Segunda parte
Tirana

1

Albania no parecía, a priori, el país más apropiado para curarme la depresión, tras lo sucedido con Aina.

Mientras hacía cola en el mostrador de Lufthansa —desde Barcelona existía una conexión diaria a Tirana vía Múnich—, leí en la guía Bradt que había sido el único país oficialmente ateo del mundo hasta que la Madre Teresa recibió el Nobel. Era de suponer que no querían desperdiciar la única celebridad internacional que había dado el país, aparte del dictador Hoxha, responsable de 45 años de aislamiento estalinista.

Por algo menos de trescientos euros compré un vuelo con transbordo que suponía estar nueve horas de viaje, ya que en el aeropuerto Franz Josef Strauss de Múnich tendría que esperar cinco horas hasta la salida del avión a Tirana.

Ya en la cola de facturación, me pregunté cómo sería una ciudad que se llamara así. Había reservado por teléfono una habitación en el hotel California, que al parecer era el lugar donde se alojaban los viajeros informales o inesperados como yo.

Tuve que pensar en el disco de los Eagles con el mismo nombre. La leyenda urbana decía que si reproducías el vinilo al revés se escuchaba la voz de Satanás, el cual aparecía en el interior de la cubierta entre los invitados de una fiesta muy concurrida. Sin embargo, yo había hecho el experimento sin éxito. Al mover manualmente el plato de un tocadiscos hacia atrás, sólo había logrado un chirrido ensordecedor. Si aquello era el diablo, no hablábamos el mismo idioma.

El Airbus 319 con destino a Múnich estaba copado por hombres de negocios y algunos jóvenes latinos que —supuse— habían buscado un curso de idiomas bajo el suave clima bávaro.

Por mi parte, había hablado con Ingrid justo antes de subir al avión. Al principio me había reñido porque la había sacado de la cama a las ocho de la mañana, que era la hora local en Boston. Luego me había dicho que se aburría como una ostra y que tía Jenny la tenía todo el día ocupada arrancando hierbajos en el jardín, además de las tareas de la casa. Con la conciencia pacificada tras aquella conversación, me había entregado al placer de leer el periódico durante el vuelo.

Mientras el jet se elevaba sobre una Barcelona velada por la contaminación, leí una curiosa noticia con el titular «MI ESPOSA ES UNA PERRA». Al parecer, un indio de 33 años llamado Selva Kumar se había casado con un can para alejar una maldición. La sufría desde que había matado a pedradas a dos chuchos que copulaban en sus campos de arroz, y luego los había colgado de un árbol. El mal karma que le reportó esta mala acción no se hizo esperar: tres días después se quedó paralítico y sordo de un oído. Fracasados todos sus intentos de curación con la medicina tradicional y la ayurvédica, su astrólogo de cabecera le había recomendado: «Cásate con una perra».

La noticia iba ilustrada con una fotografía de las nupcias en la que se veía al novio con una túnica blanca sentado en el suelo; junto a él, una perra color crema adornada con un collar de flores entre la multitud festiva.

«Historias como éstas sólo te las crees porque salen en los periódicos», me dije mientras pedía a la azafata mi segundo té a nueve mil metros de altura.

Consumí cinco horas tediosas en el aeropuerto Franz Josef Strauss paseando entre tiendas de ropa y librerías. En una de ellas había comprado una introducción a Carl Gustav Jung por pura curiosidad, ya que —equivocadamente— no esperaba que los estudios de este psicólogo suizo me acercaran al paradero de las cartas.

Cuando me cansé de dar vueltas por aquellas galerías asépticas, fui a sentarme junto a mi sala de embarque, que empezaba a estar llena de familias con ganas de cháchara. En contraste con las expresiones desesperadas que había visto por televisión en el barco de refugiados, me pareció que en el pasaje primaban las personas sencillas y felices; jóvenes que habían encontrado trabajo en Alemania y se escapaban a su país siempre que podían.

Físicamente no eran muy diferentes de los italianos. Exceptuando un par de chicas de tez más oscura, su tono de piel era como la del resto de habitantes de la Europa mediterránea. Los jóvenes eran, eso sí, especialmente delgados y fibrosos, tal vez debido al trabajo físico que realizaban en almacenes o fábricas germanas.

Relajado con estas apreciaciones subjetivas, que nada tenían que ver con los peligros que me esperaban en Tirana, dediqué la hora que faltaba para la salida a leer la guía. Me interesaba la historia contemporánea del que probablemente fuera el país europeo más desconocido.

Dos años después de proclamarse la república socialista con Enver Hoxha como presidente, en 1948 Albania rompió relaciones con Yugoslavia, que aspiraba a asimilar el país en su federación. Tras colaborar estrechamente con la URSS, en 1961 cortó toda relación con el gigante soviético al conocer la pretensión de Krushev de construir una base de submarinos nucleares en el puerto de Vlora.

Hoxha decidió entonces dar un golpe brusco de timón y buscó amparo esta vez en el paraguas de la China maoísta, tal vez porque estaba lo suficientemente lejos para no causarles problemas. El modelo chino pareció gustar al mandamás vitalicio albanés, que durante 1966 y 1967 llevó a cabo una Revolución Cultural a la manera de Mao: los oficinistas de la Administración fueron exiliados de un día para otro a zonas rurales, mientras los puestos de responsabilidad eran ocupados por jóvenes comunistas inexpertos. Las religiones fueron estrictamente prohibidas.

La paranoia que condujo al aislamiento total de Albania se desató con la invasión soviética de Checoslovaquia, en 1968. Hoxha retiró el país del Pacto de Varsovia y se embarcó en un loco plan de autodefensa, que se traduciría en 700.000 bunkers de hormigón —uno para cada cuatro albaneses— y cañones antiaéreos en los tejados para repeler un ataque que nunca se produciría.

En 1978, dos años después de la muerte de Mao, Hoxha se desvinculó también de una China que empezaba a abrirse a la economía de mercado. Empobrecida y sin ningún tipo de ayuda externa, Albania se había quedado completamente sola.

Dejé el resumen histórico en este punto con intención de seguir más adelante. Quizás porque yo también me sentía aislado y expuesto a amenazas exteriores, tuve la impresión de que congeniaría con el país.

Los pasajeros del Múnich-Tirana ya se agolpaban, ansiosos, en una fila deseando regresar al bunker nacional. El vuelo era operado por un CR2, un avión pequeño de fabricación canadiense dispuesto a perforar el cielo nocturno de la Unión Europea para pasar al otro lado. Aunque ya no existiera el telón de acero, mientras avanzaba inseguro hacia el interior de la nave, no pude evitar pensar que me dirigía a territorio comanche.

2

Aterrizamos en suelo albanés en medio de una oscuridad casi absoluta. Tras una corta evolución sobre el asfalto, el aparato se detuvo de golpe como si se le hubiera terminado la pista. Un minuto después, el pasaje salía precipitadamente del avión.

Para mi sorpresa, el aeropuerto Nënë Tereza era pequeño pero de diseño impecable. Por una placa conmemorativa entendí que había sido un regalo del gobierno del Canadá.

Después de pagar un visado de entrada de diez euros, crucé un hall con un par de cafeterías llenas de curiosos que observaban a los recién llegados. Aquella moderna terminal me dio cierta confianza, así que salí a buscar un taxi sin tomar especiales precauciones.

El primero en la fila estaba conducido por un hombre minúsculo de unos sesenta años que sostenía un cigarrillo apagado en la boca. Le entregué mi única maleta y nos pusimos en marcha hacia lo que pudiera deparar Tirana.

En un principio permaneció en silencio mientras yo vigilaba desde la ventana la noche albanesa. En general había poca luz y muchas gasolineras —una detrás de otra—, cosa que no llegué a entender, dado el escaso tráfico de aquella autovía. También me llamó la atención que había muchos edificios en construcción, algunos de altura considerable, lo que parecía indicar que después de medio siglo de parálisis el país experimentaba cierto despegue.

Al llegar a la periferia de Tirana, de repente al taxista le dio por desengrasar su inglés elemental para preguntarme de dónde era. Le respondí que de Estados Unidos, pero que vivía cerca de Barcelona.

—Americano bueno —respondió a lo indio—. USA y Albania amigos. Bush bueno.

—No todos los americanos piensan así —le expliqué vocalizando mucho.

Pero el taxista seguía con su discurso:

—Rusia, Alemania, Francia…

Acto seguido se cargó estos tres países poniendo el pulgar hacia abajo. Luego dijo:

—América, Bush.

Y su pulgar dio un giro de 180 grados hasta apuntar al techo tapizado del coche.

El taxista parecía encantado con aquel diálogo de besugos, ya que lanzó una breve carcajada de satisfacción mientras aceleraba en dirección al centro de Tirana. Antes de que me llevara a algún establecimiento donde tuviera comisión, le recordé el nombre de mi hotel. Respondió meneando la cabeza en señal de desaprobación.

—Hotel California no bueno. ¡Caro!

—Me da igual. Tengo una reserva, así que lléveme allí y punto.

El hombrecillo no pareció enfadarse por mi puesta en firme. Se limitó a encogerse de hombros, como diciendo: «Si eres estúpido, no tengo la culpa».

A continuación entramos en una plaza presidida por dos edificios de estilo soviético, además de una modesta torre con un reloj y un minarete. Por la iluminación generosa del conjunto, entendí que aquello era la plaza Skanderbeg, el centro neurálgico de la capital albanesa. De no estar presenciando algunos adelantamientos suicidas en aquel mismo momento, me habría parecido un lugar bastante civilizado.

Sin embargo, desestimé del todo esta idea cuando pasamos junto a una pirámide de construcción moderna donde se leía en enormes letras:

WELCOME PRESIDENT BUSH.

Lo más curioso de aquel mensaje de bienvenida era que hacía ya mucho tiempo de la visita del presidente republicano. Me propuse averiguar qué era aquella pirámide —parecía un enorme pastel de cumpleaños— y qué habría prometido Bush a los albaneses para lograr su estima. Más aún cuando, tras la caída del comunismo, aquél volvía a ser un país de mayoría musulmana.

En cualquier caso, cada vez tenía más claro que había llegado a un mundo extraño.

El hotel California de Tirana ocupaba un pequeño edificio de cinco plantas y exhibía tres estrellas. Sin embargo, ése era un dato de valor relativo, ya que la recepción estaba iluminada únicamente por un televisor y el recepcionista dormía profundamente en su asiento.

Tuve que hacerme notar golpeando el mostrador con el pasaporte, lo que hizo que el hombre emergiera del sueño con los ojos hinchados. Renegando algo en albanés, tras anotar mis datos en un recibo y cobrarme cuarenta euros por la primera noche, me dio la llave de la habitación 27. Acto seguido me señaló el ascensor y volvió a cerrar los ojos.

Mientras la cabina ascendía lentamente, me sentí súbitamente relajado y me dio por tararear la diabólica canción de los Eagles:

We are programmed to receive.

You can checkout any time you like,

But you can never leave!

Welcome to the Hotel California

Such a lovely place[3]

El interior de la habitación estaba forrado de moqueta vieja y eso me provocó un par de estornudos. Aparte de eso, era bastante correcta. Abrí la ventana para airearla un poco, mientras me dejaba caer sobre la cama vencido por el cansancio y la confusión. Con la llegada a Tirana terminaba la parte de aquella misión que yo controlaba. Una vez allí, no tenía nada claro lo que debía hacer.

Saqué del bolsillo de mi americana todo lo que tenía: el fax con la serie numérica del 0 al 3 y el teléfono emisor. Si aquello era una clave para contactar con nosotros y realizar la transacción, bastaría con mandar un mensaje a aquel número.

De repente entendí que había cometido un error de principiante, por no decir de idiota. Antes de viajar hasta Albania, debería haber mandado un fax para saber si aquel contacto nos aportaba algo, a no ser que Desmestre ya lo hubiera hecho y me estuviera ocultando información.

Decidí dejar ese tema para el día siguiente, ya que de todos modos la una y media de la madrugada no eran horas para llamar a nadie. Incluso los ladrones tienen que dormir. Sin darle más vueltas, me desnudé y entré en la cama ignorando que aquélla sería la última noche en mucho tiempo que dormiría tranquilo.

Antes de apagar la luz, tomé el libro de introducción a Jung para hacer un experimento. Una peligrosa mujer que había conocido en el pasado me había dicho que abriendo un libro al azar, éste nos dice aquello que necesitamos saber. Hice la prueba y abrí el volumen por la mitad mientras dejaba caer el dedo índice. Señalaba una cita del psicólogo y psiquiatra suizo:

Todos nacemos originales y morimos copias.

No era una reflexión alegre, pero su posible sentido respecto a mi vida me mantuvo ocupado hasta que me rendí al sueño.

3

Bajé a desayunar con la idea de leer algo más acerca del país donde, sobre el papel, se ocultaba un tesoro que podía solucionar mi vida y la de Desmestre y su hija. Más allá de los dieciocho mil euros que podía sacar en limpio por el solo hecho de «intentar» recuperar las cartas, si regresaba con el premio gordo sería el fin de mis problemas, siempre que el anticuario cumpliera con lo acordado.

Animado con este pensamiento, me serví del buffet espartano antes de sentarme a la mesa con la guía. Era el único cliente a aquella hora. A las diez de la mañana, tampoco en el tramo de calle al que daba el comedor se veía gran actividad.

Leí que Enver Hoxha había muerto en 1985, tras dirigir cuarenta años los destinos del país. Le había sucedido su delfín: Ramiz Alia. Éste inició un programa de liberalización económica y abrió el país a los extranjeros. La policía de aduanas había confiscado hasta entonces las guías de viaje a los turistas, a los que los barberos fronterizos cortaban el pelo largo y la barba, que estaban prohibidos en Albania al igual que la manga corta.

En 1990, cuando el bloque del Este empezó a desmoronarse, 4500 albaneses se refugiaron en las embajadas extranjeras de Tirana. Tras algunas reyertas con la Sigurimi —la policía secreta—, el gobierno les permitió salir del país en barcos con destino a Brindisi. Un año después se produjo un éxodo masivo de veinte mil albaneses, lo que desató una crisis en Italia.

Eran las imágenes que yo recordaba haber visto en televisión.

Tras las primeras elecciones, en 1992, el país experimentó un falso boom económico que acabaría de manera catastrófica. Durante cuatro años habían surgido bancos de inversión piramidales que acaparaban el dinero de los albaneses. El negocio funcionaba así: después de invertir todo su dinero, el incauto buscaba nuevos inversores de los que obtendría una comisión de sus intereses. Éstos, a su vez, captaban a otros. La idea era que cuantas más personas tuvieras por debajo, más se multiplicaban las comisiones. Los que estuvieran arriba de la pirámide podrían vivir como millonarios con el solo empuje de los de abajo. Eso en teoría.

En la práctica, estos bancos evadieron las divisas o quebraron. Un 70 por ciento de los albaneses perdieron todos sus ahorros. El país era presa de los disturbios y el caos generalizado. Vagó varios años a la deriva hasta recibir en 1999 lo que podría haber sido su golpe de gracia, pero que resultó ser su salvación.

El verano de aquel año estalló la guerra del Kosovo y les llegó un aluvión de 450.000 refugiados. El mundo puso en duda que un país pobre de tres millones y medio de personas pudiera soportar esa presión, pero milagrosamente cesó la violencia y la población sacó lo mejor de sí misma para auxiliar a sus compatriotas de Serbia. Sumado al flujo de ayudas internacionales, este ejercicio de orgullo y autoestima cambió el carácter del país. De repente los albaneses se sentían capaces de hacer cosas importantes.

Cerré el libro admirado por aquella crónica desconocida para Occidente, mientras el recepcionista de la mañana recogía los últimos restos del buffet. Era un hombretón de pelo cano y cejas del mismo color, lo que le daba un aspecto casi albino. Decidí que ya era hora de que me pusiera manos a la obra. A fin de cuentas, no había viajado hasta allí para hacer un curso de historia de Albania.

Le enseñé el número de fax y me indicó que le siguiera hasta el mostrador, donde se ocupó él mismo de marcar. Luego me pasó el auricular.

Lo tomé esperando encontrar el típico chirrido de los fax, pero en lugar de eso había un mensaje pregrabado en albanés que se iba repitiendo. Después de escucharlo tres veces, sólo entendí la palabra «export». Se lo pasé al recepcionista para que me tradujera lo que decía. El hombre escuchó con cara de aburrimiento y anotó un número tras la tarjeta del hotel.

—Es el contestador de Spiro Export. Dice que puede mandar su fax a este número y da otro para los pedidos personales —explicó deslizando sobre el mostrador la tarjeta con el número.

—Si me hace el favor de llamar —respondí—, necesitaría concertar una cita con el mánager.

—Seguro que hablan inglés —dijo mientras marcaba cansinamente el número—, y también italiano. Vienen muchos a hacer negocios.

Asentí con la cabeza mientras dejaba sobre el mostrador un billete de quinientos lëkë —unos cuatro euros— por las molestias. El recepcionista canoso inició una animada conversación en albanés, como si ya conociera a la persona al otro lado. Pronunció un par de veces mi apellido, lo cual era una torpeza por mi parte. Dado el carácter de aquel negocio, si es que estaba tirando de la cuerda adecuada, tendría que haber advertido al hombre para que no me identificara.

—Ya está hecho —repuso tras colgar el teléfono y guardar el billete en su bolsillo—. El señor Spiro le manda un comercial al hotel. Llegará en media hora. ¿Quiere otro café?

—No, gracias. Pasaré antes por la habitación a darme una ducha. Avíseme cuando llegue.

Fuera por la propina o por haberme identificado como hombre de negocios, lo que podía suponer varios días de estancia en el hotel, de repente el recepcionista parecía haberme tomado estima.

Antes de que desfilara hacia el ascensor, me preguntó:

—¿Es usted mayorista?

—No exactamente —repuse sin saber muy bien a qué se refería—. Soy un simple marchante. Compro obras de arte para clientes que no pueden desplazarse personalmente —improvisé.

—¿Arte? —Se sorprendió el recepcionista—. Pensaba que venía a comprar vino y aceite. Es lo que venden los de Spiro Export.

Ya bajo la ducha, me dije que era un imbécil redomado. Antes de concertar la cita con el comercial tenía que haber comprobado si guardaba alguna relación con el asunto de las cartas. Estaba claro que no, y ahora me vería obligado a hacer el farsante y pedir precios de hectolitros de aceite y vino que no iba a comprar. De hecho, ya había tenido que mentir como un bellaco al recepcionista, a quien había explicado que una galería de arte quería comprar una gran partida de vino para etiquetar las botellas como regalo navideño a sus clientes.

—Los de Korça son los mejores —me había dicho muy alegre.

Nada más salir de la ducha sonó el teléfono. No habían pasado ni veinte minutos y ya me esperaban abajo. Al parecer, el tal Spiro tenía prisa por vender. Y yo me preguntaba cómo saldría de aquélla sin hacer todavía más el ridículo.

4

En recepción me esperaba una joven menuda, vestida con pantalones grises y una blusa azul abotonada hasta el cuello. Tendría veintipocos años, pero el pelo corto y el maquillaje la hacían parecer mayor.

—Mi nombre es Cora Andreou —se presentó—, pero puede llamarme Cora.

—Su apellido suena griego —comenté al estrecharle la mano.

—Y lo es. Mi familia procede de la costa sur de Albania, donde vive una minoría griega bastante importante.

Dicho esto, me indicó que la siguiera.

—¿El señor Spiro también es griego?

—Sí, de la misma región. Allí hay muchos negocios en manos helénicas, pero hace cinco años que hemos abierto una oficina en Tirana. Será un placer mostrársela. ¿Le parece bien si vamos a pie? Hay varias calles cortadas por obras.

—Por supuesto.

Caminé junto a la tal Cora hasta la plaza Skanderbeg, donde en aquel momento se oía el canto del muecín en el minarete. Tras medio siglo de ateísmo, la religión parecía tener aún poca penetración en la sociedad albanesa; los coches derrapaban a velocidades de vértigo, ajenos a aquella llamada a la oración y el recogimiento.

—Los conductores parecen bastante temerarios por aquí —dije retrasando el momento de hablar de vinos.

—Son unos novatos, eso es lo que pasa —dijo en tono de desprecio—. Sólo hace diez años que existe el carnet de conducir. Antes no podías tener coche, a menos que formaras parte del gobierno.

Salimos de la plaza central, que a la luz del día era un lugar algo deprimente, pese a la estatua ecuestre del héroe nacional que le daba nombre. Desde allí, la comercial de Spiro Export me condujo por una avenida flanqueada de museos y edificios oficiales. En todos ellos ondeaba la bandera albanesa, con el águila bicéfala negra sobre el rojo intenso.

Al pasar junto a la pirámide con el mensaje de bienvenida a Bush, de repente recordé haber visto en televisión una anécdota referente a esa visita. En unas imágenes grabadas se veía al presidente dando la mano a una multitud entusiasta. Segundos después la cámara enfocaba su muñeca, de la que había desaparecido el reloj. Entendí que eso había sucedido en Albania, lo que no debía de ser precisamente bueno para la imagen exterior del país.

Pregunté a mi acompañante qué era aquella pirámide moderna, alrededor de la cual jugaban muchos niños.

—La diseñaron la hija de Hoxha y su marido —explicó—. Tenía que ser un gran museo dedicado al padre del comunismo albanés, pero no acabó de cuajar. Actualmente sirve para congresos y de discoteca por la noche.

Miré asombrado las pendientes de mármol blanco, utilizadas por algunos niños como un enorme y peligroso tobogán.

Desde allí penetramos en el Blloku —«Bloque»—, el barrio donde había vivido la élite comunista y que estaba prohibido al resto de la población, de la que estuvo separado por vallas. Yo me esperaba encontrar mansiones y cancillerías, pero era sólo una amalgama caótica de edificios de apartamentos. Las fachadas estaban pintadas de colores chillones, a veces combinando dos o tres tonos que no armonizaban entre sí. Algunas estaban decoradas con flechas o soles nacientes.

—Entiendo que le parezcan un poco kitsch —dijo Cora conteniendo la risa—. Fue una iniciativa del alcalde de Tirana, que era pintor. Como la ciudad le parecía muy gris, financió la pintura y los andamios para que los vecinos pudieran decorar los bloques a placer. Algunos tuvieron mejor gusto que otros.

En aquel momento le sonó el móvil y su expresión relajada se convirtió en concentrada seriedad. Entendí que estaba hablando con Spiro, al que ella contestaba con un monosilábico «Ne, ne, ne…». Al colgar, se puso bien las hombreras de la blusa y declaró:

—Nos espera en la Sky Tower. Quiere brindarle un almuerzo antes de hablar de negocios. Así, de paso, tendrá ocasión de probar nuestros vinos.

Con la mala conciencia de quien hace perder el tiempo y el dinero a quien no le sobra, seguí a Cora hasta un pequeño rascacielos —supuse que era el orgullo de Tirana— con galerías comerciales en la planta baja.

Un moderno ascensor nos subió hasta la joya de la torre: un restaurante acristalado de planta circular que giraba lentamente sobre sí mismo para ofrecer una vista de 360° sobre la ciudad abrasada bajo el sol. Desde allí se veía un pastiche urbanístico sin orden ni concierto.

El restaurante, sin embargo, estaba lleno de hombres vestidos con trajes caros, algunos en compañía de mujeres de bandera. En una mesa distinguí a un hombre calvo con un poderoso mostacho. Contemplaba la ciudad desde su atalaya giratoria, mientras tomaba un café y un vasito de agua. Supe enseguida que se trataba de Spiro.

Yassas —saludó a Cora, que me cedió la silla justo delante de su jefe—. Bienvenido a Tirana, señor Vidal.

Le devolví el saludo y tomé asiento delante del que me pareció un hombre tosco, pero acostumbrado a cerrar negocios en el mínimo de tiempo.

—Le pediré algunos platos locales —me dijo llamando al camarero con un chasquido de dedos.

Tras darle unas rápidas instrucciones en albanés, Spiro terminó el café de un sorbo y se refrescó la garganta con el agua del vasito. Para entonces yo ya me había preparado un discursillo que me tenía que sacar del paso:

—He oído decir que los vinos de Korça son excelentes. Me gustaría conocer las calidades y precios de los que dispone para poderle hacer una oferta global, cuando calcule el incremento que supondrá por botella el transporte. Supongo que lo más práctico será mandar la carga por barco a través del puerto de Vlora o Durrës.

Spiro me escuchaba con un silencio pétreo mientras dirigía miradas esquivas a Tirana en movimiento. Cuando terminé de hablar, sus ojos se clavaron en los míos, pero seguía sin decir nada.

—O tal vez usted conoce una manera mejor de organizar el transporte. Estoy abierto a sugerencias.

Mientras esperaba su respuesta, el camarero trajo justamente vino tinto de Korça, una botella de cuello largo con la variedad Tokai. Lo abrió sin prisas y sirvió dos dedos a Spiro, que sin catarlo dio su aprobación con un ligero movimiento de cabeza. Luego dijo:

—Sugiero entonces que dejemos de hablar de gilipolleces y nos centremos en lo que toca. Tengo las cartas.

5

Para mi decepción, las cartas que me ofrecía Spiro eran sólo una copia de las originales, que ya habían sido vendidas. La comisión que había obtenido no podía ser demasiado sustanciosa si ahora se ofrecía a vender un triste facsímil.

—Tendré que consultar con mi cliente si está interesado. Había ofertado por la documentación auténtica, y no creo que le seduzca una simple copia.

—Seguro que no, puesto que ya tiene las buenas. Llega usted demasiado tarde.

Aquella información me dejó helado, al tiempo que me preguntaba por qué diablos me ofrecía el facsímil. No entendía nada.

—¿Se refiere usted a Kynops? El nórdico anónimo que ofertó…

—Dos millones trece mil euros, ya lo sé. Sí, es el mismo —me confirmó mientras nos servían una ensalada de estilo griego con feta—. Pero yo no he visto ese dinero ni muchísimo menos. Soy un pobre intermediario, el último eslabón de la cadena… antes de usted.

Me aliñé la ensalada mientras trataba de entender el sentido de todo aquello. El propio Spiro se encargó de aclararlo:

—La única copia de las cartas la hizo Kynops, y está en una caja sellada que sólo usted puede abrir. Nadie aparte de nosotros conoce su existencia.

—Pero… —balbuceé— si el millonario ya ha obtenido lo que deseaba, no entiendo por qué me ha hecho venir hasta aquí. ¿Y ese fax?

—Escribió él mismo la serie numérica para que, sin llamar la atención de nadie, viniera a recoger la copia de las cartas. No debe pagar nada por ellas: son un regalo de Kynops, al igual que el dinero que ha mandado para que realizara el viaje. Creo que ha ganado usted un amigo.

—Entonces aún lo entiendo menos —confesé atónito—. ¿Para qué quiero yo un facsímil si el negocio ya está cerrado?

—Muy fácil: quiere que le ayude a descifrarlas. Al parecer, aunque sea nórdico, el alemán no es su fuerte. Y usted realizó estudios en Berkeley de la lengua de Goethe, ¿me equivoco?

—Veo que está usted muy informado —repliqué cada vez más incómodo.

—El mérito no es mío, sino de Kynops. Le gusta saber con quién trabaja.

—Que yo sepa, no trabajo para él, sino para la persona de Gerona que me ha mandado hasta aquí.

—¿Desmesure? También trabaja para él. Y Cora. Y yo mismo desde mi negocio de vinos y aceites. Por lo tanto, también usted forma parte del lote. Eso le protege. Brindemos por ello, ¿no le parece?

—En absoluto —me rebelé—. Me han hecho venir hasta aquí con engaños y por consiguiente doy por finalizada la misión. ¿Era necesario hacerme viajar hasta Albania para recoger la copia de unas cartas que no me interesan? ¿Qué sentido debo dar a todo esto?

—Kynops tiene casa en el país. Una de las muchas que posee. Si le ha hecho venir hasta aquí, es porque desea conocerle. Seguro que le pagará generosamente sus servicios de germanófilo. Es un hombre de economía desahogada. De hecho, tengo entendido que dentro de esta caja hay algo más de dinero para que se reúna con él.

Tras decir esto, sacó de debajo la mesa una caja de madera cara, del tamaño de las de habanos, y la dejó a mi lado como prueba de lo que me estaba diciendo. Mientras tanto, el camarero se llevó los platos vacíos de la ensalada y trajo una fuente de gomlek, carne estofada con cebolla.

Cora tragaba con gran apetito, como si le diera lo mismo vender aceite de oliva que predicciones del fin del mundo. Por su parte, Spiro parecía relajado ahora que había puesto las cartas —nunca mejor dicho— sobre la mesa.

—¿Y la casa está en Tirana? —pregunté mientras notaba que se me abría el apetito.

Con la comprometida mercancía ya en manos de su destinatario había perdido quinientos mil euros, pero de repente todo se simplificaba. Si un millonario aburrido quería contratar mis servicios como traductor ocasional, siempre sería menos peligroso que trapichear con las mafias. O al menos eso era lo que suponía yo.

—No exactamente. Se halla cerca de Saranda, un pueblo de playa en el extremo sur del país. En todo caso, el país es pequeño: como mucho, debe de haber 270 kilómetros hasta allí.

—Saranda —repetí sintiendo el magnetismo de aquel nombre.

—Le encantará: hay muchos griegos y se come bien —comentó Spiros con melancolía en los ojos—. De hecho, mi familia es de una ciudad vecina: Himara. Una maravilla. ¿Ha oído hablar de la Riviera Albanesa?

—Jamás.

—Por eso es una maravilla. El día que se conozca la habremos perdido para siempre. Por eso no debe revelar nada de lo que vea allí.

El resto del almuerzo había transcurrido de forma plácida. Como si le aliviara cerrar su parte en aquel asunto, Spiro se había permitido hacer incluso bromas sobre las chicas albanesas, que según él no se habían quitado de encima aún la mojigatería comunista.

Al regresar caminando al hotel con la caja bajo el brazo, hice una pausa en la Pasticerie Française. Probablemente era el café más elegante de todo el Blloku. Me senté en una mesita individual a leer el Albanian Daily News, un curioso periódico en inglés, a luz de una lamparita mientras tomaba un segundo café. La mayor parte de las noticias trataban sobre el futuro del Kosovo.

Las paredes rojas y los techos altos me produjeron la ilusión de hallarme en un oasis francés en medio del realismo socialista.

Tras esta parada técnica, salí nuevamente entre el hormigón multicolor para dirigirme con mi misteriosa carga al hotel. Tenía la intención de desprecintar la caja en la intimidad de la habitación, pero al llegar al hotel California me di cuenta de que allí no encontraría precisamente la tranquilidad.

Había tres coches de policía estacionados en la entrada y una multitud de curiosos que se arremolinaban en la acera. En el suelo, un cuerpo cubierto con una sábana de la que sobresalían los zapatos. Entre el gentío vi al recepcionista apático de la noche. Tenía lágrimas en los ojos.

—¿Qué ha sucedido? —le pregunté asustado—. ¿Quién ha muerto?

Como toda respuesta, se agachó y se saltó el protocolo policial al destapar fugazmente la cabeza del muerto. Era el recepcionista canoso. Tenía en el centro de la frente un boquete de bala del tamaño de una moneda.

6

La sensación de seguridad que me había acogido al llegar al país se había desvanecido de un plumazo. Era inevitable relacionar mi llegada a Tirana con aquel asesinato. Si no se trataba de un ajuste de cuentas por algún chanchullo del recepcionista, entendí que el hecho de haberme concertado la cita con Spiro lo había condenado.

Antes de que el hotel California se convirtiera para mí en la ratonera que presagiaba la canción, subí inmediatamente a la 27 con la idea de hacer la maleta y largarme cuanto antes. Pero al abrir la puerta me di cuenta de que el recepcionista tiroteado era sólo la antesala de una rueda de acontecimientos que no iba a detenerse.

Habían entrado en mi habitación y la habían registrado de arriba abajo. El colchón apoyado en la pared y mi ropa esparcida por el suelo me indicaba que aquello no era obra de la policía. No había que ser muy listo para suponer que quien había irrumpido en la habitación sabía lo que buscaba: la caja sellada que ahora yo sostenía con temblor. Y probablemente era el mismo que, al bajar, había tiroteado al conserje delante de la entrada.

La cosa se ponía fea, así que guardé la caja en la maleta —esperaría a estar en lugar seguro para abrirla— y recogí a toda velocidad mis cosas. Al entrar en el baño para ver si me olvidaba algo, un nuevo detalle me llenó de pavor. El asaltante se había entretenido en usar el gel del hotel, que era de color rojizo, para trazar con él en el espejo el número maldito: 2013.

Desatendiendo la urgencia que debía guiar mis movimientos, me quedé unos segundos paralizado ante aquel mensaje tan simple como inquietante. El número todavía era reconocible, aunque el peso del gel había empezado a desfigurarlo por la parte inferior.

Sin tiempo para hacer conjeturas sobre el autor de aquel aviso, bajé las escaleras con la maleta en la mano. Había decidido tomar un taxi que me llevara de cabeza al aeropuerto. En aquellas circunstancias, lo único sensato era salir del país cuanto antes para regresar a casa.

Pero no todo el mundo pensaba igual, como comprobaría en la salida del hotel, donde un joven policía se dirigió a mí en inglés para pedirme la documentación. Tras entregarle el pasaporte, le expliqué atropelladamente que había visto al recepcionista durante el desayuno, pero que podía justificar mis movimientos en las últimas horas.

—Tanto mis proveedores como el personal de la Sky Tower pueden confirmarle que he almorzado en el restaurante giratorio —expuse tras ser interrogado sobre lo que había hecho las últimas horas—. Y los camareros de la Pasticerie Française son testigos de que antes de venir estuve leyendo el periódico allí.

El agente me escuchaba cruzando sus delgados brazos, que desaparecían en las mangas demasiado holgadas del uniforme azul marino. Cuando en lugar de devolverme el pasaporte lo guardó en su bolsillo, me dispuse a montar un escándalo.

—No se alarme —me frenó en un tono que pretendía ser tranquilizador—. Esto no significa que le investiguemos como sospechoso, aunque lógicamente tenemos que comprobar los detalles que acaba de dar.

—Es comprensible, pero le rogaría en cualquier caso que me devuelva mi pasaporte.

—Tengo la obligación de retenerlo mientras aclaramos lo que ha sucedido. Así nos aseguramos de que no sale del país durante la investigación. Han matado a un hombre, señor Vidal —dijo leyendo mi nombre en el pasaporte—, y vamos a necesitar su colaboración para recabar datos. En poco más de 48 horas podrá recuperar su documentación.

La cosa se estaba complicando cada vez más —pensé— y la caja sellada que llevaba en la maleta podía acabar de colgarme la etiqueta de sospechoso. Afortunadamente, el policía no parecía interesado en mi equipaje.

—¿Y qué se supone que debo hacer mientras tanto? —pregunté tratando de aparentar firmeza—. Después de lo sucedido, entenderá que no me apetece dar más vueltas por Tirana.

El agente pareció molesto con esta última afirmación, ya que me soltó:

—Vaya donde le dé la gana, siempre que no salga del país, y esté disponible para cualquier requerimiento. Voy a tomar nota de su teléfono móvil.

De aquella primera catástrofe podía extraer una sola lectura positiva: la policía no parecía estar enterada de que habían entrado en mi habitación, ya que de lo contrario habría sido sometido a un riguroso registro de mi equipaje.

Tras recoger las cosas y devolver el colchón a su lugar, la única prueba que había dejado era el número escrito en el espejo. Eso podía entenderse como una simple desfachatez del extranjero que hace fuera del país lo que no haría en el suyo propio.

En un primer momento pensé en acudir a la embajada americana en Tirana para solicitar ayuda, pero me temía que aquello no haría más que complicar las cosas. Dado que no podía justificar mi presencia en el país, lo mejor era que me mantuviera en un plano lo más discreto posible mientras la policía verificaba lo que les había contado.

Para mantenerme alejado del lugar del crimen, sin tampoco ir a las afueras, me hallaba nuevamente en el Blloku. Había encontrado en la guía la dirección de un hotel económico en el barrio, pero antes me detuve en una calle solitaria a llamar por teléfono. Quería hablar con Spiro de lo sucedido; tal vez incluso le devolvería la caja y que cargara él con el muerto.

Llamé al número que había anotado el recepcionista antes de morir, con la aprensión de quien se cava su propia tumba. La voz serena de Cora me tranquilizó sólo en parte.

—Ponme con tu jefe —dije imperativo—. Va a tener que explicarme unas cuantas cosas.

—No ha regresado a la oficina desde el almuerzo —explicó sin perder la compostura—. ¿Quiere dejarle un recado? También le puede esperar en la oficina. Aunque es ya tarde, siempre pasa por aquí a cerrar personalmente.

—Ahora mismo no me parece una buena idea —repuse pensando en deshacerme de la caja de cualquier modo—. Han entrado en mi habitación, ¿sabes? Los asaltantes han dejado un fiambre de regalo y la policía me ha retirado el pasaporte hasta nuevo aviso. Creo que no me sienta bien trabajar para vuestro amigo el millonario.

Al escuchar todo esto, el tono de voz de Cora se volvió apremiante:

—¿Dónde estás ahora mismo?

—Lejos de vosotros, afortunadamente —mentí.

—Leo, hay algo importante que debes saber —dijo con un ligero temblor en la voz—, y el teléfono no es un medio seguro para hablarlo. Debemos vernos antes de que cometas un error fatal.

—Ya he cometido el error fatal viniendo a Tirana a participar en vuestro juego —arremetí—. Ahora sólo quiero esconderme bajo tierra hasta que la policía me devuelva el pasaporte y pueda largarme para siempre.

Cora calló unos segundos antes de volver al ataque:

—Anota la dirección de nuestra oficina. Aquí estarás a salvo. No me moveré aunque tenga que esperarte toda la noche.

—En otras circunstancias sonaría seductor —ironicé—, pero no estoy seguro de querer ir a esta encerrona. Tomaré nota, en todo caso, para mandaros la caja de vuelta a través de un taxista. No quiero tener nada más que ver con esto.

—Por lo que más quieras —repuso asustada—, ni se te ocurra dar esa caja a nadie. Yo misma iré a recogerla donde tú digas. Ahora más que nunca, es importante que no se pierda: si va a parar a las manos inadecuadas…

—Nos van a freír a todos —la interrumpí para completar la frase.

Su tono de voz se volvió repentinamente severo:

—Tal vez sí.

7

Caía la noche sobre Tirana cuando llegué a la dirección donde se suponía que debía de encontrar el hotel Endri. Sin embargo, en el número 27 de la calle Vaso Pasha —en la periferia del Blloku— sólo había un edificio de apartamentos en estado ruinoso. Si allí había existido un hotel, yo no lo veía por ninguna parte.

Subí por una escalera exterior hasta el primer piso y llamé al primer timbre que encontré. Al cabo de unos segundos se entreabrió una puerta, de la que asomó la cabeza de un hombre corpulento con gafas. Al preguntarle por el Endri, su expresión se dulcificó.

—Yo mismo le acompañaré. Tengo una habitación libre en la casa de al lado.

—Pensaba que aquí había un hotel —comenté mientras le seguía escaleras abajo.

—Y lo es.

—¿Dónde está el rótulo entonces?

—Colgaba de este mismo edificio, pero un camión se lo llevó por delante.

Mientras el hombre abría la puerta de un bloque cercano, me dije que aquélla era una mentalidad curiosa: si al hotel le arrancan el letrero, se queda sin él y punto.

Me llevó hasta el primer piso, donde abrió la puerta de un apartamento destartalado con un par de cuartos. En todo caso, sería suficiente para esperar mi salida del país. Mi habitación tenía dos camas grandes y daba a un patio interior lleno de ropa colgando. Un televisor, una pequeña nevera y un ventilador de pie completaban el mobiliario.

—El baño está fuera y la tarifa es de 2500 lëkë diarios —me dijo al darme la llave—. ¿Cuántos días se quedará?

—No lo sé todavía —repuse entregándole el equivalente a veinte euros por la primera noche—. Estoy esperando a que se cumplan unos trámites de exportación.

El hombre asintió con la cabeza sin hacer más preguntas, lo cual era de agradecer. Antes de salir del apartamento, rebuscó en su bolsillo hasta encontrar una pequeña linterna que puso en mis manos.

—¿Y esto? —pregunté sin entender.

—La necesitará —se limitó a decir antes de dar media vuelta.

Cuando finalmente cerró la puerta me dije que no podía haber caído en mejor lugar. Me hallaba en la habitación de un hotel sin nombre, donde ni siquiera me habían pedido la documentación que ya no tenía. Un escenario propicio para preservar el anonimato, y de paso mi vida. O al menos eso creía yo.

Había llegado el momento de saber qué decían aquellas cartas para levantar tanto revuelo. Corrí las cortinas que daban al patio antes de abrir la maleta para sacar el regalo envenenado de Kynops, o quien fuera que se escudara tras aquel seudónimo. Mientras la sostenía entre las manos, tuve que pensar en La caja del fin del mundo del profesor De la Fuente.

Su recuerdo me parecía ahora increíblemente lejano, aunque no hacía ni dos días que había llegado a Albania.

Despegué el precinto adhesivo de la caja con un sentimiento de melancólico desamparo, como si me hubiera metido en una espiral de la que ya nadie me sacaría. Y ciertamente era así. Al abrir la tapa de madera noble, sin embargo, la sorpresa se impuso a cualquier reflexión existencial.

En lugar de la correspondencia entre Jung y Caravida, había unas cuantas cartas de tarot unidas por una goma. La primera mostraba a un viejo envuelto con una túnica y un fanal en la mano: el Ermitaño.

Dejé los arcanos sobre la cama con la impresión de ser víctima de una enorme tomadura de pelo. Si aquéllas eran las cartas que me regalaba Kynops, el asunto era aún más insólito de lo que me suponía. En el fondo de la caja, no obstante, había una cuartilla doblada en dos que hacía cierto bulto.

La levanté y de su interior cayó un fajo de billetes de quinientos euros —conté veinte en total— con una irritante anomalía que sin duda era deliberada. A todos ellos les faltaba el ángulo inferior derecho. El triángulo recortado no debía de llegar al diez por ciento de cada billete, pero bastaba para que no tuviera validez sin él. El mensaje estaba claro: sólo recibiría la parte que validaba los billetes si acudía a la cita con el millonario.

Por si tenía alguna duda, en el interior de la cuartilla doblada había una nota manuscrita con el lugar de la cita:

Teatro de Butrint

+ + + + + +

domingo al mediodía.

No tenía ni idea de dónde estaba aquel teatro, pero ya tendría tiempo de averiguarlo. Hasta que me devolvieran el pasaporte no tenía gran cosa que hacer; estaba dispuesto incluso a asistir a un espectáculo dominical para niños.

Volví a contar los billetes antes de guardarlos en el bolsillo interior de mi americana. Si finalmente me reunía con Kynops y éste me procuraba los recortes, añadiría diez mil euros a mi maltrecha economía. Sumado a lo que ya tenía ganado, podía solucionar los gastos de los próximos seis meses. Eso si volvía vivo.

Saqué los arcanos de tarot de su goma, como si ellos me pudieran transmitir algo esencial del emisario de la caja. Tras el ermitaño, encontré la torre partida por el rayo, el diablo y el loco. Todas ellas eran cartas inquietantes. Mientras las miraba extendidas sobre la cama, recordé haber oído una vez que los arcanos reflejan los arquetipos de los que hablaba Carl Gustav Jung.

Aquélla era la única conexión que se me ocurría entre los arcanos y la correspondencia apocalíptica que me había llevado hasta allí.

Dispuesto a explorar aquella vía, me tumbé en la cama con el libro de Jung que había comprado en Múnich, mientras en la habitación contigua sonaba música clásica a todo volumen. Busqué en el índice el capítulo dedicado a los arquetipos:

El psicoanalista suizo había descubierto que en los delirios de los locos hay unas mismas imágenes, personajes y símbolos arcaicos. Puesto que muchos de ellos no tenían contacto con la realidad, le pareció sumamente revelador. Tras comprobar que estos elementos son comunes a todas las culturas y tradiciones —también las que no habían tenido contacto entre sí—, los llamó arquetipos. Por lo tanto, además de un inconsciente individual, estos elementos formaban un inconsciente colectivo: una galería universal de personajes y símbolos con los que nacemos.

Los arquetipos han ido sedimentando en la memoria de la humanidad a través de una evolución de milenios. En palabras del profesor E. H. Grecco, «expresan una sabiduría que la conciencia del hombre desconoce, pero que existe como verdad en las profundidades de su alma transpersonal».

Tras leer este párrafo se cortó la luz, lo que coincidió con unos pasos que se detuvieron detrás de mi puerta.

Ante la posibilidad de que alguien —tal vez incluso mi vecino de habitación— hubiera manipulado el contador eléctrico, me puse en pie y busqué la linterna en la oscuridad mientras el corazón me latía violentamente.

8

Permanecí un minuto eterno detrás de la puerta apuntando al suelo con la linterna. Después de lo sucedido con el recepcionista, no podía evitar pensar que yo era el siguiente de la lista. Por otra parte, no entendía que el contenido de aquella caja pudiera despertar la voracidad de nadie, a no ser que ese nadie tuviera los recortes que faltaban a los billetes.

Pensaba en todo esto mientras esperaba algún tipo de movimiento al otro lado de la madera. Pero no se produjo. Si había alguien, se mantenía tan inmóvil como yo.

Abrí la puerta de golpe con la linterna al frente para intimidar al posible intruso, pero al otro lado sólo encontré el pasillo vacío. Perforé la oscuridad con el haz de luz en busca de un contador de electricidad, pero no estaba allí.

Tras dudar un momento, llamé suavemente a la puerta de mi vecino de pensión —el que escuchaba música clásica—, pero no respondió. Supuse que simplemente había bajado a la calle tras el apagón.

Avergonzado por mi temor, me dije que no me apetecía meterme en la cama a las diez y media de la noche. Por consiguiente, me puse la americana y bajé yo también las escaleras a ver qué pasaba.

Al salir a la calle me di cuenta de que todo el barrio estaba a oscuras. Los transeúntes se alumbraban con sus linternas, lo cual me parecía un notable ejercicio de previsión, dado que sólo hacía unos minutos que se había ido la luz.

De repente recordé lo que me había dicho el hombre del Endri al entregarme la mía, «la necesitará», y supuse que aquel corte eléctrico debía de estar anunciado. Había un pequeño supermercado abierto, iluminado por un farolillo de gas, así que pregunté al dueño hasta qué hora duraría aquello:

—Una hora, dos horas… ¿quién sabe? En este país se va la luz varias veces al día. Es constante.

—¿Y cómo es posible? —pregunté.

—Simplemente, nuestras centrales no producen suficiente energía y se colapsan. Si no tienes un generador a gasolina en casa, te quedas a dos velas. ¿Por qué se cree que no hay industria en Albania? Todas las que se han instalado han acabado cerrando por los cortes de electricidad. Entre esto y las carreteras llevamos un siglo de retraso.

En aquel momento entró una pareja de ancianos y el hombre abandonó su explicación para atenderles. Puesto que el barrio entero estaba a oscuras, no parecía muy aconsejable salir en busca de restaurantes, así que compré un poco de fruta para cenar en la habitación. No era un plan muy divertido, pero era el mejor que se me ocurría.

Mientras abría la puerta de mi habitación tuve la certeza de que había alguien dentro. Un fuerte olor a humo me puso en guardia al pasar al interior. Justo entonces expiró la pila de mi linterna.

Asustado, me apoyé contra la puerta, que se cerró a mis espaldas. Ya estaba en la ratonera. Confirmando mi sospecha, en las tinieblas brillaba intermitente el resplandor anaranjado de la punta de un cigarrillo, semejante a una débil estrella a punto de consumirse.

«Estás muerto», me dije mientras observaba aquella luz casi con fascinación. El previsible disparo en la oscuridad que terminaría con todo me había calmado extrañamente. Notaba los músculos flácidos, como si se prepararan para abandonar las tensiones de este mundo. Me sorprendí asumiendo lo que iba a pasar casi con indiferencia.

—¿A qué esperas? —hablé a la figura en tinieblas.

—¿A qué esperas ? —respondió una voz ronca conocida—. ¿No vas a darme un beso?

Justo entonces regresó la luz y la vi como una aparición: Elsa estaba sentada en mi cama y sostenía en la mano derecha lo que quedaba de un cigarrillo mentolado. Llevaba un vestido negro corto y ajustado que realzaba su esbelta silueta.

—No sé a qué viene esa cara de enfado —dijo—. ¿Te disgusta que haya vuelto a fumar?

Respiré profundamente antes de responder:

—Me disgusta que te hayas escondido en mi habitación para darme un susto de muerte. Por cierto, ¿cómo has entrado? ¿Has forzado la cerradura?

—Te habías dejado la puerta abierta, tontorrón —respondió mientras se levantaba para echarme los brazos encima.

Me abrazó pegando su cuerpo al mío más allá de lo fraternal, lo que me provocó una sofocante excitación. Con la mejilla pegada a mi pecho empezó a hablar cerrando los ojos:

—Tenía miedo de que te hubiera sucedido algo. Este es un país muy extraño.

—Más extraña eres tú —dije separándome de ella con suavidad—. ¿Quién te ha mandado venir? ¿Cómo me has encontrado?

—He venido por mi cuenta y riesgo. Mi padre nunca lo aprobaría.

—¿Cuánto hace que estás aquí? —pregunté sin salir de mi asombro.

—Acabo de llegar. Y encontrarte no ha sido nada difícil: desde el aeropuerto de Múnich he llamado a todos los hoteles de la guía para preguntar por ti. Tampoco son tantos.

—Eso ha sido una locura —repuse sentándome en la cama mientras ella me observaba de pie—. Te acabas de cargar mi anonimato. En cualquier momento pueden venir y…

—Nadie vendrá —aseguró con una sonrisa de chica traviesa—. ¿Te piensas que he dado tu nombre? Simplemente, he preguntado por un americano con tu descripción. El único teléfono que no ha contestado es el Endri, así que he tomado habitación por si acaso. Reconozco que he tenido algo de suerte.

Terminadas las explicaciones, Elsa se sentó a mi lado y levantó los pies para mirarse unos zapatos negros de tacón. Entendí que había «desconectado», tal como le sucedía a veces, y ahora se hallaba inmersa en sus pensamientos.

Mi mirada se dirigió acto seguido a la caja de Kynops, que continuaba sobre mi maleta tal como la había dejado. O Elsa no la había visto o bien era una gran farsante que se las daba de excéntrica.

Al ver la bolsa de fruta que había dejado caer al suelo, comenté:

—Tengo hambre. ¿Vamos a cenar?

—Me parece una gran idea.

9

Cenamos en la terraza del Villa Ambassador, un lujoso restaurante que ocupaba lo que antes había sido una embajada. Al ser hija del hombre que me contrataba, me sentí en la obligación de contar a Elsa todos los detalles de lo que había sucedido desde mi llegada a Tirana, incluyendo el asesinato del recepcionista y el asunto de la caja.

Ella me escuchaba con atención mientras daba pequeños sorbos a una copa de vino tinto. Además del modelito ceñido, se había soltado el pelo y llevaba los ojos pintados, lo que le daba un aire muy latino.

—Tú también podrías ser griega —le comenté tras hablarle de Spiro y su asistente, quien aún debía de estar esperándome en la oficina.

—O iliria —respondió Elsa tomando aquel comentario como un cumplido—. Los albaneses proceden de esa etnia, que es anterior a los griegos. Si visitas el museo, verás grabados con doncellas que se parecen a mí.

—¿Cómo lo sabes? —pregunté extrañado—. Acabas de llegar.

—He hecho los deberes antes de venir. Soy curiosa por naturaleza.

—Entonces ya debes de haber mirado la caja —dije mientras comprobaba discretamente que los billetes con la nota y las cartas seguían en el bolsillo interior de mi americana.

—Ni la he mirado, porque supuse que estaba vacía. No te creo tan tonto para salir del hotel dejando eso allí —comentó jugando con un tirabuzón de su pelo.

—Supones bien. En todo caso, las cartas que me ha mandado Kynops tienen sólo un valor simbólico —expliqué mientras desplegaba los cuatro arcanos sobre el mantel—. No entiendo qué quiere transmitirme.

—Haz el favor de hablar en plural. Ahora estamos juntos en esto. Puedes quedarte con el dinero, pero quiero acompañarte a donde vayas.

—¿Has venido a vigilarme? —protesté.

En lugar de contestar, se dedicó a estudiar las cartas con gran atención. En primer lugar estaba El Ermitaño, luego La Torre partida por el rayo, El Diablo y El Loco. Elsa posó el dedo índice sobre la figura del anciano envuelto en una túnica con el fanal, como si quisiera tomar contacto con la esencia secreta de la carta.

—Yo creo que el Ermitaño es mi padre: un hombre huraño y solitario que va iluminando el pasado.

—Sigue.

—El Diablo es el mismo Kynops, que nos atrae hacia él.

—Y deduzco que yo soy el loco —dije mientras troceaba una escalopa con salsa de yogur—, por aceptar una misión comandada por el diablo.

Elsa apoyó sus dedos largos y blancos sobre el arcano número cero, que mostraba un muchacho al borde de un precipicio con una flor blanca en la mano. A su lado, un perro blanco se alzaba con alegría, a riesgo también de acabar en el fondo del barranco.

—¿Y qué me dices de la Torre partida por el Rayo? Espero que no sea el oráculo de lo que nos espera.

Entendí que era una carta de mal augurio, ya que en ella se veía una torre alcanzada por un relámpago de la que caían dos figuras humanas.

Tal vez porque no sabía qué decir, Elsa dio por terminada la interpretación de las cartas pidiendo la nota al camarero. Luego cambió el tono entre lúdico y seductor por otro repentinamente serio:

—Creo que deberíamos ir a ver a Spiro. Si tiene algo importante que decirnos, tal vez estemos perdiendo un tiempo precioso.

Mientras nos dirigíamos en taxi a la dirección que me había dado Cora, hubo un nuevo corte de electricidad, por lo que nuestra llegada a Spiro Export fue más siniestra aún de lo esperado.

Tras pagar ochocientos lëkë, el taxista nos dejó frente a un callejón en algún lugar del Blloku. Al final del mismo había una estrecha torre de oficinas que se parecía curiosamente a la del arcano. En medio del apagón, había una débil luz en la ventana superior, lo que me hizo suponer que Spiro era de los afortunados que disponía de un generador eléctrico.

—Nos esperan —dije mientras miraba atrás para asegurarme de que nadie nos seguía; aquel callejón era el lugar ideal para una emboscada.

Busqué en la entrada algún tipo de interfono, pero sólo había una puerta metálica con el grabado «Spiro Export». Ni siquiera tenía cerradura, como si fuese un lugar permanentemente cerrado. Mientras Elsa me observaba un par de pasos detrás de mí, necesité unos segundos para entender que aquella puerta siempre estaba abierta y sólo había que empujarla.

—¿Quieres esperarme aquí abajo? —le pregunté.

—No, prefiero subir contigo a quedarme sola en este callejón.

En la escalera de Spiro Export hacía un calor sofocante y apestaba a carbonilla. Costaba figurarse cualquier tipo de actividad comercial en un lugar tan hostil, así que supuse que lo de los vinos y el aceite era una pura tapadera.

Gracias a un paquete de pilas que me había procurado el camarero del Villa Ambassador, al que habíamos dado una generosa propina, pude iluminar nuestro camino. A medida que subíamos, sentí la inquietud del espeleólogo que teme que le caiga el techo encima.

Al llegar a la tercera y última planta, me di cuenta de que aquella aprensión era justificada. La puerta estaba totalmente abierta y del fondo del local llegaba un fuerte olor a quemado.

—¡La Torre herida por el rayo! —exclamó Elsa, que ante mi indecisión se metió en el pasillo que debía de dar a los despachos.

Me cubrí la cara con un pañuelo y fui tras ella en dirección a la fuente del humo. Al llegar a la oficina cuyas ventanas daban al callejón, me di cuenta con horror de lo que originaba aquel olor. En el centro de la sala había un cuerpo ya carbonizado.

Por su altura y por la estrechez de los hombros supe que era Cora, o lo que quedaba de ella. El cadáver estaba replegado sobre sí mismo, como si al saber que iba a morir hubiera adoptado una posición fetal.

La estancia estaba iluminada por un foco amarillento que debía de estar conectado a un generador en el sótano. Aquella luz había permitido que pasaran desapercibidas las llamas, en un crimen tan brutal como calculado. Supuse que Cora había sido amordazada para silenciar los gritos, y luego rociada con la gasolina justa para que el cuerpo se consumiera lentamente. Podía haber ardido todo el edificio, pero la estructura de hormigón no había prendido. En todo caso, se trataba de un asesinato reciente, pocas horas después de nuestra conversación telefónica.

Mientras deducía todo esto para no sucumbir al pánico, me di cuenta de que había olvidado a Elsa. Al buscarla con la mirada la encontré tendida en el suelo. Se había desmayado.

10

—Necesito una copa —dijo Elsa con un ligero temblor en el labio inferior.

Tras aquel descubrimiento infernal, había tenido que cargar con ella al hombro y bajar las escaleras como un raptor. No había recuperado el sentido hasta salir del callejón. Desde allí, habíamos caminado en silencio hasta mezclarnos con las multitudes en el centro del Blloku aquel viernes por la noche. Había vuelto la luz.

Me apoyé en un árbol a recobrar el aliento. Entre el barullo de bares y coches detenidos con la música a todo volumen, varios niños vociferaban para tratar de vender un cartón de tabaco.

—Cada hora que pasa me siento más cerca del infierno —dije.

Entramos en el Lazy Lizard, un bar de rock atestado de gente donde al menos pasaríamos desapercibidos. Al final de una larga barra había un pequeño escenario. En aquel momento una banda hacía pruebas de sonido.

Mientras esperaba a que el camarero nos sirviera, me dije que alguien tenía mucho interés en cortarme los puentes que conducían a Kynops. El recepcionista había muerto por haber hablado con Spiro, y Cora había corrido la misma suerte tras intentar reunirse conmigo.

Faltaba saber dónde estaba Spiro y qué relación tenía con aquel infierno. Por otra parte, tanto Elsa como yo estábamos ahora en el disparadero por razones obvias. Y lo peor de todo era que yo no podía abandonar el país hasta que recuperara mi pasaporte. Tras aquellos acontecimientos se perfilaban para mí dos destinos igual de funestos: que me mataran, o bien que me relacionaran con los crímenes y me encerraran en una cárcel albanesa.

El grupo de rock del Lazy Lizard ponía ahora banda sonora a este panorama con un tema de Chris Rea muy adecuado para el momento: Road to hell.

And there’s nothing you can do

It’s all just pieces of paper flying away from you[4]

—Qué porquería de versión —dijo Elsa, que parecía sentirse a salvo entre aquel bullicio.

—A mí me suena bien.

—Eso es porque no conoces la original. Se están saltando estrofas enteras de la letra. ¿No te has dado cuenta?

Un camarero teñido de rubio pollito nos sirvió dos cervezas Tirana. Mientras me llevaba el cuello helado de la botella a los labios, me dije que aquella marca era lo único que delataba que estábamos en Albania y no en cualquier otra capital europea.

—¿Sabes que eres algo desconcertante? —comenté—. Parece que no te enteras de nada, pero estás en todo.

—Digamos que mi atención es algo caprichosa.

Puedo saberme la letra de una canción o el fragmento de una novela, pero me olvido de cosas muy simples: por ejemplo, mi edad.

—Treinta y tres —dije con retintín.

—Ahí has fallado. Desde esta medianoche tengo treinta y cuatro.

—Felicidades —repuse chocando mi botellín con el suyo—. No se puede decir que la fiesta haya empezado de forma muy brillante.

—Todo puede mejorar. Démosle una oportunidad a la noche: podría ser la última de nuestra vida.

Acabado el concierto de versiones, el público del Lazy Lizard abandonó la sala en busca de otros bares donde proseguir la fiesta. Quedaban los irreductibles que uno puede encontrar en cualquier club nocturno europeo: jóvenes que no han encontrado todavía su lugar en el mundo, junto con maduros que han entendido que están definitivamente fuera de lugar.

Una vez en la calle, me asaltaron las imágenes del cuerpo calcinado y del recepcionista con el balazo en la frente.

—Hay que moverse —dije sin una idea clara de lo que podíamos hacer—. Si nos quedamos en Tirana, más pronto que tarde nos freirán.

—Pero me has dicho que no tienes tu pasaporte —comentó Elsa repentinamente juiciosa.

—Cierto. Y no sé cuándo lo voy a recuperar. Después de lo de Spiro Export, si atan cabos es posible que la policía tenga unas cuantas preguntas para mí. En todo caso, no me han dicho que no pueda moverme por el país.

—¿Y adonde quieres que vayamos?

De repente visualicé la portada de la guía Bradt, donde se veía una costa desierta y pedregosa azotada por las olas. La Riviera Albanesa.

—Podríamos refugiarnos en alguna aldea de pescadores en la costa. Es prácticamente virgen, así que nadie nos encontrará allí. El teatro de Butrint puede abrir el telón sin nosotros —dije en referencia a la cita anotada por Kynops en la cuartilla.

—¿Abrir el telón en Butrint? —Rio Elsa—. ¡Pero si es un teatro griego!

De repente me sentí sumamente ridículo. Apreté el paso como si así pudiera huir del prototipo del americano ignorante.

—Parece ser que es el único lugar de Albania que recibe cierto turismo —añadió ella—, sobre todo de veraneantes de Grecia.

—Te has empollado bien la guía. ¿Por dónde cae Butrint?

—Está en el extremo sur de Albania, no muy lejos de Saranda.

«Saranda», repetí para mis adentros con cierta fascinación. Era la ciudad costera de la que había hablado Spiro. Cerca de allí estaba la casa del misterioso personaje que movía los hilos de aquella locura. Y ahora me citaba entre unas ruinas griegas. El hecho de que fuera un punto de interés turístico nos daba cierta seguridad, sobre todo tratándose de un domingo al mediodía. Supuse que se trataría de un encuentro al amparo de las multitudes.

—¿En qué piensas? —preguntó Elsa al llegar a la calle de nuestra pensión.

—Creo que podemos ir a Saranda y decidir sobre la marcha —dije pensando en los diez mil euros por componer—. La casa del millonario parece un lugar seguro mientras amaina el temporal. Spiro dijo que me estaba esperando.

—Recuerda que ahora somos dos —apuntó Elsa mientras abría la puerta del Endri—. Tienes que empezar a hablar en plural.

—¿Y qué le diremos a Kynops o como se llame?

—Dile que soy tu esposa.

11

Habíamos decidido salir en el primer autobús de la mañana para poder estudiar el terreno un día antes de la cita. Además, cada hora que pasáramos en Tirana aumentaba nuestras posibilidades de engrosar el número de los caídos.

Dicen que el personal sanitario es más activo sexualmente porque trabajan cerca de la muerte. Tal vez por ese mismo efecto empecé a mirar a Elsa con un deseo creciente. Aunque apenas teníamos tres horas para dormir, el monje que debía de habitar en mi interior un año entero se disponía a colgar los hábitos.

Al abrir la puerta de mi habitación, sin embargo, vi asombrado como ella hacía lo propio con la suya. Al leer el estupor en mi cara preguntó maliciosa:

—¿Qué te pasa?

—Me pasa que dos camas dobles me parecen demasiadas para un hombre solo —dije espoleado por el alcohol.

—¿Y pretendes que ocupe una de las camas? ¿Por quién me tomas?

Había dicho eso con expresión enfadada. Al recordar su visita nocturna en casa de Desmestre, me dije que sólo había dos posibilidades: o era un carácter bipolar o disfrutaba tomándome el pelo.

Cuando ya pensaba que me cerraría su puerta en las narices, dijo en alusión al mismo episodio:

—Te tenía por un hombre de principios, Leo. De esos que esperan al matrimonio para desflorar a la chica. ¿No eres así?

—Me mueve algo distinto —respondí a su burla—. Soy algo así como un chico zen que aspira a librarse del deseo, pero no siempre lo consigue.

Elsa hablaba apoyada en el marco de la puerta cruzando las piernas con coquetería.

—Librarte del deseo… Eso puede llevar toda una vida.

—Y con una mujer como tú puede llevar dos vidas incluso.

Elsa respondió a mi galantería con una risita infantil. Luego me agarró la cabeza y me dio un beso en la frente.

—El chico zen ya se puede ir a su camita.

—Pues no veo el momento de meterme entre sábanas —concluí con toda sinceridad—. Esta ciudad me agota.

—¿Y qué esperabas de Tirana?

Cerró estas palabras despidiéndose con la mano antes de meterse en su habitación. Luego oí girar la llave.

Con la tentación a buen recaudo, desfilé hacia mi cuarto para desplomarme sobre la cama más cercana. A duras penas había tenido fuerzas para apagar la luz.

Tras una respiración profunda, noté como me hundía en un sueño que prometía ser corto pero profundo. Antes de desasirme definitivamente de la conciencia, sin embargo, oí dos golpecitos en la puerta. Estaba tan cansado que estuve tentado de hacerme el muerto y no atender a la llamada, pero finalmente me levanté para ver qué pasaba.

Como no podía ser de otro modo, encontré a Elsa al otro lado. Llevaba un camisón semitransparente, pero yo tenía los ojos tan hinchados por el sueño que no veía nada.

—He pensado que me gusta más tu habitación —anunció—. La mía es demasiado pequeña. ¿Puedo?

—Puedes, pero cierra tú misma la puerta —dije mientras me acostaba de nuevo.

Cuando Elsa apagó la luz, deseé en la oscuridad que entrara en mi cama para poder abrazarla, pero oí decepcionado como sus pasos suaves pasaban de largo para meterse en la otra cama.

—Ahora ya no puede ser —habló en la oscuridad, como si me hubiera leído el pensamiento.

—No te entiendo —mentí—. ¿De qué me hablas?

—De follar, tonto. Ahora que somos compañeros de trabajo, debemos guardar las formas.

—Pues es una lástima —bostecé—. Hubiera sido la única satisfacción en medio de este berenjenal.

Elsa no respondió. Sin motivo especial, antes de dormirme me vino a la mente Montserrat y la tarde fatídica de domingo que ella me había dejado el sobre. Sólo habían pasado cinco días, pero habían sido suficientes para convertir mi vida en una aventura tan desesperada como incontrolable.

—No te duermas aún, tengo una pregunta —le hablé—. Mejor dicho: dos.

—Que sean facilitas, tengo mucho sueño.

—Lo son. Pregunta número uno: ¿qué hacías en Montserrat cuando aprovechaste para traerme el sobre, según tu padre?

—Hacía un retiro de fin de semana.

—¿Sola?

—Pues claro. Los retiros se hacen a solas. ¡Qué pregunta!

—¿Y qué necesidad tenías tú de hacer un retiro? No puede decirse que tu vida en Gerona fuera muy estresante que digamos.

—¿Tengo que tomármelo como una impertinencia o es la segunda pregunta?

—No, la segunda pregunta es otra. Si no te apetece, no la contestes, pero es algo que me preocupa. En casa de tu padre él dijo que no podías beber alcohol porque tomabas medicación. Sin embargo, yo te he visto beber en Le Bistrot y también aquí en Tirana. ¿Cómo es posible?

—Muy fácil: bebo cuando mi padre no está delante para regañarme.

—¿Y la medicación?

—Cuando voy a salir, simplemente, no me tomo la pastilla.

Al oír esto me alegré interiormente de que no hubiera pasado nada entre nosotros. Elsa me parecía ahora un ser desvalido y vulnerable.

—Pero esa pastilla —insistí— ¿para qué es?

Escuché cómo ella respiraba profundamente en la oscuridad. Parecía que dudara entre responder o cerrar la conversación con un buen corte. Al final optó por una respuesta breve:

—Dicen que tengo demasiada imaginación.

12

Había dormido poco más de una hora cuando la alarma de mi móvil sonó a las seis de la mañana. Para mi sorpresa, Elsa ya estaba vestida y me observaba con la maleta hecha a sus pies.

Camino de la ducha, experimenté un leve mareo que me hizo flaquear las piernas. Ya bajo el chorro de agua caliente, me alegré de dejar Tirana de una vez. Soñaba con playas desiertas batidas por el oleaje. Un lugar para olvidarme del mundo y que el mundo se olvidara de mí.

La ducha y la perspectiva de un cambio de aires me habían reanimado. Elsa, en cambio, se mostraba extrañamente silenciosa, como si la falta de sueño la tuviera hipnotizada.

Tomamos un taxi en dirección a la estación de autobuses. El chófer era un anciano locuaz que parecía encantado de llevar a dos extranjeros. Para celebrarlo, puso en su equipo de música la actual reina del pop albanés: una cantante melódica de influencias arábigas llamada Poni, que tuvo un inmediato efecto narcótico sobre Elsa.

—¿Van a Kruja? —preguntó el taxista.

—No. ¿Dónde está eso?

—Es una fortaleza cerca de Tirana. Allí resistió Skanderbeg, nuestro héroe nacional, el ataque de los turcos. ¡Hasta cuatro asedios! —Tras explicar esto, su tono de voz se dulcificó—. Si quieren que vayamos, les puedo arreglar el precio.

—Tal vez en otra ocasión —contesté tratando de ser diplomático—. Queremos ir a la playa.

—Magnífico. Si van a Durrës, a Vlora incluso, también les puedo llevar. No tomen el autobús, es muy incómodo.

—De hecho, vamos más al sur: a Saranda.

—Saranda… —musitó sorprendido—. Es un lugar fantástico, pero no puedo llevarles hasta allí.

—¿Por qué? Tengo entendido que son 270 kilómetros.

—Por eso mismo. Mañana al mediodía bautizan a mi nieto por el rito ortodoxo. No puedo faltar.

Dado que aún no eran las siete de la mañana, no comprendía por qué un bautizo que se celebraba un día después impedía ir y volver de Saranda. Aún no conocía la carretera albanesa norte-sur.

La estación de autobuses de Tirana resultó ser una calle polvorienta en las afueras de la ciudad, donde los conductores de furgonetas privadas vociferaban enloquecidos para captar viajeros.

A recomendación del taxista, desoímos los cantos de sirena y optamos por el autobús público que estaba a punto de salir. Me sorprendió que a aquella hora temprana, siendo finales de junio, estuviera a rebosar de pasajeros.

—A los albaneses, cuando tienen que viajar, les gusta madrugar —explicó el taxista—. Ya sabrán por qué.

Tras acomodar nuestro equipaje en las bodegas del autobús, encontramos un par de asientos en la penúltima fila. Minutos después iniciamos la marcha por los barrios periféricos de Tirana, donde el autobús se detuvo una docena de veces a recoger pasajeros. Un eficiente cobrador dirigía la logística correteando por el pasillo con un voluminoso monedero atado al cinturón.

Elsa había vuelto a sucumbir al sueño y se había plegado sobre mis piernas con mi americana como almohada. Por mi parte, me había entregado a la contemplación de aquel país inesperado, que corría frente a mi ventana con una lentitud exasperante.

Hasta la salida de Tirana habíamos pasado por innumerables gasolineras, a veces separadas entre sí por sólo unos cientos de metros. Daba la impresión de que vender gasolina era el único negocio rentable en Albania.

Una vez fuera de la capital, desfilamos por una carretera infernal en medio de un paisaje árido y montañoso. Además de transitar a paso de caracol, el autobús se detenía cada pocos kilómetros a causa de obras de reparación que obligaban a hacer complicadísimas maniobras para superar el tramo.

Llevábamos poco más de cincuenta kilómetros recorridos en dos horas, cuando una excavadora que llenaba un enorme socavón en el firme nos paralizó definitivamente. El autobús abrió puertas y el pasaje bajó resignado a tomar el aire.

Yo no podía moverme porque Elsa dormía profundamente sobre mi regazo, donde emitía periódicamente suspiros entrecortados, así que tomé el libro de Jung mientras los pasajeros fumaban y charlaban afuera.

Volví sobre el capítulo dedicado a los arquetipos, un tema que también parecía interesar al enigmático Kynops. Al parecer, Jung había utilizado por primera vez aquel término en 1919, aunque era algo a lo que daba vueltas desde hacía años.

Entre los personajes que habitan el inconsciente colectivo —leí— está el anciano sabio, al cual encontramos en todas las épocas y culturas. En la mitología celta se identifica con Merlín, por ejemplo, y en el tarot se correspondería con el Ermitaño.

Las leyendas y cuentos de hadas de todas las tradiciones comparten una galería de arquetipos asombrosamente coincidente. Algunos seres simbólicos que aparecen en ellos son herencia de un pasado prehumano: la serpiente embaucadora, el dragón que escupe fuego, los demonios y otros monstruos pertenecen a un tiempo ancestral mitológico, pero por algún motivo siguen habitando nuestro inconsciente.

Entre las figuras humanas que encontramos en el ADN común de la humanidad está el héroe que lucha contra seres maléficos —llamados por Jung sombras— y que debe rescatar la princesa o doncella, un arquetipo que representa la pureza.

Me divirtió leer que George Lucas había procurado que en la primera parte de Star Wars aparecieran los arquetipos fundamentales. A fin de cuentas, es la historia de un héroe, Luke Skywalker, que debe rescatar a la princesa Leia de las fuerzas del mal, guiado por el anciano sabio: primero Obi Wan Kenobi y luego el maestro Yoda.

También el hombre original —Adán y Eva para los occidentales— y el concepto de Dios son universales. De hecho, Jung afirmaba que tras muchos ritos religiosos se oculta la celebración ancestral de los arquetipos. Así, el cristianismo encarna en la Virgen María la figura eterna de la madre, y la adoración navideña del niño Jesús es una manifestación del arquetipo niño, que también simboliza el futuro.

La salida del sol tiene asimismo un significado sagrado para todas las culturas, y ha sido utilizada por las religiones desde las civilizaciones más primitivas. Todo eso significaba que los seres humanos somos poco originales a la hora de escoger nuestros símbolos.

Dejé la lectura en este punto, agotado por la falta de sueño y por el sol que había convertido el autobús en un horno, ya que al detenerse cesaba el aire acondicionado.

Mientras se me cerraban los ojos, entendí que las compuertas del sueño se abren para que en el teatro universal de los arquetipos se represente una función simbólica. La mayoría de estos mensajes quedaban albergados para siempre en el inconsciente, y sólo aflorarían al conocimiento en forma de intuición.

Sólo por alimentarla ya valía la pena echarse a dormir.

13

Cinco horas después de haber partido, aún no habíamos alcanzado el ecuador del viaje. Tras un penoso traqueteo por la indefinible carretera norte-sur, el autobús se detuvo en algo parecido a un área de servicio.

Había un bar de la cadena Don Café, donde curiosamente no se podía tomar esa bebida ni ninguna otra caliente.

—No energía —dijo el propietario encogiéndose de hombros.

Decepcionado, fui a sentarme a la terraza desde donde Elsa contemplaba el paisaje a través de sus gafas de sol. Teníamos ante nosotros una barrera de montañas rojizas que parecían incandescentes bajo el resplandor del mediodía.

Un grupo de ancianas discutían animadamente ante el lavabo de hombres, que junto al muñeco masculino mostraba el rótulo «burra». Supuse que significaba hombres.

Al otro lado de la carretera, un bunker cubierto de pintadas brotaba de la tierra como una seta de hormigón. Había leído en la guía que eran prácticamente indestructibles, por lo que el gobierno ya había renunciado a tratar de desarmarlos.

Me acerqué a mirarlo de cerca, pero un olor nauseabundo hizo que diera marcha atrás. El cobrador del autobús, que había observado divertido la escena, levantó la voz para decirme en un inglés pedestre:

—¿Sabía que en Albania tenemos la mayor red pública de lavabos del planeta?

Antes de que pudiera responder, el hombre concluyó:

—Setecientos mil bunkers repartidos por el país donde se mea todo el mundo.

Cerró estas palabras con una sonora carcajada. Luego alzó la mano a modo de despedida y subió nuevamente al autobús, que ya tenía el motor en marcha.

Diez horas más tarde de haber salido de Tirana logramos completar los 270 kilómetros hasta Saranda. El último tramo había sido épico, ya que el viejo autobús tuvo que encaramarse por una pista de montaña, bordeando precipicios, y luego bajar por la ladera opuesta.

Y de repente vimos el mar.

Después de toda una jornada por valles áridos, el manto azul del Mediterráneo surcado por las nubes refrescaba el ánimo. También Elsa rompió un largo silencio y, sonriendo abiertamente, me cantó al oído entre susurros:

La mer au ciel d’été confond ses blancs moutons avec les anges si purs[5]

—Conozco esa melodía —dije de buen humor—. Creo que alguien la cantaba en inglés.

—Es posible, porque hay más de cuatrocientas versiones de esta canción. Todo un récord.

—¿Cómo sabes esas cosas?

—¿Esas cosas inútiles, quieres decir? Hice un trabajo sobre el autor, Charles Trenet, cuando estudiaba francés en el instituto.

El autobús completó la bajada por la ladera hasta entrar en una selva de bloques de apartamentos, la mayoría en construcción. Tras bordear varias calles llenas de familias que paseaban distraídamente, finalmente estacionó en un descampado. La voz estridente del conductor por los altavoces confirmó que habíamos llegado:

—Saranda.

Nos habíamos dejado llevar por la insistencia de un guía local, que no se despegó de nosotros hasta que aceptamos alojarnos en el Kaonia, un hotelito en primera línea de mar regentado por un griego.

Por tres mil lëkë —unos veinticinco euros— obtuvimos la única habitación libre de todo el hotel. Al parecer se había llenado con una promoción destinada a funcionarios albaneses que adelantaban sus vacaciones para cubrir el turno estival de sus compañeros.

—Si nos dan una cama de matrimonio, vas a dormir en el suelo —me advirtió ella tratando de parecer seria.

Afortunadamente, bastó con la documentación de Elsa para inscribirnos. Junto con la llave, el recepcionista nos entregó un sobre. Supuse que se trataba de folletos turísticos con actividades que se podían hacer en Saranda, que era mucho menos bucólica de lo que me figuraba.

Mientras subíamos al primer piso por unas escaleras impolutas experimenté, por primera vez desde que había salido de Gerona, una repentina sensación vacacional. Al mismo tiempo tenía mala conciencia de sentirme así, por todo lo que había pasado y porque hacía dos días que no hablaba con Ingrid. Mientras Elsa abría la puerta de la habitación, me prometí llamarla aquella misma tarde.

Había una sola cama de matrimonio, pero por la risita picara de mi acompañante entendí que no tendría que dormir en el suelo.

Tras soltar nuestro equipaje y explorar la vista desde el balcón —a aquella hora el mar mostraba una tonalidad azul cobalto—, me senté al borde de la cama para abrir el sobre. Al ver su contenido estuve a punto de caerme al suelo: eran cartas de tarot.

Por el estilo de las ilustraciones y el grosor del cartón, pertenecían al mismo juego del que ya tenía cuatro cartas. Estaban unidas por una goma idéntica a la que había encontrado en la caja sellada.

—Este Kynops debe de ser mago —dije mirando justamente ese arcano encima del montón—. De otro modo, no entiendo cómo ha sabido que acabaríamos aquí.

—No seas ingenuo —respondió Elsa—. ¿Por qué crees que el guía tenía tanto interés en traernos? Ni siquiera ha esperado a que le diéramos propina.

—Entonces estamos vigilados.

—Más que eso: nuestra vida está en sus manos. ¡Esto es el culo del mundo! Nada más fácil que hacer desaparecer a un par de extranjeros molestos y luego arrojarlos al mar.

—¿Sugieres que el millonario puede tener interés en matarnos? ¿Qué sentido tendría entonces hacernos venir hasta aquí? Ha tenido cien ocasiones en Tirana para eso.

—No sé quién es Kynops —dijo Elsa con la mirada fija en el mar—, pero intuyo que se trata de un tipo teatral. Ha demostrado que no le gustan las cosas sencillas. Necesita escenificar sus paranoias.

—Eso explicaría la cita en el teatro griego de Butrint —añadí sorprendido por aquel arrebato de lógica.

—Lo del teatro es la mejor noticia que hemos tenido hasta el momento. Al menos garantiza que nos divertiremos esta noche.

—¿Por qué lo dices?

—Porque significa que seguiremos con vida al menos hasta mañana al mediodía.

14

A las seis de la tarde todavía quedaban unas horas de claridad, así que celebramos que seguíamos vivos con un poco de playa. La mayoría de los bañistas ya se habían retirado al hotel a cambiarse para la cena. Sólo tuvimos que cruzar el paseo marítimo para encontrar todo un arenal para nosotros.

Un suave viento marino había desplazado el aire tórrido. Mientras contemplaba el horizonte, me dije que aquél hubiera sido un momento idílico, a no ser por los altavoces instalados en la misma playa, que escupían música máquina sin cesar. Los hilos musicales atronadores eran una constante en aquel país.

Mientras yo dudaba entre darme el primer baño de la temporada o bien holgazanear en la toalla, Elsa se quitó en un suspiro su vestido de verano y arrancó a correr en biquini hacia el agua. Contemplé admirado como, sin pensárselo dos veces, se zambullía en un mar que aún debía de estar frío. Las rápidas brazadas que daba para calentarse me acabaron de convencer de quedarme en seco.

Me tumbé sobre la toalla mientras sonaba el hit de Poni, el mismo que había puesto el taxista en Tirana aquella misma mañana. También la capital de Albania empezaba a quedar lejos. Tal vez fueran los efectos colaterales de vivir peligrosamente.

Estaba pensando en el invisible Kynops y sus malditas cartas —las de Jung y los arcanos—, cuando Elsa me cayó encima como un anfibio mojado. Con un rápido movimiento me había inmovilizado manos y pies, mientras de su cuerpo resbalaban sobre el mío gotas saladas.

—¡Trata de liberarte! —me desafió en un tono casi infantil.

Incluso desde una distancia tan corta —Elsa estaba a cuatro patas—, quizás por efecto del agua fría su cuerpo escuálido se veía tenso como el de una chica. Sus cabellos mojados me hacían cosquillas en el pecho.

—Tengo que reservarme para cuando llegue el verdadero peligro —dije aparentando tener el control de la situación—. No puedo dilapidar energías hasta entonces.

—Habló el chico zen —repuso burlona—. Y ¿qué consideras tú que es el verdadero peligro?

—Es cuando ya no puedes elegir entre permanecer pasivo o actuar, porque la inacción conduce a la muerte. En esas situaciones tenemos el instinto de supervivencia como piloto automático.

Elsa me soltó súbitamente y se dejó caer enfurruñada a mi lado, como si no le hubiera gustado lo que había dicho. Luego cerró los ojos y me dio la espalda.

Al caer la noche abandonamos la playa para curiosear por el animado paseo marítimo. Había un pequeño parque de atracciones infantil y muchos puestos donde vendían mazorcas de maíz tostado.

La mayoría de los paseantes eran familias vestidas con sus mejores galas, en la mayoría de los casos más bien modestas. También había pequeños grupos de hombres jóvenes, que caminaban muy erguidos con los pantalones ceñidos. Aquel ambiente equivalía al de una pequeña y conservadora aldea americana un sábado por la noche.

Elsa entró en una tienda de souvenirs y levantó entusiasmada un cenicero blanco en forma de bunker, con tapa y todo.

—¿No te parece alucinante? —exclamó—. En París te venden la Torre Eiffel de plástico, en Londres, el Big Ben… y en Albania el bunker es su principal monumento.

—Me parece un ejercicio de buen humor —comenté—. ¿Por qué no le compras uno a tu padre? No desentonará en su taller lleno de cachivaches.

Para mi asombro, Elsa reaccionó a este comentario abandonando sonoramente el souvenir en el estante. Tras mirarme con rabia, dio media vuelta y empezó a caminar sola en dirección al hotel.

—No te entiendo —argumenté a su lado—, pero disculpa si por algún motivo mi comentario te ha molestado.

—Es cosa mía, no me hagas caso —repuso sin aflojar el paso.

Caminamos sin hablar todavía un par de minutos hasta que Elsa se detuvo de repente y me dijo muy seria:

—Sólo te pediré una cosa, no me preguntes por qué: mientras dure todo esto, no quiero hablar de mi padre. ¿Entendido?

Tras un par de horas haciendo tiempo, como si a ambos nos intimidara el momento de llegar a la habitación, a las once volvimos al Kaonia. Antes de tomar la escalinata al primer piso, me dirigí al propietario griego, que se hallaba tras el mostrador:

—Me gustaría saber quién le dejó el sobre que tan amablemente nos ha entregado esta tarde.

—Oh, era un compatriota —repuso muy tranquilo.

—¿Compatriota de quién? —pregunté—. ¿Era un americano?

—No, quiero decir que era un albanés de origen griego, como yo.

—¿Y dejó su nombre?

—A mí no me dejó dicho nada. Se limitó a entregarme el sobre.

Elsa acudió al rescate para desbloquear aquel interrogatorio fallido.

—Mi marido tenía una cita con un socio local para cerrar un negocio inmobiliario —intervino—, pero nos han dicho que ha regresado a Tirana para una reunión urgente. Debe de haber venido su hermano. ¿Me puede describir a ese hombre?

—Perfectamente —explicó el hotelero en tono desconfiado.

No le debía de encajar que dos extranjeros estuvieran en Saranda para especular con tochos. Puse un billete de mil lëkë sobre la mesa, pero el recepcionista no lo tomó. Parecía ofendido.

—Es sólo por las molestias. Ese sobre contenía documentación importante y celebro que el hermano de mi socio lo dejara en buenas manos.

—Era un griego típico de unos cincuenta años —explicó tomándolo al fin—. Calvo con mostacho. Bastante corpulento.

—No es él entonces —simulé pensando inmediatamente en Spiro—. Gracias de todos modos.

Una vez en la habitación, expliqué a Elsa mi hipótesis: Cora había querido advertirnos de algo la misma tarde que su jefe había desaparecido. Spiro había tenido tiempo de liquidar al recepcionista del California, y luego se había deshecho de su empleada de forma extravagante para desviar la atención.

De entrada, la policía no pensaría que el propietario de Spiro Export pondría en peligro su propiedad para efectuar un asesinato ritual.

—Sólo hay algo que no encaja —opinó Elsa—. Si Spiro tenía algún motivo para cargarse a esos dos, ausentarse de Tirana lo puede convertir en sospechoso de la policía.

—También yo puedo ser sospechoso, dado que me he marchado.

—Tu caso es diferente —repuso ella mientras pasaba a la ducha—. Siempre puedes argumentar que te aburrías en Tirana esperando tu pasaporte y te fuiste a la playa. Los extranjeros suelen hacer esa clase de cosas. Spiro, en cambio, tiene un negocio que atender.

—Eso es lo que me preocupa —dije mientras Elsa entornaba la puerta—. El hecho de que esté aquí y nos haya entregado los arcanos puede significar que su negocio es justamente liquidarnos. ¿Y si Kynops y Spiro fueran la misma persona? De hecho, son dos nombres que se parecen bastante.

El sonido del agua cayendo a chorro significaba que ella no había escuchado esto último. Ante el riesgo de abrir la puerta y que no estuviera la cortina de la ducha echada, decidí sentarme en la cama a seguir cavilando. Tenía la impresión de entender cada vez menos aquel asunto a medida que me metía en él.

Tras mi turno de ducha, al salir con el albornoz me pregunté qué me depararía aquella noche. Con Elsa cualquier cosa era esperable, aunque yo me había prometido oponerme a sus encantos con todo mi poder de resistencia, que tampoco era tan grande.

Aquella noche, sin embargo, supe que no tendría que librar ninguna batalla contra mí mismo. Se había acostado con ropa interior y una camiseta. Desde su lado de la cama, escrutaba el techo con una expresión sumamente triste.

Entré bajo las sábanas por el otro lado y apagué la luz de la lamparita. Por la ventana entraba el resplandor lechoso de la luna.

—¿Te encuentras mal? —le pregunté cauto mientras hundía mi cabeza en la almohada.

—No, sólo pienso.

—¿En qué piensas?

—Pienso en Tod.

—¿Es tu novio celoso? ¿El que está en la cárcel?

Un leve rumor de sábanas reveló que Elsa ya no miraba al techo y se había girado hacia mí.

—No, tonto. Pienso en Tod Lubitch: el chico de la burbuja de plástico.

Me quedé mudo en la oscuridad. Una vez más, no sabía de qué diablos me estaba hablando.

—Fue mi amor de juventud —siguió Elsa—. De hecho, a veces creo que sigo enamorada de él. ¿No has visto esa película?

—Pero bueno… —salté—. ¿Me estás hablando del personaje de una película?

—Sí, lo interpretaba John Travolta antes de que se hiciera famoso.

Tuve que hacer un esfuerzo descomunal para no ceder a un ataque de risa, lo que en aquella situación la habría ofendido profundamente. Me limité a esperar quieto a que contara la historia.

—Hace el papel de Tod Lubitch, un chico que ha nacido con un sistema inmunitario extremadamente débil. Como no tiene defensas, cualquier bacteria en el aire podría matarle. Por eso está obligado a vivir en una especie de incubadora: en una burbuja de plástico.

—En un hospital, entonces —añadí.

—No, en su casa. Ha pasado toda su vida en el hospital, pero los padres han decidido convertir su habitación en una burbuja de plástico. En ella hace su vida: come, lee, estudia, hace ejercicio…

—… hasta que aparece la chica.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó sorprendida.

—No podía ser de otro modo. Así es la vida de todos los chicos, aunque vivan en una burbuja de plástico.

—Pues bien —continuó—, un día descubre a su vecina Gina. Es una chica descarada que se pasea en biquini delante de su ventana y fuma cigarrillos. Tod se enamora de ella y ella se acaba fijando en él. ¡Es tan guapo y sensible! Empieza a visitarle, hablan de todo e incluso juntan las manos cada uno desde su lado del plástico.

—Seguro que es una de estas películas que hacen llorar.

—Mucho. Los dos se han enamorado profundamente y Tod debe tomar una decisión crucial: o se queda toda su vida dentro de la burbuja, o se arriesga a salir aunque se enfrente a una muerte casi segura.

—¿Y qué hace? —pregunté muy interesado.

—No te lo pienso decir.

Acto seguido, oí como giraba suavemente entre las sábanas y musitaba algo parecido a «buenas noches» antes de darme la espalda.

15

Me desperté abrazado a Elsa sin saber cómo había sucedido. Yo llevaba el pijama puesto y ella, su camiseta con las piernas al aire, por lo que supuse que el abrazo sólo había sido un acto reflejo durante el sueño. Mientras pensaba en todo esto, ella abrió los ojos y dijo:

—Bienvenido a Saranda.

—Pensaba que habíamos llegado ayer por la tarde —comenté.

—Nuestros cuerpos llegaron ayer, pero nosotros lo estamos haciendo ahora.

Sin entender qué quería decir exactamente con eso, me despegué de Elsa tratando de no ser brusco y salí de la cama dispuesto a recibir el nuevo día.

El cielo había amanecido totalmente despejado y el mar apenas ondeaba en la quietud de la mañana. A las nueve y media, en el paseo apenas se observaba actividad. Estuve diez minutos largos apoyado en el balcón, desde donde escrutaba el horizonte como un náufrago que espera ser rescatado.

Para los que tenían pasaporte, la salida del país estaba a tiro de piedra. En el extremo derecho de la bahía, un pequeño puerto albergaba el ferry que conectaba Saranda con la isla griega de Corfú, a una hora escasa de navegación.

El viaje estaba vetado a la práctica totalidad de los albaneses, en cambio, los comunitarios podían entrar y salir tantas veces como quisieran. Supuse que esta diferencia de rasante debía de resultar humillante para la población.

Terminado el desayuno, contactamos con un taxista para organizar el viaje a Butrint, que se hallaba a unos veinte kilómetros al sur de Saranda. Tras un rápido regateo acordamos pagarle cinco mil lëkë por el viaje de ida y vuelta, con un tiempo razonable de espera, a las ruinas más famosas del país.

A las once de la mañana nos pusimos en marcha por una estrecha carretera con vistas espectaculares sobre la costa. Mientras Elsa pegaba la cabeza a la ventanilla, yo sólo deseaba que en el teatro griego se produjera finalmente el encuentro para cerrar en breve aquella expedición.

—¿Es la primera vez? —preguntó el taxista como si le aburriera el silencio contemplativo que se había instalado en el coche—. Quiero decir, si han estado antes en Butrint.

—Nunca —se limitó a contestar Elsa.

—Es que la mayoría de los extranjeros que vienen aquí son repetidores. Conozco a arqueólogos que se acercan casi cada año.

—¿Por qué? —preguntó ella, pálida como el mármol a causa de las curvas—. ¿Cambian mucho las piedras de un año para otro?

Sin hacer caso a ese comentario rudo, el taxista explicó:

—Este lugar es el sueño de cualquier arqueólogo, porque en el mismo perímetro se encuentran ruinas ilirias, una acrópolis y un teatro griego, unos baños romanos, un baptisterio cristiano primitivo, y una fortaleza del siglo XIX. Es como viajar a través del tiempo por tu propio pie.

En el trecho final del viaje, Elsa se acabó mareando y tuvo que salir dos veces del coche a vomitar. Una vez en el aparcamiento, se quedó tendida en el asiento trasero del taxi. El conductor también permaneció en el coche, leyendo el periódico, mientras yo acudía a la cita en solitario. Y casi lo prefería así.

A las puertas del recinto arqueológico, tuve que hacer cola detrás de varios grupos de griegos que se protegían del sol con gorras de béisbol. Faltaba más de media hora para la cita cuando, tras pasar por caja, pude entrar en las excavaciones.

Pronto me encontré cruzando un frondoso bosque entre las ruinas griegas. Fascinado por aquel lugar mágico, me encaminé hacia unos restos del siglo IV a. C., el muro de los cíclopes, con un inquietante relieve de piedra en la entrada: un león matando un toro.

Desde allí di unos cuantos rodeos para visitar ruinas menores hasta llegar al teatro griego, que acaparaba el máximo número de visitantes. Miré la hora en el reloj de mi móvil y vi que todavía faltaban diez minutos para el mediodía, si es que la cita debía de producirse a la hora en punto.

Más relajado de lo que suponía, me dediqué a estudiar los movimientos de los visitantes. En el centro del teatro, había una escuela entera atendiendo a las explicaciones de la profesora de historia bajo un sol de justicia.

En las gradas de piedra, parejas y pequeños grupos de turistas se fotografiaban en las posturas más ridículas posibles. Entre todo aquel jolgorio, al cabo de un rato descubrí una figura solitaria que me observaba fijamente. Estaba sentado en una de las grada más bajas, por eso no había reparado en él.

Llevaba pantalón corto, camisa y gafas negras, con la cabeza cubierta por un sombrero de paja. Pese a aquella indumentaria tan informal, pude reconocer desde la distancia que era Spiro. Fuera o no el millonario, me pareció inofensivo allí sentado bajo el sol, al menos mientras aquel lugar estuviera tan concurrido.

Dispuesto a aclarar la situación de una vez por todas, abandoné mi punto de observación y atravesé el teatro diametralmente para llegar hasta él, que no dejó de mirarme mientras me acercaba. Esto me acabó de encender.

—Terminó el juego —le anuncié al llegar a la grada donde estaba sentado—. Va a tener que decirme quién es usted y cuál es su papel en esta farsa. De lo contrario, pondré en conocimiento de la policía todo lo que está pasando.

Spiro no contestó. A través de las gafas ahumadas pude ver cómo me aguantaba la mirada. Presa de la impaciencia, lo agarré del brazo para zarandearlo y obligarle a hablar.

Pero nada más tocarlo sucedió algo inesperado: el griego se plegó hacia delante hasta desplomarse sobre la grada inferior. Luego el cuerpo se deslizó lentamente sobre el resto de los escalones hasta quedar inmóvil sobre la arena.

Como un toro tras la estocada final, tenía un cuchillo clavado en la espalda.

16

Aquel asesinato a la luz del mediodía me había colocado en situación de emergencia total. Si no abandonaba el país cuanto antes, acabaría igual que Spiro o la policía me cargaría el muerto.

Al llegar al taxi estacionado, el conductor seguía leyendo su periódico mientras Elsa dormía profundamente.

—¿Ya lo ha visto todo? —Se sorprendió—. Hacen falta dos horas buenas para visitar Butrint y usted ha estado… —miró el reloj del coche— ¡treinta y cinco minutos!

—Lo sé, pero padecía por mi esposa —repuse mientras la besaba brevemente en los labios para completar la escenificación—. Volvamos a Saranda: quiero que la vea un médico.

Con el traqueteo del taxi nuevamente en marcha, Elsa empezó a hablar sin abrir los ojos.

—Me has robado un beso —susurró.

—Y a mí me han robado la calma. Tenemos que salir de Albania o voy a volverme loco.

Una vez en el hotel, Elsa se tendió en la cama y empezó a recuperar el color de la cara. Aunque el día no era especialmente sofocante, parecía haber sido víctima de un golpe de calor.

—No entiendo cómo puedes marearte en un coche después de aguantar la paliza del autobús —le había dicho después de explicarle lo sucedido a Spiro.

Luego ella había caído en un profundo sueño, como si la situación desesperante en la que nos encontrábamos la desbordara.

Como era delgada y ocupaba poco sitio en la cama, utilicé la parte libre para poner en orden los arcanos. Tenía la esperanza de que aquel acto me ayudara a ordenar mis ideas.

Junté los arcanos de la caja de madera con los recibidos en el hotel Kaonia, mientras me preguntaba qué sentido tenía todo aquello. Los primeros cuatro podían sugerir un mensaje en clave, o bien representar los personajes de aquella farsa, pero resultaba difícil extraer alguna conclusión de los otros diecisiete.

Sin embargo, al ponerlos por filas siguiendo su numeración, me di cuenta de un detalle importante que en un primer momento se me había pasado por alto: faltaba una carta entre el colgado y la templanza, dos personajes aparentemente antagónicos.

El gran ausente era el arcano número XIII.

Convencido de que el millonario era o había sido —si se trataba del mismo Spiro— un hombre de ideas fijas, até el mazo de cartas con la goma y me dispuse a tomar un baño. Sin embargo, antes de que pudiera entrar en el lavabo llamaron a la puerta. Del otro lado se oyó una palabra fatídica:

—Policía.

Un sudor frío me empapó las manos mientras giraba la llave para abrir la puerta. En un segundo me enfrenté mentalmente al peor de los escenarios: me habían visto zarandear a Spiro antes de delatarse su muerte. A los ojos de un observador externo, era fácil pensar que había sido apuñalado por mi propia mano. Luego me cargarían las dos muertes en Tirana, si es que no había habido otras por el camino.

Al otro lado, sin embargo, me encontré ante una joven agente de policía con la mejor de las noticias:

—La jefatura central le devuelve su documentación —anunció mientras me entregaba el pasaporte, que acogí en mis manos como oro en barras—. Ha llegado con un agente que viajaba en el autobús de la mañana.

Tras darle las gracias diez veces y cerrar la puerta, desperté eufórico a Elsa para darle la noticia.

—Volvemos a casa. Afortunadamente, no me han relacionado con el crimen de Butrint. Lo que no comprendo es cómo han sabido que me alojaba en el hotel.

—Aunque sólo mostré mi pasaporte, tuve que apuntar el nombre de los dos en el registro del hotel —explicó Elsa entre bostezos—. Tampoco hay tantos extranjeros en Albania para que no pudieran localizarte. ¿Vamos a tomar otra vez el autobús a Tirana?

En aquella pregunta casi pude leer la decepción de que la aventura terminara allí.

—No, haremos algo mejor. Creo que a las siete hay un ferry que sale de Saranda hacia Corfú. Podemos dormir en la isla y tomar mañana un barco a Atenas. Desde allí será fácil encontrar un vuelo a Barcelona.

Sin esperar a que dijera si le parecía bien o mal aquel plan, fui a llenar la bañera para celebrar mi recobrada libertad de movimientos.

Mientras vertía gel bajo el chorro caliente, pensé en la casa deshabitada y me asaltó una nostalgia adelantada. No me hacía especial ilusión iniciar la rutina de hombre abandonado que se gana la vida dando clases de inglés. Tal vez porque la traición de Aina aún supuraba en mi interior, casi prefería dar tumbos con Elsa a aquella vida de fracasado.

Al entrar en la bañera llena de espuma, me dije que en cualquier caso no tenía elección. Albania se había convertido para nosotros en una trampa mortal; tal vez incluso para el propio millonario, que ya no viviría en sus carnes la profecía 2013.

Como si ese pensamiento hubiera logrado un inesperado eco, al reclinar la cabeza vi una inscripción en el techo que me disparó el corazón. En nuestra ausencia, alguien se había entretenido en escribir con un grueso rotulador rojo el siguiente mensaje:

¿Dónde está Kynops?

Me quedé un minuto largo boquiabierto. No podía dejar de mirar aquella pregunta que ahora yo también me hacía. Sin duda, nuestro hombre seguía vivo y había encontrado la manera —tal vez a través de un empleado de la limpieza— de lanzarnos nuevamente el anzuelo.

—Ven a ver esto —llamé a Elsa alzando la voz.

Mientras se acercaban sus pasos, me di cuenta de que la espuma de jabón se estaba diluyendo, así que añadí más gel y agité el agua con la mano para cubrirme.

Elsa se apoyó en el borde de la bañera y preguntó provocadora:

—¿Quieres que te enjabone la espalda… o que me meta contigo en la bañera?

—Las dos cosas, pero no te he llamado para esto. Mira el techo.

Al levantar la cabeza, emitió un pequeño grito de sorpresa mientras se pasaba la mano por el pelo. Luego dijo:

—Sólo por haber logrado escribir esa pregunta ahí ya valdría la pena tratar de contestarla.

—¿Para que nos maten?

—Ya lo hubiera hecho, de haberlo querido —afirmó Elsa—. Del mismo modo que se ha metido en nuestra habitación en nuestra ausencia, podría habernos cortado el cuello mientras dormíamos.

—Hablas como si Kynops en persona hubiera estado aquí. ¿Crees que es también el autor de los crímenes? —pregunté mientras seguía avivando la espuma.

—No lo sé. En todo caso, parece claro que quiere que nos reunamos con él.

—De ser así, hubiera dicho dónde.

—Tal vez ya lo ha hecho y no nos hemos dado cuenta —repuso sin dejar de mirar la inscripción en rojo—. ¿No dicen que la respuesta a una pregunta suele hallarse en la misma pregunta?

17

Tras hacer las maletas y pagar media noche extra, caminamos por la playa en dirección al puerto de Saranda. Si mis informaciones eran ciertas, en tres cuartos de hora salía un barco hacia Grecia. Antes deberíamos hacer el trámite de salida en aduanas.

Casi me daba lástima abandonar aquella modesta ciudad de veraneo, donde los altavoces ya volvían a atronar con los últimos éxitos locales.

Donde terminaba la playa subimos por unos escalones que conducían hasta una calle trasera. Allí se hallaba la agencia de viajes griega donde vendían pasajes a los no albaneses para abandonar el país. Nos atendió un hombre maduro con la piel quemada por el sol, que estudió nuestros pasaportes con gran detenimiento antes de expedir a mano los billetes. Tras esta gestión, rodeamos el edificio para pasar por un puesto fronterizo donde volvieron a controlar nuestra documentación.

Esperamos un cuarto de hora en la terminal antes de subir a un moderno hidrofoil. En su interior reconocí sobresaltado a algunos turistas que deambulaban por las ruinas de Butrint. Sin embargo, me tranquilicé al comprobar que nuestra llegada no despertaba la atención de nadie.

Cuando la embarcación activó las turbinas y empezó a virar para dirigir su rumbo a Grecia, me dije que estábamos salvados. Ignoraba que el plato fuerte de aquel cúmulo de desventuras aún estaba por llegar.

Al dejar Saranda atrás, navegando ya por un mar de nadie, de los altavoces surgió una música tan inesperada como significativa. Era el clásico Flow my tears, una pieza de John Dowland que había escuchado en su versión moderna durante mi fatídico viaje a Gerona.

Se había hablado de esa canción como «la definición misma de la melancolía». Y al parecer lo continuaba siendo, ya que al sonar las primeras estrofas un joven de rubia melena arrancó a escribir una carta con una pluma estilográfica, ajena a los vaivenes del barco. Supuse que era de amor.

Más allá de lo insólito del lugar, un barco entre dos puertos del Mediterráneo, me pregunté qué significado tendría aquel retorno de Dowland orquestado por el azar. Era lo que Jung había denominado sincronicidad.

Mientras Elsa se hallaba en la cubierta fumando un cigarrillo, saqué de la maleta el libro sobre él. Intrigado por lo que acababa de suceder, busqué el capítulo dedicado a la sincronicidad, una teoría que el suizo había desarrollado hacia el final de su vida, en 1957.

Ésta se produce cuando dos fenómenos o situaciones coinciden. Por ejemplo, cuando pensamos en un viejo amigo y de repente suena el teléfono y es él. Para el analista existe un vínculo tan profundo como misterioso entre ambos hechos; es un resorte que trasciende la casualidad sin tampoco obedecer a una causa-efecto.

De su obra Sincronicidad como principio de conexiones acausales, el libro citaba dos casos vividos por Jung en su práctica terapéutica y narrados en primera persona: el escarabajo de oro y la bandada de pájaros. Leí el primero con súbito interés:

Una joven paciente soñó, en un momento decisivo de su tratamiento, que le regalaban un escarabajo de oro. Mientras ella me contaba el sueño, yo estaba sentado de espaldas a la ventana cerrada. De repente, oí detrás de mí un ruido como si algo golpeara suavemente la ventana. Me di media vuelta y vi fuera un insecto volador que chocaba contra la ventana. Abrí la ventana y lo cacé al vuelo. Era la analogía más próxima a un escarabajo de oro que pueda darse en nuestras latitudes, a saber, un escarabeido (crisomélido), la Cetonia amata, la «cetonia común», que al parecer, en contra de sus costumbres habituales, se vio en la necesidad de entrar en una habitación oscura precisamente en ese momento.

El segundo caso hacía referencia a la esposa de un paciente, la cual había comentado a Jung que a la muerte de su madre y de su abuela se habían congregado ante las ventanas de éstas muchos pájaros.

Al parecer aquel fenómeno, que probablemente inspiró a Hitchcock Los pájaros, era bastante recurrente.

Cuando el tratamiento de su marido estaba a punto de concluir (…), le aparecieron unos síntomas leves que yo atribuí a una afección cardíaca. Le remití a un especialista que, tras el primer examen clínico, me comunicó por escrito que no le había encontrado nada que fuera motivo de preocupación. Mientras mi paciente regresaba a casa tras esta consulta (…), se desplomó de repente en plena calle. Cuando lo llevaron a casa moribundo, su mujer ya estaba inquieta y asustada porque, al poco rato de haber marchado su marido al médico, se había posado en su casa una bandada entera de pájaros (…). Inmediatamente recordó sucesos similares que habían tenido lugar a la muerte de sus parientes y se temió lo peor.

Abandoné esta inquietante lectura al ver que la isla griega ya había emergido en el horizonte marino.

Salí a cubierta, donde Elsa contemplaba el litoral de Corfú con actitud indolente. El atardecer caía sobre la isla como un etéreo manto dorado.

Un viento húmedo y salado hizo que me abrochara bien la americana, en cuyo bolsillo interior noté el volumen de las cartas de tarot. Eso me llevó a recordar cuando las había puesto en orden, así como el asunto del arcano ausente, que probablemente era el verdadero mensaje que nos mandaba Kynops sobre lo que nos aguardaba.

—¿Sabes cuál es el arcano número XIII? —pregunté a Elsa sin explicarle el motivo.

—Claro que lo sé —respondió—. Es la Muerte.