1
PREFACIO
Hay en Lisboa unos pocos restaurantes o casas de comidas en los que, encima de una tienda con hechuras de taberna decente, se alza un entresuelo que tiene el aspecto casero y pesado de un restaurante de ciudad pequeña sin tren. En esos entresuelos poco visitados, excepto los domingos, es frecuente encontrar tipos curiosos, caras sin interés, una serie de apartes en la vida.
El deseo de sosiego y la conveniencia de los precios me han llevado, durante un período de mi vida, a ser parroquiano de uno de esos entresuelos. Sucedía que, cuando tenía que cenar a las siete, casi siempre encontraba a un individuo cuyo aspecto, que al principio no me interesó, empezó a interesarme poco a poco.
Era un hombre que aparentaba unos treinta años, magro, más alto que bajo, encorvado exageradamente cuando estaba sentado, pero menos cuando estaba de pie, vestido con cierto descuido no totalmente descuidado. A la cara pálida y sin facciones interesantes, un aire de sufrimiento no le añadía interés, y era difícil definir qué especie de sufrimiento indicaba aquel aire; parecía indicar varios: privaciones, angustias y ese sufrimiento que nace de la indiferencia de haber sufrido mucho.
Cenaba siempre poco, y terminaba fumando tabaco de hebra. Observaba de manera extraordinaria a las personas que había allí, no de modo sospechoso, sino con un interés especial; pero no las observaba como escrutándolas, sino como si le interesasen y no quisiera fijarse en sus facciones o analizar las manifestaciones de su carácter. Fue este rasgo curioso el que primero hizo que me interesase por él.
Pasé a verle mejor. Me di cuenta de que un aire inteligente animaba de cierto modo incierto sus facciones. Pero el abatimiento, la inercia de la angustia fría, ocultaba tan regularmente su aspecto que era difícil entrever, además de éste, cualquier otro rasgo.
Supe incidentalmente, por un camarero del restaurante, que era un empleado comercial, de una firma de allí cerca.
Un día sucedió algo en la calle, por debajo de las ventanas: una escena de pugilato entre dos individuos. Los que estaban en el entresuelo corrieron hacia las ventanas, y yo también, y también el individuo del que estoy hablando. Cambié con él una frase casual, y me respondió en el mismo tono. Su voz era empañada y trémula, como la de las criaturas que no esperan nada, porque es perfectamente inútil esperar. Pero resultaba, por ventura, absurdo conceder esa importancia a mi compañero vespertino de restaurante.
No sé por qué, empezamos a saludarnos desde aquel día. Un día cualquiera, en el que tal vez nos aproximó la circunstancia absurda de coincidir el que ambos fuésemos a cenar a las nueve y media, empezamos una conversación accidental. A cierta altura, me preguntó si escribía. Respondí que sí. Le hablé de la revista «Orpheu»[1], que había aparecido hacía poco. La elogió, la elogió mucho, y yo me quedé verdaderamente pasmado. Me permití hacerle la observación de que me extrañaba, porque el arte de los que escriben en «Orpheu»[2] suele ser para pocos. Por lo demás, añadió, aquel arte no le había ofrecido verdaderas novedades: y tímidamente observó que, no teniendo dónde ir ni qué hacer, ni amigos a los que visitar, ni interés en leer libros, solía gastar sus noches, en su cuarto alquilado, escribiendo también[3].
2
(TRECHO INICIAL)
He nacido en un tiempo en que la mayoría de los jóvenes habían perdido la creencia en Dios, por la misma razón que sus mayores la habían tenido: sin saber por qué. Y entonces, porque el espíritu humano tiende naturalmente a criticar porque siente, y no porque piensa, la mayoría de los jóvenes ha escogido a la Humanidad como sucedáneo de Dios. Pertenezco, sin embargo, a esa especie de hombres que están siempre al margen de aquello a lo que pertenecen, no ven sólo la multitud de la que son, sino también los grandes espacios que hay al lado. Por eso no he abandonado a Dios tan ampliamente como ellos ni he aceptado nunca a la Humanidad. He considerado que Dios, siendo improbable, podría ser; pudiendo, pues, ser adorado; pero que la Humanidad, siendo una mera idea biológica, y no significando más que la especie animal humana, no era más digna de adoración que cualquier otra especie animal. Este culto de la Humanidad, con sus ritos de Libertad e Igualdad, me ha parecido siempre una resurrección de los cultos antiguos, en que los animales eran como dioses, o los dioses tenían cabezas de animales.
Así, no sabiendo creer en Dios, y no pudiendo creer en una suma de animales, me he quedado, como otros de la orilla de las gentes, en esa distancia de todo a que comúnmente se llama la Decadencia. La Decadencia es la pérdida total de la inconsciencia; porque la inconsciencia es el fundamento de la vida. El corazón, si pudiese pensar, se pararía.
A quien como yo, así, viviendo no sabe tener vida, ¿qué le queda sino, como a mis pocos pares, la renuncia por modo y la contemplación por destino? No sabiendo lo que es la vida religiosa, ni pudiendo saberlo, porque no se tiene fe con la razón; no pudiendo tener fe en la abstracción del hombre, ni sabiendo siquiera qué hacer de ella ante nosotros, nos quedaba, como motivo de tener alma, la contemplación estética de la vida. Y, así, ajenos a la solemnidad de todos los mundos, indiferentes a lo divino y despreciadores de lo humano, nos entregamos fútilmente a la sensación sin propósito, cultivada con un epicureísmo sutilizado, como conviene a nuestros nervios cerebrales.
Reteniendo, de la ciencia, solamente aquel precepto suyo central de que todo está sujeto a leyes fatales, contra las cuales no se reacciona independientemente, porque reaccionar es haber hecho ellas que reaccionásemos; y comprobando que ese precepto se ajusta al otro, más antiguo, de la divina fatalidad de las cosas, abdicamos del esfuerzo como los débiles del entrenamiento de los atletas, y nos inclinamos sobre el libro de las sensaciones con un gran escrúpulo de erudición sentida.
No tomando nada en serio, ni considerando que nos fuese dada, por cierta, otra realidad que nuestras sensaciones, en ellas nos refugiamos, y a ellas exploramos como a grandes países desconocidos. Y, si nos empleamos asiduamente, no sólo en la contemplación estética, sino también en la expresión de sus modos y resultados, es que la prosa o el verso que escribimos, destituidos de voluntad de querer convencer al ajeno entendimiento o mover la ajena voluntad, es apenas como el hablar en voz alta de quien lee, como para dar objetividad al placer subjetivo de la lectura.
Sabemos bien que toda obra tiene que ser imperfecta, y que la menos segura de nuestras contemplaciones estéticas será la de aquello que escribimos. Pero, imperfecto y todo, no hay poniente tan bello que no pudiese serlo más, o brisa leve que nos dé sueño que no pudiese darnos un sueño todavía más tranquilo. Y así, contempladores iguales de las montañas y de las estatuas, disfrutando de los días como de los libros, soñándolo todo, sobre todo para convertirlo en nuestra íntima substancia, haremos también descripciones y análisis que, una vez hechos, pasarán a ser cosas ajenas que podemos disfrutar como si viniesen en la tarde.
No es éste el concepto de los pesimistas, como aquel de Vigny, para quien la vida es una cárcel, en la que él tejía paja para distraerse. Ser pesimista es tomar algo por trágico, y esa actitud es una exageración y una incomodidad. No tenemos, es cierto, un concepto de valía que apliquemos a la obra que producimos. La producimos, es cierto, para distraernos, pero no como el preso que teje la paja, para distraerse del Destino, sino como la joven que borda almohadones para distraerse, sin nada más.
Considero a la vida como una posada en la que tengo que quedarme hasta que llegue la diligencia del abismo. No sé a dónde me llevará, porque no sé nada. Podría considerar esta posada una prisión, porque estoy compelido a aguardar en ella; podría considerarla un lugar de sociabilidad, porque aquí me encuentro con otros. No soy, sin embargo, ni impaciente ni vulgar. Dejo a lo que son a los que se encierran en el cuarto, echados indolentes en la cama donde esperan sin sueño; dejo a lo que hacen a los que conversan en las salas, desde donde las músicas y las voces llegan cómodas hasta mí. Me siento a la puerta y embebo mis ojos en los colores y en los sonidos del paisaje, y canto lento, para mí solo, vagos cantos que compongo mientras espero.
Para todos nosotros caerá la noche y llegará la diligencia. Disfruto la brisa que me conceden y el alma que me han dado para disfrutarla, y no me interrogo más ni busco. Si lo que deje escrito en el libro de los viajeros pudiera, releído un día por otros, entretenerlos también durante el viaje, estará bien. Si no lo leyeran, ni se entretuvieran, también estará bien.
29-3-1930.
3
1ST ARTICLE[4]
Cuando nació la generación a la que pertenezco, encontró al mundo desprovisto de apoyos para quien tuviera cerebro, y al mismo tiempo corazón. El trabajo destructivo de las generaciones anteriores había hecho que el mundo para el que nacimos no tuviese seguridad en el orden religioso, apoyo que ofrecernos en el orden moral, tranquilidad que darnos en el orden político. Nacimos ya en plena angustia metafísica, en plena angustia moral, en pleno desasosiego político. Ebrias de las fórmulas exteriores, de los meros procesos de la razón y de la ciencia, las generaciones que nos precedieron derrocaron todos los fundamentos de la fe cristiana, porque su crítica bíblica, ascendiendo de la crítica de los textos a la crítica mitológica, redujo los evangelios y la anterior hierografía de los judíos a un montón dudoso de mitos, de leyendas y de mera literatura; y su crítica científica señaló gradualmente los errores, las ingenuidades salvajes de la «ciencia» primitiva de los evangelios; y, al mismo tiempo, la libertad de discusión, que sacó a pública discusión todos los problemas metafísicos, arrastró con ellos a los problemas religiosos donde perteneciesen a la metafísica. Ebrias de algo dudoso, a lo que llamaron «positividad», esas generaciones criticaron toda la moral, escudriñaron todas las reglas de vida, y de tal choque de doctrinas sólo quedó la seguridad de ninguna, y el dolor de no existir esa seguridad. Una sociedad indisciplinada así en sus fundamentos culturales no podía, evidentemente, ser otra cosa que víctima, en la política, de esa indisciplina; y así fue como despertamos a un mundo ávido de novedades sociales, y que con alegría iba a la conquista de una libertad que no sabía lo que era, de un progreso que nunca definió.
Pero el criticismo ordinario de nuestros padres, si nos legó la imposibilidad de ser cristianos, no nos legó el contentamiento con que la tuviésemos; si nos legó la incredulidad en las fórmulas morales establecidas, no nos legó la indiferencia ante la moral y las reglas de vivir humanamente; si dejó dudoso el problema político, no dejó indiferente a nuestro espíritu ante cómo se resolvería ese problema. Nuestros padres destruyeron alegremente porque vivían en una época que todavía tenía reflejos de la solidez del pasado. Era aquello mismo que destruían lo que prestaba fuerza a la sociedad para que pudiesen destruir sin sentir agrietarse al edificio. Nosotros heredamos la destrucción y sus resultados.
En la vida de hoy, el mundo sólo pertenece a los estúpidos, a los insensibles y a los agitados. El derecho a vivir y a triunfar se conquista hoy con los mismos procedimientos con que se conquista el internamiento en un manicomio: la incapacidad de pensar, la amoralidad y la hiperexcitación.
4
Pertenezco a una generación que ha heredado la incredulidad en la fe cristiana y que ha creado en sí una incredulidad de todas las demás fes. Nuestros padres tenían todavía el impulso creyente, que transferían del cristianismo a otras formas de ilusión. Unos eran entusiastas de la igualdad social, otros eran enamorados sólo de la belleza, otros depositaban fe en la ciencia y en sus provechos, y había otros que, más cristianos todavía, iban a buscar a Orientes y Occidentes otras formas religiosas con que entretener la conciencia, sin ella hueca, de meramente vivir.
Todo esto lo perdimos nosotros, de todas estas consolaciones nacimos huérfanos. Cada civilización sigue la línea íntima de una religión que la representa: pasar a otras religiones es perder ésta y, por fin, perderlas a todas.
Nosotros perdimos ésta, y también las otras.
Nos quedamos, pues, cada uno entregado a sí mismo, en la desolación de sentirse vivir. Un barco parece ser un objeto cuyo fin es navegar; pero su fin no es navegar, sino llegar a un puerto. Nosotros nos encontramos navegando, sin la idea del puerto al que deberíamos acogernos. Reproducimos así, en la especie dolorosa, la fórmula aventurera de los argonautas: navegar es preciso, vivir no es preciso.
Sin ilusiones, vivimos apenas del sueño, que es la ilusión de quien no puede tener ilusiones. Viviendo de nosotros mismos, nos disminuimos, porque el hombre completo es el hombre que se ignora. Sin fe, no tenemos esperanza, y sin esperanza no tenemos propiamente vida. No teniendo una idea del futuro, tampoco tenemos una idea de hoy, porque el hoy, para el hombre de acción, no es sino un prólogo del futuro. La energía para luchar nació muerta con nosotros, porque nosotros nacimos sin el entusiasmo de la lucha.
Unos de nosotros se estancaron en la conquista necia de lo cotidiano, ordinarios y bajos buscando el pan de cada día, y queriendo obtenerlo sin trabajo sentido, sin la conciencia del esfuerzo, sin la nobleza de la consecución.
Otros, de mejor estirpe, nos abstuvimos de la cosa pública, nada queriendo y nada deseando, e intentando llevar hasta el calvario del olvido la cruz de existir simplemente. Imposible esfuerzo en quien no tiene, como el portador de la Cruz, un origen divino en la conciencia.
Otros se entregaron, atareados por fuera del alma, al culto de la confusión y del ruido, creyendo vivir cuando se oían, creyendo amar cuando chocaban contra las exterioridades del amor. Vivir, nos dolía, porque sabíamos que estábamos vivos: morir, no nos aterraba, porque habíamos perdido la noción normal de la muerte.
Pero otros, Raza del Final, límite espiritual de la Hora Muerta, no tuvieron el valor de la negación y el asilo en sí mismos. Lo que vivieron fue en la negación, en el desconocimiento y en el desconsuelo. Pero lo vivimos desde dentro, sin gestos, encerrados siempre, por lo menos en el género de vida, entre las cuatro paredes del cuarto y los cuatro muros de no saber hacer.
5
Envidio —pero no sé si envidio— a aquellos de quienes se puede escribir una biografía, o que pueden escribir la propia. En estas impresiones sin nexo, ni deseo de nexo, narro indiferentemente mi biografía sin hechos, mi historia sin vida. Son mis Confesiones y, si nada digo en ellas, es que no tengo nada que decir.
¿Qué tiene alguien que confesar que valga o que sirva? Lo que nos ha sucedido, o le ha sucedido a todo el mundo o sólo a nosotros; en un caso, no es novedad, y en el otro no es cosa que se comprenda. Si escribo lo que siento es porque así disminuyo la fiebre de sentir. Lo que confieso no tiene importancia, pues nada tiene importancia. Hago paisajes con lo que siento. Hago fiestas de las sensaciones. Comprendo bien a las bordadoras gracias a la amargura, y a las que hacen punto de media porque hay vida. Mi tía vieja hacía solitarios durante lo infinito de la velada. Estas confesiones de sentir son solitarios míos. No los interpreto, como quien usase cartas para saber el destino. No los ausculto, porque en los solitarios las cartas no tienen propiamente valor. Me desenrollo como una madeja multicolor, o hago conmigo figuras de cordel, como las que se tejen entre los dedos estirados y se pasan de unos niños a otros. Sólo me preocupo de que el pulgar no estropee el lazo que le corresponde. Después, vuelvo la mano y la imagen resulta diferente. Y vuelvo a empezar.
Vivir es hacer punto de media con una intención de los demás. Pero, al hacerlo, el pensamiento es libre, y todos[5] los príncipes encantados pueden pasear por sus parques entre zambullida y zambullida de la aguja de marfil de pico al revés. Punto de ganchillo de las cosas… Intervalo… Nada…
Por lo demás, ¿con qué puedo contar conmigo? Una acuidad horrible de las sensaciones, y la comprensión profunda de estar sintiendo… Una inteligencia aguda para destruirme, y un poder de ensueño ávidamente deseoso de entretenerme… Una voluntad muerta y una reflexión que la arrulla, como a un hijo vivo… Sí, punto de ganchillo…
6
Encaro serenamente, sin nada más que lo que en el alma represente una sonrisa, el encerrárseme siempre la vida en esta Calle de los Doradores[6], en esta oficina, en esta atmósfera de esta gente. Tener lo que me dé para comer y beber, y donde vivir, y el poco espacio libre en el tiempo para soñar, escribir —dormir—, ¿qué más puedo yo pedir a los Dioses o esperar del Destino?
He tenido grandes ambiciones y sueños dilatados —pero también los tuvo el cargador o la modistilla, porque sueños los tiene todo el mundo: lo que nos diferencia es la fuerza de conseguir o el destino de conseguirse con nosotros.
En sueños, soy igual al cargador y a la modistilla. Sólo me diferencia de ellos el saber escribir. Sí, es un acto, una realidad mía que me diferencia de ellos. En el alma, soy su igual.
Bien sé que hay islas del Sur y grandes amores cosmopolitas y (…)
Si yo tuviese el mundo en la mano, lo cambiaría, estoy seguro, por un billete para [la] Calle de los Doradores.
Tal vez mi destino sea eternamente ser contable, y la poesía o la literatura una mariposa que, parándoseme en la cabeza, me torne tanto más ridículo cuanto mayor sea su propia belleza.
Sentiré añoranzas de Moreira, ¿pero qué son las añoranzas ante las grandes ascensiones?
Sé bien que el día que sea contable[7] de la casa Vasques y C.ía será uno de los grandes días de mi vida. Lo sé con una anticipación amarga e irónica, pero lo sé con la ventaja intelectual de la certidumbre.
7
El patrón Vasques. Siento, muchas veces, inexplicablemente, la hipnosis del patrón Vasques. ¿Qué es para mí ese hombre, salvo el obstáculo ocasional de ser el dueño de mis horas, durante un tiempo diurno de mi vida? Me trata bien, me habla con amabilidad, salvo en los momentos bruscos de preocupación desconocida en que no habla bien a alguien. Sí, ¿pero por qué me preocupa? ¿Es un símbolo? ¿Es una razón? ¿Qué es?
El patrón Vasques. Me acuerdo ya de él en el futuro con la nostalgia que sé que he de sentir entonces. Estaré tranquilo en una casa pequeña de los alrededores de algo, gozando de un sosiego en el que no haré la obra que no hago ahora, y buscaré, para continuar el no haberla hecho, disculpas diferentes de aquella en que hoy me esquivo a mí mismo. O estaré internado en un asilo de mendigos, feliz por la derrota completa, mezclado con la ralea de los que se creyeron genios y no fueron más que mendigos con sueños, junto con la masa anónima de los que no tuvieron poder para triunfar ni renuncia generosa para triunfar al revés. Esté donde esté, recordaré con nostalgia al patrón Vasques, a la oficina de la Calle de los Doradores, y la monotonía de la vida cotidiana será para mí como el recuerdo de los amores que no tuve, o de los triunfos que no habrían de ser míos.
El patrón Vasques. Veo hoy desde allí, como le veo hoy desde aquí mismo —estatura media, achaparrado, ordinario con límites y afectos, franco y astuto, brusco y afable—, jefe, aparte su dinero, en las manos peludas y lentas, con las venas marcadas como pequeños músculos coloreados, el pescuezo lleno pero no gordo, los carrillos colorados y al mismo tiempo tersos, bajo la barba oscura siempre afeitada a tiempo. Le veo, veo sus ojos de vagar enérgico, los ojos que piensan para dentro cosas de fuera, recibo la perturbación de su ocasión en que no le agrado, y mi alma se alegra con su sonrisa, una sonrisa ancha y humana, como el aplauso de una multitud.
Será, tal vez, porque no hay cerca de mí una figura más importante que el patrón Vasques por lo que, muchas veces, esa figura vulgar y hasta ordinaria se me enreda en la inteligencia y me distrae de mí mismo. Creo que hay símbolo. Creo o casi creo que en alguna parte, en una vida remota, este hombre fue en mi vida algo más importante que lo que es hoy.
8
¡Ah, comprendo! El patrón Vasques es la Vida. La Vida, monótona y necesaria, dirigente y desconocida. Este hombre trivial representa la trivialidad de la Vida. Él lo es todo para mí, por fuera, porque la Vida lo es todo para mí por fuera.
Y, si la oficina de la Calle de los Doradores representa para mí la Vida, este segundo piso mío, donde vivo, en la misma Calle de los Doradores, representa para mí el Arte. Sí, el Arte, que vive en la misma calle que la Vida, aunque en un sitio diferente, el Arte que alivia de la Vida sin aliviar de vivir, que es tan monótono como la misma Vida, pero sólo en un sitio diferente. Sí, esta Calle de los Doradores comprende para mí todo el sentido de las cosas, la solución de todos los enigmas, salvo el de que existan los enigmas, que es lo que no puede tener solución.
9
A veces, cuando levanto la cabeza aturdida de los libros en que escribo las cuentas ajenas y la ausencia de la propia vida siento una náusea física, que puede ser de inclinarme, pero que trasciende a los números y a la desilusión. La vida me disgusta como una medicina inútil. Y es entonces cuando siento con visiones claras lo fácil que sería alejarse de este tedio si tuviese la simple fuerza de querer alejarlo de verdad.
Vivimos gracias a la acción, es decir gracias a la voluntad. A los que no sabemos querer —seamos genios o mendigos— nos hermana la impotencia. ¿De qué sirve llamarme genio si soy ayudante de contabilidad? Cuando Cesário Verde[8] hizo que le dijeran al médico que era, no el señor Verde, empleado de comercio, sino el poeta Cesário Verde, se valió de uno de esos verbalismos del orgullo inútil que exudan el olor de la vanidad. Lo que siempre fue, pobrecillo, fue el señor Verde, empleado de comercio. El poeta nació después de su muerte, porque fue después de su muerte cuando nació la estimación por el poeta.
Hacer, he ahí la inteligencia verdadera. Seré lo que quiera. Pero tengo que querer lo que sea. El éxito está en tener éxito, y no en tener condiciones para el éxito. Condiciones de palacio las tiene cualquiera en la ancha tierra, pero ¿dónde está el palacio si no lo hacen allí?
10
Prefiero la prosa al verso, como modo de arte, por dos razones, la primera de las cuales, que es mía, es que no puedo escoger, pues soy incapaz de escribir en verso. La segunda, sin embargo, es de todos, y no es —lo creo de verdad— una sombra o disfraz de la primera. Vale, pues, la pena que la deshile, porque afecta al sentido íntimo de todo el valor del arte.
Considero al verso una cosa intermedia, un paso de la música a la prosa. Como la música, el verso es limitado por leyes rítmicas que, aunque no sean las leyes rígidas del verso regular, existen sin embargo como defensas, coacciones, dispositivos automáticos de opresión y castigo. En la prosa hablamos libres. Podemos incluir ritmos musicales y, a pesar de ello, pensar. Podemos incluir ritmos poéticos y, sin embargo, estar fuera de ellos. Un ritmo ocasional de verso no estorba a la prosa; un ritmo ocasional de prosa hace tropezar al verso.
En la prosa se engloba todo el arte, en parte porque en la palabra está contenido todo el mundo, en parte porque en la palabra libre está contenida toda la posibilidad de decirlo y pensarlo. En la prosa lo damos todo, por transposición: el color y la forma, que la pintura no puede dar sino directamente, en ellos mismos, sin dimensión íntima; el ritmo, que la música no puede dar sino directamente, en él mismo, sin cuerpo formal, ni ese segundo cuerpo que es la idea; la estructura, que el arquitecto tiene que formar con cosas duras, dadas, exteriores, y nos erguimos en ritmos, en indecisiones, en decursos y fluideces; la realidad, que el escultor tiene que dejar en el mundo, sin aura ni transubstanciación; la poesía, en fin, en la que el poeta, como el iniciado en una orden oculta, es siervo, aunque voluntario, de un grado y de un ritual.
Estoy seguro de que, en un mundo civilizado perfecto, no habría otro arte que la prosa. Dejaríamos los ponientes a los ponientes, procurando tan sólo, en arte, comprenderlos verbalmente, transmitiéndolos así en una música inteligible del corazón. No haríamos escultura de los cuerpos, que guardarían, propios, vistos y tocados, su relieve móvil y su tibieza suave. Haríamos casas sólo para vivir en ellas, que es, al fin, aquello para lo que son. La poesía quedaría para que los niños se acercasen a la prosa futura; que la poesía es, por cierto, algo infantil, mnemónico, auxiliar e inicial.
Hasta las artes menores, o aquellas a las que podemos llamar así, se reflejan, susurrantes, en la prosa. Hay prosa que danza, que canta, que se declama a sí misma. Hay ritmos verbales que son bailes en que la idea se desnuda sinuosamente, con una sensualidad translúcida y perfecta. Y hay también en la prosa sutilezas convulsas en que un gran actor, el Verbo, transmuta rítmicamente en su substancia corpórea el misterio impalpable del Universo[9].
18-10-1931.
11
Todo se penetra. La lectura de los clásicos, que no distinguen[10] los ocasos, me ha vuelto inteligibles muchos ocasos, en todos sus colores. Hay una relación entre la competencia sintáctica, por la que se distinguen los valores de los seres[11], de los sonidos y de las formas, y la capacidad de comprender cuándo el azul del cielo es realmente verde, y qué parte del amarillo existe en el verde azul del cielo.
En el fondo es lo mismo: la capacidad de distinguir y de sutilizar. Sin sintaxis no hay emoción duradera. La inmortalidad es una función de los gramáticos.
12
Me gusta decir. Diré mejor: me gusta palabrear. Las palabras son para mí cuerpos tocables, sirenas visibles, sensualidades incorporadas. Tal vez porque la sensualidad real no tiene para mí interés de ninguna especie —ni siquiera material o de ensueño—, se me ha transmutado el deseo hacia aquello que crea en mí ritmos verbales, o los escucha de otros. Me estremezco si dicen bien. Tal página de Fialho[12], tal página de Chateaubriand, hacen hormiguear a mi vida en mis venas, me hacen rabiar trémulamente quieto de un placer inaccesible que estoy teniendo. Tal página, incluso, de Vieira[13], en su fría perfección de ingeniería sintáctica, me hace temblar como una rama al viento, en un delirio pasivo de cosa movida.
Como todos los grandes enamorados, me gusta la delicia de la pérdida de mí mismo, en la que el gozo de la entrega se sufre completamente. Y, así, muchas veces, escribo sin querer pensar, en un devaneo exterior, dejando que las palabras me hagan fiestas, niño pequeño en su regazo. Son frases sin sentido, que corren mórbidas, con una fluidez de agua sentida, un olvidarse de riachuelo en el que las olas se mezclan e indefinen, volviéndose siempre otras, sucediéndose a sí mismas. Así las ideas, las imágenes, trémulas de expresión, pasan por mí en cortejos sonoros de sedas esfumadas, donde una claridad lunar de idea oscila, batida y confusa.
No lloro por nada que la vida traiga o se lleve. Hay sin embargo páginas de prosa que me han hecho llorar. Me acuerdo, como si lo estuviera viendo, de la noche en que, siendo todavía niño, leí por primera vez, en una antología, el célebre paso de Vieira sobre el Rey Salomón. «Fabricó Salomón un palacio…» Y seguí leyendo, hasta el final, trémulo, confuso; después rompí en llanto feliz, como el que ninguna felicidad real me hará llorar, como el que ninguna tristeza de la vida me hará imitar. Aquel movimiento hierático de nuestra clara lengua majestuosa, aquel expresar las ideas en las palabras inevitables, correr de agua porque hay un declive, aquel asombro vocálico en que los sonidos son colores ideales; todo esto me embriagó instintivamente como una gran emoción política. Y, lo he dicho, lloré; hoy, al acordarme, lloro. No es —no— la añoranza de infancia, de la que no tengo añoranzas: es la añoranza de la emoción de aquel momento, la tristeza de no poder leer ya por primera vez aquella gran seguridad sinfónica.
No tengo ningún sentimiento político o social. Tengo, sin embargo, en un sentido, un alto sentimiento patriótico. Mi patria es la lengua portuguesa. No me pesaría que invadiesen o tomasen Portugal, siempre que no me molestasen personalmente. Pero odio, con odio verdadero, con el único odio que siento, no a quien escribe mal portugués, no a quien no sabe sintaxis, no a quien escribe en ortografía simplificada[14], sino a la página mal escrita, como a persona propia, a la sintaxis equivocada, como a gente a la que golpear, a la ortografía sin ípsilon[15], como al escupitajo directo que me enoja independientemente de quien lo haya escupido.
Sí, porque la ortografía también es gente. La palabra es completa vista y oída. Y la gala de la transliteración grecorromana me la viste con su verdadero manto regio, gracias al cual es reina y señora[16].
13
Por más que pertenezca, por el alma, al linaje de los románticos, no hallo reposo más que en la lectura de los clásicos. Su misma estrechez, a través de la cual su claridad se expresa, me consuela no sé de qué. Capto en ellos una impresión alegre de vida ancha, que contempla amplios espacios sin recorrerlos. Los mismos dioses paganos reposan del misterio.
El análisis supercurioso de las sensaciones —a veces de las sensaciones que suponemos tener—, la identificación del corazón con el paisaje, la revelación anatómica de todos los nervios, el uso del deseo como voluntad y de la aspiración como pensamiento, todas estas cosas, me resultan demasiado familiares para que, en otro, me aporten novedad, o me procuren sosiego. Siempre que las siento, desearía, precisamente porque las siento, estar sintiendo otra cosa. Y, cuando leo a un clásico, esa otra cosa me es dada.
Lo confieso sin rebozo ni vergüenza… No hay un trecho de Chateaubriand o un canto de Lamartine —trechos que tantas veces parecen ser la voz de lo que yo pienso, cantos que tantas veces parecen serme dichos para conocer— que me embelese y me eleve como un trecho de prosa de Vieira[17] o una u otra oda de esos pocos clásicos nuestros que siguieron de veras a Horacio.
Leo y soy liberado. Adquiero objetividad. He dejado de ser yo y disperso. Y lo que leo, en vez de ser un traje mío que apenas veo y a veces me pesa, es la gran claridad del mundo exterior, toda ella aparente[18], el sol que ve a todos, la luna que mancha de sombras al suelo quieto, los espacios anchos que terminan en el mar, la solidez negra de los árboles que hacen señas verdes arriba, la paz sólida de los estanques de las quintas, los caminos cubiertos por las parras[19], en los declives de las cuestas.
Leo como quien abdica. Y, como la corona y el manto regios nunca son tan grandes como cuando el Rey que parte los deja en el suelo, depongo en los mosaicos de las antecámaras todos mis trofeos del tedio y del sueño, y subo la escalinata con la nobleza única de la mirada[20].
Leo como quien pasa. Y es en los clásicos, en los calmos, en los que, si sufren, no lo dicen, donde me siento sagrado transeúnte, ungido peregrino, contemplador sin razón del mundo sin propósito, Príncipe del Gran Exilio, que dio, al partir, al último mendigo, la limosna extrema de su desolación.
14
Detesto la lectura. Siento un tedio anticipado de las páginas desconocidas. Sólo soy capaz de leer lo que ya conozco. Mi libro de cabecera es la Retórica del Padre Figueiredo[21], donde leo todas las noches, por la cada vez más milésima vez, la descripción, en el estilo de un portugués conventual y perfecto, las figuras retóricas, cuyos nombres, mil veces leídos, no he aprendido todavía. Pero me arrulla el lenguaje (…) y sí me faltasen las palabras justas[22] escritas con C, dormiría inquieto.
Debo, a pesar de ello, al libro del Padre Figueiredo, con su exageración de purismo, el relativo escrúpulo que siento —todo lo que puedo sentir— de escribir la lengua en que registro con la propiedad que…
Y leo:
(un trecho del P. Figueiredo)[23]
y esto me consuela de vivir
o, si no,
(un trecho sobre figuras)
que vuelve en el prefacio
No exagero una pulgada verbal: siento todo esto.
Como otros pueden leer trechos en la Biblia, los leo de la Retórica. Tengo la ventaja del reposo y de la falta de devoción.
15
No conozco un placer como el de los libros, y poco leo. Los libros son presentaciones a los sueños, y no necesita presentaciones quien, con la facilidad de la vida, entre en conversación con ellos. Nunca he podido leer un libro entregándome a él; siempre, a cada paso, el comentario de la inteligencia o de la imaginación me ha interrumpido la secuencia de la propia narrativa. Después de unos minutos, quien escribía era yo, y lo que estaba escrito no estaba en ninguna parte.
Mis lecturas predilectas son la repetición de los libros triviales que duermen conmigo a mi cabecera. Hay dos que nunca me dejan —la Retórica del Padre Figueiredo[24] y las Reflexiones sobre la Lengua Portuguesa del Padre Freire[25]. Estos libros los releo siempre, y bien; y, si es cierto que ya los he leído muchas veces, también es cierto que no he leído seguido ninguno de ellos. Debo a estos libros una disciplina que casi creo imposible en mí; una regla de escribir objetivado, una ley de la razón de que las cosas estén escritas.
El estilo afectado, claustral, humilde, del Padre Figueiredo es una disciplina que hace las delicias de mi entendimiento. La difusión, casi siempre sin disciplina, del Padre Freire entretiene a mi espíritu sin cansar, y me educa sin causarme preocupaciones. Son espíritus de eruditos y de sosegados que le sientan bien a mi ninguna disposición para ser como ellos, o como cualquier otra persona.
Leo y me abandono, no a la lectura, sino a mí mismo. Leo y me adormezco, y es como entre sueños como sigo la descripción de las figuras retóricas del Padre Figueiredo, y es por bosques encantados por donde oigo al Padre Freire enseñar que se debe decir Magdalena, pues Madalena sólo lo dice el vulgo.
16
He meditado hoy, en un intervalo de sentir, en la forma de prosa que uso. En verdad, ¿cómo escribo? He tenido, como todos han tenido, el deseo pervertido de querer tener un sistema y una norma. Es cierto que he escrito antes de la norma y del sistema; en esto, por tanto, no soy diferente de los demás.
Analizándome esta tarde, descubro que mi sistema de estilo se asienta en dos principios, e inmediatamente, y con la buena manera de los buenos clásicos, erijo estos dos principios en fundamentos generales de todo estilo: decir lo que se siente exactamente como se siente —claramente, si es claro; oscuramente, si es oscuro; confusamente, si es confuso— comprender que la gramática es un instrumento, y no una ley.
Supongamos que veo ante nosotros una muchacha de modales masculinos. Un ente humano vulgar dirá de ella, «Esa muchacha parece un muchacho». Otro ente humano y vulgar, ya más cerca de la conciencia de que hablar es decir, dirá de ella «Esa muchacha es un muchacho». Otro igualmente consciente de los deberes de la expresión, pero más animado por el afecto de la concisión, que es la lujuria del pensamiento, dirá de ella «Ese muchacho». Yo diré «Esa muchacho», violando la más elemental de las reglas gramaticales, que manda que haya concordancia de género, como de número, entre la voz substantiva y la adjetiva. Y habré dicho bien: habré hablado en términos absolutos, fotográficamente, fuera de la vulgaridad de la norma, y de la cotidianeidad. No habré hablado: habré dicho.
La gramática, al definir el uso, hace divisiones legítimas y falsas. Divide, por ejemplo, los verbos en transitivos e intransitivos; sin embargo, el hombre de saber decir tiene muchas veces que convertir un verbo transitivo en intransitivo para fotografiar lo que siente, y no para, como el común de los animales hombres, el ver a oscuras. Si quiero decir que existo, diré «Soy». Si quiero decir que existo como alma separada, diré «Soy yo». Pero si quiero decir que existo como entidad que a sí misma se dirige y forma, que ejerce junto a sí misma la función divina de crearse, ¿cómo he de emplear el verbo «ser» sino convirtiéndolo súbitamente en transitivo? Y entonces, triunfalmente, antigramaticalmente supremo, diré «Me soy». Habré dicho una filosofía en dos palabras pequeñas. ¿Cuán preferible no es esto a no decir nada en cuarenta frases? / ¿Qué más se puede exigir de la filosofía y de la dicción? /
Obedezca a la gramática quien no sabe pensar lo que siente. Sírvase de ella quien sabe mandar en sus expresiones. Cuéntase de Segismundo, Rey de Roma, que, habiendo, en un discurso público, cometido un error gramatical, respondió a quien le habló de él, «Soy Rey de Roma[26], y además de la gramática». Y la historia narra que fue conocido en ella como Segismundo «supergrammaticam». ¡Maravilloso símbolo! Cada hombre que sabe decir lo que dice es, a su manera, Rey de Roma. El título es regio y la razón del título es serse[27].
17
Desde que las últimas lluvias han dejado el cielo y se han quedado en la tierra —cielo limpio, tierra húmeda y brillante— la claridad mayor de la vida que como el azul ha vuelto a lo alto, y en la frescura de haber habido agua se ha alegrado abajo, ha dejado un cielo propio en las almas, una frescura suya en los corazones.
Somos, por poco que lo queramos, siervos del tiempo y de sus colores y formas, súbditos del cielo y de la tierra. Aquel de nosotros que más se embreñe en sí mismo, despreciando lo que le rodea, ese mismo no se embreña por los mismos caminos cuando llueve que cuando el cielo está sereno. Oscuras transmutaciones, sentidas tal vez sólo en lo íntimo de los sentimientos abstractos, se producen porque llueve o porque ha dejado de llover, se sienten sin que se sientan porque, sin sentir, se ha sentido al tiempo.
Cada uno de nosotros es varios, es muchos, es una prolijidad de sí mismos. Por eso, aquel que desprecia al ambiente no es el mismo que por él se alegra o padece. En la vasta colonia de nuestro ser hay gente de muchas especies, pensando y sintiendo de manera diferente. En este mismo momento, en que escribo, en un intervalo legítimo del hoy escaso trabajo, estas pocas palabras de impresión, soy yo quien las escribe atentamente, soy yo el que está contento de no tener que trabajar en este momento, soy yo el que está viendo el cielo allá fuera, invisible desde aquí, soy yo el que está pensando todo esto, soy yo el que siente al cuerpo contento y a las manos vagamente frías. Y todo este mundo mío de gente ajena entre sí proyecta, como una multitud diversa pero compacta, una sombra única —este cuerpo quieto y escribiente con que me reclino, de pie, contra el escritorio alto de Borges, donde he venido a buscar mi secante, que le había prestado.
30-12-1932.
18
Todo se me evapora. Mi vida entera, mis recuerdos, mi imaginación y lo que contiene, mi personalidad, todo se me evapora. Continuamente siento que he sido otro, que he sentido otro, que he pensado otro. Aquello a lo que asisto es un espectáculo con otro escenario. Y aquello a lo que asisto soy yo.
Encuentro a veces, en la confusión vacía de mis gavetas literarias, papeles escritos por mí hace diez años, hace quince años, hace quizá más años. Y muchos de ellos me parecen de un extraño; me desreconozco en ellos. Hubo quien los escribió, y fui yo. Los sentí yo, pero fue como en otra vida, de la que hubiese despertado como de un sueño ajeno.
Es frecuente que encuentre cosas escritas por mí cuando todavía era muy joven, fragmentos de los diecisiete años, fragmentos de los veinte años. Y algunos tienen un poder de expresión que no recuerdo poder haber tenido en aquel tiempo de mi vida. Hay en ciertas frases, en varios períodos, de cosas escritas a pocos pasos de mi adolescencia, que me parecen producto de tal cual soy ahora, educado por años y por cosas[28]. Reconozco que no soy el mismo que era. Y, habiendo sentido que me encuentro hoy en un progreso grande de lo que he sido, pregunto dónde está el progreso si entonces era el mismo que soy ahora.
Hay en esto un misterio que me desvirtúa y me oprime.
Hace unos días sufrí una impresión espantosa con un breve escrito de mi pasado. Recuerdo perfectamente que mi escrúpulo, por lo menos relativo, por el lenguaje data de hace pocos años. Encontré en una gaveta un escrito mío, mucho más antiguo, en que ese mismo escrúpulo estaba fuertemente acentuado. No me comprendí en el pasado positivamente. ¿Cómo he avanzado hacia lo que ya era? ¿Cómo me he conocido hoy lo que me desconocí ayer? Y todo se me confunde en un laberinto donde, conmigo, me extravío de mí.
Devaneo con el pensamiento, y estoy seguro de que esto que escribo ya lo he escrito. Lo recuerdo. Y pregunto al que en mí presume de ser si no habrá en el platonismo de las sensaciones otra anamnesis más inclinada, otro recuerdo de una vida anterior que apenas sea de esta vida…
Dios mío, Dios mío, ¿a quién asisto? ¿Cuántos soy? ¿Quién es yo? ¿Qué es este intervalo que hay entre mí y mí?
19
Otra vez encontré un fragmento mío escrito en francés, sobre el que ya habían pasado quince años. Nunca he estado en Francia, nunca he contendido de cerca con franceses, nunca he hecho un uso, por lo tanto, de aquella lengua del que me hubiese desacostumbrado. Leo hoy tanto francés como siempre. Soy más viejo, soy más práctico de pensamiento: deberé haber progresado. Y ese fragmento de mi pasado lejano muestra una seguridad que ya no poseo hoy en el uso del francés; el estilo es fluido, como hoy no podré tenerlo en ese idioma; hay trozos enteros, frases completas, formas y modos de expresión, que acentúan un dominio de aquella lengua del que me he extraviado sin que me acordase de que lo tenía. ¿Cómo se explica eso? ¿A quién me he sustituido dentro de mí?
Bien sé que es fácil formular una teoría de la fluidez de las cosas y de las almas, comprender que somos un decurso interior de vida, imaginar que lo que somos es una cantidad grande, que pasamos por nosotros, que hemos sido muchos… Pero aquí hay otra cosa que no el mero decurso de la personalidad entre las propias márgenes: hay el otro absoluto, un ser ajeno que fue mío. Que perdiese, con el acrecentamiento de la edad, la imaginación, la emoción, un tipo de inteligencia, un modo de sentimiento, todo eso, aunque me produjese pena, no me asombraría. ¿Pero a qué asisto cuando me leo como a un extraño? ¿A qué orilla estoy si me veo en el fondo?
Otras veces encuentro trechos que no me acuerdo de haber escrito —lo que es poco de admirar—, pero que ni siquiera me acuerdo de poder haber escrito, lo cual me aterra. Ciertas frases pertenecen a otra mentalidad. Es como si encontrase un retrato antiguo, sin duda mío, con una estatura diferente, con unas facciones desconocidas, pero indiscutiblemente mío, pavorosamente yo.
20
OMAR KHAYYÁN
Omar tenía una personalidad; yo, afortunada o desgraciadamente, no tengo ninguna. De lo que soy a una hora, a la hora siguiente me separo; de lo que he sido un día, al día siguiente me he olvidado. Quien, como Omar, es quien es, vive en un solo mundo, que es el exterior; quien, como yo, no es quien es, vive no sólo en el mundo exterior, sino en un sucesivo y diverso mundo interior. Su filosofía, aunque quiera ser la misma que la de Omar, forzosamente no podrá serlo. Así, sin que de verdad lo quiera, tengo en mí, como si fuesen almas, las filosofías que critique; Omar podía rechazarlas todas, pues eran exteriores a él; no las puedo rechazar yo, porque son yo.
21
Al final de este día queda lo que quedó de ayer y quedará de mañana: el ansia insaciable e innúmera de ser siempre el mismo y otro.
22
Mi hábito vital de incredulidad en todo, especialmente en el instinto, y mi actitud natural de insinceridad, son la negación de obstáculos en que hago esto constantemente.
En el /fondo/, lo que sucede es que hago de los otros mi sueño, doblándome sus opiniones para, expandiéndolas por medio de mi raciocinio y mi intuición, volverlas mías y (yo, no teniendo opinión, puedo tener las de ellos lo mismo que cualesquiera otras) para doblarlas a mi gusto y hacer de sus opiniones cosas emparentadas con mis sueños.
De tal manera antepongo el sueño a la vida que consigo, en el trato verbal, (no teniendo otro) continuar soñando, y persistir, a través de las opiniones ajenas y de los sentimientos de los demás, en la línea fluida de la vida, una personalidad amorfa.
Cada otro es un canal o una reguera por donde el agua del mar sólo corre a gusto de ellos, marcado, con los resplandores del agua al sol, el curso curvo de su orientación más realmente que podría hacerlo su sequedad.
Pareciéndole a veces, a mi análisis[29] rápido, parasitar a los otros, lo que sucede en realidad es que les obligo a ser parásitos de mi posterior emoción. Hábito de vivir las /cortezas/ de sus individualidades. Calco sus pisadas en arcilla de mi espíritu y así, más que ellos, llevándolas para dentro de mi conciencia, he dado sus pasos y andado por su(s) camino(s).
En general, debido al hábito que tengo de, desdoblándome, seguir al mismo tiempo dos, diferentes operaciones /mentales/, yo, al paso que me voy adaptando en exceso y lucidez al sentir de ellos, voy analizando en mí su desconocido estado de alma, haciendo el análisis puramente objetivo de lo que ellos son y piensan. Así, entre sueños, y sin abandonar mi devaneo ininterrumpido, voy, no sólo viviéndoles la esencia refinada de sus emociones a veces muertas[30], sino comprendiendo y clasificando las lógicas interconexas de las diferentes fuerzas de su espíritu que yacían a veces en un estado simple de su alma.
Y, en medio de todo esto, su fisonomía, su traje, sus gestos, no se me escapan. Vivo al mismo tiempo sus sueños, el alma del instinto[31] y el cuerpo y actitudes suyas. En una gran dispersión unificada, me ubiquito en ellos y creo y soy, a cada instante de la conversación, una multitud de seres, conscientes e inconscientes, analizados y analíticos, que se reúnen en un abanico abierto.
23
LA SOCIEDAD EN QUE VIVO
Toda de sueño. Mis amigos soñados. Sus familias, hábitos, profesiones y (…)
24
Mi alma es una orquesta oculta; no sé qué instrumentos tañe o rechina, cuerdas y harpas, timbales y tambores, dentro de mí. Sólo me conozco como sinfonía[32].
25
Hoy he llegado, de repente, a una sensación absurda y justa. Me he dado cuenta, en un relámpago intimo, de que no soy nadie. Nadie, absolutamente nadie. Cuando brilló el relámpago, aquello donde había supuesto una ciudad era una llanura desierta; y la luz siniestra que me mostró a mí no reveló un cielo encima de ella. Me han robado el poder de ser antes de que el mundo fuese. Si tuve que reencarnar, he reencarnado sin mí, sin haber reencarnado yo.
Soy los alrededores de una ciudad que no existe, el comentario prolijo a un libro que no se ha escrito. No soy nadie, nadie. No sé sentir, no sé pensar, no sé querer. Soy una figura de novela por escribir, que pasa aérea, y deshecha sin haber sido, entre los sueños de quien no supo completarme.
Pienso siempre, siento siempre; pero mi pensamiento no contiene raciocinios, mi emoción no contiene emociones. Estoy cayendo, desde la trampa de allí arriba, por todo el espacio infinito, en una caída sin dirección, infinítupla[33] y vacía. Mi alma es un maelstrom[34] negro, vasto vértigo alrededor del vacío, movimiento de un océano infinito en torno a un agujero de nada, y en las aguas que son más giro que aguas boyan todas las imágenes de lo que he visto y oído en el mundo —van casas, caras, libros, cajones, rastros de música y sílabas de voces, en un remolino siniestro y sin fondo.
Y yo, verdaderamente yo, soy el centro que no existe en esto sino mediante una geometría del abismo; soy la nada en torno a la cual gira este movimiento, sin que ese centro exista sino porque todo círculo lo tiene. Yo, verdaderamente yo, soy el pozo sin muros, pero con la viscosidad de los muros, el centro de todo con la nada alrededor.
Y es, en mí, como si el infierno mismo riese, sin por lo menos la humanidad de los diablos riéndose, la locura graznada del universo muerto, el cadáver rodante del espacio físico, el fin de todos los mundos fluctuando negro al viento, disforme, anacrónico, sin Dios que lo hubiese creado, sin él mismo que está rodando en las tinieblas de las tinieblas, imposible, único, todo.
¡Poder saber pensar! ¡Poder saber sentir!
Mi madre murió muy pronto, y yo no llegué a conocerla…
1-12-1931.
26
Dar a cada emoción una personalidad, a cada estado de alma un alma.
27
No teniendo nada que hacer; ni que pensar en hacer, voy a poner en este papel la descripción de un ideal: apunte.
La sensibilidad de Mallarmé dentro del estilo de Vieira[35]; soñar como Verlaine en el cuerpo de Horacio; ser Homero a la luz de la luna.
Sentirlo todo de todas las maneras; saber pensar con las emociones y sentir con el pensamiento; no desear mucho sino con la imaginación; sufrir con coquetería; ver claro para escribir justo; conocerse con fingimiento y táctica; naturalizarse diferente y con todos los documentos; en suma, usar por dentro todas las sensaciones, quitándoles las cáscara hasta llegar a Dios; pero envolver de nuevo y reponer en el escaparate como ese dependiente que desde aquí estoy viendo con las cajas pequeñas de betún de la nueva marca.
Todos estos ideales, posibles o imposibles, se acaban ahora. Tengo la realidad ante mí: no es ni siquiera el dependiente, es su mano (a él no le veo), tentáculo absurdo de un alma con familia y suerte[36] que hace muecas de araña sin tela en el estirarse de la reposición de allí enfrente.
/Y una de las cajas se ha caído, como el destino de todo el mundo./
¿1930?
28
«Sentir es un tostón». Estas palabras casuales de la conversación de unos minutos de no sé qué comensal se han quedado brillando para siempre en el suelo de mi memoria. La misma forma plebeya de la frase le pone sal y pimienta.
29
Crear dentro de mí un estado con una política, con partidos y revoluciones, y ser yo todo esto, ser yo Dios en el panteísmo real de ese pueblo mío, esencia y acción de sus cuerpos, de sus almas, de la tierra que pisan y de los actos que hacen. Ser todo, ser ellos y no ellos. ¡Ay de mí! Éste es todavía uno de los sueños que no logro realizar. Si lo realizase tal vez me moriría, no sé por qué, pero no se debe poder vivir después de esto, tamaño el sacrilegio cometido contra Dios, tamaña usurpación del poder divino de serlo todo.
¡El placer que me proporcionaría crear un jesuitismo de las sensaciones!
Hay metáforas que son más reales que la gente que anda por la calle. Hay imágenes en los escondrijos de los libros que viven más nítidamente que muchos hombres y mujeres. Hay frases literarias que tienen una individualidad absolutamente humana. Pasos de parágrafos míos hay que me hielan de pavor, tan nítidamente gente los siento, tan recortados contra las paredes de mi cuarto, en la noche, en la sombra, (…) He escrito frases cuyo sonido, leídas en voz alta o baja —es imposible ocultar su sonido— es absolutamente el de una cosa que ha cobrado exterioridad absoluta y alma enteramente.
¿Por qué expongo yo de vez en cuando procedimientos contradictorios e inconciliables de soñar y de aprender a soñar? Porque, probablemente, tanto me he acostumbrado a sentir lo falso como lo verdadero, lo soñado tan nítidamente como lo visto, que he perdido la distinción humana, falsa creo, entre la verdad y la mentira.
Basta que yo vea nítidamente, con los ojos o con los oídos, o con otro sentido cualquiera, para que sienta que aquello es real. Puede, incluso, ser que yo sienta dos cosas inconjugables al mismo tiempo. No importa.
Hay criaturas que son capaces de sufrir durante largas horas por no serles posible ser una figura de un cuadro o de un naipe de baraja de cartas. Hay almas sobre quien pesa como una maldición el no serles posible ser hoy gente de la edad media. Este sentimiento me sucedió en tiempos. Hoy no me sucede. Me he refinado más allá de eso. Pero me duele, por ejemplo, no poder soñarme dos reyes en reinos diferentes, pertenecientes, por ejemplo, a universos con diferentes especies de espacios y tiempos. No conseguir esto me disgusta verdaderamente. Me sabe a pasar hambre.
Poder soñar lo inconcebible visualizándolo es uno de los grandes triunfos que ni yo, que soy tan grande, consigo sino raras veces. Sí, soñar que soy por ejemplo, simultáneamente, separadamente, inconfusamente, el hombre y la mujer de un paseo que un hombre y una mujer se dan a la orilla de un río. Verme, al mismo tiempo, con igual nitidez, del mismo modo, sin mezcla, siendo las dos cosas con igual integración en ellas, un navío consciente en un mar del Sur y una página impresa de un libro antiguo. ¡Qué absurdo parece esto! Pero todo es absurdo, y el sueño es, sin embargo, lo que menos lo es.
30
Me he creado eco y abismo, pensando. Me he multiplicado profundizándome. El más pequeño episodio —una alteración que sale de la luz, la caída enrollada de una hoja seca, el pétalo que se despega amarillecido, la voz del otro lado del muro o los pasos de quien la dice junto a los de quien la debe escuchar, el portón entreabierto de la quinta vieja, el patio que se abre con un arco de las casas aglomeradas a la luz de la luna—, todas estas cosas, que no me pertenecen, me prenden la meditación sensible con lazos de resonancia y de añoranza. En cada una de esas sensaciones soy otro, me renuevo dolorosamente en cada impresión indefinida.
Vivo de impresiones que no me pertenecen, perdulario de renuncias, otro en el modo como soy yo.
31
He creado en mí varias personalidades. Creo personalidades constantemente. Cada sueño mío es inmediatamente, en el momento de aparecer soñado, encarnado en otra persona, que pasa a soñarlo, y yo no.
Para crear, me he destruido; tanto me he exteriorizado dentro de mí, que dentro de mí no existo sino exteriormente. Soy la escena viva por la que pasan varios actores representando varias piezas.
32
Encontrar la personalidad en la pérdida de ella —la misma fe abona este sentido de destino[37].
33
Dijo Amiel que un paisaje es un estado de alma, pero la frase es una felicidad indolente de soñador débil. Desde que el paisaje es paisaje deja de ser un estado de alma. Objetivar es crear, y nadie dice que un poema hecho es un estado de estar pensando en hacerlo. Ver es tal vez soñar, pero si le llamamos ver en vez de llamarle soñar, es que distinguimos soñar de ver.
Por lo demás, ¿de qué sirven estas especulaciones de psicología verbal? Independientemente de mí, crece hierba, llueve en la hierba que crece, y el sol dora la extensión de la hierba que ha crecido o va a crecer; se yerguen los montes desde muy antiguo, y el viento pasa del mismo modo como Homero, aunque no existiese, lo oyó. Más certeza sería decir que un estado de alma es un paisaje; habría en la frase la ventaja de no contener la mentira de una teoría, sino tan solamente la verdad de una metáfora.
Estas palabras ocasionales me han sido dictadas por la gran extensión de la ciudad, vista a la luz universal del sol, desde el alto de San Pedro de Alcántara. Cada vez que así contemplo una extensión ancha, y me abandono desde el metro setenta de altura, y sesenta y un quilos de peso, en que físicamente consisto, tengo una sonrisa grandemente metafísica para los que sueñan que el sueño es sueño, y amo la verdad de lo exterior absoluto con una virtud noble del entendimiento.
El Tajo al fondo es un lago azul, y los montes de la Otra Banda son los de una Suiza achatada. Sale un barco pequeño —vapor carguero negro— del lado del Pozo del Obispo hacia la barra que no veo. Que los dioses todos me conserven, hasta la hora en que cese este aspecto de mí, la noción clara y solar de la realidad exterior, el instinto de mi inimportancia, el consuelo de ser pequeño y de poder pensar en ser feliz[38].
34
No creo en el paisaje. Sí. No lo digo porque crea en el «el paisaje es un estado de alma» de Amiel, uno de los buenos momentos verbales de la más insoportable interioridad. Lo digo porque no creo.
35
Desde que los últimos calores del estío dejaban de ser rigurosos al[39] sol empañado, comenzaba el otoño antes de que llegase, en una leve tristeza prolijamente indefinida, que parecía un deseo de no sonreír del cielo. Era un azul unas veces más claro, otras más verde, de la propia ausencia de substancia del color alto; era una especie de olvido en las nubes, púrpuras indiferentes y difuminadas; era, no ya un torpor, sino un tedio, en toda la soledad quieta por donde las nubes pasan.
La entrada del verdadero otoño era después anunciada por un frío dentro del no-frío del aire, por un difuminarse de los colores que todavía no se habían difuminado, por algo de penumbra y de alejamiento en lo que había sido el tono de los paisajes y el aspecto disperso de las cosas. No iba todavía a morir, pero todo, como en una sonrisa que todavía faltaba, se transformaba en añoranza para la vida.
Venía, por fin, el otoño verdadero: el aire se tornaba frío de viento; sonaban las hojas con un tono seco, aunque no fuesen hojas secas; toda la tierra tomaba el color y la forma impalpable de un pantano indeterminado. Se decoloraba lo que había sido sonrisa última, en un cansancio de párpados, en una indiferencia de gestos. Y así todo cuanto siente, o suponemos que siente, apretaba, íntima, al pecho su propia despedida. Un son de remolino en un atrio fluctuaba a través de nuestra conciencia de otra cosa cualquiera. Agradaba convalecer para sentir verdaderamente la vida.
Pero las primeras lluvias del invierno, llegadas también en el otoño ya riguroso, lavaban estas tintas como sin respeto. Vientos altos, rechinando en las cosas paradas, desordenando cosas presas, /arrastrando/ cosas móviles, erguían, entre los clamores irregulares de la lluvia, palabras ausentes de protesta anónima, sones tristes y casi rabiosos de desesperación sin alma.
Y por fin el otoño menguaba[40], a frío y ceniciento. Era un otoño de invierno el que venía ahora, un polvo vuelto del todo barro, pero, al mismo tiempo, algo de lo que el frío del invierno trae de bueno: verano riguroso terminado, primavera por llegar, otoño definiéndose en invierno, en fin. Y en el aire alto, por donde los tonos empañados ya no recordaban ni calor ni tristeza, todo era propicio a la noche y a la meditación indefinida.
Así era todo para mí antes de pensarlo. Hoy, si lo escribo, es porque lo recuerdo. El otoño que tengo es el que he perdido.
29-1-1932.
36
ENCOGIMIENTO DE HOMBROS[41]
Damos comúnmente a nuestras ideas de lo desconocido el color de nuestras nociones de lo conocido: si llamamos a la muerte un sueño es porque parece un sueño por fuera; si llamamos a la muerte una nueva vida, es porque parece una cosa diferente a la vida. Con pequeños malentendidos con la realidad construimos las creencias y las esperanzas, y vivimos de las cortezas a las que llamamos panes, como los niños pobres que juegan a ser felices.
Pero así es toda la vida; así, por lo menos, es ese sistema de vida particular al que, en general, se llama civilización. La civilización consiste en dar a algo un nombre que no le compete, y después soñar sobre el resultado. Y, realmente, el nombre falso y el sueño verdadero crean una nueva realidad. El objeto se vuelve realmente otro. Manufacturamos ideales. La materia prima sigue siendo la misma, pero la forma, que el arte le ha dado, la aleja de continuar siendo efectivamente la misma. Una mesa de pino es pino pero también es mesa. Nos sentamos a la mesa y no al pino. Un amor es un instinto sexual, pero no amamos con el instinto sexual, sino con la presuposición de otro sentimiento. Y esa presuposición es ya, en efecto, otro sentimiento.
No sé qué efecto sutil de luz, o ruido vago, o memoria de perfume o música, tañida por no sé qué influencia externa, me ha traído de repente, en pleno ir por la calle, estas divagaciones que anoto sin prisa, al sentarme, en el café, distraídamente. No sé a dónde iba a conducir los pensamientos, o dónde preferiría conducirlos. El día es de una leve niebla húmeda y caliente, triste sin amenazas, monótono sin razón. Me duele un sentimiento que desconozco; me falta un argumento no sé sobre qué; no tengo deseo en los nervios. Estoy triste por debajo de la conciencia. Y escribo estas líneas, realmente mal-anotadas, no para decir esto, ni para decir nada, sino para dar un trabajo a mi distracción. Voy llenando lentamente, a trazos flojos de lápiz —que no tengo sentimentalismo para afilar— el papel blanco de envolver los bocadillos que me han dado en el café, porque no necesitaba uno mejor y cualquiera servía, siempre que fuese blanco. Y me doy por satisfecho. Me reclino. La tarde cae monótona y sin lluvia, con un tono de luz desalentado e inseguro… Y dejo de escribir porque dejo de escribir.
37
Cantaba, con una voz muy suave, una canción de un país lejano. La música volvía familiares a las palabras desconocidas. Parecía un fado para el alma, pero no tenía con él ninguna semejanza.
La canción decía, con las palabras veladas y la melodía humana, cosas que están en el alma de todos y que nadie conoce. Cantaba él con una especie de somnolencia, ignorando con la mirada a los oyentes, en un pequeño éxtasis callejero.
La gente reunida le oía sin gran zumba visible. La canción era de todo el mundo, y las palabras hablaban a veces con nosotros, secreto oriental de alguna raza perdida. El ruido de la ciudad no se oía si le oíamos, y pasaban los coches tan cerca que uno me rozó el faldón de la chaqueta. Pero lo sentía y no lo oí. Había una absorción en el canto del desconocido que le hacía bien a lo que en nosotros sueña o no consigue. Era un acontecimiento callejero, y todos nos fijamos en que el policía había doblado la esquina despacio. Se acercó con la misma lentitud. Se quedó parado un rato detrás del chico de los paraguas, como quien ve algo. En aquel momento, el cantor se detuvo. Nadie dijo nada. Entonces intervino el policía.
38
y desde lo alto de la majestad de todos los sueños, ayudante de contabilidad en la ciudad de Lisboa[42].
Pero el contraste no me abruma —me alivia; y la ironía que hay en él es sangre mía. Lo que debiera humillarme es mi bandera, que despliego; y la risa con que debería reírme de mí es un clarín con el que saludo y creo[43] una alborada en la que me convierto[44].
¡La gloria nocturna de ser grande no siendo nada! La majestad sombría de esplendor desconocido… Y siento, de repente, la sublimidad del monje en el yermo, del eremita en el retiro, informado de la substancia del Cristo en los arenales[45] y en las cavernas que son la negación del mundo, que son la estatuaria vacía[46].
Y en la mesa de mi cuarto soy menos despreciable, empleado y anónimo, escribo palabras como la salvación del alma (…) anillo de renuncia en mi dedo evangélico, joya sin brillo de mi desdén extático.
(Posterior a 1913).
39
El personaje individual e imponente, que los románticos imaginaban en sí mismos, varias veces, en sueños, he intentado vivirlo y, tantas veces como he intentado vivirlo, me he encontrado riéndome a carcajadas de mi idea de vivirlo. El hombre fatal, al final, existe en los sueños propios de todos los hombres vulgares, y el romanticismo no es sino el volver del revés del dominio cotidiano de nosotros mismos. Casi todos los hombres sueñan, en los secretos de su ser, un gran imperialismo propio, la sujeción de todos los hombres, la entrega de todas las mujeres, la adoración de los pueblos y, en los más nobles, de todas las eras… Pocos habituados, como yo, al sueño, son por eso lo bastante lúcidos para reírse de la posibilidad estética de soñarse así.
La mayor acusación contra el romanticismo no se ha formulado todavía: es la de que representa la verdad interior de la naturaleza humana. Sus exageraciones, sus ridiculeces, sus poderes varios de conmover y seducir, residen en que es la figuración exterior de lo que hay más dentro en el alma, más concreto, visualizado, hasta imposible, si el ser posible dependiese de otra cosa que no fuese el Destino.
¡Cuántas veces yo mismo, que me río de semejantes seducciones de la distracción, me encuentro suponiéndome que sería bueno ser célebre, que sería agradable ser halagado, que sería brillante ser triunfal! Pero no consigo visualizarme en esos papeles de cima sino con una carcajada del otro yo que tengo siempre cerca como una calle de la Baja[47]. ¿Me veo célebre? Pero me veo célebre como contable. ¿Me siento exaltado a los tronos del ser conocido? Pero la cosa sucede en la oficina de la Calle de los Doradores[48] y los muchachos son un obstáculo. ¿Me oigo aplaudido por multitudes variadas? El aplauso llega al cuarto piso en el que vivo y tropieza con el mobiliario basto de mi cuarto barato, con lo que me rodea, y me humilla desde la cocina […] al sueño. Ni siquiera he tenido despreciables castillos en España[49], como los grandes españoles de todas las ilusiones. Los míos han sido los naipes, viejos, sucios, de una baraja incompleta con la que no se podría jugar más[50]; no se me han caído, hubo que destruirlos, con un gesto de la mano, bajo el impulso impaciente de la criada vieja, que quería extender en toda la mesa el mantel echado en la mitad de allá, porque había sonado la hora del té como una maldición del Destino. Pero incluso esto es una visión inútil, pues no tengo la casa provinciana, con las tías viejas, a cuya mesa se tome, al final de una velada familiar, un té que me sepa a reposo. Mi sueño ha fracasado hasta en las metáforas y en las figuraciones. Mi imperio no ha llegado ni a las cartas viejas de jugar. Mi victoria ha fracasado sin una tetera ni un gato antiquísimo. Me moriré como he vivido, entre el baratillo de los alrededores, tasado al peso entre los proscritos de lo perdido.
40
Lo que hay de más deleznable en los sueños es que todos los tienen. En algo piensa en la oscuridad el cargador que se amodorra de día contra la farola en el intervalo de los carreteos. Sé en qué entrepiensa: es en lo mismo en que yo me abismo entre asentamiento y asentamiento en el tedio estival de la oficina tranquilísima.
41
Me da más pena de los que sueñan lo probable, lo legítimo y lo próximo, que de los que devanean sobre lo lejano y lo extraño. Los que sueñan en grande, o están locos y creen en lo que sueñan y son felices, o son devaneadores sencillos, para quienes el devaneo es una música del alma que los arrulla sin decirles nada. Pero el que sueña lo posible tiene la posibilidad real de la verdadera desilusión. No puede pesarme mucho el haber dejado de ser emperador romano, pero puede dolerme el no haberle hablado nunca a la costurera que, hacia las nueve, dobla siempre la esquina de la derecha. El sueño que nos promete lo imposible ya nos priva con eso de ello, pero el sueño que nos promete lo posible se entromete en la propia vida y delega en ella su solución. Uno, vive exclusivo e independiente; el otro, sometido a las contingencias del acontecer.
Por eso amo los paisajes imposibles y las grandes zonas desiertas de las llanuras en las que nunca voy a estar. Las épocas históricas pasadas son de pura maravilla, pues, desde luego, no puedo pensar que se realizarán conmigo. Duermo cuando sueño lo que no existe; me despierto cuando sueño lo que puede existir.
Me asomo, desde una de las ventanas de la oficina abandonada a mediodía, a la calle en la que mi distracción siente movimientos de gente en los ojos, y no los ve, desde la distancia de mi meditación. Me duermo sobre los codos, donde me duele la barandilla, y sé de nada con una gran promesa. Los pormenores de la calle sin animación por la que muchos andan se me destacan en un alejamiento mental: los cajones apiñados en el carro, los sacos a la puerta del almacén del otro y, en el escaparate distante de la tienda de ultramarinos de la esquina, el vislumbre de las botellas de ese vino de Oporto que sueño que nadie puede comprar. Se me aísla el espíritu de la mitad de la materia. Investigo con la imaginación. La gente que pasa por la calle es siempre la misma que ha pasado hace poco, es siempre el aspecto fluctuante de alguien, manchas sin movimiento, voces de incertidumbre, cosas que pasan y no llegan a suceder.
La anotación con la conciencia de los sentidos, antes que con los mismos sentidos… La posibilidad de otras cosas… Y, de repente, suena, detrás de mí, en la oficina, la llamada metafísicamente abrupta del mancebo. Siento que podría matarlo por haber interrumpido lo que no estaba pensando. Le miro, volviéndome, con un silencio lleno de odio, escucho anticipadamente, con una tensión de homicidio latente, la voz que va gastar en decirme algo. Se sonríe desde el fondo de la casa y me da las buenas tardes en voz alta. Le odio como al universo. Tengo los ojos pesados de sopor.
42
Como los días en que la tronada se prepara y los ruidos de la calle hablan alto con una voz solitaria.
La calle se fruncía de luz intensa y pálida y la negrura sucia[51] tembló, de este a oeste del mundo, con un estruendo de reventones ecoantes… La tristeza dura de la lluvia bruta empeoró al aire negro de intensidad fea. Frío, tibio, caliente —todo al mismo tiempo—, el aire estaba equivocado en todas partes. E, inmediatamente, por la amplia sala, una cuña de luz metálica abrió brecha en los reposos de los cuerpos humanos y, con el sobresalto helado, un pedrizal de sonidos golpeó en todas partes, destrizándose en un solo silencio grande[52]. El sonido de la lluvia disminuye como una voz de menos peso. El ruido de las calles ha disminuido angustiosamente. Una nueva luz, de un amarillento rápido, entolda la negrura sorda, pero ha habido ahora una respiración posible antes que el puño[53] del son trémulo ecoase súbito desde otro punto; como una despedida malhumorada, empezaba a no estar aquí.
con un susurro arrastrado y acabado, sin luz en la luz que aumentaba, el temblor de la tronada se calmaba[54] en las anchas lejanías —rodaba[55] en Almada[56]…
Una súbita luz formidable se astilla (…) Todo se ha parado de repente. Los corazones se han parado un momento. Todos son personas muy sensibles. El silencio aterra como si hubiera muerte. El sonido de la lluvia que aumenta, alivia como lágrimas de todo[57]. Hay plomo.
43
Desde el principio empañado del día caliente y falso, unas nubes oscuras y de contornos mal rotos rondaban a la ciudad oprimida. Por los lados a los que llamamos de la barra[58], sucesivas y torvas, esas nubes se superponían, y una anticipación de tragedia se entendía con ellas desde el indefinido torpor[59] de las calles contra el sol alterado.
Era mediodía y ya, a la salida para el almuerzo, pesaba una esperanza mala en la atmósfera empalidecida. Harapos de nubes harapientas negreaban en su delantera. El cielo, hacia los lados del Castillo[60], estaba limpio, pero de un azul malo. Hacía sol pero no apetecía disfrutar de él.
A la una y media de la tarde, al regresar a la oficina, parecía más limpio el cielo, pero sólo hacia un lado antiguo. Sobre los lados de la barra estaba, verdaderamente, más descubierto. Sobre la parte norte de la ciudad, sin embargo, las nubes se juntaban lentamente en una sola nube —negra, implacable— que avanzaba lentamente con garras romas de blanco ceniciento en la punta de los brazos negros. Dentro de poco alcanzaría al sol, y los ruidos de la ciudad parece que se sofocaban con el esperarla. Estaba, o parecía, un poco más límpido el cielo por los lados del este, pero el calor resultaba más desagradable. Se sudaba en la sombra de la habitación grande de la oficina. «Por ahí viene una buena tormenta», dijo Moreira, y volvió la página del Libro Mayor.
A las tres de la tarde ya había fracasado toda la acción del sol. Fue preciso —y era triste porque era verano— encender la luz eléctrica: primero al fondo de la habitación grande, donde estaban empaquetando las remesas, después ya en medio de la habitación, donde se hacía difícil hacer sin cometer errores las guías de las remesas y anotar en ellas los números de las señales del ferrocarril. Por fin, ya eran casi las cuatro, hasta nosotros —los privilegiados de las ventanas— no veíamos agradablemente para trabajar. La oficina fue iluminada. El patrón Vasques tiró de la antepuerta del despacho y dijo al salir: «Moreira, yo tenía que ir a Bemfica[61] pero no voy; se va a hartar de llover». «Y es por aquel lado», respondió Moreira, que vivía al lado de la Avenida[62]. Los ruidos de la calle se destacaron de repente, se alteraron un poco, y era, no sé por qué, un poco triste el sonido de la campanilla de los tranvías en la calle paralela y cercana.
44
(STORM)[63]
Sobra silencio oscuro lívidamente. A su modo, cerca, entre el errar raro y rápido de los carros, un camión truena: eco ridículo, mecánico, de lo que va, real, en la distancia próxima de los cielos.
De nuevo, sin aviso, borbotea luz magnética, pestañeando. Late el corazón una aspiración breve. Se rompe una redoma en lo alto, en astillas grandes de cúpula. Una sábana dura[64] de lluvia mala agrede al sonido del suelo.
(patrón Vasques) Su cara lívida está de un verde falso y desorientado. Lo noto, entre el aire difícil del pecho, con la fraternidad de saber que también estaré así [65].
45
Como una esperanza negra, algo más anticipador pairó; la misma lluvia pareció intimidarse; una negrura sorda se calló sobre el ambiente. Y de pronto, como un grito, un formidable día se astilló. Una luz de infierno frío había visitado el contenido de todo y llenado los cerebros y los rincones. Todo desmayó. Un peso cayó de todo porque el golpe había pasado. La lluvia triste era alegre con su ruido bruto y humilde. Sin querer, el corazón se sentía, y pensar era un aturdimiento. Una vaga religión se formaba en la oficina. Nadie estaba siendo quien era, y el patrón Vasques apareció a la puerta del despacho para pensar en decir algo. Moreira sonrió, teniendo todavía en los alrededores de la cara la amarillez del miedo súbito. Y su sonrisa decía que sin duda el trueno siguiente debería sonar más lejos. Un coche rápido estorbó alto los ruidos de la calle. Involuntariamente, el teléfono tiritó. El patrón Vasques, en vez de retroceder hacia la oficina, avanzó hacia el aparato de la habitación grande. Se produjo un reposo y un silencio y la lluvia caía como una pesadilla. El patrón Vasques se olvidó del teléfono, que no había sonado más. El mancebo se movió, al fondo de la casa, como una cosa incómoda.
Una alegría grande, llena de reposo y de liberación, nos desconcertó a todos. Trabajamos medio aturdidos, agradables, sociables con una profusión natural. El mancebo, sin que nadie se lo dijese, abrió las ventanas de par en par. Un olor a cosa fresca entró, con el aire de agua, por la habitación grande. La lluvia, ya leve, caía humildemente. Los ruidos de la calle, que seguían siendo los mismos, eran diferentes. Se oía la voz de los carreteros, y eran gente de verdad. Nítidamente, en la calle de al lado, las campanillas de los tranvías mostraban cierta sociabilidad con nosotros. Una carcajada de niño desierto[66] hizo de canario en la atmósfera limpia. La lluvia leve decreció.
Eran las seis. Se cerraba la oficina. El patrón Vasques dijo, con la antepuerta entreabierta, «Pueden salir», y lo dijo como una bendición comercial. Me levanté en seguida, cerré el libro y lo guardé. Puse el cortaplumas, visiblemente, en la depresión del tintero y, avanzando hacia Moreira, le dije «hasta mañana» lleno de esperanza, y le estreché la mano como después de un gran favor.
46
Cuando otra virtud no haya en mí, hay por lo menos la de la perpetua novedad de la sensación libre.
Bajando hoy por la Calle Nueva de Almada[67], me fijé de repente en la espalda del hombre que bajaba delante de mí. Era la espalda vulgar de un hombre cualquiera, la chaqueta de un traje modesto en una espalda de transeúnte ocasional. Llevaba una cartera vieja bajo el brazo izquierdo, y ponía en el suelo, al ritmo de ir andando, un paraguas cerrado, que cogía por el puño con la mano derecha.
Sentí de repente por aquel hombre algo parecido a la ternura. Sentí en él la ternura que se siente por la común vulgaridad humana, por lo trivial cotidiano del cabeza de familia que va a trabajar, por su hogar humilde y alegre, por los placeres alegres y tristes de que forzosamente se compone su vida, por la inocencia de vivir sin analizar, por la naturaleza animal de aquella espalda vestida.
Volví los ojos a la espalda del hombre, ventana por la que vi estos pensamientos.
La sensación era exactamente idéntica a la que nos asalta ante alguien que duerme. Todo lo que duerme es niño de nuevo. Tal vez porque en el sueño no se puede hacer mal, y no se da cuenta de la vida, el mayor criminal, el más redomado egoísta es sagrado, por una magia natural, mientras duerme. Entre matar a quien duerme y matar a un niño no conozco diferencia que se sienta.
Ahora duerme la espalda de este hombre. Todo él, que camina delante de mí con pasos iguales a los míos, duerme. Va inconsciente. Vive inconsciente. Duerme, porque todos dormimos. Toda vida es un sueño. Nadie sabe lo que hace, nadie sabe lo que quiere, nadie sabe lo que sabe. Dormimos la vida, eternos niños del Destino. Por eso siento, si pienso con esta sensación, una ternura informe e inmensa por toda la humanidad infantil, por toda vida social durmiente, por todos, por todo.
Es un humanismo directo, sin conclusiones ni propósitos, el que me asalta en este momento. Sufro una ternura como si un dios viese. Los veo a todos a través de una compasión de único consciente, los pobres diablos de hombres, el pobre diablo de la humanidad. ¿Qué está haciendo aquí todo esto?
Todos los movimientos e intenciones de la vida, desde la sencilla vida de los pulmones hasta la construcción de ciudades y el trazado de fronteras de los imperios, los considero una somnolencia, cosas como sueños o reposos, sucedidas involuntariamente entre una realidad y otra realidad, entre un día y otro día de lo Absoluto. Y, como alguien abstractamente maternal, me inclino de noche sobre los hijos malos igual que sobre los buenos, comunes en el sueño en que son míos. Me enternezco con una largueza de cosa infinita.
Desvío los ojos de la espalda de mi adelantado, y pasándolos a todos los demás, cuantos van andando por esta calle, a todos los abarco nítidamente en la misma ternura absurda y fría que me ha llegado de los hombros del inconsciente al que sigo. Todo esto es lo mismo que él; todas estas chicas que hablan camino del taller, estos empleados jóvenes que ríen camino de la oficina, estas criadas con senos que regresan de las compras pesadas, estos mozos de los primeros transportes: todo esto es una misma inconsciencia diversificada por caras y cuerpos que se distinguen, como marionetas movidas por las cuerdas que van a dar a los mismos dedos de la mano de quien es invisible. Pasan por todas las actitudes con que se define la conciencia, y no tienen conciencia de nada, porque no tienen conciencia de tener conciencia. Unos inteligentes, otros estúpidos, son todos igualmente estúpidos. Unos viejos, otros jóvenes, son de la misma edad. Unos hombres, otros mujeres, son del mismo sexo que no existe.
47
Hay días en que cada persona que encuentro y, aún más, las personas con las que convivo cotidianamente y a la fuerza, asumen aspecto de símbolos y, o aislados o juntándose, forman una escritura profética u oculta, descriptiva en sombras de mi vida. La oficina se me vuelve una página con palabras de gente; la calle es un libro; las palabras cambiadas con los habituales, los desacostumbrados que encuentro, son decires para los que me falta el diccionario pero no del todo el entendimiento. Hablan, expresan, sin embargo no es de ellos de quien hablan, ni es a ellos a quienes expresan; son palabras, lo he dicho, y no muestran, dejan transparecer. Pero, en mi visión crepuscular, sólo vagamente distingo lo que esas vidrieras súbitas, reveladas en la superficie de las cosas, admiten del interior que velan y revelan. Entiendo sin conocimiento, como un ciego al que hablasen en colores.
Pasando a veces por la calle, oigo trozos de conversaciones íntimas, y casi todas son de la otra mujer, del otro hombre, del muchacho de la alcahueta o de la amante de aquel…
Llevo, sólo por haber oído estas sombras de discurso humano que es, a fin de cuentas, todo aquello en que se ocupan la mayoría de las vidas conscientes, un tedio de asco, una angustia de exilio entre arañas y la conciencia súbita de mi encogimiento entre la gente real; la condenación de ser vecino igual, ante el señorío y el sitio, de los otros inquilinos de la aglomeración mirando con asco, por entre las verjas traseras del almacén del entresuelo, la basura ajena que se amontona con la lluvia en el zaguán que es mi vida.
48
Tres días seguidos de calor sin calma, tempestad latente en el malestar de la quietud de todo, han traído, porque la tempestad se ha escurrido hacia otro sitio, un leve fresco tibio y grato a la superficie lúcida de las cosas. Así a veces, en este decurso de la vida, el alma, que ha sufrido porque la vida le ha pesado, siente súbitamente un alivio, sin que haya sucedido en ella nada que lo explique.
Concibo que seamos climas sobre los que gravitan amenazas de tormenta, realizadas en otro sitio.
La inmensidad vacía de las cosas, el gran olvido que hay en el cielo y la tierra…
49
/DIARIO AL ACASO/[68]
Todos los días la Materia me maltrata. Mi sensibilidad es una llama al viento.
Paso por una calle y estoy viendo en la cara de los transeúntes, no la expresión que realmente tienen, sino la expresión que tendrían para conmigo si conociesen mi vida, y cómo soy yo, si se transparentase en mis gestos y en mi rostro la ridícula y tímida anormalidad de mi alma. En ojos que no miran, sospecho burlas que encuentro naturales, dirigidas contra la excepción inelegante que soy entre un montón de gente que hace y goza; y en el fondo supuesto de fisonomías que pasan, carcajada de la tímida gesticulación de mi vida, una conciencia de ella que sobrepongo e interpongo. En vano, después de pensar esto, procuro convencerme de que de mí, y sólo de mí, la idea de la burla y del oprobio sutil parte y chorrea. No puedo ya llamar a mí la imagen del verme ridículo, una vez objetivado en los demás. Me siento, de repente, sofocar y dudar en una estufa de mofas y enemistades. Todos me apuntan con el dedo desde el fondo de sus almas. Me lapidan con alegres y desdeñosas burlas todos los que pasan junto a mí. Camino entre fantasmas enemigos que mi imaginación enferma ha imaginado y localizado en personas reales. Todo me abofetea y escarnece. Y a veces, en pleno en medio de la calle —inobservado, al final—, me paro, dudo, busco algo así como una súbita nueva dimensión, una puerta hacia el interior del espacio, donde huir sin demora de mi conciencia de los demás, de mi intuición demasiado objetivada de la realidad de las vivas almas ajenas.
¿Será que mi costumbre de colocarme en el alma de los demás me lleva a verme como me ven los demás, o me verían si se fijasen en mí? Sí. Y una vez que me doy cuenta de cómo sentirían respecto a mí si me conociesen, es como si lo sintiesen de verdad, lo estuviesen sintiendo, y sintiéndolo, expresándolo en aquel momento. Convivir con los otros es una tortura para mí. Y tengo a los otros en mí. Incluso lejos de ellos, estoy forzado a su convivencia. Solo, me rodean multitudes. No tengo hacia dónde huir, a no ser que huya de mí.
¡Oh grandes montones al crepúsculo, calles casi estrechas a luz de la luna, tener vuestra inconsciencia de las (…) vuestra espiritualidad de Materia sólo, sin criterio, sin sensibilidad, sin dónde poner sentimientos ni pensamientos, ni desasosiegos espirituales! ¡Árboles tan sólo árboles con una verdura tan agradable a los ojos, tan exterior a mis cuidados y a mis penas, tan consoladora para mis angustias porque no tenéis ojos con que mirarlas ni alma que, mirable por esos ojos, puedan no comprenderlas y burlarse de ellas! ¡Piedras del camino, troncos /mutilados/, mera tierra anónima del suelo de todas partes, hermana mía porque vuestra insensibilidad ante mi alma es una caricia y un reposo […] al sol o bajo la luna de la Tierra, mi madre, tan enternecidamente madre mía, porque ni siquiera puedes criticarme, como puede mi propia madre humana, porque no tienes alma con que, sin pensar en eso, analizarme, ni rápidas miradas que traigan pensamientos de mí que ni a ti misma te confieses. Mar enorme, mi ruidoso compañero de la infancia, que me descansas y me arrullas, porque tu voz no es humana y no puede un día citar en voz baja a oídos humanos mis flaquezas, y mis imperfecciones. Cielo vasto, cielo azul, cielo cercano al misterio de los ángeles […] (…) tú no me miras con ojos verdes, tú, si te pones el sol al pecho, no lo haces para atraerme, ni si te (…) de estrellas la antehaces para desdeñarme… Paz inmensa de la Naturaleza, materna por su ignorancia de mí; sosiego apartado […] tan hermano en tu nada poder saber de mí… Yo querría rezar a vuestra unidad y a vuestra calma, como muestra de gratitud que nos trae el poder amar sin sospechas ni dudas; querría prestar oídos a vuestro no poder oír, […] dar ojos a vuestra sublime […] y ser objeto de vuestras atenciones por esos supuestos ojos y oídos, consolado de estar presente ante vuestra Nada, atento, como de una muerte definitiva, para lejos, sin esperanza de otra vida, más allá de un Dios y de una posibilidad de que fueses[69] voluptuosamente viejo y del color espiritual de todas las materias.
50
Hablar es tener demasiadas consideraciones con los demás. Por la boca mueren el pez y Oscar Wilde.
51
Desde que las últimas lluvias han pasado hacia el sur, y sólo ha quedado el viento que las barrió, ha regresado a las aglomeraciones de la ciudad la alegría del sol seguro y ha aparecido mucha ropa blanca colgada saltando en las cuerdas estiradas por los palos en las ventanas altas de las casas de todos los colores.
También me he puesto yo contento, porque existo. He salido de casa con un gran objetivo, que era, al final, llegar a tiempo a la oficina. Pero, este día, la propia compulsión de la vida participaba de aquella otra buena compulsión que hace que el sol venga a las horas del almanaque, conforme a la latitud y a la longitud de los lugares de la tierra. Me he sentido feliz porque no podía sentirme desgraciado. He bajado la calle reposadamente, lleno de seguridad, porque, en fin, la oficina conocida, la gente conocida que hay en ella, eran seguridades. No es de admirar que me sintiese libre, sin saber de qué. En los cestos puestos en los bordes de las aceras de la Calle de la Plata[70], los plátanos en venta, bajo el sol, eran de un amarillo grande.
Me contento, después de todo, con muy poco: el que haya cesado la lluvia, el que haya un sol bueno en este Sur feliz, plátanos más amarillos porque tienen manchas negras, la gente que los vende porque habla, las aceras de la Calle de la Plata, el Tajo al fondo, azul verdoso tirando a oro, todo este rincón doméstico del sistema del Universo.
Llegará el día en que ya no vea esto, en que sobrevivirán los plátanos del borde de la acera, y las voces de las vendedoras sagaces, y los periódicos del día que el pequeño ha desplegado de un lado a otro de la esquina en la otra acera de la calle. Bien sé que los plátanos serán otros y que las vendedoras serán otras, y que los periódicos tendrán, para quien se incline[71] a verlos, una fecha que no es la de hoy. Pero ellos, porque no viven, duran aunque sean otros; yo, porque vivo, paso aunque sea el mismo.
Este momento, podría solemnizarlo comprando plátanos, pues me parece que en éstos se ha proyectado todo el sol del día como una linterna sin máquina. Pero me da vergüenza de los rituales, de los símbolos, de comprar cosas en la calle. Podrían no envolver bien los plátanos, no vendérmelos como deben ser vendidos por no saber yo comprarlos como deben ser comprados. Podrían extrañar mi voz al preguntar el precio. Más vale escribir que atreverse a vivir, aunque vivir no fuese[72] más que comprar plátanos al sol, mientras hay sol y hay plátanos en venta[73].
Más tarde, quizá… Sí, más tarde… Otro, quizá… No sé…
52
Cuando duermo muchos sueños, salgo a la calle, con los ojos abiertos, todavía con el rastro y la seguridad de ellos. Y me pasmo de mi automatismo, con el que los demás me desconocen. Porque atravieso la vida cotidiana sin soltar la mano de la nodriza astral, y mis pasos por la calle van de acuerdo y consonantes con oscuros designios de la imaginación del sueño. Y, por la calle, voy seguro; no voy oscilando; respondo bien; existo.
Pero, cuando se produce un intervalo, y no tengo que vigilar el curso de mi marcha, para evitar vehículos o no estorbar a los peatones, cuando no tengo que hablarle a alguien, ni me pesa la entrada de una puerta próxima, me voy de nuevo por las aguas del sueño, como un barquito de papel, y de nuevo regreso a la ilusión mortecina que me arrulla la vaga conciencia de la mañana que nace entre el ruido de los carros de hortaliza.
Y entonces, en plena vida, es cuando el sueño tiene grandes funciones de cine. Bajo por una calle ideal de la Baja[74] y la realidad de las vidas que no existen me ata, con cariño, a la cabeza un trapo blanco de reminiscencias falsas. Soy navegante en un desconocimiento de mí. Lo he vencido todo donde nunca he estado. Y es una brisa nueva esta somnolencia con que puedo andar, inclinado hacia delante con una marcha casi imposible.
Cada cual tiene su alcohol. Tengo alcohol suficiente con existir. Borracho de sentirme, vagabundeo y voy seguro. Si es hora, me recojo en la oficina como cualquier otro. Si no es hora, voy hasta el río a mirar el río, como cualquier otro. Y, por detrás de esto, cielo mío, me constelo a escondidas y tengo mi infinito.
20-7-1930.
53
Una sola cosa me maravilla más que la estupidez con que la mayoría de los hombres vive su vida: es la inteligencia que hay en esa estupidez.
La monotonía de las vidas vulgares es, aparentemente, pavorosa. Estoy almorzando en este restaurante vulgar, y miro, más allá del mostrador, la figura del cocinero; y aquí, a mi lado, está de pie el camarero viejo que me sirve, como hace treinta años, creo, sirve en esta casa. ¿Qué vidas son las de estos hombres? Hace cuarenta años que aquella figura de hombre vive casi todo el día en una cocina; tiene unas breves vacaciones; duerme relativamente pocas horas; va de vez en cuando al pueblo, del que vuelve sin duda y sin pena; almacena lentamente dinero lento, que no se propone gastar; se pondría enfermo si tuviera que retirarse de su cocina (definitivamente) para irse a los campos que ha comprado en Galicia[75]; está en Lisboa hace cuarenta años y nunca ha ido, ni siquiera a la Rotonda[76] ni a un teatro, y tiene un solo día de Coliseo: payasos en los vestigios interiores de su vida. Se casó no sé cómo ni porqué, tiene cuatro hijos y una hija, y su sonrisa, al inclinarse, desde el lado de allá del mostrador hacia donde estoy, expresa una gran, una solemne, una contenta felicidad. Y no simula, ni qué razón tiene para simular. Si la siente es porque verdaderamente la tiene.
¿Y el camarero viejo que me sirve, y que acaba de poner ante mí el que debe ser el millonésimo café de su puesta de café en las mesas? Tiene la misma vida que el cocinero, apenas con la diferencia de cuatro o cinco metros: los que hay de la localización del uno en la cocina a la localización del otro en la parte de fuera de la casa de comidas. Por lo demás, sólo tiene dos hijos, va más veces a Galicia, ha visto Lisboa más que el otro, y conoce Oporto, donde estuvo hace cuatro años, y es igual de feliz.
Examino, con un asombro asustado, el panorama de estas vidas, y descubro, cuando voy a sentir horror, pena, indignación ante ellas, que quien no siente horror, ni pena, ni indignación, son los mismos que tendrían derecho a sentirlos, son los mismos que viven esas vidas. Es el error central de la imaginación literaria: suponer que los otros son nosotros y que deben sentir como nosotros. /Pero afortunadamente para la humanidad, cada hombre es solamente quien es, siéndole dado el genio, únicamente, el ser algunos otros más./
Todo, a fin de cuentas, se da en relación a aquello en que se da. Un pequeño incidente callejero, que llama a la puerta al cocinero de esta casa, le entretiene más que me entretiene a mí la contemplación de la idea más original, la lectura del mejor libro, el más grato de los sueños inútiles. Y si la vida es esencialmente monotonía, el hecho es que él se ha librado de la monotonía con más facilidad que yo. Y se escapa de la monotonía más fácilmente que yo. La verdad no está con él ni conmigo, porque no está con nadie; pero la felicidad está verdaderamente con él.
Sabio es quien monotoniza la existencia, puesto que entonces cada pequeño incidente tiene un privilegio de maravilla. El cazador de leones no tiene aventuras más allá del tercer león. Para mi cocinero monótono, una escena de bofetadas en la calle tiene siempre algo de apocalipsis modesto. Quien no ha salido nunca de Lisboa viaja al infinito en el tranvía cuando va a Bemfica[77] y, si un día va a Cintra[78], siente que ha ido a Marte. El viajero que ha recorrido toda la Tierra, de cinco mil millas en adelante no encuentra novedades, porque sólo encuentra cosas nuevas; otra vez la novedad, la vejez de lo eterno nuevo, pero el concepto abstracto de novedad se quedó en el mar con la segunda de ellas.
Un hombre puede, si posee verdadera sabiduría, disfrutar del espectáculo completo del mundo en una silla, sin saber leer, sin hablar con nadie, sólo mediante el uso de los sentidos y el alma no saber estar triste.
Monotonizar la existencia, para que no sea monótona. Tornar anodino lo cotidiano, para que la más pequeña cosa sea una distracción. En medio de mi trabajo de todos los días, oscuro, igual e inútil, me surgen visiones de fuga, huellas soñadas de islas lejanas, fiestas en avenidas de parques de otras eras, otros paisajes, otros sentimientos, otro yo. Pero reconozco, entre dos asientos, que si tuviese todo eso, nada de eso sería mío. Más vale, en realidad, el patrón Vasques que los Reyes del Ensueño, más vale, en realidad, la calle de los Doradores que las grandes avenidas de los parques imposibles. Teniendo al patrón Vasques, puedo disfrutar del sueño de los Reyes del Ensueño; teniendo la oficina de la calle de los Doradores, puedo disfrutar de la visión interior de los paisajes que no existen. Pero si tuviese a los Reyes del Ensueño, ¿qué me quedaría por soñar? Si tuviese los paisajes imposibles, ¿qué me quedaría de imposible?
La monotonía, la igualdad sin brillo de los días iguales, la ninguna diferencia entre hoy y ayer —que esto me quede siempre, con el alma despierta para disfrutar de la mosca que me distrae, cuando pasa por casualidad ante mis ojos, de la carcajada que se levanta voluble desde la calle indeterminada, la vasta liberación de ser hora de cerrar la oficina, el descanso infinito de un día de fiesta.
Puedo imaginarlo todo, porque no soy nada. Si fuese algo, no podría imaginar. El ayudante de contabilidad puede soñarse emperador romano; el Rey de Inglaterra está privado de ser, en sueños, otro rey distinto del que es. Su realidad no le deja sentir.
54
Y así como sueño, raciocino si quiero[79], porque esto es apenas otra especie de sueño.
Príncipe de mejores ocasiones, otrora fui tu princesa, y nos amamos con un amor de otra especie, cuya memoria me duele.
55
El calor, como una ropa invisible, dan ganas de quitárselo.
56
TORMENTA
Este aire bajo de nubes paradas. El azul del cielo estaba sucio de blanco transparente.
El mozo, al fondo de la oficina, suspende durante un minuto el cordel alrededor del bulto eterno…
«Qué […] hace», comenta estadísticamente[80].
Un silencio frío. Los ruidos de la calle como si fueran cortados a cuchillo. Se ha sentido, prolongadamente, como un malestar de todo, un suspender cósmico de la respiración. Se ha parado el universo entero. Momentos, momentos, momentos. La tiniebla se ha encarbonado de silencio.
Súbitamente, acero vivo, (…)
¡Qué humano era el campanillazo metálico de los tranvías! ¡Qué paisaje alegre la simple lluvia en la calle resucitada del abismo!
¡Oh Lisboa, hogar mío!
¿1930?
57
Me sentí inquieto ya. De repente, el silencio había dejado de respirar.
Súbitamente, de acero, un día infinito se astilló. Me agaché, animal, contra la mesa, con las manos garras inútiles encima del tablero liso. Una luz sin alma entró en los rincones y en las almas, y un sonido de montaña próxima se precipitó de lo alto, rasgando con un grito el velo duro[81] del abismo. Se paró mi corazón. Me latió la garganta. Mi conciencia sólo vio un borrón de tinta en un papel.
58
Primero es un sonido que forma otro sonido, en la concavidad nocturna de las cosas. Después es un aullido vago, acompañado del oscilar rozado de los letreros de la calle. Después, todavía, hay un alto de pronto en la voz lavada[82] del espacio, y todo se estremece, y no oscila y hay silencio en el miedo de todo esto con un miedo sordo que sólo […] cuando ha pasado.
Después no hay nada más que el viento, y me doy cuenta con sueño de que las puertas se estremecen presas y las ventanas producen un sonido de cristal que resiste.
No duermo. Entresueño.
Tengo vestigios en la conciencia. Pesa en mí el sueño sin que la inconsciencia pese… No soy. El viento… Despierto y vuelvo a dormirme, todavía no me he dormido. Hay un paisaje de ruido alto y torvo más allá de que me desconozco. Disfruto, recatado, la posibilidad de dormir. En efecto duermo, pero no sé si duermo. Hay siempre en lo que creemos[83] que es el ruido un ruido de final de todo, el viento en lo oscuro, y, si sigo escuchando, el ruido de los pulmones y del corazón.
59
El viento se levanta… Primero era como la voz de un vacío… un soplar del espacio dentro de un agujero, una falta en el silencio del aire. Después eleva un sollozo, un sollozo del mundo, el sentirse que temblaban vidrieras y que era realmente viento. Después sonó más alto, bramido sordo, un bramar[84] sin ser un crujir de cosas, un caer de pedazos, un átomo del fin del mundo.
Después, parecía que (…)
(Posterior a 1923).
60
Entré en la barbería de la manera acostumbrada, con el placer de serme fácil entrar sin embarazo en las casas conocidas. Mi sensibilidad de lo nuevo es angustiosa: tengo calma sólo donde ya he estado.
Cuando me senté en la butaca, pregunté, por un acaso que recuerda, al muchacho barbero que me estaba poniendo al cuello un paño frío y limpio, qué tal le iba al compañero de la butaca derecha, más viejo y con ingenio, que estaba enfermo. Le pregunté sin que me apremiase la necesidad de preguntar: se me ocurrió la oportunidad por el local y el recuerdo. «Se murió ayer», respondió sin entonación la voz que estaba detrás del paño y de mí, y cuyos dedos se levantaban de la última inserción en la nuca, entre mí y el cuello de la camisa. Toda mi buena disposición irracional se murió de repente, como el barbero eternamente ausente de la butaca de al lado. Hizo frío en todo cuanto pienso. No dije nada.
¡Añoranzas! Las tengo hasta de lo que no ha sido nunca mío, debido a una angustia de fuga del tiempo y una enfermedad del misterio de la vida. Caras que veía habitualmente en mis calles habituales, si dejo de verlas, me entristezco; y no han sido nada mío, a no ser el símbolo de toda la vida.
¿El viejo sin interés de las polainas sucias, que se cruzaba frecuentemente conmigo a las nueve y media de la mañana? ¿El vendedor de lotería cojo que me molestaba inútilmente? ¿El vejete redondo y colorado del puro a la puerta de la tabaquería? ¿El dueño pálido de la tabaquería? ¿Qué se ha hecho de todos ellos, que, porque los vi y volví a verlos, fueron parte de mi vida? Mañana también desapareceré yo de la Calle de la Plata, de la Calle de los Doradores, de la Calle de los Lenceros. Mañana, también yo —el alma que siente y piensa, el universo que soy para mí— sí, mañana yo también seré el que dejó de pasar por estas calles, el que otros vagamente evocarán con un «¿qué será de él?» Y todo cuanto hago, todo cuanto siento, todo cuanto vivo, no será más que un transeúnte menos en la cotidianeidad de las calles de una ciudad cualquiera.
¿1934?
61
Cualquier cambio de las horas habituales trae siempre al espíritu una novedad fría, un placer levemente desconsolador. Quien tiene la costumbre de salir de la oficina a las seis, y por casualidad sale a las cinco, tiene desde luego una vacación mental y algo que parece una pena de no saber qué hacer de sí.
Ayer, porque tenía que resolver un asunto lejos, salí de la oficina a las cuatro, y a las cinco había terminado mi tarea distante. No suelo estar en la calle a esa hora, y por eso estaba en una ciudad diferente. El tono lento de la luz en las fachadas habituales era de una dulzura inútil, y los transeúntes de siempre pasaban junto a mí en la ciudad de al lado, marineros desembarcados de la escuadra de ayer noche.
Era todavía hora de que estuviese abierta la oficina. Me recogí en ella ante el asombro general de los empleados, de quienes ya me había despedido. De vuelta, ¿eh? Sí, de vuelta. Estaba allí libre de sentir, solo con los que me acompañaban sin que, espiritualmente, estuviesen allí para mí… Era en cierto modo el hogar, es decir, el lugar en el que no se siente.
62
Amo, en las tardes demoradas del verano, el sosiego de la parte baja de la ciudad, y sobre todo ese sosiego que el contraste acentúa allí donde el día se sumerge en un bullicio mayor. La Calle del Arsenal, la Calle de la Aduana, la prolongación de las calles tristes que se arrastran hacia el este a partir de donde termina la Aduana, toda la línea apartada de los muelles tranquilos —todo esto me consuela tristemente, si me introduzco, esas tardes, en la soledad de su conjunto. Vivo una época anterior a aquella en que vivo; disfruto de sentirme coevo de Cesário Verde[85], y tengo en mí, no otros versos como los suyos, sino la substancia igual a la de los versos que fueron suyos.
Arrastro por allí, hasta que llega la noche, una sensación de vida parecida a la de esas calles. De día, están llenas del bullicio que no quiere decir nada; de noche, están llenas de una falta de bullicio que no quiere decir nada. Yo, de día soy nulo, y de noche soy yo. No existe diferencia entre mí y las calles del lado de la Aduana, salvo que ellas son calles y yo soy alma, lo que puede ser que no valga nada ante lo que es la esencia de las cosas. Hay un destino igual, porque es abstracto, para los hombres y para las cosas —una designación igualmente indiferente en el álgebra del misterio.
Pero hay algo más… En estas horas lentas y vacías, me sube del alma a la mente una tristeza de todo el ser, la amargura de ser al mismo tiempo una sensación mía y una cosa exterior, que no está en mi poder alterar. ¡Ah!, cuántas veces mis propios sueños se me imponen como cosas, no para substituirme a la realidad, sino para confesárseme sus pares en no quererlos yo, en surgirme por fuera como el tranvía que da la vuelta en la curva del extremo de la calle, o la voz del pregonero nocturno, de no sé qué cosa, que se destaca, tonada árabe, como un borbotón súbito, de la monotonía del atardecer[86].
Pasan matrimonios futuros, pasan las parejas de modistillas, pasan jóvenes con urgencia de placer, fuman en el paseo de siempre los jubilados de todo, en una u otra puerta se resguardan los vagos parados que son dueños de las tiendas. Lentos, fuertes y débiles, los reclutas sonambulizan en grupos ora muy ruidosos[87], ora más que ruidosos. Gente normal surge de vez en cuando. Allí, los automóviles no son muy frecuentes a estas horas […] En mi corazón hay una paz de angustia, y mi sosiego está hecho de resignación.
Pasa todo esto y nada de todo esto me dice nada, todo es ajeno a mi sentir, […] cuando el acaso tira piedras, ecos de voces desconocidas —ensalada colectiva de la vida.
El cansancio de todas las ilusiones y de todo lo que hay en las ilusiones: su pérdida, la inutilidad de tenerlas, el antecansancio de tener que tenerlas para perderlas, la amargura de haberlas tenido, la vergüenza intelectual de haberlas tenido sabiendo que tendrían tal fin.
La conciencia de la inconsciencia de la vida es el más antiguo impuesto a la inteligencia. Hay inteligencias inconscientes… brillos del espíritu, cadenas del entendimiento, voces […] y filosofías que tienen el mismo entendimiento que los reflejos corporales, que la administración que el hígado y los riñones hacen de sus secreciones.
63
Tengo grandes estancamientos. No es que, como todo el mundo, tarde días y días en contestar con una postal la carta urgente que me han escrito. No es que, como nadie, retrase indefinidamente lo fácil que me resulta útil, o lo útil que me resulta agradable. Hay más sutileza en mi falta de entendimiento conmigo mismo. Me estanco en el alma misma. Se produce en mí una suspensión de la voluntad, de la emoción, del pensamiento, y esta suspensión dura magnos días; sólo la vida vegetativa del alma —la palabra, el gesto, el hábito— me expresan yo para los demás, y, a través de ellos, para mí.
Durante estos períodos de sombra, soy incapaz de pensar, de sentir, de querer. No sé escribir más que guarismos, o rayas. No siento, y la muerte de quien amase me haría la impresión de haber sucedido en una lengua extranjera. No puedo; es como si durmiese y mis gestos, mis palabras, mis actos acertados, no fuesen más que una respiración periférica, instinto rítmico de un organismo cualquiera.
Así pasan días y días; no sé decir cuánto de mi vida, si hiciera la suma, no se habría pasado así. A veces me sucede que, cuando me desnudo de esta paralización, tal vez no me encuentre en la desnudez que supongo, y haya todavía prendas impalpables cubriendo la eterna ausencia de mi alma verdadera; se me ocurre que pensar, sentir, querer también pueden ser estancamientos, ante un más íntimo pensar, un sentir más mío, una voluntad perdida en algún lugar del laberinto de lo que realmente soy.
Sea como sea, dejo que sea. Y al dios o a los dioses que haya, abandono lo que soy, conforme la suerte manda y el acaso hace, fiel a un compromiso olvidado.
64
Estoy en un día en que me pesa, como un ingreso en la cárcel, la monotonía de todo. La monotonía de todo no es, sin embargo, sino la monotonía de mí. Cada rostro, aunque sea el de quien vimos ayer, es otro hoy, puesto que hoy no es ayer. Cada día es el día que es, y nunca ha habido otro igual en el mundo. Sólo en nuestra alma se encuentra la identidad —la identidad sentida, aunque falsa, consigo misma— mediante la cual todo se asemeja y se simplifica. El mundo es cosas destacadas y aristas diferentes; pero, si somos miopes, es una niebla insuficiente y continua.
Mi deseo es huir. Huir de lo que conozco, huir de lo que es mío, huir de lo que amo. Deseo partir —no para las indias imposibles, o para las grandes islas del sur de todo—, sino para el sitio cualquiera —aldea o yermo— que tenga en sí el no ser este sitio. Quiero no ver ya estos rostros, estas costumbres y estos días. Quiero reposar, ajeno, de mi fingimiento orgánico. Quiero sentir al sueño llegar como vida, y no como reposo. Una cabaña a la orilla del mar, una caverna, incluso, en la falda rugosa de una sierra, puede darme esto. Desgraciadamente, sólo mi voluntad no puede dármelo.
La esclavitud es la ley de la vida, y no hay otra ley, porque ésta tiene que cumplirse sin insurrección posible ni refugio que encontrar. Unos nacen esclavos, otros se vuelven esclavos, y a otros les es dada la esclavitud. El amor cobarde que todos tenemos a la libertad —que, si la tuviésemos, la extrañaríamos, por nueva, y la repudiaríamos— es la verdadera señal del peso de nuestra esclavitud. Yo mismo, que acabo de decir que desearía la cabaña o la caverna donde estuviese libre de la monotonía de todo, que es la de mí, ¿osaría yo partir para esa cabaña o caverna, sabiendo, por conocimiento, que, puesto que la monotonía es de mí, la habría de tener siempre conmigo? Yo mismo, que me ahogo donde estoy y porque estoy, ¿dónde respiraría mejor, si la enfermedad es de mis pulmones y no de los aires[88] que me rodean? Yo mismo, que anhelo alto el sol puro y los campos libres, el mar visible y el horizonte entero, ¿quién me asegura que no extrañaría la cama, o la comida, o no tener que bajar los ocho tramos de escalera hasta la calle, o no entrar en la tabaquería de la esquina, o no darle los buenos días al barbero ocioso?
Todo lo que nos rodea se vuelve parte de nosotros, se nos infiltra en la sensación de la carne y de la vida, y, baba de la gran araña, nos liga sutilmente a lo que nos rodea, enredándonos en un lecho suave de muerte lenta, donde oscilamos al viento. Todo es nosotros, y nosotros somos todo, ¿pero de qué sirve esto, si no es nada? Un rayo de sol, una nube cuya sombra súbita dice que pasa, una brisa que se levanta, el silencio que llega cuando cesa, un rostro u otro, algunas voces, la risa casual entre ellas, que hablan, y después la noche en que emergen sin sentido los jeroglíficos rotos de las estrellas.
20-6-1931.
65
Escribo un domingo, mañana alta de un día amplio de luz suave en que, sobre los tejados de la ciudad interrumpida, el azul del cielo siempre inédito encierra en el olvido la existencia misteriosa de los astros…
También en mí es domingo…
También mi corazón va a la iglesia que no sabe dónde está, y va vestido con un traje de terciopelo de niño, con la cara colorada de las primeras impresiones sonriendo sin ojos tristes por encima del cuello muy grande.
(Posterior a 1923).
66
Siempre que pueden se sientan enfrente del espejo. Hablan con nosotros y se cortejan con los ojos a sí mismos. A veces, como en los noviazgos se distraen de la conversación. Siempre les he resultado simpático porque mi aversión adulta por mi aspecto me ha impulsado siempre a escoger el espejo como cosa a la que volver la espalda. Así, y ellos lo reconocían instintivamente tratándome bien siempre, yo era el muchacho escuchador que les dejaba siempre libres la vanidad y la tribuna.
En conjunto, no eran malos chicos; en particular, eran mejores y peores. Tenían generosidades y ternuras insospechables para un sacador de promedios[89], bajezas y sordideces difíciles de adivinar por cualquier ser humano normal. Miseria, envidia e ilusión —así los resumo, y en esto resumiría aquella parte de ese ambiente que se infiltra en la obra de los hombres de valía que alguna vez han hecho de esa estancia de resaca un barbecho de engañados. (Es, en la obra de Fialho[90], la envidia flagrante, la grosería despreciable, la inelegancia nauseabunda…).
Unos tienen gracia, otros tienen sólo gracia, otros todavía no existen. La gracia de los cafés se divide en dichos ingeniosos sobre los ausentes y dichos insolentes a los presentes. A este género de ingenio se le llama, ordinariamente, tan sólo grosería. Nada hay más indicador de la pobreza de la mente que no saber ser ingenioso más que a costa de las personas.
Pasé, vi y, al contrario que ellos, vencí. Porque mi victoria ha consistido en ver. Reconocí la identidad de todos los aglomerados inferiores: vine a encontrar aquí, en la casa donde tengo un cuarto, la misma alma sórdida que me habían revelado los cafés, salvo, gracias a todos los dioses, la noción de triunfar en París. La dueña de esta casa se atreve con la Avenida Nueva[91] en algunos de sus momentos de ilusión, pero se encuentra a salvo del extranjero, y mi corazón se enternece.
Conservo de este paso por el túmulo de la voluntad la memoria de un tedio nauseabundo y de algunas anécdotas ingeniosas.
Van de entierro, y parece que ya, camino del cementerio se ha olvidado el pasado en el café, pues va callado ahora.
… y la posteridad nunca sabrá de ellos, escondidos de ella para siempre bajo la mole negra de los pendones ganados en sus victorias por vencer[92].
67
Todo es allí quebrado, anónimo e impropio. He visto allí grandes impulsos de ternura que me parecieron revelar el fondo de pobres almas tristes; he descubierto que aquellos impulsos no duraban más que el momento en que eran palabras, y que tenían su raíz —cuántas veces lo he notado con la sagacidad de los silencioso— en la analogía de algo con lo piadoso, perdida con la rapidez de la novedad de la anotación, y, otras veces, en el vino de la cena de lo enternecido. Había siempre una relación sistematizada entre el humanitarismo y el aguardiente de orujo, y han sido muchos los grandes gestos que han sufrido del vaso superfluo o del pleonasmo de la sed.
Esas criaturas habían vendido todas ellas el alma a un diablo de la plebe infernal, avariento de sordideces y de relajamientos. Vivían la intoxicación de la vanidad y del ocio, y morían blandamente, entre cojines de palabras, en un arrugamiento de escorpiones de esputo.
Lo más extraordinario de toda aquella gente era la ninguna importancia, el ningún sentido, de toda ella. Unos eran redactores de los principales diarios, y conseguían no existir; otros tenían lugares públicos a la vista en el anuario y conseguían no figurar en nada de la vida; otros eran poetas hasta consagrados, pero un mismo polvo de ceniza les ponía lívidas las faces necias, y todo era un túmulo de embalsamados yertos, puestos con la mano a la espalda en posturas de vidas.
Guardo del poco tiempo que me empantané en aquel exilio de vivacidad mental un recuadro de buenos momentos de gracia libre, de muchos momentos monótonos y tristes, de algunos perfiles recortados contra la nada, de algunos gestos ofrecidos a las sirvientas del acaso, y, en resumen, un tedio náusea física y la memoria de algunas anécdotas ingeniosas.
En ellos se intercalaban, como espacios, unos hombres de más edad, algunos con dichos de espíritu pasado, que decían mal como los otros, y de las mismas personas.
Nunca he sentido tanta simpatía por los inferiores de la gloria pública como cuando les vi criticados por estos inferiores sin querer esa pobre gloria. Reconocí la razón del triunfo porque los parias de lo Grande triunfaban en relación a éstos, y no en relación a la humanidad.
68
Pobres diablos siempre con hambre —o con hambre de almuerzo, o con hambre de celebridad, o con hambre de los postres de la vida. Quien los oye, y no los conoce, cree estar escuchando a los maestros de Napoleón y a los instructores de Shakespeare.
Hay los que triunfan en el amor, hay los que triunfan en la política, hay los que triunfan en el arte. Los primeros tienen la ventaja de la narración, pues se puede triunfar ampliamente en el amor sin que haya conocimiento célebre de lo sucedido. Es cierto que, al oír contar a cualquiera de estos individuos sus Maratones sexuales, una vaga sospecha nos invade, al llegar al séptimo desfloramiento. Los que son amantes de señoras de título, o muy conocidas (lo son, además, casi todos), hacen tal gasto de condesas que una estadística de sus conquistas no dejaría por serias y comedidas ni a las bisabuelas de los títulos actuales.
Otros se especializan en el conflicto físico, y han matado a los campeones de boxeo de Europa una noche de juerga, en la esquina del Chiado[93]. Unos son influyentes con todos los ministros de todos los ministerios, y éstos son aquellos de los que menos hay que dudar, pues no repugna.
Unos son grandes sádicos, otros son grandes pederastas, otros confiesan, con una tristeza de voz alta, que son brutales con las mujeres. Las llevaron allí, a latigazos, por los caminos de la vida. Al fin se quedan debiendo el café.
Hay los poetas, hay los (…)
No conozco mejor cura para todo este lamazal de sombras que el conocimiento directo de la vida humana corriente, en su realidad comercial, por ejemplo, como la que surge en la oficina de la Calle de los Doradores ¡Con qué alivio volvía yo de aquel manicomio de títeres hacia la presencia real de Moreira, mi jefe, contable auténtico y sabedor, mal vestido y mal tratado, pero lo que ninguno de los otros conseguía ser, lo que se dice un hombre…!
69
Comparados con los hombres sencillos y auténticos, que pasan por las calles de la vida, con un destino natural y callado, esas figuras de los cafés asumen un aspecto que no sé definir sino comparándolas con ciertos duendes de los sueños —figuras que no son de pesadilla ni de disgusto, pero cuyo recuerdo, cuando despertamos, nos deja, sin que sepamos por qué, un sabor a asco pasado, un disgusto de algo que está con ellos pero que no se puede definir como siendo suyo.
Veo las caras de los genios y de los triunfadores reales, incluso pequeños, singlar en la noche de las cosas sin saber lo que hienden sus proas altivas, en ese mar de sargazos de paja de embalaje y virutas de corcho.
allí se resume todo, como en el suelo del zaguán de la casa de la oficina, que, visto a través de las verjas de la ventana, del almacén, parece una celda para la basura.
70
Abajo, apartándose de la altura en que estoy en desnivelamientos de sombra, duerme al claro de luna, álgida, la ciudad entera.
(Una desesperación de conciencia, una angustia de existir atado a mí mismo, rebosa por todo mí sin rebasarme, componiéndome el ser con ternura, miedo, dolor y desolación).
Un tan inexplicable exceso de angustia absurda, un dolor tan desolado, tan huérfano, tan /metafísicamente/ mío, (…)
71
… barcos que pasan por la noche y ni se saludan ni conocen.
72
Surge por Oriente una luz rubia de la luna de oro. El rastro que forma en el río ancho abre serpientes en el mar.
73
(CLAROS DE LUNA)
… mojadamente sucio de castaño muerto
en los resbalamientos nítidos de los tejados superpuestos, blanco ceniciento, mojadamente sucio de castaño muerto
74
y se desnivela en conglomerados de sombra, recortados de un lado en blanco, con diferencias azuladas de madreperla fría.
75
Llueve, llueve, llueve…
Llueve constantemente, gemidoramente, (…)
Mi cuerpo me tiembla al alma de frío… No un frío que hay en el espacio, sino un frío que hay en que yo soy el espacio[94].
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Llueve mucho, más, cada vez más… Hay como una […] que va a desmoronarse en el exterior negro…
Todo el amontonamiento irregular y montañoso de la ciudad me parece hoy una planicie, una planicie de lluvia. Por donde quiera que aleje los ojos, todo es color de lluvia, negro pálido.
Tengo sensaciones extrañas, todas ellas frías. Ahora me parece que el paisaje esencial es bruma y que las casas (es lo que) son la bruma que lo vela.
Una especie de anteneurosis de lo que seré cuando ya no sea me hiela cuerpo y alma. Una especie de recuerdo de mi muerte futura me escalofría desde dentro. En una niebla de intuición me siento materia muerta, copa bajo la lluvia, gemido por el viento. Y el frío de lo que no sentiré muerde al corazón actual.
77
PAISAJE DE LLUVIA
En cada gota de lluvia mi vida fracasada llora en la naturaleza. Hay algo de mi desasosiego en el goteo, en el aguacero tras aguacero con que la tristeza del día se vierte inútilmente /por/ sobre la tierra.
Llueve tanto, tanto. Mi alma está húmeda de oírlo. Tanto… Mi carne es líquida y aguanosa alrededor de mi sensación de ella.
Un frío desasosegado pone unas manos gélidas alrededor de mi pobre corazón. Las horas cenicientas y (…) se prolongan, se aplanan con el tiempo; los instantes se arrastran.
¡Cómo llueve!
Los canalones vomitan torrentes mínimos de aguas siempre súbitas. Baja por /mi saber/ que hay alcantarillas un ruido perturbador de bajada de agua. Golpea contra la ventana, indolente gemidoramente la lluvia; en la (…)
Una mano fría me aprieta la garganta y no me deja respirar la vida.
¡Todo muere en mí, incluso el saber que puedo soñar! De ninguna manera física estoy bien. Todas las blanduras en que me reclino tienen aristas para mi alma. Todas las miradas hacia donde miro están tan a oscuras de golpearlas esta luz empobrecida del día que se muere sin dolor.
78
Hoy, en uno de los devaneos sin propósito ni dignidad que constituyen gran parte de la sustancia espiritual de mi vida, me he imaginado liberado para siempre de la calle de los Doradores, del patrón Vasques, del contable Moreira, de todos los empleados, del mozo, del chico y del gato. He sentido en sueños mi liberación, como si los mares del Sur me hubiesen ofrecido islas maravillosas por descubrir. Sería entonces el reposo, el arte conseguido, el cumplimiento intelectual de mi ser.
Pero de repente, y en el propio imaginar, que realizaba en un café durante la modesta vacación del mediodía, una impresión de disgusto asaltó a mi sueño: sentí que me daría pena. Sí, lo digo como si lo dijese circustanciadamente: me daría pena. El patrón Vasques, el contable Moreira, el cajero Borges, todos los buenos muchachos, el chico alegre que lleva las cartas a Correos, el mozo de todos los fletes, el gato cariñoso, todo esto se ha vuelto parte de mi vida; no podría dejar todo esto sin llorar, sin comprender que, por malo que me pareciese, era una parte de mí lo que se quedaba con todos ellos, que el separarme de ellos era una mitad y semejanza de la muerte.
Además, si mañana me alejase de todos ellos, y me quitase este traje de la calle de los Doradores, ¿a qué otra cosa me acercaría —porque la otra me habría de llegar?, ¿con qué otro traje me vestiría —porque con otro me habría de vestir?
Todos tenemos al patrón Vasques, para unos visible, para otros invisible. Para mí se llama realmente Vasques, y es un hombre saludable, agradable, de vez en cuando brusco pero sin recámara, codicioso pero en el fondo justo, con una justicia de la que carecen muchos grandes genios y muchas maravillas humanas de la civilización, derechas e izquierdas. Para otros será la vanidad, el ansia de más riqueza, la gloria, la inmortalidad… Prefiero al Vasques hombre, mi patrón, que es más rentable, en los momentos difíciles, que todos los patrones abstractos del mundo.
Considerando que yo ganaba poco, me dijo el otro día un amigo, socio de una firma que es próspera porque tiene negocios con el Estado: «tú estás siendo explotado, Borges»[95]. Me recordó eso que lo soy; pero como todos tenemos que ser explotados en la vida, me pregunto si valdrá menos la pena ser explotado por el patrón Vasques de los tejidos que por la vanidad, por la gloria, por el despecho, por la envidia o por lo imposible.
Los hay a los que explota el mismo Dios, y son profetas y santos en la vanidad del mundo.
Y me recojo, como al hogar que tienen otros, en la casa ajena, oficina amplia, de la calle de los Doradores. Me acerco a mi escritorio como a un baluarte contra la vida. Siento ternura, ternura hasta el llanto, por mis libros de otros en los que escribo, por el tintero viejo de que me sirvo, por las espaldas encorvadas de Sergio, que hace guías de unas remesas un poco más allá de mí. Le tengo cariño a todo eso —o quizá, también porque nada valga el cariño de un alma, y, si tenemos que darlo por sentimiento, tanto vale darlo al pequeño aspecto de mi tintero como a la gran indiferencia de las estrellas[96].
79
Me irrita la felicidad de todos estos hombres que no saben que son desgraciados. Su vida humana está llena de todo cuanto constituiría una serie de angustias para una sensibilidad verdadera. Pero, como su verdadera vida es vegetativa, lo que sufren pasa por ellos sin tocarles el alma, y viven una vida que se puede comparar únicamente con la de un hombre con dolor de muelas que hubiese recibido una fortuna —la fortuna auténtica de estar viviendo sin darse cuenta, el mayor don que los dioses conceden, porque es el don de ser semejante a ellos, superior como ellos (aunque de otro modo) a la alegría y al dolor.
Por eso, a pesar de todo, los amo a todos. ¡Mis queridos vegetales!
80
Siento la náusea física de la humanidad vulgar, que es, además, la única que hay. Y me obstino, a veces, en profundizar esa náusea, como se puede provocar un vómito para aliviarse del deseo de vomitar.
Uno de mis paseos predilectos, en las mañanas en que temo la trivialidad del día que va a venir como quien teme a la cárcel, es el de seguir lentamente por las calles, antes de la apertura de las tiendas y los almacenes, y oír los retazos de frases que los grupos de muchachas, de muchachos, y de los unos con las otras, han dejado caer, como limosnas de ironía, en la escuela invisible de mi meditación abierta.
Y es siempre la misma sucesión de las mismas frases… «Y entonces dijo ella…» y el tono habla de la intriga de ella. «Si no fue él, fuiste tú…» y la voz que responde se eleva en una protesta que ya no oigo. «Lo dijiste, si señor, lo dijiste…» y la voz de la costurera afirma estridentemente «mi madre dice que no quiere…» «¿Yo?» y el asombro del muchacho que trae el almuerzo envuelto en papel parafinado no me convence, ni debe de convencer a la rubia sucia. «A lo mejor era…» y la risa de tres de las cuatro chicas cerca de mi oído, la obscenidad que (…) «Y entonces yo me puse delantito del tipo, y allí mismo, en su cara: en su cara, ¿eh, Pepe…?» y el pobre diablo miente, pues el jefe de la oficina —sé por la voz que el otro contendiente era jefe de la oficina que desconozco— no le recibió en el circo, entre las secretarias, el gesto de gladiador de /palabras/[97]. «… Y entonces me fui a fumar al retrete…» ríe el pequeñajo de las culeras oscuras.
Otros, que pasan solos o juntos, no hablan, o hablan y yo no lo oigo, pero todas las voces me resultan claras mediante una transparencia intuitiva y rota. No me atrevo a decir —no me atrevo a decírmelo a mí mismo por escrito, aunque luego lo rompiese— lo que he visto en las miradas ocasionales, en su dirección involuntaria y baja, en sus atravesamientos sucios. No me atrevo porque, cuando se provoca el vómito, es preciso provocar sólo uno.
«El tipo estaba tan gordo que no veía que la escalera tenía escalones»[98]. Levanto la cabeza. Este muchachote, por lo menos describe. Y esta gente, cuando describe, es mejor que cuando siente, porque al describir se olvida de sí. Se me pasa la náusea. Veo al tipo. Le veo fotográficamente. Hasta la jerga inocente me anima. Bendito aire que me da en la frente —el tipo tan grueso que no veía que la escalera era de escalones— tal vez la escalera por la que la humanidad sube a tumbos, palpándose y atropellándose en la falsedad pautada del declive de acá del zaguán.
La intriga, la maledicencia, la jactancia hablada de lo que no se ha osado hacer, el contentamiento de cada pobre bicho vestido con la conciencia inconsciente[99] de su propia alma, la sexualidad sin lavado, los chistes como cosquillas de mono, la horrorosa ignorancia de la falta de importancia de lo que son… Todo esto me produce la impresión de un animal monstruoso y despreciable, hecho, en lo involuntario de los sueños, de las cortezas húmedas de los deseos, de los restos desmenuzados de las sensaciones.
10-4-1930.
81
¡Cuánto tiempo hace que no escribo! He pasado, en unos días, varios siglos de renuncia insegura. Me he estancado, como un lago desierto, entre paisajes que no existen.
Mientras tanto, me corría bien la monotonía variada de los días, la sucesión nunca igual de las horas iguales, la vida. Corría bien. Si durmiese, no me correría de otro modo. Me he estancado, como un lago que no existe, entre paisajes desiertos.
Es frecuente el desconocerme —lo que sucede con frecuencia a los que se conocen… Me hago compañía en los varios disfraces con que estoy vivo. Poseo, de cuanto muda, lo que siempre es lo mismo; de cuanto se hace, lo que no es nada.
Recuerdo, lejano en mí, como si viajara para dentro, la monotonía todavía diferente, de aquella casa provinciana… Allí pasé la infancia pero no sabría decir, si quisiese hacerlo, si con más o menos felicidad que paso la vida hoy. Era otro el quien soy que vivía allí: son vidas diferentes, distintas, incomparables. Las mismas monotonías, que las aproximan por fuera, eran sin duda diferentes por dentro. No eran dos monotonías, sino dos vidas.
¿Con qué propósito me acuerdo?
El cansancio. Recordar es un descanso, porque no es hacer. Qué de veces, para que el descanso sea mayor, recuerdo lo que no fui, y no hay nitidez ni añoranza en mis memorias de las provincias[100] en que estuve como los que moran, tabla a tabla del entarimado, oscilo el oscilo[101] de otras, en las vastas salas donde nunca viví.
De tal modo me he convenido en la ficción de mí mismo que cualquier sentimiento natural que tengo, desde luego, desde que nace, se me transforma en un sentimiento de la imaginación: la memoria en sueños, el sueño en olvidarme de él, el conocerme en no pensar en mí.
De tal modo me he desnudado de mi propio ser que existir es vestirme. Sólo disfrazado es cuando soy yo. Y, en torno a mí, todos los ocasos incógnitos doran, al morir, los paisajes que nunca veré.
31-3-1934.
82
Cultivo el odio a la acción como una flor de estufa. Me alabo conmigo mismo de mi clarividencia de la vida.
¿1915?
83
En la niebla leve de la mañana de media-primavera, la Baja despierta entorpecida y el sol nace como con lentitud. Hay una alegría sosegada en el aire con mitad de frío, y la vida, al soplo leve de la brisa que no hay, tinta vagamente por el frío que ya ha pasado, por el recuerdo del frío más que por el frío, por la comparación con el verano próximo, más que por el tiempo que está haciendo.
No han abierto todavía las tiendas, salvo las lecherías y los cafés, pero el reposo no es de torpor, como el del domingo; es tan sólo de reposo. Un rastro rubio se antecede en el aire que se revela, y el azul se colorea pálidamente a través de la bruma que se extingue. El movimiento comienza poco a poco por las calles, destaca la separación de los peatones, y en las pocas ventanas abiertas, madrugan también apariciones. Los tranvías trazan a medio-aire[102] su surco móvil amarillo y numerado. Y, de minuto en minuto, sensiblemente, las calles se desdesiertan.
Fluctúo, atención sólo de los sentidos, sin pensamiento ni emoción. Me he despertado temprano; he salido a la calle sin prejuicios. Examino como quien medita. Veo como quien piensa. Y una leve niebla de emoción se levanta absurdamente ante mí; la bruma que va saliendo de lo exterior parece que se me infiltra lentamente.
Sin querer, siento que he estado pensando en mi vida. No me di cuenta, pero así ha sido. Creí que solamente veía y oía, que no era más, en este recorrido ocioso, que un reflejador de imágenes, un biombo blanco sobre el que la realidad proyecta colores y luz en vez de sombras. Pero era más, y no lo sabía. Era también el alma que se niega, y mi propio abstracto observar era también una negación.
Se entolda el aire de falta de niebla, se entolda de luz pálida, en la que parece que se ha mezclado la niebla. Me doy cuenta súbitamente de que el ruido es mucho mayor, que existe mucha más gente. Los pasos de los más transeúntes son menos apresurados. Aparece, rompiendo su ausencia y la menor prisa de los demás, el correr andado de las pescaderas, la oscilación de los panaderos, monstruos con cesto, y [la] igualdad divergente de las vendedoras de todo lo demás se desmonotoniza sólo en el contenido de las cestas, donde los colores divergen más que las cosas. Los lecheros cencerrean, como llaves huecas y absurdas, las latas desiguales de su oficio andante. Los policías detienen la circulación en los cruces, mentís uniformado de la civilización al movimiento invisible de la subida del día.
Ojalá, en este instante lo siento, fuera alguien que pudiese ver esto como si no tuviese con ello más relación que el verlo: ¡contemplarlo todo como si fuera el viajero adulto llegado hoy a la superficie de la vida! No haber aprendido, del nacimiento en adelante, a dar sentidos dados a todas estas cosas, poder verlas con la expresión que tienen separadamente de la expresión que les ha sido impuesta. Poder conocer en la pescadera su realidad humana independiente de que se la llame pescadera, y de saber que existe y que vende. Ver al policía como Dios lo ve. Fijarse en todo por vez primera, no apocalípticamente, como revelaciones del Misterio, sino directamente, como floraciones de la Realidad.
Suenan —deben ser las ocho las que no cuento— campanadas de horas de campanario o reloj grande. Despierto de mí debido a la trivialidad de haber horas, clausura que la vida social impone a la continuidad del tiempo, frontera en lo abstracto, límite en lo desconocido. Despierto de mí y, mirando a todas las cosas, ahora ya lleno de vida y de humanidad acostumbrada, veo que la niebla que se ha salido de todo el cielo, salvo lo que en el azul flota de todavía no bien azul, me ha entrado verdaderamente en el alma, y al mismo tiempo ha entrado en la parte de dentro de todas las cosas, que es por donde ellas tienen contacto con mi alma. He perdido la visión de lo que veía. Me he cegado con vista. Siento ya con la trivialidad del conocimiento. Esto, ahora, no es ya la Realidad: es simplemente la Vida.
… Sí, la Vida a la que yo también pertenezco, y que también me pertenece a mí; no ya la Realidad, que es sólo de Dios, o de sí misma, que no contiene misterio ni verdad, que, puesto que es real o finge serlo, en algún lugar existirá fija, libre de ser temporal o eterna, imagen absoluta, idea de un alma que fuese exterior.
Vuelvo lentos los pasos más rápidos de lo que creo hacia la puerta por la que subiré de nuevo a casa. Pero no entro; sigo hacia delante. La Plaza de la Figueira[103], bostezando venderes [sic] de varios colores, me cubre desparroquiándose el horizonte de vendedor ambulante[104]. Avanzo lentamente, muerto, y mi visión ya no es nada: es sólo la del animal humano que ha heredado sin querer la cultura griega, el orden romano, la moral cristiana y todas las demás ilusiones que forman la civilización en la que siento.
¿Dónde estarán los vivos?
84
Enrollar el mundo alrededor de nuestros dedos, como un hilo o una cinta con la que jugase una mujer que sueña a la ventana.
Todo se resume, en fin, en procurar sentir el tedio de modo que no duela.
Sería interesante poder ser dos reyes al mismo tiempo (: ser, no un alma de ellos dos, sino las dos almas).
¿1914?
85
Le he pedido tan poco a la vida, y ese mismo poco la vida me lo ha negado. Un haz de parte del sol, un campo […], un poco de sosiego con un poco de pan, no pesarme mucho el conocer que existo, y no exigir nada de los demás ni exigir ellos nada de mí. Esto mismo me ha sido negado, como quien niega la sombra no por falta de buenos sentimientos, sino para no tener que desabrocharse la chaqueta […]
Escribo, triste, en mi cuarto tranquilo, solo como siempre he estado, solo como siempre estaré. Y pienso si mi voz, aparentemente tan poca cosa, no encarna la substancia de millares de voces, el hambre de decirse de millares de vidas, la paciencia de millones de almas sumisas como la mía, en el destino cotidiano, al sueño inútil, a la esperanza sin resquicios. En estos momentos, mi corazón late más alto debido a mi conciencia de él. Vivo más porque vivo mayor. Siento en mi persona una fuerza religiosa, una especie de oración, una semejanza de clamor. Pero la reacción contra mí me baja de la inteligencia… Me veo en el cuarto piso alto de la Calle de los Doradores, me siento con sueño; miro, sobre el papel medio escrito, la vida vana sin belleza y el cigarro barato […] sobre el secante viejo. ¡Aquí yo, en este cuarto piso, interpelando a la vida! haciendo prosa […]
86
Pienso a veces que nunca saldré de la Calle de los Doradores. Y esto escrito, entonces, me parece la eternidad.
87
SINFONÍA DE UNA NOCHE INQUIETA
Dormía todo como si el universo fuese una equivocación; y el viento, fluctuando indeciso, era una bandera sin forma desplegada sobre un cuartel sin ser.
Se desgarraba cosa ninguna en el aire alto y fuerte, y los marcos de las ventanas sacudían los cristales para que al lado de acá[105] se oyese. En el fondo de todo, callada, la noche era el túmulo de Dios (el alma sufría con pena de Dios).
Y, de repente —un nuevo orden de las cosas universales se movía sobre la ciudad—, el viento silbaba en el intervalo del viento, y había una noción dormida de muchas agitaciones en la altura. Después, la noche se cerraba como una trampilla, y un gran sosiego daba ganas de haber estado durmiendo.
(Posterior a 1923).
88
No es en los anchos campos o en los jardines grandes donde veo llegar la primavera. Es en los pocos árboles pobres de una plazuela de la ciudad. Allí, el verdor destaca como una dádiva y es alegre como una tristeza buena.
Amo estas plazuelas solitarias, intercaladas entre calles de poco tránsito, y sin más tránsito, ellas mismas, que las calles. Son claros inútiles, cosas que esperan, entre tumultos distantes. Son de aldea en la ciudad.
Paso por ellas, subo cualquiera de las calles que afluyen a ellas, después bajo de nuevo esa calle, para regresar a ellas. Vista desde el otro lado es diferente, pero la misma paz deja dorarse de añoranza súbita —sol en el ocaso— el lado que no había visto a la ida.
Todo es inútil y yo lo siento como tal. Cuanto viví se me ha olvidado como si lo oyera distraído. Cuanto seré no lo recuerdo como si lo hubiera vivido y olvidado.
Un ocaso de congoja leve flota vago en torno a mí. Todo se enfría, no porque se enfríe, sino porque he entrado en una calle estrecha y la plazuela ha cesado.
31-5-1932.
89
Doblaron la curva del camino y eran muchas jóvenes. Venían cantando por la carretera, y el sonido de sus voces era felices[106]. Ellas, no sé lo que serían. Las escuché un rato de lejos, sin sentimiento propio. Una amargura por ellas me sintió en el corazón.
¿Por su futuro? ¿Por su inconsciencia? No directamente por ellas o, ¿quién sabe?, tal vez tan sólo por mí.
(Posterior a 1923).
90
La crueldad del dolor —gozar y sufrir, por gozar la propia personalidad consubstanciada con el dolor. El último refugio sincero del ansia de vivir y de la sed de gozar;
Amores crueles
Serás quien yo quiera. Haré de ti un ornamento de mi emoción puesta donde quiero, y como quiero, dentro de mí. Contigo no tienes nada. No eres nadie, porque no eres consciente; apenas vives.
Mi espíritu está […] como hacen los clásicos, y con lo que dicen los decadentes.
91
La tragedia principal de mi vida es, como todas las tragedias, una ironía del Destino. Recuso la vida real como una condenación; recuso el sueño como una liberación innoble. Pero vivo lo más sórdido y lo más cotidiano de la vida real; y vivo lo más intenso y lo más constante del sueño. Soy como un esclavo que se emborracha por la siesta —dos miserias en un solo cuerpo.
Si veo nítidamente, con la claridad con [que] los relámpagos de la razón hacen destacarse de la negrura de la vida a los objetos cercanos que nos la forman, lo que hay de vil, de laso, de abandonado y de facticio, en esta Calle de los Doradores que es para mí la vida entera —esta oficina sórdida hasta su médula de gente, este cuarto mensualmente alquilado donde no sucede otra cosa que vivir un muerto, esta tienda de ultramarinos de la esquina a cuyo dueño conozco como la gente conoce a la gente, estos muchachos de la puerta de la taberna antigua, esta inutilidad trabajosa de todos los días iguales, esta repetición persistente de los mismos personajes, como un drama que consistiese tan sólo en el escenario, y el escenario estuviese del revés…
Pero veo también que huir de esto sería o dominarlo o repudiarlo, y yo no lo domino, porque no lo excedo dentro de lo real, ni lo repudio porque, sueñe lo que sueñe, me quedo siempre donde estoy.
¡Y el sueño, la vergüenza de huir hacia mí, la cobardía de tener como vida esa basura del alma que los otros sólo tienen en el sueño, en la figura de la muerte con que roncan, en la calma con que parecen vegetales que han progresado!
¡No poder tener un gesto noble que no sea de puertas adentro, ni un deseo inútil que no sea de veras inútil!
Definió César toda la estatura de la ambición cuando dijo aquellas palabras: «¡Antes el primero en la aldea que el segundo en Roma!». Yo no soy nada ni en la aldea ni en Roma ninguna. Por lo menos, el tendero de la esquina es respetado desde la calle de la Asunción hasta la calle de la Victoria[107]; es el César de una manzana. ¿Yo superior a él? ¿En qué, si la nada no admite superioridad, ni inferioridad, ni comparación?
Es César de toda una manzana y les gusta a las mujeres condignamente.
Y así arrastro haciendo lo que no quiero, y soñando lo que no puedo tener, mi vida (…), absurda como un reloj público parado.
Aquella sensibilidad tenue, pero firme, el sueño largo pero consciente (…) que forma en su conjunto mi privilegio de penumbra.
(Posterior a 1923).
92
Después de que el fin de los astros ha blanqueado para nada en el cielo matutino, y la brisa se ha tornado menos fría en el amarillo mal anaranjado de la luz sobre las pocas nubes bajas, he podido por fin levantar lentamente el cuerpo exhausto de nada de la cama desde la que he pensado en el universo.
Me he acercado a la ventana con los ojos calientes de no estar cerrados. Sobre los tejados lentos, la luz creaba diferencias de amarillo pálido. Me he quedado contemplándolo todo con la gran estupidez de la falta de sueño. En los volúmenes erguidos de las casas altas, el amarillo era aéreo y nulo. Al fondo del occidente, hacia donde yo estaba vuelto, el horizonte era ya de un blanco verde.
Sé que el día va a ser para mí pesado como no entender nada. Sé que todo cuanto haga hoy va a participar, no del cansancio del sueño que no he disfrutado, sino del insomnio que he padecido. Sé que voy a vivir un sonambulismo más acentuado, más epidérmico, no sólo porque no he dormido, sino porque no he podido dormir.
Hay días que son filosofías, que nos insinúan filosofías de la vida, que son notas marginales, llenas de una gran crítica, en el libro de nuestro destino universal. Este día es uno de los que siento tales. Me parece, absurdamente, que es con mis ojos pesados y mi cerebro nulo con los que, lápiz absurdo, se van trazando las letras del comentario inútil y profundo[108].
93
El cielo del estío prolongado despertaba todos los días de azul verde empañado, y en breve se tornaba de azul ceniciento, de blanco mudo. En el occidente, sin embargo, era del color que suelen llamarlo, a todo él.
Decir la verdad, encontrar lo que se espera, negar la ilusión de todo —¡cuántos lo usan en la subsidencia y en el declive, y de qué manera los nombres ilustres manchan de mayúsculas, como las de las tierras geográficas, las agudezas de las páginas sobrias y leídas!
¡Cosmorama de suceder mañana lo que no podría haber sucedido nunca! ¡Lapislázuli de las emociones discontinuas! ¿Cuántas memorias alberga una suposición facticia, te acuerdas, visión solamente? Y en un delirio intersticiado de certidumbres, leve, breve, suave, el murmullo del agua de todos los parques nace, emoción, del fondo de mi conciencia de mí. Sin nadie los bancos antiguos, y las avenidas arrastran donde están ellos su melancolía de trazados vacíos.
¡Noche en Heliópolis! ¡Noche en Heliópolis! ¡Noche en Heliópolis! ¿Quién te dirá las palabras inútiles, me compensará la sangre e indecisión?
94
El reloj que está allá detrás, en la casa desierta, porque todos duermen, deja caer lentamente el cuádruple son claro de las cuatro de cuando es de noche. Todavía no me he dormido, ni espero dormir. Sin que nada me ocupe la atención, y así no duerma, o me pese en el cuerpo, y por eso no me tranquilice, acuesto en la sombra, que el lugar vago de los faroles de la calle torna más desacompañada todavía, al silencio amortecido de mi cuerpo extraño. No sé pensar, de tanto sueño como tengo; no sé sentir, de tanto sueño que no consigo tener.
Todo en torno a mí está el universo, desnudo, abstracto, hecho de negaciones nocturnas. Me divido entre cansado e inquieto, y llego a tocar con la sensación del cuerpo un conocimiento metafísico del misterio de las cosas. A veces se me ablanda el alma, y entonces los pormenores sin forma de la vida cotidiana se me flotan[109] a la superficie de la conciencia, y estoy efectuando botaduras a la superficie de no poder dormir. Otras veces me despierto desde dentro del mediosueño en que me he estancado, e imágenes vagas, de un colorido poético e involuntario, dejan escurrir por mi distracción su espectáculo sin ruidos. No tengo los ojos completamente cerrados. Me orla la vista débil una luz que viene de lejos; son los faroles públicos encendidos allá abajo, en los confines abandonados de la calle.
¡Cesar, dormir, substituir esta conciencia intervelada por mejores cosas melancólicas, dichas en secreto al que me desconociese!… ¡Cesar, pasar fluido y ribereño, flujo y reflujo de un mar vasto, en costas visibles por la noche en que verdaderamente se durmiese!… ¡Cesar, ser incógnito y exterior, movimientos de ramas en paseos apartados, tenue caer de hojas, conocido por el ruido más que por la caída, mar alto fino de los surtidores a lo lejos, y todo lo indefinido de los parques por la noche, perdidos entre enmarañamientos continuos, laberintos naturales de las tinieblas!… Cesar, acabar finalmente, pero con una supervivencia translaticia, ser la página de un libro, la madeja de un cabello suelto, el oscilar de la enredadera al pie de la ventana entreabierta, los pasos sin importancia en la grava fina de la curva, el último humo alto de la aldea que duerme, el olvido del látigo del arriero a la vera matutina del camino… El absurdo, la confusión, el apagamiento —todo lo que no fuese la vida…
Y duermo, a mi manera, sin sueño ni reposo, esta vida vegetativa de la suposición, y bajo mis párpados sin sosiego flota, como la espuma quieta de un mar sucio, el reflejo lejano de las farolas mudas de la calle.
Duermo y desduermo.
Del otro lado de mí, allá por detrás de donde yazgo, el silencio de la casa toca al infinito. Oigo caer al tiempo, gota a gota, y ninguna gota que cae se oye caer. Siento a la cabeza materialmente colocada en la almohada en que la tengo haciendo un valle[110]. La piel de la funda tiene, con mi piel, un contacto de persona en la sombra. La propia oreja, sobre la que me acuesto, se me grata matemáticamente contra el cerebro. Pestañeo de cansancio, y mis pestañas producen un ruido pequeñísimo, inaudible, en la blancura sensible de la almohada erguida. Respiro, suspirando, y mi respiración sucede: no es mía. Sufro sin sentir ni pensar. El reloj de la casa, lugar seguro allá en medio del infinito, da la media hora seca y nula. ¡Todo es tanto, todo es tan hondo, todo es tan negro y tan frío!
Paso tiempos, paso silencios, mundos sin forma pasan por mí.
Súbitamente, como una criatura del Misterio, un gallo canta sin saber de la noche. Puedo dormir, porque es mañana en mí. Y siento a mi boca sonreír, dislocando levemente las arrugas de la funda que me prende el rostro. Puedo abandonarme a la vida, puedo dormir, puedo ignorarme… Y, a través del sueño nuevo que me oscurece, o recuerdo al gallo que ha cantado, o es él, de veras, quien canta por segunda vez.
¿1929?
95
FLORESTA
¡Pero ah, ni la alcoba era verdad: era la alcoba vieja de mi infancia perdida! Como una niebla se ha alejado, ha atravesado /materialmente/ las paredes blancas de mi cuarto real, y éste ha emergido nítido y menor de la sombra, como la vida y el día, como el paso del carretero y el chasquido vago del látigo que ponen músculos de levantarse en el cuerpo echado de la bestia somnolienta.
¿1930?
96
Vivir es ser otro. Ni sentir es posible si hoy se siente como ayer se sintió: sentir hoy lo mismo que ayer no es sentir: es recordar hoy lo que se sintió ayer, ser hoy el cadáver vivo de lo que ayer fue la vida perdida.
Apagarlo todo en el cuadro de un día para otro, ser nuevo con cada nueva madrugada, en una revirginidad perpetua de la emoción: esto, y sólo esto, vale la pena ser o tener, para ser o tener lo que imperfectamente somos.
Esta madrugada es la primera del mundo. Nunca este color rosa amarilleciendo para blanco caliente se ha posado así en la faz con que el caserío del oeste encara lleno de ojos vidriados el silencio que viene en la luz creciente. Nunca hubo esta hora, ni esta luz, ni este ser mío. Mañana, lo que será otra cosa, y lo que yo vea será visto por unos ojos recompuestos, llenos de una nueva visión.
¡Altos montes de la ciudad! Grandes arquitecturas que las cuestas escarpadas sostienen y engrandecen, resbalamientos de edificios diferentemente amontonados, que la luz teje de sombras y quemazones, sois hoy, sois yo, porque os veo sois lo que […] y os amo desde la amurada como un navío que pasa junto a otro navío y tiene añoranzas desconocidas[111] en el paisaje.
18-5-1930.
97
Desde la terraza del café miro trémulamente hacia la vida. Poco veo de ella —el bullicio— en esta concentración suya en esta plazuela nítida y mía. Un marasmo como un comienzo de borrachera me elucida el alma de cosas. Transcurre fuera de mí en los pasos de los que pasan […] la vida evidente y unánime.
En este momento, los sentidos se me han paralizado y todo me parece otra cosa: mis sensaciones un error confuso y lúcido, abro las alas pero no me muevo, como un /cóndor/ ficticio.
Hombre de ideales que soy, ¿quién sabe si mi mayor aspiración no es realmente no pasar de ocupar este lugar a esta mesa de este café?
Todo es vano, como remover cenizas, vago como el momento en que todavía no es alborada.
¡Y la luz brota tan serenamente y perfectamente en las cosas, las dora tan de realidad sonriente y triste! ¡Todo el misterio del mundo baja hasta delante de mis ojos a esculpirse en trivialidad y calle!
¡Ah, de qué manera las cosas cotidianas rozan misterios para nosotros! ¡De qué manera en la superficie, que la luz toca, de esta vida compleja de tan humana[112], la Hora, sonrisa incierta, sube a los labios del Misterio! ¡Qué moderno suena todo esto! ¡Y, en el fondo, es tan antiguo, tan oculto, tan teniendo otro sentido que el que luce en todo esto!
98
Sabiendo cómo las cosas más pequeñas tienen con facilidad el arte de torturarme, a propósito me esquivo al roce de las cosas más pequeñas. Quien como yo, sufre porque una nube pasa por delante del sol, ¿cómo no ha de sufrir en lo oscuro del día siempre cubierto de su vida?
Mi aislamiento no es una busca de felicidad, que no tengo alma para conseguir; ni de tranquilidad, que nadie obtiene sino cuando nunca la pierde, sino de sueño, de apagamiento, de renuncia pequeña.
Las cuatro paredes de mi cuarto son para mí, al mismo tiempo, celda y distancia, cama y ataúd. Mis horas más felices son aquellas en que no pienso nada, no quiero nada, no sueño querer, perdido en un torpor de vegetal /equivocado/, de mero /musgo/ que creciese en la superficie de la vida. Disfruto sin amargor de la conciencia absurda de no ser nada, el antesabor de la muerte y del apagamiento.
Nunca he tenido a nadie a quien pudiese llamar «Maestro». No ha muerto por mí ningún Cristo. Ningún Buda me ha indicado el camino. En lo alto de mis sueños, ningún Apolo o Atenea se me han aparecido, para que me iluminasen el alma.
¿1920?
99
Todo se me ha vuelto insoportable, excepto la vida: la oficina, la casa, las calles; hasta lo contrario, /si lo tuviese/, me sobresalta y me oprime; sólo lo contiguo me alivia. Sí, algo de todo esto es suficiente para consolarme. Un rayo de sol que entra eternamente en la oficina muerta; un pregón disparado que sube rápido hasta la ventana de mi cuarto; la existencia de gente; el existir del clima y el cambio del tiempo, la asombrosa objetividad del mundo…
El rayo de sol ha entrado de repente para mí, que lo he visto de repente… Era, sin embargo, un trazo de luz agudo, casi sin color cortando a cuchillo desnudo el suelo negro y maderoso, avivando, alrededor de donde pasaba, los clavos viejos y los surcos de entre las tablas, negras pautas de lo no-blanco.
Durante minutos seguidos he seguido el efecto insensible de la penetración del sol en la oficina tranquila… ¡Ocupaciones de cárcel! Sólo los enclaustrados ven así moverse al sol, como quien mira a las hormigas.
100
Espaciada, una luciérnaga va sucediéndose a sí misma. En torno, oscuro, el campo es una gran falta de ruido que huele casi bien. La paz de todo duele y pesa. Un tedio informe me ahoga.
Pocas veces voy al campo, casi ningunas paso allí un día, o de un día para otro. Pero hoy, que este amigo, en cuya casa estoy, no me ha dejado no aceptar su invitación, he venido aquí lleno de embarazo —como un tímido a una fiesta grande—, he llegado aquí con alegría, me ha gustado el aire y el paisaje amplio, he comido y cenado bien, y ahora, noche honda, en mi cuarto sin luz, el lugar vago me llena de angustia.
La ventana del cuarto donde voy a dormir da al campo abierto, a un campo indefinido, que es todos los campos, a la gran noche vagamente constelada donde una brisa que no se oye se siente. Sentado junto a la ventana, contemplo con los sentidos toda esta cosa ninguna de la vida universal que está ahí fuera. La hora se armoniza en una sensación inquieta, desde la invisibilidad visible de todo hasta la madera vagamente rugosa por haber estallado la pintura vieja del antepecho blanqueante, donde está extendidamente apoyada de lado mi mano izquierda.
¡Cuántas veces, a pesar de todo, no ansío visualmente esta paz de la que casi huiría ahora, si fuese fácil o decente! ¡Cuántas veces juzgo creer —allá abajo, entre las calles estrechas de casas altas— que la paz, la prosa, lo definitivo estarían antes aquí, entre las cosas naturales, que allí donde el tapete de la civilización hace olvidar el pino ya pintado en que se asienta! Y ahora, aquí, sintiéndome saludable, cansado y bien, estoy intranquilo, estoy preso, estoy añorante.
No sé si es a mí a quien le sucede, si a todos los que la civilización hizo nacer por segunda vez. Pero me parece que para mí, o para los que sienten como yo, lo artificial ha pasado a ser lo natural y es lo natural lo que es extraño. No digo bien: lo artificial no ha pasado a ser lo natural; lo natural ha pasado a ser lo diferente. Prescindo de ellos y detesto los vehículos, prescindo de ellos y detesto los productos de la ciencia —teléfonos, telégrafos— que hacen la vida fácil, o los subproductos de la fantasía —gramófonos, receptores hertzianos— que, a los que divierten, se la hacen divertida.
Nada de esto me interesa, nada de esto deseo. Pero amo al Tajo porque hay una ciudad grande a su orilla. Disfruto del cielo porque lo veo desde un cuarto piso de una calle de la Baja. Nada el campo o la naturaleza me puede dar que valga la majestad irregular de la ciudad tranquila, bajo la luna, vista desde la Gracia o desde San Pedro de Alcántara. No hay para mí flores como, bajo el sol, el colorido variadísimo de Lisboa.
La belleza de un cuerpo desnudo sólo la sienten las razas vestidas. El pudor vale sobre todo para la sensualidad como el obstáculo para la energía.
La artificialidad es la manera de disfrutar la naturalidad. Lo que he disfrutado de estos campos vastos, lo he disfrutado porque no vivo aquí. No siente la libertad quien nunca se ha visto oprimido.
La civilización es una educación de naturaleza. Lo artificial es un camino para una aproximación a lo natural.
Lo que es preciso, sin embargo, es que nunca tomemos lo artificial por natural.
Es en la armonía entre lo natural y lo artificial en lo que consiste la naturalidad del alma humana superior.
101
Una vista breve del campo, por cima de un muro de los alrededores, me libera más completamente que un viaje entero liberaría a otro. Todo punto de vista es un ápice de una pirámide invertida cuya base es indeterminable.
102
En los primeros días del otoño súbitamente entrado, cuando el oscurecer muestra una evidencia de algo prematuro, y parece que tardamos mucho en lo que hacemos de día, disfruto, incluso entre el trabajo cotidiano, esta anticipación de no trabajar que la propia sombra trae consigo, por eso de que es de noche y la noche es sueños, hogares, liberación. Cuando las luces se encienden en la oficina amplia que deja de ser oscura, y hacemos tertulia sin que dejásemos de trabajar[113] de día, siento un consuelo absurdo como un recuerdo de otra persona, y estoy tranquilo con lo que escribo como si estuviese leyendo hasta sentir que voy a dormirme.
Somos todos esclavos de circunstancias exteriores: un día de sol nos abre campos anchos en medio de un café de callejuela; una sombra en el campo nos encoge hacia dentro, y nos abrigamos mal en la casa sin puertas de nosotros mismos; un llegar de la noche, hasta entre cosas del día, ensancha, como un abanico [que] se abriese lento, la conciencia íntima de deber descansar.
Pero, con esto, el trabajo no se atrasa: se anima[114]. Ya no trabajamos; nos recreamos con el asunto al que estamos condenados. Y, de repente, por la hoja vasta y pautada de mi destino numerador, la casa vieja de las tías antiguas alberga, cerrada contra el mundo, el té de las diez somnolientas, y la lámpara de petróleo de mi infancia perdida brillando solamente sobre la mesa lino, me oscurece, con la luz, la visión de Moreira, iluminado con una electricidad negra a infinitos más allá de mí. Traen el té —es la criada más vieja que las tías quien lo trae con los restos del sueño y el mal humor paciente de la ternura del viejo vasallaje— y yo escribo sin equivocarme una partida o una suma a través de todo mi pasado muerto. Me reabsorbo, me pierdo en mí, me olvido de las noches lejanas, impolutas de deber y de mundo, vírgenes de misterio y de futuro.
Y tan suave es la sensación que me enajena del debe y el haber que, si acaso una pregunta me es hecha, respondo suavemente, como si tuviese hueco mi ser, como si no fuese más que una máquina de escribir que llevo conmigo, portátil de mí mismo abierto. No me choca la interrupción de mis sueños: de tan suaves como son, continúo soñándolos detrás de hablar, escribir, responder, hasta conversar. Y a través de todo el té perdido termina, y la oficina se va a cerrar… Levanto el libro, que cierro lentamente, los ojos cansados del llanto que no han llorado, y, en una mezcla de sensaciones, sufro que, al cerrar la oficina, se me cierre también el sueño; que, con el gesto de la mano con que cierro el libro, encubra también el pasado irreparable; que me vaya a la cama sin sueño, sin compañía ni sosiego, en el flujo y reflujo de mi conciencia mezclada, como dos mareas en la noche negra, al fin de los destinos de la añoranza y de la desolación.
¿1929?
103
Una ráfaga de sol torvo quemó en mis ojos la sensación física de mirar. Un amarillo de calor se estancó en el verde oscuro de los árboles. El torpor (…)
104
La espada de un relámpago flojo volteó sombríamente en el cuarto ancho. Y el sonido venidero, suspenso un huelgo amplio, retumbó, emigrando profundo. El ruido de la lluvia lloró alto, como plañideras en el intervalo de las conversaciones. Los pequeños ruidos se destacaron acá dentro, inquietos.
105
¿Niebla o humo? ¿Subía de la tierra o bajaba del cielo? No se sabía: era más como una enfermedad del aire que una bajada o una emanación. A veces, parecía más una enfermedad de los ojos que una realidad de la naturaleza.
Fuese lo que fuese, iba por todo el paisaje una inquietud turbia, hecha de olvido y de atenuación. Era como si el silencio del mal sol tomase por suyo un cuerpo imperfecto. Se diría que iba a suceder algo y que por todas partes había una intuición, debido a la cual lo visible se velaba.
Era difícil decir si el cielo tenía nubes o más bien nieblas. Era un torpor empañado, aquí y allí colorido, un acenizamiento imponderablemente amarillento, salvo donde se deshacía en color rosa falso, o donde se estancaba azuleando, pero allí no se distinguía si era el cielo que se revelaba, si era otro azul que lo encubría.
Nada era definido, ni lo indefinido. Por eso apetecía llamar humo a la niebla, porque no parecía niebla, o preguntar si era niebla o humo, porque no se advertía nada de lo que era. El mismo calor del aire colaboraba en la duda. No era calor, ni frío, ni fresco; parecía componer su temperatura con elementos sacados de otras cosas que el calor. Se diría, de verdad, que una niebla fría a los ojos era caliente al tacto, como si tacto y vista fuesen dos modos sensibles del mismo sentido.
No era, en torno a los contornos de los árboles, o de las esquinas de los edificios, aquel esfumarse de salientes o de aristas, que la verdadera niebla trae, al estancarse, o el verdadero humo, natural, entreabre y entreoscurece. Era como si cada cosa proyectase una sombra vagamente diurna, en todos los sentidos, sin luz que la explicase como sombra, sin lugar de proyección que la justificase como visible.
Ni visible era: era como un comienzo de ir a verse algo, pero en todas partes por igual, como si lo a revelar dudase en ser aparecido.
¿Y qué sentimiento había? La imposibilidad de tenerlo, el corazón deshecho en la cabeza, los sentimientos confundidos, un torpor de la existencia despierta, un apurar de algo anímico como lo oído, hacia una revelación definitiva, inútil, siempre apareciendo ya, como la verdad, siempre, como la verdad, gemela del nunca aparecer.
Hasta las ganas de dormir, que recuerdan al pensamiento, desaparté[115], por parecer un esfuerzo el mero bostezo de tenerlas. Hasta dejar de ver hace doler los ojos. Y, en la abdicación incolora del alma entera, sólo los ruidos exteriores, lejos, son el mundo imposible que todavía existe.
¡Ah, otro mundo, otras cosas, otra alma con que sentirlas, otro pensamiento con que saber de esa alma! ¡Todo, hasta el tedio, menos este esfumarse del alma y de las cosas, este desamparo azulado de la indefinición de todo!
2-11-1932.
106
Después de todos los días de lluvia, de nuevo el cielo trae el azul, que había escondido, a los grandes espacios de lo alto. Entre las calles, donde los charcos duermen como charcas del campo, y la alegría clara que se enfría en lo alto, hay un contraste que torna agradables las calles sucias y primaveral el cielo del invierno empañado. Es domingo y no tengo nada que hacer. Ni soñar me apetece, de tan bueno como está el día. Disfruto con una sinceridad de sentidos a los que se abandona la inteligencia. Paseo como un dependiente liberado. Me siento viejo, sólo para tener el placer de sentirme rejuvenecer.
En la gran plaza dominical hay un movimiento solemne de otra especie de día. En Santo Domingo hay una salida de misa, y va a empezar otra. Veo a unos que salen y a los que todavía no entran, esperando a algunos que no están viendo quién sale.
Todas estas cosas carecen de importancia. Son, como todo en lo vulgar de la vida, un sueño de los misterios y de las almenas, y yo miro, como un heraldo que ya ha dicho a qué iba, la planicie de mi meditación.
Otrora, siendo niño, yo iba a esta misma misa, o por ventura a otra, pero debía de ser a ésta. Me ponía, con el debido esmero, mi mejor traje, y disfrutaba de todo, hasta de lo que no tenía razón de disfrutar. Vivía por fuera, y el traje era limpio y nuevo. ¿Qué más quiere quien tiene que morir y no lo sabe de la mano de su madre?
Otrora, disfrutaba de todo esto, por eso es sólo ahora, quizá, cuando comprendo cuánto lo disfrutaba. Entraba a oír misa como a un gran misterio, y salía de la misa como hacia un claro. Y así es como era de verdad, y todavía es de verdad. Sólo para el ser que no cree y es adulto, con alma que recuerda y llora, son la ficción y el trastorno, el desaliño y la losa fría.
Sí, lo que yo soy sería insoportable si no pudiese acordarme de lo que he sido. Y esta multitud ajena que persiste todavía[116] en salir de la misa, y el principio de la multitud posible que empieza a llegar para entrar a otra —todo esto son como barcos que pasan junto a mí, río lento, bajo las ventanas abiertas de mi hogar alzado sobre la orilla.
Memorias, domingos, misas, placer de haber sido, milagro del tiempo que quedó por haber pasado, y no olvida nunca porque ha sido mío… Diagonal absurda de las sensaciones probables, ruido súbito del carruaje de la plaza que suena ruedas en el fondo de los silencios ruidosos de los automóviles, y de cualquier modo, por una paradoja maternal del tiempo, subsiste hoy, aquí mismo, entre el que soy y el que he perdido, en el anteromirar mío que soy yo…
¿Qué sé? ¿Qué busco? ¿Qué siento? ¿Qué pediría si tuviese que pedir?
1-2-1931.
107
Devaneo entre Cascaes[117] y Lisboa. He ido a pagar en Cascaes una contribución del patrón Vasques, de una casa que tiene en Estoril. Disfruté anticipadamente el placer de ir, una hora para allá, una hora para acá, viendo los aspectos siempre diferentes del gran río[118] y de su desembocadura atlántica. En verdad, al ir, me perdí en meditaciones abstractas, viendo sin ver los paisajes acuáticos que me alegraba ir a ver, y al volver me he perdido en la fijación de estas sensaciones. No sería capaz de describir el más pequeño pormenor del viaje, el más pequeño trecho de visible. He ganado estas páginas por olvido y contradicción. No sé si eso es mejor o peor que lo contrario, que tampoco sé lo que es.
El tren afloja, es el Caes do Sodré[119]. He llegado a Lisboa, pero no a una conclusión.
108
Hoy, como me oprimiese la sensación del cuerpo aquella angustia antigua que a veces rebosa, no he comido bien, ni he bebido lo de siempre, en el restaurante, o casa de comidas, en cuyo entresuelo fundamento la continuidad de mi existencia. Y como al salir yo[120], el camarero comprobase que la botella de vino había quedado mediada, se volvió hacia mí y dijo: «Hasta luego, señor Soares, que se mejore».
Al toque de clarín de esta frase sencilla mi alma se alivió como si en un cielo de nubes las apartase de repente el viento. Y entonces reconocí lo que nunca había reconocido claramente: que en estos camareros de café o restaurante, en los barberos, en los mozos de cuerda de las esquinas, yo provoco una simpatía espontánea, natural, que no puedo enorgullecerme de recibir de los que me tratan con más intimidad, impropiamente dicha…
La fraternidad tiene sus sutilezas.
Unos gobiernan el mundo, otros son del mundo. Entre un millonario americano, con bienes en Inglaterra o Suiza, y el jefe socialista de la aldea no hay diferencias de calidad, sino de cantidad. Abajo […] de éstos, nosotros, los amorfos, el dramaturgo inadvertido William Shakespeare, el maestro de escuela John Milton, el vagabundo Dante Alighieri, el mozo de cuerda que me hizo ayer el recado, el barbero que me cuenta chistes, el camarero que acaba de hacerme la fraternidad de desearme esa mejoría, porque sólo me he bebido la mitad del vino.
109
El hombre delgado sonrió indolentemente. Me miró con una desconfianza que no era malévola. Después sonrió de nuevo, pero con tristeza. Bajó, después, otra vez, los ojos al plato. Continuó cenando en silencio y absorción.
18-9-1917.
110
Los carros de la calle runrunean, ruidos separados, lentos, de acuerdo, parece, con mi somnolencia. Es la hora del almuerzo pero me he quedado en la oficina. El día está templado y un poco velado. En los ruidos hay, por alguna razón, que tal vez sea mi somnolencia, lo mismo que hay en el día.
111
He descubierto que pienso siempre, y atiendo siempre, a dos cosas al mismo tiempo. Todos, supongo, serán un poco así. Hay ciertas impresiones tan vagas que sólo después, porque nos acordamos de ellas, sabemos que las hemos tenido; de esas impresiones, creo, se formará una parte —la parte interior, quizá— de la doble atención de todos los hombres. /Me sucede que tienen igual relieve las dos realidades a que atiendo. En esto consiste mi originalidad. En esto, tal vez, consiste mi tragedia, y su comedia./
Escribo atentamente, inclinado sobre el libro en que hago con los asentamientos la historia inútil de una firma oscura; y, al mismo tiempo, mi pensamiento sigue, con igual atención, la ruta de un navío inexistente por paisajes de un Oriente que no existe. Las dos cosas son igualmente nítidas, igualmente visibles para mí: la hoja en que escribo con cuidado, en las líneas pautadas, los versos de la epopeya comercial de Vasques y Cía., y el convés donde veo con cuidado, un poco al lado de la pauta alquitranada de los intersticios de las tablas, las tumbonas alineadas, y las piernas salidas de los que descansan del viaje.
(Si yo fuera atropellado por la bicicleta de un niño, esa bicicleta infantil se volvería parte de mi historia).
Interviene el saliente de la sala de fumar; por eso, sólo se ven las piernas.
Adelanto la pluma hacia el tintero y de la puerta de la sala de fumar —[…] incluso al pie de donde siento que estoy— sale la figura de un desconocido. Me da la espalda y avanza hacia los otros. Su manera de andar es lenta y el trasero no dice mucho […] Empiezo otro asiento. Trato de ver por qué me había equivocado. Es en el debe y no en el haber la cuenta de Marques. (Le veo gordo, amable, chistoso y, en un momento, el barco desaparece[121]).
112
Por entre el caserío, en intercalaciones de luz y sombra —o, mejor, de luz—, la mañana se desata sobre la ciudad. Parece que no viene del sol, sino de la ciudad, y que es de los muros y de los tejados de donde la luz de lo alto se desprende —no de ellos físicamente, sino de ellos porque están allí.
Siento, al sentirla, una gran esperanza; pero reconozco que la esperanza es literaria. Mañana, primavera, esperanza —están unidas en música por la misma intención melódica; están unidas en el alma por el mismo recuerdo de una igual intención. No: si me observo a mí mismo, como observo a la ciudad, reconozco que lo que tengo que esperar es que este día se acabe, como todos los días. La razón también ve a la aurora. La esperanza que he puesto en ella, si la hubo no fue mía: fue la de los hombres que viven la hora que pasa, y de quienes he encarnado, sin querer, el entendimiento exterior de este momento.
¿Esperar? ¿Qué tengo yo que espere? El día no me promete más que el día, y yo sé que éste tiene transcurso y fin. La luz me anima pero no me mejora, pues saldré de aquí como para acá vine —más viejo en horas, más alegre una sensación, más triste un pensamiento. En lo que nace, tanto podemos sentir lo que nace como pensar lo que ha de morir. Ahora, a la luz amplia y alta, el paisaje de la ciudad es como de un campo con casas —es natural, es extenso, es combinado. Pero, aun en el ver de todo esto, ¿podré yo olvidar que existo? Mi conciencia de la ciudad es, por dentro, mi conciencia de mí.
Me acuerdo de repente de cuando era niño y veía, como hoy no puedo ver, a la mañana rayar sobre la ciudad. Entonces no rayaba para mí, sino para la vida, porque yo, entonces (no siendo consciente), era la vida. Veía la mañana y sentía alegría; hoy veo la mañana, y siento alegría, y me pongo triste. Ha quedado el niño, pero ha enmudecido. Veo como vela, pero por detrás de los ojos me veo viendo; y sólo con ello se me oscurece el sol y el verde de los árboles es viejo y las flores se marchitan antes de aparecer. Sí, antes yo era de aquí; hoy, a cada paisaje, por nuevo que sea para mí, regreso extranjero, huésped y peregrino de su presentación, forastero de lo que veo y oigo, viejo de mí.
Ya lo he visto todo, hasta lo que nunca he visto, y lo que nunca veré. Por mi sangre corre hasta el mejor de los paisajes futuros, y la angustia del que tendré que ver de nuevo es para mí una monotonía anticipada.
Y asomado al antepecho, disfrutando del día, sobre el volumen variado de la ciudad entera, sólo un pensamiento me llena el alma: el deseo íntimo de morir, de acabar, de no ver más luz sobre ninguna ciudad, de no pensar, de no sentir, de dejar atrás, como un papel de envolver, el curso del sol y de los días, de quitarme, como un traje pesado, al borde del gran lecho, el esfuerzo involuntario de ser.
¿1932?
113
La vulgaridad es un hogar. Lo cotidiano es maternal. Después de una incursión prolija en la gran poesía, hacia los montes de aspiración sublime, hacia los peñascos de lo transcendente y de lo oculto, sabe mejor que bien, sabe a cuanto es cálido en la vida, regresar al albergue donde ríen los necios felices, beber con ellos, necio también, como Dios nos ha hecho, contento del universo que nos ha sido dado y dejando lo demás a los que escalan montañas para no hacer nada allí en lo alto.
Nada me conmueve que se diga, de un hombre al que tengo por loco o necio, que supera a un hombre vulgar en muchos casos y éxitos de la vida. Los epilépticos son, durante el ataque, fortísimos; los paranoicos raciocinan como pocos hombres normales consiguen discurrir; los delirantes con manía religiosa reúnen multitudes de creyentes como pocos (si alguno hay) demagogos las reúnen, y con una fuerza íntima que éstos no logran transmitir a sus secuaces. Y todo esto no prueba sino que la locura es locura. Prefiero la derrota con el conocimiento de la belleza de las flores a la victoria en medio de los desiertos, llena de la ceguera del alma a solas con su nulidad apartada.
Qué de veces el propio sueño fútil me deja un horror a la vida interior, una náusea física de los misticismos y las contemplaciones. Con qué prisa me alejo corriendo de casa, donde así he soñado, hacia la oficina; y veo la cara de Moreira como si por fin arribase a puerto. Considerándolo bien todo, prefiero a Moreira al mundo astral; prefiero la realidad a la verdad; prefiero la vida, vamos, al Dios que la ha creado. Así me la ha dado, así la viviré. Sueño porque sueño, pero no sufro el mal propio de dar a los sueños otro valor que el de ser mi teatro íntimo, como no doy al vino, del que todavía no me abstengo, el nombre de alimento o de necesidad de la vida.
114
He rechazado siempre que me comprendiesen. Ser comprendido es prostituirse. Prefiero ser tomado en serio como el que no soy, ignorado humanamente, con decencia y naturalidad.
Nada podría indignarme tanto como que me extrañasen en la oficina. Quiero gozar conmigo la ironía de que no me extrañen. Quiero el cilicio de que me crean igual a ellos. Quiero la crucifixión de que no me distingan. Hay martirios más sutiles que aquellos que se mencionan de los santos y de los eremitas. Hay suplicios de la inteligencia como los hay del cuerpo y del deseo. Y de estos, como de los otros suplicios existe una voluptuosidad.
115
… desdeñable como los fines de la vida que vivimos, sin que queramos nosotros tales fines.
La mayoría, si no la totalidad, de los hombres vive(n) una vida desdeñable, desdeñable en todas sus alegrías, y desdeñable en casi todos sus dolores, salvo en aquellos que se fundamentan en la muerte, porque en éstos colabora el Misterio (y la misma vida se desmiente).
Oigo, filtrados por mi distracción, los ruidos que suben /fluidos/ y dispersos, en[122] ondas interfluyentes al acaso y desde fuera, como si viniesen de otro mundo: gritos de vendedores, que venden lo natural, como hortalizas, o lo social, como lotería; rayar redondo de ruedas —carros y coches a saltos— automóviles, más oídos en el movimiento que en la rotación; el tal sacudir de cualquier tejido en cualquier ventana; el silbido del chico; la carcajada del piso alto; el gemido metálico del tranvía en la otra calle; lo que de mezclado emerge de lo transversal; subidas, bajadas, silencios de lo variado; truenos torpes del transporte; algunos pasos; principios, medios y fines de voces —y todo esto existe para mí, que duermo pensarlo, como una piedra entre hierba, de cualquier modo atisbando desde fuera de lugar.
Después, y al lado, es dentro de la casa donde los ruidos confluyen con los otros: los pasos, los platos, la escoba, el cantar interrumpido —(medio-fado)—; la víspera en la combinación del balcón[123]; la irritación de lo que falta en la mesa; la petición de los cigarros que se han quedado encima de la cómoda —todo esto es la realidad, la realidad anafrodisíaca que no entra en mi imaginación.
Leves los pasos de la doncella, chinelas que revisualizo de trencilla encarnada y negra y, si así las visualizo, el sonido toma algo de la trencilla encarnada y negra; seguros, firmes, los pasos de botas del hijo de la familia que sale y se despide alto, con el portazo cortando el eco del luego que viene después del hasta; un sosiego, como si el mundo se acabase en este cuarto piso alto; ruido de loza que va a ser lavada; correr de agua; «pues no te dije que» …y el silencio pita desde el río.
Pero yo me amodorro, digestivo e imaginador. Tengo tiempo, entre cenestesias. Y es prodigioso pensar que yo no querría, si ahora me preguntasen y yo respondiese, mejor breve vida que estos lentos minutos, esta nulidad del pensamiento, de la emoción, de la acción, casi de la misma sensación, el ocaso-nato de la voluntad dispersa. Y entonces reflexiono, casi sin pensamiento, que la mayoría, si no la totalidad, de los hombres, así vive, más alto o más bajo, parados o andando, pero con la misma modorra para los fines últimos, el mismo abandono de los propósitos formados, la misma /sensación/ de la vida. Siempre que veo un gato al sol me recuerda a la humanidad. Siempre que veo dormir me acuerdo de que todo es sueño. Siempre que alguien me dice que ha soñado, pienso si piensa que nunca ha hecho más que soñar. El ruido de la calle aumenta, como si una puerta se abriese, y tocan el timbre.
Lo que ha sido no era nada, porque la puerta se ha cerrado en seguida. Los pasos cesan al final del pasillo. Los platos llevados alzan la voz de agua y loza. […]
116
Me levanto de la silla con un esfuerzo monstruoso, pero tengo la impresión de que me la llevo conmigo, y que es más pesada, porque es la silla de la subjetividad.
117
Cosas de nada, naturales de la vida, insignificancias de lo usual y de lo vulgar, polvo que subraya con un rasgo apagado y grotesco la sordidez y la vileza de mi vida humana.
—el Libro de Caja abierto ante los ojos cuya vida sueña todos los orientes; el chiste inofensivo del jefe de la oficina que ofende a todo el universo; el avisar al patrón que telefonee, que es su amiga, por nombre y doña […] en medio de la meditación del período más asexual de una teoría estética y mental.
Todos tienen un jefe de oficina con el chiste siempre inoportuno[124] y el alma fuera del universo en su conjunto. Todos tienen un patrón y la amiga del patrón, y la llamada al teléfono en el momento siempre inoportuno en que la tarde admirable cae y las amantes (…) se arriesgan a hablar al amigo que está haciendo pipí como sabemos los demás.
Pero todos los que sueñan, aunque no sueñen en oficinas de la Baja, ni delante de un escrito del almacén de tejidos, todos tienen un Libro de Caja delante de sí —sea la mujer con quien se han casado, sea la […] de un futuro que le viene por herencia, sea lo que sea siempre que positivamente[125] sea.
Después los amigos, buenos chicos, buenos chicos, tan agradable estar hablando con ellos, cenar con ellos, y todo, no sé cómo, tan sórdido, tan bajo, tan pequeño, siempre en el almacén de tejidos aunque en la calle, siempre delante del Libro de Caja aunque en el extranjero, siempre con el patrón aunque en el infinito.
Todos nosotros, que soñamos y pensamos, somos ayudantes de contabilidad de un almacén de tejidos, o de otra cualquier mercancía[126] en una Baja cualquiera. Inscribimos y perdemos; sumamos y pasamos; cerramos el balance y el saldo invisible está siempre en contra nuestra.
Escribo sonriendo con las palabras, pero mi corazón está como si se pudiese partir, partir como las cosas que se rompen, en fragmentos, en trozos, en basura, que el cajón se lleva con un gesto de por cima del hombro al carro de lo eterno[127] de todos los Ayuntamientos.
Y todo espera, abierto y adornado, al Rey que vendrá y ya llega, que el polvo del cortejo es una nueva niebla de oriente lento y las lanzas relucen ya en la distancia con una madrugada suya[128].
118
Cada vez que mi propósito se ha elevado, por influencia de mis sueños, por cima del nivel cotidiano de mi vida, y durante un momento me he sentido alto, como el niño en un columpio, cada vez de éstas he tenido que bajar como él al jardín municipal, y conocer mi derrota sin banderas desplegadas para la guerra ni espada que tuviese la fuerza de desenvainar.
Supongo que la mayoría de aquellos con quienes me cruzo en el acaso de las calles lleva consigo —lo noto en el movimiento silencioso de los labios y en la indecisión confusa de los ojos o en la elevación de la voz con que rezan juntos— una igual proyección para la guerra inútil del ejército sin pendones. Y todos —me vuelvo para atrás y contemplo sus dorsos de vencidos pobres— tendrán, como yo, la gran derrota vil, entre los limos y los juncos, sin claro de luna en las márgenes ni poesía en los pantanos, miserable y hortera.
Todos tienen, como yo, un corazón exaltado y triste, los conozco bien: unos son dependientes de tiendas, otros son empleados de oficina, otros son comerciantes de pequeños comercios; otros son los vencedores de los cafés y de las tascas, gloriosos sin saberlo en el éxtasis de la palabra egotista, (…) Pero todos, pobrecillos, son poetas, y arrastran, a mis ojos, como yo a sus ojos, la igual miseria de nuestra común incongruencia. Tienen todos, como yo, el futuro en el pasado.
Ahora mismo, que me hallo inerte en la oficina, y todos salvo yo se han ido a almorzar, miro, a través de la ventana empañada, al viejo oscilante que recorre lentamente la acera del otro lado de la calle. No va borracho; va soñador. Está atento a lo inexistente; quizás espere todavía. Los Dioses, si son justos en su justicia, nos conserven todavía los sueños cuando sean imposibles, y nos concedan buenos sueños, aunque sean bajos. Hoy, que no soy todavía viejo, puedo soñar en las islas del Sur y con Indias imposibles; mañana quizá me sea concedido por los mismos Dioses el sueño de ser dueño de una tabaquería pequeña, o jubilado en una casa de los alrededores. Cualquiera de los sueños es el mismo sueño, porque todos son sueños. Cámbienme los Dioses los sueños, pero no el don de soñar.
En el intervalo de pensar esto, el viejo se ha salido de mi atención. Ya no lo veo. Abro la ventana para verlo. Todavía no lo veo. Se ha salido. Ha tenido, para conmigo, el valor visual del símbolo; ha terminado y ha doblado la esquina. Si me dijeran que ha doblado la esquina absoluta, y nunca ha estado aquí, lo admitiré con el mismo gesto con que cierro ahora la ventana.
¿Conseguir?…
¡Pobres semidioses horteras que conquistan imperios con la palabra y la intención noble y tienen necesidad de dinero con el cuarto y la comida! Parecen las tropas de un ejército desertado cuyos jefes tuviesen un sueño de gloria del que a éstos, perdidos entre los limos de los pantanos, queda tan sólo la noción de grandeza, la conciencia de haber sido del ejército, y el vacío de no haber sabido lo que hacía el jefe que nunca han tenido.
Así, cada uno se sueña, un momento, el jefe del ejército de cuya retaguardia ha huido. Así, cada uno, entre el barro de los riachos, saluda a la victoria que nadie pudo lograr, y de la que ha quedado una especie de migas entre manchas en el mantel que se han olvidado de sacudir.
Llenan los intersticios de la acción cotidiana como el polvo los intersticios de los muebles cuando no se los limpia con cuidado. En la luz vulgar del día común se les ve luciendo como gusanos cenicientos contra la caoba rojiza. Pueden sacarse[129] con un clavo viejo[130]. Pero nadie tiene prisa[131] de sacarlos.
¡Pobres compañeros míos que sueñan en voz alta, cómo los envidio con vergüenza![132]. Conmigo están los otros —los más pobres, los que no tienen más que a sí mismos a quien contar los sueños y hacer lo que serían versos, si los escribiesen— los pobres diablos sin más literatura que la propia alma, […] que mueren asfixiados por el hecho de existir […]
Unos son héroes y derriban cinco hombres en una esquina de ayer. Otros son seductores y hasta las mujeres inexistentes no osan resistírseles. Se lo creen cuando lo dicen y todos lo dicen porque se lo creen. Otros […] Para todos ellos, vencidos del mundo, porque quien sean son gente[133].
Y todos, como anguilas en un barreño, se enroscan entre sí y se cruzan unos por cima de los otros y no salen de los barreños. A veces hablan de ellos los periódicos […] pero la fama, nunca. Éstos son los felices, porque les es concedido el sueño […] de la estupidez. Pero a los que, como yo, tienen sueños sin ilusiones (…)
119
El propio sueño me castiga. He adquirido en él tal lucidez que veo como real cada cosa que sueño. Era[134] extravío, por consiguiente, todo cuanto la valorizaba como soñada.
¿Me sueño famoso? Siento todo el desprendimiento que hay en la gloria, toda la pérdida de la intimidad y del anonimato con que es dolorosa para nosotros.
¿1915?
120
Cuántas veces, presa de la superficie y del hechizo, me siento hombre. Entonces vivo con alegría y existo con claridad. Sobrenado. Y me resulta agradable recibir la paga e irme a casa. Siento el tiempo sin verlo, y me gusta cualquier cosa orgánica. Si medito, no pienso. Esos días me gustan mucho los jardines.
No sé qué cosa extraña y pobre hay en la substancia íntima de los jardines ciudadanos que sólo puedo sentirla bien cuando me siento bien a mí. Un jardín es un resumen de la civilización —una modificación anónima de la naturaleza. Las plantas están allí, pero hay calles: calles. Crecen árboles, pero hay bancos debajo de una sombra. En la alineación vuelta hacia los cuatro lados de la ciudad, allí sólo plaza, los bancos son mayores y casi siempre tienen gente.
No odio la regularidad de las flores de los arriates. Odio, en cambio, el empleo público de las flores. Si los arriates estuviesen en parques cerrados, si los árboles creciesen en rincones feudales, si los bancos no tuviesen a nadie, habría con qué consolarme en la contemplación inútil de los jardines. Así, en la ciudad, pautados pero inútiles, los jardines son para mí como jaulas en que las espontaneidades coloridas de los árboles y de las flores no tienen espacio para no tenerlo, lugar en él para no salir, y la belleza propia sin la vida que le pertenece.
Pero hay días en que éste es el paisaje que me pertenece, y en el que entro como un figurante en una tragedia cómica. Esos días estoy equivocado, pero, por lo menos en cierto modo, soy más feliz. Si me distraigo, me creo que tengo realmente casa, un hogar, a donde volver. Si me olvido, soy normal, reservado para un fin, cepillo otro traje y me leo un periódico entero.
Pero la ilusión no dura mucho, tanto porque no dura como porque se hace de noche. Y el color de las flores, la sombra de los árboles, la alineación de paseos y arriates, todo se esfuma y encoge. Por cima del error de que yo sea un hombre se abre de repente, como si la luz del día fuese un telón de teatro que se escondiese para mí, el gran escenario de las estrellas. Y entonces olvido con los ojos el patio de butacas amorfo y espero a los primeros actores con un sobresalto de niño en el circo.
Estoy libre y perdido.
Siento. Resfrío fiebre. Soy yo.
12-4-1930.
121
PROSA DE VACACIONES
La playa pequeña, que forma una bahía pequeñísima, excluida del mundo por dos promontorios en miniatura, era, durante aquellas vacaciones de tres días, mi retiro de mí mismo. Se bajaba a la playa por una escalera tosca que empezaba, arriba, en escalera de madera, y hacia la mitad se convertía en escalones tallados en la roca, con pasamanos de hierro ferrugiento. Y, siempre que yo bajaba la escalera vieja, y sobre todo de la piedra a los pies para abajo, salía de mi propia existencia, y me encontraba.
Dicen los ocultistas, o algunos de ellos, que hay momentos supremos del alma en que ésta recuerda, con la emoción o con parte de la memoria, un momento, o un aspecto, o una sombra de una encarnación anterior. Y entonces, como regresa a un tiempo que está más cerca que su presente del origen y del comienzo de las cosas, siente, en cierto modo, una infancia y una liberación.
Se diría que, bajando aquella escalera poco usada ahora, y entrando lentamente en la playa pequeña siempre desierta, empleaba yo un procedimiento mágico para encontrarme más cerca de la mónada posible que soy. Ciertos modos y aspectos de mi vida cotidiana —representados en mi ser constante por deseos, repugnancias, preocupaciones— desaparecían de mí como emboscados de la ronda, se apagaban en las sombras hasta no percibirse lo que eran, y yo accedía a un estado de distancia íntima en que se me hacía difícil acordarme de ayer, o conocer como mío al ser que en mí está vivo todos los días. Mis emociones de constantemente, mis hábitos regularmente irregulares, mis conversaciones con otros, mis adaptaciones a la constitución social del mundo, todo esto me parecía cosas leídas en alguna parte, páginas inertes de una biografía impresa, pormenores de una novela cualquiera, en aquellos capítulos intervalares que leemos pensando en otra cosa, y el hilo de la narración se afloja hasta serpentear por el suelo.
Entonces, en la playa rumorosa sólo de las olas propias, o del viento que pasaba alto, como un gran avión inexistente, me entregaba a una nueva especie de sueños: cosas informes y suaves, maravillas de la impresión profunda, sin imágenes, sin emociones, limpias como el cielo y las aguas, y sonando, como las volutas al desenredarse del mar que se alza del fondo de una gran verdad; trémulamente de un azul oblicuo a lo lejos, verdeciendo a la llegada con transparencias de otros tonos verdes sucios, y, después de romper, crujiendo, los mil brazos deshechos, y desalargarlos en arena amorenada, y espuma desbabada, que congrega en sí todas las resacas, los regresos a la libertad del origen, las añoranzas divinas, las memorias, como ésta, que informemente no me dolía, de un estado anterior, o feliz por bueno o por otro, un cuerpo de añoranza con alma de espuma, el reposo, la muerte, el todo o nada que rodea como un mar grande a la isla de náufragos que es la vida.
Y yo dormía sin sueño, desviado de lo que veía sintiendo, crepúsculo de mí mismo, ruido de agua entre árboles, calma de los grandes ríos, frescura de las tardes tristes, lento jadear del pecho blanco del sueño infantil de la contemplación.
122
Cuanto más alta la sensibilidad, y más sutil la capacidad de sentir, tanto más absurdamente vibra y se estremece con las cosas pequeñas. Es necesaria una gran inteligencia para sentir angustia ante un día oscuro. La humanidad, que es poco sensible, no se angustia con el tiempo, porque siempre hace tiempo; no siente la lluvia sino cuando le cae encima.
El día empañado y lánguido escalda húmedamente. Solo en la oficina, paso revista a mi vida, y lo que veo en ella es como el día que me oprime y me aflige. Me veo niño contento por nada, adolescente que aspira a todo, adulto sin alegría ni aspiración. Y todo esto ha sucedido en la languidez y en lo empañado, como el día que me lo hace ver o recordar.
¿Cuál de nosotros puede, volviéndose en el camino en el que no hay regreso, decir lo que ha seguido como debía haberlo seguido?
123
Quien quisiera hacer un catálogo de monstruos no tendría más que fotografiar con palabras esas cosas que la noche trae a las almas somnolientas que no consiguen dormir. Planean como murciélagos sobre la pasividad del alma, o vampiros que chupasen la sangre de la sumisión.
Son larvas del declive y del desperdicio, sombras que llenan el valle, vestigios que quedan del destino. Unas veces son gusanos, nauseabundos para la propia alma que los alimenta y cría; otras veces son espectros, y rondan siniestramente a nada; otras veces, también, emergen, culebras, de los antros absurdos de las emociones perdidas.
Lastre de lo falso, no sirven sino para que no sirvamos. Son dudas del abismo, echadas en el alma, que arrastran arrugas somnolientas y frías. Duran humos, pasan rastros, y no hay más que el haberlos sido en la substancia estéril de haber tenido conciencia de ellos. Uno u otro es como pieza íntima de fuego artificial: chisporrotea un rato entre sueños, y el resto es la inconsciencia de la conciencia con que lo vivimos.
Cinta desatada, el alma no existe en sí misma. Los grandes paisajes son para mañana, y nosotros ya hemos vivido. Ha fracasado la conversación interrumpida. ¿Quién diría que la vida había de ser así?
Me pierdo si me encuentro, dudo si opino, no tengo si obtuve. Como si me pasease, duermo, pero estoy despierto. Como si durmiese despierto, y no me pertenezco. La vida, al final, es, en sí misma, un gran insomnio, y hay un aletargamiento lúcido en todo cuanto pensamos y hacemos.
Sería feliz si pudiese dormir. Esta opinión es de este momento, porque no duermo. La noche es un peso inmenso por detrás del ahogarme con el cobertor mudo de lo que sueño. Tengo una indigestión en el alma.
Siempre, después de después, llegará el día, pero será tarde, como siempre. Todo duerme y es feliz, menos yo. Descanso un poco, sin osar dormir. Y grandes cabezas de monstruos sin ser emergen confusas del fondo de lo que soy. Son dragones del Oriente del abismo, con lenguas encarnadas al margen de la lógica, con ojos que miran sin vida mi vida muerta que no los mira.
¡La tapa, por el amor de Dios, la tapa! ¡Conclúyanme la inconsciencia y la vida! Afortunadamente, por la ventana fría, con los postigos abiertos hacia atrás, un hilo triste de luz pálida empieza a sacar sombra del horizonte. Afortunadamente, lo que va a rayar es el día. Sosiego, casi, del cansancio del desasosiego. Un gallo canta, absurdo, en plena ciudad. El día lívido comienza en mi vago sueño. Alguna vez dormiré. Un ruido de ruedas hace carro. Mis párpados duermen, pero no yo. Todo, en fin, es el Destino.
4-11-1931.
124
Para sentir la delicia y el terror de la velocidad no necesito automóviles veloces ni trenes expresos. Me basta un tranvía y la espantosa facultad de abstracción que poseo y cultivo.
En un tranvía en marcha, sé, gracias a una actitud constante e instantánea del análisis, separar la idea de tranvía de la idea de velocidad, separarlas del todo, hasta que son cosas-reales diferentes. Después, puedo sentirme siguiendo, no dentro del tranvía, sino dentro de su mera-velocidad. Y, cansado, si acaso quiero el delirio de la velocidad enorme[135], puedo transportar la idea a la Pura imitación de la velocidad y a mi gusto aumentarla o disminuirla, ampliarla más allá de todas las velocidades posibles de vehículos trenes.
Correr riesgos reales, además de empavorecerme, no es por miedo que yo sienta excesivamente, me perturba la perfecta atención a mis sensaciones, lo que me molesta y despersonaliza.
Nunca voy a donde hay riesgo. Le tengo miedo al tedio de los peligros.
Un ocaso es un fenómeno intelectual.
125
La vida es para nosotros lo que concebimos en ella. Para el rústico cuyo campo lo es todo, ese campo es un imperio. Para el César cuyo imperio le parece todavía poco, ese imperio es un campo. El pobre posee un imperio; el grande posee un campo. En verdad, no poseemos más que nuestras propias sensaciones; en ellas, pues, que no en lo que ellas ven, tenemos que fundamentar la realidad de nuestra vida.
/Esto no viene a propósito de nada./
He soñado mucho. Estoy cansado de haber soñado, pero no cansado de soñar. De soñar nadie se cansa, porque soñar es olvidar, y olvidar no pesa y es un sueño sin sueños en el que estamos despiertos. En sueños lo he conseguido todo. También he despertado, ¿pero qué importa? ¡Cuántos Césares he sido! ¡Y los gloriosos, qué mezquinos! César, salvado de la muerte por la generosidad de un pirata, manda crucificar a aquel pirata después de que, buscándolo bien, consigue prenderlo. Napoleón, haciendo su testamento en Santa Helena, deja un legado a un facineroso que había intentado asesinar a Wellington. ¡Oh grandezas iguales a las del alma de la vecina bisoja! ¡Oh grandes hombres de la cocinera del otro mundo! ¡Cuántos Césares he sido, y sueño todavía ser![136].
Cuántos Césares he sido, pero no de los reales. He sido verdaderamente imperial mientras he soñado, y por eso nunca he sido nada. Mis ejércitos fueron derrotados, pero la derrota fue blanda, y nadie murió. No perdí banderas. No he soñado hasta el punto del ejército, donde aquéllas apareciesen a mi vista en cuyo sueño hay una esquina. Cuántos Césares he sido, aquí mismo, en la Calle de los Doradores. Y los Césares que he sido viven todavía en mi imaginación; pero los Césares que han sido están muertos, y la Calle de los Doradores, es decir, la realidad, no puede conocerlos.
Tiro la caja de cerillas, que está vacía, al abismo que es la calle más allá del antepecho de mi ventana sin voladizo. Me levanto de la silla y escucho. Nítidamente, como si significase algo, la caja de cerillas vacía suena en la calle que [se] me declara desierta. No hay más sonido ninguno, salvo los de la ciudad entera. Sí, los de la ciudad de un domingo entero —tantos, que no se entienden, y todos exactos.
Cuán poco, en el mundo real, forma el soporte de las mejores meditaciones. El haber llegado tarde a almorzar, el haberse terminado las cerillas, el haber tirado, individualmente, la caja a la calle, la mala disposición[137] por haber comido a deshoras, el ser el domingo la promesa aérea de un ocaso malo, el no ser nadie en el mundo, es toda la metafísica.
¡Pero cuántos Césares he sido!
27-6-1930.
126
Pienso, muchas veces, en cómo sería si, resguardado del viento de la suerte por el biombo de la riqueza, nunca hubiese sido traído, de la mano moral de mi tío, a una oficina de Lisboa ni hubiese ascendido de ella a otras, hasta esa cumbre barata de buen auxiliar de contabilidad, con un trabajo como una especie de siesta y una paga que da para ir viviendo.
Sé bien que, si ese pasado que no hubiese sido, yo no sería hoy el capaz de escribir estas páginas, en todo caso mejores, por algunas, que las ningunas que en mejores circunstancias no habría hecho más que soñar. Es que la trivialidad es una inteligencia y la realidad, sobre todo si es estúpida y áspera, un complemento natural del alma.
Debo al ser contable gran parte de lo que puedo sentir y pensar como la negación y la fuga del cargo.
Si tuviese que inscribir, en el sitio sin letras de la respuesta de un cuestionario, a qué influencias literarias estaba agradecida la formación de mi espíritu, abriría el espacio punteado con el nombre de Cesário Verde[138], pero no lo cerraría sin inscribir los nombres del patrón Vasques, del dependiente Vieira y de Antonio, el mozo de la oficina. Y a todos les pondría, con letras magnas, la dirección clave LISBOA.
Bien mirado, tanto Cesário Verde como éstos han sido para mi visión del mundo coeficientes de corrección. Creo que ésta es la frase, cuyo sentido exacto evidentemente ignoro, con que los ingenieros designan el tratamiento que se da a las matemáticas para que puedan andar hasta la vida. Si es así, ha sido eso mismo. Si no lo es, pase por lo que podría ser, y valga la intención por la metáfora fracasada.
Considerando, además, y con toda la claridad que puedo, lo que ha sido aparentemente mi vida, la veo como una cosa colorida —envoltorio de chocolatina o vitola de puro— barrida, por el cepillo leve de la criada que escucha desde arriba, del mantel por levantar hacia el cogedor de las migajas, entre las cortezas de la realidad propiamente dicha. Se destaca de las cosas cuyo destino es igual debido a un privilegio que también va a tener el cogedor. Y la conversación de los dioses continúa por cima del cepillar, indiferente a estos incidentes del servicio del mundo.
Sí, si yo hubiese sido rico, protegido, cepillado, ornamental, no habría sido ni ese breve episodio de papel bonito entre las migas; me habría quedado en un plato de la suerte —«no, muy agradecida»— y me recogería el aparador para envejecer. Así, rechazado después de haberme comido el meollo práctico, voy con el polvo de lo que queda del cuerpo de Cristo al cubo de la basura, y no me imagino lo que viene después, y entre qué astros; pero siempre es seguir.
127
El mozo ataba los paquetes de todos los días en el final crepuscular de la vasta oficina. «¡Qué trueno tan grande!», dijo, a nadie, con un tono alto de «buenos días», el crudelísimo bandido. Mi corazón empieza a latir nuevo. El apocalipsis había pasado. /Se hizo una pausa./
Y con qué alivio —luz fuerte y clara, espacio, trueno duro— este tronar próximo ya alejado nos aliviaba de lo que había habido. Dios había cesado. Me sentí respirar con los pulmones enteros. Me doy cuenta de que había poco aire en la oficina. Noté que había allí otra gente, que no era el mozo. Todos habían estado callados. Sonó una cosa trémula y encrespada: era la hoja espesa del Libro Mayor que Moreira había vuelto para delante, bruscamente, para comprobar.
¿1930?
128
la lluvia caía todavía triste, pero más suave, como en un cansancio universal; no relampagueaba, y apenas, de vez en cuando, con el ruido de ya lejos, un trueno corto gruñía duro, y a veces como se interrumpía, cansado también. Como de repente, la lluvia disminuyó todavía más. Uno de los empleados abrió las ventanas de la Calle de los Doradores. Un aire fresco, con restos muertos de caliente, se insinuó en la habitación grande. La voz del patrón Vasques sonó alta al teléfono del despacho, «¿Entonces todavía está hablando?» Y hubo un ruido de habla seca y aparte —comentario, obsceno (se adivina), sobre la señorita lejana.
129
Hay sosiegos del campo en la ciudad. Hay momentos, sobre todo en los mediodías de estío, en que, en esta Lisboa luminosa, el campo, como un viento, nos invade. Y aquí mismo, en la Calle de los Doradores, tenemos el sueño bueno.
¡Qué bueno es para el alma ver entrar, bajo un sol alto quieto, estos carros de paja, estos cajones por hacer, estos transeúntes lentos de la aldea transferida! Yo mismo, mirándolos desde la ventana de la oficina, donde estoy solo, me transmuto: estoy en un pueblo tranquilo de provincias, me remanso en una aldehuela desconocida, y porque me siento otro soy feliz.
Lo sé bien: si levanto los ojos, tengo ante mi la línea sórdida de las casas, las ventanas por lavar de todas las oficinas de la Baja, las ventanas sin sentido de los pisos más altos donde todavía se vive, y, en lo alto, en el ángulo de los tragaluces, la ropa de siempre, al sol entre tiestos y plantas. Lo sé, pero es tan suave la luz que dora todo esto, tan sin sentido el aire tranquilo que me rodea, que no tengo una razón ni siquiera visual para abdicar de mi aldea postiza, de mi pueblo provinciano donde el comercio es un sosiego.
Lo sé, lo sé… Aunque sea verdad que es la hora del almuerzo, o del descanso, o de la interrupción. Todo discurre bien por la superficie de la vida. Yo mismo duermo, aunque me asome al balcón, como si fuera la amurada de un barco sobre un paisaje nuevo. Yo mismo pienso, como si estuviese en la provincia. Y, súbitamente, otra cosa me surge, me envuelve, me domina: veo, por detrás del mediodía del pueblo, toda la vida en todo lo del pueblo; veo la gran felicidad estúpida del sosiego en la sordidez. Veo, porque veo. Pero no he visto y me despierto. Miro alrededor, sonriendo, y, antes de nada, me sacudo de los codos del traje, desgraciadamente oscuro, todo el polvo de la barandilla del balcón, que nadie ha limpiado, ignorando que tendría un día, aunque sólo fuese un momento, que ser la amurada sin polvo posible de un barco que singla en un turismo infinito.
29-8-1933.
130
Vi y oí ayer a un gran hombre. No quiero decir un gran hombre atribuido, sino un gran hombre que verdaderamente lo es. Tiene valía, si la hay en este mundo; saben que tiene valía; y él sabe que lo saben. Tiene, pues, todas las condiciones para que yo le llame un gran hombre. Es, efectivamente, lo que le llamo.
El aspecto físico es el de un comerciante cansado. La cara muestra trazos de fatiga, pero tanto podrían ser de pensar demasiado como de no vivir higiénicamente. Los gestos son cualesquiera. La mirada tiene cierta viveza —privilegio de quien no es miope. La voz es un poco embrollada, como si un principio de parálisis general viciase esta emisión del alma. Y el alma emitida discurre sobre la política de los partidos, sobre el alza o la devaluación del escudo, y sobre lo que hay de despreciable en los colegas de grandeza.
Si yo no supiese quién es, no lo adivinaría por la estampa. Sé bien que no hay que hacerse de los grandes hombres esa idea heroica que se forman las almas simples: que un gran poeta ha de ser un Apolo y un Napoleón de la expresión; o, con menos exigencias, un hombre con distinción y un rostro expresivo. Sé bien que estas cosas son humanidades naturales y absurdas. Pero, si no se espera todo o casi todo, todavía se espera algo. Y, cuando se pasa de la figura vista al alma hablada, no hay sin duda que esperar ingenio o vivacidad, pero hay por lo menos que contar con inteligencia, con, por lo menos, la sombra de la elevación.
Todo esto —estas desilusiones humanas— nos hace pensar en lo que puede realmente haber de verdad en el concepto vulgar de inspiración. Parece que este cuerpo destinado para comerciante y esta alma destinada para hombre educado son, cuando están a solas, investidos misteriosamente de algo interior que es exterior a ellos, y que no hablan, sino que se habla en ellos, y la voz dice lo que sería mentira que ellos dijesen.
Son especulaciones casuales e inútiles. Llego a sentir pena de hacerlas. No disminuye con ellas la valía del hombre; no aumenta con ellas la expresión de su cuerpo. Pero, en verdad, nada altera a nada, y lo que decimos o hacemos roza sólo las cimas de los montes en cuyos valles duermen las cosas.
131
Es una oleografía sin remedio. La miro sin saber si veo. En el escaparate están otras y aquélla. Está en el centro del escaparate en el punto que me impide la visión de la escalera[139].
Ella estrecha a la primavera contra el seno y los ojos con que me mira son tristes. Sonríe con brillo del papel y los colores de su faz son encarnados. El cielo por detrás de ella es azul de tela clara. Tiene una boca perfilada y casi pequeña sobre cuya expresión postal los ojos me miran siempre con una gran pena. El brazo que sostiene las flores me recuerda al de alguien. El vestido o blusa está abierto en un escote ladeado. Los ojos son realmente tristes: me miran desde el fondo de la realidad litográfica con una verdad cualquiera. Ha llegado con la primavera. Sus ojos tristes son grandes, pero no es por eso. Me separo de enfrente del escaparate con una gran violencia encima de los pies. Atravieso la calle y me vuelvo con una rebelión impotente. Ella sostiene aún la primavera que le han dado y sus ojos son tristes como lo que yo no tengo en la vida. Vista a distancia, la oleografía acaba por tener más colores. La figura tiene una cinta de color de más rosa rodeándole lo alto del cabello; no me había fijado. Hay en unos ojos humanos, aunque litográficos, algo terrible: el aviso inevitable de la conciencia, el grito clandestino de haber alma. Con un gran esfuerzo, me levanto del sueño en que me mojo y sacudo, como un perro, las humedades de la tiniebla de bruma. Y por cima de mi despertar, en una despedida de otra cosa cualquiera, los ojos tristes de la vida toda, desde esta oleografía que contemplamos a distancia, me miran como si yo supiese de Dios. El grabado tiene un calendario en la base. Está enmarcado, por arriba y por abajo, por dos listones negros de una convexidad pintada malamente. Entre lo alto y lo bajo de lo suyo definitivo, por sobre 1929 con viñeta obsoletamente caligráfica que cubre el inevitable primero de Enero, los ojos tristes me sonríen irónicamente.
Es curioso de dónde, al final, conocía yo la figura. En la oficina hay, en el rincón del fondo, un calendario idéntico que he visto muchas veces. Pero debido a un misterio, oleográfico o mío, la idéntica de la oficina no tiene ojos de pena. Es sólo una oleografía. (Es de un papel que brilla y que duerme por cima de la cabeza del Alves zurdo su vivir de esbatimento).
Quiero sonreírme de todo esto, pero siento un gran malestar. Siento un frío de enfermedad súbita en el alma. No tengo fuerzas para rebelarme contra este absurdo. ¿A qué ventana hacia qué secreto de Dios me arrimaría yo sin querer? ¿Para dónde da el escaparate del vano de la escalera? ¿Qué ojos me miraban en la oleografía? Estoy casi temblando. Alzo involuntariamente los ojos hacia el rincón distante de la oficina donde está la verdadera oleografía. Estoy elevando los ojos hacia ella constantemente.
¿1929?
132
A veces, sin que lo espere o deba esperarlo, la sofocación de lo vulgar se me agarra a la garganta y siento la náusea física de la voz y del gesto de lo llamado semejante. La náusea física directa, sentida directamente en el estómago y en la cabeza, maravilla estúpida de la sensibilidad despierta… Cada individuo que me habla, cada cara cuyos ojos me miran, me afectan como un insulto o como una porquería. Reboso horror de todo. Me atonto de sentir sentirlos.
Y sucede, casi siempre, en esos momentos de desolación estomacal, que hay un hombre, una mujer, hasta un niño, que se yergue ante mí como un representante real de la trivialidad que me acongoja. No representante debido a una emoción mía, subjetiva y pensada, sino debido a una verdad objetiva, realmente conforme por fuera con lo que siento por dentro que surge por magia simpática y me trae el ejemplo para la regla que pienso.
133
Releo pasivamente, recibiendo lo que siento como una inspiración y una liberación, esas frases sencillas de Caeiro[140], en la referencia natural de lo que es consecuencia del pequeño tamaño de su aldea. Desde allí, dice él, porque es pequeña, puede verse más del mundo que desde la ciudad; y por eso la aldea es mayor que la ciudad…
«Porque yo soy del tamaño de lo que veo
Y no del tamaño de mi estatura»[141].
Frases como éstas, me parecen crecer sin voluntad que las hubiera dicho, me limpian de toda la metafísica que espontáneamente añado a la vida. Después de leerlas, me acerco a mi ventana que da a la calle estrecha, miro al cielo grande y a los muchos astros, y soy libre como un esplendor alado cuya vibración me estremece todo el cuerpo.
«¡Soy del tamaño de lo que veo!» Cada vez que pienso esta frase con toda la atención de mis nervios, me parece más destinada a reconstruir consteladamente el universo. «¡Soy del tamaño de lo que veo!» Qué gran posesión mental va desde el pozo de las emociones profundas a las altas estrellas que se reflejan en él y, así, de cierta manera, están allí.
Y ahora ya, consciente de saber ver, miro la vasta metafísica objetiva de todos los cielos con una seguridad que me da ganas de morir cantando. «¡Soy del tamaño de lo que veo!» Y el vago claro de luna, enteramente mío, empieza a viciar de vaguedad el azul medio negro del horizonte.
Tengo ganas de levantar los brazos y gritar cosas de un salvajismo ignorado, de decir palabras a los misterios altos, de afirmar una nueva personalidad vasta[142] a los grandes espacios de la materia vacía.
Pero me reprimo y sereno. «¡Soy del tamaño de lo que veo!» Y la frase sigue siendo para mí el alma entera, apoyo en ella todas las emociones que siento, y sobre mí, por dentro, como sobre la ciudad, por fuera, cae la paz indescifrable del duro claro de luna que empieza ancho con el anochecer.
24-3-1930.
134
El cielo negro al fondo del sur del Tajo era siniestramente negro contra las alas, por contraste, vívidamente blancas de las gaviotas de vuelo inquieto. El día, sin embargo, no estaba ya tempestuoso. Toda la masa de la amenaza de la lluvia había pasado hacia la otra orilla, y la ciudad baja, húmeda todavía de lo poco que había llovido, sonreía desde el suelo a un cielo cuyo norte se azulaba todavía un poco blancamente. El fresco de la primavera era levemente frío.
En una hora como éstas, vacía e imponderable, me place conducir voluntariamente el pensamiento hacia una meditación que nada sea, pero que retenga, en su limpidez de nada, algo de la frialdad yerma del día esclarecido, con el fondo negro a lo lejos, y ciertas intuiciones, como gaviotas, evocando por contraste el misterio de todo en una negrura grande.
Pero, de repente, en contra de mi propósito literario íntimo, el fondo negro del cielo del sur me evoca, por un recuerdo verdadero o falso, otro cielo, tal vez visto en otra vida, en un norte de río menor, con juncares tristes y sin ninguna ciudad. Sin que yo sepa cómo, un paisaje para patos salvajes se arrastra por mi imaginación y, con la nitidez de un sueño raro, me siento cerca de la extensión que imagino.
Tierra de juncares a la orilla de ríos, terreno para cazadores y angustias, las márgenes irregulares entran, como pequeños cabos sucios, en las aguas color de plomo amarillo, y se curvan en bahías limosas, para barcos casi de juguete, en riberas que tienen el agua luciendo a ras de limo oculto entre los tallos verdinegros de los juncos, por donde no se puede andar.
La desolación es la de un cielo ceniciento muerto, que se arruga acá y allá en nubes más negras que el tono del cielo. No siento viento, pero lo hay, y la otra orilla, al final, es una isla larga por detrás de la cual se divisa —¡grande y abandonado río!— la otra orilla verdadera, echada en la distancia sin relieve.
Nadie llega allí, ni llegará. Aunque, mediante una fuga contradictoria del tiempo y del espacio, pudiese yo evadirme del mundo hacia ese paisaje, nadie llegaría allí nunca. Esperaría en vano lo que no sabría que esperaba, no habría, sino al fin de todo, un caer lento de la noche, tomándose todo el espacio, lentamente, del color de las nubes más negras, que poco a poco se sumergían[143] en el conjunto abolido del cielo.
Y, de repente, siento aquí el frío de allí. Me toca el cuerpo, llegado de los huesos. Respiro alto y despierto. El hombre, que cruza conmigo bajo la Arcada de al pie de la Bolsa[144], me mira con una desconfianza de quien no sabe interpretar. El cielo negro, apretándose, ha descendido más duro[145] sobre el sur.
4-4-1930.
135
Una de mis preocupaciones constantes es el comprender cómo es que otra gente existe, cómo es que hay almas que no sean la mía, conciencias extrañas a mi conciencia, que, por ser conciencia, me parece ser la única. Comprendo bien que el hombre que está delante de mí, y me habla con palabras iguales a las mías, y me ha hecho gestos que son como los que yo hago o podría hacer, sea de algún modo mi semejante. Lo mismo, sin embargo, me sucede con los grabados que sueño de las ilustraciones, con los personajes que veo de las novelas, con los personajes dramáticos que en el escenario pasan a través de los actores que los representan.
Nadie, supongo, admite verdaderamente la existencia real de otra persona. Puede conceder que esa persona esté viva, que sienta y piense como él; pero habrá siempre un elemento anónimo de diferencia, una desventaja materializada. Hay figuras de tiempos idos, imágenes espíritus en libros, que son para nosotros realidades mayores que esas indiferencias encarnadas que hablan con nosotros por cima de los mostradores, o nos miran por casualidad en los tranvías, o nos rozan, transeúntes, en el acaso muerto de las calles. Los demás no son para nosotros más que paisaje y, casi siempre, paisaje invisible de calle conocida.
Tengo por más mías, con mayor parentesco e intimidad, ciertas figuras que están escritas en los libros, ciertas imágenes que he conocido en estampas, que muchas personas, a las que llaman reales, que son de esa inutilidad metafísica llamada carne y hueso. Y «carne y hueso», en efecto, las describe bien: parecen cosas recortadas puestas en el exterior marmóreo de una carnicería, muertes que sangran como vidas, piernas y chuletas del Destino.
No me avergüenzo de sentir así porque ya he visto que todos sienten así. Lo que parece haber de desprecio entre hombre y hombre, de indiferente que permite que se mate gente sin que se sienta que se mata, como entre los asesinos, o sin que se piense que se está matando, como entre los soldados, es que nadie presta la debida atención al hecho, parece que abstruso, de que los demás también son almas.
Ciertos días, a ciertas horas, traídas a mi por no sé qué brisa, abiertas a mí por el abrirse de no sé qué puerta, siento de repente que el tendero de la esquina es un ente espiritual, que el hortera, que en este momento se inclina a la puerta sobre el saco de patatas, es, verdaderamente, un alma capaz de sufrir.
Cuando ayer me dijeron que el dependiente de la tabaquería se había suicidado, sentí una impresión de mentira. ¡Pobrecillo, también existía! Lo habíamos olvidado, todos nosotros [,] todos nosotros que le conocíamos del mismo modo que todos los que no le conocieron. Mañana le olvidaremos mejor. Pero que tenía alma, la tenía, para que se matase. ¿Amores? ¿Angustias? Sin duda… Pero a mí, como a la humanidad entera, me queda sólo el recuerdo de una sonrisa tonta por cima de una chaqueta de mezclilla, sucia, y desigual en los hombros. Es cuanto me queda, a mí, de quien tanto sintió que se mató de sentir porque, en fin, de otra cosa no debe de matarse nadie… Pensé una vez, al comprarle cigarrillos, que se quedaría calvo pronto. Al final, no ha tenido tiempo de quedarse calvo. Es uno de los recuerdos que me quedan de él. ¿Qué otro me había de quedar si éste, después de todo, no es suyo, sino de un pensamiento mío?
Tengo súbitamente la visión del cadáver, del ataúd en que le han metido, de la tumba, enteramente ajena, a la que tenían que haberle llevado. Y veo, de repente, que el dependiente de la tabaquería era, de cierta manera, chaqueta torcida y todo, la humanidad entera.
Ha sido tan sólo un momento. Hoy, ahora, claramente, como hombre que soy, él ha muerto. Nada más.
Sí, los demás no existen… Es para mí para quien este ocaso remansa, pesadamente alado, sus colores neblinosos y duros. Para mí, bajo el ocaso, tiembla, sin que yo le vea correr, el río grande. Ha sido hecha para mí esta plaza abierta sobre el río cuya marca se acerca. ¿Ha sido enterrado hoy en la fosa común el dependiente de la tabaquería? No es para él el ocaso de hoy. Pero de pensarlo, y sin que yo quiera, también ha dejado de ser para mí…
26-1-1932.
136
Se extiende ante mis ojos añorantes /la ciudad incierta y silente./
Las casas se distinguen en un conglomerado retenido, y la claridad lunar, con manchas de incertidumbre, estanca de madreperla las sacudidas muertas de la confusión[146]. Hay tejado y sombras, ventanas y edad media. No hay de qué haber alrededores. Pernocta en lo que se ve un vislumbre de lejanía. Por encima de donde /veo/ hay ramas negras de árboles, y yo tengo el sueño de la ciudad entera en mi corazón disuadido. ¡Lisboa al claro de luna y mi cansancio de mañana!
¡Qué noche! Pluguiera a quien produjo los pormenores del mundo que no hubiese para mí mejor estudio o melodía que el momento lunar destacado en que me desconozco conocido.
Duermo y, ni brisa, ni gente, interrumpe lo que no pienso. Tengo sueño del mismo modo que tengo vida. Sólo que siento en los párpados como si existiese lo que me los hace pesar. Oigo mi respiración.
/Me cuesta un plomo de los sentidos moverme con los pies por donde vivo. La caricia del apagamiento, la flor gratuita de lo inútil, mi nombre nunca pronunciado, mi desasosiego entre las orillas, el privilegio de deberes cedidos, y, en la última curva del parque familiar, el otro sueño[147] como una rosaleda./
137
Lento, en el claro de luna de la noche lenta, el viento agita allá fuera cosas que hacen sombra al moverse. No es quizá más que la ropa tendida en el piso más alto, pero la sombra, en si, no sabe de camisas y fluctúa impalpable en un acuerdo mudo con todas las cosas.
He dejado abiertas las contraventanas, para despertarme pronto, pero hasta ahora, y la noche es ya tan vieja que nada se oye, no he podido abandonarme al sueño ni estar bien despierto. Hay un claro de luna más allá de las sombras de mi cuarto, pero no pasa por la ventana. Existe, como un día de plata hueca, y los tejados de la casa de enfrente, que veo desde la cama, están líquidos de blancura ennegrecida. Como parabienes de lo alto a quien no oye, hay una paz triste en la luz dura de la luna.
Y sin ver, sin pensar, con los ojos ya cerrados sobre el sueño ausente, medito con qué palabras verdaderas se podrá describir un claro de luna. Los antiguos dirían que la luz de la luna es blanca, o que es de plata. Pero la blancura falsa de la luz de la luna es de muchos colores. Si me levantase de la cama, y viese por detrás de los cristales fríos, sé bien que, en el alto aire aislado, la luz lunar es de un blanco ceniciento azulado de amarillo esfumado; que, sobre los tejados varios, en desequilibrios de negrura de unos para con otros, ya dora de blanco negro las casas sumisas, ya alaga de un color sin color el encarnado castaño de las tejas altas. En el fondo de la calle, abismo plácido, donde las piedras desnudas se redondean irregularmente, no tiene color salvo un azul que procede tal vez del ceniciento de las piedras. Al fondo del horizonte será casi de azul oscuro, diferente del azul negro del cielo del fondo. En las ventanas en que da, es de un amarillo negro.
Desde aquí, desde la cama, si abro los ojos que tienen el sueño que no tengo, es un aire de nieve vuelta color en el que flotan filamentos de madreperla tibia. Y, si lo pienso[148] con lo que siento, es un tedio vuelto sombra blanca, que se oscurece como si los ojos se cerrasen sobre esa confusa blancura.
138
Hoy me he despertado muy temprano, en un repente embarullado, y me he levantado en seguida de la cama bajo el estrangulamiento de un tedio incomprensible. Ningún sueño lo había provocado; ninguna realidad lo podría haber hecho. Era un tedio absoluto y completo, pero fundado en algo. En el fondo oscuro de mi alma, invisibles, fuerzas desconocidas trababan una batalla en la que mi ser era el suelo, y todo yo temblaba con el embate desconocido. Una náusea física de la vida entera nació con mi despertar. Un horror a tener que vivir se levantó conmigo de la cama. Todo me pareció hueco y tuve la impresión fría de que no hay solución para ningún problema.
Una inquietud enorme me hacía estremecer los gestos mínimos. Sentí recelo, de enloquecer, no de locura, sino de allí mismo. Mi cuerpo era un grito latente. Mi corazón latía como si hablase.
Con pasos anchos y falsos, que en vano procuraba tornar diferentes, recorrí descalzo, la largura pequeña del cuarto, y la diagonal vacía del cuarto interior, que tiene la puerta en el rincón que da al pasillo de la casa. Con movimientos incoherentes e imprecisos, toqué los cepillos de encima de la cómoda, descoloqué una silla, y una vez di con la mano que se balanceaba en el hierro acre de los pies de la cama inglesa. Encendí un cigarrillo, que fumé por subconsciencia, y sólo cuando vi que había caído ceniza en la cabecera de la cama —¿cómo, si yo no me había puesto allí?— comprendí que estaba poseso, o cosa análoga en ser, si no en nombre, y que la conciencia de mí, que yo debería tener, se había intervalado con el abismo.
Recibí el anuncio de la mañana, la poca luz fría que da un vago azul blanco al horizonte que se revela, como un beso de gratitud de las cosas. Porque esa luz, ese verdadero día, me liberaba, me liberaba no sé de qué, me daba el brazo a la vejez desconocida, hacía fiestas a la infancia postiza, amparaba al reposo mendigo de mi sensibilidad rebosada. ¡Ah, qué mañana es ésta, que me despierta a la estupidez de la vida, y a su gran ternura! Casi lloro, viendo aclararse ante mí, debajo de mí, la vieja calle estrecha, y cuando los cierres de la tienda de la esquina ya se revelan castaño sucio en la luz que se extravasa un poco, mi corazón siente un alivio de cuento de hadas verdaderas, y empieza a conocer la seguridad de no sentir.
¡Qué mañana esta amargura! ¿Y qué sombras se apartan? ¿Y qué misterios ha habido? Nada: el ruido del primer tranvía como un fósforo que va a iluminar la oscuridad del alma, y los pasos altos de mi primer transeúnte que son la realidad concreta que me dice, con voz de amigo, que no esté así.
139
No comprendo sino como una especie de falta de aseo esta inerte permanencia en que yazgo de mi misma e igual vida, quedada como polvo o suciedad en la superficie de nunca cambiar.
Así como lavamos el cuerpo, deberíamos lavar el destino, cambiar de vida como nos cambiamos de ropa —no para salvar la vida, como comemos y dormimos, sino por ese respeto ajeno a nosotros mismos, al que con propiedad llamamos aseo.
Hay muchos en quienes el desaseo no es una disposición de la voluntad, sino un encogerse de hombros de la inteligencia. Y hay muchos en quienes lo apagado y lo mismo de la vida no es una forma de quererla, o una natural resignación con el no haberla querido, sino un apagamiento de la inteligencia de sí mismos, una ironía automática del conocimiento.
Hay puercos a los que repugna su propia porquería, pero no se alejan de ella por ese mismo extremo de un sentimiento por el que un empavorecido no se aleja del peligro. Hay puercos de destino, como yo, que no se apartan de la trivialidad cotidiana por esa misma atracción de la propia impotencia. Son aves fascinadas por la ausencia de serpiente; moscas que vuelan por los troncos sin ver nada hasta que llegan al alcance viscoso de la lengua del camaleón.
Así paseo lentamente mi inconsciencia consciente, en mi tronco de árbol de lo usual. Así poseo mi destino que anda, pues yo no ando; mi tiempo que sigue, pues yo no sigo. No me salva de la monotonía sino estos breves comentarios que hago desde sus alrededores. Me contento con que mi celda tenga vidrieras por dentro de las rejas, y escribo en los cristales, en el polvo de lo necesario, mi nombre en letras grandes, firma cotidiana de mi escritura con la muerte.
¿Con la muerte? No, no con la muerte. Quien vive como yo no muere: termina, se marchita, se desvegetaliza. El lugar donde estuve se queda sin estar él allí, la calle por donde andaba se queda sin ser él visto allí, la casa donde vivía es habitada por no-él. Es todo, y le llamamos la nada; pero ni esta tragedia de la negación podemos representarla con aplausos, pues ni de verdad sabemos si no es nada, vegetales de la verdad como de la vida, polvo que tanto está por dentro como por fuera de los cristales, nietos del Destino e hijastros de Dios, que se casó con la Noche Eterna cuando ella enviudó del Caos del que verdaderamente somos hijos[149].
(Posterior a 1923).
140
En la perfección clara del día se estanca sin embargo el aire lleno de sol. No es la presión presente de la tormenta futura, malestar de los cuerpos involuntarios, vago empañado del cielo azul de veras. Es el torpor sensible de la insinuación del ocio, pluma que roza leve la faz adormecida. Es estío pero verano. Le apetece el campo hasta a quien no le gusta.
Si yo fuera otro, pienso, éste sería para mí un día feliz, pues lo sentiría sin pensar en él. Concluiría con una alegría de anticipación mi trabajo normal: el que me resulta monótonamente normal todos los días. Tomaría el tranvía para Benfica, con amigos citados. Comeríamos en pleno fin de sol, entre las huertas. La alegría en que estaríamos sería parte del paisaje, y por todos cuantos nos viesen reconocida como de allí.
Como, sin embargo, soy yo, disfruto un poco lo poco que es imaginarme ese otro. Sí, luego él-yo, bajo el emparrado o árbol, comerá el doble de lo que sé comer, beberá el doble de lo que me atrevo a beber, reirá el doble de lo que puedo pensar en reír. Luego él, yo ahora. Sí, un momento he sido otro: he visto, he vivido, en otro, esa alegría humilde y humana de existir como animal en mangas de camisa. ¡Gran día el que me ha hecho soñar así! Es todo azul y sublime en lo alto como mi sueño efímero de ser dependiente de comercio con añoranza de no sé qué vacaciones de fin de día[150].
2-7-1932.
141
Cuando el estío entra me entristezco. Parece que la luminosidad, aunque acre, de las horas estivales deberá acariciar a quien no sabe quién es. Pero no, a mí no me acaricia. Hay un contraste excesivo entre la vida exterior que rebosa y lo que siento y pienso, sin saber sentir ni pensar: el cadáver perennemente insepulto de mis sensaciones. Tengo la impresión de que vivo, en esta patria informe llamada el universo, bajo una tiranía política, que aunque no me oprima directamente, ofende, sin embargo, a algún oculto principio de mi alma. Y entonces desciende sobre mí, sordamente, lentamente, la añoranza anticipada del exilio posible.
Tengo principalmente sueño. No un sueño que trae latente, como todos los sueños, incluso los mórbidos, el privilegio físico del sosiego. No un sueño que, porque va a olvidar la vida, y por ventura traer sueños, trae en la bandeja con la que viene a nuestra alma las ofrendas plácidas de una gran abdicación. No: éste es un sueño que no consigue dormir, que pesa en los párpados sin cerrarlos, que junta en un gesto que se siente ser de estupidez y repulsa las comisuras sentidas de los labios incrédulos. Este es un sueño como el que pesa inútilmente /sobre/ el cuerpo en los grandes insomnios del alma.
Sólo cuando llega la noche, de algún modo siento, no una alegría, sino un reposo que, porque otros reposos están contentos, se siente contento por analogía con los sentidos. Entonces, el sueño pasa, la confusión del crepúsculo mental, que ese sueño ha producido, se amortigua, se aclara, casi se ilumina. Vive, un momento, la esperanza de otras cosas. Pero esa esperanza es breve. Lo que sobreviene es un tedio sin sueño ni esperanza, un despenar malo de quien no ha llegado a dormir. Y desde la ventana de mi cuarto miro, pobre alma cansada del cuerpo, muchas estrellas, nada, la nada, pero tantas[151] estrellas…
9-6-1934.
142
El olfato es una vista extraña. Evoca paisajes sentimentales mediante un dibujar súbito de lo subconsciente. He sentido esto muchas veces. Paso por una calle. No veo nada o, mejor, mirándolo todo, veo como todo el mundo ve. Sé que voy por una calle que existe con lados hechos de casas diferentes y construidas por seres humanos. Paso por una calle. De una panadería sale un olor a pan que da náuseas por lo dulce de su olor: y mi infancia se yergue desde determinado barrio distante, y otra panadería me surge de aquel reino de hadas que es todo lo que se nos ha muerto. Paso por una calle. Huele de repente a las frutas del tablero inclinado de la tienda estrecha; y mi breve vida en el campo, no sé ya cuándo ni dónde, tiene árboles al final y sosiego en mi corazón, indiscutiblemente niño. Paso por una calle. Me trastorna, sin esperármelo, un olor a los cajones del cajonero: oh Cesário mío[152], te apareces ante mí y soy, por fin, feliz porque he regresado, gracias al recuerdo, a la única verdad, que es la literatura.
143
Tengo ante mí las dos páginas grandes del libro pesado; levanto de su inclinación sobre el pupitre viejo, con ojos cansados, un alma más cansada que los ojos. Más allá de la nada que esto representa, el almacén, hasta la Calle de los Doradores, alinea los anaqueles regulares, los empleados regulares, el orden humano y el sosiego de lo vulgar. En la ventana hay un ruido de lo diferente, y el ruido diferente es vulgar, como el sosiego que hay junto a los anaqueles.
Bajo unos ojos nuevos a las dos páginas blancas, en las que mis números cuidadosos han puesto los lucros de la sociedad. Y, con una sonrisa que guardo para mí, recuerdo que la vida, que tiene estas páginas con nombres de tejidos y dinero, con sus blancos, y sus trazos a regla y de letras, incluye también a los grandes navegantes, a los grandes santos, a los poetas de todas las épocas, todos ellos sin escritura, la vasta prole expulsada de los que hacen valer al mundo.
En el propio registro de un tejido que no sé lo que es, se me abren las puertas del Indo y de Samarcanda, y la poesía de Persia, que no es de un sitio ni de otro, hace de sus cuartetos, desrimados en el tercer verso, un apoyo lejano para mi desasosiego. Pero no me engaño, escribo, sumo y la escritura sigue, hecha normalmente por un empleado de esta oficina[153].
¿1929?
144
Desde antes de la mañana temprano, contra el uso solar de esta ciudad clara, la niebla envolvía[154], en un manto leve, que el sol fue crecientemente dorando, las casas múltiples, los espacios abolidos, los accidentes de la tierra y de las construcciones. Llegada, sin embargo, la hora alta de antes del mediodía, empezó a deshilacharse la bruma blanda, y, en hálitos de sombras de velos, a cesar imponderablemente. Hacia las diez de la mañana, sólo un tenue mal-azular del cielo revelaba que había habido niebla.
Las facciones de la ciudad renacieron del resbalar de la máscara de la veladura. Como si una ventana se abriese, el día ya rayado rayó. Hubo un leve cambio en los ruidos de todo. Aparecieron también. Un tono azul se insinuó hasta en las piedras de las calles y en las auras impersonales de los transeúntes. El sol era caliente, pero todavía humedad caliente. Se filtraba invisiblemente la niebla que ya no existía.
El despertar de una ciudad, sea entre niebla o de otro modo, es siempre para mí algo más enternecedor que el rayar de la aurora sobre los campos. Renace mucho más, hay mucho más que esperar, cuando, en vez de sólo dorar, primero de luz oscura, después de luz húmeda, más tarde de oro claro, los céspedes, los relieves de los arbustos, las palmas de las manos de las hojas, el sol multiplica sus posibles efectos en las ventanas, en las paredes, en los tejados, —[…] cuando mañana […] a tantas realidades diferentes. Una aurora en el campo me hace bien; una aurora en la ciudad, bien y mal, y por eso me hace más que bien. Sí, porque la esperanza /mayor/ que me trae tiene, como todas las esperanzas, ese amargor lejano y añorante de no ser realidad. La mañana del campo existe; la mañana de la ciudad promete. Una hace vivir; la otra hace pensar. Y yo he de sentir siempre, como los grandes malditos, que más vale la pena pensar que vivir[155].
10 y 11-9-1931.
145
Después de una noche mal dormida, no le gustamos a todo el mundo. El sueño ido se ha llevado consigo algo que nos hacía humanos. Hay una irritación latente con nosotros, parece, en el mismo aire inorgánico que nos rodea. Somos nosotros, al final, quienes nos reprobamos, y es entre nosotros y nosotros donde se riñe la diplomacia de la batalla sorda.
Hoy he arrastrado por la calle los pies y el cansancio grande. Tengo el alma reducida a una madeja atada, y lo que soy y he sido, que soy yo, ha olvidado su nombre. Si tengo mañana, no sé sino que no he dormido, y la confusión de varios intervalos pone grandes silencios en mi habla interior.
¡Ah, grandes parques de los demás, jardines usuales para tantos, maravillosas arboledas de los que nunca me conocerán! Me estanco entre vigilias, como quien nunca ha osado ser superfluo, y lo que medito se sobresalta con un sueño al fin.
Soy una casa viuda, claustral de sí misma, embrujada por espectros tímidos y furtivos. Estoy siempre en el cuarto de al lado, o están ellos, y hay grandes ruidos de árboles en torno a mí. Divago y encuentro; encuentro porque divago. ¡Mis días de niño, vestidos vosotros mismos de delantal!
Y, en medio de todo esto, voy por la calle, dormilón de mi vagabundeo hoja[156]. Cualquier viento lento me ha barrido del suelo, y yerro, como un final de crepúsculo, entre los acontecimientos del paisaje. Me pesan los párpados en los pies arrastrados. Quisiera dormir porque ando. Tengo la boca cerrada como si fuese para que se pegasen los labios. Naufrago mi deambular.
Sí, no he dormido, pero estoy mejor así, cuando nunca he dormido ni duermo. Soy yo verdaderamente en esta eternidad casual y simbólica del estado de media-alma en que me engaño. Una u otra persona me mira como si me conociese y me extrañase. Siento que los miro también con órbitas sentidas bajo unos párpados que las rozan, y no quiero saber de haber mundo.
¡Tengo sueño, mucho sueño, todo el sueño!
2-7-1931.
146
El socio capitalista de esta firma, siempre enfermo en un sitio indeterminado, ha querido, no sé por qué capricho de qué intermitencia de la enfermedad, tener un retrato del grupo de personal de la oficina. Y así, anteayer, nos alineamos todos, por indicación del fotógrafo alegre, contra el tabique blanco sucio que divide, con madera frágil, la oficina general del despacho del patrón Vasques. En el centro, el mismo Vasques; a los dos lados, en una distribución primero definida, después indefinida, de categorías, las otras almas humanas que aquí se reúnen en cuerpo todos los días para pequeños fines cuyo último objeto sólo el secreto de los dioses conoce.
Hoy, cuando he llegado a la oficina un poco tarde y, en verdad, olvidado ya del acontecimiento estático de la fotografía dos veces tirada, he encontrado a Moreira, inesperadamente matutino, y a uno de los dependientes inclinados disimuladamente sobre unas cosas ennegrecidas, que he reconocido en seguida, con un sobresalto, como las primeras pruebas de las fotografías. Eran, al final, sólo dos de una, de la que había quedado mejor.
He sufrido la verdad al verme allí, porque, como es de suponer, fue a mí mismo al que primero busqué. Nunca he tenido una idea noble de mi presencia física, pero nunca la he sentido tan nula al compararla con las otras caras, tan conocidas mías, en aquel alineamiento de diarios. Parezco un vulgar jesuita. Mi cara delgada e inexpresiva no tiene inteligencia, ni intensidad, ni nada, sea lo que sea, que la eleve sobre la marea muerta de las otras caras. De la marea muerta, no. Hay allí rostros verdaderamente expresivos. El patrón Vasques está tal cual es —el ancho rostro apacible y duro, la mirada firme, completado por el bigote rígido. La energía, la sagacidad, del hombre —a fin de cuentas triviales, y tantas veces repetidas por tantos millares de hombres en todo el mundo— están escritas en aquella fotografía como un pasaporte psicológico. Los dos viajantes están admirables; el dependiente está bien, pero ha quedado casi por detrás del hombro de Moreira. ¡Y Moreira! ¡Mi jefe Moreira, esencia de la monotonía de la continuidad, aparece mucho más importante que yo! Hasta el mozo —me doy cuenta sin poder reprimir un sentimiento que procuro suponer que no es envidia— tiene una seguridad de cara, una expresión directa que dista /sonrisas/ de mi apagamiento nulo de esfinge de papelería.
¿Qué quiere decir esto? ¿Qué verdad es ésta que no engaña a una película? ¿Qué certidumbre es ésta que una lente fría documenta? ¿Quién soy, para que sea así? Sin embargo… ¿Y el insulto del grupo?
—«Tu has quedado muy bien», dice de repente Moreira. Y después, volviéndose hacia el dependiente, «Es su mismita cara, ¿eh?». Y el dependiente ha asentido con una alegría amiga que arrojó a la basura.
5-4-1930.
147
Nubes… Hoy no tengo conciencia del cielo, pues hace días que no lo miro pero lo siento, viviendo en la ciudad y no en la naturaleza que la incluye. Nubes… Son ellas hoy la principal realidad, y me preocupan como si el velarse del cielo fuese uno de los grandes peligros de mi destino. Nubes… Pasan desde la barra hacia el Castillo[157], de Occidente a Oriente en un tumulto disperso y desnudo, blanco a veces, se ven desharrapadas en la vanguardia de no sé qué; medio-negro otras, si, más lentas, tardan en ser barridas por el viento audible; negras de un blanco sucio, si, como si quisiesen quedarse, ennegrecen más de la venida que de la sombra lo que las calles abren de falso espacio entre las líneas cerradas de las casas.
Nubes… Existo sin saberlo y moriré sin quererlo. Soy el intervalo entre lo que soy y lo que no soy, entre el sueño y lo que la vida ha hecho de mí, la medida abstracta y carnal entre cosas que no son nada, siendo yo también nada. Nubes… ¡Qué desasosiego si siento, qué desconsuelo si pienso, qué inutilidad si quiero! Nubes… Están pasando siempre, unas muy grandes, pareciendo, porque las casas no dejan ver si son menos grandes de lo que parecen, que van a ocupar todo el cielo; otras de tamaño incierto, que pueden ser dos juntas o una que va a partirse en dos, sin sentido en el aire alto contra el cielo cansado; otras aún, pequeñas, que parecen juguetes de poderosas cosas, bolas irregulares de un juego absurdo, sólo hacia un lado, en un gran aislamiento, frías.
Nubes… Me interrogo y me desconozco. Nada he hecho de útil ni haré de justificable. He gastado la parte de la vida que no perdí en interceptar confusamente cosa ninguna, haciendo versos en prosa a las sensaciones intransmisibles con que hago mío el universo desconocido. Estoy harto de mí, objetiva y subjetivamente. Estoy harto de todo, y del todo de todo. Nubes… Son todo, desarreglos de lo alto, cosas hoy sólo ellas reales entre la tierra nula y el cielo que no existe; harapos indescriptibles del tedio que les supongo; niebla condensada en amenazas de color ausente; algodones en rama sucios de un hospital sin paredes. Nubes… Son como yo, un pasar desfigurado entre el cielo y la tierra, al sabor de un impulso invisible, tronando o no tronando, alegrando blancas u obscureciendo negras, ficciones del intervalo y del error, lejos del ruido de la tierra y sin tener el silencio del cielo. Nubes… Siguen pasando, siguen siempre pasando, pasarán siempre siguiendo, en un enrollamiento discontinuo de madejas empañadas, en un alargamiento difuso de falso cielo deshecho[158].
15-9-1931.
148
Hay momentos en que todo cansa, hasta lo que nos descansaría. Lo que nos cansa porque nos cansa; lo que nos descansaría porque la idea de obtenerlo nos cansa. Hay abatimientos del alma por debajo de toda la angustia y de todo el dolor; creo que no los conocen sino los que se hurtan a las angustias y a los dolores humanos, y tienen diplomacia consigo mismos para esquivarse al tedio propio. Reduciéndose, así, a seres acorazados contra el mundo, no es de admirar que, en determinado momento de su conciencia de sí mismos, les pese de repente la coraza, y la vida sea para ellos una angustia al revés, un dolor perdido.
Me hallo en uno de esos momentos, y escribo estas líneas como quien quiere al menos saber que vive. Todo el día, hasta ahora, he trabajado como un adormilado, haciendo cuentas con los procedimientos del sueño, escribiendo a lo largo de mi torpor. Todo el día me he sentido pesar sobre los ojos y contra las sienes —sueño en los ojos, presión hacia fuera de las sienes, conciencia de todo esto en el estómago, náusea y desaliento.
Vivir me parece un error metafísico de la materia, un descuido de la inacción. No miro al día, para ver lo que tiene que me distraiga de mí, y, escribiéndolo yo aquí en descripción, tape con palabras la jícara vacía de mi no quererme. No miro al día, e ignoro con la espalda inclinada si es sol o falta de sol lo que hay ahí fuera, en la calle subjetivamente triste, en la calle desierta por la que pasa el ruido de la gente. Lo ignoro todo y me duele el pecho. He dejado de trabajar y no quiero moverme de aquí. Estoy mirando al secante blanco sucio, que se extiende, pegado a los lados sobre la gran edad del pupitre inclinado. Miro atentamente los rasgos de absorción y distracción que están borrados en él. Varias veces mi asignatura al revés y al envés. Algunos números acá y allá, así mismo. Unos dibujos de nada, hechos por mi distracción. Miro a todo esto como un aldeano de secantes, con la atención de quien mira novedades, con todo el cerebro inerte por detrás de los centros cerebrales que producen la visión.
Tengo más sueño íntimo del que cabe en mí. Y no quiero nada, no prefiero nada, no hay nada a donde huir.
12-6-1930.
149
Ningún problema tiene solución. Ninguno de nosotros desata el nudo gordiano; todos nosotros o desistimos o lo cortamos. Decidimos bruscamente, con el sentimiento, los problemas de la inteligencia, y lo hacemos o por cansancio de pensar, o por timidez de sacar conclusiones, o por la necesidad absurda[159] de encontrar un apoyo, o por el impulso gregario de regresar a los demás y a la vida.
Como nunca podemos conocer todos los datos de una cuestión, nunca podemos resolverla.
Para llegar a la verdad nos faltan datos suficientes, y procesos intelectuales que agoten la interpretación de esos datos.
18-7-1916.