III

Acompañaban a Simonov dos de mis antiguos condiscípulos. Al parecer, estaban hablando de un asunto serio. Ninguno de ellos prestó atención a mi llegada, cosa verdaderamente extraña, ya que no nos habíamos visto desde hacía años. Me consideraban, evidentemente, como un ser insignificante, como una mosca. Ni siquiera en la escuela me trataban así, a pesar de que allí me detestaban. Comprendí que debían de despreciarme por haber fracasado en mi carrera, y también por mi aspecto miserable, por mis viejas ropas, que eran, a sus ojos, la prueba evidente de mi incapacidad y de mi desdichada situación. Sin embargo, no esperaba un desprecio tan ostensible. En cuanto a Simonov, se quedó pasmado al verme, aunque no era la primera vez que se asombraba de mis visitas. Todo esto me desconcertó. Me senté un poco irritado y me limité a escuchar lo que decían.

Hablaban con la mayor seriedad, e incluso con cierta pasión, de una comida de despedida que se proponían ofrecer a un camarada, a un oficial llamado Zverkov, que se marchaba a una provincia. El señor Zverkov había sido también compañero mío de colegio, y yo lo detestaba. Esta aversión aumentó en los cursos superiores. Desde muy niño fue un alumno educado y alegre, al que todos querían, todos menos yo, que precisamente no lo quería porque era alegre y educado. Desde el principio fue un mal estudiante, defecto que aumentó con los años. Sin embargo, logró terminar sus estudios gracias a las influencias. Ya estaba en los últimos cursos, cuando recibió en herencia una finca y doscientos siervos, y como nosotros éramos casi todos pobres, se complacía en ponemos en ridículo. Era un ser vulgar, pero, en definitiva, y a pesar de sus humos, un buen muchacho. Entre nosotros, en la escuela, no obstante los alardes de honor y dignidad que se hacían con un exceso de fantasía y de palabras, todos, excepto algunos, lo adulaban, lo que lo incitaba a darse más importancia todavía. Pero si giraban en tomo de él no era por interés, sino simplemente porque la naturaleza lo había favorecido con sus dones. Además, entre los estudiantes se consideraba Zverkov como un especialista en todo lo concerniente a la elegancia y a las buenas maneras. Y esto era lo que más me enfurecía. Detestaba el agudo sonido de su voz, llena de suficiencia; sus grandezas, de las que siempre se mostraba muy satisfecho, pero que eran verdaderas estupideces, pese a su facilidad de palabra. Detestaba su cara, bella pero inexpresiva (aunque ¡cómo me habría apresurado a cambiar aquella cara por la mía de hombre inteligente!), y sus modales desenvueltos, al estilo de los oficiales de 1840. Lo detestaba por los éxitos que confiaba en obtener con las mujeres (no se atrevía a emprender conquistas antes de haber alcanzado sus hombreras de oficial; por eso las esperaba con tanta impaciencia) y por los duelos que estaba seguro de librar. Recuerdo que una vez, rompiendo por excepción mi silencio, disputé violentamente con él. Zverkov hablaba a sus compañeros de sus futuras intrigas amorosas, y, entusiasmándose de tal modo que parecía un perrito revolcándose al sol, declaró de pronto que no dejaría intacta ninguna campesina joven de su finca, pues ejercería le droit du seigneur; y que si los campesinos se atrevían a protestar, los haría azotar y duplicaría los impuestos a aquellos «viles barbudos». Nuestros cobardes lo aplaudieron; pero yo lo ataqué violentamente, no porque compadeciera a las muchachas y a sus padres, sino simplemente porque me irritaba que semejante insecto cosechara éxitos de tal índole. Aquella vez triunfé; pero Zverkov, al que su necedad no impedía ser alegre e insolente, logró poner a los burlones de su parte, y de tal modo, que mi triunfo fue momentáneo: todos acabaron por reírse de mí. Desde entonces, más de una vez triunfó sobre mí, aunque sin maldad, bromeando, entre risas. Yo guardaba ante él un silencio despectivo. Cuando terminamos los estudios, tuvo conmigo algunos gestos amables; yo no los rechacé, porque ello me halagaba, pero pronto, y con la mayor naturalidad, nos distanciamos. Posteriormente me enteré de sus éxitos como oficial, de la vida alegre que llevaba. Y más adelante tuve noticia de su rápido ascenso. Dejó de saludarme cuando nos encontrábamos en la calle: sin duda temía comprometerse al cambiar el saludo con un ser tan insignificante como yo. Una vez lo vi en el teatro, en platea. Ya lucía las insignias de ayudante de campo. Rebullía en torno de las hijas de un viejo general. Pero durante los tres años que había dejado de verlo, había perdido mucho en presencia, ya que había engordado bastante. Sin embargo, conservaba sus bellas facciones y sus maneras elegantes. Se advertía que cuando cumpliese los treinta se hundiría completamente.

Este era el Zverkov al que acababan de desamar a provincias y a quien sus amigos proyectaban dar una cena de despedida. No habían interrumpido sus relaciones con él, aún considerándose —estoy seguro— inferiores al oficial.

Uno de los visitantes de Simonov se llamaba Ferfitchkin. Era un ruso de origen alemán, escasa estatura y cara de mono; un necio que se burlaba de todo el mundo y que fue mi peor enemigo en la escuela desde las clases inferiores; un fanfarrón cobarde e insolente que aparentaba el amor propio más susceptible, pero que evidentemente no era más que un miserable. Pertenecía al grupo de admiradores de Zverkov, que lo adulaba interesadamente, ya que todos le pedían con frecuencia dinero prestado.

El otro visitante, Trudoliubov, no tenía nada digno de mención. Era militar. Un mocetón alto, rostro frío. Aunque honrado, se inclinaba ante el éxito, fuese éste cual fuera, y sólo sabía hablar de nombramientos, ascensos, etc. Era pariente lejano de Zverkov, y, por estúpido que esto pueda parecer, ello le confería cierto prestigio a los ojos de sus compañeros. A mí me consideraba como un ser insignificante, pero me trataba de un modo soportable, ya que no cortés.

—Bueno, poniendo siete rublos por cabeza —declaró Trudoliubov— y, siendo tres como somos, reuniremos veintiún rublos. Por lo tanto, podremos cenar bastante bien. En cuanto a Zverkov, naturalmente, no tendrá que dar nada.

—¡Claro! ¡Es el invitado! —asintió Simonov.

—¿Cómo podéis creer —intervino Ferfitchkin con acento arrogante e insolente, como un lacayo descarado que se jacta de las consideraciones de su dueño—, cómo podéis creer que Zverkov admita que paguemos sólo nosotros? Aceptará nuestra invitación por delicadeza, pero nos ofrecerá champán, seis botellas seguramente.

—Demasiado champán para cuatro personas —comentó Trudoliubov, que sólo se había fijado en el número de botellas.

—En resumen, que somos tres a pagar, aunque, con Zverkov, seamos cuatro a cenar. Veintiún rublos. Hotel Perís. Mañana a las cinco —recapituló Simonov, al que se había encomendado la organización del banquete.

—¿Por qué veintiún rublos? —exclamé con cierta emoción, incluso sintiéndome un poco ofendido—. Si se me cuenta a mí también, no serán veintiuno sino veintiocho.

Yo creía que al hacer aquella oferta espontánea causaría gran efecto y todos se rendirían a mi generosidad. Esperaba miradas de admiración.

—¿De veras quiere usted ser del grupo? —preguntó Simonov, descontento, sin mirarme, porque sabía perfectamente cómo era yo.

Me exasperó que me conociera tan bien.

—¿Por qué no? —exclamé con voz ronca—. También yo fui compañero suyo. Es más, incluso me molesta que no me hayan informado a tiempo.

—¿Acaso conocíamos su paradero? —exclamó rudamente Trudoliubov—. Además, usted nunca ha estado en buenas relaciones con Zverkov —añadió con semblante sombrío.

Pero yo me había lanzado.

—Eso es un asunto privado en el que nadie tiene derecho a inmiscuirse —dije con voz temblorosa, como si se tratase de algo extraordinariamente importante—. Quizá precisamente porque no estamos en buenas relaciones, quiero…

—¡Cualquiera le entiende a usted con sus ideas elevadas! —exclamó Trudoliubov con una risita de burla.

—Contamos con usted —cortó Simonov volviéndose hacia mí—. Mañana a las cinco, en el Hotel París. No se equivoque.

—¿Y el dinero? —dijo Ferfitchkin a media voz a Simonov señalándome con un movimiento de cabeza. Pero se detuvo en seco, porque incluso Simonov se sintió molesto.

—¡Basta! —dijo Trudoliubov levantándose—. Puede venir, si tanto lo desea.

—Pero es que estaremos entre amigos —protestó Ferfitchkin, irritado—. No se trata de una reunión oficial. A lo mejor, su presencia…

Se marcharon. Al salir, Ferfitchkin ni siquiera me saludó. Trudoliubov inclinó casi imperceptiblemente la cabeza, Sin mirarme.

Simonov, con el que me quedé solo, parecía perplejo y molesto. Me miraba de un modo extraño. Ni se sentaba ni me invitaba a sentarme.

—Bueno, ya sabe: mañana. ¿Entregará hoy el dinero? Se lo pregunto para poder planearlo todo con seguridad —explicó rápidamente, muy confuso.

Enrojecí de cólera, pero, mientras enrojecía, me acordé de que le debía quince rublos desde hacía siglos, cosa que yo nunca había olvidado.

—Comprenda usted, Simonov, que al venir aquí no podía prever… Lamento de veras haberme olvidado de…

—¡Bah! No tiene importancia. Ya pagará usted mañana. Sólo lo he dicho para saber con certeza… En fin, no se preocupe…

Se calló de pronto y empezó a ir y venir por la habitación, cada vez más irritado, golpeando violentamente el suelo con los talones.

—¿Tiene usted algo que hacer? ¿Lo molesto? —pregunté tras unos minutos de silencio.

—¡Oh, no! —exclamó, como si volviera en sí de pronto—. Aunque, para serle franco, me tengo que acercar a… No está lejos de aquí —añadió, confuso y en un tono de excusa.

—¡Dios mío! ¿Por qué no me lo ha dicho antes? —exclamé cogiendo mi gorra con una desenvoltura que me había venido de Dios sabe dónde.

—No está lejos de aquí…, a dos pasos —repetía Simonov acompañándome hasta la puerta con una solicitud que no le cuadraba en absoluto—. —Así, pues, hasta mañana, a las cinco en punto —me gritó desde lo alto de la escalera.

No podía ocultar que se alegraba de que me fuera. En cambio, yo estaba furioso…

¿Por qué diablos me habría metido en aquel enredo? Rechinaba los dientes mientras iba a grandes zancadas por la calle. ¿Y todo por quién? ¡Por aquel cerdo de Zverkov! «Desde luego, no iré. ¡Sólo merecen que les escupa! Nada me obliga a ir. Avisaré a Simonov por carta.»

Pero lo que más me irritaba era mi seguridad de que iría, de que iría a toda costa, y que tanto más empeño pondría en ir cuanto menos me conviniera y más pudiese hacer el ridículo.

Había un importante obstáculo para que fuese: no tenía dinero. Todo mi capital eran nueve rublos, de los cuales debía entregar siete al día siguiente a mi criado, Apolonio, al que daba siete rublos al mes, naturalmente comiendo él por su cuenta.

Conocía bien su carácter, y no quería hacerlo esperar. (En algún momento tendré que hablar de este canalla, de esta inmundicia.) Y, sin embargo, yo sabía que no le pagaría y que iría a la cena.

Aquella noche tuve sueños espantosos. No era extraño, pues había estado todo el día oprimido por el recuerdo de los años de cárcel que habían sido mis años de estudio. Parientes lejanos, bajo cuya tutela estaba ya los que jamás he vuelto a ver, me abandonaron en aquella escuela. Cuando ingresé, mis parientes me habían convertido ya, a fuerza de reproches, en un muchacho taciturno, silencioso, de mirada hostil. Mis compañeros me acogieron con pérfidas burlas, porque no me parecía a ninguno de ellos. Yo no podía soportar las bromas, no podía acostumbrarme a ellos tan fácilmente como ellos se acostumbraban unos a otros. Los odié, pues, desde el principio y me encerré en un profundo orgullo, en el que había un algo de temor y mortificación. Me repugnaba la grosería de aquellos muchachos. Se reían cínicamente de mi casa, de mi aspecto estúpido. ¡Pero no se veían las caras de idiotas que tenían ellos! En aquella escuela, los rostros se transformaban hasta adquirir una expresión de imbecilidad. Vi ingresar a muchos chicos que entonces eran guapos y que años después tenían un no sé qué de repelente. Cuando llegaban a los dieciséis años, los observaba con una curiosidad sombría: la mezquindad de sus pensamientos, la imbecilidad que denotaban sus ocupaciones, sus conversaciones, sus juegos, me paralizaban de asombro. No comprendían ciertas cosas de gran importancia, no prestaban atención a las cosas más notables, y ello me impulsó a considerarme, en contra de mi voluntad, muy superior a ellos. No era en modo alguno la vanidad herida el motivo de mi actitud, y, ¡en nombre del cielo!, no me vengáis con esa objeción, tan repetida que ya me produce náuseas, de que yo soñaba despierto mientras ellos poseían ya el sentido de la realidad. ¡De ningún modo! No comprendían nada, no tenían el menor sentido de la realidad. Esto era precisamente lo que me parecía más despreciable en ellos. Por el contrario, acogían la realidad más evidente, la que, por decirlo así, entra por los ojos, con la más estúpida incomprensión. Es más, aunque sólo tenían dieciséis años, ya se inclinaban servilmente ante el éxito. De todo lo verdadero y justo, pero que estaba postergado y despreciado, se burlaban necia y cruelmente. Daban más valor a los diplomas que a la inteligencia. Tenían sólo dieciséis años, y ya ponían por encima de todo las sinecuras. Pero hay que pensar que a ello contribuían su estupidez y los malos ejemplos que los habían rodeado desde su infancia. Estaban monstruosamente corrompidos. Pero en ello había, evidentemente, algo externo, cierta afectación cínica, cuya lozanía juvenil se transparentaba a veces a través de su depravación. Sin embargo, incluso esta lozanía resultaba poco simpática, pues se manifestaba por medio de una especie de grosera sensualidad. Yo los odiaba, aún siendo quizá peor que ellos. y ellos me pagaban con la misma moneda, sin ni siquiera disimular la repugnancia que les inspiraba. Yo no pensaba en atraerme su amistad. Por el contrario, sólo deseaba humillarlos.

A fin de verme libre de sus burlas, me apliqué cuanto me fue posible, y así logré situarme entre los primeros. Esto los impresionó. Además, todos fueron advirtiendo poco a poco que yo había leído ya ciertos libros de los que ellos no sabían nada todavía, y que yo comprendía ciertas cosas (ajenas a nuestros cursos) completamente desconocidas para ellos. Lo comprobaban con una estupefacción irónica, pero aceptaban mi prestigio, y más aún al advertir que mis conocimientos habían atraído la atención de los profesores. Las burlas cesaron, pero la antipatía subsistió, y se establecieron entre nosotros relaciones de una frialdad oficial.

Al fin fui yo quien no pudo seguir resistiendo. Cuando tuve más años, sentía la necesidad de ir hacia los hombres, de tener amigos. Traté, pues, de aproximarme a algunos de mis compañeros. Pero había siempre cierta falsedad en nuestras relaciones, y éstas terminaban muy pronto. Sin embargo, llegué a tener un amigo. Pero yo era ya un déspota; pretendí dominar eternamente su espíritu, imbuirle el desprecio hacia quienes lo rodeaban; exigí de él que rompiese de modo definitivo, arrogante, con su medio ambiente. Mi amistad apasionada lo asustó. Lo trastorné hasta las lágrimas, hasta las convulsiones. Era un alma cándida y generosa. Y cuando se hubo entregado a mí por entero, lo detesté y lo rechacé. Fue como si sólo lo hubiese necesitado para apuntarme una victoria y adueñarme de su voluntad. Pero yo no podía vencerlos a todos. Mi amigo tampoco se parecía a ninguno de ellos: era una excepción.

Cuando terminé mis estudios, me apresuré a renunciar a la carrera especial a que me habían destinado, a fin de romper todos los lazos con el pasado, poder maldecirlo y cubrirlo de ceniza… Después de todo esto, no sé por qué diablos seguí yendo a casa de Simonov.

Al día siguiente me desperté temprano; me levanté tan agitado como si la comida se hubiera de celebrar inmediatamente. Y es que estaba persuadido de que aquel día tenía que producirse un cambio radical en mi existencia. Probablemente, todo se debía a que se trataba de un hecho desacostumbrado. Y también hay que tener en cuenta que siempre que me enfrentaba con un acontecimiento, por insignificante que fuera, me hacía la ilusión de que iba a cambiar radicalmente mi existencia. Fui a la oficina como de costumbre, pero salí dos horas antes, con objeto de hacer los preparativos del caso. «Sobre todo —pensaba—, no debo ser el primero en llegar, no vayan a creer que estaba impaciente.» Tenía otras muchas preocupaciones además de ésta. Estaba agitadísimo, y esta agitación me debilitaba.

Limpié de nuevo mis botas. Apolonio no habría querido por nada del mundo limpiármelas dos veces el mismo día: habría considerado que esto era introducir el desorden en su servicio. Tuve que apoderarme subrepticiamente de los cepillos que estaban en la antecámara, a fin de evitar que Apolonio supiera que yo mismo me lustraba las botas, pues ello le habría movido a despreciarme. A continuación, examiné con todo cuidado mi traje, y me vi obligado a reconocer que estaba viejo. En verdad, me había entregado a una negligencia exagerada. Mi uniforme estaba bastante bien, decoroso, pero no podía ir a comer vestido de uniforme. Lo peor era que los pantalones tenían en una de las rodilleras una gran mancha amarilla. Preveía que esta mancha reduciría en nueve décimas partes mi dignidad. Pero sabía también que era bajo y vulgar pensar así. «Por otra parte ya no se trata de pensar: estamos en plena realidad.» Esto era algo que me decía, pero iba perdiendo el calor por momentos. Sabía muy bien que exageraba monstruosamente las cosas; pero ¿cómo remediarlo? Ya no era dueño de mi pensamiento: la fiebre me poseía.

Me imaginaba con desesperación el tono altivo y glacial con que me acogería el canalla de Zverkov; el estúpido desprecio con que me miraría Trudoliubov, y la risa descarada de Ferfitchkin, aquel insecto que querría adular a Zverkov. En cuanto a Simonov, lo comprendería todo y me despreciaría por la bajeza de mi vanidad y de mi cobardía. Además, y especialmente, ¡qué miserable, qué poco littéraire, qué trivial sería aquella reunión! Lo mejor habría sido, evidentemente, quedarse en casa. Pero esto era justamente lo más difícil. Cuando me acometía esta tentación, me rebelaba. Me habría burlado de mí mismo durante todo el resto de mi vida: «¡Vaya, hombre! ¡Tuviste miedo de la realidad! ¡Sí, miedo!» Precisamente lo que yo deseaba, lo que yo anhelaba era demostrar a aquella «morralla» que no era en modo alguno tan cobarde como parecía. En plena fiebre, soñaba con vencerlos, con triunfar, con cautivarlos, con obligarlos a estimarme aunque sólo fuese por «la elevación de mis pensamientos y por mi innegable y cáustico ingenio. Abandonarán a Zverkov, lo dejarán solo, silencioso y confuso en un rincón. Lo aplastaré. Seguidamente quizá tenga la condescendencia de reconciliarme con él; beberemos, nos tutearemos».

Pero lo más irritante, lo más ofensivo era que yo sabía perfectamente que, en resumidas cuentas, no tenía necesidad de nada de aquello; que no deseaba en modo alguno aplastarlos, vencerlos, subyugarlos; que yo sería el primero en no dar un solo céntimo por aquella victoria en caso de obtenerla… ¡Oh, cómo imploraba a Dios que aquella velada pasara lo más rápidamente posible! Colmado de una angustia indecible, me acerqué a la ventana, abrí el cristal y traté de perforar con la mirada el opaco velo de nieve fundida que caía en gruesos copos.

Al fin, mi viejo y pequeño reloj de péndulo dio, como tosiendo, las cinco. Tomé mi sombrero, y procurando eludir la mirada de Apolonio, que esperaba su salario desde por la mañana, pero que, por su estupidez, no quería ser el primero en hablarme, me deslicé al exterior. Alquilé un hermoso trineo con los cincuenta copecs que me quedaban y llegué al Hotel París con aires de gran señor.