I
En aquella época, sólo tenía veinticuatro años. Mi vida era ya lo que es hoy: una vida sombría, desordenada y ferozmente solitaria. No tenía relaciones, no cruzaba la palabra con nadie y sólo pensaba en ocultarme en mi rincón. Durante mis horas de oficina, en la cancillería, procuraba no dirigir la mirada a ningún compañero, pero advertía perfectamente que éstos me consideraban como un tipo raro, e incluso —tenía también esta impresión— me miraban con cierta repugnancia. A veces me preguntaba por qué había de ser yo el único en imaginarse que le miran con repulsión. Uno de nuestros empleados tenía una cara repugnante, picada de viruelas. Parecía un bandido. Si yo hubiese tenido un rostro tan horrible, ni siquiera me habría atrevido a aparecer en público. Otro empleado llevaba un uniforme tan mugriento que olía a demonios. Sin embargo, aquellos señores no daban muestras de avergonzarse de su cara, de su uniforme ni de su modo de ser. No se imaginaban que los pudieran mirar con desagrado. Por lo demás, incluso si se lo hubieran imaginado, no habrían experimentado la menor inquietud, a menos que se hubiese tratado de sus jefes.
Ahora me parece que, impulsado por una vanidad desmesurada, me exigía demasiado y me miraba a menudo con una especie de desdeñosa irritación que rayaba a veces en la repugnancia. y así llegué a persuadirme de que los demás me miraban con los mismos ojos. Mi cara me parecía detestable. La veía innoble, e incluso consideraba que tenía cierta expresión cobarde y vil. y justamente por eso, al entrar por la mañana en la cancillería, hacía un gran esfuerzo para adoptar un aire independiente y, temiendo que me creyeran cobarde, trataba de dar a mi rostro una expresión lo más noble posible. «Mi cara no es hermosa —me decía—. Es preciso, pues, que sea por lo menos noble, expresiva y, sobre todo, inteligente en extremo.» Y yo sabía —estaba dolorosamente seguro— que jamás mi rostro conseguiría reflejar estas hermosas cualidades. Pero lo peor era que mi cara me parecía estúpida. Al fin y al cabo, me habría contentado con la inteligencia. Incluso habría transigido con una expresión vil, con tal que fuese también inteligente.
Naturalmente, odiaba y despreciaba a todos los empleados de la cancillería, desde el primero hasta el último; pero creo que, al mismo tiempo, los temía. A veces, incluso los colocaba por encima de mí. Estas cosas ocurren siempre en mí repentinamente: tan pronto desprecio a una persona como la elevo sobre el pavés. El hombre honrado y culto no debe ser vanidoso si no extrema el rigor consigo mismo y se desprecia a veces hasta el odio. Pero yo, cualesquiera que fuesen mis sentimientos de desprecio y de respeto, bajaba los ojos siempre ante todo el mundo. Incluso hacía de vez en cuando experimentos. ¿Sería capaz de soportar la mirada de éste o aquél? Pero todas las veces bajaba la mirada. Aquello me atormentaba hasta la locura.
Tenía también un temor enfermizo a parecer grotesco, y precisamente por eso profesaba una adoración servil por la rutina en todo lo concerniente a la vida externa, seguía con gran precisión el surco de la vida ordinaria y me aterraba reconocer que cometía cualquier irregularidad. Pero ¿cómo podía resistir? Mi inteligencia se había desarrollado morbosamente, como es propio de las inteligencias de nuestra época. En cuanto a mis compañeros, todos eran estúpidos y se parecían como ovejas. Si yo era el único que me consideraba un cobarde, un esclavo, era quizá justamente porque mi inteligencia estaba más desarrollada.
Pero no se trataba de una simple ilusión: yo era efectivamente un cobarde, un esclavo. Digo esto sin rubor alguno. En nuestra época, todo hombre decente es forzosamente cobarde y un esclavo. Tal es su estado normal. Estoy enteramente convencido de ello. El hombre está constituido para ser así. Y no se trata en modo alguno de un hecho exclusivo de nuestra época, dependiente de una serie de circunstancias especiales. En todos los tiempos, el hombre honrado fue un cobarde y un esclavo. Si tiene ocasión de dárselas de valiente, no debe jactarse de ello, porque inmediatamente después empezará a lloriquear. Tal es su ley eterna. No hay nada que pueda compararse con los asnos y los mulos en esto de ser bravos…, pero hasta cierto límite. Ni siquiera vale la pena prestarles atención: no tienen la menor importancia.
Había otra circunstancia que me atormentaba sin cesar. No me parecía a nadie y nadie se parecía a mí. «¡Soy único, mientras ellos, son todos!», me decía. Y al punto empezaba a reflexionar.
Como ustedes deducirán de estas declaraciones, yo no era todavía más que un chiquillo.
Pero a veces, de pronto, se operaba en mí un cambio. ¡Qué penoso me era dirigirle a la oficina! Esta aversión llegaba al extremo de que tenía que volver a casa completamente enfermo. Pero he aquí que entro en un período de escepticismo y de indiferencia (todo llega a mí por períodos). Entonces me burlo de mi propio rigorismo y de mi desdén, y me acuso de ser un romántico. Ayer mismo, no les dirigía la palabra; pero hoy les hablo y trato de entablar amistad con ellos. Toda mi repugnancia se ha desvanecido corno por ensalmo. ¿Quién sabe? Quizá ni siquiera la había experimentado nunca y no era más que una postura afectada. No he podido resolver aún esta cuestión. Una vez incluso me relacioné íntimamente con ellos. Iba a verlos; jugábamos a las cartas, bebíamos, charlábamos por los codos… Pero permítanme que abra aquí un breve paréntesis.
Entre nosotros, los rusos, no abundan esos estúpidos románticos de tipo alemán, y más aún francés, perdidos en sus sueños estrellados y a los que nada produce efecto. Ni siquiera se conmoverían si la tierra temblase bajo sus pies o Francia sucumbiera en las barricadas. No cambian jamás, ni siquiera por conveniencia: siguen cantando sus himnos sublimes hasta el último día. Son unos necios. Entre nosotros, en nuestra tierra rusa, no hay necios: esto es cosa sabida. Es precisamente lo que distingue a nuestro país de las tierras extranjeras. Entre nosotros no se ven esas naturalezas ideales en estado bruto, por decirlo así. Al imaginarse estúpidamente que los Constanioglos y los tíos Piotr Ivanovitch eran nuestro ideal, los críticos y los publicistas han juzgado que nuestros románticos son tan soñadores y tan sublimes como los de Alemania y Francia.
Y no es así. El carácter de nuestro romántico es completamente distinto de sus colegas extranjeros, y ninguna de las unidades de medida europeas puede convenirle (permítanme emplear el término «romántico», vieja y respetable palabra que todo el mundo conoce). El rasgo predominante de nuestro romántico es que lo comprende todo, que lo ve todo y que incluso lo ve mucho más claramente aún que los espíritus más positivos. Nuestro romántico no se inclinará ante la realidad, pero tampoco la desdeñará. Cederá si es preciso, pues no perderá nunca de vista el fin práctico, útil (una buena pensión, una linda medalla, un alojamiento del Estado), que percibirá a través de todo su entusiasmo, de todos sus volúmenes de poemas líricos. Pero conservará al mismo tiempo, intangible, su ideal «de lo bello, de lo sublime», sin dejar de conservarse a sí mismo, sin el menor reparo, entre algodones, como una joya, para mayor provecho de la belleza, de la sublimidad. Nuestro romántico es un hombre de espíritu extremadamente amplio y, a la vez, el mayor de nuestros canallas. Se lo aseguro a ustedes, incluso lo sé por experiencia. Pero todo esto sólo se refiere al romántico inteligente. ¡Oh! ¿Qué digo? Todos los románticos son inteligentes. Si ha habido algunos imbéciles entre nuestros románticos, éstos no cuentan, por la sencilla razón de que, en la flor de la vida, se convertían en verdaderos alemanes y acababan por instalarse en alguna parte de la Selva Negra o en Suiza, a fin de conservar intactos sus sublimes ideales. Así era yo. Yo despreciaba sinceramente mis ocupaciones, y si no les escupía era porque estaba obligado a ir a la oficina, ya que necesitaba el sueldo. Iba a la oficina por encima de todo: observen el detalle. Nuestro romántico perderá antes la razón (cosa que, por cierto, le sucede muy raramente) que escupirá a su carrera, a menos que se le ofrezca otra. No se le podrá obligar a marcharse, ni siquiera a puntapiés, y, si pierde completamente la cabeza, podrán encerrarlo en un manicomio, donde se jactará de ser rey de España…
Pero sólo pierden la razón los endebles. Un número incalculable de románticos llega a los más altos puestos. La diversidad de su talento es extraordinaria. ¡Con qué facilidad logran armonizar los sentimientos y las sensaciones más contradictorias! Esto me impresionaba y consolaba. Ésta es la razón de que tengamos tantas «naturalezas amplias» que conservan su ideal hasta en su última caída. Y aunque no muevan un dedo por sus ideales, aunque sean verdaderos bandidos, siguen siendo extraordinariamente honrados con su alma y conservan el respeto a su ideal, del que hablan con voz impregnada de lágrimas.
Sí, señores; en nuestra patria, incluso el peor de los canallas puede ser honrado con su alma, honrado hasta lo sublime, sin dejar de ser un miserable. Lo repito: de las filas de nuestros románticos se ve continuamente salir bribones tan hábiles (empleo la palabra «bribón» en tono cariñoso), que manifiestan un sentido tal de la realidad y conocimientos tan prácticos, que sus superiores jerárquicos y el público se frotan los ojos de estupefacción al observar el fenómeno.
¡Sí, nuestra diversidad y nuestra amplitud son verdaderamente extraordinarias, y sabe Dios lo que saldrá de ellas todavía y lo que nos anuncian para el porvenir! j Verdaderamente, el material no es malo! ¿Qué piensan ustedes de todo esto, señores? Al decir estas cosas, no me impulsa un ridículo sentimiento de patriotismo. Por lo demás, estoy seguro de que ustedes se imaginan otra vez que bromeo. O acaso me equivoque y, por el contrario, crean que hablo en serio. En todo caso, las dos opiniones me honran por igual, señores, y me causan la misma satisfacción.
Y perdonen esta disgresión.
Naturalmente, nunca conseguía soportar durante mucho tiempo mis relaciones de amistad con mis colegas. Rompía con ellos tempestuosamente, dejaba de saludarlos —efecto de mi juvenil inexperiencia— y todo terminaba entre nosotros. Pero esto me ocurrió una sola vez, pues era excepcional que faltara a mi habitual misantropía.
En mi casa me pasaba la mayor parte del tiempo leyendo. Así procuraba apagar bajo impresiones externas lo que hervía constantemente en mí. Las únicas impresiones externas de que disponía había de buscarlas en la lectura. Naturalmente, eran para mí un gran reconfortante: me conmovían, me distraían, me atormentaban. Pero llegaba un momento en que me sentía harto de ellas y experimentaba la necesidad de obrar. Entonces, de golpe y porrazo, me lanzaba al libertinaje, un libertinaje mezquino, nauseabundo, irrisorio, subterráneo. Mi continua irritación hacía mis pasiones ardientes, abrasadoras. Mis impulsos de pasión terminaban en ataques de nervios, lágrimas y convulsiones. Fuera de la lectura, no tenía ninguna distracción. En tomo a mí no había nada que pudiese imponerme algún respeto y atraerme. Una ola de angustia me inundaba; sentía una sed histérica de contrastes, de oposiciones, y me lanzaba a la disipación.
No digo esto para disculparme… Sin embargo… Sí, miento. Quería precisamente excusarme. Y no quiero mentir: he dado mi palabra.
Por la noche iba en busca de las mujeres, a hurtadillas, con un sentimiento de vergüenza que no se apartaba de mí ni siquiera en los momentos más innobles y que me exasperaba hasta la locura. Entonces, mi alma ya llevaba en ella su subsuelo. Tenía un miedo atroz a que alguien me viera y me reconociese. Por eso iba a las zahúrdas más sórdidas.
Una noche, al pasar ante un pequeño restaurante, asistí, a través de las ventanas iluminadas, a una batalla entre jugadores de billar, que utilizaban como armas los tacos, y vi cómo echaban a uno de ellos por la ventana. En otro momento cualquiera, aquella conducta me habría repugnado, pero el estado de ánimo en que me hallaba entonces me hizo tener envidia de aquel señor al que habían arrojado a la calle. Fue tan fuerte aquel sentimiento, que entré en la sala de billares. «¿Quién sabe —me decía—. Quizá también yo logre armar una buena trifulca y que me echen por la ventana»
No estaba borracho, pero ¿qué quieren ustedes?, el tedio y la angustia me volvían loco. Y resultó que yo ni siquiera era digno de que me echasen por la ventana, y me fui sin haber podido reñir con nadie. Desde el primer momento, un oficial me puso en mi sitio.
Me había situado cerca de la mesa de billar y, como no conocía nada del juego, estorbaba a los jugadores. A fin de poder pasar, el oficial me puso las manos en los hombros y, sin la menor explicación, sin decir ni palabra, me apartó. Luego pasó como si yo no existiese. Le habría perdonado que me golpeara, pero me mortificó que me apartara en silencio.
Sólo el diablo sabe lo que yo habría dado por una disputa en regla, por una querella conveniente, literaria, por decirlo así. Me habían tratado como a una mosca. El oficial era un hombre de aventajada estatura; yo, bajito y enclenque. Sin embargo, sólo de mí dependía provocar un escándalo. Si hubiese protestado, me habrían hecho tomar al punto el camino de la ventana. Pero reflexioné y preferí escabullirme, aunque mi corazón rebosaba de cólera.
De nuevo me vi en la calle. Estaba conmovido y perplejo. Regresé derecho a casa. Y al día siguiente volví a lanzarme, más atemorizado aún, más tristemente, en mi irrisorio libertinaje. Tenía lágrimas en los ojos, pero continuaba. No crean ustedes, sin embargo, que retrocedí ante el oficial por temor. Jamás sentí miedo, aunque siempre lo tuviese a la acción. ¡No se rían aún! Hay una explicación para esto. Yo tengo explicaciones para todo.
¡Oh, si ese oficial hubiese sido de los que admiten batirse en duelo! ¡Pero no! Era precisamente uno de esos señores (¡ay!, este tipo ha desaparecido hace mucho tiempo) que prefieren servirse de los tacos de billar o bien quejarse a sus jefes, a la manera del teniente Pirogov que nos presenta Gogol. Estos oficiales no se batían, y sobre todo cuando tenían una disputa con nosotros, miserables paisanos, consideraban el duelo una inconveniencia, una moda francesa, algo propio de espíritus liberales. Pero esto no les impedía, especialmente cuando eran altos y fornidos, insultar pródigamente al prójimo.
No fue el temor lo que me hizo marcharme, sino la vanidad. No me dieron miedo ni la considerable estatura del oficial, ni los golpes que hubiera podido propinarme, ni la perspectiva de que me arrojasen por la ventana. No fue el valor físico lo que me faltó, sino el valor moral: resultó insuficiente. Temí que todos los presentes, empezando por el insolente encargado de la mesa y terminando por un empleadillo de cara llena de granos y de cuello grasiento, que se afanaba en tomo a los jugadores; temí que todos se rieran de mí cuando levantase la voz en son de protesta y les hablase en un lenguaje literario. Porque entre nosotros no se puede hablar del puntillo de honor, no del honor, sino precisamente del point d'honneur, sin utilizar un lenguaje literario. No, el puntillo de honor no admite el lenguaje corriente. Yo estaba completamente seguro (como ustedes ven, el romanticismo anula en mí el sentido de la realidad) de que reventarían de risa, de que el oficial no se contentaría con pegarme, sino que me haría dar la vuelta a la mesa de billar, propinándome puntapiés en los riñones. Y sólo después de esto, tal vez compadeciéndose de mí, me arrojaría por la ventana. Siendo yo el protagonista, aquella miserable aventura no podía acabar de otro modo.
Después de esto se sucedieron mis encuentros con el oficial en la calle. Lo observé atentamente. ¿Me reconocía también él a mí? No lo sé. Creo que no; lo creo por ciertos indicios. En cuanto a mí, lo examinaba con odio y rabia. Y esto duró… varios años. ¡Sí, señores! Con el tiempo, mi odio se hizo implacable, más profundo. Empecé a procurarme discretamente algunos informes sobre su persona. Esto me resultaba muy difícil, porque yo no conocía a nadie. Pero una vez, en la calle, cuando lo seguía desde hacía rato pegado a sus talones, alguien lo llamó por su nombre, y así me enteré de cómo se llamaba. Otra vez lo seguí hasta su casa y, mediante una propina, supe por el portero en qué piso y con quién vivía, y, en fin, todo lo que se puede saber por un portero.
Una buena mañana, aunque yo no tenía ninguna práctica literaria, me vino a las mientes la idea de describir al oficial en tono satírico, caricaturizarlo y presentarlo como héroe de una novelita. Me enfrasqué alegremente en este trabajo. Pinté a mi héroe con los colores más sombríos. Incluso lo calumnié. Modifiqué tan poco el nombre al principio, que sus amigos lo habrían reconocido inmediatamente. Luego, tras maduras reflexiones, lo cambié. Envié mi novela a los Anales de la Patria, pero en aquel tiempo no existía aún la moda del género satírico, y mi relato no se publicó, lo que me irritó sobremanera.
A veces, la ira me ahogaba; tanto, que al fin resolví retar a mi enemigo a un duelo. Le escribí una hermosa carta, en la que le suplicaba que me presentase sus excusas y le daba a entender claramente que, en caso de negarse, tendría que aceptar el duelo. La carta estaba tan bien escrita, que si el oficial hubiese tenido alguna sensibilidad para «lo bello y lo sublime», habría venido a todo correr en mi busca para echarme los brazos al cuello y ofrecerme su amistad. ¡Qué conmovedor habría sido todo esto! Habríamos vivido tan felices desde entonces!… Su magnífica presencia habría bastado para defenderme de mis enemigos, y yo, con mi inteligencia, con mis ideas, habría ejercido sobre él una influencia ennoblecedora. ¡Cuántas cosas habrían podido hacer! Figúrense ustedes que esto ocurría dos años después del incidente. Por lo tanto, mi desafío era ridículamente anacrónico, a pesar de la habilidad que yo había desplegado para explicar y disimular este anacronismo. Pero, gracias a Dios (todavía hoy doy gracias al cielo con lágrimas de gratitud en los ojos), no envié la carta. Me estremezco ante la sola idea de lo que habría ocurrido si la hubiese enviado.
Luego, de pronto, conseguí vengarme de la manera más sencilla y genial. Fue una idea luminosa. A veces, los días de fiesta, iba a pasear por la avenida Nevsky. Daba mi paseo a eso de las cuatro, por la acera en la que daba el sol. En verdad, no se trataba de un verdadero paseo, de un esparcimiento, pues durante él experimentaba tormentos indecibles, humillaciones e incluso ataques de hígado. Pero esto era precisamente, me parece a mí, lo que buscaba en aquel lugar. Semejante a un insecto, me deslizaba del modo más vil entre los transeúntes, cediendo continuamente la acera a los generales, a los oficiales de guardia, a los húsares, a las damas hermosas. Sentía verdaderos espasmos en el corazón y escalofríos a lo largo de la espina dorsal cuando pensaba en el lamentable estado de mi ropa en el aspecto bajo y vulgar que debía tener mi agitada e insignificante persona. Era un verdadero suplicio, una humillación continua, que me inspiraba el claro convencimiento de que yo era una simple mosca en medio de tanta elegancia, una repulsiva mosca, superior, desde luego, a toda aquella gente en inteligencia, en nobleza, pero constantemente ofendida, continuamente humillada y siempre obligada a ceder.
¿Por qué iba a la —avenida Nevsky? ¿Por qué me sometía voluntariamente a aquel suplicio? No lo sé. Pero me sentía atraído hacia allí, y me apresuraba a ir cada vez que me era posible.
Por lo tanto, ya experimentaba aquellos ataques de voluptuosidad de que hablé en el primer capítulo. Pero después de mi aventura con el oficial, estos ataques fueron más violentos. En la avenida Nevsky me lo encontraba con frecuencia, y era allí donde podía admirarlo mejor. También él paseaba por la avenida los días de fiesta. También él cedía el paso a los generales y a las altas personalidades, se deslizaba entre ellos como un insignificante pez; pero cuando se trataba de personas de mi ralea, e incluso un poco más limpias, las aplastaba materialmente: iba recto hacia ellas, como si no existiesen, y nunca les cedía el paso. Yo me ahogaba de rabia cuando le veía llegar, pero, aún lleno de furor, siempre me apartaba de mi camino. Sufría al no poder mantenerme en pie de igualdad con él ni siquiera en la calle. «¿Por qué he de ser siempre yo el que ceda el paso? —me preguntaba a veces, ciego de cólera, por las noches—. ¿Por qué he de ser yo? No hay reglas, no hay nada escrito sobre esta cuestión. Comprendo que la gentileza se comparta, como es propio de personas bien educadas: él cede el paso, tú lo cedes también, y los dos pasáis con un sentimiento de mutua estimación.» Pero el caso es que yo siempre me apartaba de mi camino y él ni siquiera se daba cuenta de mi urbanidad. Y he aquí que un día se me ocurrió esta idea maravillosa: «¡Si yo me atreviese a no cederle el paso cuando nos encontráramos…, no cedérselo adrede, ostensiblemente, aunque él me empujara…! ¿Qué pasaría?». Este pensamiento audaz se fue apoderando de mí paulatinamente, y llegó un momento en que ya no pude librarme de él. Aquel encuentro no se apartaba de mi mente, e iba con más frecuencia a la avenida Nevsky, a fin de imaginarme más claramente cómo obraría cuando me decidiera a obrar. Estaba radiante de alegría. Cuanto más pensaba en ello, más realizable me parecía mi idea. «No lo empujaré —la alegría me había hecho ya mejor—, pero no lo esquivaré. Tropezaremos sin hacemos daño; será un choque de hombros no más fuerte de lo indispensable para que él comprenda que hay que guardar las formas.» Al fin tomé la decisión. Pero los preparativos exigieron mucho tiempo. Ante todo, había que estar bien compuesto al realizar semejante acto. Por lo tanto, tenía que pensar en mi indumentaria. «Si hay escándalo (ya que el público de la avenida es a esa hora de lo más encopetado: el príncipe D…, la condesa, todos los escritores), conviene ir bien vestido. La ropa impone a la gente y en el acto lo coloca a uno, a los ojos de la buena sociedad, en el mismo plano que cualquier otro.» Por consiguiente, pedí un anticipo de mi sueldo y me compré en casa de Tchurkin un sombrero y un par de guantes negros. Los guantes negros me parecían de mejor tono, más correctos que los guantes de color limón en los que había pensado al principio, pero que después me parecieron demasiado vistosos: «Me acusarían de querer llamar la atención». Renuncié, pues, a los guantes amarillos. Ya tenía preparada desde hacía mucho tiempo una elegante camisa con botones de marfil. Pero el estado de mi abrigo exigió largas operaciones. Al fin y al cabo, no era demasiado feo, y me abrigaba lo necesario. Pero estaba enguatado y tenía un cuello de oso lavador, como las pellizas de los lacayos. Así, pues, costase lo que costase, había que cambiar el cuello y ponérselo de castor como los que llevan los oficiales. Recorrí las tiendas, y al fin, tras una búsqueda infructuosa, di con un castor alemán que no debía ser muy caro. Aunque el castor alemán no sea sólido y cobre pronto un aspecto de pobreza, cuando está nuevo produce bastante efecto, y había que tener en cuenta que yo lo necesitaba solamente para aquella ocasión. Pregunté el precio, y vi que no era tan módico como yo hubiera deseado. Entonces decidí vender mi cuello de oso lavador y pedirle la cantidad que me faltaba (para mí muy importante) a Antón Antonovitch Sietochkin, el jefe de mi negociado, hombre bondadoso, pero serio y práctico, al que me había recomendado calurosamente un personaje importante cuando empecé a trabajar como funcionario.
Yo sufría terriblemente: me parecía vergonzoso, rastrero, pedir dinero a Antón Antonovitch. No pegué los ojos durante dos o tres noches. Por regla general, en aquel tiempo dormía muy poco. Tenía fiebre; mi corazón, habitualmente oprimido, empezaba de pronto a saltar en mi pecho… Saltaba, saltaba…
Antón Antonovitch mostró al principio cierto asombro; luego hizo una mueca, reflexionó y, finalmente, me prestó el dinero que le había pedido, no sin antes hacerme firmar un recibo por el que le cedía el derecho a cobrar mi sueldo durante dos semanas.
Al fin todo estaba a punto. El bello pastor alemán había ocupado el puesto del ruin oso lavador, y yo iba plantando poco a poco los jalones de mi acto.
Sin duda, no debía obrar en el primer encuentro; había que esperar a que se presentara una circunstancia favorable. Entonces avanzaría lenta y pacientemente. Pero, tras algunos intentos fallidos, empecé, lo confieso, a dudar del éxito. No conseguía que nos encontráramos frente a frente. Sin embargo, yo me había preparado bien; había tornado todas las precauciones… «¡Ahí viene! ¡Esta vez todo saldrá bien! ¡Chocaremos! Pero ¿qué he hecho? Le he cedido el paso una vez más, y él ha pasado sin prestarme ninguna atención.» Yo incluso dirigía plegarias al cielo al acercarme a él, a fin de que Dios me infundiera la resolución necesaria. Cuando ya estaba completamente decidido a terminar, sólo había conseguido humillarme una vez más, pues en el último instante, cuando no estaba a más de cuatro o cinco centímetros de él, vacilé; y él pasó sobre mí con perfecta tranquilidad. También tuve la sensación de que me arrojaba a un lado corno una pelota.
De nuevo tuve fiebre aquella noche y deliré. Pero, de improviso, esta situación se resolvió de modo satisfactorio. Precisamente la tarde anterior había resuelto renunciar a mi nefasto designio y olvidarlo. En este estado de ánimo me dirigí por última vez a la avenida Nevsky. Quería presenciar, por decirlo así, el abandono de mi proyecto. De pronto, cuando estaba solamente a tres pasos de mi enemigo, me decidí. Cerré los ojos y… nuestros hombros chocaron. No cedí ni un centímetro y pasamos el uno junto al otro como iguales. Él ni siquiera volvió la cabeza: fingió no darse cuenta de nada. Pero esta actitud era una afectación, estoy seguro. Todavía tengo esta seguridad. El choque me dolió a mí más que a él; no me cabe duda, porque él era más fuerte. ¡Pero esto no importaba! Había alcanzado mi objetivo, había salvado mi dignidad; al no ceder ante él ni una pulgada, lo había obligado a tratarme públicamente en pie de igualdad. De vuelta en casa, me sentí completamente vengado de mis humillaciones. Estaba inundado de alegría, triunfante. Cantaba aires italianos.
Naturalmente, no describiré a ustedes lo que pasó tres días después. Si han leído la primera parte de esta obra, Memorias del subsuelo, pueden imaginárselo fácilmente. El oficial fue trasladado no sé adónde hace ya catorce años, y no he vuelto a verlo. ¿Qué hará ahora el buen hombre? ¿A quién estará aplastando?