¿QUIÉN MATÓ A FRANKIE JURADO?
Uno del gremio
¿Cuál es el secreto de su matrimonio?, le preguntó una vez un joven periodista a Marlene Dietrich, ciertamente extrañado por la duración del que ya hacía su cuarto o quinto sí quiero. Vivimos separados, contestó el témpano. ¿En casas diferentes, quiere decir?, se animó el plumífero, dos palabras seguidas de la diva sin un mínimo repunte de mala leche bien podían interpretarse como una invitación a la cháchara. Veo que no me ha entendido, repuso el ángel de hielo, un brillo acerado de malicia afilándole ya el tono. ¿Se refiere entonces a que su marido y usted viven en ciudades distintas? Ella lo miró, puede que en ese momento exhalase una mínima y cansada voluta de humo. Tal vez esa fuese la mejor respuesta. Pero decidió continuar, cosas de la promoción y los contratos. Así es, concedió el espejo de Venus. Vivimos en ciudades distintas, en países distintos y en continentes distintos: él en Nueva York y yo en París. La vida me ha enseñado —en este punto le faltó llamarlo hijo mío o algo por el estilo—, que la única manera de mantener vivo un matrimonio es estar lo más lejos posible el uno del otro y verse lo imprescindible.
Y ahora cierra la libreta, apaga la grabadora y ve a contárselo a tu novia, a ver qué te dice, pudo ser muy bien el punto final de la dura a aquella entrevista en el Crillón de París. Pero no consta que así fuese. Ese era, en todo caso, el colofón que le adjudicaba Benegas a una entrevista que tal vez nunca tuvo lugar más allá del imaginario de los cinéfilos, pero que describía con precisión quirúrgica el estado actual de su relación con Blanca, su ex y nueva esposa.
Porque, tal como le había dejado entrever en el christmas telefónico que le dejó grabado en el contestador, al día siguiente lo llamó. Quedaron en volver a verse tras las fiestas. Para hablar, para calibrar silencios. Para poner en un plato de la balanza los reproches y rutinas, y los te echo de menos y melancolías en el otro, y comprobar así, sin concesiones, de qué lado se inclinaba definitivamente el fiel del futuro.
Pero no se inclinó hacia ninguno de ellos, y ahí andaban desde hace tres meses, en el inestable equilibrio de los amores incipientes, a pesar de que estaban a punto de celebrar sus bodas de plata. Blanca también seguía queriéndolo. Se lo dijo apretándole las manos con ternura y tragándose un sollozo de emoción, realzadas todas sus facciones por esa belleza telúrica que les perfila el rostro a las mujeres cuando quieren parecer más fuertes de lo que en realidad se sienten.
Pero también le dejó muy claro que la aterraba volver a fracasar de nuevo en tan corto espacio de tiempo, esta vez de forma irreversible. Desde su desconcierto inicial, Benegas interpretó la finta como lo que era, una prueba de ese amor que le acababa de reconocer, pero no supo qué responderle. Las cosas que escapaban a una cierta lógica, más o menos racional, siempre terminaban superándolo. Él era policía, no un romántico. Al menos, eso es lo que creía el inspector.
Además, le dijo su mujer, la distancia y la soledad le habían permitido reflexionar y ver las cosas desde un ángulo distinto, y desde ese nuevo punto de vista había llegado a la conclusión de que para ella —para los dos en realidad, se corrigió mirándolo a los ojos—, volver a la misma situación en la que se encontraban cuando decidieron darse un tiempo, era un paso atrás. Atrás y en falso. No quería perder lo poco que había ganado en estos casi once meses de separación: esa pacífica, redescubierta y asumida soledad, «un hueco pequeñito en el mundo en el que ser yo misma; única y exclusivamente yo misma», lo denominó Blanca; su nuevo trabajo; un punto de seguridad e independencia ante la vida ya casi olvidado... En definitiva, que lo que ella realmente deseaba a partir de ese momento era ganar de nuevo junto a él lo mucho que habían ido perdiendo en los últimos once años de matrimonio. «Ganar de nuevo», dijo, que no recuperar; un punto indómito tintineándole en las pupilas.
Y ese debió ser el momento en el que una cansada y mínima voluta de humo se instaló entre ellos y, a propuesta de Blanca, a él no le quedó otra que aceptar la opción Dietrich. En plan clase media, claro, que París queda muy lejos para un modesto inspector de homicidios y una oficinista a tiempo parcial. Volverían a estar juntos, los dos lo deseaban de corazón, pero cada uno en su casa. Él en la que en su tiempo fue común, y ella en el apartamento que alquiló cuando decidió marcharse, junto a la iglesia de san Lorenzo, en el casco viejo, no muy lejos una de otra pero con la suficiente distancia de seguridad de por medio, Marlene dixit.
En lugar de con un beso o con falsos asentimientos, sellaron el acuerdo con un apretón de manos y una sonrisa cómplice que estalló casi en carcajada, como los viejos amigos que volvían a ser. Así era como, durante sus primeros años de noviazgo, dilucidaban aquellos asuntos en los que uno tenía que ceder por el bien de los dos. Trato hecho, compañera.
Y si bien los primeros días Benegas no daba crédito a su nueva situación —todavía no se acostumbraba a subir a casa de Blanca a deshoras, o a abandonar su cama precipitadamente tras hacer el amor con ella—, al cabo de un tiempo se reconoció que no le desagradaba del todo aquel pacto tácito que los había devuelto a un tiempo en el que el sexo llegaba sin hacerse de rogar y el futuro en común era solamente eso, seis letras sin contenido aparente que no hacía falta firmar con mil avales de garantía, y no un pesado lastre con la poética del desamor tatuada en el antebrazo. Un pacto tácito que lo había instalado, en definitiva, en la absoluta inseguridad de no saberla suya. Y eso le estaba haciendo mucho bien. A los dos, se corrigió, mirándole a los ojos a la verdad.
* * *
Tres meses habían transcurrido desde entonces hasta aquí, un desapacible miércoles de mediados de marzo que no presagiaba, desde luego, la llegada de la inminente primavera. Antes al contrario, parecía el típico, gris y perfecto día de otoño. Para que todo fuese perfecto y gris, hasta las campanas de san Lorenzo doblaban a muerto cuando Benegas se refugió en el pórtico de la iglesia, intentando protegerse de las últimas lluvias de la temporada y de un vientecillo insidioso y juguetón. A punto estuvo una ráfaga traicionera de levantarle los faldones de la americana y dejarlo desarmado de excusas ante las dos señoras que salían de rezarle al Cristo de las Ánimas, caso de que éstas hubieran visto la pistola que el inspector casi nunca llevaba, pero que esta mañana había echado por si las moscas. «Hoy hace día de brasero y cola-cao», se alentó Benegas frotándose las manos con energía para disimular el apuro, adelantando en su mente el final de la jornada.
Había pasado la noche en casa de Blanca. Luego, tras desayunar juntos, fue a la suya para ducharse, afeitarse, darle un paseo a Navidad y recoger la artillería. Tenía pensado cumplir el encargo que ayer a última hora le hizo el comisario Espadas. Al parecer, el hijo de su empleada de hogar —Espadas empleó la perífrasis «la señora que viene a limpiar a casa», con ese embarazo que les produce hablar de la servidumbre doméstica a quienes no están acostumbrados a tenerla desde la infancia— llevaba un par de días sin dar señales de vida.
—Los fines de semana son cada vez más largos, jefe. Y hoy es martes. Todavía está a tiempo el chaval. Dígale a su mucama que ya aparecerá cuando se le pase el cuelgue —quiso escabullirse el inspector, sin dejar pasar la puyita social.
—No, ¡qué va, qué va! Este no es de esos. Por lo que me ha contado la madre, parece un tipo raro. Incluso ella misma lo reconoce con todo el dolor de su corazón, así que ya te podrás imaginar al pollo pera. Apenas sale. Por lo visto se dedica a escribir; es poeta o periodista, o algo así —puntualizó el comisario con esa precisión de relojero suizo que caracterizaba cada una de sus intervenciones—. La mujer está desesperada y me ha pedido que a ver si podemos hacer algo. He pensado que ahora que la cosa está más tranquila, vayas mañana por la mañana a su casa. Hablas con ella, le dices que estas cosas pasan en las mejores familias, que nosotros ya estamos en el asunto, y que se calme. Sobre todo que se calme; ¡no me veas qué dos días llevo, de los nervios estoy! En fin, tú sabrás lo que tienes que hacer. A ti se te dan bien estas cosas.
Así que allí estaba él, camino de uno de esos barrios de la periferia que no pueden denominarse propiamente marginales, pero en los que los más avisados de sus habitantes saben distinguir a distancia a la policía. Por la cuenta que les trae. Y si además, cerca de la dirección que Espadas le había dado, se encontraba el último domicilio conocido de un par de tipos a los que Benegas mejor haría no dándoles la espalda —uno aún estaba enchiquerado tras haberlo detenido él mismo, pero del otro no tenía noticias desde hacía un par de meses —, ese rítmico y molesto golpeteo del arma en las costillas era una incomodidad que había que asumir y aceptar, por mucho que le incordiase la culata en la sobaquera debido a la falta de costumbre.
Ya en las estribaciones de los suburbios, en ese punto impreciso donde antes las ciudades se convertían en campo y ahora en polígonos industriales, Benegas bordeó el esqueleto siniestro del antiguo matadero municipal, con sus cimientos y cubiertas tan devastadas como la propia actividad que esas paredes acogieron hasta haría unos quince años aproximadamente; otra industria más decapitada, desmembrada, destruida, para dejar paso al pujante sector servicios en Córdoba. Al paso que iban las cosas, pronto construirían un gran hotel en el inmenso solar. O un bar de tres plantas. O un puticlub. ¡Tanto da!, que diría Maqueijan. Cada vez que pasaba por aquí, los garfios de los que antaño los operarios colgaban la carne de las reses recién muertas para su posterior despiece, visibles desde la calle a través de ciertas oquedades en las paredes, le causaban la misma y honda impresión. Parecían las garras de una invisible bestia antediluviana al acecho de cualquier transeúnte despistado. Al lado de ese edificio, también a punto de ceder, las ruinas calcinadas del antiguo cuartel de Artillería, ahora tomado en cada una de sus antiguas dependencias por una legión de inmigrantes sin papeles e indigentes sin retorno posible a la sociedad del bienestar. «Un día tendremos una desgracia aquí», se dijo Benegas al comprobar la red de conexiones imposibles y tomas fraudulentas del circuito eléctrico, a veces del cajetín oxidado de la farola más cercana, con la que los desahuciados se suministraban luz y calor durante el invierno.
Aurora Domenech, 2º-A, pulsó Benegas el botón del portero automático, tras una caminata de no menos de veinte minutos, la lluvia sin decidirse a romper del todo pero sin dejar de fastidiar durante buena parte del trayecto. Con el cuerpo cortado por la humedad, el inspector se arrebujó contra el portal mientras esperaba a que le abrieran. Desde donde estaba, pudo ver que en la populosa calle —el World Trade Center de la zona—, se alineaban sin molestarse una frutería de altas pretensiones y medio pelo llamada, como no podía ser de otro modo, «La boutique de la fruta»; una peluquería, por pomposo nombre «Glamour», de amplias cristaleras al exterior, a través de las cuales se intuían dos señoras del barrio que desmentían sin paliativos el centelleante rótulo, embutidas en sus batas de felpa y trinchadas de rulos bajo un secador de los años setenta; y un bar rancio de mugre y serrín en el que a esas dos buenas mujeres no se les ocurriría jamás poner los pies —probablemente lo tuviesen prohibido de palabra y obra—, desde cuyo interior Benegas podía escuchar con nitidez los golpetazos mecánicos de las fichas de dominó sobre las mesas de zinc, interesante partida cotidiana que absorbía la pasión y las horas de seis o siete hombres no tan mayores como para que pudiera aplicárseles sin problemas el calificativo de «jubilados». «El sitio ideal para un crimen de altos vuelos», se dijo con sorna el inspector, dejándose llevar por la mala racha que últimamente llevaban: una sirla que acabó peor de lo normal al plantar cara la víctima, y un par de ajustes de cuentas entre algunos yonquis y sus camellos del Polígono Sur-Guadalquivir. Eso sí que era glamour, aún le parecía estar viendo el cadáver derruido de uno de ellos, tieso como un pajarito cuando llegaron, los ojos hundidos pero muy abiertos y la baba seca encostrada en la comisura de los labios, con tan poca carne bajo esa piel de cartón que parecía mentira que el matarife le hubiese calado a la primera tres navajazos certeros sin pinchar mil veces en hueso y recibir un par de avisos por la tardanza en rematar la faena.
El cambio de tercio no se produjo esta vez a toque de clarín. Fue el ronroneo monocorde del timbre que le franqueaba la entrada al bloque lo que lo devolvió a la realidad. La mujer debía llevar un buen rato esperándolo porque ni siquiera preguntó quién era. Salió a su encuentro en el rellano de la escalera y, viendo cómo venía, lo hizo pasar directamente a la cocina, donde le preparó una taza de café que Benegas no pudo rechazar. Ni alta ni baja, Aurora Domenech debía tener cincuenta y pocos años, pero aparentaba diez más, y no sólo por las arrugas. Enjuta y nerviosa, tenía la piel muy blanca, casi pálida, el cabello corto y también claro, levemente teñido, pues se observaba el canalón de las raíces un punto más oscuro, y unas manos curtidas y sarmentosas que no dejaban de darle vueltas y más vueltas al vasito de café que también ella se había servido. Vestía un jersey burdeos oscuro de hilo, que hacía un contraste espectral con su rostro demacrado por la angustia, y llevaba las uñas pintadas de un color rosa chillón que él nunca había visto en el neceser de Blanca.
Y allí en la cocina, parapetada tras la mesa de formica a la que ambos se sentaron, mientras Benegas recuperaba su temperatura corporal y el riego sanguíneo en los dedos de los pies, Aurora le fue contando que no había vuelto a ver a su hijo, Francisco José, desde la noche del sábado, algo absolutamente anormal, pues el chico apenas salía de casa, tal como Espadas ya le había adelantado. Benegas intentó tranquilizarla diciéndole que no siempre los padres conocen todo lo bien que ellos creen a sus hijos, y que tal vez Francisco José estuviese por ahí con algún amigo, o amiga —remarcó cachazudo el sexo de la última letra— que a ella se le hubiese escapado. Pero no, no era eso. Pasó un buen rato y Aurora seguía negando con la cabeza. Por un momento, Benegas creyó que se le había soltado un resorte del cuello o el muelle de la nuca.
—A mi Francisco José le ha pasado algo, señor inspector. Eso una madre lo sabe. Cuando una persona ha dado los primeros pasos en esta vida cogida de tu mano, sabes sin que nadie te lo tenga que decir cuándo esa persona ha dejado de darlos. Es como si te lo dijera el corazón. Ya sé que le resultará difícil entender esto que digo. Usted es un hombre y eso es algo que sólo se entiende cuando le has dado la vida a alguien. Por eso yo lo sé, señor inspector. Por eso estoy segura de que a mi Francisco José le ha pasado algo. Él no me haría una cosa así —susurró Aurora cuando recuperó el habla, la congoja a punto de romper en lágrima.
Porque ella conocía perfectamente a «su» Francisco José, sólo se habían tenido el uno al otro en esta vida, y en esa casa no había habido más secreto que cómo llegar a fin de mes con cierta dignidad. Mientras sorbía su café como si lo pellizcara con los labios, le contó que se quedó viuda muy joven, tras matarse su marido en un accidente de tráfico. Se vio entonces con un niño de ocho meses y una indemnización a la baja que no dio para más de dos años, sin otra opción que sacarlo adelante con los escasos recursos que la vida le había dado; esto es, sus dos manos, su coraje para no hundirse y una facilidad innata para levantarse todos los días a las cinco de la mañana. Hizo de padre y de madre para su único hijo, y tal vez esa orfandad congénita había hecho de Francisco José un chico retraído, solitario, muy dependiente de ella, le costó confesar a Aurora lo que Espadas ya le había descrito como una relación madre-hijo un tanto posesiva.
—¿Y quién cree usted que puede querer que le pase algo a su hijo, señora? —muy técnico Benegas.
—Pues..., no lo sé —la pregunta, realmente, sorprendió a Aurora. Tal vez hasta ese momento ni siquiera hubiese calibrado esa posibilidad. Una cosa es que te pase «algo», y otra muy distinta que «alguien» facilite las cosas para que eso suceda.
—¿Algún amigo que no lo era tanto, tal vez? ¿Sabe usted si discutió o tuvo algún roce últimamente con alguien? —comenzó por lo más evidente Benegas.
Con gesto aún extrañado, la mujer hizo un rápido repaso mental a la agenda de contactos de su hijo y encontró la mayoría de las páginas en blanco.
—No sabría decirle, la verdad. Amigos no tiene muchos —concedió Aurora, por no reconocer que no tenía más bien ninguno—. ¿Sabe lo que me contesta cuando le digo que salga a dar una vuelta por ahí? Que a su mejor amigo tampoco le gusta salir. Se refiere a su ordenador, claro. Y no me extraña, porque pasa más tiempo con ese trasto que con nadie, ahí metido en su cuarto.
—Mi jefe me dijo que escribe, o que es periodista, ¿me equivoco? —se interesó Benegas.
—Bueno, periodista no es. De vez en cuando trabaja en TeleMezquita, el canal local, ¿lo conoce usted? —Benegas asintió—. Les hace unos gráficos muy bonitos y les redacta los guiones de los programas de libros y esas cosas..., en fin, de lo suyo. Pero está sin contrato, ya sabe usted cómo está la cosa... Lo llaman un par de veces al mes, si acaso, pero es un dinero que nos viene muy bien. Mi Francisco José me ayuda en todo lo que puede, ¿sabe? Pero él, en realidad, lo que quiere ser es escritor. Se pasa las horas muertas escribiendo. Ha ganado muchos premios, y con eso también vamos tirando... —Aurora dejó ahí la frase, y Benegas no supo decirse si los puntos suspensivos traslucían un cierto orgullo por la vena artística con que su hijo ganaba una parte del jornal familiar, o una insuperable vergüenza por la peregrina vocación del vástago.
—Sí, eso me ha dicho también. Ya mismo lo tenemos ganando el Planeta. —La mujer sonrió con desgana, sin atreverse a reprocharle la burla, que en verdad no lo era. Ese era el premio que más le sonaba a Benegas y no se le ocurrió mejor forma de halagarla—. Perdone que insista, pero ¿le comentó su hijo si había tenido algún problema en la televisión?, ¿recuerda usted haberle visto algún comportamiento extraño en los últimos días? —preguntó.
—Yo no le vi nada raro. Y que yo sepa no tenía problemas con nadie. ¡Si apenas va por las oficinas de la emisora, qué problemas va a tener! La mayor parte del trabajo lo hace aquí en la casa y lo manda por el internet ese del demonio que él mismo se instaló en cuanto lo descubrieron los americanos. Debió de ser el primero que lo tuvo en España. No sabe una cómo pueden hacerse ahora las cosas así: tú trabajas, yo te pago, tú me vendes..., ¡sin verse las caras! —contestó Aurora, levantándose de repente y llevando el vaso y la taza al fregadero.
Momento que Benegas aprovechó para hacer lo mismo y así ir dando por finiquitada la visita. Objetivamente, no había motivos para preocuparse. En un par de días, todo olvidado, el escritor en ciernes aparecería como nuevo y con una sonrisa de oreja a oreja. Como Espadas aventuraba con énfasis, lo más seguro es que el chaval quisiera darse aire por un tiempo de las faldas de la madre, probablemente con alguna tórtola cazada en la red. Por eso, como el buen mandado que era, volvió a insistirle a Aurora que debía tener calma y tranquilidad, antes de soltarle la retahíla común que la práctica policial recomienda para estos casos: que no es tan extraño que los chicos de hoy hagan esas locuras, ya los conoce usted; que si son unos desagradecidos que creen merecerlo todo; que si esto, que si lo otro, o lo de más allá. Si Benegas sigue hablando dos segundos más, el cuello de la mujer se fractura de verdad.
Le dio la impresión de que no. Era evidente que la señora Domenech esperaba algo más de la visita, y él también notaba un cierto desasosiego en el estómago, esa ilógica e íntima punzada de intranquilidad a la cual le traen al pairo cualquier tipo de evidencias u objetividades. Benegas chasqueó la lengua y suspiró. Ya puestos, se dijo, no está de más rellenar el expediente sin faltas de ortografía, así que, para que a Aurora no le cupiera duda de su interés, le pidió que le mostrase el cuarto del chico. Tampoco tenía mucho que hacer. La mañana estaba perdida. En fin...; que nunca se sabía.
Si cada habitación describe a su inquilino, los dos primeros detalles en que reparó Benegas nada más entrar cuadraban a la perfección con lo que la señora Domenech le acababa de contar de su hijo: por un lado, un póster encima de la cama mostraba, dividido en cuatro cuadrados, varias jugadas en progresión descendente del juego del solitario, con baraja francesa y española; y por otro, una figurita de plomo de un caballero medieval —Benegas lo identificó como un templario, también solitario y errabundo entre tanta tecnología—, coronaba a modo de tótem la desnuda torre del ordenador, situado en el lateral izquierdo del cuarto. Esas dos eran las únicas concesiones al ornato en toda la estancia, el resto era abrumadoramente funcional. Y chocante. Porque la habitación parecía partida en dos mitades, delimitadas por un estrecho pasillo a un lado del cual quedaba el siglo XIX y al otro el XXI.
Así, en la parte derecha, a los pies de la cama, respiraba por sus costuras un armario que tal vez hubiese pertenecido al ajuar de la madre, y que al abrirlo mostró sus tablas combadas por el peso de cientos de libros y revistas. Entre la modesta cama de hierro y ese armario quedaba encorsetada una silla igual a las que Benegas había visto en el salón, y que Francisco José debía usar para colocar parte de su ropa y calzarse los dos pares de zapatos que parecían dormitar, agazapados, bajo sus patas. Finalmente, casi obstruyendo la puerta, una máquina de coser protohistórica daba fe de otra de las antiguas ocupaciones con que Aurora habría tenido que entretener la necesidad a lo largo de su vida.
Ese vetusto y desparejo mobiliario se encontraba atravesado por un maremágnum de cables y megabytes que, partiendo de las tripas del ordenador, buscaban enchufes en los más recónditos rincones del cuarto para darle vida a los distintos aparatos informáticos con los que trabajaba Francisco José, todos ellos rigurosamente alineados junto a su máquina nutricia, bruñidos y brillantes, de cromados y galácticos colores, de forma que, si la parte derecha de la habitación parecía salida de un relato de Galdós, el testero izquierdo le pareció a Benegas —absoluta nulidad para el software y sus secretos —una réplica de la máquina de Matrix.
Por lo demás, observó el inspector, toda la habitación se encontraba recorrida por una estantería en la que libros y todo tipo de publicaciones competían por cada centímetro cuadrado de espacio. Por el apellido que vio impreso en el lomo de alguno de ellos, Benegas supuso que el autor no podía ser otro que el desaparecido porque, evidentemente...
—Frankie es Francisco José, ¿verdad, señora? —se dirigió a ella Benegas con uno de esos libros en la mano.
—Sí, esos son los premios que ha ido ganando. Algunos, no todos —apuntó Aurora sin poder evitar, esta vez sí, un tono de orgullo en su voz—. A veces se los publican, pero el muy tonto se cambia el nombre. Dice que Frankie suena mejor para un escritor de novelas, sobre todo policíacas o de intriga. Tiene varios más, ahí puede verlos usted mismo —le señaló con la mirada algún lugar inconcreto de la repisa—: Tomás Morrison, Lester W. Harris..., ¡yo qué sé cuántos! Y a veces utiliza nombres de mujer, que es lo que menos me gusta. Dice que así tiene más oportunidades de ganar y de que se los publiquen. Él sabrá, yo no quiero meterme en sus cosas, pero a mí eso no me parece bien del todo. No sé por qué tiene que llamarse Frankie Jurado o ponerse nombres de cabaretera, con lo bonito que es Francisco José, ¿no, verdad? —se dio la razón a sí misma.
Benegas hizo un gesto que lo mismo podía significar «ya lo creo», que «y a mí qué me cuenta, señora», mientras hojeaba el volumen. Por lo demás, a él no le desagradaba el anglicismo.
—O sea, que es del gremio. Eso no me lo había dicho mi jefe— se sonrió el inspector. Como Aurora pareció no entender de qué le estaban hablando, se explicó—: ¿No dicen que todo escritor de novela policiaca lleva un investigador dentro?
—Ah, pues entonces mi hijo les ha resuelto bastantes casos en los dos últimos años —intentó bromear, pero le falló el tono. Y el ánimo—. De un tiempo a esta parte es lo único que me lee. Según dice, soy su mejor conejillo de Indias —a Aurora se le quebró la voz en este punto—. Me lee lo que va escribiendo para ver mis reacciones, ¿sabe?, o para comprobar que todo encaja como a él le gusta. En fin... —suspiró la madre, a punto de emocionarse.
—¿Y éste de qué va? —terció Benegas para que la mujer se viniera arriba, preguntándole por el libro que aún tenía en su poder—. ¿También es de buenos y malos?
—Supongo que sí. Si lo ha cogido del final de la repisa debe de ser uno de los últimos premios que ha ganado, así que será de buenos y malos como usted dice. Los va guardando por orden..., por orden..., ¡conforme los va ganando, quiero decir! —se atascó Aurora, para quien la palabra «cronológico» carecía de sentido desde la desaparición de Francisco José, totalmente alterado el discurrir espacio-temporal de su vida—. Mi hijo es muy ordenado para sus cosas —apostilló—. Ya ve usted cómo tiene toda la habitación. ¡Y no quiera saber cómo se pone si se me ocurre mover algo de su sitio!
—Pues entonces me lo llevo, ¡a ver a quién detenemos hoy! —bromeó Benegas, enfilando la salida.
—Por mí, con que encuentren ustedes a mi hijo cumplirían de sobra —no fue un desaire la contestación, simplemente hay veces...
Así lo interpretó Benegas. Por ello, mientras atravesaban el pasillo, y por mucho que él ya empezase a estarlo, volvió a insistirle:
—Ya le digo que no tiene de qué preocuparse, señora. Con todo, y para que usted se quede más tranquila, si en un par de días Frank..., quiero decir, su hijo no ha aparecido, vendremos a ver qué encontramos en ese ordenador y empezaremos a hacer alguna que otra pregunta por ahí, ¿de acuerdo?
Aurora asintió resignada. Qué otra cosa podía hacer. Era de esas personas acostumbradas a no decir la última palabra, de esas mujeres que saben que no todo está en su mano. Le abrió la puerta y le dio las gracias casi musitando.
—¿Esta foto es reciente? —preguntó Benegas señalando la solapa del libro. Aurora afirmó con la cabeza—. Pues entonces me vale. Así reconoceré a su hijo cuando vaya a que me lo firme —se despidió ya en el rellano, intentando un último aliento, hecho todo un intelectual, el tío.
* * *
Cuando salió a la calle había dejado de llover y un sol pusilánime pugnaba por enseñorearse del último rincón del barrio. El bullicio comercial lo agredió hasta límites insospechados. Se sentía mal, ¡menudo psicólogo estaba hecho!, no había logrado convencer a la madre ni, lo que es peor, engañarse a sí mismo. Algo extraño flotaba en la desaparición del joven, no hacía falta recurrir al tan manido instinto policial para atar cabos; ¿a cuento de qué un tipo sin amigos, sin trabajo fijo ni vida social, apocado, y cuyo mundo cabe en su habitación, va a cambiar su comportamiento en cuarenta y ocho horas sin dejar ni una sola pista? ¿Un suicidio, tal vez?, se interpeló Benegas. Posible, no diría que no, pero bastante improbable: las personas que viven casi al margen de todo, de refilón con los demás, no suelen esconderse cuando deciden quitarse de en medio. Para ellos, la muerte es una prolongación natural de su forma de estar en la vida. Es un comportamiento psicológico de manual de academia, típico, de los que te enseñan el primer día. Benegas enarcó las cejas un par de veces y exhaló con fuerza por la nariz, queriendo expulsar parte de su incomodidad. Ojalá Espadas tuviera razón, deseó, y el chico estuviera ahora mismo derrengado y sonriente sobre una cama y un cuerpo desechos sólo para él. Esa sería la única respuesta lógica a la pregunta que el inspector acababa de formularse: una noche loca, de esas con dos amaneceres.
Pero Benegas sabía que no, que la vida nunca es tan bonita, tan simple, tan conmovedora. Conforme caminaba, el desasosiego incipiente que había sentido en el dormitorio de Frankie —como decidió, sin saber muy bien porqué, llamar a partir de ahora al chaval—, tornó en honda preocupación. Tanta que sobre aquel maremágnum de ruidos y frenética actividad, Benegas sólo podía escuchar el hondo y manso silencio de Aurora; ese silencio resignado de madre que barrunta tragedias. Y junto a ese vacío, solapándolo, un maldito murmullo de voces aleteándole en el estómago, susurrándole malaventuras, runrún monocorde y visceral con el que identificamos que algo no va bien. O que puede ir peor, mucho peor.
Ojos que no ven...*
Dicen los matarifes que, a veces, algunos animales, mientras el resto de la manada corre en tropel por los angostos pasillos del matadero, azuzados por las voces y las varas de quienes serán sus inmediatos verdugos, y oliendo ya la sangre de las reses anteriormente sacrificadas, alzan la vista un instante y se quedan mirándolos muy fijamente. Dicen también que es una mirada aterradora, inolvidable, profunda y humanizada, una ráfaga de lucidez que intuye y antecede todo lo que después va a ocurrirles. Es una mirada de miedo, pero también de aceptación, una mirada donde ya no cabe la sorpresa.
Así que, llegado su momento, Sebastián Buenaventura tampoco se sorprendió demasiado. Era algo que se veía venir desde hacía un par de meses. Cada vez que pensaba en su situación y en cómo se habían ido desarrollando los acontecimientos, la imagen que terminaba por imponerse en su cerebro era siempre la misma: la de un animal llevado en volandas camino del degolladero.
A él le estaba pasando algo parecido a esa historia que le contaba su padre, pero al revés. En primer lugar porque, hasta esa misma mañana, él había sido uno de los matarifes que azuzaban las varas y gritaban, el ejecutor de la cuadrilla, el más certero y leal hasta que se creyó también el más listo, hasta que se creyó intocable. Por otra parte, su angosto, sangriento y resbaladizo pasillo fue una llamada a su móvil media hora antes de lo habitual, de hecho aún no había salido de casa; y el modesto matadero donde se había consumado su sacrificio no fue otro que la luminosa sala del Consejo de Administración donde tantos años había trabajado acatando órdenes y ejecutando voluntades. Sí, el mundo se le había vuelto del revés. Sobre todo porque aquí los matarifes no miraban directamente a los ojos del animal a punto de morir, sino todo lo contrario, le evitaban la mirada, lo veían sin verlo aunque estuviesen sentados junto a él varias horas seguidas, con ojos que no ven, con ojos que no quieren ver y corazones que nunca han sentido, como si fuera un ser transparente, desleído, un objeto que ya no cuenta para nada en sus vidas.
El procedimiento fue el de siempre. El mismo que él había empleado tantas veces con aquellos desgraciados a los que les había llegado su hora. No supo decirse por qué, pero íntimamente esperaba que al menos con él hubieran tenido un detalle. No fue así. La secretaria de don Álvaro le dijo que pasara por su despacho para recoger sus cosas, simplemente. Y luego le colgó. Al llegar, encontró sus cajones cerrados, con los registros de seguridad ya cambiados, tal como esperaba. No hay sorpresa en el ritual de la muerte. Siguiendo esa liturgia no escrita, el resto de consejeros y vicepresidentes se retrasaron ese día, y no harían acto de presencia hasta que él se hubiera marchado, una vez el olor de la sangre se hubiese difuminado un tanto. Aprovechó la tesitura y, a través de la puerta que comunicaba ambos despachos, entró en el de don Álvaro, el presidente. Extrajo el sobre del bolsillo interior de su chaqueta y lo colocó debajo del pequeño crucifijo de plata que refulgía sobre la mesa. Lo tenía preparado desde hacía dos meses, y fue lo primero que cogió esta mañana tras quedarse colgado del pitido de su teléfono móvil. Conocía demasiado bien los implacables métodos de don Álvaro para con los defenestrados, especialmente si se trataba de personas que habían gozado de su absoluta confianza. Y en una ciudad como Córdoba, perder ese aval era perderlo todo, menos la vida. Aunque para cómo vas a vivirla, mejor te haces a la cuenta de que estás muerto. Él sólo intentaba cubrirse las espaldas. Había cometido un fallo y los fallos se pagan, pero no había sido el único en errar el tiro, o en equivocar la diana para ser más exactos. Don Álvaro entendería, el sobre era voluminoso, de varios años de lealtad a toda prueba. De pruebas de esa impagable lealtad.
Como sutil colofón de su rito sacrificial, Sebastián Buenaventura besó solemnemente el crucifijo de plata, se santiguó con despaciosidad y salió del despacho. Ya no era nadie, se dijo al cerrar la puerta y regresar de nuevo al suyo, absolutamente nadie: un abogado que debe empezar de cero a los cincuenta y tantos años, en todo caso. Y en una ciudad que no le va a dar ni la espalda.
Habrá que darle la razón al tango cuando pregona que veinte años no son nada, porque lo cierto es que caben con holgura en una caja pequeña. Le sorprendió comprobar que, después de varios lustros trabajando en el mismo sitio, la huella indeleble de su presencia entre esas cuatro paredes no fuera más allá de un par de fotos familiares, algunas placas de reconocimiento a su gestión profesional y la inevitable pluma estilográfica que don Álvaro Quintero regalaba a todos los miembros del Consejo el día que alcanzaban tal honor.
Mientras conducía de vuelta a casa, no podía dejar de pensar en animales muertos. Como aquellos que contemplaba sobrecogido en su niñez, cuando su padre le permitía acompañarlo al antiguo matadero, ahora semiderruido, los días de sacrificio. Lo que más le impresionaba era la mirada de algunos animales justo antes de morir, una mirada aterradora, inolvidable, demasiado humana, parecía que una ráfaga mortífera de lucidez les anticipara lo que a continuación les iba a ocurrir. Una mirada de miedo, recuerda Sebastián Buenaventura cuarenta años después, pero también de aceptación, una mirada donde ya no cabía la sorpresa.
Una mirada parecida a la suya en estos momentos. Aunque en este caso sí hay lugar para una sorpresa final. La ha traído él en el bolsillo interior de su chaqueta, envuelta en un sobre lacrado. Y se la ha dejado a don Álvaro en su mesa, a los pies de un Gólgota barroco de plata que refulge cada vez que el jefe de los matarifes sonríe, mientras firma una sentencia de muerte.
Limpio de polvo y paja
Transcurrido el par de días sin novedad, esta vez no hizo falta que Espadas le comentara nada sobre su maltrecho sistema nervioso. Porque una de dos, o el chaval era la más devastadora máquina del sexo que habían conocido los tiempos (y la pobre tórtola sería a estas alturas la mujer más feliz del mundo, aunque tuviese reventada hasta la última de sus vísceras), o al pobre diablo le habían dado pasaporte sólo con billete de ida. Y como de lo primero andamos todos más o menos igual de cortitos, por mucho aliño literario con que después lo queramos adornar, Benegas supo de inmediato que le acababa de estallar un nuevo caso entre las manos.
Llamó a Vázquez y a Marita, les detalló lo muy poco que realmente tenía y los echó a pelear con la burocracia: búsqueda de antecedentes, llamadas y comprobaciones que les fueran surgiendo, registros y seguimientos varios en los ficheros del ordenador y todo aquello que ambos considerasen oportuno mientras él estuviese fuera, que, teniendo en cuenta a quien tenía que ver, podría ser un rato largo, de eso estaba seguro.
Porque al menos él sí contaba con un punto de partida desde el que comenzar la investigación. Lo supo nada más confirmarle Aurora Domenech que su hijo trabajaba en TeleMezquita. Trabajaba, colaboraba, iba por allí o algo parecido, brumosa versión cordobesa del Estatuto de los Trabajadores. Llegado el caso, pensó al instante Benegas, eso facilitaría enormemente las cosas. Por ello, lo primero que hizo nada más llegar a su despacho esa mañana fue telefonearle. Habían quedado en verse en media hora.
Cuando llegó, Juan Rodrigo Jiménez ya se había pedido el segundo café. Si alguien conoce los defectos y miserias de otra persona, por muy solitaria y taciturna que ésta sea, es un compañero de trabajo. Aunque tal vez fuese injusto definir a Juan Rodrigo Jiménez sólo como un simple compañero de la emisora, porque Jiménez era, en puridad, la emisora en sí misma considerada, aunque a cambio de tal identificación no le correspondiese ningún derecho de propiedad sobre la cadena, sino una muy modesta soldada; ya sabe usted cómo funcionan las cosas por aquí, que hubiera dicho Aurora, artículo 1 de la mencionada legislación laboral con vigor en toda Andalucía.
Que en román paladino y callejero significaba que el ya cincuentón Jiménez era el locutor estrella, el presentador estrella y el reportero estrella de una modesta emisora cuya nómina de periodistas se completaba con colaboradores de quita y pon y con jóvenes becarios casi analfabetos, contratados bajo mínimos para realizar las más variopintas funciones, desde animar un concurso musical a dar el parte meteorológico de la mañana. En definitiva, nada nuevo bajo el sol de las miles de televisiones locales que pululan por esta piel de toro achicharrada por la precariedad, que podría ser el bonito broche a la referida información del tiempo. Y fue precisamente en calidad de plumilla superstar con jornadas de catorce horas diarias como Rodrigo Jiménez conoció a Benegas. Nadie sino él podía cubrir para su televisión aquel caso que, gracias a su vehemencia y contactos en Madrid, saltó a los noticiarios nacionales con el pomposo título de «Los Códices Templarios», haciendo desde entonces del inspector un personaje bastante conocido en ciertos programas y revistas de investigación y morbo esotérico. Benegas no se lo había perdonado todavía, pero lo apreciaba sinceramente. Él tenía esas cosas. Por eso lo saludó afectuoso, con un medio abrazo que quedó en un par de palmadas en el lomo, al tiempo que le pedía al camarero un café cargado para él.
—Sí, sí que iba por allí de vez en cuando —le confirmó el periodista, llevándose a la boca una porra embadurnada en azúcar—. Negociado de encargos varios, ya me entiendes: gráficos, guiones, documentales sobre fiestas y verbenas populares, en fin, lo que fuera saliendo.
—¿Y qué me podrías decir de él que me interesase más que otras cosas? No tengo muy claro por dónde tirar —le confesó Benegas.
—La verdad es que no tenía mucho trato con el chico. Bueno, ni yo ni ninguno de sus compañeros más jóvenes. No es que hablara poco el chaval, es que a veces creíamos que no tenía cuerdas vocales, ¡je, je, je! —Jiménez rió su propia gracia, expulsando algunas migajitas masticadas y saliva—. Pero ahora que lo preguntas, sí me acuerdo que la última vez que lo vi en los estudios, hará una semana más o menos, tenía el tío un cabreo monumental. Salió dando un portazo del despacho del director y se largó sin decir esta boca es mía, que es más o menos lo que hacía siempre, pero jurando en arameo.
—¿Y qué pudo ser eso que tanto le molestó? —preguntó Benegas.
—Ni idea, tío. Contrato fijo no le iban a hacer, así que tira por el camino del dinero. A todos nos deben algo, cobramos tarde y mal, cuando cobramos, y hay gente que aguanta menos.
—Habrá que hablar con tu señor director, entonces —se dijo Benegas, aliviado por encontrar una primera rendija en la extraña desaparición de Frankie Jurado, ese chico demasiado silencioso que a veces hablaba a gritos para que nadie lo escuchase.
—¡A ver si pillas bien pillado a ese cabrón! Tú mírale las manos por si acaso, que seguro que las tiene manchadas de sangre. ¡Prueba irrefutable!
—No te quejes, que tampoco será para tanto —lo picó el inspector.
—¿Qué no?, ¿tú no tienes jefe, acaso, o qué? ¿Qué más prueba que esa quieres, coño? —se le quedó mirando Jiménez, a punto de carcajearse.
—¿Tan mal están las cosas en la emisora? —se interesó Benegas.
—No, la verdad es que no. ¡Están como siempre! —contestó Jiménez, rematando el poso de la taza—. Y si la sangre no es de ese pobre chico que andas buscando, seguro que es mía; el hijoputa me va a matar como sigamos a este ritmo. ¿No se le puede detener por homicidio futuro, señor poli?, ¿no? Bueno, pues usted verá lo que hace... —Benegas sonrió la retahíla de sornas—. Si quieres encontrarlo en su despacho, última hora de la mañana o primera de la tarde. El resto del día, ya sabes, en el banco, bailándole el agua a don Álvaro, ¡pesada tarea esa!
—Lo tendré en cuenta —afirmó Benegas el sobreentendido. El banco era el Meridional, claro. Y don Álvaro, el señor Quintero, director máximo de la entidad, clarísimo.
—Espero que no le haya pasado nada al chaval, y lo digo de veras. Un tipo raro, pero parece buena gente. Mejor que muchos que creen serlo y presumen de ello —sentenció Jiménez, negando con la cabeza y chasqueando la lengua, con una expresión tan lúgubre que parecía darlo ya por liquidado.
—¡No vamos a ponernos en lo peor a las primeras de cambio, ¿no, Rodri?! —espantó el mal fario Benegas, al tiempo que llamaba al camarero para pagar las consumiciones—. Bueno, me voy a tener que marchar. Me espera una mañana hasta arriba. Y tú ten cuidado con tu asesino en potencia y con las transfusiones sanguíneas, que ahora no se sabe de dónde vienen y con que cositas nos las traen —se despidió, ya en la puerta de la cafetería, el inspector.
—¿Vendrás esta tarde o mañana por la mañana? —le preguntó el periodista. Por nada del mundo se perdería él la cara de su jefe cuando se viera en el brete que se le venía encima.
—Mañana por la mañana tendrá que ser —contestó Benegas, ya que después de almorzar tenía pensado ir de nuevo a casa de Aurora para recoger el ordenador de Frankie y echarle un vistazo—. ¿Última hora puede ser la una y media?
—No sé qué decirte, depende del día. Pero si veo que se va a marchar antes, yo te lo entretengo un rato, no te preocupes —absolutamente colaborador el reportero.
—Entonces luego cae una cervecita por el trabajo extra —remató el hasta luego el inspector, obsequioso.
¿Y ahora qué?, repasó Benegas su agenda mental, ya en la calle, mirando su reloj. Media mañana corrida. Aun así, creía que era más tarde. Si se daba prisa tendría tiempo de reunirse con Vázquez y Marita para que le contaran. Apretó el paso. Quince minutos, no más. Es la ventaja de las ciudades que nunca resultan demasiado grandes por mucho que no dejen de crecer.
* * *
—Limpio. Limpio de polvo y paja, jefe —resumió Vázquez las dos o tres horas de pesquisas sobre Francisco José Jurado. Marita corroboraba con la cabeza—. Buen expediente escolar, no tiene antecedentes, nada de reclamaciones o movidas extrañas a las que nos podamos agarrar, ninguna base de datos le da a Marita incidencia alguna sobre él... Por no tener, no tiene ni seguridad social, ni carnet de conducir ni cuenta corriente propia.
—Pero... —aguardó el inspector jefe el cartucho final, cómodamente retrepado en su sillón. Si de algo se vanagloriaba Benegas era de conocer a su gente, y si a una le azuleaban tanto los ojos y al otro se le ensanchaban las aletas de la nariz mientras leía de corrido el informe es que habían encontrado algo que chirriaba.
—Pero su señora madre sí la tiene, como es natural —razonó, casi ufano, el subinspector—. Y en esa cuenta hemos encontrado dos ingresos de nueve mil euros, uno con fecha valor de hace un año y el otro aproximadamente de hace seis meses, ambos ordenados a su favor por su hijo, Francisco José Jurado Domenech, Frankie para los amigos.
—Pueden ser premios que haya ganado —objetó Benegas.
—En Hacienda me han dicho que no constan en ese periodo pagos ni transferencias a su nombre —intervino Marita—. De hecho, los de la Agencia Tributaria le están siguiendo la pista.
—Dieciocho mil euros, jefe, ¡ya me dirás! Demasiado regalo para mamá cuando ni siquiera tienes nómina.
—¡Vaya, vaya, con mamá! —no pudo por menos que sorprenderse Benegas con el comportamiento de Aurora. Y sentirse engañado también, lo cual le escoció sobremanera—. O no conoce a su hijo o lo conoce demasiado bien, la mosquita muerta. Tenía pensado que fuésemos esta tarde a su casa para comenzar formalmente la investigación, pero está visto que los acontecimientos se le adelantan a uno —dijo Benegas levantándose, sin calibrar muy bien del todo el acertado trasfondo de sus ontológicas palabras.
Porque antes de que pudiera llamar a Maqueijan y decirle que cogiera un coche del parque móvil, tres suaves toques en la puerta anunciaron la presencia de Blanca, allí, en su triste y funcional despacho. Al tanto como ya estaba todo el mundo de su nueva situación conyugal, de todos los presentes, el único que verdaderamente se sobresaltó al verla entrar fue él, ¡pero si en veinte años no se había dejado caer por comisaría ni para las fiestas de la patrona, María Santísima, madre de los Ángeles Custodios, para más señas! Marita y Vázquez la saludaron afectuosamente, le dijeron que cada día estaba más guapa, con ese aire de viernes que irradiaba, e iniciaron un prudente repliegue táctico.
—Vengo a que me invites a comer —saludó a su marido al ver cómo éste la interpelaba con la mirada—. Bueno, a eso y a decirte una cosa que creo te va a interesar y no me ha parecido conveniente comentártela por teléfono —Benegas se estaba empezando a acojonar de verdad. Su nueva e imprevisible vida de semicasado, o de casisoltero, tenía sus aspectos más que positivos, no lo discutía, pero a veces... ¡A ver por dónde le salía esta vez su mujer!, ¿¡acaso no les iban ahora las cosas mejor que bien?!, ¡ay, esa traicionera inseguridad!—. Y vosotros no os vayáis, por favor —dijo Blanca volviéndose a Vázquez y Marita, los cuales se miraron extrañados y cerraron la puerta que ya enfilaban. Benegas no acababa de ubicar del todo la situación.
—¿Y qué cosa es esa? —preguntó con voz que a él le pareció de colegial. No es que tartamudease, pero alguna vocal se le quedó colgada demasiado tiempo.
—¿Recuerdas el libro que me dejaste hace un par de días?
—Huuuhuhummm —respondió Benegas sin despegar los labios. Semejante guturalidad debía significar que sí. Más que nada porque al mismo tiempo afirmó con la cabeza. ¿No se iba a acordar, ¡cuántos libros manejaba él a lo largo de un año!? Su mujer se refería, obviamente, al que cogió prestado en casa de Frankie «para que el autor se lo firmara». Cuando esa misma noche le contó por encima la historia de su posible desaparición, ella le pidió que se lo dejara para leérselo en cuanto pudiera, que sin duda alguna sería mucho antes que él. Benegas accedió y, al parecer, Blanca se había presentado en comisaría para comentar en público la reseña crítica.
—Porque tú no te lo has leído, ¿verdad?, ¿no me estarás engañando? —le preguntó Blanca, un punto divertida, un punto intrigada. No estaba de más descartar que su marido hubiese querido darle una sorpresa o algo por el estilo, intentando seducirla con este nuevo perfil de héroe de la ley. Benegas negó con la cabeza—. Ni lo has hojeado siquiera, ¿verdad que tampoco?
—No, no, la verdad es que no he tenido tiempo. Fue cogerlo y dártelo a ti —evasivo el inspector.
—Pues yo sí me lo he leído. De un tirón. He estado hasta las tres de la mañana —exageró un poco Blanca—. Y me ha servido para conocerte mejor.
—¿Perdón...? —preguntó Benegas, ante la también palmaria extrañeza de Vázquez y Marita. A ver si resulta que, en lugar de a hablar de literatura, había venido a psicoanalizarlo. Obviamente, no. La bomba venía ahora, un tanto teatral Blanca.
—Sí, teniendo en cuenta que eres el protagonista —afirmó.
—¿¡Que soy el protagonista de qué!? —Benegas intentó esbozar una sonrisa que quedó en poco más que una mueca de perplejidad.
—¡Del libro, hombre, de qué va a ser! Tú, y vosotros —dijo volviéndose a Vázquez y Marita—; y Maqueijan..., con nombres y apellidos ficticios pero sois vosotros, eso es evidente. Y la historia es muy parecida, si no la misma, que yo juraría que sí por lo que tú me has contado, al caso aquél en el que se vio envuelto Agustín Soldevilla el año pasado, ¿te acuerdas?, ese lío de los niños con nombres cambiados y los papeles de la Guerra Civil —concluyó, dejando sobre la mesa el ejemplar en cuestión, de pastas color vainilla con las letras del título, Historias Perdidas, en un vago tono rojizo.
—A ver, déjame el libro ese —dijo Benegas, ya en guardia, cogiendo el ejemplar y abriéndolo por la mitad. Los dos subinspectores se acercaron a la mesa y lo flanquearon, echando un vistazo por encima de su hombro. La página que leyó de corrido para sus adentros, reconcentrado, recreaba el primer interrogatorio a que sometió a Soldevilla en su casa, poco antes de que el empresario y su esposa se marcharan de vacaciones. Y Frankie Jurado lo describía casi al pie de la letra, como si hubiese estado allí, se dijo Benegas sobrecogido, recordando punto por punto aquella escena: el gran salón repleto de porcelana y plata, doña Matilde Maldonado castigándolo con su desdén desde el altillo de la escalera, la inicial campechanía del sospechoso tornando en dureza al abordar el asunto clave... Y tras leer el último párrafo, a Benegas le quedó la desasosegante impresión de que toda esa escena parecía haber sido escrutada por un gran ojo que controlaba cada uno de sus movimientos y palabras, que conocía de antemano todos sus gestos e intenciones; un gran ojo que él no pudo ver ni intuir en aquellos momentos, pero que se le hacía presente desde estas páginas.
Vázquez, Marita y él se quedaron en silencio, interrogándose con la mirada, ¿existe la telepatía visual?, porque si existe, éste era uno de sus más evidentes ejemplos. ¿Qué podía significar esto que Blanca, con muy buen criterio, había venido a contarles?, se preguntó el inspector, algo más que incómodo porque alguien hubiese tomado su vida y la de su gente como punto de partida para determinado argumento literario; ¿qué demonios podía significar que una persona que acababa de desaparecer, o tal vez morir, se dedicara a escribir sobre él?, y no quiso responderse con la palabra testamento. ¿Era eso lo que le estaba queriendo decir el pobre chaval desde Dios sabe dónde? Y la pregunta subsiguiente: ¿era éste el único libro que había escrito sobre él y sus investigaciones, o habría más entre aquellos que vio en su habitación? Y como una duda te lleva a la otra: ¿habría desaparecido Frankie Jurado precisamente por eso, por escribir este libro u otros parecidos? Si así fuese, razonó sobre la marcha, siempre podía haber alguien relacionado con algún caso anterior que no quisiera más publicidad de la cuenta ni que le removieran la mierda del pasado, por si aparecían cosas que más valía dejarlas quietas, masculló entre neuronas para que sus subinspectores lo ayudaran.
Porque, según se contestasen ese batiburrillo de acertadas preguntas, las respuestas podrían conducir a muy diferentes puntos de partida desde los cuales iniciar la investigación de una manera u otra, así que Vázquez fue el primero en intentar poner orden a las ideas que bullían en las cabezas de los tres, mientras Blanca permanecía a la expectativa.
—¿Digamos casualidad, jefe? ¿Quién no conoce en Córdoba el caso de Agustín Soldevilla y los niños intercambiados en la posguerra? Mucho más si se trabaja en televisión o se es periodista. Eso y un poco de imaginación basta y sobra para una historia de este tipo. Y como usted ya es un personaje famoso, señor inspector, pues lo normal es que la gente se interese por lo que hace —engoló la voz Vázquez, tratando de quitarle hierro a la evidente preocupación que traslucía el semblante de Benegas. Estado absolutamente normal porque...
—... las casualidades no existen, Andrés, muchas gracias. Y menos si eres policía. Es más, están prohibidas si queremos ser buenos policías. Y en el caso de que existan, igual que existen Papa Noël, Peter Pan y toda la troupe —cáustico el inspector—, una de las mayores de este mundo sería que del nutridísimo anaquel de libros que había en el cuarto de Frankie Jurado yo hubiese ido a coger al azar, ¡y eso sí que sería una auténtica casualidad!, el único inspirado en mí, o en nosotros. Sobre todo si tenemos en cuenta que, según su madre, Frankie llevaba los dos o tres últimos años escribiendo solamente historias de policías, de misterio, asesinatos y cosas así. En fin, lo típico y tópico, qué os voy a contar... —se dejó ir Benegas, encogiéndose de hombros y pasando un par de páginas del libro. Distraído, leyó un párrafo al azar. Y se le cortó el aliento.
—¿O sea que horas extra por la noche, no jefe? —resumió Marita la situación sin atisbo alguno de queja. Al fin y al cabo, lo típico y tópico de verdad.
—Pues me temo que sí, Marita —le contestó Benegas, aparentando calma—. Y ya tardamos en irnos para la casa de Frankie, interrogar a su madre sobre esos dieciocho mil euros volanderos que han aterrizado en su cuenta corriente, y catalogar la muy extensa y premiada obra del escritor de provincias, ese vampiro que, sospecho, debe llevar un par de años inspirándose en casos que nosotros resolvemos para escribir sus historietas de intriga y folletín —diseñó la estrategia a seguir el inspector jefe, cerrando de golpe el libro para ahuyentar bien lejos los fantasmas, e instando a todo el mundo a ponerse en movimiento.
—¡Ah, muy bonito! —exclamó Blanca, brazos en jarra, definitivamente teatral, deliciosamente coqueta.
—Lo siento mucho cariño, pero esta vez has tenido tú la culpa —echó balones fuera Benegas—. Reserva mesa donde quieras, te prometo que salimos, pero tendrá que ser a cenar, ¿vale? Te recojo a las ocho, ocho y media como muy tarde —le dijo ya con el picaporte en la mano, implorando para que la jornada no se les retorciera más de la cuenta porque, visto el curso de los acontecimientos, igual la pobre tenía que cenar sola también. O tomarse la sopa tirando a fría.
Lo cual sería volver a las andadas. Y por ahí si que no, se dijo. Y mucho menos tras leer ese último párrafo que le había cortado el resuello de un tajo, parecía que alguien hubiese hurgado en su mente y en sus sentimientos para clavetearlos luego con palabras.
Porque, de acuerdo, él aceptaba haberse convertido en un personaje más o menos público después de un par de sonoros casos resueltos con cierta brillantez. E incluso comprendía que hubiera gente que estuviese al tanto de sus andanzas. Eso era una cosa, no le gustaba un pelo, pero qué le íbamos a hacer. Y otra muy distinta —y en cuanto se echase a la cara al tal Frankie Jurado era lo primero que le iba a preguntar, alto, claro y con calma—, era cómo coño se había enterado ese cabrón de que en esos días había estado a punto de separarse de su mujer. Y sobre todo, ¡por qué demonios tenía que ir por ahí contándoselo a todo el mundo, el muy...!
Cuanto más te agachas, más se te ve el culo
—¿Paco?
—Sí, dime —contestó Paco secamente, tras identificar la voz del otro lado.
—¿Puedes hablar?
—Sí, estoy sólo; dime —el mismo tono, áspero y seco. Mucho más cordial el de su interlocutor.
—¿Lo tienes ya?
—Sí, te lo he enviado esta mañana.
—¡Guapo! ¡Ese es mi Frankie!
—Claro —«ahora soy tu Frankie, ¿no, mamón?», pensó Paco—. ¿Qué hay de lo que hablamos? Está tardando mucho la cosa, ¿no? Aquí no llama nadie.
—Hombre, no es que esté tardando... Ya sabes como funciona este mundillo. Siempre surge algún problema.
—¿Problema?; ¿qué problema? Me dijiste que no-iba-a-haber-ningún-problema —le recalcó Frankie al mamón.
—Eh, tío, cálmate, que yo no soy Dios; no lo tengo todo bajo control, ¿vale? A veces...
—Yo no sé si tú eres Dios o el demonio, pero lo que tengo muy claro es que cada vez te pareces más a Judas —lo cortó Frankie—. Yo lo único que sé es lo que hablamos, ¿correcto? Y lo que hablamos es lo que tiene que ser. Punto. Y tiene que ser ¡ya!, ¿entendido? —casi gritó, presa de un cada vez más evidente nerviosismo. Si había algo que no soportaba de él era su displicencia tras haber conseguido lo que venía buscando, ese «nunca pasa nada», cuando a los demás les está pasando de todo.
—Te digo que tranquilo, Paco, si no es hoy será mañana, ¿te he fallado yo alguna vez, dime?
—No, no me has fallado alguna vez. Me has fallado muchas veces. Muchas —repuso Frankie con tranquilidad—. La pregunta es qué pasaría si fuese yo quien te fallara a ti esa sola vez, ¡¿eh!?, ¿qué pasaría? Acojona, ¿verdad?
—No tendrá eso nada que ver con las cosas raras que se van oyendo por ahí, ¿no? —le devolvió la puñalada el interlocutor. Si había algo que no soportaba de Frankie era esa seguridad mal disimulada, ese creer que lo tenía todo controlado, esa maldita soberbia de pobre con esperanzas.
—¿De qué estás hablando? ¿Qué cosas has oído tú por ahí?
—Quien tú sabes va diciendo...
—Quien yo sé es un bocazas, un puto bocazas, ¿no lo conoces ya? ¡Como hagas caso a lo que va diciendo por ahí un puto bocazas estás perdido! Yo también he escuchado cosas raras últimamente, demasiado raras, pero si tuviera que creerme todo lo que la gente dice... —la esgrima continuaba, tajo va, tajo viene.
—¿Y qué otras cosas raras son esas, si puede saberse? —preguntó el interlocutor con voz crispada, aquel tono cordial con el que comenzó la conversación por completo diluido. En efecto, «aquí empezaba a haber cosas raras», se dijo Frankie al otro lado de la línea, «demasiado raras». Era cuestión de atar cabos—. Mira, Frankie, lo mejor será que nos veamos y aclaremos todo esto de una vez. No vamos a ponernos a discutir por teléfono, ¿no te parece?
—Pero si para mí está todo muy claro. ¡Está clarísimo! ¿Qué más quieres que te diga? Yo cumplo y tú me das largas. Yo me agacho y tú me das por el culo. Para qué vamos a quedar, ¿para charlar del tiempo mientras me la metes?
—Te recojo en quince minutos —pareció conminarlo—. Espérame abajo. Si llego yo antes, te espero aparcado en el descampado que hay enfrente de tu casa.
* * *
¿Quince minutos, dijo? No tardó ni diez en llegar, apenas había tráfico a esas horas de la tarde-noche del sábado y todos los semáforos parecían mantenerse unos segundos en un suplicante ámbar angustia al paso meteórico de su deportivo. Era mucho lo que se jugaba. Dependiendo de lo raras que fuesen las cosas que Frankie había escuchado, todo podía irse al traste esa misma noche, con un tipo así nunca se sabía, se dijo. Intentó dominar la tensión que lo agarrotaba sujetando fuertemente el volante, y respirando, respiraaando... Entonces lo vio salir del portal y se relajó un tanto. Durante el trayecto no tuvo muy claro que lo hubiese convencido y temió que ni siquiera acudiese a la cita. Llamó su atención para que se acercara, clic-clic, doble guiño con los faros. Frankie pareció dudar, pero se dirigió hacia la fuente de luz a través del descampado. «Eso, acércate, acércate que vamos a hablar tú y yo despacito, maldito cabrón», pensó, tatuando sus huellas digitales en el forro del volante. Frankie se acercaba con paso cansino, en medio de la oscuridad primera de la noche. Encendió entonces los faros y la delgada figura de Frankie se recortó en medio del descampado, indefensa bajo el haz de luz que lo apuntaba. Por un instante, la escena tuvo todas las trazas de una ejecución sumaria.
Giró la llave de contacto sin tener todavía muy claro qué sucedería a partir de ese momento, cómo reaccionaría después. Una fuerte sacudida lo lanzó contra el salpicadero, casi se abre la frente del empellón. ¡Joder!, estaba tan nervioso que había arrancado en segunda.
¿Limpio de polvo y paja?
Los dos días transcurridos habían provocado en el enjuto cuerpo de Aurora Domenech un efecto tan devastador que el adjetivo escuálido le quedaba dos tallas grandes. Benegas reconoció en el rostro que le entreabrió la puerta la indeleble marca que deja el peor de los miedos, ese que se apodera de nosotros cuando la esperanza, por muy débil que ésta sea, se ha transformado ya en la más cruel de las certezas. A punto estuvo de darle el pésame en lugar de las «buenastardes». Y aunque venía con la escopeta cargada, decidió echarle el pestillo de seguridad al fusil para no rematar al alma en pena que le franqueó la entrada y contemporizar un tanto con ella, que todos tenemos nuestros días malos y nuestros porqués. Tras presentarle a sus subinspectores y confirmarle que, en efecto, como ella temía, seguían sin saber nada del paradero de su hijo, ya en el cuarto del chico, Benegas comenzó su trabajo:
—Un par de cosas, señora, y esta vez no vamos de farol como en esa mano del solitario —dijo, señalando con la vista el póster sobre la cama de Frankie—. ¿Por qué me mintió? ¿O por qué no me dijo toda la verdad, para ser más exactos? —ametralló, extendiéndole la fotocopia de su cuenta bancaria, los dos apuntes de nueve mil euros subrayados con rotulador fluorescente.
Aurora humilló la mirada y se le saltaron las lágrimas. Suspiró y negó con la cabeza, gesto de resignación con el que parecía aceptar que, más tarde o más temprano, ese dinero iba a traerle un disgusto.
—No lo sé. No sé por qué no se lo dije, créame. Por miedo o porque, en realidad, yo no sé nada de eso.
—No sabe nada de eso, ¡ya! —repitió Benegas cada palabra. Lentamente, haciéndole ver su incredulidad—. Pero, al menos, algo sí le extrañaría ver cada cierto tiempo un ingreso de millón y medio de pesetas en su cuenta corriente, ¿no? —apretó el inspector, al cual le resultaba todavía más fácil calcular cantidades en la antigua moneda.
—Mire, señor policía, yo no soy tonta, y lo que sí sé muy bien desde que nací es cómo se gana el dinero y lo mucho que cuesta ganarlo —Aurora lo había captado a la primera—. Y también sé que esas cantidades de dinero, de una sola vez, no se ganan trabajando honradamente. ¡Desde luego las personas como yo no las ganamos! Por eso no le dije nada, porque tengo miedo de que mi hijo pueda andar metido en algo raro. Yo no quiero que le hagan daño. Nadie, ni ustedes tampoco. Yo lo único que quiero es que lo traigan aquí, conmigo —redujo el mundo a sus deseos Aurora, sin dobleces ni mentiras esta vez.
Benegas dio por buena la respuesta. Si Frankie andaba metido en algo turbio, lo lógico sería pensar que dejaría a su madre completamente al margen por mucha confianza que hubiera entre ambos. Y si no fuera así y Aurora estuviese al cabo del asunto, no iba a ser ella quien delatase al hijo, así que mejor investigar ese fleco financiero que les quedaba suelto por otros derroteros y terminar con aquello que habían venido a hacer.
—Antes de traerle nada, señora, deje usted que nos llevemos algo —contestó Benegas sin poder atemperar del todo el tono de irritación que arrastraba desde que salieron de comisaría—. A ver, Andrés, coge un ejemplar de cada uno de esos libros —le dijo a Vázquez señalándole el anaquel superior, en el cual había bastantes títulos repetidos—, y tú, Marita, desenchufa a su mejor amigo y llévatelo al coche, tal vez podamos sacarle algo en la sala de interrogatorios —ordenó a la subinspectora, refiriéndose al ordenador.
Y mientras Marita y Vázquez —que se negó a que ella cargara con la torre y los Cd’s que encontraron desperdigados por toda la habitación— comenzaron a bajar las escaleras con cuidado, abrazados a libros, cables y megabytes, Benegas se volvió hacia Aurora y le dijo:
—No le voy a decir que no se preocupe, Aurora, para qué nos vamos a engañar. No sé muy bien por dónde nos saldrá todo esto, la verdad —se sinceró el inspector—. Lo que sí me gustaría decirle es que si recuerda usted algo, o sabe usted algo que no haya querido contarnos por miedo o por cualquier otra razón, no dude en llamarme. No crea que callando ayuda a su hijo, o que quienes le han hecho daño agradecerán su silencio. Nunca es así. Por mi parte, la llamaré en cuanto sepamos algo. ¡Ojalá sea pronto! ¡Ah, se me olvidaba!, dentro de una par de horas se pasará un agente de la Brigada científica por aquí. Sería estupendo si pudiera proporcionarnos algún resto biológico de Frankie, no sé..., un cabello o algo parecido, y si no, pues ya le tomarán ellos las muestras que crean oportunas. Lo siento, es por si las necesitásemos para identificarlo —se despidió Benegas de una Aurora cabizbaja y pensativa, de nuevo parapetada tras una puerta que cerró con la misma suavidad con la que, nada más darse la vuelta el inspector, comenzó a susurrar entre lágrimas, «¡pero qué te han hecho, hijo de mi vida!, ¡qué te han podido hacer esos cabrones, Dios mío de mi corazón!», al tiempo que golpeaba rítmicamente su cabeza contra el marco de la puerta, y cada golpe seco que se daba, «tumb», «tumb», «tumb», retumbaba en su cerebro como un redoble de tambor, como el eco de una bala, como un presagio de perdición.
* * *
Frisaba el reloj de comisaría las siete y media cuando Benegas llegó a su despacho. Pequeño, demasiado funcional, mal orientado, pero suyo y sólo suyo al fin y al cabo, y eso cuesta un esfuerzo en el Cuerpo Nacional, se decía siempre para renovarle los afectos al pequeño habitáculo donde trabajaba. Como tampoco iban a avanzar mucho a lo largo de esa tarde que ya devenía en oscuridad, sería mejor quedar como un caballero, así que llamó a Blanca y le dijo que se fuera arreglando. Marita quedaba al cargo de la informática, como siempre; Vázquez y Maqueijan empezarían mañana a investigar en el entorno del desaparecido —cuatro o cinco poetas y escritores locales cuyas direcciones le había facilitado esa mañana Juan Rodrigo Jiménez—, y él iría a TeleMezquita a interrogar al director para extremo deleite del susodicho. Sin olvidar que, a lo largo de la semana, cuando buenamente pudieran, tendrían que ir leyéndose entre todos los libros incautados en el cuarto de Frankie. Ya estaba hecho el plan de trabajo para mañana, pensó. Pero primero habría que apuntillar el de hoy. Un día extraño, denso, complejo, de esos que te dejan un sabor raro, se dijo, pensando en qué se pondría para la cena.
Lo decidió mientras se duchaba. Luego recogió a Blanca en su casa y se dejó convencer para ir a un restaurante japonés. Más sabores raros, pensó Benegas mientras le leían una carta que le sonó a los títulos de crédito de Heidi o de cualquiera de esas series de dibujos animados que hay ahora, de crímenes y violencia guarra, manga o anime, creía que los llamaban. Entre que le dio un calambre en la pierna, semiacuclillado como llevaba un rato largo, y que quiso quedar como un fino entendido ante su mujer, no tenía muy claro que acabó pidiendo al final, pero rogó encarecidamente que se lo hicieran al papillote. Blanca lo miró divertida. La culpa era de Celia, que lo había acostumbrado a los alimentos cocinados así. Muy ricos y saludables. Si les hicieran un análisis a él y a su samoyedo, que a los tres meses ya comía como un tiburón y necesitaba algo más que el pienso para cachorros, los dos estarían en perfecto estado de revista.
—Además de venir muy bien para guardar la línea —lo halagó Blanca. Habría perdido unos cinco o seis kilos desde que decidieron dejarlo por un tiempo.
—Aspecto no menor cuando uno tiene que justificarse en determinadas ocasiones ante su nueva novia —se relamió por anticipado Benegas, sin saber que era de lo único que iba a poder relamerse esa noche.
Porque al igual que este día que él soñaba rematar entre sábanas había sido un día denso, extraño, complejo —un día de esos que tanto le gustaban a él, en definitiva—, todo eso y mucho más era el grumo resultante que Benegas descubrió tras romper el papel plata de su papillote. El camarero no sabía si pedirle perdón o descojonarse en su cara. A quién se le ocurre pedir que le metan al horno y le doren a 200º esa extraña mezcla de tiernos brotes de soja (esto es, entrantes), vino destilado de arroz (muy utilizado para aderezos y condimentos varios) y tallos de perejil (inclasificable materia gastronómica importada de Occidente que en el restaurante utilizaban para aromatizar).
Terminaron, muertos de risa, compartiendo el atún rojo con salsa teriyaki que Blanca se pidió, y remataron la velada en una taberna de la Judería, entre cervezas y tapas de ensaladilla para que, esta vez, Benegas no se equivocara en la elección. Luego la acompañó a su casa, pero como esa noche el inspector estaba hecho todo un caballero nunca sabremos con detalle qué pasó después. Baste decir que Benegas, que se quedó en el apartamento a dormir, antes de caer atrapado por la modorra del sueño, apenas acertó a pensar que nada hay en este mundo más denso, extraño y complejo que el glorioso cuerpo de una mujer.
* * *
Benegas contemplaba fijamente el grueso paquete de folios que tenía sobre su mesa. Lo palpó de nuevo, por cuarta o quinta vez, para convencerse de que no había disminuido en los tres últimos minutos y resopló, dispuesto a sumergirse en la lectura. Nada más llegar esa mañana a comisaría, Marita se presentó en su despacho con el informe de su ya avanzado trabajo informático. Lo único que la subinspectora había encontrado en el disco duro era un documento word —que al abrirlo, y por la extensión del mismo, le pareció podría contener una novela; y así era, en efecto, como inmediatamente comprobó— y una serie de archivos encriptados que tenían toda la pinta de ocultar correos electrónicos o datos de internet que tardaría bastante más tiempo en descifrar. El resto del ordenador, así como todos los Cd’s que se habían traído de casa de Frankie Jurado, estaban vacíos.
—¡Vacíos! —se sorprendió Benegas, aún no recuperado del todo del respingo que dio al escuchar la palabra novela, otra novela más. Con este caso iban a elevar los índices de lectura del país.
—Raro, ¿verdad, jefe? Un tipo como ese, con el instrumental que manejaba en casa, no tiene el ordenador así, en blanco, como un novato. Además, el archivo word podría abrirlo un niño de dos años —Marita estuvo a punto de decirle, «incluso podrías abrirlo tú», pero se contuvo— y, sin embargo, para abrir los otros tendré que pedir ayuda a los compañeros de Sevilla, labor de hacker profesional. Es evidente que intenta decirnos algo con tanta tramoya.
—Sin duda estaba metido en algo raro, se le fue de las manos y tal vez intuyese que lo podían quitar de en medio de un momento a otro. Tenemos la botella y ahora habrá que descifrar el mensaje que escribió dentro. Por cierto, ¿has leído algo de esa novela del ordenador? —le preguntó Benegas, completamente de acuerdo con su subinspectora, y temiendo que el texto fuese un nuevo capítulo de sus aventuras.
—Un par de cosas, así por encima. Y, por los personajes, no me ha parecido que tengamos nada que ver en esta historia —lo tranquilizó Marita con una sonrisa—. Imagino que la novela es lo último que Jurado escribió, pero sospecho que si queremos encontrar algo de interés tendremos que esperar a que nos abran esos archivos ocultos.
—Imprímela de todos modos —le ordenó Benegas—. Y reparte unas cuantas copias entre el personal. Esta mañana toca lectura, queramos o no.
Y en esas estaba, que si sí, que si no, palpando el lomo de las fotocopias, cuando Sampedro entró en el despacho apuntándole con el volumen que le había tocado en suerte, parecía que estuviera conminándolo a darle una explicación por obligarlo a leer una cosa así. Benegas se quedó mirándolo sin saber qué decir, a la expectativa, no muy seguro de que no se lo fuera a arrojar a la cabeza.
—Jefe, esto ya me lo he leído yo —dijo Sampedro—. Y, ¡hombre, no está mal! pero tampoco es como para leérselo dos veces —remató la crítica literaria.
—¡Cómo que te lo has leído ya! —exclamó Benegas, asombrado por la rapidez mental de Sampedro.
—Sí, estas navidades, durante las vacaciones. Es el último libro de Víctor Buenaventura. Me lo regaló mi hermana. Dice que hay que leer a los escritores de la tierra —bromeó Sampedro.
—¡Buenaventura! ¡¿El hijo de Buenaventura!? —preguntó la evidencia Benegas. ¿Cuántos Buenaventura podía haber en Córdoba?, ¡ni que le hubiera dicho el hijo de Gómez, o de Pérez!— ¿Estás seguro, Pepe? —le inquirió, empezando a encajar en su mente las primeras piezas que daban forma al caso, y adelantando las consecuencias de lo que empezaba a barruntar en un horizonte nada despejado: más problemas de los debidos si el apellido Buenaventura andaba de por medio.
—Segurísimo. «Arquitectura de un asesinato» o algo así, con un subtítulo muy largo que ahora no recuerdo. Y tranquilo, jefe, ya me lo ha comentado Marita y no, no tiene nada que ver con nosotros, aunque asesinatos y misterio tiene para reventar. Si quieres te lo dejo y le echas un vistazo —se ofreció Sampedro a completarle la biblioteca.
—Tenlo a mano por si acaso, pero por ahora me basta con la información. Si me disculpas, Pepe —lo invitó cortésmente a salir del despacho.
De inmediato telefoneó a Vázquez, que junto a Maqueijan debería andar por ahí interrogando a las cuatro o cinco personas que, se supone, podían denominarse el entorno de Frankie, ese lobo solitario que dejaba pistas evidentes y nada encriptadas. Vázquez respondió al instante, Maqueijan nunca lo dejaba conducir.
—Andrés, escúchame, que no se note mucho, pero haced especial hincapié en qué tipo de relación podría tener el desaparecido con Víctor Buenaventura, ¿entendido?
—¡...!; ¡¿...!? —se sorprendió Vázquez.
—Sí, el hijo de Buenaventura, quién va a ser si no. ¿No se ha metido a escritor? —respondió Benegas, ¿cuántos Buenaventura podía haber en Córdoba?, ¡ni que le hubiera dicho el hijo de...!
—... —intentó disculparse Vázquez, arguyendo que ya llevaban el trabajo bastante avanzado.
—Pues dais marcha atrás y volvéis a preguntarle. A los dos. No pasa nada —zanjó la queja el jefe—. Y luego os venís para acá en cuanto acabéis —se impacientó Benegas, pues quería reunir lo antes posible los primeros datos que corroborasen lo que empezaba a tomar forma en su cerebro. ¡Vaya por Dios, si se confirmaban sus sospechas!, ¡pobre Frankie Jurado, pobre chaval!
* * *
—¡Pobre, pero menudo Frankie Jurado! —exclamó Vázquez ante la anuente sonrisa de Maqueijan. En cuanto hubieron terminado la ronda de interrogatorios fueron al despacho de Benegas a resumirle la mañana—. No tengo ni idea de si se le parece escribiendo, pero el tío tiene una cosa en común con Cervantes: ninguno de los dos tenía mano izquierda —aseveró Vázquez, hablando ya en pasado del desaparecido, mal asunto ese, anotó mentalmente el inspector—. Si Frankie creía tener la razón en algo montaba la pajarraca donde hiciera falta, cuando hiciera falta y sin mirar a quién se llevaba por delante. ¿Y sabes con quién se las tenía tiesas últimamente? Muy, pero que muy tiesas. ¡Exacto, jefe! —se contestó él mismo.
—Porque lo amenazó con destapar que era él quien le escribía las novelas —hilvanó el inspector con lógica sus últimas sospechas, las que lo acosaban desde que Pepe Sampedro se presentó en su despacho apuntándole con el último éxito en la fulgurante carrera de Víctor Buenaventura, la nueva revelación del panorama literario nacional, la joven turbosuperfigura de la narrativa castellana.
—Nadie confirma nada, como comprenderás, pero tampoco lo desmienten. Simplemente, no saben/no contestan. A todos les huele el aliento a miedo, jefe. Antes porque repartía a su antojo el dinero de las subvenciones, becas, concursos o lo que fuera que dependiese de las arcas del Banco Meridional, donde su padre lo enchufó como coordinador de cultura hasta que don Álvaro Quintero les dio la patada a los dos, y ahora porque empieza a despuntar en el cotarro literario nacional, el caso es que siempre ha habido que andarse con mucho ojo con el sujeto. Nadie habla bien de él, es cierto, pero nadie quiere hablar mal.
—Pero siempre hay alguien que saca los pies del tiesto. O que odia demasiado para permanecer en silencio... —escribió Benegas el punto y seguido a su subinspector, aunque fuese con suspensivos, como a él más le gustaba.
—El que parece llevar la voz cantante de cuantos hemos interrogado, más que nada por las continuas referencias de los demás hacia él, es un tal Rafa Cartagena, conocido en los ambientes literarios como «Chiqui». Es el que más lejos se ha atrevido a llegar. He creído leer entre líneas, y nunca mejor dicho que en este caso —se gustó Vázquez, a quien Benegas había aficionado también, al parecer, a esos jueguecitos de palabras— que Buenaventura no sólo no escribe sus novelas, algo que es vox pópuli en determinados círculos de la ciudad, sino que desde que empezó en esto, hará unos tres o cuatro años, al parecer escribiendo poesías, arrastra una leyenda no diré que negra pero sí muy sucia. Y de esa raya no ha querido pasar Cartagena. Por el momento. Cuando tú me digas le apretamos las tuercas, jefe.
—Correcto. Pero antes deja que haga una cosa. Como ya no me da tiempo de ir hoy a TeleMezquita, voy a llamar a Juan Rodrigo Jiménez, lo invito a comer, y que me cuente qué sabe de esas guerras de pitiminí —dijo Benegas—. ¿Algo más del ínclito Cartagena? —quiso completar el informe Benegas.
—Al parecer es el rey del mambo local, gracias a dos o tres libros publicados, con nula repercusión, eso sí, y por haber sido incluido en un par de antologías a nivel andaluz.
—Pues ahora será el rey destronado. O el príncipe, en todo caso —repuso Benegas.
—¡Qué va, no creas! Es el que peor baba destila contra Buenaventura hijo, eso desde luego, pero no hablamos de lo mismo, jefe. Buenaventura juega ya en otra división, y esto es más de andar por casa. Quizás haya pasado una temporada bien jodido, pero en realidad, según me ha dicho un tal... —Vázquez rebuscó en su libreta—,... Gregorio Suárez, otro poeta del grupo, con Buenaventura buscándose las habichuelas en la estratosfera de Madrid, a Rafael Cartagena se le ponen las cosas mejor que nunca en el terruño local, porque se le queda todo el campo libre sin que nadie le tosa. ¡Ah!, otra cosa: Cartagena es el que mejor relación tiene con Frankie, él mismo me lo ha confirmado.
—O sea, que si sospecha que Buenaventura le ha dado pasaporte a su amigo, igual nos está allanando el camino, aunque le pueda el acojone —empezó a resumir Benegas.
—A nosotros o a él mismo. Nunca está de más quitarse de en medio a Buenaventura por si un día se le ocurre regresar de Madrid. Buena jugada —siguió hilvanando el razonamiento Vázquez.
Pero no pudieron seguir cosiendo hipótesis porque en ese momento se abrió la puerta y Marita se coló en el despacho sin pedir permiso, lo cual solía hacer invariablemente con mucha solemnidad y prosopopeya aunque Benegas no lo exigiese a sus subordinados. El motivo para semejante descortesía, como supuso el inspector, era que desde la Unidad de Delitos Informáticos de la Jefatura de Sevilla habían conseguido entrar por fin en los archivos donde Frankie guardaba sus correos más íntimos. Y no, el desgraciado no debía andar en estos momentos por ahí, jugueteando con alguna tórtola cazada en la red, como suponía Espadas, porque en uno de los mensajes que envió, el que más llamó la atención de Marita, Frankie confesaba que «lo tenía todo decidido, pero que tenía mucho miedo de hacerlo». El correo era del mismo día en que desapareció, pero en Sevilla no habían encontrado en el disco duro respuesta alguna por parte del interlocutor. Ni a ese correo ni a ninguno, como si Frankie hubiese mantenido en sus últimos días un diálogo mutilado con el vacío. Marita guardó silencio un instante, reina del suspense y la expectación, antes de añadir:
—Eso sí, todos los mensajes y los e-mails descodificados fueron enviados por Frankie a una misma dirección, un alias, no creo que sea un nick, aunque puedo averiguarlo; un tal «Chiqui Ctg».
Pero la sorpresa que pretendía lograr con sus palabras quedó en nada porque, nada más pronunciar ese nombre, Benegas miró a Vázquez, y, con cierta displicencia, le dijo:
—Pues entonces el señor poeta tendrá que venir a recitarnos unos versos. A ver si nos convence con sus rimas. Os diré lo que vamos a hacer —reestructuró Benegas los próximos movimientos—. Cítalo para media tarde, Andrés. Mientras tanto, además de poner a Marita en antecedentes, haz con él lo mismo que ambos hicisteis ayer con Jurado: vida y milagros, un rápido currículum del personaje —Vázquez asintió—. De él y de Víctor Buenaventura, todo lo que encuentres. Tú, Marita, consigue una orden de registro. A ver si está Salinas de guardia y nos aligera trámites —deseó el inspector—. Y luego todo dependerá de Cartagena: si nos convence lo que cuenta, tú y Maqueijan lo acompañáis a su domicilio y os traéis todo lo que huela a informática, hasta la cámara digital si tiene. Y si no lo hace, pues os tendrá que decir qué buscar y dónde hacerlo desde la comodidad de un calabozo. Sospecho que, con un poco de suerte, encontraremos en su ordenador la prótesis adecuada para ese diálogo cojo que se le quedó con Frankie el día que, y ojalá me equivoque, lo pasaportaron. Así que, Marita, llama a los de Sevilla y diles que van a tener que seguir dándole a la tecla —se despidió Benegas, marcando en su móvil (¡oh, sorpresa, esta vez encontró el aparatito a la primera!) el número de Juan Rodrigo Jiménez, mientras enfilaba parsimoniosamente las escaleras.
* * *
Puestos en novelerías y literaturas, si a Benegas le pidiesen que describiera a Juan Rodrigo Jiménez a grandes rasgos podría hacer referencia al atuendo algo pasado de moda que lucía: esos pantalones de franela desgastados, esos zapatos de rejilla marca «mercata». Podría incidir también en el evidente desaliño con que solía presentársele el personaje cada vez que quedaban —eso que algunos estirados llamarían desaseo y que no era sino su sello personal, una extraña e incontrovertible manera de ser y vivir en esteta—; con esa barbita rala de dos días, el mondadientes remordido titilándole en los labios por debajo de una nariz romana tan fina que parecía apuntarte acusadora, y siempre a la gresca con el peine y el champú, aunque bien es verdad que Benegas había visto en alguna revista de Blanca ciertos peinados new look última tendencia que parecían copiados de los tozudos remolinos que punteaban la gran testa del periodista. O bien podría centrarse, para rematar el retrato, en la forma de moverse y hablar del sujeto en cuestión; pero entonces el párrafo se le eternizaría hasta el infinito, sólo fuera porque Juan Rodrigo Jiménez apoyaba cada una de sus frases y/o exabruptos con un acompañamiento gestual que no lo mejoraba un defensa italiano intentando excusarse tras cometer un penalty clarísimo.
Pero ya metidos en harina literaria, Benegas prefería centrarse en el aspecto íntimo de los personajes, eso que los críticos envarados llaman su psique, de modo que cuando alguien le preguntaba por «el Rodri» como fuente confidencial, el inspector terminaba sentenciando invariablemente: hay periodistas que se creen Lou Grant en cualquier crónica que firman (tanto para la música como para las series de televisión, el inspector se había quedado un tanto anticuado; baste decir que su grupo favorito seguía siendo ABBA). Luego hay periodistas —proseguiría Benegas—, que tal vez porque no hayan visto tanta tele de niños o no tengan tantos traumas de adolescencia, solamente creen ser el Lou Grant de su ciudad. Eso que llevan ganado. Y luego está J. R. Jiménez, el más descarnado, canalla y escéptico de todos cuantos hayan abrazado esa profesión que ni es tan bonita, ni tan sublime ni tan épica como dicen algunos de sus mejor pagados representantes. ¡A éste tenía que haber pillado Marlene en su entrevista parisina, que le iba a dejar algunas cosas claras al témpano! Porque el Rodri sólo se creía una cosa: que era un maldito, frustrado y simple periodista de ciudad, un gacetillero local que no había llegado a nada después de tantos años, y que tenía que aceptar lo que le echaran en una cadena de provincias para poder medio subsistir y pagarle los estudios al único hijo que se atrevió a traer al mundo. Ese y no otro era el retrato social del personaje que le había tocado en este baile de máscaras, y Jiménez lo sabía y lo asumía. Por eso, cuando se citaban, como ahora, pagaba siempre Benegas. Por eso y porque al inspector le gustaba la gente que no iba por ahí dándose pisto, ni ínfulas, ni aires de nada, malgastando vanidades y mentiras sin darse cuenta de que al resto del mundo le importa un carajo lo que digan y cómo les vaya en la vida. Si, además, el tipo siempre sabía lo que había que saber sobre cualquier cosa o persona que se moviese en Córdoba, pues la cosa estaba bastante clara: había que invitarlo de vez en cuando y aflojar con una sonrisa.
—Rodri, tengo un problema. O empiezo a tenerlo, para ser más exactos, con todo esto de la desaparición del chico este que tú conoces —comenzó Benegas sin preámbulos. Jiménez lo miró con sorna, pensando: «si no me ibas a invitar tú a comer dos días seguidos, ¡cacho cabrón!»—. Vamos a ver..., ¿qué hay de verdad en eso que se cuenta de Buenaventura? —inquirió Benegas tras pedir un par de cervezas y los entrantes: berenjenas a la miel de caña, mazamorra y lechuga al ajillo.
—¡No me jodas que Buenaventura tiene algo que ver con lo del chaval desaparecido! —exclamó, redactando ya algún titular con el que abrir informativos.
—Empiezo a sospechar que quizás, tal vez, no lo tengo yo muy claro..., ¿captas los condicionales? ¡Ojito, Rodri! —puntualizó Benegas su inseguridad, no le gustaría ver mañana nada de esto en antena y no quiso tampoco mostrarle las cartas. Jiménez comprendió y se reenganchó a la primera pregunta.
—¿Qué hay de verdad en qué? —le respondió Jiménez, mojando un palillo en la blanca crema de la mazamorra y pidiendo otra caña; el tío trasegaba—. En ese caso no hay verdad que valga. Nunca sabremos lo que pasó, ya sabes cómo funciona el Banco en las altas esferas, opacidad total. Lo pusieron de patitas en la calle de una patada en el culo y punto. Y si se da la vuelta para protestar se lleva otra en los cojones, así que más vale callarse. Por otra parte, es lo que Sebastián Buenaventura le había hecho a tantos otros durante muchos años. De vez en cuando no está mal que alguien pruebe su propia medicina. En Córdoba no se derramaron muchas lágrimas por la cuestión, recuerda.
—No, no, no me refiero a eso —contestó Benegas tosiendo, a punto de atragantarse con un pedazo de berenjena. La respuesta de Jiménez lo pilló masticando y el periodista hablaba tan rápido que a poco le cuenta la historia del Banco desde su fundación. Lo cierto es que estaba tan metido en el caso que dio por supuesto que, al preguntar haciendo referencia solamente al apellido, Jiménez le respondería sobre Víctor, el hijo escritor del cual buscaba información, y no sobre Sebastián, el padre defenestrado por Álvaro Quintero en el Meridional. Pero cualquiera en Córdoba lo habría interpretado como Jiménez hizo—. Me refiero a Víctor, el hijo.
—¡Menudo gilipollas! —lo fotografió con polaroid Jiménez.
—Pero tendrá más ángulos el perfil, ¿no? —dijo Benegas.
—No creas. Engreído, petulante, niño de papá..., si quieres sigo, pero no merece la pena. ¡Un verdadero gilipollas, vamos! El padre quiso meterlo en el banco, pero al chaval le dio por la bohemia desde muy joven. Imagino que es donde menos se nota que uno no le da un palo al agua. En el cutre circuito local de la cultura subvencionada corría el chiste de que era el peor poeta de la historia, pero que pasaría a la misma como el «hijopoeta» de don Sebastián Buenaventura, un verdadero «hijopoeta», eso sí —ironizó Jiménez—, sobre todo a la hora de repartir las magras subvenciones de la obra cultural del banco donde papá lo había enchufado; así que, aunque te tocara los cojones a manos llenas, tenías que estar a bien con él. No se movía un duro en esta ciudad sin su consentimiento. Y en ese mundillo todos andan más tiesos que una vela, ¡ya te digo!
—Y cuando se le quedó pequeña la ciudad dio el salto a Madrid... —avanzó Benegas pasos en la biografía del vate.
—¡Ni mucho menos! Es algo más familiar. La repentina mudanza a la corte, según asegura gente que lo conoce bien, tuvo como principal razón inscribirse en la Escuela de Letras, último cartucho que don Sebastián le concedió antes de integrarlo ipso facto en la sección de préstamos hipotecarios del Banco. Más que nada ante la total falta de resultados en la improductiva carrera literaria del vástago. Incluso a los que tienen mucha pasta debe aburrirles una barbaridad echarla continuamente a un pozo sin fondo; ya me entiendes.
—Pues, a la luz de los acontecimientos, ese último tiro lo aprovechó de maravilla —observó el inspector—. A partir de ahí no le ha ido nada mal.
—La verdad es que no. Estableció algunos contactos, se movió bien, y ganó un par de premios de poesía de cierto ringorrango, aunque ahora venidos a menos. Luego, cuando ya tenía un nombrecito, dio el salto a la novela, un salto fulgurante, como ya sabrás, pero con todo y con eso, qué quieres que te diga... —lo dejó estar Jiménez. El viejo zorro ya sabía por dónde iban los tiros del inspector.
—Pues quiero que me digas si alguien le escribe esas novelas con las que triunfa desde que está en Madrid —cerró el círculo Benegas.
—¿Alguien como Frankie Jurado? —Benegas asintió—. Y antes de que cante el gallo, claro, gallo a la cazuela —conjeturó el periodista lo que empezaba a tornarse una evidencia—. ¡Pobre chaval! —se condolió. Para pasar el mal trago pidió otras dos cervecitas—. Rumores ha habido siempre sobre ese particular, no te lo negaré —admitió Jiménez.
—¿Por ejemplo? Soy muy torpe con esto de la rumorología —quiso confirmar el inspector.
—Pues, por ejemplo, que esos premios de poesía con los que se dio a conocer cuando todavía era un don nadie también fueron comprados. Se habla de dos o tres millones de las antiguas ¡eh!, o sea, que ninguna broma. Por ejemplo, también, ya que me insistes, que esos versos premiados a base de talonario tampoco eran suyos, sino igualmente comprados a algunos poetas locales condenados al silencio desde ese entonces, como podrás suponer. Y como hoy te veo en plan muy malaleche, te pondré el ejemplo final, para que no te quejes: por mucho que haya consolidado un cierto prestigio como poeta comprador, nadie se explica ese fulgurante triunfo como novelista. De ahí que lo menos que te comentan otros escritores locales cuando sale el tema es que Víctor Buenaventura carece de imaginación incluso para describir una pelea. Así que el resto ya te lo puedes imaginar tú.
—Dinero y contactos. Lo de siempre —resumió Benegas, dando acomodo a las raciones: entrecot a la pimienta para él y lubina a la plancha para Jiménez. ¿Vino?: el de la casa, un tinto medioqué.
—Dicen que quien no tiene padrino no se casa, ¿no has oído tú eso, Benegas? Pues éste tiene padrino, madrina, cura de repuesto y un mayordomo para abrirle las piernas a la novia por si el ínclito tiene dudas de adónde apuntar en la noche de bodas. Y si no los tiene ahora, porque tal vez ya no los necesite, por lo que yo sé los ha tenido antes.
—¿A quién te refieres? —no entendía del todo el inspector.
—A don Álvaro Quintero, claro, a quién me voy a referir. Y a que el dinero tal vez no saliese sólo del patrimonio de los Buenaventura, sino de ciertas partidas del Meridional. No sé si recordarás aquellas fotos del diario, no olvides que también participado casi al cien por cien por el banco, como casi todo en esta ciudad, en los actos de entrega de esos premios de poesía de que hablamos: en primera fila y siempre sonriente, incluso en mejor posición que el propio padre del escritor, está Álvaro Quintero. ¿Cuestión de imagen, marketing para el banco? —se preguntó el periodista—. ¡Vete tú a saber! En cualquier caso eran otros tiempos. Los buenos tiempos entre Quintero y Buenaventura.
Benegas jugueteó con la punta del entrecot y la bañó en salsa. Chasqueó la lengua y esbozó una mueca que bien podría traslucir su incredulidad o dar a entender «¡entonces sí que estamos bien jodidos!», sobre todo como empezasen a encajar todas las piezas según las estaba dejando caer Jiménez. ¿Pero en qué berenjenal se había metido el desgraciado de Frankie Jurado sin darse cuenta?, pobre peón machacado en una partida que no era la suya. En casos como éste, Benegas siempre recordaba una frase de esas que suelen encabezar las agendas y los calendarios y que él se aprendió de memoria para soltarla de vez en cuando y epatar, un proverbio masai creía que era: «cuando dos elefantes se pelean, siempre pierde la hierba». Pues de Frankie Jurado no quedaría ni una brizna en esta batalla, pensó Benegas, rematando un jugoso trozo de carne.
—Es muy arriesgado eso que comentas, Rodri —quiso zafarse Benegas—. No sé, me da la impresión de que todo esto es mucho más simple —era más un deseo que un análisis cabal, pues de lo contrario habría demasiadas complicaciones con gente de ese nivel rondando por el caso, demasiadas cortapisas y problemas, como ya aventuró nada más salir a la palestra el apellido Buenaventura. Pero en esta ocasión el obstáculo que se le vino de inmediato a la cabeza fue más insospechado: Espadas, su jefe directo. En fin, mejor dejarlo correr. Pero él sabía que, aunque sólo fuese para descartarlo, ese era un camino que tarde o temprano habría que transitar.
—Eso depende —y Jiménez se quedó callado, con una media sonrisa terciada, hurgando en la raspa de su dorada.
—Depende de qué, Rodri —se puso serio el inspector. Nunca le habían gustado los acertijos.
—Depende de lo que estuviera buscando Frankie Jurado. Desde el día que nos vimos he hecho algunas preguntas en la emisora. Deformación profesional, ya sabes. Y la movida que tuvo con el Director fue porque el jefazo le echó para atrás un reportaje sobre la compra y venta de premios literarios. Curioso, ¿no? —el muy zorro tenía un as en la manga.
—¡Ajá! —afirmó Benegas, aguantándose las ganas de estrangularlo. ¡Podía haber empezado por ahí! También es cierto que Jiménez podría achacarle a él los muchos rodeos dados, pero es que este tipo de partidas se juegan con ciertas reglas. Benegas lo sabía, así que sin darle más importancia de la debida, preguntó —. ¿Y por qué se va a negar TeleMezquita, empresa cien por cien propiedad del Banco Meridional, como casi todo en esta ciudad, a emitir un reportaje que machaque al hijo de Sebastián Buenaventura, el desahuciado por «presuntas» malas prácticas financieras? Es una oportunidad de oro para darle la puntilla al cabrón —argumentó Benegas, mostrando también su antipatía hacia el ex gerente, al cual ni su caída redimía ante la opinión pública, demasiados años siendo el brazo ejecutor del banco, matarife de tantas ilusiones.
—Eso se lo tendrás que preguntar a mi señor director, porque yo no tengo ni la más remota idea. A lo mejor me estoy montando una empanada mental de campeonato desde el otro día, pero mi obligación era contártelo y la tuya ver qué se puede sacar por ahí. Y me da la impresión, señor inspector, que todo nos conduce a los oscuros entresijos del asunto Buenaventura.
—El asunto Buenaventura —repitió Benegas, haciendo una seña al camarero para que trajera los cafés—. Hemos vuelto al principio de la conversación.
—Ni por error me puedo librar de ese caso, ¡y mira que no me dejaron ni preguntar al respecto! —bromeó Jiménez. Ambos guardaron un breve silencio, en tanto se retiraba el camarero que les había servido los cafés.
Que se tomaron mientras acordaban que, como ya era viernes, el lunes por la mañana Benegas iría a la emisora para hablar de una maldita vez con el director, pues el fin de semana estaría en Madrid en un congreso sobre televisiones locales y tecnología digital terrestre. «A última hora, Benegas, acuérdate; el resto del día mamando en el Banco lo que don Álvaro diga y quiera, siempre a su servicio. De pie o de rodillas, eso da igual». Se despidieron en la puerta del restaurante. Eran ya las cuatro y media de la tarde y Benegas se dirigió a la Brigada, donde debían estar esperándolo desde haría un buen rato Vázquez y Marita. A ver qué les contaba la estrella local de la lírica, Rafael Cartagena. Como se pusiera tonto, se dijo Benegas sacándole aristas a la conversación que acababa de mantener con Jiménez, y no le corroborara un par de cabos sueltos, el poeta iba a terminar cantando en endecasílabos si hiciera falta.
El asunto Buenaventura
Benegas no dejó de darle vueltas desde que salió del restaurante hasta que llegó a comisaría. Y es que, para medio entender los entresijos de ese ajuste de cuentas navajeras entre los halcones del Meridional —que los medios de comunicación bautizaron, con ese alarde de creatividad que les caracteriza, como «el asunto Buenaventura»—, había que repasar, prácticamente, toda esa historia del Banco que Jiménez estuvo a punto de contarle de carrerilla mientras él se atragantaba con el pellejo de una berenjena bañada en miel andalusí. Historia que arrancaba a mediados de los setenta, como tantas otras historias en un país que se reinventaba cada década, se dijo Benegas. A la muerte del General Franco, en aquella Córdoba agraria, rentista y decadente, sobresalían dos entidades financieras: una, la Caja Provincial, pertenecía a la Excelentísima Diputación, gobernada en esos momentos por tecnócratas aperturistas afines al Opus Dei; la otra era el ya famoso en toda España Monte de Piedad, en el cual, desde principios de siglo, la mayor participación correspondía al Cabildo catedralicio; es decir, a la Iglesia.
Con la Transición y las primeras elecciones, la Diputación y su caja de caudales cayeron en manos del socialismo triunfante en toda la región y en toda la provincia cordobesa, excepto en la capital, claro, donde nunca había rascado bola, aspecto este que merecería un análisis sociológico aparte. En esos años, intuyendo el despegue económico tras la crisis del petróleo y para mejor competir en un mercado cada vez más complejo, ambas cajas decidieron fusionarse y crear una nueva entidad, a la cual llamaron Banco Meridional. Como la posición dominante correspondía claramente al Monte sobre la Caja, fue la Iglesia la que impuso los más de sus postulados, por ejemplo decidir el nombramiento del director gerente de la recién creada empresa, cargo que recayó en un joven deán del cabildo, don Álvaro Quintero. Pero aquellos antiguos tecnócratas ahora reconvertidos a la socialdemocracia no cejaron hasta crear una vicepresidencia ejecutiva con casi el mismo poder de veto y decisión, que una cosa es ser más pequeños y otra no saber morder. En ella situaron a Sebastián Buenaventura, prestigioso asesor jurídico y ex vicepresidente del PSOE en Córdoba. Contrariamente a lo que en un principio pudo pensarse, ambos hombres congeniaron sin ningún tipo de roce ni problema, al fin y al cabo tampoco eran el agua y el aceite, y desde sus dos no tan distintos puntos de vista ayudaron a consolidar la posición del banco absorbiendo varias entidades menores que pululaban por la provincia gracias a la gestión del pequeño ahorro y las rentas del campo y la ganadería.
Durante los años siguientes —y por lo que a su zona de influencia se refería—, Álvaro Quintero y Sebastián Buenaventura colocaron al Meridional al mismo nivel financiero, si no superior, de los poderosos bancos de ámbito nacional, que nunca llegaron a creerse del todo que, en tan corto espacio de tiempo, las otrora dos pequeñas cajas de ahorros locales tuviesen en la provincia cordobesa el porcentaje de clientes que llegaron a tener. Escasa visión de negocio que hizo del Meridional el acreedor casi absoluto de los préstamos, hipotecas y desasosiegos varios que perturbaban la vida de los ciudadanos y empresas de Córdoba capital, donde prácticamente tenían una posición de monopolio.
Eso los hizo los auténticos detentadores del poder absoluto en la ciudad, en ese plan que a Benegas tanto le gustaba remarcar; o sea, sin tener que presentarse cada cuatro años al engorroso trámite de unas elecciones municipales. Entre otras cosas porque eran ellos quienes financiaban o avalaban a todos los partidos que concurrían a los comicios. Además, eran los dueños o tenían participaciones en todos los medios de comunicación de la provincia, desde el diario de más tirada hasta la emisora de radio del más ínfimo pueblo de la sierra norte; así que más valía tentarse las vestiduras antes de mirarlos mal.
Casi treinta años habían transcurrido desde aquellos nombramientos, durante los cuales los lazos entre ambos se fueron estrechando cada vez más y sus biografías convergieron, por encima de todo, en una misma dirección: el crecimiento del Meridional. En concreto, Álvaro Quintero abandonó los hábitos para centrarse exclusivamente en la presidencia del banco, aunque siguió siendo el hombre de la Iglesia en la institución; el tesorero de Dios lo llamaban en la ciudad. Por su parte, Sebastián Buenaventura se desmarcó una y otra vez de sus ya ex correligionarios de partido (la gestión financiera absorbía ahora todo su intelecto y hubo de aparcar caducas ideologías) los cuales, cada cierto tiempo, maquinaban en su contra calculados ataques legislativos para ver si podían quitárselo de en medio de una maldita vez; leyes y decretos con los que los gerifaltes regionales del puño y la rosa intentaban obtener una mayor representatividad en el Consejo del Meridional, es decir, un trozo más grande del pastel con el que ir tirando, que eso de las elecciones y las campañas se estaba poniendo cada vez más caro y lo de la ideología socialista, en efecto, cada día más difuso y lejano, como el ex compañero Buenaventura no se cansaba de repetirles. Y el nivel de vida, ¡qué subía sin parar!, aunque esos mismos políticos no hiciesen nada por evitarlo. Pero así funcionaba la rueda del mundo en la Andalucía democrática de pandereta, mangoneo y subvención. Y si la gente seguía votando las mismas siglas sin preguntarse ciertas cosas sería porque le interesaba, porque no quería experimentos, o porque estaba hasta los huevos de todos y éstos eran los que menos molestaban, que para eso el pueblo es sabio y decide siempre a su favor.
Pero al cabo de esas casi tres décadas, y sin que mediase una explicación más o menos lógica y racional, una mañana de octubre, Sebastián Buenaventura fue cesado fulminantemente de todos sus cargos en el Banco Meridional por el mismo y expeditivo método con el que él había liquidado a tantos otros, siempre bajo las órdenes y el dictado de don Álvaro, el máximo director que todo lo regía y controlaba.
Una explicación lógica y racional sobre ese navajeo de altos vuelos no, desde luego, pero algunas teorías al respecto sí que tenía Benegas, como cualquier cordobés por otra parte; aunque, para exponerlas en otro lugar que no fuera una reunión de amigos, más valía recabar pruebas si no querías tener problemas hasta con Hacienda.
En fin, se dijo Benegas de nuevo, avistando a lo lejos el edificio de comisaría, que más les valía esperar la mucho más lógica posibilidad de que en la desaparición de Frankie estuviese implicado solamente Buenaventura hijo, a quien, por cierto, habría que ir pensando ya en citar para que declarase, se reconoció el inspector con un punto de incomodidad, Espadas revoloteándole de nuevo el pensamiento.
Tan en sus cosas andaba Benegas que apenas se dio cuenta de que ya enfilaba el pasillo de su despacho. Iba a entrar cuando lo detuvo la voz del subinspector Vázquez. Dentro ya estaba Cartagena con Marita, le dijo, al tiempo que le informaba someramente sobre las pesquisas que había llevado a cabo esa misma tarde. Benegas asintió mostrando su aprobación, que atornilló con un muy suyo «¡ajajá!», y sin más tardanza entraron en el despacho, donde Rafael Cartagena conversaba, relajado y sin sospechar la que se le venía encima, diríase incluso que gustándose en sus rebuscadas explicaciones, con Marita; la cual, seguramente absorta en las compras que debía realizar esa misma tarde —y cómo negar en semejante respuesta la indeleble impronta que un buen jefe suele dejar en sus subordinados—, se limitaba a contestarle, más que nada por darle carrete al chaval mientras Benegas hacía acto de presencia: «¡ajajá..., ajajá!».
El rey del mambo
Lo peor de ser el rey del mambo no es que los demás se lo crean y te lo repitan continuamente. Lo peor es que «tú» te lo creas y no dejes de repetírtelo al ritmo de las congas y el cha-cha-chá. Eso pensaba Benegas mientras Chiqui Cartagena les relataba, casi relamiéndose, las distintas vicisitudes y peripecias que lo habían llevado a su actual situación de prócer local de las letras. Benegas condescendía con la perorata —uno suelta más la lengua cuando hay buen ambiente—, pero el sujeto aquel lo estaba cargando de tal manera que no pudo evitar un punto de brusquedad al preguntarle directamente si Frankie Jurado había escrito alguno de los libros con los que Víctor Buenaventura estaba forrándose desde que dio el salto a la narrativa. El poeta captó el nada sutil tono de Benegas al hacerle la pregunta y se quedó mudo de repente, encajando un cambio de guion que, ahora se lo reconocía, llevaba intuyendo desde que Frankie desapareció la pasada semana. Así que se acordó de dónde estaba en realidad, plegó las velas que le tenían henchido el corazón y optó por no andarse con rodeos.
—Pues..., sí; los dos los ha escrito él —titubeó, confirmando al punto cabal las sospechas de Benegas.
—A nueve mil euros la pieza, ¿correcto? —lo animó el inspector.
—Sí, pero, ¡vamos!, qué quiere que le diga... si quieres entrar en el mercado tienes que mostrarte de alguna manera en el escaparate, eso no tiene nada de malo.
—Y a ti también te gusta hacer de maniquí, ¿verdad? Dime, si no, qué significa esto —preguntó Benegas mostrándole el documento bancario que Vázquez acababa de entregarle: dos ingresos de nueve mil euros en su cuenta, aunque más antiguos, de dos años y medio atrás.
—Frankie le ha escrito dos novelas y yo le escribí los poemas con los que empezó a despuntar, con los que ganó sus primeros premios —confesó lacónicamente.
—¿Y cuántos negros más hay por ahí sueltos?, que tú conozcas —quiso saber el inspector, carne de cañón si seguían cumpliéndose sus cábalas.
—Que yo sepa no hay nadie más —respondió el poeta—. Frankie y yo. Era nuestro plan.
Benegas enarcó las cejas y frunció los labios, su característico mohín de encaje. La revelación lo había sorprendido, ciertamente. Al menos, el abanico de personas a proteger llegado el caso era bien reducido. ¡Pobre diablo el tal Cartagena!, se dijo, pasando sin solución de continuidad de querer darle un par de hostias a compadecerlo.
—¿Y por qué era Buenaventura vuestro escaparate, en qué consistía el plan, o el trato? —incidió Benegas, aunque bien se lo podía imaginar sin que Cartagena abriera la boca.
—Él llegaba primero a la cima y tiraba de nosotros después. Él, su padre, el Meridional, o quien quiera que moviese los hilos. Nos daba igual la editorial, por pequeña que fuese. El caso era publicar y meter la cabeza, entrar en el mercado, en el circuito, ya sabe lo que le quiero decir.
—Pero Buenaventura no cumplió su parte del trato —aseveró Benegas.
—Conmigo, sí —reconoció Cartagena—. No es fácil publicar dos libros, ¿sabe usted? —Ya no era el rey del mambo, ya no navegaba, ufano y zascandil, henchidas las velas del orgullo. Ahora estaba tocado y hundido. Y aún le faltaba reconocer lo peor para su vanidad.
—¿Y por qué con Frankie no?
—Si quisiera seguir engañándome le diría que porque es más fácil colocar un par de libritos de poesía, como los míos, que nadie va a leer al fin y al cabo pero que resultan muy económicos de publicar, que una novela, donde siempre hay que asumir más riesgos, y no me refiero sólo a los económicos. Eso es lo que siempre nos decía Víctor, su excusa recurrente. Pero no era por eso... —Cartagena se interrumpió, le costaba encontrar las palabras, tal vez porque supiese que, en el momento en que se reconociera la verdad desnuda, todo habría terminado para él—..., con Frankie no era por eso, desde luego.
—Tú dirás —condescendió Benegas, guardando de nuevo silencio.
—Frankie era demasiado bueno. Demasiado bueno para él. Y cuando empiezas a situarte en las alturas, te molesta que la sombra de un cualquiera te llegue siquiera al talón. Y mucho menos una sombra tan amenazante. Mire, una vez Víctor hubo publicado su primera novela, con bastante buena acogida, por cierto, Frankie le dejó otro par de ellas, ¡a cuál mejor!, y Víctor no sólo no le ayudó sino que, y no me pregunte cómo lo hizo porque ni yo mismo me lo explico, lo convenció para que las reescribiera en una sola, se la vendiera por una miseria y al poco apareciese publicada a bombo y platillo firmada por él. Me refiero a «Arquitectura de un crimen», supongo que la conocerá, esa sí que ha sido un auténtico bombazo. Aquello le afectó a Frankie, ya se imaginará, pero me dijo que había que hacerlo así, porque esta vez era la definitiva. ¡Ingenuo! Con esa clase de gente nunca eres tú el que decide cuándo algo es definitivo o no lo es. ¡Nunca! —concluyó el pobre Cartagena, completamente a pique. Hundido del todo en el fondo del mar, de donde ya no saldría a flote ni con la grúa.
—¡Ajá! —enfatizó Benegas el triunfo total de sus tesis—. Y por eso decidió hacer público que todo era una farsa.
—En los negocios en los que no hay contrato, tampoco puede haber deudas pendientes, señor inspector —confirmó Cartagena—. Cuando Víctor le encargó una tercera novela, la jugada quedó meridianamente clara: cuanto más éxito tuviera Buenaventura, más en la oscuridad debería permanecer el verdadero autor de sus novelas. Y esa tercera entrega sería un gran éxito, se lo aseguro, pues Víctor tenía ya apalabrado con la editorial ganar uno de los premios organizados por ellos mismos, lo cual facilitaría mucho la promoción del libro, como usted comprenderá. Frankie se sintió engañado, humillado, peor que muerto; ¿acaso hay peor muerte para un escritor que no existir? Llevaba un tiempo intentando que toda esta mierda saltara por los aires, pero ¿quién coño va a escuchar a alguien que ni siquiera tiene voz? Es la lucha contra los molinos de viento. Don Quijote tiene mejor prensa, pero siempre ganan los molinos, que soplan más fuerte y esparcen el olor. Y al final, ya sabe lo que pasa: que acabamos todos acostumbrándonos al hedor de la mierda.
—En el correo que te envió el día de su desaparición dice que lo ha decidido ya, pero que tiene mucho miedo. ¿A qué se refiere? —intervino Vázquez.
—No lo sé, les juro que no lo sé. Ya les digo que Frankie estaba muy quemado con esta historia, llevaba un tiempo sin saber qué hacer, por dónde tirar para que todo esto reventara de una vez. Y más cuando vio que lo echaban de la tele, que por ese camino tampoco podría ser —Benegas asentía, siempre le gustaba corroborar versiones, aunque de Rodri nunca desconfiaba—. Se desesperó, fueron los peores días —prosiguió Cartagena—, y no sé qué le pudo pasar por la cabeza tras ese palo. Miren, la tarde del sábado que desapareció hablamos por teléfono y me dijo que iba a verse con Víctor, que ese día se encontraba en Córdoba, y que todo estaba ya en marcha. Luego me envió ese correo y, la verdad, no sé qué pensar porque no me dijo nada, no le dio tiempo... —se interrumpió Cartagena, emocionado al recordar a su amigo—. Lo último que me dijo es que no consentiría que le hicieran lo que me hicieron a mí, que no quería convertirse en lo que yo me he convertido, un escritor comprado, silenciado para siempre. A mí todo esto me da mucho miedo, señor inspector, no salgo de casa, no me he atrevido a denunciar nada... No sé... —rompió a sollozar Cartagena—, qué más quieren que haga.
—Tranquilizarse —le aconsejó Vázquez.
—¿Tranquilizarme? ¡Eso es muy fácil decirlo! ¡Así estaré más relajado cuando el hijo de puta ese venga con el palo, ¿no?! —quiso bromear acerca de su situación Cartagena.
—¡Bueno, cálmese! Haremos cuanto esté en nuestras manos, no se preocupe —intervino Benegas, tratándolo de usted por primera vez. Pura técnica policial. Cuando uno deja de ser sospechoso se convierte de nuevo en persona—. Ha hecho bien tomando precauciones, siempre es bueno tener cuidado, señor Cartagena. Por ejemplo, mientras todo esto se aclara, podría tomarse unas vacaciones, pida unos días libres. Y avísenos si ve algo raro a su alrededor, ¿de acuerdo?
—De acuerdo —asintió Cartagena, enjugándose las lágrimas con el kleenex que Marita le había dado.
—Un par de cosas más, señor Cartagena —quiso saber el inspector—: ¿por qué cree usted que Frankie ha podido borrar sus contestaciones o comentarios en los correos de estos últimos días? De acuerdo que se le quedase colgada esa última frase, o que a usted no le diese tiempo a responderle, pero es que no hemos encontrado en el disco duro del ordenador de su amigo ni una sola intervención suya en la última semana. Ni una. Es como si Frankie se dirigiera a un interlocutor imaginario. ¿No habrá nada que ocultar, no?
—¡No, no, ni mucho menos! —exclamó Cartagena, esbozando una sonrisa—. La explicación es bien fácil. Es que, desde hace varios días, tengo el «messenger» roto y parte del sistema operativo peor que mal. Así que Frankie me mandaba los correos a mi ordenador, que recibirlos sí que puedo, y yo le contestaba a él por el móvil. Por eso parecerá un diálogo de sordos, pero no busque usted nada extraño donde no lo hay. Mire, aquí lo tengo —dijo, sacando el teléfono del bolsillo—. Compruebe lo que quiera. Creo que aún no he borrado los «SMS’s».
—Veamos las tripas del bichejo ese —dijo Benegas, instando a Marita a ponerse manos a la obra. Todos los días se aprende algo nuevo que nunca sabes cuándo te puede venir bien. Cinco minutos tardó la subinspectora en constatar que, en efecto, Cartagena no les mentía. Los «SMS’s» se ajustaban como un guante a los silencios del ordenador de Frankie. Todo aclarado, pues, pero antes de que el poeta se marchase, Benegas quiso que Cartagena lo sacara de una duda que llevaba varios días acosándolo sin cesar—. Una última cosa, señor Cartagena. Verá..., si Frankie es tan bueno como usted dice, lo cual no discuto, me pregunto por qué no se inventaba las novelas. Inventárselas de cabo a rabo, quiero decir; ¡personajes incluidos! A un escritor se le supone cierta imaginación, ¿no?, y a mí, francamente, no me gustan esta clase de jueguecitos —hizo patente su malestar Benegas, arrojando uno de los ejemplares escritos por Jurado sobre la mesa.
—¿Un juego, dice? Señor Benegas, si a lo largo de todo este interrogatorio no le ha quedado suficientemente claro, entonces..., la verdad..., no sé cómo voy a explicárselo. Para Frankie, esto nunca ha sido un juego. Nunca —contestó Cartagena cogiendo el libro—. Esto es una obsesión. Si se levanta cada día es únicamente para demostrarse que es capaz de llegar adonde él se ha propuesto, que puede vivir de esto —recalcó, sosteniendo en alto el ejemplar—, respirar de esto. De escribir, de su talento. Usted, simplemente, es su personaje favorito.
—¿Simplemente? —le recriminó, más que preguntarle, Benegas.
—Sí. A Frankie le fascinó el caso de «Los Códices Templarios». Tenía que escribir una novela policiaca en muy poco tiempo para un premio de cierta importancia y tomó esa investigación como base para la misma. La cosa le salió bien, y a partir de ese momento ustedes pasaron a ser, cómo diría yo... —se interrumpió Cartagena—, su inspiración más inmediata. Conocía todos sus casos gracias a su trabajo en TeleMezquita, y cuando necesitaba profundizar más en algún aspecto en concreto no dudaba en entrevistar él mismo a los implicados, o incluso a agentes más o menos conocedores de la investigación, bajo la excusa de algún reportaje que nunca llegaba a emitirse, por supuesto.
—¡Pero qué grandísimo cabrón! —exclamó Benegas. Por eso sabía tanto el muy canalla acerca de ellos, porque les rastreaba las investigaciones una vez cerradas. Por un instante, Benegas pensó quién demonios podría ser el miserable chivato que habría largado delante de un micrófono lo de su crisis matrimonial con Blanca.
* * *
Cuando Cartagena se hubo marchado, Benegas reunió a su equipo y reestructuró los movimientos a seguir, bien fáciles por otra parte: el lunes habría que ir a hablar sin falta con el director de TeleMezquita, también citar a Víctor Buenaventura para interrogarlo y, casi con total seguridad, detenerlo. Pero antes de ir a TeleMezquita y de que el pichón declarase que era completamente inocente —mostrándoles de paso varias coartadas de cajón—, debía cubrirse las espaldas con doble coraza, no ya tanto por los Buenaventura como porque, siquiera tangencialmente, el asunto tenía todas las trazas de derivar hacia el Meridional y Álvaro Quintero, tal como ya le había anticipado Jiménez.
Así que llamaría de inmediato a Rafaelito para comentarle el asunto por encima, en concreto algunos de esos datos que Andrés había averiguado a lo largo de la tarde sobre Víctor Buenaventura. Y mañana por la mañana, sábado, a una semana ya de la desaparición, pensó, sobre la hora del aperitivo, se daría un salto hasta «La Gata» a ver si Rafaelito estaba ya al corriente de algo relacionado con un matarile de altos vuelos. Para Rafaelito, una noche bien aprovechada era más que suficiente. Y, en todo caso, tenía todo el fin de semana por delante para indagar. Porque para Benegas resultaba obvio que gente como Buenaventura no se mancha nunca las manos de sangre, así que tal vez hubiese una pequeña oportunidad husmeando por los bajos fondos y sótanos de rigor. Forse, forse, chi lo sa?, canturreó en un lamentable tonillo napolitano para darse ánimos y convencerse de que todo saldría bien.
Por otra parte, como la investigación informática pasaba a un segundo plano tras la exhaustiva confesión de Cartagena, a partir de ahora Marita podría dedicarse en cuerpo y calma a la lectura. Así que, junto a Sampedro y Maqueijan, comprobaría el argumento de todas y cada una de las novelas escritas por el desaparecido en estos dos últimos años, con un doble objetivo: por un lado, constatar la referida declaración de Cartagena, esto es, que el escritor se inspiraba en casos resueltos por ellos, y por otro, ver qué casos eran esos y a qué personas afectaban. Más que nada por si alguno de esos ficticios protagonistas resultaba ser en esta vida real e impura alguien especialmente quisquilloso. O discreto. O vengativo. Si así fuese, entonces no tendrían un único e incómodo sospechoso con el apellido Buenaventura a cuestas, sino una bonita baraja de ellos, deseó el inspector para sus adentros. La doble coraza empezaba a ser blindada.
La subinspectora se dispuso a la labor de inmediato, repartiendo un par de ejemplares a Sampedro y uno, el más grueso, a Maq, que la miró condescendiente, para que los fueran ojeando esa misma noche. Benegas se quedó a solas con Vázquez, con la declaración firmada de Cartagena sobre la mesa.
—En el colegio me explicaron que las guerras entre poetas eran incruentas, jefe. Y ahora, fíjate: ¡cargarse a un tío por unos versos de más o de menos!, ¡desde luego, lo que no veamos en esta profesión...! —arrastró Vázquez los puntos suspensivos con deje gallego, dejando colgada su extrañeza de las perchas de los signos de admiración.
—Si hay gente que mata por un cuadro, un libro antiguo o por una escultura abstracta que no entiende ni Dios... —respondió Benegas—. Esto es simplemente otra rama del arte. Además, no lo han matado sólo por unos versos, Andrés, tú lo sabes tan bien como yo.
—El maldito despecho.
—La gasolina que pone en marcha cualquier reacción. Luego lo revestimos con dinero, sexo, con amor, con lo que tú quieras..., con el éxito social, por ejemplo, y decimos que ese ha sido el móvil determinante, que queda muy técnico y muy policial, pero a nada que hurgues te encuentras con lo mismo: tu vida no es como querrías que fuese, como llevas tanto tiempo planeando que sea, y siempre hay un gilipollas a quien echarle la culpa de eso.
—Pues en este caso los tres están en esa situación: Buenaventura, Cartagena y Frankie Jurado.
—Cierto, tres vidas desenfocadas. Pero por lo que a este caso respecta, si a Frankie se le hubiese ocurrido hablar, la vida de Buenaventura no es que quedara desenfocada, es que se hundiría sin remedio. Peligro mortal —razonó Benegas.
—Vamos, que lo han matado por lo de siempre: por el qué dirán. Para que las viejas del pueblo no murmuren más de la cuenta —dijo Vázquez.
—¡Pero si es que siempre es lo de siempre, Andrés!, que desde los dinosaurios...
—... los monos son los únicos que han evolucionado sin marcha atrás.
—¡Chico listo! —asintió Benegas—. Anda, vámonos ya, que este fin de semana tengo que repasar con la almohada cómo coño le voy a contar yo toda esta historia al chimpancé jefe de la manada —bromeó Benegas sobre el mal trago que le esperaba con el comisario Espadas si quería que la investigación prosiguiera sobre sus debidos cauces, digamos, procedimentales.
Despidió a Andrés y, justo antes de irse, telefoneó a «La Gata». Colgó con la satisfacción de saber que desde ese mismo momento las cosas marchaban por donde debían. Y ahora a casa, se reprendió, que si Celia no lo había remediado, Navidad debía de estar reventando, el pobrecito.
Un cante por soleares
El AVE había hecho mucho por la ciudad, eso no lo iba a discutir un triste inspector de homicidios, pero por lo que al noble ramo de la hostelería respectaba, y sobre todo para los autóctonos, el maldito tren estaba haciendo estragos. Con eso del turismo hasta en la sopa, y con el único objetivo de atraer en masa a la selecta, prepotente y chillona clase media madrileña —la cual estaba convencida de que un breve paseo alrededor de la Mezquita para luego hartarse de torreznos con salmorejo era el no va más de un exótico periplo cultural— la mayoría de las centenarias tabernas de Córdoba se habían pasado con todos sus pertrechos a la new age, aunque intentando no perder del todo un estilo decorativo marcadamente castizo andalusí, requisito exigido por los «touroperadores» para incluirlas en sus circuitos. El resultado era, como es fácil suponer, catastrófico: sillas de diseño vanguardista junto a aperos de labranza del año «catapúm»; mesas tan minimal que, una vez servida sobre ellas la escueta pitanza, estilo nouvelle cuisine, por supuesto (¡pero me cago en la leche, esto son las croquetas o los cojones de un palomo...!, protestaba más de uno al ver las raciones), el cenicero había de sostenerlo uno de los comensales; o en fin, la consabida y añeja cabeza de toro desorejada por sabe Dios qué patán en una plaza de tercera lindando con el último grito en arte contemporáneo, versión litografía hindú. Hasta los jamones colgantes parecían diseñados por ordenador, algunos de ellos ni siquiera tridimensionales. Benegas las detestaba. Él era un clásico y se vanagloriaba de ello. A él le gustaba que el suelo oliese a serrín y estuviese minado con servilletas arrugadas a las que darles pataditas y cabezas cortadas de gambas con ojos saltones que parecen estar preguntándote por qué. Por eso, desde que regresó a Córdoba, allá a finales de los setenta, era un parroquiano más de la Venta La Gata, un tugurio sito en el arco bajo de la Corredera, ese gigantesco terral del XVII que hace las veces de plaza mayor porticada en una ciudad que no la necesita. Allí iba el inspector cuando necesitaba pensar, sobre todo en voz alta.
La Gata era un sitio de esos donde no hacía falta pedir lo de siempre porque siempre había lo mismo, y el único pata negra que cabeceaba sobre el mostrador de la barra era Rafaelito Chacón, un ex lejía prostibulario y muy pasado de rosca que creía haberlo visto todo en este mundo hasta el día que se topó con el indescriptible y telúrico culo de Yoannis Quezada en un club de la Nacional. Bien es verdad que el culo de Yoannis Quezada no parecía de este mundo. O que toda ella era sobrenatural, para ser más exactos, con aquellos andares felinos que cautivaban a la rancia y aquilatada clientela, esa mirada de melaza a la que no podías decir no, y unas caderas altas y jaquetonas que te llevaban la vista de corrido hasta unos pezones que parecían rodajas de mortadela.
No le quedó otra al pobre Rafaelito que llevarse a la mulata a vivir con él y firmarle todos los papeles que ella le puso por delante, falsos o de verdad, a cambio de que ese par de tetas le hiciera de vez en cuando —tampoco estaba el hombre para muchos trotes— ese favor sexual (son cuatro letras y hay que separarla del grano) que invariablemente acompaña al gentilicio femenino de su caribeña nacionalidad. Pero a pesar de los años y de los achaques que le acortaban la libido, Rafaelito andaba bien de oído y conservaba buena voz, condiciones indispensables para el cante, y no sólo el flamenco. Benegas y él llegaron a un fructífero acuerdo de colaboración años ha, en virtud del cual, en estos días sin ir más lejos, el inspector no sabe nada ni conoce absolutamente a nadie en Extranjería a quien le pueda interesar la estancia ilegal en España de la cubana, y a cambio Rafaelito cumple su parte abriendo bien los oídos, auscultando la calle y aclarándose esa garganta tan prodigiosa que Dios le ha dado, que para eso estamos, ¡coño!, para ayudarnos.
Fue en esa tasca, una noche de curda junto a Maqueijan, cuando Benegas, siempre tan imaginativo, alumbró su creación definitiva, proporcionando a la gastronomía patria un brebaje tan selecto que dejaba a la altura del betún al más endomingado sumiller francés. Para Benegas eso era lo que ni siquiera le hacía falta pedir cuando asomaba por La Gata. Como ahora, justo ahora mismo.
—Ese dry Martini cañí, a la voz de ¡ya!, Lolo —saludó a la concurrencia pidiendo el aperitivo alcohólico. Bajo tan cosmopolita definición, pasada por el tamiz del más furibundo iberismo, no se escondía otra cosa que un cóctel hecho con lo único que nunca faltaba en La Gata, o sea, vino blanco y/o vino tinto. Pero con estilo: ¾ de Tío Pepe muy frío y un chorreón de ese solera oloroso en el que lo había iniciado su amigo Sepúlveda, el viejo profesor. Lo de la aceitunita, añadido del Lolo, el hijo de Rafaelito que era quien de verdad atendía el negocio, ya lo llevaba peor—. Y la olivita te la metes por donde te quepa, eh, Lolo —masculló cuando el aludido se la mostró juguetón entre el índice y el pulgar, haciendo como si fuera a encestarla en el catavino.
—¿Y por qué no me la metes tú, guapo? —gustaba Lolo de sonsacar a ciertos asiduos con los que tenía confianza.
—Lolo, Lolo, tengamos la fiesta en paz —contemporizó el aludido—. ¿Y tu señor padre? —le preguntó.
—Ahí, en el almacén, ¿dónde va a estar? —le señaló Lolo la trastienda con un deje sarasón, mientras sacaba brillo a los vasos con un airoso movimientos de manos.
Benegas atravesó la taberna saludando a algún cliente demasiado habitual, abrió la puerta del almacén y vio a Rafaelito al fondo, trajinando con el vino a granel.
—¿Qué pasa, Rafael? —saludó el inspector.
—Algo hay ya —contestó el confidente.
—¿Encargo, no? ¿Sudamericano? —fue a lo seguro Benegas, dando un sorbito a la copa.
—No, no, de eso nadie sabe ni ha visto nada.
—¿Entonces qué?
—El coche que me dijiste. Lo vieron esa noche en el barrio del chaval —dijo Rafaelito, con un ritmo que a Benegas le sonó a fandango, sólo faltó que acompañara el compás con golpecitos en el barril. No sería la primera vez que lo hiciera. Tenía tanta guasa el hijoputa que más de una vez, como él mismo decía, puestos a cantar había que cantar de verdad, y largaba el confite dominando distintos palos. Las soleares eran su especialidad.
—Algo es algo —se consoló el inspector, reconociendo en su interior la solidez del dato.
—Hay otra cosa más —añadió Rafaelito—: montaron una buena en un pub del centro, el Orión. ¡Pero una buena de cojones! Trabaja allí un amigo del Lolo y el chaval me dijo que no sabía quién había repartido más. Pero discutir sí que discutieron, como comprenderás, y amenazas de muerte también se oyeron unas pocas —entonó Rafaelito la tonada final.
Que Benegas le agradeció de todo corazón, ya encontraría la moneda con qué pagarle tan eficiente servicio, estas partidas también se juegan con ciertas reglas que no hace falta explicar al por menor. Tras despedirse de Lolo, Benegas se dio un paseo por la Corredera a repensar la situación. Tampoco es que hubiera que quebrarse la cabeza, se dijo, y más después de lo que le había contado Rafaelito. Todos los datos conducían a Víctor Buenaventura, bien como instigador, bien como autor directo. El problema venía después, y residía fundamentalmente en que todo este asunto se quedase ahí, que no fuera a más; aunque bien es cierto, se tranquilizó Benegas, que, por ahora —salvo un par de comentarios insidiosos de Juan Rodrigo Jiménez y una difusa referencia de Cartagena al Meridional— no había indicios para pensar que así fuese. En cualquier caso, eso era algo que tendría que comprobar él personalmente pasado mañana, cuando fuera a TeleMezquita a interrogar al director. Sin duda esa era la razón por la que había estado postergando durante los dos últimos días esa visita, porque tenía demasiado bien enfocado el caso como para que circunstancias extra policiales se pudieran interponer en su camino. Eso es lo que temía Benegas en su fuero más interno. Y lo peor de los temores es que suelen cumplirse, los muy puñeteros.
* * *
Porque el lunes, a la hora convenida, se presentó en las oficinas centrales de TeleMezquita, preguntando por el despacho de don Samuel Poyato, ese director con clarísimos instintos asesinos de cara al futuro, según J. R. Jiménez. Una secretaria displicente y un tanto huraña, pero bastante ajustada, lo hizo pasar a un recibidor, donde estuvo unos veinticinco minutos esperando no se sabe qué, pues por allí no pasó ni entró ni salió un alma.
Esa misma mañana, nada más llegar a comisaría, ordenó a Sampedro que citase a Víctor Buenaventura para esa misma tarde y mandó de nuevo a Marita a por otra orden de registro —a este paso Salinas iba a pensar que le había entrado complejo de oficial de la Gestapo—, en concreto para el domicilio y el coche del escritor. Lo de Buenaventura no iba a poder ser, le dijo Sampedro poco antes de salir, porque entre semana vivía en Madrid. Podía pagarle un billete del AVE o mandarlo detener directamente por los compañeros de Chamartín, pero Benegas pensó que entonces los trámites burocráticos le retrasarían demasiado la investigación. Volvieron a insistir un par de veces y Buenaventura, rezongando, se comprometió a comparecer el día siguiente, martes, a primera hora.
No sabría decir cuántas musarañas llevaba vistas y remiradas en el techo cuando se abrió la puerta del despacho y Samuel Poyato, sonrisa de compromiso al canto, lo invitó a pasar. Cincuentipocos años, la frente despejada aunque no calvo y bien conservado de gimnasio y sauna, Poyato era uno de esos hombres, abundantes en Córdoba por cierto, que habían cimentado toda su trayectoria profesional partiendo de y manteniendo una fidelidad sin fisuras hacia don Álvaro Quintero, el cual les procuraba cada cierto tiempo algún puesto directivo en las múltiples empresas gestionadas o participadas por el Banco Meridional. Aparte de esa interesada querencia canina —nada que ver con el sincero amor que Navidad sentía por él— era difícil encontrar alguna otra virtud en el currículum profesional del hombre que, con gesto amable, ajustándose la americana a cuadritos que le quedó un tanto arrugada tras volver a sentarse en su sillón, inquirió al inspector: «Pues usted dirá, señor mío». Aunque Benegas sospechó desde el primer momento que algo ya sabía Poyato de lo que él venía buscando.
Con todo, Benegas lo puso al corriente del caso que se traía entre manos. Puro formalismo. Poyato decidió sorprenderse con la desaparición de su trabajador virtual, pues al fin y al cabo no iba tanto por la emisora como para echarlo de menos. Se condolió cuando Benegas le expuso sus sospechas y lo que dicta la experiencia en este tipo de casos. Ya empezó a torcer el gesto cuando el inspector vadeó el terreno de las relaciones entre Víctor Buenaventura y el desaparecido, sin mencionar aún que sospechaba que el motivo determinante del homicidio o asesinato del desgraciado de Frankie era la compraventa del prestigio literario del primero y el consiguiente silencio que en estas cuestiones es necesario guardar. O imponer. De la forma que sea. Pero cuando lo mencionó sin ambages y conminó al director a que le explicara por qué discutieron agriamente en ese mismo despacho días antes de la desaparición del muchacho, el rostro de Samuel Poyato, labios contraídos, mirada huidiza, mandíbula apretada, era la viva imagen de alguien que empieza a verse en apuros. Esto no es lo que le habían dicho que venía buscando el policía de marras que, displicente, esperaba que se arrancase a hablar. En cuanto el inspector se marchara, Jiménez iba a oírlo. O mejor, lo despediría. No, mejor, mucho mejor: ¡lo asesinaría! ¿No dicen que cada uno debe cumplir su destino en esta vida?
—Perdone; perdone inspector...; un momento... ¿está usted sugiriendo que yo lo maté? —preguntó Poyato, apartando de su mente el cadáver de Jiménez y volviendo al de Frankie.
—Yo no he dicho eso, espero no haberme expresado mal. Es más, estoy convencido de que usted no lo hizo, pero necesito que me aclare lo que sucedió. Eso es todo.
—Discutimos por criterios estrictamente profesionales —se defendió el director.
—Debían de ser muy importantes esos criterios porque lo despidió ese mismo día, ¿no? Francamente, no me extraña que no lo echara de menos —retorció la puya Benegas—. ¿De qué trataba en concreto ese reportaje? —preguntó para que Poyato tuviera claro que ya estaban en la fase de constatación, y no recabando información a ciegas.
—Usted lo ha dicho, de la compra y venta de premios literarios —reconoció en voz baja Poyato—. Me engañó, por eso interrumpí y prohibí su realización. Me dijo que iba a hacer un reportaje sobre las imposturas en el mundo del arte en general y yo lo dejé hacer. Ya sabe, imaginé que se refería a cuadros abstractos y esas cosas así..., pero en realidad lo único que pretendía, en lo poco que me dejó ver del trabajo ya montado, era desenmascarar a Buenaventura de cualquier manera. Me utilizó y utilizó a la empresa. Y por ahí sí que no paso.
—Sobre todo si el reportaje salpica al dueño de la empresa —fue algo más que una insinuación el comentario.
—¡Pues sí! —levantó la voz Poyato—, sobre todo si salpica a don Álvaro. No lo dude usted ni un instante —le faltó ladrar tiernamente a la luz de la luna.
—No lo dudaré —recalcó Benegas—. Dígame una cosa, don Samuel, ¿podría decirse que usted y don Álvaro son íntimos amigos?
Poyato se quedó mirándolo con una expresión que bien podría interpretarse como, en primer lugar, a usted quién coño le ha dicho que Álvaro Quintero tenga un solo amigo, pero que él tergiversó con palabras al contestar:
—Podría decirse, sí, desde luego.
—Entonces, si es tan amigo suyo, le habrá contado por qué despidió a su también amigo y mano derecha durante treinta años, don Sebastián Buenaventura, ¿me equivoco? —ingenuo este Benegas. Incorregible.
—A tanto no llega nuestra intimidad —le requebró Poyato—. Don Álvaro nunca habla de ese tipo de cosas. Si quiere saber qué pasó tendrá que preguntárselo a él.
—Lo haré —dijo Benegas—. En cuanto pueda, no dude usted que lo haré.
—No lo dudo —pareció repetir la conversación el director de TeleMezquita—. Pero mientras tanto, y si no se le ofrece otra cosa... —quiso Poyato concluir de una vez, perderlo de vista, que se largara. Además, don Álvaro debería estar esperándolo ya. Quería saber de primera mano de qué demonios iba toda esta historia.
—Sólo que esté localizable por si fuera necesario volver a interrogarlo, señor Poyato.
—¡Esto es increíble; increíble, vamos! ¡Desde luego...!
—¿Qué es tan increíble, señor Poyato? A ver, dígame qué es eso tan increíble —se ofuscó Benegas—. Francisco José Jurado quiere desenmascarar a Buenaventura a toda costa, usted mismo lo ha dicho. Un pobre diablo contra el tipo que le ha suplantado el nombre, el prestigio, quizás la vida entera, ya sabe usted cómo funcionan las cosas cuando nos obsesionamos. El pobre diablo, que es más pobre que diablo, intenta aprovecharse de su trabajo en la televisión, pero eso comprometería, aún no sé de qué manera, al padre del escritor y al hombre que manda en la ciudad. Usted lo descubre, se lo cuenta a don Álvaro, que para eso son íntimos —en plan zumbón el inspector, viendo que el otro empezaba a acojonarse de verdad— y, en fin, para qué vamos a seguir. Fíjese, aunque sé que usted no lo hizo, sin darse cuenta hasta me ha dado un móvil.
—¿Un móvil, pero qué está usted diciendo, hombre? —resopló con desdén—. Yo lo único que he hecho es mi trabajo. No sé nada de este asunto, ni quiero saberlo, señor Benegas. Si don Álvaro me dice que haga algo, lo hago y punto. Y nada más.
Y nada más, se dijo Benegas. Esa es la clave, que todo sea limpio y aséptico, que no queden rastros. Pero no lo dijo en voz alta, tampoco era cuestión de cargar las tintas. Se limitó a repetirle, antes de salir, que estuviese disponible por si acaso. El director ni siquiera hizo el gesto de levantarse para acompañarlo hasta el vestíbulo. Tal vez para que Benegas no se diese cuenta de que, allí, sentado en su cómodo despacho presidencial, la americana a cuadritos empezaba a no llegarle al cuerpo tras esta maldita conversación.
3.200 al mes
La tarde de ese lunes la pasó, junto a Marita, Maqueijan y Vázquez —que terminó uniéndose al trío—, tal como él mismo ya predijo: elevando los niveles de lectura del país; un 25% por lo menos, porque entre los cuatro se leyeron atentamente unos veinte ejemplares de novelas cortas y relatos firmados por ese mismo escritor de tantas caras llamado Lester Harris, Thomas Morrison, la cabaretera Wilma Carpenter o el silencioso Frankie Jurado, Francisco José para mamá y los amigos, que es mucho más bonito y español, dónde va a parar.
Gracias a la maratoniana sesión de lectura constataron que, en efecto, más que convocar a las musas, Frankie se inspiraba una vez sí y otra también en casos resueltos en los tres o cuatro últimos años por la Brigada Provincial de Homicidios de la Policía Judicial. A Benegas no le gustó aquello. Y a sus subinspectores tampoco. Aunque con nombres falsos y circunstancias maquilladas, la descripción de algunas situaciones y relaciones personales era demasiado veraz. Vázquez se sonrojó al leer en varios de aquellos relatos lo mucho que debía notarse su atracción por Marita, y Maqueijan nunca estuvo más solo que allí rodeado de los otros tres.
Al concluir la tarde, sin duda tras la lectura de ciertos pasajes que afectaba a cada uno de ellos —y eso que cada cual leyó tres o cuatro volúmenes para sí, nunca en voz alta, ni compartiendo siquiera un párrafo con los demás— en el despacho del inspector jefe flotaba un silencio pesado. Denso y seco, como la desconfianza de un niño que antes te quería y ahora ni siquiera te ofrece su mano cuando camina junto a ti.
Pero dejando al margen las inevitables concomitancias personales que pudieran derivarse de la lectura de las novelas y cuentos firmados por Frankie Jurado, Benegas supo que, por lo que respectaba a esta línea de investigación, al menos tenían una ventaja: y es que ellos mismos eran el archivo en el cual indagar si alguno de los protagonistas secundarios de las mismas, esto es, esos torvos personajes que siempre acababan entre rejas, se había molestado más de la cuenta al ver reflejado su caso en el papel y había querido, por tanto, intervenir en el proceso de escritura, eliminando de un plumazo al autor del guion.
Francamente, no creía que los tiros fueran por ahí, pero uno es un profesional, se dijo Benegas, así que Sampedro y Marita empezarían mañana a repasar minuciosamente ese archivo de convictos y confesos que Frankie se había empeñado en remover.
A Vázquez lo necesitaría junto a él desde muy temprana hora de la mañana. En primer lugar, acompañaría a los de la Científica en el registro del coche de Buenaventura, en cuanto el escritor tuviera a bien aparecer. Luego se incautaría de ordenadores y resto de material informático en casa del sospechoso mientras los compañeros de Chamartín —a quienes cursaría orden de inmediato— hacían lo propio en el domicilio de Madrid.
Pero antes tendría que intervenir él, que para eso era el jefe, porque en este tipo de cuestiones tan peliagudas más vale ir siempre con pies de plomo. O de bronce bruñido mejor, ¿no estaban hechas de esa aleación las dobles corazas de la antigüedad? Tendría que llevarla bien puesta, porque se había adentrado por terrenos demasiado peliagudos sin informar debidamente a sus superiores. Y aunque ya sabemos que, cuando había un muerto de por medio, Espadas llamaba a Benegas y pedía luego la palangana, en este caso desde luego no iba a ser así, porque ya estaba claro a quién podía terminar salpicando ese agua sucia en la que él se lavaba las manos con total intranquilidad.
Por eso, antes siquiera de que hubiese amanecido del todo, Benegas subió las dos plantas que separaban el despacho del comisario jefe del resto de los mortales, llamó suavemente como si no quisiera en verdad pasar y pidió permiso para hacerlo.
Una vez dentro, Benegas fue consciente de que una cosa es pasarse todo el fin de semana ensayando una explicación, una excusa, un matiz —siempre convincentes ante el espejo o ante tus propios razonamientos— y otra muy distinta largar la retahíla de corrido con cierta coherencia y sin dudar ante un superior que, no sabría decirse por qué, no era completamente ajeno a aquello que venía a decirle. Y era la segunda vez que lo asaltaba esa corazonada en pocos días, tras su visita a Poyato. Se sentía algo más que incómodo, como en esos exámenes que uno ha estudiado todo el temario a conciencia excepto un par de preguntas y sabe que, indefectiblemente, una de esas dos le va a caer. Bien es cierto que, además, su teoría presentaba alguna que otra laguna, y él nunca había sido un empollón de esos que van siempre con la lección aprendida. Así que la historia pintaba tirando a gris oscuro...
Porque, en realidad, una explicación muy lógica y racional no tenía para ese antiguo caso sobre el cual sustentaba los débiles argumentos que a continuación iba a exponer, de acuerdo; pero al menos Benegas tenía una teoría. Y no como la tenían la mayor parte de los cordobeses, o sea, de oídas, sino la muy sólida que le proporcionó en su momento, hará un par de años del asunto en cuestión y con dos gin-tonics de por medio, el inspector de delitos financieros encargado de hacer como que se investigaba una trama de duplicidad de facturas y avales en un fenomenal pelotazo inmobiliario en la Costa del Sol, financiado en su mayor parte con capital aportado por el Meridional. El final de esa concienzuda investigación fue el que tenía que ser: un archivo olvidado de donde nunca habría de salir ni un solo dato, y donde ni siquiera a un tipo tan metódico como Frankie Jurado se le hubiese ocurrido buscar. Aunque tal vez lo hubiesen inducido a husmear por esos derroteros; o él encontrase algo sin pretenderlo, llevaba dudando Benegas desde que almorzó con Juan Rodrigo Jiménez. Pero más valía que no fuese así, ¿verdad, inspector?, parecía estar pensando Espadas, en guardia tras su mesa de caoba brillante.
Porque ciertamente ese fue un caso donde no había nada que pudiera tenerse por verdad, jefe, ni una prueba, ya sabe usted como funcionan las cosas en las altas esferas, opacidad completa, avales falsos de ida y vuelta, soy consciente de ello, fue más o menos la forma en que Benegas encaró la cuestión. Dudó, dio rodeos, bordeó alguna cresta ubetense, pero no estuvo mal el inicio. Ya consolidada la posición, se animó:
—Es una venganza, jefe. Una venganza muy, muy retorcida, pero una simple venganza al fin y al cabo. Don Álvaro Quintero se está vengando de Sebastián Buenaventura en la persona de su hijo. Sospecho que Buenaventura se la jugó bien jugada en el caso de los avales y facturas falsas de la promoción aquella de chalés y bungalows que construyeron en Manilva, queriendo sacarse él solito el doble de la tajada habitual, como imagino habría hecho ya en más de una ocasión. Pero esa vez Quintero lo descubrió. No iba a denunciarlo, obviamente, porque sin duda perdería mucho más de lo poco que podría recuperar, así que se la tuvo que comer con la boca cerrada. Se limitó a cesarlo fulminantemente y a esperar que llegara el momento de ajustar esa cuenta pendiente. Pues bien, ese momento ha llegado.
—¿Pero qué estás diciendo, Benegas, qué estás diciendo, vamos a ver?, ¿¡que Álvaro Quintero ha matado a ese pobre desgraciado!? ¡¿Tú estás loco, Benegas!? —exclamó Espadas fuera de sí. En verdad algo se esperaba el comisario, pero no un ataque tan directo por parte de su subordinado.
—Yo no he dicho eso, jefe. Una cosa es disponer las fichas y otra dar el jaque mate —se replegó el inspector haciendo referencia a la más conocida afición de Quintero—. Él no lo ha matado, pero ha hecho que a Víctor Buenaventura no le quedase otra que matarlo. Eso es lo que quiero decir.
—¡Cuidado, Benegas, que te conozco!, y ciertas cosas hay que probarlas antes de pensarlas siquiera— le espetó el superior. ¿Amenaza, consejo, advertencia?, ¿en qué casillero habría que poner la cruz?, eso dependía del pie con que se hubiera levantado Espadas esa mañana y del grado de peligro que él creyese que le rondaba.
Porque si ya es mal asunto que un jefe te apriete las tuercas para que un caso marche más rápido de lo que una prudente investigación aconseja (y siempre encuentra alguna razón para hacerlo, que para eso es el jefe y no tiene otra cosa en qué pensar) o por determinados caminos que a lo mejor no son los más correctos desde un punto de vista estrictamente policial, pero son los que más nos interesan a todos (y siempre suele haber varias razones), mucho peor es que un jefe te diga que mejor dejamos las cosas como están. Y si los dos primeros casos pueden desprender tufillos varios que no es necesario describir, en el tercero la cosa apesta, simplemente. Y desde que constató que Álvaro Quintero era uno de los nombres implicados en este caso, Benegas se lo estaba oliendo. Tenía él un olfato muy fino para estas cosas. Por eso durante el fin de semana también ensayó por dónde escabullirse. Pero ni por esas.
—Jefe, las cosas son así porque no pueden ser de otra manera. Todo encaja. Fue el propio Quintero quien, inteligentemente, compró o animó a comprar a los Buenaventura los primeros premios ganados por Víctor, hará un par de años o tres. En esos momentos ya intuiría la traición del padre, incluso tal vez tuviese las pruebas de la misma, así que comprando el prestigio y el nombre del hijo siempre tendría un as en la manga contra él, por ejemplo por si a don Sebastián se le ocurría denunciar algún tipo de irregularidad en el Meridional tras su cese. Cuando vio que no era así, le ha bastado con mover algunos hilos, ponerle un jugoso cebo al pobre Francisco José a través de su perrito fiel en TeleMezquita, el cual picó la carnaza por el odio que le profesaba a Víctor Buenaventura, y hacer correr la voz para que el poeta supiera lo que se le venía encima si Frankie llegaba a emitir un documental que nunca terminaría de rodar. Como ve, jefe, Quintero queda totalmente al margen del asunto. Es más, lo reconozco, no sé de dónde podría sacar las pruebas para sustentar todo esto que acabo de contarle, y encima las cuentas le quedan saldadas. Jugada perfecta. Jaque mate al pasado.
—¡Coño, Benegas, no decías que no te gustaba leer! Me parece que este caso te está afectando demasiado —estalló, irónico, Espadas—. A ver, señor inspector jefe —¡uy, uy, uy, mal cuando empezaba así, pero ya si lo trataba de usted o de señor sin venir a cuento, entonces...! —: ¿usted cree que yo tengo cara de puta cara?
—¡...! —Benegas se quedó perplejo. Más o menos esperaba el tirito, un tipo previsible en sus reacciones este Espadas, pero nunca le gustaron los retruécanos de palabras con reiteraciones y dobles sentidos, salvo que fuera él quien las pronunciara para lucirse o hacer un chiste.
—¿Y tú?, dime, Benegas, ¿tienes tú cara de puta de lujo, acaso?, —repreguntó el comisario jefe, volviendo al tuteo—. ¡Nooo!, ¿verdad? Pues a cierta clase de tipos sólo les gusta que les toquen los cojones las putas caras, ¿me sigues? Y como los dos estamos de acuerdo en que ni tú ni yo cumplimos los requisitos, pues no te pases de listo y no se te ocurra meter en este maldito asunto no ya a don Álvaro Quintero sino, en la medida de lo posible, el asunto Buenaventura, ya afecte al padre, al hijo o al espíritu santo que todo lo puede, ¿entiendes lo que te quiero decir?
—Insisto, jefe —insistió, aunque muy tímidamente, Benegas.
—Y yo también te insisto a ti, si aquí nos insistimos todos, por insistir que no quede. Pero a ver si nos enteramos, que para las cosas que quieres eres muy listo —ahora Espadas le estaba tocando los cojones a él: una cosa es que estuviera buscándose las habichuelas fuera del puchero policial y otra tener que aguantarle ciertas licencias—. En esta ciudad don Álvaro Quintero «nunca» queda al margen de nada. Porque «todo» en esta ciudad le afecta. Y si «algo» le molesta levanta un teléfono y ya está. Tú, yo, y cualquier cosa de que se trate se va a la mierda y punto. Un teléfono, Benegas, un simple telefonazo y todo lo que era deja de existir, se difumina, se diluye, ¿sigo? Para que las cosas acaben así, y por lo que a don Álvaro respecta, mejor nos quedamos quietos, que nos conviene. A los dos.
«Pero sobre todo a ti», no se atrevió a replicarle Benegas al futuro jefe de seguridad del Banco o de alguna de las empresitas filiales que a través del mismo controlaba el señor Quintero. Pero sí sacó arrestos para contestarle:
—Jefe, a mí no me tiene que contar que nuestra vida profesional se basa en un sueldo miserable que hace buena la miserable pensión que nos va a quedar cuando nos jubilen, y que todo esto es asqueroso, así que no me joda, ya sé que hay que aprovechar las oportunidades, yo tampoco soy un guayabito y tendré que ir pensando en el futuro más temprano que tarde. Pero no me niegue que, al menos, vaya a interrogarlo, aunque sólo sea para cerciorarme de que tengo razón antes de encerrar a Buenaventura hijo por asesinato y por gilipollas. Sólo por eso. Y no se niegue usted a sí mismo acabar la carrera con la cabeza bien alta cuando ya está en la mismísima línea de meta.
Espadas se quedó apuntando con el dedo a Benegas, la mandíbula desencajada y los ojos a punto de romperle las costuras de las órbitas. «Maldita sea, lo peor es que encima tiene toda la razón del mundo», pensó el Comisario Jefe, dando prácticamente por perdido su dorado puesto de trabajo a tiempo parcial tras su inminente paso a la reserva.
—Mucho tiento, Benegas. Mucho tiento. Si vas, que sea más que nada para confirmarle que el caso está resuelto y más que resuelto. Que pudo salpicarle debido a determinadas y difusas circunstancias del pasado, pero que ya está todo en orden, ¿entendido? —le recomendó Espadas.
Y en cuanto Benegas salió del despacho doblando la cerviz, el comisario Espadas, futuro empleado en nómina del Meridional, llamó a don Álvaro Quintero a su oficina, sólo fuera para quitarle la preocupación que el Director General le transmitió ayer por la tarde, tras hablar con un demudado Samuel Poyato sobre una cuestión que empezaba a devenir en gigantesca bola de nieve. Ya se inventaría él algo para tranquilizarlo y quedar como su auténtico valedor en el Cuerpo, se dio ánimos Espadas mientras marcaba el número personal de don Álvaro. Ya se inventaría él lo que hiciera falta con tal de no perder esta oportunidad. ¡Joder, es que eran 3.200 al mes por aparecer quince minutos al día por la oficina!
Cara de muerto
A través de la ventana de su despacho lo vio aparcar y descender del coche, un deportivo alemán último modelo, azul cobalto reluciente como el sol y llantas guapas de aleación. «Demasiado cantoso para un barrio del extrarradio», aseveró Rafaelito. Y tenía razón, como siempre.
Antes de que Víctor Buenaventura entrase en el edificio de comisaría, el subinspector Vázquez se le acercó y le pidió las llaves, al tiempo que le mostraba la orden firmada por la juez. Buenaventura miró varias veces a su alrededor, sin comprender del todo, como si le estuvieran gastando una broma pesada con cámara oculta, pero tras un breve intercambio de palabras no le quedó otra que dárselas. De inmediato, un par de agentes de la Científica hicieron suyo el minifórmula-1, bajo la atenta mirada bovina del subinspector.
Entre la ira por lo que acababa de pasar con su coche y la incertidumbre ante lo que aún estaba por venir, Víctor Buenaventura subió los escalones de tres en tres y llegó a la tercera planta sin apenas darse cuenta. Se había pasado, le indicaron, cuando preguntó por un tal Benegas. Volvió a bajar la de propina a punto de estallar. Recorrió el pasillo a grandes zancadas y, finalmente, al fondo a mano derecha, que es donde suele estar siempre la que uno va buscando, la encontró. Llamó a la puerta con tres toques enérgicos, coléricos, y la abrió sin más, nada de esperar autorización. El inspector sonrió. La mañana prometía, se dijo.
Benegas detestaba a los pijos. Pero si había algo que detestase más que a un pijo era a un pijo que iba de progre por la vida, como aquél que parecía haber tomado plaza en su despacho, quieto y desafiante en el centro de los nueve metros cuadrados. Alto y fibroso, atlético sin llegar a corpulento, Víctor Buenaventura tenía el cabello castaño oscuro muy tupido, levemente ondulado. Vestía pantalones de pana y camisa negra desabrochada con garbo y donosura, y en la mano traía una chaqueta de napa y piel de vicuña, negra también, indumenta con la que pretendía dar el pego de bohemio desaliñado pero que debería haberle costado al niñato por lo menos el noventa por ciento del sueldo mensual del inspector. El nada sutil aroma de la tonelada y media de gomina extrafuerte y colonia cara que gastaba reforzó el cuadro de su aversión hacia el sujeto. Cuidado, Benegas, mucho cuidado.
De ahí que echase el freno de mano y no dejase de sonreír mientras Víctor Buenaventura le recriminaba que lo tratasen como a un vulgar delincuente, registrando su coche para buscar no sé qué. Benegas objetó algo sobre procedimientos de investigación, se preguntó si a Buenaventura le molestaba más que lo tratasen como a un delincuente o como a un delincuente «vulgar» —que no es lo mismo, como este caso evidenciaba por los cuatro costados—, y para concluir los siempre engorrosos preliminares, dechado de cortesía florentina, le agradeció la premura en comparecer, a pesar del extravío que le habría supuesto el desplazamiento.
—Vivo a caballo entre Córdoba y Madrid, como usted sabrá —recalcó, petulante e impertinente, Víctor Buenaventura—. Y la verdad es que tenía bastantes cosas que hacer esta mañana allí.
—Lo comprendo, lo comprendo —se avino Benegas—. Iré al grano, entonces. A ver, dígame; el pasado día 22, viernes para más señas, por dónde cabalgaba, al oeste del Manzanares o al sur del Guadalquivir. Haz memoria, vaquero —insistió Benegas, que tenía el día canalla y por mucho que uno imposte cortesías, cuando es que no, pues es que no.
—¿El viernes, 22?, ¡y yo qué sé!, por qué tendría que saberlo. ¿Usted apunta en una agenda dónde ha estado cada día? —preguntó el ya sospechoso, cáustico.
—No. Pero yo no voy por ahí matando a la gente, así que no necesito inventarme coartadas.
—¿Pero qué está usted diciendo? —saltó como un resorte Buenaventura—, ¡yo no he matado a nadie! ¡Aaah, claro, claro!, ahora lo entiendo... ¿Y por qué coño voy a cargar yo con el marrón de lo que le pase al gilipollas ese de Frankie? Si no lo encuentran y su madre les da el coñazo, cómaselo usted solito. A mí, déjenme tranquilo —le espetó despectivo, exquisita educación marca de la casa.
—Porque fuiste la última persona que lo vio vivo, ¿te parece poco? —¡uy, uy, uy, cuando empezaba a tutear a alguien durante un interrogatorio, malo; pero ya si lo hacía en ese tono, entonces...!—. Sospechoso número uno, Víctor. Con todas las letras. Eso es lo que eres —prosiguió Benegas impertérrito.
—¿Pero de dónde se ha sacado usted eso? ¿Y quién dice que Frankie esté muerto, a ver? ¿Usted lo ha visto? No, ¿verdad? Ese cabrón se ha quitado de en medio para que no le rompan las piernas y se está descojonando de ustedes —no tenía muy claro el inspector si esa perenne chulería de Buenaventura indicaba que el joven comenzaba a zozobrar o, por el contrario, que por momentos se veía ganador del envite. Podían ser las dos cosas. Había que seguir con tiento. Y a por todas.
—Y porque cada segundo que pasa piensas más como lo haría su asesino. Y contestas como contestaría su asesino —le dio Benegas otro par de buenas razones para fundamentar sus sospechas. Por lo demás, Buenaventura no era tonto y no dejaba de tener razón en lo que acababa de objetar: cuando el desaparecido es una persona adulta, si no se encuentra el cadáver no hay caso que valga. Tal como andan de trabajo, pocos jueces se atreven a mantener viva una investigación más allá de lo imprescindible, así que la mayoría de los casos se archivan.
—¡Usted está loco, no sabe lo que está diciendo! Yo no he venido aquí a esto, yo he venido a colaborar. ¡Ustedes me dijeron que viniera para ayudarles a encontrar a Frankie, no para acusarme de asesinato! —explotó Buenaventura, el índice nervioso brujuleando al compás de su acaloramiento. Benegas permaneció en un calculado silencio, lo cual sublevó mucho más al tipo, que terminó moviendo compulsivamente las manos mientras no dejaba de proferir amenazas contra el inspector, contra su futuro profesional, contra el cuerpo de policía en general... Parecía un puto cantante de rap. Pero Benegas sabía que era puro artificio. Como los cantantes de rap, hip-hop, ja, ja. Los tipos que asustan de verdad no van por ahí haciendo ripios urbanos, ni poniendo cara de malos para salir en las fotos y llevarse luego la pasta calentita junto a mamá y la novia de toda la vida. Finalmente, viendo que el inspector no le hacía ni caso, Buenaventura fue a lo práctico—: ¡quiero un abogado, que venga inmediatamente un abogado y me saque de aquí! —aulló el sospechoso.
—Ahora viene, no te preocupes. Ahora viene papá y te saca de paseo, pero antes dime dónde estuviste la noche del viernes día 22, que llevo un rato preguntándotelo.
—¡Que no lo sé, joder, cómo tengo que decírselo! Estaría en casa, supongo —concedió Víctor.
—¿Toda la tarde?
—Sí, toda la tarde, cuando vengo a Córdoba no suelo salir mucho.
—Y tu casa está pared con pared con la de Frankie, ¿no? —se aprestó a darle el golpe de gracia Benegas.
—¿¡...!? —mostró su perplejidad Víctor, que la veía venir, la intuía revoloteando, pero no sabía por dónde le iba a caer la hostia. ¿A dónde quería ir a parar el pasma este? Él vivía en una de las zonas nobles de la ciudad, en pleno centro, por descontado que debía saberlo el sabueso, y no en el cuchitril del arrabal perdido donde alguna vez visitó a Frankie para rematar detalles de la compraventa.
—Claro, hombre, por eso vieron tu coche aparcado en la puerta de su casa precisamente la noche del día 22, ¿no? O eráis vecinos o tu casa es toda la ciudad. Me lo explicas antes de que venga el abogado ese, o se lo explicas a él en el calabozo. Tú decides.
Víctor Buenaventura dudó, movió las manos nerviosamente y tragó saliva un par de veces, tal vez tratando de disimular el sísmico traqueteo que de repente se había apoderado de su labio inferior. Benegas vio la grieta del castillo. Cuando se asalta una plaza hay que ir a degüello, si no más vale quedarse en el campamento.
—Así que recapitulamos y luego me firmas la declaración. ¡Vamos a ver! Fuiste a apretarle las tuercas a su casa, a asustarlo un poco ante el cariz que estaban tomando los acontecimientos; él no se traga tus amenazas y decide seguir adelante con su plan para desenmascararte, discutís, os peleáis, se te fue la mano y el asunto se jodió, se jodió del todo, ¿voy mal? Y ahora dime de una puta vez dónde está el cadáver —se le quedó mirando fijamente Benegas, el rostro crispado, casi amenazante.
—A su casa sí fui, es verdad —reconoció Buenaventura, viéndose cercado—. Lo llamé y quedamos, fui a recogerlo, quería hablar con él a solas, tranquilizarlo. Él sí que me estaba apretando las tuercas a mí, el muy cabrón, largando aquí y allá, a gente cada vez más inconveniente, pero le juro que yo no he matado a nadie, se lo juro por lo que usted más quiera. Yo no he hecho nada, yo lo único que pretendía... —pareció claudicar Buenaventura, ahogando un gemido que Benegas interpretó como el principio de un llanto quedo, sordo. Si el inspector no remachaba con rapidez, el tío se echaría a llorar allí mismo, pero no precisamente por la suerte de su ex amigo Frankie Jurado, sino porque, quizás por primera vez desde que recibió la llamada telefónica del subinspector Sampedro citándolo en la comisaría de Córdoba, empezaba a vislumbrar las consecuencias que todo este asunto podría tener para su inmediato futuro—. Yo lo único que pretendía es que..., no sé..., ¡joder, ni siquiera sé lo que pretendía!
—Fuiste a su casa, ¿ves qué fácil era? Lo amenazaste y le diste pasaporte. Y ahora la parte más difícil: ¿Dónde está el cadáver? A ver, dime, ¿dónde demonios has escondido el cadáver de Frankie Jurado?
—¡Que no lo seeé...! ¿Cómo se lo tengo que decir?, que yo no sé nada ni he escondido nada, ¡joder! No sé dónde está el cadáver, ni si hay cadáver siquiera. ¡No-lo-sé!, inspector, se lo juro. Estuvimos tomando algo en el centro, por la zona de copas universitaria, le conté cómo estaban ahora las cosas, que todo lo que habíamos hablado ya no dependía sólo de mí, que tras el éxito de la segunda novela había otra serie de intereses que yo ya no controlaba. Le ofrecí el doble. El triple. Pero no atendió a razones. Discutimos, no lo voy a negar, Frankie estaba fuera de sí, nunca lo había visto tan violento, créame...; tal vez lo amenazara, no lo recuerdo ahora...
—No lo recuerdas ahora —se agarró al clavo Benegas—. Entonces a lo mejor lo mataste y tampoco te acuerdas. Si quieres te dejo aquí con el amigo y vas haciendo memoria —dijo, señalando a Maqueijan, que hacía guardia pretoriana en la puerta.
A través de la cristalera, Benegas observó cómo el centurión se apartaba y cedía el paso a Vázquez. Éste entró en el despacho. Traía una carpeta en la mano y le mostró al inspector jefe los primeros hallazgos. «Tan evidente que no merecía la pena comentarlo», le había dicho Ullastre, el de la Científica.
—¿Adónde enterraste al chaval? —le preguntó de nuevo Benegas, con las pruebas en la mano—. Hemos encontrado rastros de sangre en tu coche, a ver si eso te refresca la memoria.
Buenaventura se quedó un buen rato en silencio, pensativo. Desde el primer instante supo que esa llamada no iba a traerle nada bueno. Lo primero que pensó cuando le dijeron que debía desplazarse a Córdoba y presentarse en comisaría fue que Frankie lo había denunciado por la bronca que tuvieron un par de días atrás. Pero la cosa no parecía ir por ahí, según dedujo de las difusas explicaciones del agente, que intentaba por todos los medios fijar la fecha de su comparecencia. Se dijo entonces, sin hacerle mucho caso a la voz que insistía al otro lado del teléfono, que quizás Frankie hubiera cumplido las amenazas que profirió en plena pelea y la policía estuviese investigando ese asunto, por mucho que su padre le jurase que en ese tipo de asuntos —que al fin y al cabo son compraventas privadas— no hay mucho que investigar. Sólo se le aplacó el corazón desbocado cuando el subinspector le confirmó que dicha comparecencia estaba relacionada con la extraña desaparición de su amigo, y que como él había sido una de las últimas personas en verlo, pues necesitaban confirmar un par de datos. Les ayudaría en todo lo que estuviera en su mano, ¡faltaría más!, contestó aliviado; sin duda Frankie no habría podido salir indemne de alguna de sus muchas movidas y habría tenido que quitarse de en medio una temporada. Sí, eso les diría, diseñó la estrategia nada más colgar. Aun así y todo, las manos seguían temblándole una hora después. Como ahora mismo, en este momento, una vez que se había cumplido con creces el peor de sus temores: que esa llamada de teléfono, esa citación policial, ponía bajo sospecha toda su vida, pasada, presente y futura. Buenaventura exhaló un suspiro profundo y, ya que todo parecía estar en su contra, prefirió sincerarse. Aunque su testimonio pudiera ser interpretado como una autoinculpación.
—Puede que aquella noche fuera a su casa con la intención de matarlo, señor inspector, lo confieso. Pero no me atreví. No tuve cojones, así de simple. La vida no es una novela, ¿sabe usted? Ni toda la puta literatura junta puede parecérsele lo más mínimo. El más simple de los días es mucho más complicado que todo eso, así que no le cuento un día como aquél. Llegamos a las manos, pero si no me ando listo el que me liquida es él a mí, así que ya se imagina cómo acabó la noche para su asesino número uno: en el botiquín de casa taponándome con algodón y alcohol la sangre que me salía de la nariz. La mancha que han encontrado en mi coche procederá de ahí, no lo dude.
¡Qué no lo dude, dice!, pensó Benegas mirando la ruina que tenía delante. Hasta que no se lo juraran por activa y por pasiva los perfiles de colorines de la prueba genética, y por lo que a este caso respectaba, él dudaría hasta de su propio nombre de pila. No sabría explicarse por qué, pero lo invadió la misma indigesta sensación que cuando acabó de interrogar a Chiqui Cartagena la semana pasada. Tenía ante sí otra marioneta, otro guiñapo deslavazado en manos del tal Frankie Jurado, director de ceremonias en el gran teatro del guiñol y la vanidad a pesar de ser la parte más débil. Y eso se paga. Se paga muy caro. Sobre todo si no tienes la retaguardia bien cubierta. Se levantó, le hizo una seña a Maqueijan para que detuviera a Buenaventura y quedó de espaldas a éste, mirando de nuevo por la ventana.
El brillante deportivo había desaparecido del patio que hacía las veces de aparcamiento. Ahora se veía otro coche desde allí, bastante más cascado y cochambroso, pugnando por entrar en comisaría, con sus letras y anagramas medios caídos. Juan Rodrigo Jiménez se bajó vociferando consignas a un cámara y a un ayudante de sonido. Desde la acera de la calle, donde un agente los conminó a grabar, Jiménez parecía buscar con la vista la ventana de su despacho. Él mordió este asunto el primero y nadie le iba a arrebatar un bocado tan suculento. Este tipo de partidas se juegan con reglas implícitas, todo el mundo lo sabe y no es necesario incidir en ese pormenor. Incluso Víctor Buenaventura lo sabía, allí, en medio de ese mismo despacho que el francotirador Jiménez tenía en el visor de su punto de mira, derrotado donde antes se había mostrado tan altanero, mientras Maqueijan le colocaba los grillos para llevárselo al calabozo. Pero sobre todo, de lo que era verdaderamente consciente el escritor fullero era que, en cuanto Juan Rodrigo Jiménez abriese esta noche la edición de su informativo, ¡pim, pam, pum, fuego!, él estaba sentenciado, sentenciado sin posibilidad de recurso, a pesar de que ni siquiera había pasado aún a disposición judicial. Se acabó el parnaso literario, la fama, la gloria. A partir de mañana, su posición en el mundo de las Letras no sería otra que pudrirse en el peor de los infiernos del Dante. Por eso susurró:
—¿Y qué coño voy a hacer yo ahora, señor inspector; qué coño voy a hacer yo ahora en esta vida, me lo quiere usted decir? —lo interpelaba Víctor Buenaventura desde otra dimensión, perdido en sus pensamientos, intuyendo que alguien había cortado ya todos los hilos que lo sujetaban y que su papel había terminado en esa falsa función que siempre había sido su propia existencia.
Benegas no le contestó. Qué se puede decir en casos como éste. Nada, evidentemente. Buenaventura, además, no lo habría escuchado siquiera. Acababa de ingresar, como él mismo había reconocido, en la categoría de muerto viviente, esa en la que él situó a Frankie Jurado al condenarlo al silencio y al ostracismo. Eso pensó Benegas mientras lo observaba moverse, torpe, lento y cabizbajo, llevado del brazo por Maqueijan camino de los calabozos: «parece un zombi», se dijo el inspector. Y la verdad es que el tío tenía una cara de muerto que tiraba de espaldas.
Un muerto de cuerpo entero
Pero con la cara solamente no bastaba. El muerto que Benegas necesitaba debía venir con el equipo completo: brazos, manos, piernas..., o por lo menos con las huellas digitales o algo de tejido que sirviera para hacer la identificación. De lo contrario, no habría caso. Su señoría había sido muy clara al respecto. Y Buenaventura no había confesado durante el interrogatorio sino que era un mentiroso, un trolero de la palabra, un estafador que había roto un pacto. Eso y nada era lo mismo, así que él vería, lo despachó la juez Salinas.
Además, nada más tener conocimiento de su detención, Sebastián Buenaventura tardó diez minutos en personarse en comisaría, exigiendo la inmediata puesta en libertad de su hijo. Por su parte, Espadas estaba cada vez más nervioso, presionándolo para que, de una maldita vez, si no tenía nada nuevo, le hiciera caso al papá don Sebastián, no fuera a ser que... El golpe definitivo se lo dio esa misma tarde el análisis de la sangre hallada en el coche del escritor. Tal como el sospechoso afirmaba, la sangre era, en efecto, suya, y a juzgar por las características bioquímicas de la misma y por la forma de las manchas encontradas bien podría ser, como Víctor seguía sosteniendo, de una hemorragia nasal.
Y aunque Benegas estaba seguro de que eso, en realidad, no significaba gran cosa, y mucho menos lo exculpaba (pues tan válida como la afirmación del detenido era la hipótesis de que Víctor pudo haber matado a Frankie, resultar herido en la pelea con una fractura de nariz, y luego montarse él sólo en su coche tras hacer desaparecer el cadáver Dios sabe dónde), hubo de reconocer que, en el fondo, Espadas tenía razón y no hacía falta que le invocase de nuevo, de «pe a pa», la presunción de inocencia, la Constitución del 78 y el sursum corda encadenado a un habeas corpus.
Ya había conseguido lo que quería, se dijo Benegas mientras observaba a través de la cristalera de su despacho cómo Víctor Buenaventura, acompañado en todo momento por su padre, remataba el papeleo y se disponía a marcharse una vez le devolvieran sus pertenencias. Sus numerosas y carísimas pertenencias.
Y gracias a eso, y a que el funcionario encargado del depósito no andaba muy fino tras un almuerzo algo más que opíparo, el trámite se alargó un poco más de lo debido. Lo suficiente en cualquier caso para que Marita llamase alterada al despacho del inspector y le dijera que debía ver algo que los compañeros de la Brigada de delitos tecnológicos de Madrid habían descubierto en el ordenador hallado en el domicilio de Víctor Buenaventura en la capital. Al mismo tiempo, como en un final de película frenética, desde el otro lado del pasillo, Vázquez lo llamó a gritos queriendo mostrarle el contenido de la carpeta que enarbolaba al viento. En el vestíbulo donde aún seguían esperando, padre e hijo se miraron intrigados.
En pocos minutos sabrían lo que ambos subinspectores tenían tanta prisa por mostrar a su superior. A su debido tiempo. Por lo pronto, a instancias de Vázquez, el agente encargado del depósito dejó de buscar lo que quiera que estuviese buscando y fue a tomarse un café. En vaso largo, a ver si así se despejaba.
Ya en el despacho de Marita, Vázquez abrió la carpeta y dijo:
—Fiabilidad cien por cien, jefe. La sangre es de Frankie Jurado. Los de Científica acaban de compararla con la muestra biológica que nos dio su madre. La han encontrado en un pliegue del guardabarros de su coche, que, por cierto, ha sido reparado y repintado recientemente.
—¡Vaya, vaya! —exclamó—. Pues vamos a echarle un vistazo a eso que han encontrado los compañeros de Madrid y atamos cabos. A ver, Marita, dale caña —ordenó Benegas que se hiciera la luz en la pantalla del ordenador.
«¡Vaya, vaya!», exclamaron los tres al unísono tras una rápida lectura. Lo que los investigadores de Madrid habían descubierto, encriptado en su ordenador, era en realidad la razón última de por qué Víctor Buenaventura había acabado con la vida de Frankie Jurado, se dijo Benegas, la prueba irrefutable de que éste iba en serio, de que iba a hundir la vida y la carrera de Buenaventura como fuese.
El archivo en cuestión contenía la tercera novela que Buenaventura le había encargado a Frankie, esa que iba a ganar un suculento premio sin presentarse siquiera al concurso, según les confesó Rafa Cartagena. Un esbozo de esa novela para ser exactos, pues no estaba terminada ni mucho menos, apenas un par de capítulos en todo caso, como pudieron comprobar. Pero no era una novela cualquiera. Era una novela por la que un hombre mataría a otro, sin duda. Se titulaba, leyeron con sorpresa, Quién mató a Frankie Jurado y, a grosso modo, por lo que intuyeron de los dos capítulos que pudieron leer, narraba el caso que ellos estaban investigando en ese mismo momento. Con sólo pensarlo, Benegas notó un dolor sordo presionándole el abdomen. En uno de los capítulos, titulado «Cuanto más te agachas, más se te ve el culo», Frankie describía una conversación telefónica entre él y, supusieron, Víctor Buenaventura, en la que quedaba meridianamente clara la amenaza que se cernía sobre el pobre chaval si se le ocurría abrir la boca. En el otro capítulo concluido, titulado, por si había alguna duda de sus intenciones, «El asunto Buenaventura», Frankie se recreaba en los pormenores de aquel turbio asunto en el que se vio envuelto el padre de su patrón literario, despido incluido. Lo que más desasosegó a Benegas es que en ese capítulo ya aparecía el investigador encargado del caso, que no era otro que él mismo, por supuesto. Ahí el dolor de abdomen se convirtió en náusea.
—Yo ya no sé si este caso es ficción o realidad —exclamó Benegas—. Una cosa es que alguien escriba historias de los casos que vamos resolviendo, y otra muy distinta que estemos resolviendo un caso mientras alguien lo escribe al mismo tiempo. O algo parecido.
—Raro sí que es, jefe —terció Marita—. Porque, vamos a ver: este caso, ¿nace de la ficción y se convierte en realidad, o es al contrario y yo ya no estoy muy segura ni siquiera de si existo? ¿Estoy aquí o sólo soy un personaje? —se preguntó, divertida.
—¡Vete tú a saber! —intervino Vázquez, tan desconcertado como sus compañeros respecto al caso, pero absolutamente seguro de que Marita no era una ficción literaria, sino toda una mujer de carne y hueso. De carne de su carne, si un día Dios tuviera a bien atender sus ruegos.
—Me estoy acordando de Cartagena —de nuevo retrocedió una semana en el tiempo Benegas—. Si, como él nos dijo, Frankie confundía la vida con la literatura, entonces estamos ante su obra maestra, eso desde luego. Aunque la confusión le ha costado esa misma vida, ¡menudo negocio! Habrá que buscar ahora si hay más archivos encriptados tanto en su ordenador como en el de Buenaventura, algún otro capítulo terminado quiero decir; e investigar si los hechos que cuenta son ciertos o tal vez sólo sucedieron en su imaginación. O si son una mezcla de ambas cosas. No sé qué más decir... Al final nos encontraremos con eso tan manido de «cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia». Aunque en este caso también deberíamos añadir que «cualquier parecido con la ficción es pura maldad»; ¡me cago en la leche! —maldijo el inspector los vericuetos en los que se hallaban inmersos.
En cualquier caso, y cábalas metaliterarias aparte, lo cierto es que los dos nuevos hallazgos —la sangre de Frankie en el coche de Buenaventura y su novela póstuma en el ordenador del susodicho— modificaban por completo la situación. Sin ser pruebas irrefutables, ningún juez discutiría que ya no se trataba de meros indicios, de sospechas sin fundamento obtenidas en un interrogatorio más o menos afortunado. Ahora tenían algo sólido, espeso, tangible, como esa sangre de Frankie Jurado hallada en el deportivo de Buenaventura. Algo que podría convertir una endeble detención preventiva en prisión provisional sin fianza. Con todo, Benegas se conminó a no ser demasiado optimista, pues en este tipo de casos no hay indicio más claro ni prueba más fiable que la confesión. O el cadáver. Y una no la había obtenido todavía y el otro seguía sin aparecer.
En el vestíbulo donde aún seguían esperando, Sebastián Buenaventura estaba ya algo más que irritado. Exigía las pertenencias y los documentos de su hijo, que permanecía a su lado en silencio, ausente. Al verlos acercarse creyó que todo estaba solucionado. Pero no era así, ya nada estaría solucionado en la vida de Víctor Buenaventura, como él mismo supo intuir esta mañana en el despacho de Benegas. Cuando el inspector le dijo que estaba otra vez detenido, al tiempo que Marita le leía sus derechos y Vázquez le ponía las esposas, no tuvo fuerzas ni para protestar. Simplemente se hundió. Se hundió un poco más si cabe. Su padre sí se encaró con Benegas, hasta que Vázquez y Marita le enseñaron las abrumadoras pruebas que había contra su hijo.
Si esa misma mañana, tras ser detenido por primera vez, tenía cara de muerto, ahora, en el calabozo, sentado en el camastro y con la pared mugrienta a su espalda cómo tétrico contrapunto, Víctor Buenaventura era un muerto de cuerpo entero, de esos que tanta falta le hacían a Benegas.
Al menos Víctor Buenaventura no tuvo que pasar esa noche por el trago de ver el informativo de Juan Rodrigo Jiménez. En su línea. Espectacular. Tocando todos los asuntos: plagio, compraventa, chanchullos inmobiliarios de la familia, desaparición del cuerpo... Sin ahorrar detalles, añadiéndolos de su cosecha incluso. ¿Quién iba a protestar? ¿No estábamos ante un caso en el que nadie sabía claramente qué era ficción y qué realidad?
Benegas lo vio solo en casa, tomándose una cerveza arrebujado en su sillón, acariciándole la barriga a Navidad. Estaba tan cansado que no tuvo fuerzas para quedar con Blanca o pasarse por su apartamento para charlar un rato. Cuando apagó la tele y acostó al perro supo que podría estar durmiendo doce horas seguidas. Se metió en la cama, se estiró cuan largo era y se desmadejó, sintiendo cómo el cansancio acumulado abandonaba su cuerpo y se diluía por los intersticios del colchón. De inmediato lo atrapó un sueño reparador, de esos que te dejan como nuevo. A los cinco segundos roncaba como un bendito. A poco que se lo propusiera, enseguida comenzaría la fase de crisálida.
Chapa y pintura
Este tipo de casos suelen ser una carrera de resistencia. Gana el más tozudo, aquél que más se resiste a admitir la derrota. Por un lado, la táctica de Buenaventura para el segundo round consecutivo en menos de veinticuatro horas estaba bien clara, y además él mismo se la había anticipado a Benegas en el primero, cuando todavía andaban tanteándose: si no hay muerto, no hay caso. Punto. Y aparte, contestaría Benegas, que también era un tipo tenaz y confiaba en que esa mañana Víctor Buenaventura, extenuado por el insomnio y las chinches, terminara por confesarles dónde enterró o abandonó el cadáver de Frankie y dar así por finiquitado el caso.
Llevaban ya un par de horas de interrogatorio y Buenaventura no había variado un ápice su primera declaración. La noche pasada en los calabozos junto a un par de yonquis y un travesti muy cariñoso había hecho mella en su entereza, eso saltaba a la vista, pero estaba decidido a marcharse cuanto antes de allí. Bien había comprobado él que el tiempo corría a su favor. Había calculado que en un par de horas, como mucho, estaría de nuevo en la calle. Puede que, literariamente hablando, ya no tuviese futuro —sobre todo tras el demoledor reportaje de ayer, del que se hacían eco esta mañana varios diarios nacionales—, pero desde luego, aunque no lo tuviera, no pensaba pasarse la mitad del mismo entre rejas.
Así que, con voz apagada y monocorde, se limitó a reconocer lo evidente e innegable para no alargar demasiado la comparecencia; dejar que esas pruebas tan irrefutables y contundentes se fueran enfriando poco a poco, y esperar a que, en el mundo exterior, papá hiciera su trabajo como en él era habitual; esto es, la envolvente. Por lo demás, él no había matado a nadie, ¿cómo lo tenía que decir?: en latín.
A pesar de que esa mañana llegó de un estupendo humor —había dormido como nunca y Blanca iría hoy a su casa a almorzar—, a esas alturas del interrogatorio Benegas se subía por las paredes. Así no irían a ningún lado, era evidente. Le crispaba la distancia que Buenaventura parecía tomarse respecto al resto del mundo, la indiferencia con la que, de mala gana, respondía a sus preguntas. Aunque más que indiferencia tal vez fuese más exacto decir displicencia, como si estuviese completamente seguro de que muy pronto todo esto habría terminado, que este mal trago quedaría diluido en el tiempo y en el recuerdo como una pesadilla absurda, como un mal cuento de terror. Como si todo este asunto no fuera en realidad con él. Por su parte, Vázquez intentaba de buenas maneras convencer al detenido de que mejor le iría si colaborase mínimamente con ellos, y Marita, que fue quien inició la primera ronda, permanecía ahora a la expectativa para cuando hiciese falta intervenir de nuevo. También Maqueijan andaba por allí, dejándose ver. Por la misma razón, claro: por si hiciese falta intervenir...
El primer pago correspondía a Las fauces del diablo, primera novela que Frankie le «adaptó», palabras textuales de Buenaventura, obra con la que debutó en la narrativa y se dio mínimamente a conocer. Benegas recordaba aquel caso, el de Julio Vallellano, la Universidad, el sado, el maso, el sexo, la fruta fresca e internet. «¡Maldito Frankie Jurado!», se dijo, «¡a este paso deberíamos cobrarle comisión!». El intercambio comercial continuó —tal como ya les había contado Rafael Cartagena, pero nunca está de más corroborar las declaraciones de unos y de otros— con Arquitectura de un crimen, bombazo editorial «basado», fueron también palabras textuales, ¡otra cosa no, pero los eufemismos los manejaba de maravilla el presunto autor!, en dos novelas cortas que Frankie había escrito un par de años atrás y no encontraba quien se las publicase. Una vez conseguido el éxito, necesitaba urgentemente consolidar su posición con una nueva obra. Las presiones de la editorial eran cada vez mayores, confesó Buenaventura. Habló con Frankie y le contó cómo estaban las cosas; es decir, cómo habían cambiado las cosas y lo que eso suponía. Pero esta vez Frankie reaccionó mal. Se sintió estafado, humillado, un ser transparente, necesariamente invisible para que otro brille con más luz, precisó el detenido que le dijo Jurado a modo de despedida. Al poco, estando en Madrid, le llegaron los primeros comentarios y rumores. Vino a Córdoba. Tuvieron una conversación telefónica, tensa, difícil, pero en la que, a pesar de todo, Frankie le confirmó que había empezado a escribir esa tercera novela. Todo solucionado, pensó. Pero no era así, nada más lejos de la realidad. Enseguida comprobó el cariz de la misma. Entonces tuvieron algo más que palabras, eso también era cierto, pero él no mató a Frankie, al contrario, por poco lo mata Frankie a él, la sangre del interior del coche era suya, de la nariz, ¿cómo tenía que decírselo, en inglés?, y para la del guardabarros también tenía explicación:
—Cuando fui a recogerlo a su casa estaba tan nervioso, tan asustado por lo que podía pasar que, al verlo salir del portal, arranqué el coche en segunda y se me fue contra un talud. No fue nada, chapa y pintura, que se dice, pero mientras comprobábamos los daños, Frankie se cortó en un dedo al pasar la mano por la abolladura —arguyó Víctor, escudándose en la elipsis final de su propia ficción.
—¡Punto y final del capítulo dos! —dijo Benegas. Otro que confundía ficción y realidad. O peor aún, que también se empeñaba en ir escribiendo el caso conforme la acción se desarrollaba. ¿Pero qué pretendían estos dos, volverlo loco? Si Buenaventura hubiese derrochado tanta imaginación en sus novelas como en los interrogatorios, desde luego no habría tenido que contratar a nadie ni para ponerle los puntos y las comas al texto.
—Es la verdad, inspector. Ya sé que usted no me cree y las pruebas dicen lo contrario, pero esa es la verdad. Quizás a usted ni siquiera le importe, porque usted también ha juzgado ya este caso, ¿no es así?, pero esa es la única verdad, créame. La pura verdad de mi mentira —reconoció desde lo más profundo de su derrota—. ¿Qué más da?..., en cualquier caso, ya nada parece tener importancia —concluyó Víctor Buenaventura sin pensar esta vez cuánto tiempo faltaba para despertar, sin pensar qué estaría haciendo su padre para sacarlo cuanto antes de allí y silenciar un asunto que suponía ya de dominio y escándalo público. Sin pensar nada en realidad, porque ya estaba todo pensado.
En ese momento llegó la respuesta para, al menos, una de esas cuestiones que desde la pasada noche habían dejado de atormentarlo. Para disgusto de Benegas, lo que él esperaba prisión incondicional quedó en condicionada al pago de una fianza de quince mil euros. Su padre los acababa de depositar. Quedaba en libertad con la obligación de presentarse cada no sé cuántos días..., y bla, bla, bla; bla, bla, bla. Ya lo había dicho él: en casos como éste más valía no ser demasiado optimista. Eso que llevaba ganado el inspector.
«En fin, qué se le va a hacer, uno no ha inventado la rueda del mundo ni la forma de pararla», que solía decir Benegas para consolarse de contrariedades como ésta. Cuando le ocurría una cosa así, el inspector no podía evitar acordarse del modelo judicial anglosajón. Allí existe una formula por la que un juez, si no encuentra pruebas suficientes para condenar a alguien, pero está seguro de que ese alguien tampoco es trigo limpio, lo absuelve tras dictaminar que esa persona es «not guilty»; o sea, no culpable, que no es lo mismo, ni muchísimo menos, que decir que es absolutamente inocente. Parece ser que los hijos de Roma no hilamos tan fino.
Por lo que a él respectaba, y desde un punto de vista estrictamente policial, la puesta en libertad de Buenaventura no tenía por qué ser del todo mala, pues aunque por un lado podría interpretarse que el caso se estaba atascando, y de ahí al archivo no mediaba gran distancia, por otro podía suponer un gran desahogo: la posibilidad de trabajar con más calma, más tiempo, más método, como a él le gustaba hacer las cosas, en definitiva, una vez cediese la presión de Espadas y la presencia constante de Sebastián Buenaventura trastocándolo todo por comisaría.
Pero no era por esas cuestiones procedimentales por lo que Benegas se sentía tan inquieto, tan molesto consigo mismo. Al fin y al cabo, él y su gente sabrían sacar provecho de la situación. Siempre solían hacerlo. Lo que no se le iba de la cabeza eran las últimas palabras de Víctor Buenaventura. ¿Acaso había juzgado él este caso de antemano? Probablemente, sí. Desde el mismo momento en que salió de casa de Aurora Domenech, quizás. Mal hecho, eso ya lo sabía el inspector, aunque luego las pruebas y las evidencias le hubiesen dado la razón. Pero de una cosa sí estaba seguro Benegas, y Víctor Buenaventura había sido injusto lanzándole ese golpe bajo y miserable: a él siempre le importaba la verdad. Era lo único que le importaba, lo único que lo había mantenido vivo durante un tiempo, no hacía mucho de ello. Por eso se mordía el labio inferior con saña mientras intentaba localizar la única y definitiva pieza que les faltaba para escribir la palabra fin en este maldito embrollo. «¡Piensa, Benegas, piensa! ¡Adelántate! Si en este caso todo está escrito en alguna parte, piensa entonces qué harías tú. Piensa la solución antes de cerrar en falso el último capítulo, que para algo eres el protagonista, ¡joder!».
Peón come a peón, ergo la partida no avanza
El último capítulo tal vez no, pero una de las subtramas que más se le había enredado en el argumento sí que debía cerrarla cuanto antes. Y lo haría esa misma tarde, a primera hora. Es más, incluso Espadas, ya más tranquilas las aguas y asegurada su posición de ventaja —una vez que el caso comenzaba a despejarse de negros nubarrones y sombríos peligros—, lo había animado a acudir a la sede del Meridional para que hablase con don Álvaro y le explicara lo que hubiese que explicar. Animado no, en realidad lo había instado a ir. Con mucho tiento, eso sí, demasiado bien conocía él a Benegas y lo que éste era capaz de liar si no lo ataban en corto.
La sede central del banco estaba en la Avenida del Gran Capitán esquina Plaza de la Constitución, obviamente en el centro del meollo económico-comercial de la ciudad. El edificio venía a ser una cabal estampa del más genuino desarrollismo franquista de los sesenta, esto es, una mole horrorosa de hormigón armado, hierro y diversos e inclasificables materiales que no se salvaba ya (antes al contrario: ¡había quedado aún peor!) ni con las posteriores intervenciones de modernización que habían convertido su otrora pétrea fachada en un grotesco espejito de cristales ahumados, mármoles de colorines y metacrilato a tutti plén. Un verdadero engendro, para qué darle más vueltas.
En la sala de espera de la planta noble estuvo Benegas cerca de hora y cuarto. Había sido muy puntual, pues tenía intención de ser breve y aprovechar el resto de la tarde en la oficina. No tenía a mano la agenda del señor Quintero, pero le resultó curioso que, en la hora larga que estuvo allí sentado, nadie entrase ni saliese del despacho. Ese tipo de pequeñas venganzas, lejos de irritarlo, le enternecían. Finalmente, la secretaria personal de don Álvaro lo invitó a pasar sin disculparse siquiera.
De espaldas a la puerta, Álvaro Quintero lo esperaba levemente inclinado sobre una mesita baja de cristal situada en uno de los rincones de su inmenso despacho. Su oronda figura impedía que Benegas viese el objeto de su atención. Estaba tan concentrado en lo suyo que ni siquiera se dio por aludido con el carraspeo de cortesía con que el inspector pareció presentarse.
—Peón come a peón en C7 —fue el saludo de Quintero a aquella tosecilla insolente. Benegas no sabía jugar al ajedrez, así que, por lo que a él respectaba, eso era lo mismo que si le hubiese dado las buenas tardes en neerlandés clásico o le hubiese preguntado qué le parecía el último modelo del Citröen familiar.
Cuando don Álvaro se dio la vuelta, Benegas vio el tablero de marfil ribeteado, las figuras de oro y plata en lugar de las consabidas blancas contra negras —eso sí lo sabía, y también cómo se movían las piezas, pero de ahí que no lo sacaran—, los estragos de la batalla que don Álvaro estaría manteniendo contra un adversario lejano y desconocido desde haría una hora y cuarto aproximadamente. «O tal vez contra él mismo, a esta gente les pone mucho esas cosas», se dijo Benegas. Pero si lo que quería era impresionarlo, iba listo, pensó también. La gente que juega al ajedrez no es más inteligente que el resto de los mortales. Simplemente sabe jugar al ajedrez. Una técnica como otra cualquiera. Y basta con dominarla, como los que saben jugar bien al fútbol o freír las croquetas sin que se les quemen por fuera y estén frías por dentro, habilidad esta que a Benegas le parecía mucho más admirable que las dos anteriores.
De repente se sintió muy cansado. Cansado y estúpido, absurdo. ¿Pero qué demonios estaba haciendo él allí? ¿De poli bueno?, ¿tranquilizar a un honrado ciudadano?, ¿bailarle el agua al jefe? No, ninguna de las tres respuestas era correcta, aunque la tercera se le acercase. Él estaba allí para poner las cosas en su sitio. Y el sitio de los poderosos es el pedestal. Así que la tercera premisa para completar ese silogismo vendría a decir que él estaba allí, más que nada, para lustrar ese pedestal y sacarle brillo. Con su aliento si hiciese falta. ¡Qué estúpido quien no sepa eso, que la rueda del mundo gira siempre así, en el mismo sentido!
Pero Benegas lo sabía, siempre lo había sabido. Así que, una vez contestada esa pregunta interior y teniendo en cuenta el mucho tiempo que ya le habían hecho perder, el inspector aprovechó el pie que Quintero le brindó—: «y bien, señor mío, que era esa cosa tan importante que tenía que decirme» —para entrar en materia y acabar cuanto antes el engorroso trámite.
No se anduvo con medias tintas el inspector, ni con verdades sesgadas. Le contó el caso hasta en sus más mínimos detalles. Habló de pruebas, de evidencias, de certezas. Álvaro Quintero asistía a su discurso en silencio, impávido. Luego entró en el terreno, mucho más resbaladizo, de los indicios, de las sospechas. Y cuando ya tuvo la tarde prácticamente rematada, decidió —¡con mucho tiento, eso sí!— no quedarse con el veneno dentro y confesarle a Quintero que, durante buena parte de la investigación, creyó que él había sido el arquitecto de toda la trama, el guionista de ese endiablado argumento. Quintero sonrió maléfico. No hubiera estado mal serlo, parecían decir sus ojos. Desde luego, le reconoció a Benegas, no le entristecía en absoluto lo que le pasase a Buenaventura, aunque en este caso el principal perjudicado fuese su hijo. También le reconoció que, en efecto, el eje principal sobre el que pivotaba su teoría —esto es, que fue él quien compró aquellos primeros premios de poesía ganados por Víctor para así neutralizar futuras denuncias o chantajes por parte de Sebastián Buenaventura— era completamente cierto.
—Lo felicito, señor Benegas. Es usted un buen policía. Pero en el resto de la película se equivoca. Ni siquiera conozco a ese pobre chaval desaparecido. ¿Ve usted el crucifijo de plata que hay encima de mi mesa? —preguntó Quintero. Benegas asintió—. Mire debajo del Gólgota de plata, hágame el favor. ¡Verá qué sobre tan bonito me dejó mi ex socio!
Benegas fue a la mesa, cogió el sobre, lo sopesó y se quedó mirando a Quintero.
—Las cuentas a ajustar —dedujo.
—No exactamente, señor Benegas. Es el resultado de las cuentas una vez ajustadas. De las suyas y de las mías. Está ahí desde el día que Sebastián se marchó. Lo tengo siempre a la vista por si en algún momento de debilidad se me ocurren ciertas tonterías. ¿Entiende lo que quiero decir? Si un peón se come a un peón, la partida no avanza. Entre ese hombre y yo existe una especie de pacto de silencio. Él sabe cosas y yo sé cosas. Él tiene pruebas y yo tengo facturas. Si ese pacto se rompiese, ambos perderíamos.
—¿Qué más puede perder Buenaventura? —preguntó Benegas.
—Siempre se puede perder algo más, señor Benegas, siempre. Porque siempre se puede estar peor de lo que se está —de nuevo volvieron a brillar los ojillos de Quintero, y a Benegas no le quedó otra que dejar correr la nada sutil declaración de intenciones—. Aunque reconozco que yo sería el más perjudicado de los dos. Así que, como usted supondrá, no me merece la pena cometer esa «tontería», no me la merece en absoluto. Para mí es mejor que las cosas se queden como están. Créame entonces cuando le digo que estos días pasados, con tanto revuelo y sobresalto, no han sido desde luego los más tranquilos de mi vida, sobre todo cuando me daba por pensar que, como usted mismo ha apuntado con bastante lógica, Sebastián quizás sospechase que era yo quien estaba detrás de todo esto. Ya ve, señor Benegas, al final es usted el responsable del insomnio que arrastro —dijo Quintero. Pero lo dijo sin acritud, incluso por el tono podía pasar por una recriminación cariñosa, una frase amable de quien, en realidad, siempre ha tenido controlada la situación—. Y ahora, si no se le ofrece nada más, señor Benegas... Lamentablemente, tengo la tarde muy ocupada —preparó la despedida Quintero, levantándose e instando a Benegas a hacer lo mismo—. Salude de mi parte al comisario Espadas. Y dele las gracias en mi nombre.
—Así lo haré —dijo Benegas estrechando la mano que Quintero le ofrecía, fuera del despacho ya.
De nuevo en la sala de espera donde se había pasado media tarde en stand-by, el inspector comprobó que quien ahora aguardaba para ser recibido por don Álvaro era Samuel Poyato, el fiel director de TeleMezquita y su, digamos, amigo más íntimo. Cuando Benegas pasó por su lado ni siquiera se dignó a levantar la cabeza para saludarlo, cortesía que obvió. Toda su atención se concentraba en una de esas agendas electrónicas dotadas de software, altavoces y cierta personalidad —Blackberry le dijo Marita que se llamaban— con las que se entretienen los ejecutivos agresivos y superocupados que, en realidad, no tienen nada que hacer en todo el día. Como Benegas tenía buen oído, lo oyó mascullar entre dientes, mientras pulsaba un par de teclitas:
—Dama por alfil en B3, movimiento demoledor.
¡Pues eso!, la partida, que siempre debe continuar, se dijo el inspector dejando a sus espaldas al contrincante imaginario. Al parecer, ya habían caído todos los peones en el combate. Siempre son los primeros en caer. No los salva ni su inquebrantable lealtad de soldaditos de la fiel infantería.
* * *
Cuando Benegas abandonó la sede del Meridional, la tarde se resistía a marcharse pero empezaba a languidecer. Se estaba bien en la calle, ya pasado el frío, aún lejos el calor. Era uno de esos escasos días de primavera en los que Córdoba concede una tregua a sus habitantes. Tentado estuvo de perderse en algún centro comercial y comprarle algún detalle a Blanca. Pero al final se impuso su también inquebrantable sentido del deber y decidió pasarse por comisaría, a ver qué novedades encontraba.
Nada más llegar notó algo raro. Un extraño silencio. ¡¿No se habrían ido todos a casa antes de tiempo aprovechando su ausencia!?, se preguntó. Pero no era eso. Estaban todos allí, sumidos en ese pesado silencio, esperándolo en su despacho. Y si en esta retorcida novela —transmutada en un caso real aún más retorcido conforme alguien la iba escribiendo— había un capítulo titulado «Cara de muerto», el ambiente que se respiraba en el despacho del inspector bien podría ser su reflejo en este lado de la realidad, porque si hubiera que describir con pocas palabras los rostros de Vázquez, Marita o Sampedro, habría que decir que los tres tenían cara de funeral. Y no era una metáfora la comparación, porque lo estaban; literalmente estaban de funeral. Claro que lo estaban.
—Verás, jefe, hay una cosa que deberías saber... —balbuceó Vázquez.
—¡Noooo! ¡No puede ser, dime que no es verdad, Andrés! —adivinó el inspector, viniéndose abajo.
Pero lo era, claro que lo era. Lo era porque...
*... corazón que deja de latir
Dicen los matarifes que, a veces, algunos animales, mientras el resto de la manada corre en tropel por los angostos y resbaladizos pasillos del matadero, azuzados por las voces y las varas de quienes serán sus inmediatos verdugos y oliendo ya la sangre de las reses anteriormente sacrificadas, alzan la vista un instante y se quedan mirándolos muy fijamente. Dicen también que es una mirada aterradora, inolvidable, profunda y humanizada, una ráfaga de lucidez que intuye y antecede todo lo que después va a ocurrirles. Es una mirada de miedo, pero también de aceptación, una mirada donde ya no cabe la sorpresa.
Mientras conducía a toda velocidad no podía dejar de pensar en animales muertos. Como aquellos que contemplaba sobrecogido en su niñez, cuando su abuelo se empeñaba en llevarlo, contra su voluntad, al antiguo matadero donde el viejo había sido matarife profesional. Lo que más le impresionaba era la mirada de algunos animales justo antes de morir, una mirada aterradora, demasiado humana, parecía que una ráfaga mortífera de lucidez les anticipara lo que a continuación iba a suceder. Una mirada de miedo, recuerda Víctor Buenaventura veinte años después, pero también de aceptación, una mirada donde ya no cabía la sorpresa.
Una mirada como la suya en estos momentos. Al fondo, el pretil del puente se yergue ante él, devolviéndole implacable el haz de luz de sus propios faros. Acelera. 140. 150. 160 por hora. Sólo hay que acelerar. El duro pretil, incólume, duro, pétreo. De repente, el mundo al revés. Estaba todo pensado de antemano —una noche entera en un calabozo da mucho de sí—, pero no puede evitar cerrar los ojos en el momento final, el de la brutal colisión. El deportivo alemán ya no es azul cobalto reluciente como el sol, sino sucio y polvoriento, con barro y grasa chorreando por todos lados; ni las llantas son guapas de aleación, las cuatro ruedas girando ahora en el vacío, boca arriba, despanzurrado el «minifórmula-1» en la cuneta de la autovía.
Fue la Guardia Civil de Tráfico quien llamó a comisaría para comunicarles la mala nueva, poco antes de que Benegas regresase de su visita al Meridional. También llamaron al padre del accidentado, un tal Sebastián Buenaventura. A Juan Rodrigo Jiménez no se sabe quién lo llamó, pero fue el primero en llegar.
Quién mató a Frankie Jurado
Esa noche no pudo dormir. Estuvo en casa de Blanca hasta las tres de la mañana, buscando un consuelo imposible para su conciencia e intentando poner en orden algunas ideas. Lo más terrible del caso, concluyó Benegas al borde del desvarío, es que a lo largo de la investigación él y su equipo no habían cometido ningún error, pues hasta ese momento se habían atenido a la más elemental y pulcra práctica policial. Profesionalmente hablando, pocos reproches podían hacérseles, le dijo Blanca, si acaso no dar ninguna credibilidad a la débil versión de Buenaventura, pero eso es algo que un buen policía siempre debe hacer: analizar los hechos, eliminar ciertas hipótesis que se deriven de los mismos y quedarse con las que estime como más seguras. Y, por supuesto, dudar siempre de quien se ve con el agua al cuello, incriminado por esos hechos.
Otra cosa eran las últimas palabras de Víctor Buenaventura, la despedida que le dedicó. Esas eran las verdaderas semillas del insomnio, cargas de profundidad que germinan en la mente y es imposible que dejen de crecer. Por eso, cuando Blanca se fue a la cama, rendida, él estuvo el resto de la madrugada paseando por la ciudad, oscura y solitaria. Le sorprendió el alba camino de su despacho. Ni diez minutos habrían transcurrido cuando aparecieron Vázquez y Marita, maquillados con las mismas ojeras que su superior. Maqueijan ya llevaba un rato allí. Fue él quien le llevó el primer café y le dijo que tenía visita. El día, en efecto, iba a ser muy duro. Más de lo que él mismo intuía. Salió al pasillo. Y allí lo encontró.
—Me he pasado la vida a punto de perder a mi hijo y ahora lo he perdido de verdad gracias a usted, señor Benegas. Era mi última oportunidad. Yo lo sabía. Me pidió ayuda y lo único que hice fue dársela. ¿Es eso un crimen, señor Benegas? Respóndame. ¿Es un crimen que un padre quiera ayudar a su hijo a conseguir lo único que desde niño ha deseado en su vida? Y si lo fuese, ¿sería un crimen tan terrible que haya que pagarlo con la muerte, señor Benegas? —le preguntó Sebastián Buenaventura al inspector para que éste no le respondiera, para que no pudiese responderle en varias vidas que le quedaran.
Porque nada podía responder, era como si una bola de culpa y remordimiento le estuviese secando la garganta, esa rata gorda que a veces nos baja por el esófago recordándonos algo imposible de subsanar. ¿Qué iba a responder en cualquier caso?: la milonga de la práctica policial y que lo sentía mucho. Lo segundo era verdad y lo primero no se lo creía ni él, porque él era un buen policía, y era consciente de que debía haber intuido mucho antes lo que esa misma noche, mientras se desahogaba con Blanca, había empezado a vislumbrar. Así que permaneció en silencio, respirando polvo y rencor, qué más se puede hacer ante semejante batería de preguntas. Se quedó en medio del pasillo, con los brazos y el alma caídos, deseando únicamente que el maldito narrador que parecía estar escribiendo esta absurda historia pusiese en su boca la palabra fin.
* * *
Lo cual no estaba lejos de suceder porque, de repente, los acontecimientos se precipitaron. De hecho, mientras Buenaventura aún estaba esperando su imposible respuesta, Marita enfiló el pasillo de su despacho con un rictus de preocupación. Al contemplar la escena, se paró en seco, casi se da de bruces con Buenaventura. Desde luego, se dijo la subinspectora, no podía ser más inoportuna su visita de reproche. Al verla dudar en medio del pasillo, Benegas imploró que no se retirara, como por un momento comenzó a hacer, y le dirigió una mirada de S.O.S.layo para que se acercase y pusiera fin de cualquier manera a tan embarazosa situación. Así lo interpretó Marita, que arguyó una obligación impostergable del inspector para llevárselo de allí. Benegas estaba tan tenso que no escuchó ni una palabra. Buenaventura se dio media vuelta sin decir nada más, pero sin dejar de mirarlo con desprecio. Benegas se marchó lentamente, arrastrando los pies. Torpe, lento, cabizbajo. La semilla seguía creciendo imparable en su cerebro.
Pero la subinspectora no había exagerado un ápice respecto a su obligación. En efecto, ésta era absolutamente impostergable. Así, una vez entraron en el despacho, Marita le dijo que los compañeros de Madrid habían encontrado un nuevo archivo encriptado en el ordenador del fallecido Víctor Buenaventura. Se trataba de un nuevo capítulo. Y había dos datos aterradores en el mismo: el título...
—¡Cara de muerto! —exclamó Benegas, empezando a constatar que las sospechas que esa misma noche en vela ya le había apuntado a Blanca eran completamente ciertas. Su rostro adquirió un tono macilento, como si quisiera solidarizarse con el del título. Porque si esto significaba lo que él estaba pensando, se querría morir. Se querría morir de todas, todas.
—Lo cuenta todo, jefe. Casi al pie de la letra: la detención, el interrogatorio, el hundimiento de Buenaventura... La única inexactitud es la manera de morir. En el libro se corta las venas —informó Marita, que ya se lo había leído—. Y hay algo más, jefe.
Benegas la miró, casi suplicante:
—Me lo imagino —dijo, asumiendo el segundo y también aterrador mazazo.
—Lo enviaron al ordenador de Buenaventura ayer. Por medio de un «troyano», un programa que entra sin permiso en los ordenadores ajenos e instala en ellos...
—Ya sé, Marita, ya sé... —la cortó Benegas. Debido a su congénita incapacidad para la informática, la subinspectora se creyó en la obligación de ilustrarlo, pero algo sí sabía el inspector acerca de semejante técnica, últimamente muy utilizada por los delincuentes, sobre todo los del ramo de delitos financieros y contra la intimidad de las personas.
Todavía andaba Benegas encajando la información en el deslavazado mapa de operaciones en que se había convertido su cerebro, cuando desde centralita le dijeron que alguien suplicaba que le pasasen urgentemente con él. Era Aurora Domenech. Estaba muy intranquila. Acababa de recibir una llamada telefónica. Ella contestó, pero nadie dijo nada al otro lado. Se oían ruidos de fondo, dijo. Insistió y nada. También le pareció que quien quiera que fuese estaba llorando, ahogando un gemido, le explicó atropelladamente al inspector. Benegas la tranquilizó, le dio las gracias por llamar y colgó.
Ya sólo faltaba encontrarlo, pero Benegas sabía que no lo harían jamás. Vivo, al menos; no otra cosa que una última llamada a su madre era lo que Frankie acababa de hacer. Lo último que quiso escuchar en su vida fue la voz de quien lo trajo al mundo. Benegas y Marita se miraron, sin decir nada.
Ese silencio insoportable lo rompió Vázquez. Traía un aviso de Protección Civil y había que darse prisa. Un suceso bastante confuso se había producido en el antiguo matadero provincial. Al parecer, la amplia red de cables eléctricos ilegales enchufados a cualquier poste de la luz no había resistido más, así que el incendio fue tan inevitable como predecible. Los primeros que intentaron sofocarlo fueron los propios mendigos, inmigrantes e indigentes que malvivían en sus destartaladas naves. Y en plenas labores de extinción, una pareja de ucranianos sin papeles había descubierto el cuerpo de un hombre joven, aún con vida. Maqueijan ya los estaba esperando en el coche. Había que darse prisa, toda la prisa del mundo, pues los rasgos del herido coincidían con los de Frankie.
Cuando llegaron al antiguo matadero comprobaron que el incendio, en realidad, no había sido gran cosa, gracias sobre todo a la rápida intervención de los inquilinos. Un agente de la policía local le señaló a Benegas el lugar donde habían encontrado al joven, una de las estancias interiores más alejadas de la calle. Benegas cruzó un patio, se internó por un angosto pasillo, por el que otrora las reses se encaminaban hacia una muerte segura y desembocó en una nave amplia —la sala de despiece, supuso por los garfios que colgaban del techo—, que a su vez se bifurcaba en otras dependencias anexas más pequeñas, seguramente para usos auxiliares relacionados con la matanza. Un levísimo ruido procedente de una de ellas llamó su atención. Se trataba de un sonido de baja intensidad, una especie de zumbido monocorde y repetitivo, un mantra o una matraca parecida. Acomodó la vista a la semipenumbra de la estancia y entonces lo vio, allá al fondo. Y no estaba herido. Estaba muerto, como él ya suponía que iban a encontrarlo. Muerto, desnudo de cintura para arriba y sentado en una silla, esperándolo con los brazos abiertos y caídos. Se había cortado las venas, ¿acaso no lo había escrito ya?, un gran charco de sangre era el punto y final. El oscuro compartimento en el que Frankie se había ocultado desde su desaparición era el pequeño hueco que quedó una vez desmontada la cámara frigorífica que había junto a la nave de despiece. Allí había instalado una réplica del lado izquierdo de su habitación, quizás con menos artilugios pero con la misma potencia y efectividad. Desde allí había escrito el último capítulo de su vida. «Cara de muerto» lo tituló, anudando definitivamente ficción y realidad.
Sin apenas darse cuenta, en medio de aquel vacío semiderruido, Benegas comenzó a respirar con dificultad, como si tuviera asma. «Asma en el alma», se dijo, y no pudo evitar pensar que sería un bonito título para la novela que le estaba tocando vivir. El peso insoportable de la amplitud de la sala que tenía a sus espaldas, el acre olor a quemado que todo lo inundaba, saberse la última marioneta de un guiñol que él no supo intuir, el áspero aliento del café a medio beber de esta mañana, ese runrún monocorde que parecía proceder del ordenador..., creía estar sufriendo un ataque de ansiedad, el primero en su vida. Respiró profundamente un par de veces al tiempo que se daba un suave masaje en los párpados y en las sienes. Cuando creyó controlada la situación, con sumo cuidado, comenzó a acercarse. Al verla, le dio un vuelco el corazón. Junto al cadáver, a sus pies, yacía también la novela. Completa, de principio a fin, impresa y modestamente encuadernada por el propio autor. Allí estaba: el móvil, el guion de toda esta historia, el arma homicida y el final. Benegas se agachó y pudo leer el encabezamiento:
«Esta ha sido la única manera de hacer oír mi voz contra el poderoso: confundir vida y literatura. Por tanto, todos los hechos narrados hasta aquí son absolutamente ciertos. O tal vez sólo una parte de ellos lo sean y otros no sucedieron sino en mi imaginación. Es obvio, entonces, que cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia. Y con la ficción, pura maldad.»
De nuevo el malestar, aún más punzante, aún más presente. «Respirar, respirar...», se dijo, mientras oleadas de angustia lo zarandeaban en rítmico vaivén. Estaba a punto del vómito, no pudo reprimir una arcada. Cuando consiguió calmarse de nuevo, ojeó por encima el ejemplar. El silencioso diálogo con el cadáver que lo miraba atentamente desde su silla continuó, aunque ya no hubiese muchas cosas que decir. Capítulo primero, «Uno del gremio», leyó Benegas. Sobrecogido, comprobó con qué quirúrgica exactitud diseccionaba Frankie el estado actual de su relación con Blanca, cómo describía su propio barrio o la primera y ya lejana visita que le hiciese a su madre, en aquel día de lluvia timorata y desvaída. Cerró el libro y lo volvió a abrir, como si no pudiese huir de su mágico poder de atracción. Al parecer, el siguiente capítulo, titulado «Limpio de polvo y paja» narraba los inicios de la investigación propiamente dicha, una vez Benegas fue consciente de lo que tenía entre manos. Pero ¿en verdad había sido él consciente, en algún momento, de lo que tenía entre manos?, se reconoció el inspector con amargura. También detallaba ese capítulo la primera conversación que mantuvo con Juan Rodrigo Jiménez, y lo hacía con una verosimilitud tal que Benegas imaginó por un momento que el periodista estaba allí, con él, en la inmensidad de aquella tétrica sala vacía. ¿Para qué seguir leyendo?, se dijo Benegas, si todos sabemos el final. Con una sonrisa terciada, Benegas maldijo por última vez a Frankie Jurado, sin poder dejar de admirar en su fuero interno la determinación de su venganza. Había visto muchas maneras de acabar con la vida de un hombre, desde luego, pero ninguna como este enrevesado asesinato diferido, un crimen por inducción, una muerte escrupulosamente planeada que habría de ejecutarse por mano ajena, la de la propia víctima, a la cual no le quedaría otra salida que asumir esa muerte como una obligada necesidad. Un caso, en definitiva, en el que la presunta víctima resultó ser el asesino, y el sospechoso principal de esa falsa muerte no fue otra cosa, desde el principio, que la res a sacrificar. Brillante, desde luego. Si fuese un delincuente, un psiquiatra clínico o un estirado criminólogo de salón, siempre tan flexibles en sus puntos de vista, estaría dispuesto a aplaudir. El problema es que él era policía.
Dejó la novela donde estaba. Bordeó el cadáver teniendo cuidado de no pisar la sangre ni alterar lo más mínimo el escenario y se dirigió al ordenador. El ruidito de baja intensidad lo estaba sacando de sus casillas. Subió el volumen de los altavoces, y entonces lo pudo escuchar con total nitidez. Era, en efecto, una especie de letanía, de plegaria cíclica que Frankie había grabado en un CD y declamaba con voz lenta y pesada, que leía una y otra vez sólo para él, para concluir definitivamente esta extraña conversación que mantenía con su personaje favorito. Sólo eran cinco palabras, el título de la novela en realidad. Así lo sorprendieron Vázquez y Marita cuando por fin consiguieron orientarse en el laberinto de pasadizos aquel: con una extraña sonrisa terciada, escuchando la inútil confesión que Frankie Jurado les hacía, de viva voz, desde el más allá:
«¿Quién mató a Frankie Jurado...?, Frankie Jurado, Frankie Jurado...; ¿quién mató a Frankie Jurado?, Frankie Jurado, Frankie Jurado...; ¿quién mató a Frankie Jurado? Frankie Jurado, Frankie Jurado.»