IV
Desde la víspera sabía que sería el primero en llegar. Pero no era eso lo que verdaderamente importaba entonces.
No sólo no había allí ninguno de ellos, sino que me fue en extremo difícil encontrar la sala que teníamos reservada. Aún no estaban puestos los cubiertos. ¿Qué significaba aquello? Después de muchas preguntas, me enteré por los camareros de que la comida estaba encargada para las seis y no para las cinco, cosa que me confirmó el maître d'hotel. Me sentí molesto conmigo mismo por haberles preguntado. Aún no eran más que las cinco y veinte. Si habían cambiado la hora debieron avisarme (para eso está el correo). Me habían afrentado ante mí mismo y ante la servidumbre. Me senté. El camarero empezó a poner los cubiertos, y, en su presencia, me sentí más irritado aún. Hacia eso de las seis, además de las lámparas que alumbraban ya la habitación, trajeron bujías; pero al criado no se le había ocurrido traerlas a mi llegada. En el comedor de al lado cenaban dos señores silenciosos y sombríos, cada uno en una mesa diferente. Pero en los lejanos salones había mucho ruido: oía gritos, risas, exclamaciones en mal francés, de un grupo de comensales, compuesto de caballeros y damas. Me sentía descorazonado. Pocas veces había pasado minutos tan desagradables. Tanto, que a las seis en punto, cuando aparecieron todos a la vez, me dispuse a acogerlos como salvadores: en los primeros momentos, incluso me olvidé de que debía mostrarme ofendido.
Zverkov entró delante, como jefe de grupo. Todos reían, pero, al verme, Zverkov irguió la cabeza, avanzó hacia mí sin precipitarse, contoneándose como una mujer coqueta, y me tendió la mano con gesto amable, aunque no en exceso, con una especie de cortesía prudente, con esa cortesía de alto personaje que, al mismo tiempo que tiende la mano, parece protegerse de algún peligro. Yo esperaba que, por el contrario, cuando entrase se echaría a reír, como hacía siempre, con una risa aguda y chillona, y que soltase una de sus estupideces que consideraba como agudezas. Me estaba preparando para ello desde la víspera, pues en modo alguno esperaba un tono tan condescendiente, tan altivamente cortés. ¿Tan superior a mí y en todos los aspectos se consideraba? Si hubiese adoptado aquella actitud señorial para humillarme, la cosa no habría tenido importancia; yo le habría pagado con la misma moneda y asunto concluido. Pero ¿cómo responder a aquel hombre que no había pensado en modo alguno en ofenderme y en cuya estúpida cabeza de carnero se había introducido la idea de que era infinitamente superior a mí, y, por lo tanto, sólo podía hablarme en un tono protector? Al pensar en todo esto me latía con violencia el corazón.
—Me he enterado con asombro de su deseo de ser hoy de los nuestros —empezó a decir con voz jadeante y untuosa y subrayando las palabras, cosa que antes no hacía—. Hacía mucho tiempo que no nos veíamos. Nos evitaba usted, y hacía mal, porque no somos tan terribles como usted cree. Pero, sea como fuere, me alegro mucho de reestablecer…
Se volvió y, con un ademán negligente, lanzó su sombrero al alféizar de la ventana.
—¿Lleva mucho tiempo esperando? —preguntó Trudoliubov.
—He llegado a las cinco en punto, como quedó convenido ayer —respondí en voz alta y con una irritación que hacía prever un próximo estallido.
—¿Es que no le avisaste de que habíamos cambiado la hora? —preguntó Trudoliubov a Simonov.
—No. Se me olvidó —repuso éste, aunque sin mostrar ningún pesar. Luego, sin excusarse ante mí salió para dar las órdenes pertinentes.
—¿Conque hace ya una hora que está usted aquí? ¡Pobre chico! —exclamó burlonamente Zverkov, pues, para su modo de ser, aquello era sumamente divertido.
E inmediatamente, siguiendo su ejemplo, el miserable Ferfitchkin soltó una de sus risotadas repelentes, agudas y temblorosas. Me pareció un perro. Y él me consideró a mí como un ser ridículo.
—¡No veo nada de risible en eso! —dije, cada vez más irritado, a Ferfitchkin—. La culpa es de ellos, no mía. No me avisaron. Es… incomprensible.
—Incomprensible es poco —rezongó Trudoliubov tomando ingenuamente mi defensa—. Es usted demasiado indulgente. Ha sido una verdadera grosería, aunque no premeditada… ¿Cómo es posible que Simonov…? ¡Hum!
—Si a mí me hubiesen hecho una jugada así —comentó Ferfitchkin—, habría…
—Habría pedido algo al camarero —le interrumpió Zverkov—. O se habría puesto a comer sin esperamos.
—También yo habría podido hacerlo sin autorización de ustedes, reconózcanlo —declaré en un tono tajante—. Si los he esperado ha sido porque…
—¡A la mesa, señores! —exclamó Simonov, entrando—. Todo está listo. Garantizo champán. Está helado. No conozco su dirección. ¿Cómo podía avisarle? —me dijo volviéndose de pronto hacia mí pero sin mirarme.
Evidentemente tenía algo contra mí, ya que estaba pensando en el asunto desde el día anterior.
Nos sentamos. La mesa era redonda. Tenía a mi izquierda a Trudoliubov, y a mi derecha a Simonov. Zverkov estaba frente a mí, y Ferfitchkin, entre él y Trudoliubov.
—Dígame: ¿está usted en el ministerio? —me preguntó Zverkov, que, como ven, seguía dedicándome su atención.
Viéndome confuso, consideraba que era necesario mostrarse sociable conmigo y levantar mi ánimo. «Por lo visto quiere que le lance una botella a la cabeza», me dije, sintiendo que el furor se apoderaba de mí. Me irritaba con gran rapidez, sin duda a causa de mi falta de costumbre de alternar con las personas.
—Sí, pertenezco a la cancillería —respondí con voz ronca.
—Y… ¿ve usted alguna ventaja en ese empleo? Dígame: ¿por qué dejó sus anteriores ocupaciones?
—Porque estaba harto, sencillamente. Arrastraba las palabras mucho más que él. Apenas podía dominarme. Ferfitchkin se dedicó de lleno a su plato. Simonov me lanzó una mirada irónica. Trudoliubov dejó de comer y me miró fijamente, con curiosidad.
Zverkov tuvo un ligero sobresalto, pero fingió no darse cuenta de nada.
—¿Y los honorarios, qué? —¿Qué honorarios? —Su sueldo.
—Esto parece un examen.
Sin embargo, le dije lo que ganaba. Me sentía sonrojado hasta las orejas.
—No es una fortuna —comentó gravemente Zverkov.
—Desde luego, no podrá comer en restaurantes —remachó insolentemente Ferfitchkin.
—A mi juicio, ese sueldo es, sencillamente, una miseria —dijo, muy serio Trudoliubov.
—¡Y cómo ha enflaquecido usted, cómo ha cambiado desde entonces! —exclamó Zverkov, esta vez sin malicia, con una especie de compasión insolente y examinándonos a mí y a mi traje.
—¡Basta ya! Lo han confundido —dijo, burlón, Ferfitchkin.
—Sepa usted, señor, que no estoy confuso ni mucho menos —estallé al fin—. ¿Me oye? Como en el restaurante pagando de mi bolsillo, de mi propio bolsillo, téngalo en cuenta, señor Ferfitchkin, y no con dinero ajeno.
—¿Cómo? ¿Qué quiere usted decir? ¿Quién no come aquí pagando de su bolsillo?
Furioso, rojo como una langosta, Ferfitchkin me miró fijamente a los ojos.
—Lo he dicho por decir algo. —Comprendía que había ido demasiado lejos—. Por lo demás, creo que sería mejor hablar de cosas propias de personas inteligentes.
—¿Quiere usted deslumbramos con su inteligencia? —No se inquiete. En esta ocasión, tal intento sería completamente inútil.
—Pero ¿qué le pasa a usted? ¿A qué viene ese modo de gruñir? ¿Acaso lo ha vuelto loco su cancillería?
—¡Basta, señores, basta! —exclamó Zverkov con voz autoritaria.
—¡Cuánta tontería! —rezongó Simonov
—En efecto, todo esto es estúpido —dijo Trudoliubov dirigiéndose sólo a mí y en el tono más grosero. Esto es una reunión de amigos para despedir a un buen camarada y empieza usted a disputar. Fue usted quien solicitó formar parte del grupo. No rompa, pues, la buena armonía.
—¡Basta, basta! —gritó Zverkov— ¡Cálmense señores! Esto no está ni medio bien. En vez de discutir, escuchen: voy a contarles cómo estuve a punto de casarme anteayer.
Y Zverkov empezó a referir una aventura imbécil. Naturalmente, no se trataba de ningún casamiento, sino de un pretexto para citar generales, coroneles e incluso gentiles hombres de cámara, entre los que Zverkov desempeñaba casi siempre el papel principal. Los oyentes estallaban en risas de aprobación; Ferfitchkin incluso profería gemidos.
Todos me habían olvidado, y yo estaba solo, humillado, aplastado.
«¡Dios mío! —pensaba—. ¿Cómo puede convenirme esta compañía? ¡Qué papel tan estúpido acabo de hacer ante esta gente!
He consentido demasiado a Ferfitchkin. Los muy imbéciles creen que me han hecho un gran honor al admitirme en su mesa, y no piensan que soy yo, sí, yo, quien les hago honor a ellos… ¡He adelgazado!… ¡Y este traje!… ¡Malditos pantalones! Zverkov ha visto inmediatamente la mancha amarilla de la rodillera. Aquí no hay más solución que levantarse de la mesa, coger el sombrero y salir sin decir palabra. Así les demostraré mi desprecio. Estoy dispuesto a batirme en duelo mañana. ¡Los muy cobardes! No lo siento por los siete rublos, como ellos deben creer. ¡Que el diablo se los lleve! No, no lo siento por los siete rublos! ¡Bueno, me voy!»
Naturalmente, no me fui.
Para ahogar mi pena, bebía grandes vasos de Laffite y Jerez, y como no estaba acostumbrado a la bebida, me embriagué rápidamente. Mi irritación crecía. De pronto, me dije que no me iría hasta haberlos insultado con la mayor insolencia. Elegiría el momento propicio y les demostraría lo que valgo. Después dirían: «¡Es ridículo, pero tan inteligente!…» y los volví a mandar al diablo.
Lancé por toda la mesa una mirada circular, con expresión insolente y turbia. Pero ellos parecían haberme olvidado por completo. Chez eux, había ruido y alegría. Zverkov seguía perorando. Presté atención. Hablaba de cierta hermosa dama que le había declarado su amor, de tal modo la había cautivado (naturalmente, mentía como un cazador). y explicó que en su aventura le había ayudado uno de sus amigos íntimos, un joven príncipe, el húsar Kolia, dueño de tres mil siervos.
—Sin embargo, ese húsar que posee tres mil almas no está aquí; no ha venido a despedirle.
Estas palabras lanzadas en medio de la conversación general, provocaron un largo silencio.
—Está usted completamente borracho —dijo Trudoliubov, dignándose al fin a mirarme y haciéndolo despectivamente.
Zverkov me observaba en silencio, como se observa a un insecto raro. Bajé los ojos. Simonov se apresuró a servir champán.
Trudoliubov levantó su copa; los demás, excepto yo, siguieron su ejemplo.
—¡A tu salud, y para que tengas un feliz viaje! —dijo a Zverkov—. ¡En recuerdo de nuestros años de estudio, amigos, y por nuestro porvenir! ¡Hurra!
Todos bebieron y corrieron hacia Zverkov para abrazarlo. Yo me quedé en mi asiento. Mi copa seguía llena ante mí.
—¿Y usted? ¿Es que no va a beber? —aulló Trudoliubov volviéndose hacia mí con un gesto de amenaza.
—Quiero decir unas palabras, señor Trudoliubov. Luego beberé…
—¡Maldito sarnoso! —murmuró Simonov para sí.
Me puse en pie y levanté mi copa. Tenía fiebre. Me disponía a hacer algo extraordinario, aunque no sabía lo que iba a decir.
—¡Silencio! —exclamó Ferfitchkin—. Al fin vamos a oír cosas inteligentes.
Zverkov esperaba, muy serio: sabía lo que iba a ocurrir.
—Señor teniente Zverkov —comencé—, sepa que detesto las frases bonitas y los uniformes ceñidos al talle. Éste es el primer punto. Vamos con el segundo.
Vi que todos se agitaban en sus asientos.
—Segundo punto: detesto a los que frecuentan los cotillones. Tercer punto: soy partidario de la verdad, la sinceridad, la honradez. —Hablaba maquinalmente, petrificado de horror, no comprendiendo cómo me atrevía a expresarme así—. Me inclino ante el pensamiento, señor Zverkov, ante la verdadera camaradería, en pie de igualdad… Bueno, pero esto no impide que también yo beba a su salud, señor Zverkov. Seduzca a las jóvenes circasianas, mate a los enemigos de la patria, y… ¡a su salud, señor Zverkov!
Zverkov se levantó, me hizo una inclinación de cabeza y respondió:
—Le estoy muy agradecido.. , Se sentía profundamente ofendido. Incluso palideció. —¡Que se vaya al diablo! —aulló Trudoliubov dando un fuerte puñetazo en la mesa.
—¡Hay que partirle la cabeza! —gritó Ferfitchkin con su penetrante voz.
—¡Debemos echarlo! —gruñó Simonov. —¡Ni una palabra, señores, ni un gesto! —exclamó solemnemente Zverkov, calmando el furor general—. Les doy las gracias a todos, pero yo mismo probaré a este caballero el valor que concedo a sus palabras.
—Señor Ferfitchkin —dije con acento teatral hacia él—. Mañana mismo me dará usted una satisfacción por las palabras que ha pronunciado hace un momento.
—¿Un duelo? —exclamó—. ¡Encantado!
Pero sin duda, estaba tan grotesco cuando desafié a Ferfitchkin, y el contraste de mis palabras con mi aspecto era tan extraordinario, que todos, incluyendo a Ferfitchkin, lanzaron una carcajada mientras se agitaban en sus asientos.
—En fin, déjenlo. Está borracho perdido —dijo Trudoliubov con una mueca de disgusto.
—Nunca me perdonaré haber consentido que viniera —rezongó Simonov.
«Ha llegado el momento de arrojarles una botella a la cabeza», pensé asiendo una botella que no estaba vacía… Pero lo que hice fue llenar de nuevo mi vaso.
«No —les dije con el pensamiento—. Me quedaré hasta el fin. Ustedes se alegrarían de que los librara de mi presencia. ¡Pero no lo haré por nada en el mundo! Me quedaré y continuaré bebiendo para hacerles comprender claramente que no doy a esto ninguna importancia. Me quedaré y beberé, porque estamos en el restaurante y he pagado mi parte. Me quedaré y seguiré bebiendo, porque para mí son ustedes simples muñecos. Es más, considero que no existen. Beberé. Cantaré si se me antoja. Sí, cantaré; tengo perfecto derecho a cantar…»
Pero no canté. Mi única preocupación era no mirarlos. Adoptaba un aire desenvuelto y esperaba con impaciencia a que me dirigieran la palabra. Pero, ¡ay!, no me hablaban. Y, sin embargo, ¡cómo habría querido reconciliarme con ellos en aquel instante! Dieron las ocho, luego las nueve. Se levantaron de la mesa y se instalaron en el diván. Zverkov se recostó en busca de una butaca y puso los pies en un velador.
Colocaron a su alcance tres botellas y vasos. Zverkov había ofrecido a sus amigos tres botellas de champán. A mí, naturalmente, no me invitaron. Todos se reunieron alrededor de Zverkov. Lo escuchaban con veneración. Era evidente que lo apreciaban. ¿Por qué? ¿Por qué?, me preguntaba. A veces, en los arrebatos de su embriaguez, cambiaban besos. Hablaban del Cáucaso, de la verdadera pasión, de las ventajas del servicio militar, de los ingresos del húsar Podaryevsky, a quien ninguno de ellos conocía, y se alegraban visiblemente de que aquellos ingresos fuesen importantes. Hablaron también de la gracia y de la belleza de la princesa D…, a quien tampoco conocían, pues ni siquiera la habían visto una sola vez. Al fin le tocó el turno a Shakespeare, al que declararon inmortal.
Yo sonreía con desprecio, yendo de la mesa a la chimenea y de la chimenea a la mesa, a lo largo de la pared frontera al diván. Quería demostrarles que podía pasar perfectamente sin ellos. Sin embargo, al andar martilleaba intencionadamente el suelo con los tacones. Pero todo fue inútil. No me prestaban la menor atención. Tuve la paciencia de estar yendo y viniendo entre la mesa y la chimenea desde las ocho hasta las once. «Paseo porque se me antoja, y nadie puede prohibírmelo». El camarero que nos servía se detuvo varias veces para mirarme con curiosidad. La cabeza me daba vueltas, y creo que, en ocasiones, incluso deliré. Tres veces me cubrí por completo de sudor en el curso de aquellas tres horas, y tres veces volví a quedar enteramente seco.
En ciertos instantes me sentía traspasado cruelmente por el amargo pensamiento de que me acordaría siempre, con un sentimiento de disgusto y humillación, transcurridos diez años, transcurridos cuarenta, de aquellos minutos que fueron los más innobles, los más ridículos, los más horribles de mi vida. Verdaderamente, era imposible una autohumillación más pérfida y más deliberada. Me daba perfecta cuenta de ello, pero proseguía mis paseos entre la mesa y la chimenea. «¡Si supierais, por lo menos, de qué sentimientos, de qué pensamientos soy capaz! ¡Si supierais lo inteligente que soy!», pensaba yo a veces, dirigiéndome mentalmente a mis enemigos instalados en el diván. Pero éstos se conducían exactamente como si yo no existiese. Sólo una vez se volvieron hacia mí. Fue cuando Zverkov empezó a hablar de Shakespeare, y yo lancé una carcajada despectiva. Mi risa fue tan falsa, tan ruin, que ellos interrumpieron repentinamente su conversación y estuvieron siguiendo durante un par de minutos, con tanta seriedad como curiosidad, mis paseos a lo largo de la pared sin prestarles la menor atención. Pero no conseguí nada; no me dirigieron la palabra, y, dos minutos después, me habían olvidado de nuevo. Dieron las once.
—¡Señores! —exclamó Zverkov levantándose— ¡Ahora vamos todos la has!
—¡Eso, eso! —aprobaron los demás. Me volví repentinamente hacia Zverkov. Me sentía abrumado, aplastado hasta el punto de estar dispuesto a todo, incluso a matarme, para poner fin a aquella situación. Tenía fiebre, el pelo, empapado en sudor, se me pegaba a la frente, a las sienes.
—Zverkov, le ruego que me perdone —dije resueltamente—. También a usted, Ferfitchkin, y a todos, pues a todos los he ofendido.
—¡Vaya! Por lo visto, tiene miedo a batirse —dijo Ferfitchkin con su pérfida vocecita.
Sentí un mazazo en el corazón. —No, no temo al duelo. Estoy dispuesto a batirme con usted mañana, incluso si nos reconciliamos. Es más, deseo que se lleve a cabo el desafío. No me niegue usted ese favor. Quiero probarle que el duelo no me da miedo. Usted tirará primero. Después, yo dispararé al aire.
—Por lo visto, esto le divierte —comentó Simonov.
—¡Cuánta tontería! —exclamó Trudoliubov.
—¡Bueno, apártese de una vez! No nos deja pasar… En definitiva, ¿qué quiere usted? —preguntó Zverkov, despectivo.
Todos tenían el rostro congestionado y los ojos brillantes: habían bebido demasiado.
—Quiero su amistad, Zverkov. Lo he ofendido y… —¿Qué usted me ha ofendido? ¿Usted? ¿A mí? Sepa usted, caballero, que usted no puede ofenderme nunca, en ningún caso…
—¡Basta! ¡Lárguense! —concluyó Trudoliubov—. ¡Vámonos ya, señores!
—¡Olimpia para mí! ¿De acuerdo? —exclamó Zverkov. —¡Sí, sí, de acuerdo! —le respondieron entre risas. Permanecí inmóvil, aplastado. El grupo hizo una salida
ruidosa. Trudoliubov cantaba una estúpida tonadilla. Simonov se rezagó momentáneamente para dar las propinas a los camareros. De pronto me acerqué a él.
—¡Simonov, présteme seis rublos! —le dije, con la resolución del desesperado.
Me miró, estupefacto y con ojos turbios: también él estaba ebrio.
—¿Cómo? ¿Acaso pretende venir là bas con nosotros?
—¡Sí!
—No tengo dinero —repuso Simonov tajante y con una sonrisa de desprecio. Luego se dirigió a la puerta.
Me aferré al faldón de su capa. Aquello era una verdadera pesadilla.
—¡Simonov! He visto que tenía usted dinero. ¿Por qué me lo niega? ¿Acaso soy un miserable? ¡No me lo niegue! ¡Si usted supiera, si usted pudiese saber por qué se lo pido! ¡Todo mi porvenir, todos mis planes dependen de esos seis rublos!
Simonov sacó el dinero del bolsillo y casi me lo arrojó a la cara.
—¡Tómelos, ya que tiene tan poca dignidad! —me dijo despiadadamente. y corrió a reunirse con el grupo.
Me quedé solo, y así estuve un momento. ¡Qué gran desorden me rodeaba! Restos de comida, vasos rotos, vino derramado, colillas. La angustia me oprimió el corazón, el humo de la embriaguez invadió mi cabeza… y allá lejos estaba aquel criado que lo veía todo, lo oía todo y me miraba fijamente, con curiosidad.
—¡Adelante! —exclamé—. O imploran todos de rodillas y besándome los pies que les conceda mi amistad, o… ¡o le daré una bofetada a Zverkov!