BLANCO Y NEGRO
Cierto que llevaba dos o tres días sin dormir, comiendo apenas para realizar un mínimo paréntesis en la febril escritura, para desentumecer dedos más que nada, como solía suceder cuando el plazo se me echaba encima, pero aquello era demasiado. Cierto que, desde pequeño, mi madre no había dejado de repetirme que más pronto que tarde terminarían dándome por unanimidad el Pritzker de arquitectura, gracias a los mil proyectos de sólidos castillos en el aire que se arrumbaban en el trastero de mi biografía. Y cierto también que en aquellos días en los que todo comenzó, Blanca me venía reprochando con mayor insistencia que nunca que había pasado de vivir en mi peterpanesca nube —o sea, de su escueto sueldo y de mis cada vez más escasos premios literarios— a convertirme en el mayor vendedor de humo del hemisferio norte. Ya si me daba por insistir en lo de la pronta y segura publicación de mis textos en alguna editorial de prestigio, la dichosa nubecita se transformaba de repente en una tormenta de efectos imprevisibles que duraba una semana por lo menos. Todo cierto, lo cual había ido conformando en mí, a lo largo de los años, una personalidad de lo más etérea y evanescente. Pero aun así y todo, aquello era demasiado.
Al darme cuenta puse tal cara de sorpresa que incluso debieron verse a mi alrededor esas interjecciones exageradas que dibujan en los cómics, porque, una de dos, o acababa de convertirme en un vampiro —por mucho que la sangre me la estuvieran chupando a mí, aunque fuese de forma alegórica—, o estaba, literalmente, desapareciendo por consunción, evaporándome poco a poco.
El caso es que, no quedándome más remedio que hacer un alto para cumplir con las obligaciones fisiológicas que el mínimo paréntesis gastronómico y los dos litros de café cargado me imponían, me dirigí al baño, sin atreverme siquiera a apagar el ordenador mientras tanto, la lucecita de la creación siempre presta; sobre todo cuando aún me faltaban varios capítulos para llegar a la mitad de la última novela pactada, la cuarta entrega ya, el cuarto aldabonazo a mi silencio. Tras evacuar el expediente sin dejar de pensar en un diálogo que tenía atrancado, me dispuse a refrescarme la cara y las articulaciones antes de regresar a mi labor.
Fue al levantar el rostro humedecido por el agua cuando me quedé petrificado en medio del baño, mirando fijamente la desleída figura que me devolvía el espejo, como si fuese a dilucidar con mi pálido alter ego quién de los dos desenfundaba más rápido.
Porque allí estaba yo, en efecto, frente a mí, tan cierto como todo mi ridículum vitae anterior, con los hilitos de agua rodándome aún por la sotabarba y los ojos enrojecidos por el insomnio y el estrés. Pero en lugar de la consistente encarnadura que me caracteriza en este lado de la realidad, la pálida fosforescencia que también me miraba asombrada desde sabe Dios qué dimensión parecía no tener músculos, ni piel, ni huesos, tan es así que casi se podía ver a través de ella. Descreído, entorné los ojos para enfocarme mejor —«tal vez el vapor formado por el agua caliente», me dije—, pero nada. Incluso me pareció que mi reflejo ganaba en espectralidad cuanto más fijo lo miraba.
Aparte la estupefacción y la gilipollez vampírica, lo primero que me vino a la cabeza es que podía estar convirtiéndome en un ser transparente, una especie de Patrick Swzayze en Ghost, que está pero no está, un patético trasunto de mí mismo, que me dice Blanca, algo más que irritada, cuando me empeño en no despertar de mis cada vez más lejanos y silenciados sueños literarios. Todavía perplejo, y para salir de dudas —quizás estuviese sufriendo una rarísima e inexplicable elipsis temporal—, extendí mi mano hacia mi propia imagen, y ésta me correspondió acercándome la palma incorpórea de la suya hasta casi rozar nuestros dedos, componiendo ambos en la soledad de mi/nuestro cuarto de baño lo más parecido a la archiconocida escena de La Creación de Miguel Ángel en la Capilla Sixtina. La aparté de un brinco, un milímetro antes de notar su tacto de humo; y en el espejo, él/yo la retiró de igual y espasmódica manera, parecía que mi carnalidad le hubiese pegado un calambre de alto voltaje. No había duda ni equivocación posible: ese ente diluido que por momentos cobraba carta de invisibilidad ante mis ojos era yo mismo. Aterrado, me palpé todo el cuerpo varias veces, de arriba abajo, con la torpeza contundente de un amante primerizo. Al menos, la tunda me sirvió para tranquilizarme, pues comprobé que en este lado de la realidad seguía manteniendo por completo mi sólida estructura corporal. Todavía jadeando por la tensión —sin saber muy bien si debía llamar o no a gritos a Blanca para que viniera a ver/no-ver lo que me estaba sucediendo—, abrí la puerta del baño, dejé que entrase el frío cortante de la madrugada y me senté en el taburete a buscar aliento. ¿¡Pero qué demonios me estaba pasando!? ¿Cómo era posible que mi imagen se estuviese desvaneciendo; aunque por ahora sólo afectase a su reflejo? Ese «por ahora» me recorrió el espinazo, sembrándolo de electrodos, hasta estallar en lo más hondo de mi cerebro. Respiré profundo un par de veces, luego otro par más, en plan tai-chi sosegante, dejé transcurrir unos segundos deseando que fuesen eras geológicas y me levanté de golpe, intentando recolocar los planetas en su órbita y notando cómo la tensión arterial me retumbaba en las sienes. Con los ojos cerrados me situé de nuevo ante el espejo, asiendo el borde del lavabo para no desplomarme. Tragué saliva para infundirme valor, como uno de esos toreros pusilánimes que llaman de arte y ensayo. Antes de abrirlos, me masajeé suavemente los párpados, hacia delante y hacia atrás, con mimo de geisha. Los abrí sin mucho convencimiento, pero el suspiro de satisfacción debió parecer la bocina del Titanic. Allí estaba «yo» de nuevo, me dije, más o menos como antes de este extraño incidente que, ingenuo e insensato, achaqué sin vacilar a algún lapsus psicológico debido al cansancio —al fin y al cabo llevaba tres días frente al ordenador, a esas alturas me parpadeaban hasta las neuronas— unido al ingente vaho que, con sólo abrir el grifo de agua caliente, solía colonizar el pequeño receptáculo que Blanca y yo llamábamos con cierto desparpajo y optimismo nuestro aseo.
Sumido en la incertidumbre regresé delante del ordenador, medio concluí el estúpido diálogo que me emborronaba el capítulo y traté de olvidar el asunto. Pero, por mucho que lo intentase, no podía engañarme. Aquello no había sido «sólo» un lapsus o un extraño efecto óptico, terminé por convencerme. Por sencillo e imposible que pudiera parecer, y aunque sólo hubiese sido por un instante, mi imagen se había evaporado en el espejo, no había que darle más vueltas. Y por muchas explicaciones que intentase buscarle y por muy etérea y evanescente que hubiese resultado toda mi vida anterior, no me quedaba más remedio que calibrar la posibilidad de que mi extraña disfunción molecular fuera consecuencia del nuevo sobre, el cuarto ya, que coronaba el desorden de mi habitación de trabajo, el último y maldito eslabón de una cadena que para mí se había convertido en perpetua. Resultaba demasiado inquietante para ser verdad, pero al mismo tiempo era demasiado atrayente para desecharlo de antemano. Sobre todo porque, desde el mismo momento en que abrí el primero, supe que mi vida iba a cambiar, tal vez de forma irreversible. Y acerté, ¡vaya si acerté!
* * *
Aquel primer sobre llegó hará un año aproximadamente, tal vez un poco más, conteniendo una notita en papel verjurado oloroso. Por medio de complicados circunloquios y estudiadas rutas de senderismo que llevaban al abajo firmante por los más recónditos y barrocos cerros de Úbeda, lo que se me proponía en la misteriosa misiva era una cita para realizar un encargo literario. «¡Un encargo literario!», me repetí desde mi inmensa modestia creadora. «O sea, hacer de negro», me bajé del pedestal de un tajo certero. Y el hecho de que el susodicho abajo firmante rubricase como don Sebastián Buenaventura significaba varias cosas: la primera, que por esa profunda herida en mi orgullo creador no hubiese manado ni una sola gota de sangre, pues ésta se me había quedado completamente helada. La segunda es que ya sabía yo, sin que nadie me lo tuviera que decir, qué nombre figuraría como autor en la portada de la hipotética obra: el de su hijo Víctor, la nueva y fulgurante revelación del panorama poético nacional. Y la tercera y más importante es que los rumores que circulaban desde hacía tiempo por el muy provinciano mundillo literario en el que yo siempre me había movido en mi ciudad —y que apuntaban a que la exitosa obra lírica de Víctor se nutría de algo más que de meras inspiraciones en otros autores, incluido el pillaje de versos de sus más íntimos amigos—, eran absolutamente ciertos.
Para que el clima de misterio no se diluyera, como por momentos sucedía ahora con mi imagen, la cita se llevaría a cabo en mi casa —le parecía el sitio más insospechado, subrayaba el hijoputa—, en un par de días a lo sumo. En todo caso, debería esperar noticias suyas.
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Que se produjeron, en efecto, no más allá de esas cuarenta y ocho horas. Tres timbrazos enérgicos e intempestivos me lo indicaron sin que hubiese lugar a dudas. Abrí la puerta con cierta aprensión —siempre me ha dado vértigo enfrentarme a los poderosos y a lo desconocido, y aquí venían de la mano—, y allí estaba él, firme y rocoso, ni alto ni bajo, sonriendo sólo con las comisuras de sus finos labios, con su nariz hebrea, el pelo plateado que tan bien le sentaba en las fotos en blanco y negro del periódico y sus ojos siniestros de ejecutivo sin piedad. Tenía ante mí, esperando en mi rellano, nada más y nada menos que a don Sebastián Buenaventura, Director Gerente de la Gran Caja de Ahorros que gobernaba la ciudad desde tiempos inmemoriales sin tener que presentarse a unas engorrosas elecciones cada cuatro años; así que, por lo que al pequeño microcosmos local respectaba, ante mi puerta esperaba la venia el mismísimo Dios Padre. De ahí que, cuando con gesto aún intimidado y dubitativo, lo invité a pasar al salón y acomodarse donde buenamente pudiera, a punto estuve de soltarle al mismo tiempo aquello de «no soy digno de que entres en mi casa». Además —y esto no dejó de sorprenderme, pues en verdad no esperaba yo una acción tan directa—, venía acompañado de su hijo, la nueva turbosuperfigura de la lírica castellana. Ambos tomaron asiento. Éste último a la diestra del padre, lo cual me pareció demasiada casualidad para que no fuera un sarcasmo más de aquella situación que aún no conseguía ubicar dentro de los estrictos límites de mi realidad cotidiana.
Durante unos segundos miré a Víctor fijamente, con aspereza. Tanta que hube de edulcorarla con una postrer y rastrera sonrisa para atenuar lo que ya iba pareciendo un desafío. Y con ese mismo disimulo hipócrita me tragué de un sorbo el rencor provinciano que venía lacerando mi existencia desde que se produjo su éxito, absolutamente inesperado para todo el mundo salvo para el Consejo de Administración de la Gran Caja, que hubo de realizar la libranza y el posterior encaje de bolillos en los libros de contabilidad. Ya puestos, también me reconocí —refocilándome en el barro más abyecto— que, de haber estado en su posición, social, se entiende, quizás yo hubiese obrado igual que él.
Hasta que se marchó a Madrid bajo la debilísima excusa de que le resultaba imprescindible cambiar de aires para acabar una larguísima carrera de leyes —frisando la treintena debía andar ya el pollo, y aún tenía pendiente el Derecho Penal de segundo curso— en el ya referido círculo literario local en el que yo ahogaba mis delirios de grandeza, Víctor Buenaventura estaba catalogado únicamente como el hijo poeta del Director Gerente de la Gran Caja de Ahorros que manda y gobierna la ciudad. Un verdadero hijopoeta, eso sí; sobre todo cuando era él en persona quien gestionaba sin encomendarse a nadie las magras subvenciones de la obra social y cultural de la omnipresente entidad crediticia. De la obligada pleitesía que había que rendirle en esa época databan mis primeros contactos con Víctor. Él leía mis relatos con interés, yo sus poemas con cierto desapego, y poco más se podía decir de nuestra relación. Lo juzgué siempre sin chispa ni talento, estomagante por retorcido, y aunque demostraba cierto entusiasmo, saltaba a la vista que ese no amaba la literatura: en todo caso le bastaba con follársela los fines de semana para ver si así conseguía despuntar rápidamente.
De ahí que, en realidad, la repentina mudanza a la villa y corte tuviese como principal razón inscribirse en secreto en la Escuela de Letras y Contactos Literarios de la capital, último cartucho concedido por la firme voluntad paterna de integrarlo ipso facto en la sección de préstamos hipotecarios de su benemérita Caja de Ahorros, ante la total falta de resultados en la carrera poética de su destartalado vástago. Meses más tarde pudo comprobarse que al muchacho le sentó de maravilla el cambio de Universidad, pues si bien siguió siendo muy corto su dominio de las más elementales técnicas literarias, y de las jurídicas, no se le dio tan mal el campo de las relaciones públicas; y hete aquí que en muy poco tiempo, merced a un último soplo de pingüe inspiración mesiánica del Dios padre sobre tres miembros del jurado y algún gerentillo de la editorial patrocinadora del evento, consiguió, con su primer y apresurado poemario (esos rumores que ahora la notita olorosa me confirmaban a carta cabal indicaban que ni tan siquiera aquellos versos premiados eran suyos, sino encargados a alguno de sus íntimos examigos, obligado a partir de ahí al más oprobioso de los silencios), ganar uno de los otrora certámenes poéticos de más ringorrango y nombradía nacional, aunque en esta época ciertamente venido a menos; tan es así que tras el affaire de compra y venta en el que se vieron envueltos los Buenaventura, dicho galardón trocó una de las letras de su nombre y pasó a ser conocido en el elitista ambiente de las rimas, los tropos y los Juegos Florales como Abonáis.
Sólo cabía concluir que si los dioses se habían dignado a visitar mi humilde morada y hacerme una suculenta proposición era porque, ya afianzada su vena lírica con el premio de marras —lo cual le reportó varias entrevistas en suplementos y magazines culturales—, había llegado el momento de que Víctor diese el salto a la narrativa, que es donde está el dinero, la fama y las mujeres que no solamente follan los fines de semana. Conforme lo pensaba me entró un enorme complejo de condón.
Y si me había elegido a mí, me dije, tal vez fuese por el entusiasmo que le causaron algunos de los relatos y novelas que le fui dejando en nuestros tiempos de forzada camaradería. Tal vez, porque lo cierto es que yo también cumplía a rajatabla la segunda e impagable condición que se busca en estos casos: ser un escritor decentito pero absolutamente desconocido, un aspirante a don nadie que no podría hacerle daño por mucho que quisiera si, llegado el caso, las cosas se ponían feas algún día.
* * *
De mi furioso ensimismamiento me sacó la atiplada voz de Víctor, su padre se limitaba a asentir desde el más absoluto de los silencios. «Nueve mil euros. Una cosa sencillita, que tenga la acción de Star Wars y la intriga de El nombre de la rosa. Por lo demás no te preocupes», me dijo el sujeto, a quien a partir de ahora puedo llamar alternativamente el individuo, el innombrable o el Reverso Oscuro, y se me quedó tan ancho; ¿quién dijo que era imposible conciliar mito y religión: Jüng, Freüd?, ¡menudo par de gilipollas! ¡Ah, muy bien!, pensé yo sin decir nada, con la boca entreabierta; ¿y me pongo el sombrero de Indiana Jones mientras lo escribo?, ¡no me toques los cojones!
—Tú te lo piensas y en un par de días nos contestas —intervino don Sebastián, interpretando mi mudez como lo que era: puro desconcierto—. Nos llamas a este teléfono, ¡eh!, no a la oficina —me dijo, extendiéndome una tarjeta personal—, y si la respuesta es afirmativa nos vemos de nuevo aquí, en tu casa.
¡Nueve mil euros! Nueve mil euros por una de esas novelas inevitables y prescindibles donde debe haber un muerto agónico, porno light de diseño y miraditas de soslayo. Esa era la oferta. Eso y escribirla en cuatro meses, plazo imprescriptible para presentarla a otro concurso de cierto ringorrango y nombradía, pero esta vez en versión narrativa, uno de esos en los que al ganador no le hace falta pagar para salir en los suplementos.
Me hubiese gustado aclarar previamente con ellos —quiero decir con Víctor, el autor—, algunos aspectos relativos a la novela, digamos la extensión, la estructura, el tratamiento de los personajes, en fin, esas cosas de cierta importancia en una narración, pero ambos sustanciaron rápidamente ese tema aduciendo que eso era lo de menos, que lo importante era que hubiese mucha acción para que se vendiera bien, y que de eso ya se encargarían la agente y el marketing promocional. «¡Qué se venda bien!», me quedé balbuceando con el picaporte en la mano, viendo como bajaban las escaleras. «¿Y cuánto es venderse bien?», me pregunté mientras cerraba la puerta: «¿nueve mil euros, tal vez?».
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Fueron los dos peores días de mi vida, no es fácil convertirse en mercenario, y menos de tus ilusiones. Y aunque nadie mejor que yo sabía lo mucho que me estaba costando hacerme un hueco en el mundillo literario —quizás esta podía ser una oportunidad de refilón, de esas que hay que coger por los pelos—, también era plenamente consciente de que hay peldaños que una vez que se bajan...
Intenté convencerme diciéndome que no es lo mismo el talento que los 30 talentos de Judas, pues no otra cosa que una traición literaria contra mí mismo es lo que todo este asunto me suponía. Blanca me reprochaba entonces la mucha falta que nos iban haciendo los treinta talentos en que me había tasado el padre del niño, y remataba su razonado discurso trayendo a colación su personal Teoría Crítica sobre los tres tipos de literatura actual, y mi clarísima posición en el tercero de ellos. A saber: 1) la literatura de culto, esa que no se vende ni se lee, pero viste fardar de ella; 2) la literatura de inculto, esa que se devora pero no se enseña ni menciona para no quedar desnudo, con las nalgas al aire, ante los amigos más versados, y 3) ese terrorífico y fantasmal segmento literario en el que siempre me he incardinado yo desde que un día decidí darle rienda suelta a mi vocación artística: la literatura de oculto. Y no me estoy refiriendo a la de libros de parapsicología o metafísica, sino a los libros ocultos de verdad, es decir, a los pergeñados por oscuros autores locales como el que suscribe y que absolutamente nadie lee fuera de sus respectivas comunidades de vecinos. En el mejor de los casos, que a veces... Hablo, en definitiva, de los millones de libelos firmados por esa nutrida tropa de amanuenses de jornal cuya basta obra se fundamenta en las cutres ediciones limitadas de los premios municipales que van ganando para mal sobrevivir. Pues ese y no otro era el segmento maldito en el que yo me veía atrapado desde que comencé a escribir, preso entre barrotes de tinta y reproches de mujer cada vez más cansada.
No otra cosa que abonar esa demoledora teoría de Blanca es admitir que me conocía al dedillo casi todas las casas de cultura de España, pues había ganado todos los premios imaginables, excepto aquellos que me habían quitado por la espalda para dárselos a otros por la cara. Pero ni aun así conseguía salir de esa 2ª división B del parnaso literario. De esa oscuridad y ninguneo a ser absolutamente transparente mediaba un paso. Y sospecho que, tras aceptar la propuesta de los Buenaventura, yo lo acababa de dar al no reflejarme siquiera en el espejo de mi cuarto de baño. Literariamente, había dejado de existir tras haber entregado a otro lo mejor de mí mismo a lo largo de cuatro novelas. Era duro, pero era bien simple: habían acabado conmigo, no sólo con mi reflejo.
* * *
Aunque, por mucho que ahora me duela, reconozco que Blanca tenía razón en sus argumentos. Toda la razón. Tras varios años intentando publicar esa novela que sin duda me catapultaría a la fama, ya me encontraba en esa edad incierta y desencaminada en la que los mayores de sesenta aún pueden llamarte chaval cuando te piden la vez en el supermercado, pero algunas adolescentes dudan muy seriamente si tratarte de usted cuando te piden un cigarrillo por la calle mientras les estás mirando las tetas.
En versión laboral, mi precaria estabilidad económica y emocional se traducía en esa incómoda posición en la que el Gobierno parece haberse olvidado de la existencia de uno (¿sería esa, acaso, otra premonición de la Fuerza que yo no había sabido interpretar correctamente?), pues ya no encajaba en los planes de fomento de empleo para jóvenes, pero aún no llegaba a la edad mínima exigida para formar parte de esas bolsas de parias arrumbados a los márgenes del mercado laboral por haber rebasado ya la cuarentena o la cincuentena, los cuales también disfrutaban de sus correspondientes subvenciones y ayudas a la reinserción en el mercado capitalista, amén de estar cada vez más organizados como colectivos para canalizar sus reivindicaciones o gestionar su mucho tiempo libre, mientras pegaban la hebra en algún otro sitio contratados por alguien con un mínimo de solidaridad o complejo de culpa. En definitiva, que se me entenderá perfectamente cuando digo que cualquier concepto relacionado con el mundo del trabajo, en especial el de nómina, se asociaba en mi mente a un brumoso terreno cercano a lo mitológico.
Así que, por lo que a Blanca respectaba, y termino de hilvanar tanta paja mental, la cosa era bien simple: debía coger los nueve mil euros y encender el ordenador inmediatamente. Punto y final. «Y principio de la novela», me dijo, instándome a descolgar el auricular.
* * *
Al día siguiente, tres enérgicos toques volvieron a repicar en mi puerta y allí estaba de nuevo él. Detesto a los pijos. Pero si hay algo que deteste más que a un pijo es a un pijo que va de progre por la vida, como aquél que tenía sentado otra vez en mi sala de estar, luciendo pantalones de pana y camisa negra desabrochada con garbo y donosura, y embutido en un tres cuartos de napa y piel de vicuña, también negra, con el que pretendía dar el pego de bohemio trasnochador pero que debería haberle costado al niñato por lo menos el diez por ciento de lo que me había ofrecido a mí. El nada sutil aroma de la tonelada y media de gomina extrafuerte que gastaba —también de las caras, esos perfumes no engañan— reforzó el cuadro de mi aversión hacia la sonrisa complacida que me apuntó y me dijo sin preámbulos: «¿Bueno, qué, Paquito, tú dirás?», me espetó el vate fullero, sabiendo cuánto me repateaba que me tratasen por el diminutivo de la deformación de mi nombre.
Y dije que sí, con todo el dolor de mi alma, tragándome algo más que las lágrimas y escuchando el gritito de júbilo que Blanca no pudo reprimirse en la otra habitación. Tendrían su hueca novela, una de esas en las que todo sucede muy rápido, como en un videojuego, con su muerto correspondiente en las primeras páginas e intriga y sexo a raudales en las cien siguientes. Con una sonrisa de satisfacción, don Sebastián me extendió un cheque a modo de adelanto, y ambos me volvieron a insistir en el inexorable plazo que pendía sobre mí si quería cobrar el resto del trabajo. Yo asentí, sin calibrar muy bien del todo dónde me estaba metiendo. Incluso, como muestra de mi disposición, propuse que Víctor realizase un seguimiento semanal de los progresos de la novela, más que nada por si quería quitar o añadir algo sobre la marcha, pero éste no mostró demasiado interés al respecto. Así que, ya en el apretón final de manos, acordamos que cuando yo la tuviese terminada él se pasaría a firmar su obra y la enviaría luego a la editorial.
* * *
Lo cual sucedió sólo un par de días antes de que la espada de Damocles cayese sobre mí; cuatro meses completos de angustia y desesperación que a punto estuvieron de costarle un amago de infarto a don Sebastián, por el dinero adelantado, supongo, y un serio disgusto a Víctor, empantanado en pleno proceso creativo. Pero uno es un profesional, y si me entretuve en demasía fue por mi deseo de quedar bien y no entregar la típica chapuza intercambiable en cualquier premio que se precie.
Lo cierto es que, ya desde el primer día, intenté escribir una novela según los parámetros establecidos, pero no conseguía construir nada creíble. Hube de arrojar a la papelera varios borradores bastante adelantados, olvidar cientos de personajes que ya hablaban y se movían, aunque fuera en idioma cliché, o modificar tres o cuatro veces una trama absurda que no se creería ni el más estúpido de mis detectives protagonistas. Menos mal que Víctor se desentendió de las revisiones y progresos porque, si no, hubiera corrido el riesgo de tener que continuar por ese camino. El caso es que, cuando acordé, sólo me faltaba una semana. No tenía opción, pues. Era un temor que me venía rondando por la cabeza desde que enterré el tercero de esos lamentables borradores, pero ahora se había convertido en mi única salvación: si quería cumplir con mi trabajo tendría que entregarles una de las novelas que sistemáticamente me devolvían las más prestigiosas editoriales sin haberlas leído siquiera, uno de esos bien trabados textos a los que yo confiaba, ingenuo y optimista, mi exitoso futuro literario. Una buena novela, la mejor que tuviera.
Y eso fue lo que hice. Se titulaba Los Códices Templarios, y en ella un sesudo inspector jefe de policía —a quien, no sé por qué, se me ocurrió llamar Benegas —, investigaba un presunto suicidio ocurrido en nuestros días pero acababa descubriendo un asesinato cometido en el siglo XIII, con el que se pretendió en su momento ocultar un escándalo que salpicaba al Vaticano y a las más altas magistraturas de la Iglesia en los reinos de Castilla y de Aragón.
La novela ganó el premio, pacta sunt servanda, que diría don Sebastián, el cual sufragaba la mitad de los gastos de edición y publicidad en su condición de Director Gerente. Pero, para mi sorpresa, y sospecho que para la de la editorial, la novela se vendió extraordinariamente bien. La mezcla de thriller policiaco e histórico gustó mucho, «pleno acierto del autor al desdoblar los planos narrativos e interconectar los personajes», según un suplemento dominical.
Aquello me hundió, y no porque el suplemento perteneciese a un megagrupo cuyas editoriales me habían rechazado veintitrés novelas, sino porque ese inesperado éxito propiajeno suponía que todos mis planes e ilusiones se marchaban definitivamente por el sumidero del fracaso. Así era, en efecto. La ecuación no podía ser más simple. Y fuese cual fuese el resultado, yo siempre sería la incógnita a despejar. Hacia el lejano espacio exterior del olvido, por supuesto. Porque, entregándoles una de mis mejores obras, carne de mi carne, y cumpliendo así con creces el amargo trabajo encomendado, lo único que yo pretendía —nada secretamente por otra parte, ya dije que las oportunidades había que cogerlas por los pelos, es lo habitual en estos casos—, era ganar puntos para que don Sebastián o su Gran Caja intercediesen por mí ante alguna editorial, por pequeña y olvidada que ésta fuese, y con ese aval protector iniciar mi andadura por el proceloso infierno de la creación literaria con nombre y apellidos. Nombre, apellidos y pasta dura, a ser posible.
Pero eso ya no iba a suceder. Ahora estaba muerto, muerto de y por ese éxito, precisamente, como enseguida tuve ocasión de comprobar.
A los pocos días, un segundo sobre verjurado coronó de nuevo el desorden de mi habitación. Lo peor de un superbombazo literario como el protagonizado por el inspector Benegas no es el primer impacto, sino la intensidad de la onda expansiva, y Víctor necesitaba urgentemente consolidar su bien ganado prestigio con una nueva obra que, en esta ocasión, convenciese también a la crítica. De ahí que la editorial le solicitase otra novela del mismo personaje para publicarla con vistas a la próxima pasarela primavera-verano (a punto estuve de titularla Nueve mil euros y cuatro meses), encargo que cumplí fielmente de la mejor y única manera que podía en tan corto espacio de tiempo: readaptando un relato protagonizado por Benegas, titulado Historias Perdidas, en el que el concienzudo inspector jefe investigaba la sórdida trama montada por el régimen franquista para quedarse con los hijos de los republicanos muertos en la Guerra Civil, y entregárselos luego a familias afectas al régimen. La novela también fue un éxito, fulgurante, grandioso, inexplicable si no fuera por las extrañísimas leyes del marketing que tan ajenas me eran.
Pero este segundo éxito de mi hasta ahora inefable inspector Benegas sirvió para certificar el fin de todas mis aspiraciones, por muy remotas que fuesen, pues habíamos llegado a un nivel en el que, para mantener la voz en alza de la nueva y joven superfigura de la narrativa española, era imprescindible la más absoluta de mis afonías. Yo ya estaba muerto, y muerto debería permanecer de por vida. Así me lo hizo saber don Sebastián, en calidad de padre del engendro y Director Gerente de mi vida y miserias, mientras me extendía con su sonrisa de lobo otro cheque por valor de nueve mil euros.
El tercer sobre llegó sin solución de continuidad pues, una vez conseguido su lugar bajo el sol, la editorial le pidió a Víctor una remesa del mismo material con el que cubrirse las espaldas para, llegado el caso, lanzar un volumen recopilatorio con las muy vendibles aventuras del inspector Benegas. Así que, tras otros cuatro meses de angustia y destajo, a cambio del consabido cheque, Víctor Buenaventura recogió en mi casa y firmó Las Fauces del Diablo, compleja investigación de un asesinato que tenía el mundillo de la Universidad, internet, ¡cómo no, el sexo!, esta vez con menores de por medio, y los prostíbulos de lujo como telón de fondo. ¡Casi nada! Imposible que una cosa así no vendiera miles de ejemplares.
* * *
Pero era evidente que no tardaría en llegar un nuevo encargo. Fue hace un par de días. Al rato, Víctor me telefoneó presuroso, es ya tanta la confianza que ni siquiera se pasan por mi casa. Y yo cobro vía transferencia bancaria, para qué vamos a molestarnos más. Agotado, estuve a punto de decirle varias veces que no, de mandar al traste nuestra brillante carrera literaria. Cuatro novelas en un año, ¡y del mismo personaje!, no hay quien lo resista. Cuatro novelas a razón de nueve mil euros cada una hacen un total de treinta y seis mil: ahora Blanca y yo vivimos razonablemente bien, pero yo no existo, no soy, no pienso..., sólo escribo.
Soy un escritor absolutamente vampirizado, ¿cómo puedo pretender que mi imagen se refleje en los espejos si el papel que me ha tocado jugar en la absurda mercadotecnia de la literatura es el de la figura transparente, invisible para que otro brille? ¿Hace falta, acaso, alguna prueba más de que la progresiva desaparición de mi encarnadura no es solamente una inexplicable elipsis temporal?, ¿qué peor evaporación puede haber para un escritor que el olvido y el silencio forzoso de por vida? Definitivamente, la cosa se ha puesto muy fea, hoy me he dado cuenta al ir al baño.
Al otro lado de hilo telefónico, la atiplada voz de Víctor seguía desgranando argumentos, contraprogramando mis evasivas, pero fue la mirada feliz de Blanca la que me decidió. Su mirada feliz y el deseo de ajustar cuentas con el mercenario que estaba contaminando mi existencia, ese tipo insoportable que había dinamitado mi futuro.
—Lo dicho, Paquito —me espetó el poeta marrullero, sabiendo como sabía lo que me repateaba el tratamiento—, que sea más como la primera, esa con la que gané el premio. Tú ya sabes, mitad El nombre de la rosa, mitad una peli de acción, ¿vale? Es lo que me han dicho en la editorial —pareció disculparse por sus exigencias.
—Ubi sunt, así sea —claudiqué finalmente, colgando el auricular, ya convertido en Adso de Melk, maquinando en mi mente de negro las trampas de un laberinto del cual no debía salir vivo el niñato aquel.
Y, como el joven Adso en la novela de Umberto Eco, desde ese mismo momento no he dejado de escribir, tres días seguidos con sus tres noches, haciendo apenas un alto para comer, desentumecer dedos más que nada, perfectamente consciente de que debo terminar esta nueva y última entrega pactada antes de desaparecer definitivamente y para siempre —los primeros síntomas que acabo de padecer no dejan lugar a dudas—; cosa que sucederá en cuanto Víctor Buenaventura y su Dios padre descubran el laberinto en el que se encuentran. Tres timbrazos enérgicos me lo recordarán si se me olvida.
Como, afortunadamente para mis planes, el brillante autor se limita a recoger el original ya acabado para entregarlo de inmediato —sin mirarlo siquiera, sin preocuparse de nada durante el proceso de escritura, y sin revisar tampoco el posterior de edición—, y como me consta que en la editorial nada saben de esta historia y, por lo tanto, nada sospecharán mientras realizan las pruebas de imprenta, será demasiado tarde cuando Víctor se dé cuenta de mi venganza, pues el volumen ya estará en las librerías, haciendo pasar la ficción por realidad, y viceversa, metafísica sublimación de los fines últimos de la literatura. Y además, la única y sutil manera con que un don nadie como yo puede denunciar que las cosas se han puesto verdaderamente feas.
Así que, en cuanto colgué el teléfono, me dirigí a mi habitación de trabajo, encendí el ordenador y, sin encomendarme en la cabecera a Andrea Camilleri, Henning Mankell o Vázquez Montalbán, mis ídolos, ni a sus logrados personajes, mis semidioses, como solía hacer cada vez que daba comienzo a una novela con Benegas como protagonista, redacté a modo de prólogo paraliterario, especie de postrer auto homenaje al escritor que ya nunca seré:
Esta es la única manera de hacer oír mi voz contra el poderoso: confundir vida y literatura. Por tanto, todos los hechos que a continuación se narran son absolutamente ciertos. O tal vez sólo una parte de ellos lo sean y otros no sucedieron si no en mi imaginación. Es obvio, entonces, que cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia. Y con la ficción, pura maldad.
Luego me dispuse a escribir en letras de imprenta —esa entelequia a la que ya nunca llegarían mis textos—, en mayúsculas bien grandes, el título de la que será mi última novela, esa que definitivamente me quitará la vida pero al mismo tiempo me la devolverá. La pantalla en blanco que reflejaba el vacío de mi futuro me aterró como nunca antes lo había hecho. Cerré los ojos, me masajeé suavemente los párpados, esta vez con firmeza de samurai, y respiré profundo un par de veces. Luego otro par, en plan zen cósmico, absoluta armonía conmigo mismo, por las muchas veces que a partir de ese momento intentarían cortarme el resuello, y no se trataba de la primera metáfora del libro. Me dieron miedo las consecuencias de lo que estaba a punto de hacer, mucho miedo, pero ya no había vuelta de hoja. Tragué saliva para infundirme valor, plenamente consciente del camino sin retorno que emprendía, y tecleé, tecleé con todas mis fuerzas:
¿Quién mató a Frankie Jurado?