme. Ni uno ni otro se libera de la ley fatal de ser como es. Ninguno intenta levantar el peso de ser. Los mayores de entre los hombres aman la gloria, pero la aman, no como a una inmortalidad propia, sino como a una inmortalidad abstracta, de la que quizá no participen.

Estas consideraciones, que en mí son frecuentes, me llevan a una admiración súbita por esa especie de individuos que instintivamente me repugnan. Me refiero a los místicos y a los ascetas —a los remotos de todos los Tibets, a los Simones Estilitas de todas las columnas. Éstos, aunque en el absurdo, intentan de hecho liberarse de la ley animal. Estos, aunque en la locura, intentan de hecho negar la ley de la vida, el revolcarse al sol y el aguardar a la muerte sin pensar en ella. Buscan, aunque parados en lo alto de la columna; anhelan, aunque en una celda sin luz; quieren lo que no conocen, aunque en el martirio prestado y en la amargura impuestas.

Todos nosotros, que vivimos como animales con más o menos complejidad, atravesamos el escenario como figurantes que no hablan, contentos de la solemnidad vanidosa del trayecto. Perros y hombres, gatos y héroes, pulgas y genios, jugamos a existir, sin pensar en eso (que los mejores piensan sólo en pensar) bajo el gran sosiego de las estrellas. Los otros —los místicos de la mala hora y del sacrificio— sienten al menos, con el cuerpo y lo cotidiano, la presencia mágica del misterio. Son libres porque niegan al sol visible; son plenos porque se han vaciado del vacío del mundo.

Estoy casi místico, con ellos, al hablar de ellos, pero sería incapaz de ser más que estas palabras escritas al sabor de mi inclinación ocasional. Seré siempre de la Calle de los Doradores, como la humanidad entera. Seré siempre, en verso o en prosa, empleado de pupitre. Seré siempre, en lo místico y en lo no místico, local y sumiso, siervo de mis sensaciones y de la hora en que las tenga. Seré siempre, bajo el gran palio azul del cielo mudo, paje de un rito incomprendido, vestido de vida para ejecutarlo, y ejecutado, sin saber por qué, gesto y pasos, posiciones y maneras, hasta que se termine la fiesta, o mi papel en ella, y pueda ir a comer cosas de gala en las grandes barracas que están, según dicen, allá abajo, al fondo del jardín.

18-6-1931.

439

Desde que, conforme puedo, medito y observo, he reparado en que en nada saben los hombres la verdad, o están de acuerdo, que sea realmente supremo en la vida o útil al vivirla. La ciencia más exacta es la matemática, que vive en la clausura de sus propias reglas y leyes; sirve, sí, por aplicación, para elucidar otras ciencias, pero elucida lo que éstas descubren, no las ayuda a descubrir. En las demás ciencias no es cierto y aceptado sino lo que nada pesa para los fines supremos de la vida. La física sabe bien cuál es el coeficiente de dilatación del hierro; no sabe cuál es la verdadera mecánica de la constitución del mundo. Y cuanto más subimos en lo que desearíamos saber, más bajamos en lo que sabemos. La metafísica, que sería la guía suprema porque es ella y sólo ella la que se dirige hacia los fines supremos de la verdad y de la vida —ésa no es una teoría científica, sino solamente un montón de ladrillos que forma, en estas manos o en aquéllas, casas de ninguna forma que ninguna argamasa une.

Reparo también en que entre la vida de los hombres y la de los animales no hay otra diferencia que no sea la de la manera como se engañan o se ignoran. No saben los animales lo que hacen: nacen, crecen, viven, mueren sin pensamiento reflejo o verdaderamente futuro. ¿Cuántos hombres, sin embargo, viven de modo diferente al de los animales? Dormimos todos, y la diferencia está sólo en los sueños, y en el grado y calidad del soñar. Tal vez la muerte nos despierte, pero a eso tampoco hay respuesta, sino la de la fe, para quien creer es tener; la de la esperanza, para quien desear es poseer; la de la caridad, para quien dar es recibir.

Llueve, esta tarde de invierno triste, como si hubiese llovido, así de monótonamente, desde la primera página de[351] mundo. Llueve, y mis sentimientos, como si la lluvia los abatiese, doblan su mirada bruta hacia la tierra de la ciudad, donde corre un agua que nada alimenta, que nada lava, que nada alegra. Llueve, y yo siento súbitamente la opresión inmensa de ser un animal que no sabe lo que es, que sueña el pensamiento y la emoción, encogido, como en un tugurio, en una región espacial del ser, contento de un pequeño calor como de una verdad eterna.

13-12-1932.

440

En cualquier espíritu[352] que no sea disforme existe la creencia en Dios. En cualquier espíritu que no sea disforme no existe la creencia en un Dios definido. Es cualquier ente, existente e imposible, que lo rige todo; cuya persona, si la tiene, nadie puede definir; cuyos fines, si de ellos usa, nadie puede comprender. Llamándole Dios lo decimos todo, porque, no teniendo la palabra Dios sentido alguno preciso, así lo afirmamos, sin decir nada. Los atributos de infinito, de eterno, de omnipotente, de sumamente justo o bondadoso, que a veces le pegamos se despegan por sí solos como todos los adjetivos innecesarios cuando el substantivo basta. Y él, al que, por indefinido, no podemos dar atributos, es, por eso mismo, el substantivo absoluto.

La misma certeza, y la misma vaguedad, existen en cuanto a la supervivencia del alma. Todos nosotros sabemos que morimos; todos nosotros sentimos que no moriremos. No es precisamente un deseo, ni una esperanza, lo que nos trae esa visión en lo oscuro de que la muerte es un malentendido: /es un raciocinio hecho con las entrañas, que repudia (…)/

441

Nada me pesa tanto en el disgusto como las palabras sociales de moral. Ya la palabra «deben» me resulta tan desagradable como un intruso. Pero el que tengamos un «deber cívico», «solidaridad», «humanitarismo», y otros de la misma estirpe, me repugnan [sic] como porquerías que me arrojasen desde las ventanas. Me siento ofendido por la suposición, que alguien pueda hacer por ventura, de que esas expresiones tengan algo que ver conmigo, de que les encuentre, no sólo un valor, sino siquiera un sentido.

He visto hace poco, en el escaparate de una tienda de juguetes, unas cosas que me han recordado exactamente lo que son estas expresiones. He visto, en unos platos fingidos, unos manjares fingidos para mesas de muñecas. Al hombre tal como es, sensual, egoísta, vanidoso, amigo de los demás porque posee el don del habla, enemigo de los demás porque posee el don de la vida, a ese hombre ¿qué hay que ofrecerle con que juegue a las muñecas con palabras vacías de sonido y de entonación?

El gobierno se asienta en dos cosas: refrenar y engañar. El mal de esos términos cubiertos de lentejuelas es que no refrenan ni engañan. Emborrachan, cuando mucho, y eso es otra cosa.

Si a algo odio, es a un reformador. Un reformador es un hombre que ve los males superficiales del mundo y se propone curarlos agravando los fundamentales. El médico trata de adaptar el cuerpo enfermo al cuerpo sano; pero nosotros no sabemos lo que está sano o enfermo en la vida social.

No puedo considerar a la humanidad sino como una de las últimas escuelas de la pintura decorativa de la naturaleza. No distingo, fundamentalmente, un hombre de un árbol; y, desde luego, prefiero al que sea más decorativo, al que más interese a mis ojos pensantes. Si el árbol me interesa más, me pesa más que corten el árbol que el que muera el hombre. Hay idas del ocaso que me duelen más que muertes de niños. En todo soy el que no siente, para sentir.

Casi me culpo de estar escribiendo estas medias reflexiones a esta hora en que de los confines de la tarde sube, coloreándose, una brisa ligera. Coloreándose no, que no es ella la que se colorea, sino el aire en el que boga insegura; pero, como me parece que es ella misma la que se colorea, es eso lo que digo, pues por fuerza he de decir lo que me parece, visto que soy yo.

442

El mundo es de quien no siente. La condición esencial para ser un hombre práctico es la ausencia de sensibilidad. La cualidad principal en la práctica de la vida es aquella cualidad que conduce a la acción, es decir, la voluntad. Ahora bien, las dos cosas que estorban a la acción son la sensibilidad y el pensamiento analítico, que no es, a fin de cuentas, más que el pensamiento con sensibilidad. Toda acción es, debido a su naturaleza, la proyección de la personalidad sobre el mundo exterior y, como el mundo exterior está en grande y principal parte compuesto por entes humanos, se deduce que esa proyección de la personalidad es esencialmente el atravesarnos en el camino ajeno, el estorbar, herir y aplastar a los otros, conforme nuestro modo de hacer.

Para hacer es, pues, preciso que no nos figuremos con facilidad a las personalidades ajenas, a sus dolores y alegrías. Quien simpatiza se para. El hombre de acción considera al mundo exterior como compuesto exclusivamente de materia inerte —o inerte en sí misma, como una piedra sobre la que pasa o aparta del camino, o inerte como un ente humano que, porque no puede oponerle resistencia, lo mismo da que sea hombre o piedra, pues, como a la piedra, o se le ha apartado o se ha pasado por cima de él.

El ejemplo máximo del hombre práctico, porque reúne a la extrema concentración de la acción con su extrema importancia, es el estratega. Toda la vida es una guerra, y la batalla es, pues, la síntesis de la vida. Ahora bien, el estratega es un hombre que juega con las vidas como el jugador de ajedrez con las piezas del juego. ¿Qué sería del estratega si pensase que cada lance de su juego lleva la noche a mil hogares y la congoja a tres mil corazones? ¿Qué sería del mundo si fuésemos humanos? Si el hombre sintiese de verdad, no habría civilización. El arte sirve de fuga a la sensibilidad a la que ha tenido que olvidar la acción. El arte es la Gata Cenicienta, que se quedó en casa porque tuvo que ser.

Todo hombre de acción es esencialmente animoso y optimista porque quien no siente es feliz. Se conoce a un hombre de acción porque nunca está mal dispuesto. Quien trabaja aunque esté mal dispuesto es un subsidiario de la acción; puede ser en la vida, en la gran generalidad de la vida, un contable, como lo soy yo en su particularidad. Lo que no puede ser es un regente de cosas o de hombres. A la regencia pertenece la insensibilidad. Gobierna quien es alegre porque para ser triste es preciso sentir.

El patrón Vasques ha hecho hoy un negocio con el que ha arruinado a un individuo enfermo y a su familia. Mientras hacía el negocio, olvidó por completo que ese individuo existía, excepto como parte contraria comercial. Una vez hecho el negocio, le vino la sensibilidad. Sólo después, claro está, pues si le hubiese venido antes, el negocio no se habría hecho nunca. «Me da pena de ese tipo», me ha dicho. «Va a quedarse en la miseria». Después, encendiendo el puro, ha añadido: «En todo caso, si necesita algo de mí —entendiéndose una limosna— yo no olvido que le debo un buen negocio y unas decenas de billetes».

El patrón Vasques no es un bandido: es un hombre de acción. El que perdió el lance en este juego puede, de verdad, pues el patrón Vasques es un hombre generoso, contar en el futuro con su limosna.

Como el patrón Vasques son todos los hombres de acción —jefes industriales y comerciales, políticos, hombres de armas, idealistas religiosos y sociales, grandes poetas y grandes artistas, mujeres hermosas, niños que hacen lo que quieren. Manda quien no siente. Vence quien sólo piensa en lo que necesita para vencer. El resto, que es la vaga humanidad general, amorfa, sensible, imaginativa y frágil, es no más que el telón de fondo contra el que destacan estas figuras de la escena hasta que termine la pieza de marionetas, el fondo plano de cuadrados sobre el que se levantan las piezas del ajedrez hasta que las guarde el Gran Jugador que, engañándose[353] con una doble personalidad, juega, y se entretiene siempre consigo mismo.

17-1-1932.

443

He sentido siempre una repugnancia casi física por las cosas secretas —intrigas, diplomacia, sociedades secretas, ocultismo. Sobre todo me han molestado estas dos últimas cosas —la pretensión, que tienen ciertos hombres, de que, mediante entendimientos con los Dioses o Maestros o Demiurgos, saben (allá entre ellos, excluidos todos nosotros) los grandes secretos que son los cimientos del mundo.

No puedo creer que eso sea así. Puedo creer que alguien lo juzgue así. ¿Por qué no ha de estar toda esa gente loca, o engañada? ¿Por ser varios? Pero hay alucinaciones colectivas.

Lo que me impresiona sobre todo de estos maestros y sabedores de lo invisible es que, cuando escriben para contarnos o sugerir sus misterios, todos escriben mal. Me ofende el entendimiento que un hombre que sea capaz de dominar al Diablo no sea capaz de dominar la lengua portuguesa. ¿Por qué ha de ser el comercio con los demonios más fácil que el comercio con la gramática? Quien, a través de largos ejercicios de la atención y de la voluntad, consigue, conforme dice, tener visiones astrales, ¿por qué no puede, con menos dispendio de una y otra cosa, tener la visión de la sintaxis? [¿] Qué hay en el dogma y ritual de la Alta Magia que impida a alguien escribir —no digo ya con claridad, pues puede ser que la oscuridad sea propia de la ley oculta—, sino al menos con elegancia y fluidez, puesto que en lo propiamente abstruso puede haberla [?] ¿Por qué ha de gastarse toda la energía del alma en el estudio del lenguaje de los Dioses y no ha de sobrar un despreciable fragmento con el que se estudie el color y el ritmo del lenguaje de los hombres?

Desconfío de los maestros que no pueden serlo de enseñanza primaria. Son para mí como esos poetas extraños que son incapaces de escribir como los demás. Admito que sean extraños; me gustaría, sin embargo, que me demostrasen que lo son por superioridad a lo normal y no por impotencia.

Dicen que hay grandes matemáticos que se equivocan en las sumas fáciles; pero, aquí, la comparación no es con equivocarse, sino con desconocer. Admito que un gran matemático sume dos y dos para que resulte cinco: es una distracción, y a todos puede sucedernos. Lo que no admito es que no sepa lo que es sumar o cómo se suma. Y éste es el caso de los maestros de lo oculto, en su formidable mayoría.

444

El pensamiento puede tener elevación sin tener elegancia y, en la proporción en que no tenga elegancia, perderá la acción sobre los demás. La fuerza sin la destreza es una simple masa.

445

El mundo, estercolero de fuerzas instintivas, que en todo caso brilla al sol con tonos pajizos[354] de oro claro y oscuro.

En mi opinión, si lo pienso, pestes, tormentas, guerras, son productos de la misma fuerza ciega, que opera una vez por medio de microbios inconscientes, otra vez por medio de rayos y aguas inconscientes, otra vez por medio de hombres inconscientes. Un terremoto y una mortandad no tienen para mí más diferencia que la que hay entre asesinar con un cuchillo y asesinar con un puñal. El monstruo inmanente en las cosas tanto se sirve —para su bien o su mal, que, a lo que parece, le son indiferentes— de la desviación de un pedrusco en la altura o de la desviación de los celos o de la codicia de un corazón. El pedrusco cae, y mata a un hombre; la codicia y los celos arman a un brazo, y el brazo mata a un hombre. Así es el mundo, estercolero de fuerzas instintivas que todavía brilla al sol con tonos pajizos de oro claro y oscuro.

Para hacerle cara a la brutalidad de indiferencia que constituye el fondo visible de las cosas, descubrieron los místicos que lo mejor era repudiar. Negar el mundo, apartarse de él como de un pantano a cuya orilla nos encontrásemos. Negar como el Buda, negándole la realidad absoluta; negar como el Cristo, negándole la realidad relativa; negar (…) satisfecho del sueño sólo cuando no estoy soñando, satisfecho del mundo sólo cuando sueño lejos de él. Péndulo oscilante, moviéndose siempre para no llegar, yendo sólo para volver, preso eternamente a la doble fatalidad de un centro y de un movimiento inútil.

No he pedido a la vida más que el que no me exigiese nada. A la puerta de la cabaña que no he tenido me he sentado al sol que nunca ha habido y he gozado la vejez futura de mi realidad /cansada/ (con el placer de no tenerla todavía). No haber muerto aún basta para los pobres de la vida, y tener todavía la esperanza de (…)

446

(El) Cristo es una forma de la emoción.

En el panteón hay un sitio para los dioses que se excluyen los unos a los otros, y todos tienen asiento y regencia. Cada uno puede serlo todo, porque aquí no hay límites, ni siquiera lógicos, y disfrutamos, en la compañía de varios eternos, de la coexistencia de diferentes infinitos y de varias eternidades.

447

El mundo exterior existe como un actor en un escenario: está allí pero es otra cosa.

(¿1932?)

448

Cuanto más completo el espectáculo del mundo, y el flujo y reflujo de la mutación de las cosas, más profundamente me convenzo de la ficción ingénita de todo, del prestigio falso de la pompa de todas las realidades. Y en esta contemplación, que a todos los que reflexionan les habrá sucedido tener alguna vez, la marcha multicolor de las costumbres y de las modas, el camino complejo de los progresos y de las civilizaciones, la confusión grandiosa de los imperios y de las culturas —todo esto se me representa como un mito y una ficción, soñado entre sombras y olvidos. Pero no sé si la definición suprema de todos esos propósitos muertos, hasta cuando son conseguidos, debe estar en la abdicación extática del Buda, que, al comprender la vacuidad de las cosas, se alzó de su éxtasis diciendo «Ya lo sé todo», o en la indiferencia demasiado experta del emperador Severo: «omnia fui, nihil expedit» —«lo he sido todo, nada vale la pena».

449

MANERA DE BIEN SOÑAR

—Aplázalo todo. Nunca se debe hacer hoy lo que también se puede dejar de hacer mañana.

Ni siquiera es necesario que se haga algo, mañana u hoy.

—Nunca pienses en lo que vas a hacer. No lo hagas.

—Vive tu vida. No seas vivido por ella.

En la verdad y en el error, en el gozo y en el malestar, sé tu propio ser. Sólo podrás hacer eso soñando, porque tu vida real, tu vida humana es aquella que no es tuya, sino de los demás. Así, substituirás el sueño a la vida y te cuidarás tan sólo de soñar con perfección. En todos tus actos de la vida-real, desde el de nacer hasta el de morir, tú no actúas: eres actuado; tú no vives: eres vivido tan sólo.

Vuélvete para los demás una esfinge absurda. Enciérrate, pero sin dar un portazo, en tu torre de marfil. Y tu torre de marfil eres tú mismo.

Y si alguien te dice que esto es falso y absurdo, no lo creas. Pero tampoco creas en lo que yo te digo, porque no se debe creer en nada.

—Desprécialo todo, pero de modo que el despreciar no te cause molestias. No te juzgues superior a tu despreciar. El arte del desprecio está en eso.

450

(CHAPTER ON INDIFFERENCE OR SOMETHING LIKE THAT[355])

Toda alma digna de sí misma desea vivir la vida en Extremo. Contentarse con lo que le dan a uno es propio de esclavos. Pedir más es propio de niños. Conquistar más es propio de locos, porque toda conquista es (…)

Vivir la vida en Extremo significa vivirla hasta el límite, pero hay tres maneras de hacerlo, y a cada alma elevada compete escoger una de las maneras. Puede vivirse la vida en [E]xtremo mediante la posesión extrema de ella, mediante el viaje uliseico a través de todas las sensaciones vividas, a través de todas las formas de energía exteriorizada. Raros, sin embargo, son, en todas las épocas del mundo, los que pueden cerrar los ojos llenos del cansancio suma de todos los cansancios, los que lo han poseído todo de todas las maneras.

Raros pueden, así, exigir de la vida, y conseguirlo, que se les entregue en cuerpo y alma; sabiendo no ser celosos de ella por saber tener todo su amor. Pero éste debe ser, sin duda, el deseo de toda alma elevada y fuerte. Cuando esa alma, sin embargo, comprueba que le [resulta] imposible semejante realización, que no tiene fuerzas para la conquista de todas las partes del Todo, tiene otros dos caminos que seguir —uno, la abdicación entera, la abstención formal, completa, relegando a la esfera de la sensibilidad aquello que no puede poseer integralmente en la región de la actividad y la energía. Más vale supremamente no hacer que hacer inútilmente, fragmentariamente, imbastantemente[356], como la innumerable superflua mayoría inane de los hombres; otro, el camino del perfecto equilibrio, la busca del Límite en la Proporción Absoluta, por donde el ansia de lo Extremo pasa de la voluntad y de la emoción a la Inteligencia, siendo toda la ambición, no de vivir toda la vida, no de sentir toda la vida, sino de ordenar toda la vida, de cumplirla en Armonía y Coordinación inteligente.

El ansia de comprender, que para tantas almas nobles sustituye a la de hacer, pertenece a la esfera de la sensibilidad. Sustituir a la energía por la Inteligencia, romper el eslabón entre la voluntad y la emoción, despojando de interés a todos los gestos de la vida material, he ahí lo que, una vez conseguido, vale más que la vida, tan difícil de poseer completa, y tan triste de poseer parcial.

Decían los argonautas que navegar es preciso. Argonautas, nosotros, de la sensibilidad enfermiza, digamos que sentir es preciso, pero que no es preciso vivir.

451

Perder tiempo comporta una estética. Hay, para los sutiles en las sensaciones, un formulario /de la inercia/ en el que hay recetas para todas las formas de lucidez. La estrategia con que se lucha con la noción de las conveniencias sociales, con los impulsos de los instintos, con las solicitaciones del sentimiento, exige un estudio que cualquier mero esteta no soporta /el tener que hacerlo/. A una apurada etiología de los escrúpulos debe seguir una /diagnosis/ irónica de las servidumbres a la normalidad. Hay que cultivar, también, la agilidad contra las intromisiones de la vida; un cuidado (…) debe protegernos contra el sentir las opiniones ajenas, y una indolente indiferencia arroparnos el alma contra los golpes sordos de la coexistencia con los demás.

(¿1915?)

452

Por fácil que sea, todo gesto representa la violación de un secreto espiritual. Todo gesto es un acto revolucionario; (un exilio, quizá de la verdadera (…) de nuestros propósitos).

La acción es una enfermedad del pensamiento, un cáncer de la imaginación. Hacer es exiliarse. Toda acción es incompleta e imperfecta. El poema que sueño no tiene faltas sino cuando intento realizarlo. (En el mito de Jesús está escrito esto; Dios, al volverse hombre, no puede terminar más que en el martirio. El supremo soñador tiene por hijo al martirio supremo).

Las sombras rotas de los follajes, el canto trémulo de las aves, los brazos extendidos de los ríos, que estremecen al sol su lucir fresco, los verdores, las amapolas, y la simplicidad de las sensaciones —al sentir esto, siento nostalgia /de ello/, como si al sentirlo no lo sintiese.

Las horas, como un carro al atardecer, regresan chirriando por las sombras de mis pensamientos. Si levanto los ojos de encima del pensamiento, me arden con el espectáculo del mundo.

Para realizar un sueño es preciso olvidarlo, distraer de él la atención. Por eso, realizar es no realizar. La vida está llena de paradojas lo mismo que las rosas de espinas.

Yo desearía realizar la apoteosis de una incoherencia nueva que se afirmase como la constitución negativa de la anarquía de las almas. Compilar un digesto de mis sueños me ha parecido siempre que sería útil a la humanidad. Por eso no me he abstenido nunca de intentarlo. La idea de que lo que yo hacía pudiese ser aprovechable me ofendió, me importunó para mí.

Tengo casas de campo en los alrededores de la vida. Paso ausencias de ciudad de mi Acción entre los árboles y las flores de mi devaneo. A mi retiro verde no llegan los ecos de la vida de mis gestos. Duermo mi memoria como procesiones infinitas. En las copas de mi meditación sólo bebo el […] del vino rubio; sólo lo bebo con los ojos, cerrándolos, y la vida pasa como una vela lejana.

Los días de sol me saben a lo que yo no tengo. El cielo azul, y las nubes blancas, los árboles, la flauta que allí falta —églogas incompletas por el estremecimiento de las ramas… Todo esto es el arpa muda por donde yo rozo la levedad de mis dedos.

453

Reparando, a veces, en trabajo literario abundante o, por lo menos, hecho de cosas extensas y completas, de tantas criaturas que o conozco o de quienes sé, siento en mí una vaga envidia, una admiración despreciadora, una mezcla incoherente de sentimientos mezclados.

Hacer algo completo, entero, sea bueno o sea malo —y, si nunca es enteramente bueno, muchas veces no es enteramente malo—, sí, hacer una cosa completa me provoca, quizá, más envidia que cualquier otro sentimiento. Es como un hijo; es imperfecta como todo ente humano, pero es nuestra como lo son los hijos.

Y yo, cuyo[357] espíritu de crítica propia no me permite sino que vea los defectos, las faltas, yo, que no oso escribir más que fragmentos, pedazos, trozos de lo inexistente, yo mismo, en lo poco que escribo, soy también imperfecto.

Más valiera, pues, o la obra completa, aunque mala, que en todo caso es obra, o la ausencia de palabras, el silencio entero del alma que se reconoce incapaz de hacer.

Pienso si todo en la vida no será la degeneración de algo[358]. El ser no será una aproximación —unas vísperas o unos alrededores.

Así como el Cristianismo no fue sino la degeneración profética[359] del neoplatonismo rebajado (…) la romanización[360] del helenismo falso, romano así en nuestra época […] es el desvío múltiple de todos los grandes propósitos, confluyentes u opuestos, de cuyo fracaso surgió la suma de negaciones en que nos afirmamos[361].

Vivimos una bibliofilia de analfabeto[362].

Pero ¿qué tengo yo que ver, en este cuarto piso, con todas estas sociologías? Todo esto me resulta un sueño, como las princesas de Babilonia, y ocuparnos de la humanidad es fútil, fútil —una arqueología del presente.

Desapareceré entre la niebla, como un extraño a todo.

Viña humana desprendida del sueño del muro y navío con ser superfluo a ras de todo.

454

Visto que tal vez no todo sea falso, que nada, oh amor mío, nos cure del placer cuasiespasmo de mentir.

¡Refinamiento último! ¡Perversión /máxima/! La mentira absurda tiene todo el encanto de lo perverso con el último y mayor encanto de ser inocente. La perversión de propósito inocente —¿quién excederá, oh (…), el refinamiento máximo de esto? ¡La perversión que no aspira a producirnos placer, que no tiene la furia de causarnos dolor, que cae al suelo entre el placer y el dolor, inútil y absurda como un juguete mal hecho con el que un adulto quisiera divertirse!

Y cuando la mentira empieza a producirnos placer, digamos la verdad para mentirle. Y cuando nos produzca angustia, paremos, para que el sufrimiento no signifique para nosotros ni perversamente placer…

¿No conoces, oh Deliciosa, el placer de comprar cosas que no son necesarias? ¿Conoces el sabor a los caminos que, si los tomásemos distraídos[363], sería por error por lo que los tomaríamos? ¿Qué acción humana tiene un color tan bello como las acciones espurias —(…) que mienten a su propia naturaleza y desmienten a lo que es su intención?

¡La sublimidad de desperdiciar una vida que podría ser útil, de nunca ejecutar una obra que por fuerza sería bella, de abandonar a medio camino la vía segura de la victoria!

Ah, amor mío, la gloria de las obras que se han perdido y nunca se encontrarán, de los tratados que hoy no son más que títulos, de las bibliotecas que ardieron, de las estatuas que fueron rotas.

Qué santificados de lo Absurdo los artistas que quemaron una obra muy bella, de aquellos que, pudiendo hacer una obra bella, a propósito la hicieron imperfecta, de aquellos poetas máximos del Silencio que, reconociendo que podrían hacer una obra del todo perfecta, prefirieron osar[364] no hacerla nunca. (Si fuera imperfecta, va).

¡Cuánto más bella la Gioconda si no la pudiésemos ver! ¡Y si quien la robase la quemara, cuán artista sería, qué mayor artista que el que la pintó!

¿Por qué es bello el arte? Porque es inútil. ¿Por qué es fea la vida? Porque es toda fines y propósitos e intenciones. Todos sus caminos son para ir de un punto a otro. Ojalá hubiera un camino hecho desde un lugar del que nadie parte hasta un lugar al que nadie va.

Quién diera su vida construyendo un camino empezado en medio de un campo y que fuese a dar en medio de otro; que, prolongado, sería inútil, pero que se quedaba, sublimemente, en sólo la mitad de un camino.

¿La belleza de las ruinas? El no servir para nada. ¿La belleza del pasado? El recordarlo, porque recordarlo es volverlo presente, y no lo es, ni puede serlo —lo absurdo, amor mío, lo absurdo.

Y yo, que digo esto, ¿por qué escribo yo este libro? Porque lo reconozco imperfecto. Callado, sería la perfección; escrito, se imperfecciona; por eso lo escribo.

Y, sobre todo, porque defiendo la inutilidad, lo absurdo, (…) —yo escribo este libro para mentirme a mí mismo, para traicionar a mi propia teoría.

Y la suprema gloria de todo esto, amor mío, es pensar que quizás esto no sea verdad, ni yo lo crea verdadero.

(¿1913?)

455

El arte es un esquivarse a hacer[365], o a vivir. El arte es la expresión intelectual de la emoción, distinta de la vida, que es la expresión volitiva de la emoción. Lo que no tenemos, o no osamos, o no conseguimos, podemos poseerlo en sueños, y es con esos sueños con los que hacemos arte. Otras veces, la emoción es hasta tal punto fuerte que, aunque reducida a acción, la acción, a la que se ha reducido, no la satisface; con la emoción que sobra, que ha quedado inexpresada en la vida, se forma la obra de arte. Así, hay dos tipos de artista: el que expresa lo que no tiene y el que expresa lo que ha sobrado de lo que tuvo.

456

La búsqueda de la verdad —sea la verdad subjetiva del convencimiento, la objetiva de la realidad o la social del dinero y del poder— trae siempre consigo, si en ella se emplea quien merece premio, el conocimiento último de su inexistencia. El premio gordo de la vida les toca solamente a los que han comprado por casualidad.

El arte tiene valor porque nos saca de aquí.

457

Es legítima toda violación de la ley moral que se haga en obediencia a una ley moral superior. No es disculpable robar un pan porque se tiene hambre. Se disculpa a un artista que robe diez mil escudos para asegurar durante dos años su vida y su tranquilidad, siempre que su obra tienda a un fin […]; si es una mera obra estética, no vale el argumento.

458

No el placer, no la gloria, no el poder: la libertad, únicamente la libertad.

Pasar de los fantasmas de la fe a los espectros de la razón es solamente ser cambiado de celda. El arte, si nos libera de los fetiches establecidos y anticuados, también nos libera de las ideas generosas y de las preocupaciones sociales —fetiches también.

459

El arte consiste en hacer sentir a los demás lo que nosotros sentimos, en liberarlos de ellos mismos, proponiéndoles nuestra personalidad como una especial liberación. Lo que siento, en la verdadera substancia con que lo siento, es absolutamente incomunicable; y cuanto más profundamente lo siento, tanto más incomunicable es. Para que yo, pues, pueda transmitir a otro lo que siento, tengo que traducir mis sentimientos a su lenguaje, es decir, que decir tales cosas, como si fueran las que yo siento, que él, al leerlas, sienta exactamente lo que yo he sentido. Y como este otro es, por hipótesis de arte, no esta o aquella persona, sino todo el mundo, es decir, aquella persona que es común a todas las personas, lo que al final tengo que hacer es convertir mis sentimientos en un sentimiento humano típico, aunque lo haga pervirtiendo la verdadera naturaleza de aquello que he sentido.

Todo cuanto es abstracto resulta difícil de comprender, porque es difícil de conseguir para ello la atención de quien lo lea. Pondré, por eso, un ejemplo sencillo en que se concretizarán las abstracciones que he formado. Supóngase que, por un motivo cualquiera, que puede ser el cansancio de hacer cuentas o el tedio de no tener qué hacer, cae sobre mí una tristeza vaga de la vida, una angustia de mí que me perturba e inquieta. Si voy a traducir esta emoción en frases que la ciñan de cerca, cuanto más de cerca la ciño, más la doy como propiamente mía, menos, por lo tanto, la comunico a los demás. Y, si no se da el comunicar a otros, es más justo y más fácil sentirla sin escribirla.

Supóngase, sin embargo, que deseo comunicarla a otros, es decir, hacer de ella arte, pues el arte es la comunicación a otros de nuestra identidad íntima con ellos; sin lo que no hay comunicación ni necesidad de hacer. Indago cuál será la emoción humana general[366] que tenga el tono, el tipo, la forma de esa emoción que siento ahora, por las razones inhumanas y particulares de ser (un) contable cansado o (un) lisboeta aburrido. Y compruebo que el tipo de emoción vulgar que produce, en el alma vulgar, esta emoción es la añoranza de la infancia perdida.

Tengo la llave de la puerta de mi tema. Escribo y lloro mi infancia perdida; me detengo conmovidamente en los pormenores de personas y muebles de la vieja casa provinciana; evoco la felicidad de no tener derechos ni deberes, de ser libre por no saber pensar ni sentir —y esta evocación, si está bien hecha como prosa y visiones, va a despertar en mi lector exactamente la emoción que yo he sentido, y que nada tenía que ver con mi infancia.

¿He mentido? No, he comprendido. Que la mentira, salvo la que es infantil y espontánea, y nace del deseo de estar soñando, es tan sólo la noción de la existencia real de los demás y de la necesidad de armonizar con esa existencia la nuestra, que no se puede armonizar con ella. La mentira es simplemente el lenguaje ideal del alma, pues, así como nos servimos de palabras, que son sonidos articulados de una manera absurda, para traducir a un lenguaje real los más íntimos y sutiles movimientos de la emoción y el pensamiento, que las palabras por fuerza no podrán traducir, así nos servimos de la mentira y de la ficción para entendernos los unos a los otros, lo que con la verdad, propia e intransmisible, no se podría hacer nunca.

El arte miente porque es social. Y sólo hay dos grandes formas de arte; una, que se dirige a nuestra alma profunda; la otra, que se dirige a nuestra alma atenta. La primera es la poesía, la novela es la segunda. La primera empieza a mentir en la propia estructura; la segunda empieza a mentir en la propia intención. Una pretende darnos la verdad por medio de líneas variadamente pautadas, que mienten a la inherencia del habla; la otra pretende darnos la verdad mediante una realidad que todos sabemos que nunca ha existido.

Fingir es amar. No veo nunca una linda sonrisa o una mirada significativa sin que medite, de repente, y sea de quien sea la mirada o la sonrisa, cuál es, en el fondo del alma cuyo rostro se sonríe o mira, el estadista que nos quiere comprar o la prostituta que quiere que la compremos. Pero el estadista que nos compra ha amado, por lo menos, el comprarnos; y la prostituta, a quien compremos, ha amado, por lo menos, el que la compremos. No huimos, por más que queramos, de la fraternidad universal. Todos nos amamos los unos a los otros, y la mentira es el beso que cambiamos.

1-12-1931.

460

Escribir es olvidar. La literatura es la manera más agradable de ignorar la vida. La música arrulla, las artes visuales animan, las artes vivas (como la danza y la representación) entretienen. La primera, sin embargo, se aleja de la vida porque hace de ella un sueño; las segundas, a pesar de todo, no se alejan de la vida —unas porque usan de fórmulas visibles y por lo tanto vitales, otras porque viven de la misma vida humana.

No es éste el caso de la literatura. Ésta simula la vida. Una novela es una historia de lo que nunca ha sido y un drama es una novela ofrecida sin narración. Un poema es la expresión de ideas o de sentimientos en un lenguaje que nadie emplea, puesto que nadie habla en verso.

461

¿Qué me pesa que nadie lea lo que escribo? Lo escribo para distraerme de vivir, y lo publico porque el juego tiene esa regla. Si mañana se perdiesen todos mis escritos, tendría pena pero, creo con verdad, no una[367] pena violenta y loca como sería de suponer, puesto que en todo esto iba toda mi vida. […]

La gran tierra que cuida todos los montes cuidaría, menos maternalmente, esos papeles. No importa nada, y estoy convencido de que hubo quien viese la vida sin una gran paciencia para ese hijo […] y con gran deseo del sosiego de cuando, en fin, se haya ido a dormir.

462

[…] Siento una gran indiferencia por su obra. Ya lo he visto… Nunca he podido admirar a un poeta que me ha sido imposible ver.

463

Ha sido siempre con disgusto como he leído en el diario de Amiel las referencias que recuerdan que publicó libros. La figura se rompe allí. Si no fuera por eso, ¡qué grande!

El diario de Amiel me duele siempre por mi culpa.

Cuando llegué a ese punto en el que dice que sobre él descendió el fruto del espíritu como «la conciencia de la conciencia», sentí una referencia directa a mi alma.

(Posterior a 1915).

464

Parecerá a muchos que este diario mío, hecho para mí, es demasiado artificial. Pero es de mi naturaleza el ser artificial. ¡Con qué he de entretenerme, además, sino con escribir estos apuntes espirituales! Por lo demás, no cuidadosamente los escribo. Es, incluso, sin cuidado limador como los agrupo. Pienso naturalmente en este lenguaje mío refinado.

Soy un hombre para quien el mundo exterior es una realidad interior. Siento esto, no metafísicamente, sino con los sentidos usuales con que captamos la realidad.

Mi[368] frivolidad de ayer es hoy una nostalgia (constante) que me roe la vida.

Hay claustros en esta hora. Ha atardecido en los retraimientos. En los ojos azules de los estanques, una última desesperanza refleja la muerte del sol. ¡Éramos tantas cosas de los parques antiguos, de tan voluptuoso modo estábamos incorporados en presencia de las estatuas, en la /poda inglesa de los paseos/! ¡Los vestidos, los espadines, las pelucas, los meneos y los cortejos pertenecían tanto a la substancia de que está[369] hecho nuestro espíritu! ¿Nosotros quién? El surtidor apenas, en el jardín desierto, agua alada, onda ya menos alta en su acto triste de /querer volar/.

(Posterior a 1915).

465

Hay criaturas que sufren realmente porque no han podido vivir en la vida real como el Sr. Pickwick y estrechar la mano al Sr. Wardle. Soy uno de ésos. He llorado lágrimas verdaderas sobre esa novela porque no he podido vivir en aquel tiempo, con aquella gente, gente real.

Las desgracias de las novelas son siempre bellas porque en ellas no corre sangre auténtica, ni se pudren los muertos en las novelas, ni la podredumbre está podrida en las novelas.

Cuando el Sr. Pickwick es ridículo, no es ridículo, porque lo es en una novela. ¿Quién sabe si la novela será una realidad y vida más perfecta que Dios crea a través de nosotros, que nosotros —quién sabe— existimos sólo para crear? Las […] parecen no existir sino para producir literatura; es, palabras, lo que de ellas habla y queda. ¿Por qué no serán esas figuras extrahumanas verdaderamente reales? Me duele malamente en la existencia mental pensar que esto pueda ser así…

466

El haber tocado los pies de Cristo no es disculpa para las faltas de puntuación.

Si un hombre escribe bien sólo cuando está borracho, le diré; emborráchate. Y si me dice[370] que su hígado sufre con ello, le responderé: ¿qué es tu hígado? Es una cosa muerta que vive mientras tú vives, y los poemas que escribas viven sin plazo.

467

Si yo hubiese escrito el Rey Lear, soportaría con remordimiento toda mi vida posterior. Porque esa obra es tan grande, qué enormes abultan sus defectos, sus monstruosos defectos, las cosas hasta mínimas que hay entre ciertas escenas y su posible perfección. No es el sol con manchas; es una estatua griega rota. Todo cuanto ha sido hecho está lleno de errores, de faltas de perspectiva, de ignorancias, de rasgos de mal gusto, de debilidades y distracciones. Escribir una obra de arte del tamaño preciso para ser grande, y la perfección precisa para ser sublime, nadie posee el don divino de hacerlo, la suerte de haberlo hecho. Lo que no puede salir de una vez sufre de lo accidentado de nuestro espíritu.

Si pienso en esto, entra en mi imaginación un desconsuelo enorme, una dolorosa certeza de nunca poder hacer nada de bueno y útil para la Belleza. No hay método para conseguir la perfección excepto ser Dios. Nuestro mayor esfuerzo dura tiempo; el tiempo que dura atraviesa diferentes estados de nuestra alma, y cada estado de alma, como no es otro cualquiera, perturba con su personalidad la[371] individualidad de la obra. Sólo tenemos la seguridad de escribir mal cuando escribimos; la única obra grande y perfecta es aquella que nunca se sueñe realizar.

Sigue escuchándome y compadécete. Oye todo esto y dime después si el sueño no vale más que la vida. El trabajo nunca da resultado. El esfuerzo nunca llega a ninguna parte. Sólo la abstención es noble y elevada, porque ella es la que reconoce que la realización es siempre inferior, y que la obra hecha es siempre la sombra grotesca de la obra soñada.

Poder escribir, en palabras sobre papel, que se puedan después leer en voz alta y oír, los diálogos de los personajes de mis dramas imaginados: Esos dramas tienen una acción perfecta y sin interrupción, diálogos sin quiebra, pero ni la acción se esboza en mí en longitud, para que yo la pueda proyectar en realización, ni son propiamente palabras lo que forma la substancia de esos diálogos íntimos, para que, oídas con atención, yo las pueda traducir a escritas.

Amo a algunos poetas líricos porque no fueron poetas épicos o dramáticos, porque tuvieron la justa intuición de nunca querer más realización que la de un momento de sentimiento o ensueño. Lo que se puede escribir inconscientemente —tanto mide lo posible perfecto. Ningún drama de Shakespeare satisface como una poesía lírica de Heine. Es perfecta la lírica de Heine, y todo drama —de un Shakespeare o de otro— es imperfecto siempre. ¡Poder construir, elevar un Todo, componer una cosa que sea como un cuerpo humano, con perfecta correspondencia de sus partes, y con una vida, una vida de unidad y congruencia, que unifique la dispersión de hechuras de las de sus partes[372]!

¡Tú, que me oyes y apenas me escuchas, no sabes lo que es una tragedia! Perder padre y madre, no conseguir la gloria ni la felicidad, no tener un amigo ni un amor —todo eso se puede soportar; lo que no se puede soportar es soñar una cosa bella que no sea posible lograr en acto o palabra. La conciencia del trabajo perfecto, la hartura de la obra conseguida —suave es como el sueño bajo esa sombra de árbol, en el verano tranquilo.

468

Las mujeres contemporáneas tales arreglos de su porte y de su rostro preparan, que dan la dolorosa impresión de efímeras e insustituibles…

Sus (…) y aderezos tales las pintan y colorean, que más decorativas se vuelven que carnalmente vivientes…

El mero voltear de un chal por cima de los hombros usa hoy más conciencia de la visión del gesto en quien lo hace que antaño. Antes, el chal era /parte del traje;/ hoy es un detalle resultante de intuiciones de puro /gozo estético/.

Así, en estos días nuestros, tan vividos a través de hacer de todo arte, todo arranca pétalos a lo consciente y se integra (…) en volubilidades de extático.

Tránsfugas de cuadros no-hechos, todas esas figuras femeninas… Hay, a veces, detalles de más en ellos… Ciertos perfiles existen con exagerada nitidez. Juegan a irreales por el exceso con que se separan, líneas puras, del fondo ambiente.

469

A veces, en mis diálogos conmigo mismo, en las tardes exquisitas de la Imaginación, en coloquios importunos en crepúsculos de salones supuestos, me pregunto, en esos intervalos de la conversación en que me quedo a solas con un interlocutor más yo que los otros, por qué razón verdadera no habrá nuestra época científica extendido su voluntad de comprender hasta los asuntos que son artificiales. Y una de las preguntas en que con más languidez me demoro es la de por qué no se hace, a la par de la psicología usual de las criaturas humanas e infrahumanas, una psicología también —que la debe haber— de las figuras artificiales y de las criaturas cuya existencia transcurre tan sólo en los tapices y en los cuadros. Triste noción tiene de la realidad quien la limita a lo orgánico y no pone la idea de un alma dentro de las estatuillas y de los tejidos. Donde hay forma hay alma.

No son una ociosidad estas consideraciones mías conmigo mismo, sino una elucubración científica como cualquier otra que lo sea. Por eso, antes de, y sin tener una respuesta, supongo lo posible actual y me entrego, en análisis interiores, a la visión imaginada de aspectos posibles de este /desideratum/ realizado. Apenas pienso en ello, surgen en seguida dentro de la visión de mi espíritu científicos inclinados sobre estampas, sabiendo bien que ellas son vidas; microscopistas de la textura surgen de los tapices; físicos del diseño ancho y oscilante en los contornos; químicos, sí, de la idea de las formas y de los colores de los cuadros; geólogos de las capas estráticas de los camafeos; psicólogos, en fin —y es lo que más me interesa— que una a una anotan y congregan las sensaciones que debe sentir una estatuilla, las ideas que deben pasar por el psiquismo estrecho de una figura de cuadro o de vitral, los impulsos locos, las pasiones sin freno, las compasiones y odios ocasionales y (…) que sienten en una conciencia[373], la especie de tenacidades y muerte en los gestos eternos de los bajorrelieves, en las conciencias[374] ocasionales de los figurantes de las telas.

Más que otras artes, son la literatura y la música propicias a las sutilezas de un psicólogo. Las figuras de novela son —como todos saben— tan reales como cualquiera de nosotros. Ciertos aspectos de unos sonidos tienen un alma-alada y rápida, pero susceptible de psicología y sociología. Porque, bueno es que lo sepan los ignorantes: las sociedades existen dentro de los colores, de los sonidos, de las frases y hay regímenes y revoluciones, reinados[375], políticas y (…) —lo hay en absoluto y sin metafísica— en el conjunto instrumental de las sinfonías, en todo organismo de las novelas, en los metros cuadrados de un cuadro complejo, donde gocen, sufran y se mezclen las actitudes coloreadas de guerreros, de amantes o de simbólicos.

Cuando se rompe una taza de mi colección japonesa, sueño que más que un descuido de las manos de una criada haya sido la causa, o hayan sido las ansiedades de las figuras que habitan las curvas de aquella (…) de loza; la resolución tenebrosa de suicidio que las posee no me causa espanto: Se ha servido de la criada, como me sirvo[376] de un revólver. Saber esto es estar más allá de […] ¡y con qué precisión sé esto!

470

EL AMANTE VISUAL

Ni en torno a esas figuras, con cuya contemplación me entretengo, es mi costumbre urdir cualquier enredo de la fantasía. Las veo, y su valor para mí está en ser vistas. Todo lo demás que les añadiese las disminuiría, porque disminuiría, por así decirlo, su «visibilidad».

Cuanto yo fantasease sobre ellas, forzosamente, en el propio momento de fantasear, yo lo conocería como falso; y, si lo soñado me agrada, lo falso me repugna. El sueño puro me encanta, el sueño que no tiene relación con la realidad ni puntos de contacto con ella. El sueño imperfecto con punto de partida en la vida, me disgusta o, más bien, me disgustaría si me embreñase en él.

Para mí, la humanidad es un vasto motivo de decoración que vive gracias a los ojos y los oídos y, además, mediante la asociación psicológica. Nada más quiero de la vida que asistir a ella. Nada más quiero de mí que asistir a la vida.

Soy como un ser de otra existencia que pasa indefinidamente interesado a través de ésta. En todo soy ajeno a ella. Hay entre mí y ella una especie de cristal. Quiero ese cristal siempre muy claro para poderla examinar sin defecto de medio intermedio; pero quiero siempre el cristal.

Para todo espíritu científicamente constituido, ver en una cosa más de lo que allí está es ver menos esa cosa. Lo que materialmente se añade, espiritualmente la disminuye.

Atribuyo a este estado de alma mi repugnancia por los museos. El museo, para mí, es la vida entera, en que la pintura es siempre exacta, y sólo puede haber inexactitud en la imperfección del contemplador. Pero esa imperfección, o hago por disminuirla, o, si no puedo, me contento con que así sea, puesto que como todo, no puede ser más que así.

471

El curioso hecho de que todos los grandes constructivos hayan sido hombres de carácter, por lo menos de limpieza moral. (Milton, Dante, Virgilio (Flaubert), Hugo relativamente, normal y fuerte en el grado de carácter correspondiente a su grado de construcción).

472

La mayoría de la gente se enferma de no sabe[r] decir lo que ve o lo que piensa. Dicen que no hay nada más difícil que definir con palabras una espiral: es preciso, dicen, hacer en el aire, con la mano sin literatura, el gesto, ascendentemente enrollado en orden, con que esa figura abstracta de los muelles o de ciertas escaleras se manifiesta a los ojos. Pero, siempre que nos acordemos de que decir es renovar, definiremos sin dificultad una espiral: es un círculo que sube sin conseguir cerrarse[377] nunca. La mayoría de la gente, lo sé bien, no osaría definir así, porque supone que definir es decir lo que los demás quieren que se diga, que no lo que es preciso decir para definir. Lo diré mejor: una espiral es un círculo virtual que se desdobla subiendo sin realizarse nunca. Pero no, la definición es todavía abstracta. Buscaré lo concreto, y todo será visto: una espiral es una serpiente sin serpiente enroscada verticalmente en ninguna cosa.

Toda la literatura consiste en un esfuerzo por tornar real a la vida. Como todos saben, hasta cuando hacen sin saber, la vida es absolutamente irreal en su realidad directa; los campos, las ciudades, las ideas, son cosas absolutamente ficticias, hijas de nuestra compleja sensación de nosotros mismos. Son intransmisibles todas las impresiones salvo si las convertimos en literarias. Los niños son muy literarios porque dicen como sienten y no como debe sentir quien siente según otra persona. Un niño, al que una vez oí, dijo, queriendo decir que estaba al borde del llanto, no «tengo ganas de llorar», que es lo que diría un adulto, es decir, un estúpido, sino esto: «Tengo ganas de lágrimas». Y esta frase, absolutamente literaria, hasta el punto de que resultaría afectada en un poeta célebre, si él la pudiese decir, alude decididamente a la presencia caliente de las lágrimas rompiendo en los párpados conscientes de la amargura líquida. «¡Tengo ganas de lágrimas!» Aquel niño pequeño definió bien su espiral.

¡Decir! ¡Saber decir! ¡Saber existir por medio de la voz escrita y la imagen intelectual! Todo esto es cuanto la vida vale: lo demás es hombres y mujeres, amores supuestos y vanidades falsas, subterfugios de la digestión y del olvido, gentes que se agitan, como bichos cuando se levanta una piedra, bajo el gran pedrusco abstracto del cielo azul sin sentido.

27-7-1930.

473

El arte nos libera ilusoriamente de la sordidez de ser. Mientras sentimos los males y las injurias de Hamlet, príncipe de Dinamarca, no sentimos los nuestros —viles porque son nuestros y viles porque son viles.

El amor, el sueño, las drogas e intoxicantes, son formas elementales del arte, o, más bien, de producir el mismo efecto que él. Pero amor, sueño y drogas tienen cada uno su desilusión. El amor harta o desilusiona. Del sueño se despierta y cuando se ha dormido no se ha vivido. Las drogas se pagan con la ruina de ese mismo físico para estimular al cual han servido. Pero en el arte no hay desilusión porque la ilusión ha sido admitida desde el principio. No hay que despertar del arte, porque en él no dormimos, aunque soñásemos. En el arte no hay tributo o multa que pagar por haber gozado de él.

El placer que nos ofrece, como en cierto modo no es nuestro, no tenemos que pagarlo o que arrepentirnos de él.

Por arte se entiende todo lo que nos deleita sin que sea nuestro —el rastro del paso, la sonrisa ofrecida a otro, el ocaso, el poema, el universo objetivo.

Poseer es perder. Sentir sin poseer es guardar, porque es extraer la esencia de algo.

474

ESTÉTICA DEL DESALIENTO

Ya que no podemos extraer belleza de la vida, busquemos al menos extraer belleza de no poder extraer belleza de la vida. Hagamos de nuestro fracaso una victoria, algo positivo y erguido, con columnas, majestad y aquiescencia espiritual.

Si la vida [no] nos ha dado más que una celda de reclusión, hagamos por ornamentarla, aunque más no sea, con las sombras de nuestros sueños, diseños y colores /mezclados/, esculpiendo nuestro olvido bajo la quieta exterioridad de los muros.

Como todo soñador, siempre he sentido que mi oficio era crear. Como nunca he sabido hacer un esfuerzo o activar una intención, crear me ha coincidido siempre con soñar, querer o desear; y hacer gestos, con soñar los gestos que desearía poder hacer.

475

La literatura, que es el arte casada con el pensamiento, y la realización sin la mácula de la realidad, me parece ser el fin hacia el que debería tender todo esfuerzo humano, si fuese verdaderamente humano, y no una superfluidad de lo animal. Creo que decir una cosa es conservarle la virtud y quitarle el terror. Los campos son más verdes en el decirse que en su verdor. Las flores, si son descritas con frases que las definan en el aire de la imaginación, tendrán colores de una permanencia que la vida celular no permite.

Moverse es vivir, decirse es sobrevivir. No hay nada real en la vida que no lo sea porque se ha descrito bien. Los críticos de casa pequeña suelen señalar que tal poema, generosamente rimado, no quiere, al final, decir sino que hace un buen día. Pero decir que hace un buen día es difícil y el día bueno, él mismo, pasa. Tenemos, pues, que conservar el buen día que hace en una memoria florida y prolija, y que constelar así de nuevas flores o de nuevos astros los campos o los cielos de la exterioridad vacía y pasajera.

Todo es lo que somos, y todo será, para los que nos sigan en la diversidad del tiempo, conforme nosotros lo hayamos imaginado intensamente, es decir, lo hayamos, con la imaginación metida en el cuerpo, verdaderamente sido. No creo que la historia sea más, en su gran panorama desteñido, que un decurso de interpretaciones, un consenso confuso de testimonios distraídos. El novelista es todos nosotros, y narramos cuanto vemos, porque ver es complejo como todo.

Tengo en este momento tantos pensamientos fundamentales, tantas cosas verdaderamente metafísicas que decir, que me canso de repente y decido no escribir más, no pensar más, sino dejar que la fiebre de decir me dé sueño, y yo haga fiestas con los ojos cerrados, como un gato, a todo cuanto podría haber dicho.

y 476

Me sosiego por fin. Todo cuanto ha sido vestigio y desperdicio se me borra del alma como si no hubiera sido nunca. Me quedo solo y tranquilo. La hora que ha pasado es como aquella en la que me convirtiese a una religión. Nada, sin embargo, me atrae hacia lo alto, aunque nada me ataría ya para abajo. Me siento libre, como si dejase de existir, conservando la conciencia de ello.

Me sosiego, sí, me sosiego. Una gran calma, suave como una inutilidad, desciende en mí hasta el fondo de mi ser. Las páginas leídas, los deberes cumplidos, los pasos y los acasos del vivir —todo esto se me ha vuelto una vaga penumbra, un halo apenas visible, que rodea a algo tranquilo que no sé lo que es. El esfuerzo en que puse, una u otra vez, al olvido del alma; el pensamiento, en que he puesto, una vez u otra, el olvido de la acción —ambos se me convirtieron en una especie de ternura sin sentimiento, de compasión vulgar y vacía.

No es el día lento y suave, nublado y blando. No es la brisa imperfecta, casi nada, poco más que el aire que ya no se siente. No es el color anónimo del cielo acá y allá azul, débilmente. No. No, porque no siento. Veo sin intención ni remedio. Asisto atento a ningún espectáculo. No siento alma, pero me sosiego. Las cosas exteriores, que están nítidas y paradas, aun las que se mueven, son para mí como para el Cristo sería el mundo, cuando desde la altura de todo, Satán le tentó. Son nada, y comprendo que el Cristo no se tentase. Son nada, y no comprendo cómo Satán, viejo de tanta ciencia, pensara que con eso tentaría.

¡Corre leve, vida que no se siente, riachuelo en silencio móvil bajo árboles olvidados! ¡Corre blanda, alma que no se conoce, murmullo que no se ve más allá de las grandes ramas caídas! ¡Corre inútil, corre sin razón, conciencia que no lo es de nada, vago brillo a lo lejos, entre claros de hojas, que no se sabe de dónde vienen ni a dónde van! ¡Corre, corre, y déjame olvidar!

Vago soplo de lo que no oso vivir, remedio ruin de lo que nada puede sentir, murmullo inútil de lo que no quise pensar, ve lento, ve débil, ve en torbellinos que tienes que tener y en declives que te dan, ve hacia la sombra o hacia la luz, hermano del mundo, ve hacia la flor o hacia el abismo, hijo del caos y de la Noche, recordando todavía, en cualquier rincón tuyo, que los Dioses vinieron después, y que los Dioses también pasan.

5-6-1934.