HISTORIAS PERDIDAS

A Montalbano, a Carvalho, a Kurt Wallander.

A Camilleri, Henning Mankell, a Manolo Vázquez Montalbán.

Si no son los mismos. Si no son, en realidad, el mismo.

Un día de cojones

Decidió encomendar el asunto de los coches quemados, seguramente por una banda de niñatos de algún barrio marginal, a Vázquez; los últimos flecos de la redada en los puticlubs de la Nacional Madrid-Cádiz a Marita, ella mejor que nadie sería capaz de medioentenderse con las lituanas; y el caso del ingeniero Solís a la Divina Providencia, ya se ocuparía él personalmente del cadáver que apareció hace un par de días flotando bocabajo y oliendo a perros muertos en la ribera del Guadalquivir, tras haber sido relacionado en los últimos meses con la introducción en España del oro cochura, esto es, un sucedáneo del precioso metal, pero fina y artísticamente rebajado de quilates —importado de extranjis desde Holanda, vía Rotterdam y el Peñón—, con el que se alimentaba la boyante economía sumergida de la ciudad, el comercio bajo cuerda con que asaeteaban a los turistas, dándoles el pego, en las tiendas de souvenirs adosadas a la Mezquita, y las impresionantes fortunas de un par de joyeros locales, a la sazón propietarios de la mayoría de esos tenduchos de mala muerte del casco histórico, y a quienes gustaba mucho viajar a los Países Bajos y a la Roca en cualquier época del año, pero que no tenían ni puta idea de quién era el ingeniero Marcos Solís hasta que vieron su fotografía flotante en el periódico, por supuesto; usted comprenderá, señor inspector, nosotros...

Y el señor inspector comprendía, claro. El señor inspector lo comprendía todo, que para eso le pagaban.

De ahí que, para ampliar su ya legendaria capacidad de comprensión y, sobre todo, por si se le hubiese escapado algo como consecuencia de la modorra estival que aún arrastraba —¡las vacaciones solían sentarle como un tiro, pero lo de este año iba para calibre récord!—, llamó de inmediato a Zamorano para que lo pusiera al tanto de los detalles. Zamorano era quien, durante sus ausencias, se quedaba al cargo de los líos en su calidad de veterano subinspector con aspiraciones. Con aspiraciones a ocupar el puesto del inspector jefe, se entiende. Y cuanto antes, a ser posible. A pesar de llevar varios años trabajando juntos, a Benegas nunca había acabado de caerle del todo bien. Pero no era por sus aspiraciones. Benegas no era tan vulgar. Ni tan inseguro. Era por no saber disimularlas. En esta vida siempre hay que respetar los tiempos y el escalafón.

El sentimiento era recíproco, y las reticencias y roces entre ambos habían subido de tono últimamente. Aún no afectaban al trabajo, pero terminarían haciéndolo. De hecho, sus conversaciones cada vez se parecían más a un duelo a espada viperina, de ahí que Benegas prefiriese ir formando un nuevo grupo de investigación con sus subinspectores más jóvenes. Y como no era rencoroso, a Zamorano le deseaba lo mejor: que aprobara pronto las oposiciones, ascendiera brillantemente y le dieran un destino bueno, bonito y lejano.

Cuando por fin se presentó ante él, renqueante y sudoroso tras subir a zancadas hasta el infame palomar en el que habían instalado al inspector jefe, en tanto duraban las reformas del cascado edificio de comisaría, Zamorano le soltó cuatro o cinco vaguedades con las que pretendía encubrir que el homicidio del ingeniero Solís lo había cogido con el pie cambiado —aunque sería más exacto decir con el pie en el acelerador, en el de su deportivo de segunda mano en concreto, dispuesto a zumbarle al bólido rumbo a la playa, más pendiente ya de iniciar las vacaciones que de otra cosa— y que, en realidad, estaba esperando a que el jefe de la Brigada se reincorporase para comenzar en serio las investigaciones. «Éste muchacho llegará lejos», masculló entre dientes el inspector, el cual, estaba visto, lo comprendía absolutamente todo.

Entre esas cuatro o cinco vaguedades que hasta el más tonto de la ciudad se sabía de corrido y que Zamorano presentó poco menos que como un brillante expediente policial, figuraba la retahíla de catastróficos negocios puestos en marcha por el ingeniero Solís tras su fulminante expulsión de la segura y nutricia ubre de la Junta de Andalucía (una Dirección General de Obras Públicas con nombre muy enrevesado era el pitorro de la teta que lo amamantaba) debido a un oscuro asunto de recalificación de terrenos en el extrarradio que terminó beneficiando al Pirata.

—¡Menuda novedad, que algo en esta ciudad beneficie al Pirata! —no pudo aguantarse el tirito Benegas. «¡Acojonado me tienes con semejante lógica deductiva, Zamorano!», pareció recriminarle el inspector con la mirada, aunque ese segundo fogonazo se lo calló. Tampoco era cuestión de hacer sangre el primer día.

—Y a partir de ese momento, en fin..., todos sabemos cómo funcionan estas cosas, jefe. La vida se te convierte en un laberinto —siguió a lo suyo Zamorano, como si la cosa no fuera con él.

Tan sucinta y elíptica explicación venía a significar que, sin su mullido puesto de trabajo y sin las influencias que éste conllevaba, el otrora bien considerado Solís se convirtió, de repente, en un hombre de pasado turbio, presente torcido y futuro irremediable. El típico caso en el que una vida perfectamente encauzada se viene abajo a última hora y, para mantener el ritmo, uno ha de pasarse los pocos o muchos años que aún le queden en este valle de falsas lágrimas enredado, en efecto, en el peor de los laberintos: el del quiero y no puedo, jugando siempre al límite y sabiendo que nunca se va a encontrar la salida.

—Sobre todo si quien maneja el hilo de Ariadna es alguien como el Pirata. Entonces te garantizo que no sales del laberinto ni aunque te pongan señales luminosas de neón —remató el cuadro Benegas, acordándose de los puticlubs de la Nacional.

* * *

El pirata de esta isla sin mar llamada Córdoba y alrededores era don Agustín Soldevilla, uno de los dos o tres tipos que de hecho, de derecho y del revés, gobernaban la ciudad sin tener que someterse cada cuatro años al engorroso trámite de unas elecciones municipales. Don Agustín Soldevilla, a quien el humor y la envidia populares bautizaron como «el Pirata» por obvios motivos que nada tenían que ver con la navegación, era quizás el capital privado más importante de Córdoba y provincia, con ramificaciones e intereses en los más variados sectores, desde concesionarios de automóviles a la construcción (con o sin turbias recalificaciones de por medio; eso eran rumores y no se podía probar nada), hasta las chicas de alterne con las que hoy tendría que chapurrear Marita (esas las podía probar quien quisiera, pero era imposible demostrar nada, que no es lo mismo); pasando por el control de la mercancía básica en esa boyante economía sumergida que daba de comer a un tercio de la población: el oro; bien fuese legal, bien rebajado de quilates (nada que ver en eso, por supuesto, usted comprenderá, señor inspector, nosotros...). Yo, tú, él, nosotros, vosotros..., sí, y ellos también. Y esta ciudad, que es como es, y el mundo que va de culo... En fin, lo de siempre. Benegas tenía ya muy vista esa película como para no saberse el final.

Pero en este momento, mientras Zamorano seguía perorando, lo único que realmente le interesaba comprender al señor inspector era que, tal vez, en algún dorado punto de alijos y chanchullos internacionales, podían haberse cruzado de nuevo los destinos de Solís y del Pirata, no en vano el nombre de Marcos Solís fue el primero en saltar a la palestra, hará unos tres meses de ello, como principal sospechoso del contrabando de oro de pega, un filón informativo que los medios locales venían aireando desde que se hizo público el interés del Ministerio de Hacienda por sacar a la luz el dinero negro generado por la industria joyera en la ciudad.

—¡Si los muy pardillos supieran cuántos focos les iban a hacer falta para alumbrar ese descampado, mejor se quedaban en casa! —cortó Benegas a su subinspector, permitiéndose el análisis sociológico de refilón antes de volver a lo que estaba; esto es, buscando un punto de partida que convirtiese en pruebas asumibles por un juez todas esas vaguedades que hasta el más tonto de la ciudad, excepto al parecer Zamorano, se sabía de corrido, y que apuntaban a que los destinos de aquellos dos hombres tan desiguales se habían mirado cara a cara mucho tiempo atrás —pensó el inspector jefe, absorto en alguna mancha inconcreta de la pared—: desde aquel turbio asunto de recalificación de suelos rústicos en urbanizables que hizo un poco más feliz y más rico al Pirata, y convirtió en un guiñapo sin remedio ni porvenir al incauto del ingeniero.

—Ya sabe, jefe, quien juega con fuego acaba quemándose —concluyó Zamorano, sacando al inspector de sus cavilaciones.

—Lo sé, Zamorano, claro que lo sé. Yo lo sé todo. ¡Pero me toca los cojones que hayáis tenido que esperar a que me reincorpore para llamar a los bomberos! —contestó Benegas, cáustico—. En fin, ya veremos qué se puede hacer. Si a estas alturas alguien sigue creyendo que podemos tocarle un solo pelo al Pirata por lo que digan cuatro plumillas despistados y un par de inspectores de Hacienda venidos de Madrid, vamos listos. Lo dicho, Zamorano, que lo pases bien. Y aprovéchalas, que no duran nada —no quiso retenerlo más el inspector y le dio aire con una larga cambiada, pues, por lo demás, ya se había puesto él mismo al tanto, durante la primera hora de la mañana, del resto de novedades que se habían ido produciendo en su mes de vacaciones.

—¡Ah, sí, jefe, se me olvidaba! —se revolvió Zamorano antes de cerrar la puerta, ya más fuera que dentro—. Ese amigo suyo..., el profesor jubilado. Lleva un par de días llamándole. Me insistió que le dijera que, en cuanto se reincorporase, fuera usted a verlo o lo llamara —se despidió el aspirante a todo, pisando a fondo el acelerador de su Hyundai coupé metalizado y tunero, delfín encabritado sobre las olas lascivas del mar de su imaginación.

* * *

Está científicamente demostrado que en los países mediterráneos, durante el verano, aumenta varios puntos el índice de criminalidad. Será porque la mala leche y el poco aguante de la gente también va in crescendo en la misma proporción de grados que el termómetro. Así que en Córdoba, con cuarenta y tantos a la sombra durante la mayor parte del día y de la noche, el inspector jefe Benegas, de Homicidios y sucesos variopintos de la Brigada Provincial de Policía Judicial, asumía que hasta el más templado y sensato de sus conciudadanos se quisiera morir. O matar a quien tuviese al lado, que podía ser la otra válvula de escape al desquiciante desierto de horas y más horas de canícula en que consistían los días del mes de agosto que acababa de comenzar.

«¡Porque esto es sólo el comienzo, Benegas, bien lo sabes tú!», renegó para sus adentros el inspector, maldiciendo que este año le hubiese tocado otra vez el primer turno en el sorteo. Y es que él era así, qué se le iba a hacer, un jefe legal, de esos que no ponen pegas y entran en el mismo bombo con los compañeros, jugándosela con los dos o tres subinspectores más antiguos. Además, para esas cosas, Benegas era un tío cojonudo: ¡siempre perdía!

Encima, al reincorporarse, comprobó que su despacho seguía patas arriba por mor de unas obras que, siguiendo el patrón clásico de todas las obras, tardarían dos siglos en concluir. Y mientras las chapuzas terminaban, a algún enemigo se le había ocurrido la brillante idea de habilitarle una especie mixta entre zulo y chamizo en la octava planta de la comisaría, la última, sobre la cual estaba dando el sol prácticamente desde que Dios Nuestro Señor tuvo a bien crearlo. El aire acondicionado, por llamar de alguna manera a aquel conglomerado antiguo de conductos oxidados que repujaban las paredes como si padecieran mal de variz, llegaba hasta esos confines del edificio renqueando y con un tufo a veneno que te dejaba tieso a la primera vaharada, pero aun así y todo el inspector jefe no se atrevía a abrir la ventana para no recibir en plena cara, y de sopetón, la bofetada del aliento del diablo. El caso es que no eran ni las nueve y ya sentía los primeros síntomas de sofoco. Se secó el bíblico sudor de su frente con el dorso de la mano y cogió un periódico atrasado, que habría dejado allí Vázquez con ese peculiar sentido del orden que lo caracterizaba, para abanicarse.

Una mañana de primeros de agosto que amenazaba demasiado calor y confirmaba a carta cabal las malditas estadísticas del Ministerio, no otra cosa era el cadáver del ingeniero Solís flotando en unas aguas ya de por sí hediondas tras la sequía —el bajo nivel de las mismas hacía imposible que alguien se hubiese ahogado aposta allí, por mucho empeño que el presunto imbécil hubiera puesto en el intento—, pues el asunto de las putas del Este y el de los coches ardiendo, en realidad, ya rondaban por su despacho desde antes que él se fuese un par de semanitas a la costa.

En definitiva, que no había acabado aún de aterrizar y ya estaba hasta arriba de trabajo, pero apartó todo cuanto tenía sobre la mesa porque, no siendo martes, don Matías Sepúlveda no lo habría llamado si no tuviese algo importante que decirle.

* * *

Sepúlveda era lo que en Córdoba se conoce como un «señor», pero a diferencia de otros cientos de «señores» que pululaban por las calles de la ciudad, ociosos desde el mismo día de su nacimiento —inveterada gangrena social que se perpetuaba desde los tiempos del moro Almanzor, por lo menos—, don Matías se había ganado el calificativo tras toda una vida dedicada a la investigación y a la enseñanza en lo que primero fue colegio universitario y luego facultad de Filosofía y Letras con todas las de la ley, aunque fuese una de esas leyes autonómicas, catetas e invasivas, que han sembrado de universidades de postín hasta el último pueblecito de la piel de toro. Ya jubilado, el emérito Sepúlveda dedicaba sus horas a estudiar las muchas e increíbles lagunas de la bimilenaria historia local, y llegó a profundizar en algunos aspectos de la misma con tanto tesón que hubieron de modificarse reputadas monografías que daban por sentados dogmas que él reveló falsos. De ese caudal de conocimiento se aprovechó el inspector Benegas en aquella investigación que luego los medios dieron en llamar «los códices templarios», un caso que trascendió el ámbito local y saltó a los informativos nacionales, haciendo del inspector un personaje bastante conocido en todo el país. «¡Para mi desgracia!», se quejaba éste, aunque en realidad le molestaba menos de lo que él decía participar en programas de radio o de televisión, o darle charlas a los estudiantes de criminología sobre las nuevas y múltiples caras del delito en el siglo XXI y las diversas y siempre precarias formas de hacerle frente con medios muchas veces más propios del XIX.

Desde aquel entonces, don Matías Sepúlveda y Benegas no habían perdido el contacto, y merced al respeto que el inspector le profesaba en su condición de sabio venerable y buena persona, y la admiración sincera que el anciano catedrático sentía hacia la lógica deductiva del policía y su manera de resolver los casos, desovillándolos a partir de un hilo que hasta el más resabiado de los gatos hubiera desechado de antemano, podría decirse sin temor a dudas que entre los dos existía una trabada amistad, que don Matías y su esposa, doña Rita, se encargaban de anudar cada martes invitando al inspector a un café con pastas y una copita de solera de Jerez en su casa, donde pasaban la tarde arreglando lo divino y lo humano, mientras Benegas hacía como que veía los partidos de la Champions League.

Como, sin duda, sería mejor llamar antes para que el matrimonio estuviese pendiente de su llegada —ninguno de los dos andaba muy fino de oído y corría el riesgo de quedarse en la calle con el dedo pegado al interfono—, marcó despreocupadamente el número, mientras relegaba el diario con el que se estaba abanicando a los confines de la mesa. Casi sin querer, leyó en la contraportada que Córdoba era la provincia de España con mayor número de prostíbulos en los arcenes de sus carreteras, y que la media europea por habitante se duplicaba en el triángulo de autovías que conducían hasta Málaga y Sevilla.

Decididamente, Marita iba a tener hoy un día de cojones.

Inteligenti, pauca...

Se ajustó la guerrera echando hacia atrás los hombros, al tiempo que se daba un tirón seco y marcial de los faldones de la misma. Lo hizo casi sin dejar de caminar, algo muy difícil para quien no esté acostumbrado al mando, para quien no entienda de sus cuestiones y protocolos. Alzó el mentón, estirando exageradamente el cuello —a la vez que montaba el labio inferior sobre el superior en un gesto mil veces ensayado, para examinarse todos los poros— ante el espejo de cuerpo entero de «Bellido Hermanos, confecciones de caballero, civiles y militares». Dio el visto bueno al rasurado con masaje en el que se le fue no menos de una hora esa mañana. Compostura llamaba él a todo ese aparataje.

Saludó luego, displicente, según iba al paso —apenas un leve movimiento de cabeza acompañado de una sutil caída de párpados que parecía denotar asentimiento—, a los dependientes y al sastre encargado de la tienda que, desde el interior, lo saludaban a su vez a él, y se mesó con mimo el cabello engominado un par de horas antes para constatar que aún quedaban restos de agua de colonia, y que no había ninguna incipiente cana en aquelarre revoltoso.

Se comprobó en perfecto estado de revista y pulcritud.

Miró, para que lo vieran mirar, a una joven prostituta, ajustada y rotunda, que pasó junto a él camino de su trabajo en la calle Ferias, en la ribera del Guadalquivir, esquivándolo con sus prisas de tacón de aguja, medias de rejilla y curvas irreales, presta la muchacha a convertir las últimas monedas de alguna farra flamenca en orgasmos mercenarios a la orilla del río. «¡Envidia tengo de quien te espere, reina!», la piropeó saleroso y juncal, sonriente y fariseo. Miró luego, intentando con todas sus fuerzas no hacerlo, pero sin poder evitar en lo más íntimo de su corazón otro tipo bien distinto de orgasmo y calentura —sin paliativos para quien entienda de estas cuestiones que no tienen ningún protocolo y sí mucho mando—, la entrepierna remontada de Julián, que en esos momentos iba de acá para allá repartiendo la prensa por los quioscos y cafés del centro; ingle fantasiosa y sudor de varón que lo sacaron por un momento de las preocupaciones del viaje que aquella misma mañana habría de emprender a Madrid. Sobre todo cuando vio que Julián, al cruzarse en su camino, se detuvo un momento, se cuadró, e hizo ademán de llevarse la mano a la sien semejando un saludo militar, reverencia torpe y suburbial del muchacho que admira y aspira. Se descubrió desviando la mirada ante lo demasiado que ya veía su imaginación. Segunda sutil caída de párpados en lo que iba de mañana. Esta vez también con su correspondiente connotación de asentimiento y huidas hacia adelante, huida hacia el abismo para una persona de su posición en la ciudad.

Se recompuso como buenamente pudo de los bríos que le estaban quemando las entrañas y la reputación, y se volvió a enderezar tozudamente la guerrera blanca, a ajustarse por enésima vez el reluciente cinto, a lustrar con el nervioso tamborileo de sus dedos la fría y nacarada culata de la pistola. Aun así, Julián tardaría un buen rato en írsele de la cabeza.

Repitió, punto por punto, una y otra vez, todos los mecánicos gestos de cuidado personal ya referidos mientras iba recorriendo el corto trayecto que lo separaba de su destino. Antes de entrar a la reunión, inspiró profundamente un par de veces, como si al exhalar quisiera escupir todos los demonios que llevaba dentro. No acababa de estar muy de acuerdo con lo que a partir de ese momento iba a suceder, esa era la pura verdad, aunque no se le escapaba la utilidad de la operación, ni su finalidad última. Aun así, no lo veía nada claro; pero se guardaría muy mucho de decirlo en público. Y menos en una reunión del Consejo, o en una sesión de las Cortes. Para eso, mejor suicidarse. Con una mano en el pomo de la puerta y la otra en el bolsillo para matizar la ya descendente erección, se quedó un instante inmóvil y pensativo, congelado, parecía estar buscando una explicación a sus dudas; una coartada quizás.

Cuando comprendió que su opinión importaba bien poco en un asunto que ya estaba decidido de antemano por las altas jerarquías de Madrid, adonde habría de acudir de inmediato para comunicar la total disponibilidad de la provincia y recibir del Ministerio de Gobernación las órdenes pertinentes al respecto, giró el picaporte con brusquedad y entró en la sede central del partido.

—Buenos días, camarada Jefe, ¡arriba España! —saludó brazo en alto un flecha ya algo talludito, mientras acudía presto a recoger la guerrera blanca.

Eduardo Soldevilla, jefe provincial de Falange en Córdoba y diputado a Cortes por la provincia, contestó con un «arriba España» que era un hilo de voz, y el marcial saludo a la romana quedó reducido a mostrarle al chaval la palma de la mano, como si le fuera a impartir la bendición urbi et orbe. Parsimonioso, atravesó el vestíbulo, subió por la escalera principal y se encaminó a su despacho, en la primera planta, donde ya debía estar esperándolo Mario Sandoval, su ayudante y hombre de confianza desde el principio de la Cruzada.

—¿Ya están todos? —le preguntó Soldevilla nada más entrar y verlo en posición de firmes, con la carpeta de piel bajo el brazo.

—Faltan las del Auxilio Social, don Eduardo. El resto ya está dentro —respondió Sandoval, extendiéndole el cartapacio con los trazos generales del plan y algunos detalles pormenorizados.

—Esas pintan menos que nosotros, así que ya estará todo el pescado vendido. Confírmame el viaje a Madrid y llama para reservarme habitación, anda —ordenó con amabilidad Soldevilla—. Y que sea discretita, eh, Mario. Tú ya me entiendes.

Media copita más

Aun habiéndolos llamado para ponerlos sobre aviso, el inspector Benegas se llevó un buen rato esperando a que le abrieran, con el dedo pegado al botoncillo del portero automático. Caía la tarde y la vida empezó a hacerse medio soportable en este primer día de trabajo. Los ancianos vivían en el barrio de Santa Marina, uno de los más antiguos de Córdoba, situado justo en los márgenes de ese inmenso casco histórico declarado en su conjunto Patrimonio de la Humanidad. Varias pancartas cruzaban la calle de lado a lado haciéndose eco de las protestas vecinales, pidiendo por favor no ser incluidos en tan selecta zona, pues entonces habría que pedirle permiso a la Unesco incluso para cambiar los azulejos del cuarto de baño, debido al alto grado de protección urbanística que ese «honor» conllevaba. Benegas las leyó, les dio la razón y se cagó en los turistas japoneses, mientras el telefonillo empezaba a echar humo. Cuando todo el edificio supo que alguien venía de visita a casa de los Sepúlveda, doña Rita asomó la cabeza por el balcón de la segunda planta y la ocultó de repente, como si estuviera jugando al escondite inglés con los viandantes. Cruzó luego el pasillo todo lo rápido que sus articulaciones le permitieron y le abrió el portal con un timbrazo metálico que sonó como el estertor de una mala bestia. Poco después, le franqueaba el paso a la vivienda con una sonrisa, indicándole que su esposo ya lo esperaba en el salón con el café recién hecho y el jerez.

Desde el primer momento el inspector notó un punto excitado a su anfitrión. Sin embargo, no fue hasta el final, una vez las normas de cortesía les habían llevado a informarse con pelos y señales de sus andanzas veraniegas —esto es, Benegas quince días en Fuengirola a ver qué caía tras su reciente y anómala separación, o sea que el relato terminó bien pronto; y el veterano matrimonio dos semanas en un balneario de la sierra—, comentar la desigual lucha del barrio contra el Ayuntamiento y la ONU, y que Rita advirtiese reiteradamente al inspector sobre los riesgos que, con este tiempo, podría acarrearle a su garganta ese tercer café helado que ya estaba apurando, cuando don Matías se quedó un instante en silencio y, ensimismado en el fondo de su copa, le preguntó:

—Y usted, inspector, ¿qué opina de lo del ingeniero Solís?

«¿Que qué opino yo de lo del ingeniero Solís?», retumbó por fin la pregunta en el cerebro del inspector. Desde que Zamorano se lo dijese a primera hora, Benegas supo en el fondo de su corazón de zorro que el profesor Sepúlveda lo había hecho venir para hacerle esa pregunta, que la de hoy no se trataba de una mera cita protocolaria de reencuentro tras las vacaciones. Tal vez esa fuese la Divina Providencia a la que se encomendó esta mañana. En cualquier caso, se encogió de hombros y enarcó las cejas, como si la pregunta lo hubiese sorprendido más de lo que en realidad lo había hecho.

—¿Y qué quiere usted que opine, profesor? Un sospechoso aparece muerto antes de tirar de la manta, o tal vez por si se le ocurría tirar de ella. Hay oro, hay contrabando, supongo que mucho dinero negro por blanquear, hay varios Inspectores de Hacienda husmeando por las esquinas, y al fondo podría aparecer el Pir..., quiero decir, don Agustín Soldevilla —se corrigió Benegas para parecer más oficial ofreciendo sus argumentos—. Esta tarde, antes de venir para acá, he tenido una primera reunión con el comisario y quiere que empecemos a tantear por ahí.

—Oro falso, contrabando..., dinero poco claro y Soldevilla como telón de fondo. Eso es como decir que en verano, aquí en Córdoba, hace mucho calor —objetó don Matías. El inspector lo conocía, lo estimaba, lo quería incluso, y el viejo se lo había dicho con el mayor de los respetos, pero a Benegas aquello le sentó como un bofetón.

—Pues, sí, qué quiere que le diga —reconoció contrito, a punto de palparse la mejilla para comprobar si seguía colorada—. Va a haber que hilar muy fino. Y de otras con peor pinta que esta se nos ha escapado ya varias veces, no lo voy a negar. Soldevilla siempre ha estado en la cuerda floja, pero ahora hay un fiambre y eso pone nervioso a cualquiera —olvidó la oficialidad el inspector—. Puede ser lo de siempre, o puede ser que esta vez toquemos el cielo. ¿Por qué me lo pregunta? —preguntó a su vez Benegas, sintiéndose por momentos en la posición de Zamorano esta mañana, vendiendo cuarto y mitad de humo.

—Porque el día antes de morir, o de que lo mataran, el ingeniero Solís estuvo aquí, sentado justo donde usted lo está ahora —dijo Sepúlveda, señalando con la vista el lugar que ocupaba Benegas.

La revelación dejó al inspector tan helado como el café que se acababa de tomar. Helado pero en guardia ante el imprevisto rumbo hacia el que giraba definitivamente la visita. Así que prefirió resumir su estupefacción y acallar las muy técnicas y lógicas preguntas que delatarían aún más su fuera de juego, a saber: 1— ¿y qué carajo podía querer de usted un tipo como el ingeniero Solís?; 2— ¿pero se conocían ustedes de antes, o hablamos de una entrañable amistad pre-mortem?; e incluso 3— ¿y cómo sabe usted que fue el día antes de morir, justo el día antes y no otro, el que estuvo aquí en su casa, sentado además, ¡mira tú qué maldita casualidad!, donde yo lo estoy ahora mismo?, con un escueto «¡Ajá!» —que hasta le sonó convincente dadas las circunstancias—, y guardar después un prudente silencio, pues estaba seguro de que sería el propio Sepúlveda, muy dado a la retórica por los años pasados impartiendo clases de Filosofía e Historia, quien terminaría por contestárselas a lo largo de una perorata que nunca se sabía cuánto podía durar, a veces un par de horas. Así que tras el contundente «¡ajá!», lo único que cabía decir era:

—¿Y...? —interjección estándar, común, vacía donde las haya, nadie lo discute, pero era lo que siempre decía el inspector llegados a un punto como este.

—Quería saber dónde podría encontrar información sobre unos hechos que tuvieron lugar hace algunos años, y si yo podía ayudarle de alguna manera en esa búsqueda —contestó directo y al grano don Matías que, en vista de la gravedad del asunto, dejó el barroquismo para mejor ocasión—. Fue toda una sorpresa verle aparecer por aquí, la verdad. Haciendo memoria, creo que desde que dejó los hábitos no había vuelto a verle en persona.

—¡No sabía que Solís hubiese sido cura! —exclamó Benegas.

—Sí, hombre, durante un tiempo cantó misa en la parroquia del barrio. Pero de eso hace ya más de treinta años. Es natural que usted no lo sepa. Es demasiado joven —apuntó Sepúlveda con un lenguaje que al inspector le sonó anticuado, a pesar de que ya no era «demasiado» joven ni siquiera comparándose con el profesor. De todas formas, hace treinta años él aún no había regresado a Córdoba.

—¿Y pudo usted ayudarle, don Matías?, ¿qué es lo que venía buscando Solís en concreto? —preguntó Benegas, dejando de hacer números sobre su vida.

—No, desgraciadamente no pude hacer nada por él. No sabría decirle por qué, pero siempre he tenido un cierto pudor a estudiar hechos que me han tocado vivir. A mí pregúnteme por la Edad Media, todo lo más cerca. Hasta ahí me muevo como pez en el agua, ya sabe usted —Matías Sepúlveda se quedó pensativo, quizás reprochándose no haber sabido contestar la última duda de un alumno —. Y si he de serle sincero, inspector, me fue imposible ayudarle porque no tenía ni la más remota idea de lo que ese hombre me estaba contando —concluyó Sepúlveda, instalando un impass de incómodo silencio entre los tres.

—Pero yo sí —lo quebró súbitamente doña Rita, su esposa, que hasta el momento había permanecido en un segundo plano—. Yo sí sabía de lo que estaba hablando ese pobre desgraciado. Y no eran detalles lo que buscaba, precisamente.

—¿¡Usted, doña Rita!? —mostró su sorpresa de forma evidente el inspector, viendo que ya no valían los «¡ejem!» ni los «¡ajá!». Que él supiera, doña Rita lucía en su currículum los refinados conocimientos de las señoritas de su época, pero entre sus aficiones confesables no figuraba la de bucear en los disparates de un pasado siempre cercano para varias generaciones de españoles, así que al inspector le resultó difícil entender que, en una cuestión de la total competencia de su esposo, le enmendara la plana al catedrático emérito de la casa.

—Sí, inspector, yo. Y esa visita me sirvió para cerrar un círculo que llevaba cincuenta años abierto, ahora me doy cuenta. Verá, en aquellos años no se podía preguntar; ni siquiera pensar en eso, ¡qué disparate! Pero ahora sé que estábamos en lo cierto. Ahora estoy completamente segura, señor inspector, completamente. Si a usted le parece, se lo cuento desde el principio.

—Por supuesto, doña Rita. Pero no dejarán de reconocerme que hay un par de coincidencias un poco raras en todo este asunto, ¿no? —se concedió una tregua Benegas, ajustando piezas—. ¿O acaso usted, don Matías, no me ha hecho venir porque todo esto le empieza a oler un poco raro?

—Deje que Rita le cuente lo que me ha contado a mí y verá como al final no le parece todo tan raro, inspector —le advirtió Sepúlveda—. Aunque oler sí que huele, se lo reconozco. Y muy mal.

No alcanzaba a imaginar el inspector qué podría sacar en claro para la futura investigación del caso que empezaba a fraguar entre sus manos de la sorprendente visita de un cadáver en potencia a la casa de sus ancianos amigos. Tal vez el inicio de una línea hasta ahora no contemplada. Quizás sólo el cuarto café helado. Pero nada perdía por escuchar la historia que parecía estar atragantándosele a doña Rita Ordóñez, señora de Sepúlveda. Así que fue y le dijo:

—Pues usted dirá, doña Rita; usted dirá —mientras estiraba parsimoniosamente las piernas y se servía media copita más.

El cielo huele a limpio y sabe a magdalenas

—Papá ya no es papá, ¿me entiendes? Y mamá también se ha ido. A partir de ahora te quedarás aquí, y tu papá y tu mamá seremos nosotras. Así estarás más cerca de ellos; ¿¡estás contento, verdad!? Toma, hijo, bébete este tazón de leche caliente —dijo la mujer, acercándole un cuenco del que parecía emanar la misma niebla que los había acompañado durante el trayecto—. ¿Quieres una magdalena? Seguro que tienes hambre después del viaje.

—Ya se lo he dicho yo, hermana. Se lo he explicado todo —intervino el hombre que lo había traído, levemente irritado por la rápida confianza que parecía querer cobrarse la monja—. ¿A qué te vas a portar bien a partir de ahora? —preguntó él, a su vez, en un tono falsamente afable—. Recuerda que Dios te estará observando.

Pero el niño no se acuerda de Dios en ese instante congelado de su vida. El niño recuerda otras cosas: la noche, el frío que sintió al salir de casa envuelto en una toquilla maloliente, un coche que patina varias veces en el barro del camino, el reflejo de la cruz en el pecho del señor que lo acompaña y no deja de hablarle, papá que ya no es papá. Y mamá que se acaba de morir.

—¿Lo recuerdas, verdad? —le vuelve a preguntar el hombre, sonriendo y acariciándole la cabeza, aunque la mirada que le dirige delata el nulo afecto de esa sonrisa.

—Está asustado, padre, es natural —intervino la religiosa—. Bueno, basta de chácharas. Este hombrecito tiene que bañarse y luego irse a la cama.

—Tendrán ustedes que desinfectarlo bien, hermana superiora. La madre ha muerto de difteria —informó el sacerdote.

Luego entregó a la monja los documentos de filiación del recién llegado, los antiguos y los nuevos, y le recordó los pormenores que ella y el resto de la comunidad ya conocían de sobra.

—Así se hará, don Martín. Dígale a don Eduardo y a su señora que no se preocupen de nada —la superiora mantuvo un aire de frialdad en su despedida, dejando entrever que cumplía la misión más por disciplina de votos que por propio convencimiento, muy al contrario que muchas de sus hermanas, o que tantos de sus dilectos padres, fervorosos seguidores de la operación.

—No me reproche nada, hermana —se dio por aludido el sacerdote, devolviéndole el acero con cada sílaba —. Yo esto lo hago por Dios.

—Por Dios y por la Patria, don Martín. Por Dios y por la Patria, recuerde.

Si no la necesitase tanto, si no fuese tan importante su concurso, respondería de inmediato por esa y otras tantas insolencias, se dijo el sacerdote, apuntando el comentario en su archivo de cuentas por ajustar. Pero no podía hacer nada contra ella, no por el momento. Le sostuvo la mirada con dureza, se tragó el sarcasmo de la monja y le sonrío pérfidamente. Que ella interpretase lo que quisiera.

Ajeno a esta escena que nunca será capaz de recordar, el niño —tres años y pico, no llega a cuatro, aunque demasiado famélico y sucio para aparentar esa edad— acaba su tazón de leche y rebaña las migajas de magdalena que quedan sobre el mantel de hule. Tras acompañar a don Martín hasta el coche, la superiora se le acerca y lo coge de la mano con suavidad. Todo es blanco y limpio aquí, en su nuevo hogar, y huele bien. El hombre que lo ha traído le ha contado que así es el cielo donde ya están papá y mamá. A lo mejor él también está ahora en el cielo, donde todo debe ser blanco y puro como una sonrisa sin maldad. Sólo allí pueden darte unas magdalenas tan grandes como las que él se acaba de comer, unas magdalenas tiernas y esponjosas como nunca antes en su vida había visto.

Sí, definitivamente él también ha subido al cielo. La lástima es que, una vez aquí, le hayan prohibido preguntar por papá y por mamá.

Homicidios al completo

—Se me hace difícil imaginármela en la Sección Femenina, doña Rita —dijo el inspector cuando la anciana terminó de darle un repaso a buena parte de su vida.

—Esto es como todo, señor Benegas. Eran otros años, otra época, pero también entonces había que comer todos los días. Y caliente, a ser posible —contestó doña Rita—. Había que pegarse, pues, adonde estuviese la cocina. Más o menos como ahora, no crea usted —Benegas asintió sin discutir. Nunca le gustaba hacerlo contra el sentido común—. Lo cierto es que a mí, cuando me miro con la perspectiva del tiempo, también me cuesta trabajo verme en aquellos años, créame. Pero una vez más le digo que yo no hice nada de lo que tuviera que arrepentirme después. Nosotras no sabíamos nada, o queríamos creer que no sabíamos nada —se excusó una vez más—. ¡Ay, Dios mío, esto es más difícil de lo que suponía! No sé qué más decir, señor Benegas... Nosotras nos limitábamos a hacer lo de siempre, aunque es cierto que a veces se escuchaban rumores y una sospechaba, pero qué le ibas a hacer... No me siento especialmente orgullosa de esto que acabo de contarle, señor inspector, hasta el punto de que ha sido el único recoveco de mi vida que no le he confiado a mi marido a lo largo de tantos años. No sé cómo explicarlo. Es..., cómo le diría yo..., un desasosiego interior... Sí, una incomodidad conmigo misma cuando algo me lo recordaba, no sé... A veces me dan hasta náuseas.

—No tiene por qué disculparse, doña Rita. La vida tiene sus reglas. O juegas con ellas o estás eliminado —dijo Benegas, ya en el rellano de la escalera. Esta vez fue don Matías quien asintió. No hay argumento más redondo que ese sentido común que tanto apreciaba en el inspector—. Que descansen ustedes, el día ha sido demasiado largo, demasiado para ser el primero —fueron las buenas noches de éste al matrimonio de ancianos, sin darle tiempo a doña Rita a recuperarse y preguntarle si últimamente había sabido algo de Blanca.

* * *

Cuando salió a la calle, el frescor de los adoquines recién baldeados le golpeó con la contundencia de un upper cut. Miró su reloj. Las dos menos cuarto de la madrugada, no tenía conciencia de que fuese tan tarde. Lo más sensato era marcharse a dormir. Si el día de hoy, en efecto, había sido duro, la comparación con el de mañana ofendía al entendimiento. ¡Pero se estaba tan a gusto dando un paseo, intentando poner en orden todo lo que doña Rita acababa de contarle! Así que, silbando algún estribillo de moda, echó a andar sin rumbo fijo, a pelearse con las neuronas que aún estuviesen activas.

Pero nada, hay veces en las que es imposible concentrarse. «¡Mujeres, siempre mujeres!», masculló Benegas, Blanca revoloteándole el pensamiento. Y es que, aunque una de sus aficiones favoritas era pasearse a deshoras por entre los monumentos y callejuelas de la ciudad para, de esta manera, ordenar ideas y estrategias futuras, por lo que se veía, esta noche no iba a ser posible.

Apenas hubo abandonado el casco histórico, el inspector llegó enseguida al centro de la ciudad, un par de amplias calles separaban una zona de otra. Ya desde lejos la muchacha captó su atención. Toda su atención de hombre solitario y hambriento. ¡Es que aquello era un regalo de Dios! Desde la marquesina de una parada de autobús, fotografiada en un sugerente escorzo, una modelo con las oposiciones a lolita recién aprobadas parecía desafiarlo mientras se anudaba —o desanudaba, váyase uno a saber en estos casos— la parte lateral de un tanga casi transparente, con una sonrisa tan picarona y un punto tan álgido de lujuria en la mirada que, en comparación con tan sutiles dones, conceptos como erotismo y sensualidad bien podrían quedar, a partir de ahora, arrumbados al austero mundo del monacato sin que nadie se escandalizase por ello. Conforme se acercaba a la marquesina, Benegas redujo aún más el paso, embobado y con los ojos como dos platos soperos, regodeándose ante la visión del paraíso prometido. Al llegar a su altura, se detuvo y suspiró ante aquel tumulto de perfectas curvas y contracurvas.

—Sí, hija, sí, si yo también te echaba un... —pero lo que echó fue el freno de mano, avergonzado por el exabrupto con que había iniciado el imaginario diálogo. Uno no se presenta así ante semejante beldad—. ¡Pero qué ordinario te estás volviendo con estos calores, Benegas! —se reconvino el inspector, entregando de antemano su uniforme de modesto soldado sin graduación del imperio de los sentidos, y reemprendiendo cansinamente la marcha, abrumado por aquel alped’huez carnal que parecía seguirle los pasos con la mirada desde su cárcel de acero y metacrilato, riéndose tímidamente la medio niña de aquel hombre que, vencido por la perspectiva de llegar a casa y no encontrar siquiera la indiferencia de Blanca, se alejaba poco a poco, jugueteando con el agua de los charcos que se habían ido formando tras el paso del camión de baldeo.

* * *

Ese mismo calor que le avivó los instintos frente a una valla publicitaria y le había hecho pasar una noche más agitada que de costumbre, lo echó de la cama a las siete en punto, y a partir de ahí fue no parar. Debido a la endémica escasez de personal —que convertía la reglamentaria y rimbombante división en secciones especializadas para cada delito en una verdadera entelequia, de forma que todos tenían que arrimar el hombro en lo que fuera saliendo con independencia del departamento al que estuvieran adscritos—, Benegas estuvo toda la mañana ayudando a Marita y a los de Extranjería a preparar los expedientes de expulsión de las lituanas que no tenían antecedentes graves. Varias iban ya camino del Báltico. El papeleo lo ahogaba. Las lágrimas de esas pobres desgraciadas también.

La buena noticia era que hoy se reincorporaban Maqueijan y Sampedro, por ahí andaban con un jet-lag posvacacional del carajo, aunque con ellos dos, más Vázquez y Marita, que descansarían en septiembre, el equipo se empezaba a recomponer. El equipo que él quería formar, al menos.

Precisamente Vázquez, siguiendo sus órdenes, había iniciado más a fondo la investigación tanto en los alrededores del Pirata como en las últimas horas de Solís. El asunto de los coches quemados podía esperar, sobre todo tras la charla con los Sepúlveda. Resumen del voluntarioso investigador al final de la mañana: cuentas corrientes conocidas, nada anormal en los últimos movimientos. Últimos movimientos de Solís, todo normal, nadie vio ni sospechó nada. ¿Coartadas?: desde tres días antes de la posible muerte, y hasta dos días después de la aparición del cadáver, don Agustín Soldevilla estuvo en una feria de la construcción en Valencia, y hasta las fulanas que iban camino del Mar del Norte jurarían sobre la Biblia que esa era la pura verdad.

—Total, que aunque eso no signifique nada ni lo exculpe del todo, nosotros sí que estamos a la luna de Valencia. Como siempre que anda de por medio el ínclito —se quejó Benegas a dos antiguos colegas, destinados ahora en Extranjería, con quienes comió un tentempié mientras ultimaban expedientes, antes de despachar con el comisario en funciones Montenegro, que era quien quedaba al mando durante las vacaciones del titular, el superjefe comisario provincial Espadas—. ¡Y también es mala ostia que me toque el meritorio, joder, con la que tengo encima! —remató la queja Benegas.

Y tenía razón para quejarse, porque... casado y con dos hijas ya mayorcitas, «un defecto como otro cualquiera», según decía él mismo, la mejor virtud del comisario Espadas era el buen talante con que se tomaba los rechazos y negativas a sus mil requiebros por parte de las becarias y jóvenes periodistas que husmeaban por comisaría en busca de carne fresca (una interpretación literal de la frase es lo que hubiera querido el comisario), sobre tal o cuál caso más o menos truculento en una ciudad, por lo demás, bastante tranquila para rondar ya las cuatrocientas mil almas. Consecuencia inevitable de sus flirteos de opereta era que dejaba bastante cancha libre a sus hombres cuando de dirigir una investigación se trataba. Y si había un muerto y Benegas estaba al cargo, le faltaba pedir la palangana para lavarse las manos. Pero con el trepa de Montenegro intuyendo ascensos inminentes en el escalafón, Benegas no estaba tan seguro de que las cosas fueran a resultar tan fáciles. Sobre todo porque, en verdad, se reconoció con cierta amargura el inspector, no tenía una base mínimamente sólida sobre la que apoyar la tesis que empezaba a tomar forma en su cerebro.

Razón por la cual se guardó muy mucho de compartirla con su superior. Cumplió resumiendo las consabidas generalidades con las que da comienzo cualquier investigación, y el sustituto jefe tampoco le apretó demasiado las clavijas, limitándose a repetirle las consignas que él a su vez había recibido por la mañana de parte del comisario titular, antes de que éste se marchase a Benalmádena con sus tres defectos, la sombrilla y el bronceador.

Cuando Benegas se metió en el coche era plena siesta y el sol que caía a plomo sobre Córdoba habría terminado por licuar definitivamente los relojes derretidos del cuadro de Dalí. Tenía toda la tarde por delante para llegar a casa, descansar un rato y darse una ducha tibia. Los muchachos habían fijado una cita de rentrée y cervezas fuera del trabajo que él quería convertir en algo más. Ya puestos a que nada fuese oficial, mejor fuera de comisaría.

Así que se duchó, dio una cabezada en el sofá, comió lo poco que encontró en su adelgazado frigorífico y se dirigió al Lisboa, ya picaría algo allí. Por el camino fue pensando que la drástica reducción de su tripa, que sin ser prominente ya empezaba a reclamar su atención, era una de las pocas ventajas que no iba a discutir con nadie de su reciente y progresiva ruptura conyugal, ese extraño tira y afloja en el que vivía desde que Blanca decidió marcharse de casa para recapacitar.

Eran ya las ocho y media pero, a paso ligero a través de las callejuelas y de sus cavilaciones, fue el primero en llegar. Quizás se estaba empezando a obsesionar con este asunto. Quizás no, seguro. La cosa empezaba a funcionar. Aunque Blanca aún tardaría un tiempo en írsele de la cabeza. Toda la vida, quería decir. Eso del tiempo siempre es relativo. Como todo en este mundo. ¡Menudo descubrimiento el del señor Einstein, don Alberto! ¿Es que ese tipo nunca se enamoró?

* * *

Acababa de ocupar una mesa en la terraza cuando, a lo lejos, vio como se acercaban Vázquez, Marita y Sampedro, que habrían tenido que ir a aparcar a Sierra Morena, por lo menos. Por el otro lado de la calle, casi al instante, apareció también Maqueijan, arrastrando su enorme corpachón. «Homicidios al completo», se dijo Benegas en voz baja.

Margarita Céspedes, la agregada a Extranjería por necesidades del servicio y por su dominio de varios idiomas, era la única mujer de la Brigada. Sevillana de madre suiza, o austríaca —Benegas nunca tuvo muy claro por dónde caía el landër—, sistemática y disciplinada, debía andar por los veintitantos largos, más o menos los años que el inspector llevaba al pie del cañón. Largas y esbeltas eran también sus piernas, invariablemente enfundadas en tejanos desgastados a la piedra. Y de ahí para arriba también cumplía sobradamente todos los requisitos para que hasta el último de sus compañeros masculinos de la Comisaría la comparara con el artilugio bélico ante el cual Benegas llevaba la pila de años aguantando mecha. Sin su capacidad organizativa, bien lo sabía el inspector jefe, todo el trabajo administrativo sería imposible de llevar a cabo. Además, esa eficacia teutónica que le afloraba en unos ojos inconcebiblemente azules la llevaba a las investigaciones, y si a ello se unía una cierta intuición, que a Vázquez le molestaba reconocer y denominaba con cierto retintín «pálpito uterino», era fácil responder por qué muchos de los últimos casos resueltos lo habían sido a partir de alguna decisiva intervención suya, a veces sólo un mero apunte.

Junto a ella caminaba, sonriente, el subinspector José Andrés Vázquez, un gallego de Ourense seguidor de la teoría del caos como forma de estar en el mundo pero que, en realidad, de mayor querría ser como Benegas. Rápido de neuronas y de formación matemática, su fondo de armario intelectual solía basarse en la aplicación de la lógica a cada caso concreto, con lo cual ya tenía bastante terreno ganado sobre el resto de los mortales. El inspector lo apreciaba sinceramente, entre otras cosas porque a lo largo de un par de años juntos siempre le había demostrado ser uno de esos tipos que saben defender la posición encomendada, por difícil que ésta fuese y por bien pertrechados que estuvieran los enemigos al acecho. Y aunque en la chapucera vida normal eso cada vez se valore menos, nadie ha demostrado aún que la vida de un policía sea mínimamente normal. Vázquez era, en definitiva, un valor seguro, un profesional fiable para lo que el jefe le pidiese. A veces, qué remedio, ¿a quién no le pasa?, en los escasos ratos libres que el inspector tenía para ponerse melancólico, le recordaba a él mismo de joven. Pero mejor, más pulido, más hecho para su edad, sin tantas tonterías ni pajaritos en la cabeza como las que a él le rondaban en aquellos años. También es cierto que eran otros años, como diría doña Rita, y ahora en la Academia te enseñan a resolver los casos dignamente, a tratar a la gente de usted y punto.

No podía escuchar lo que ambos venían diciéndose mientras se acercaban, pero parecía que, entre bromas y veras, Vázquez intentaba convencer a Marita de algo que para él era evidente, y la otra le contestaba, en el mismo tono, que eso era imposible. Benegas nunca acertaba a responderse si lo que Vázquez sentía por Margarita era sólo admiración. O cómo llamar al afecto multiplicado que ésta le devolvía.

A la derecha de ambos, convidado de piedra en ese banquete de complicidad, caminaba en silencio Pepe Sampedro, el último en incorporarse a la Brigada; el nuevo, el novato, el chico para todo en Homicidios. Sin destetar todavía de la Academia, era tal vez el más cortito de sus subinspectores, pensó Benegas del tímido y delgadísimo agente, aunque también es verdad que uno aprende conforme esquiva los tiros y encaja los palos que le va pegando la vida. Sampedro solía ser la pareja de Zamorano, pero cuando éste se marchara definitivamente Benegas tenía la intención de pasar más tiempo con él.

Y luego estaba Maqueijan, que nunca se iba de vacaciones. Simplemente, no se dejaba ver semana y media por Comisaría. En realidad, nadie recordaba cómo se llamaba Maqueijan. Pasaba un poco como con él, con Benegas, pues salvo su madre —y en diminutivo, además, lo cual lo hacía aún más ridículo— nadie lo llamaba por su nombre de pila desde hacía más de treinta años. Incluido él mismo en las cada vez más frecuentes ocasiones en que se descubría hablando solo, bien para reñirse bien para aclararse las ideas, «diálogos introspectivos» los llamaba el inspector. A Maqueijan todo el mundo lo llamaba así por Zebulón McAhan, aquel personaje legendario de «La Conquista del Oeste», esa serie que echaron por televisión hará unos veinte años y que hizo que a todos los tipos altos y desgarbados del país se les llamase «maqueijan» durante un tiempo. Pues bien, a este se le había quedado el mote para siempre. Además, era clavado en los andares al mítico Zebulón, demasiado bamboleantes, escorando a babor y estribor continuamente, como un gorila incómodo porque le hubiesen afeitado las ingles. Maqueijan era el todoterreno de la Brigada: si había que ser sagaz, lo era, aunque tampoco había que pasarse, y si había que dar un par de hostias, las daba. También servía como paño de lágrimas, porque no era muy locuaz el hombre y te dejaba largar carrete.

Y aunque intentaron no hablar de trabajo durante las dos primeras rondas, cinco policías juntos alrededor de una mesa siempre terminan buscándole las vueltas al asesino.

—Eso es lo evidente. O mejor dicho, lo que nosotros estamos aceptando como evidente —puntualizó Benegas—: un sospechoso que aparece muerto para que nadie se resfríe si vuelan las mantas, el oro, el contrabando desde Holanda, un montón de dinero negro... Si a ello le unimos la relación previa entre Solís y Soldevilla, todo nos lleva a suponer que el Pirata tiene algo que ver en este asunto, no me preguntéis qué, pero en esta ciudad el Pirata siempre tiene algo que ver con todo, sea con lo que sea —aseveró el inspector—. Tampoco podemos probar que fuese él quien introdujo la primera remesa de oro adulterado en España, y me juego el huevo izquierdo a que fue así —enfatizó Benegas su razonamiento—. Pero eso, queridos míos, es como decir que en Córdoba, en verano, hace mucho calor —resumió finalmente y en pocas palabras, que además eran un plagio escandaloso, los prolegómenos del caso; una vez Vázquez hubo informado a los demás sobre el resultado de sus investigaciones matutinas.

—¿Y...? —le robó a su vez la expresión Maqueijan al inspector, pues tras tantos años juntos lo conocía como si lo hubiese parido y sabía que tanta disquisición no era en balde—. Porque a hombre del tiempo no te habrás metido ahora, ¿no, jefe?

—Lo que quiero decir es que la gente como el Pirata no hace las cosas así, ¡joder! Eso lo sabemos todos. Me parece demasiado simple. Y demasiado estúpido: ¡eh, chicos, mirad, un negocio nos fue mal y aquí os dejamos un bonito fiambre, huellas incluidas! —teatralizó Benegas—. Llevamos años detrás de él, y el guionista de la vida siempre es más enrevesado que el de las pelis americanas —razonó el inspector lo que no era sino el comienzo de lo que quería decirle a su gente.

Y aunque en relación a lo del guionista yanqui habría mucho que discutir, lo cierto es que detrás del Pirata llevaban la tira de años sin rozarlo siquiera. Tan es así que el último que estuvo a punto de conseguir algo (sentarlo en comisaría para un interrogatorio, muy fugaz, eso sí), el inspector Guzmán Caballero, su predecesor en el cargo para más datos, era todavía un mito en el ambiente pasma. Y haría ya unos seis o siete años del acontecimiento.

—Tú te jugarás el huevo izquierdo, jefe, pero yo me apuesto el derecho a que es el Pirata quien ha encargado este guion. No te voy a decir que lo firme ni siquiera con seudónimo, de acuerdo, pero alguna llamadita a destiempo desde Valencia seguro que ha caído —terció Vázquez—. En eso estamos de acuerdo tú, yo y todos los que estamos en el bar. Y el argumento no debe ser muy distinto a ese que nos acabas de contar. Otra cosa es que no podamos probarlo y nos quedemos los dos eunucos de por vida, pero esa es otra cuestión.

—Sí y no, Andrés; sí y no. Vamos por partes —contestó Benegas, bajo la atenta mirada de todo el grupo, dejando a un lado las muy arriesgadas apuestas testiculares—. Que Agustín Soldevilla mueva los hilos, sí, de eso no me cabe la menor duda. Pero que el móvil de todo este asunto sea el que hasta ahora hemos creído, empiezo a sospechar que no. Tal vez a alguien le interese que el ingeniero Solís aparezca vinculado con una trama de contrabando, e incluso es probable que así sea, no lo discuto, pero bien podría ser que su muerte no estuviera directamente relacionada con esa actividad concreta.

—¿Directamente, dices? ¿Y qué es lo que chirría entonces en esta historia, jefe? —le dio pie Marita.

—Pues no sabría decírtelo, Marga, pero después de la visita que ayer les hice al profesor Sepúlveda y a su esposa, empiezo a sospechar que hay demasiadas cosas que no cuadran —contestó a botepronto el inspector, presentando sus cartas—. Llevo todo el día dándole vueltas a lo que doña Rita me contó, aunque también debo deciros que no tengo una base firme sobre la que apoyar mis sospechas; que, por ahora, los indicios, caso de que los haya, son demasiado nebulosos como para sustentar sobre ellos una investigación oficial, vaya eso por delante. Y por supuesto, a Montenegro, ni flores —apostilló Benegas antes de lanzarse a la piscina—. Veréis, al parecer, la noche antes de morir, el ingeniero Marcos Solís estuvo en casa de los Sepúlveda buscando información sobre unos hechos ocurridos hará unos cincuenta o sesenta años, tal vez un poco más. En fin, ya me entendéis... —comenzó su relato el inspector.

—¡Mal empezamos! —exclamó Marita, sin poder evitar el hastío evidente que le producían ese tipo de asuntos—. ¡Cómo si no tuviéramos ya bastante con el día a día! ¡Por favor, qué país! ¿Y qué tipo de información o qué hechos en concreto buscaba el ingeniero? En esos años pasaron demasiadas cosas en España —preguntó.

—Toda la relativa a la operación Hospicio en Córdoba —le contestó Benegas, completamente de acuerdo con su subinspectora. En la vieja Iberia, ya se sabe, si no hay una buena bronca que echarse al coleto se reinventa todos los días la última que nos tocó.

—¡La operación Hospicio! ¿¡Y eso qué coño es?! —se extrañó Maqueijan en plan celtíbero puro también, haciéndose a un tiempo eco de la perplejidad de Sampedro y cortando abruptamente el discurso de Benegas.

—Pues desde un punto de vista policial, ya os digo, nada de nada. Desde un punto de vista histórico, algo demasiado sórdido y retorcido como para ser mentira. Y desde un punto de vista estrictamente personal, definámoslo como el clavo ardiendo al que agarrarme si decido tirar por ese camino. Además, los ojos de doña Rita no mentían mientras me lo contaba, la buena señora sabía de qué estaba hablando, no en vano perteneció a la Sección Femenina de Falange tras acabar la Guerra Civil, así que permitidme la maldad y la intuición de creer que podríamos estar ante un posible punto de partida —prosiguió Benegas, dando un trago largo a su cerveza—. Al parecer, durante los primeros años de la posguerra, el régimen de Franco elaboró un plan, al que llamaron «operación Hospicio», que consistió básicamente en confiscarle los hijos recién nacidos o de muy corta edad a los combatientes republicanos que habían muerto en la guerra, en la posterior e inmediata represión, o bien en la cárcel, incluyendo también los hijos de algunos exiliados, para entregarlos después a la Iglesia o a familias ricas y afectas a la causa.

—¡Joder! —exclamó de nuevo Maqueijan—, ¡como en Chile y en Argentina, pero a lo ganso!

—Pero a lo ganso y cuarenta años antes, Maq, que aquí para inventar malaventuras nos las pintamos solos —apostilló Benegas—. Imagino que es algo así como elevar la represalia a su máximo grado: borrar de este mundo incluso la huella genética del enemigo, convirtiendo a sus hijos en hombres y mujeres nuevos, valga la expresión de la época. Al menos en otros hombres y mujeres distintos de los que debieron ser. El caso es que en el descomunal y no tan secreto operativo estuvieron implicadas las principales instituciones del régimen, en especial los Ministerios de Gobernación y de Justicia, la Falange, sobre todo su Sección Femenina, a quienes se encomendaba la custodia de los críos hasta la entrega a los nuevos padres, numerosas diócesis de todo el país, o el mismísimo Auxilio Social, que se encargaba de detectar a los niños al tener un más fácil acceso a las capas más necesitadas —concluyó Benegas su exposición.

—¿Y qué tiene que ver todo esto con la muerte de Solís, jefe? —preguntó Vázquez, al tiempo que pedía una ronda más.

—Pues no lo sé, Andrés, francamente no lo sé, para qué os voy a engañar —se sinceró Benegas—. Pero no creo en las casualidades. Y sería demasiada casualidad que lo que quiera que buscase Solís no tuviera nada que ver con su muerte. Incluso no debemos descartar que pueda ser la causa directa de la misma. Según me contaron ayer doña Rita y don Matías, a ellos les pareció que, aunque intentó disimularlo dando mil rodeos, lo que verdaderamente le interesaba al ingeniero era el destino de ciertos archivos parroquiales de mediados de los años cuarenta. Y si a eso le añadimos que Solís fue el sacerdote titular de esa misma parroquia pocos años después...

—¡Solís fue cura!, ¡vaya...! —exclamó Vázquez, absolutamente en fuera de juego al respecto. La verdad es que no había remontado tan lejos en su investigación, y a la vista estaba que debería haberlo hecho, se reprochó en ese instante—. ¿Y qué clase de chantaje, jefe? —se rehízo y fue directo a la cuestión el subinspector.

—Pues nos podemos imaginar cualquier cosa porque, según los Sepúlveda, el jefe provincial de Falange en Córdoba durante aquellos años y, por tanto, uno de los máximos dirigentes de todo el operativo del que hablamos, era Eduardo Soldevilla, el padre del Pirata —argumentó Benegas—. Sospecho que, de alguna manera, durante su estancia en la parroquia de Santa Marina, Solís tuvo conocimiento de algo que podría demostrar la implicación de la familia del Pirata en la operación Hospicio, y ahora, pasado el tiempo, quiso solventar sus problemas de un golpe sacando a la luz aquella información.

—¿De la familia o del Pirata mismo, jefe? —conjeturó Vázquez. Benegas se quedó pensativo, en silencio, dejando hacer a los suyos, con una de esas miradas al vacío que tanto pueden significar «vas bien, chaval» como «no sé si eres consciente de la absoluta gilipollez que acabas de soltarnos».

—¿Por qué no, jefe? ¿O por qué no de todos ellos? Es lógico pensar que, lo que quiera que sea, debería pringar más a su familia que al propio Pirata, hasta ahí todos de acuerdo, ¿no? —intervino Marita y el resto asintió—. Por los años en que nos movemos, éste no habría nacido aún, o en todo caso cometería travesuras en lugar de delitos —la subinspectora proseguía su razonamiento con lentitud, parecía mascar las palabras. Sus compañeros sabían que eso era señal inequívoca de que algo se estaba cociendo en ese cerebro medio nórdico. Ajena a las miradas que en ella convergieron, y sin saber muy bien adónde les conduciría lo que iba a decir, concluyó—: lo cual nos puede llevar a pensar que, tal vez, como ha apuntado Andrés, lo que Solís descubrió es que el propio Pirata era uno de esos niños robados, ¿o no, jefe? —lanzó Marita el órdago sin posible vuelta atrás.

—Mil gracias, mademoiselle —bromeó Vázquez, anotándole otro tanto a su favor en el casillero de mejor persona del mundo. Benegas sonrió tímidamente a la pareja de subinspectores. Ambos habían llegado a ese difuso grado de comunión en el que uno acaba los pensamientos que el otro ha comenzado. ¿Desde cuándo no había tenido él esa complicidad con alguien?, se preguntó. Se lamentó más bien. ¡Ah, la vida, Benegas, la vida...!

—Tal vez, «Margadmoiselle»; tal vez sea como decís —rizó la broma un ocurrente y francófono Benegas—. Puestos a barajar hipótesis, no debemos descartar ninguna por el momento. Y mucho menos esa que acaba de apuntar Marita —dijo el inspector al grupo, conteniéndose un comentario de aprobación, pues esa y no otra fue la primera posibilidad que él mismo barajó conforme la señora de Sepúlveda le fue contando la pasada noche toda esta historia—. Sobre todo si tenemos en cuenta que, según doña Rita, por esas fechas la madre del Pirata se marchó precipitadamente a Madrid. Estuvo un par de años en la capital y, cuando regresó a Córdoba, lo hizo con un niño en sus brazos: el pequeño Agustín.

—Perfectamente pudo quedarse embarazada en esos dos años —intervino Maqueijan.

—No digo que no, pero doña Rita asegura que Asunción Munárriz, que así se llamaba la difunta madre del Pirata, no podía quedarse embarazada. Y no precisamente por su culpa. Me dijo que en aquellos años no se podía siquiera pensar lo que nosotros estamos pensando, pero que la gente murmuraba y hacía comentarios. Y esa duda siempre quedó ahí. Es más, me dijo que, para ella, la visita del ingeniero supuso cerrar un círculo que llevaba cincuenta años abierto: el de la sospecha.

—Por edad puede ser, ¿no? —se animó Marita, anotando el tocado de su jefe—; ¿cuántos debe tener el Pirata: sesenta y cinco..., sesenta y seis?

—Por ahí debe andar. Un poco menos le echaría yo —terció Sampedro en la virtual investigación.

—Empiezan a salir las cuentas, entonces —apostilló Marita. Le faltó hacer la V con los dedos.

—Las cuentas están lejos de cuadrar, Marga. Muy, muy lejos —la cortó Benegas repentinamente serio, quebrando de un tajo su optimismo. Pero el inspector sabía bien de qué hablaba—. Es más, las cuentas son lo último que se ajusta en estos malditos embrollos que nos llegan del pasado, no lo olvides. No lo olvidéis ninguno. Máxime cuando ese embrollo se llama Guerra Civil del 36. Imaginaos lo que todo esto puede suponer para muchas personas, gente normal y corriente con la que nos cruzamos todos los días por la calle... —y dejó un silencio denso colgado de esos puntos suspensivos, de esas miradas reconcentradas y jarras de cervezas a medio beber, a media fiesta, cada cual calibrando la envergadura del asunto.

—Tienes razón, jefe, no lo había pensado —se disculpó Marita sin que Benegas se lo hubiese pedido—. A mí es que estas cosas de la Guerra Civil, no sé..., cuanto más lejos mejor. Como he oído tantas cosas en mi familia... ¡Y no os cuento ya lo de mi madre con la Segunda Guerra Mundial!

—Más a mi favor. Porque aunque esto tiene pinta de ser algo personal, ya sabéis que, por lo que a este país respecta y hablando de la Guerra, no hay nada estrictamente personal. Ni siquiera los propios muertos de uno son estrictamente personales con los vientos que de cuando en cuando soplan por aquí, ¿me explico?

—Alto y claro. Como en ti es habitual, jefe —respondió Vázquez por todos, acostumbrados ya a leer entre líneas las conexiones cerebrales del inspector.

O sea, y simplificando bastante: las elecciones no estaban demasiado lejos. Punto primero. La derecha subía extraordinariamente en Córdoba, ciudad conservadora donde las haya, de ahí que llevase treinta años votando al PCE. Punto segundo. Así que ese comunismo gobernante corría el riesgo de perder su bastión emblemático y único en España, en Europa, y en todo el hemisferio norte. Punto tercero. ¿Hacía falta seguir con los ordinales, sabiendo que Solís buscaba agarraderas donde fuese y que el Pirata, que siempre se había llevado bien con los gerifaltes municipales, de un tiempo a esta parte había escorado a estribor el trinquete de sus simpatías, dineros e influencias, tal vez olfateando un cambio de aires?

No, no hacía falta. Porque dependiendo siempre de lo que Solís hubiese descubierto y ante qué partido, o partidos, quisiera hacerse el simpático y sumar méritos, bastante se abría ya el abanico con sólo calibrar esa hipótesis. En ese tipo de escándalos con tufo político nunca se sabe quién puede ser el mejor postor o quién puede salir más perjudicado al fin y a la postre. Y con el tino que demostró Solís para manejarse en esta vida, váyase uno a saber a quién demonios intentó venderle la moto pintada de verde, de rojo, o de azul. Mejor no pensar en ello por el momento, intentó consolarse el inspector.

—Eso es, más o menos, lo que tenía que deciros para poneros en antecedentes. Pero, en tanto en cuanto no tengamos algo más, me gustaría que esta línea de investigación quedase en un segundo plano y siguiésemos dando palos de ciego con lo del contrabando, como si tal cosa —resumió lacónicamente Benegas las instrucciones de la jerarquía.

Bien simples por otra parte, pues tanto el comisario jefe provincial, ayer —en los diez minutos al día que dejaba de perseguir jovencitas por los pasillos—, como Montenegro, hoy y en diferido, le habían dejado muy clarito que les encantaría que la muerte de Solís estuviese relacionada con la entrada ilegal de oro desde Holanda, vía Gibraltar. Y mucho más si se tenía en cuenta, ambos recalcaron este extremo, que eso era también lo que le interesaba a los políticos de profesión, debido fundamentalmente a la ya referida cercanía de las elecciones municipales, pues siempre es bueno y otorga algunos votos descarriados que la ciudadanía constate que no existe impunidad frente a algunas de las lacras criminales de nuestro tiempo y bla, bla, bla, y etc, etc, etc, ¿okey?... Pues, okey, ¡y a mandar!, que ya llegará fin de mes.

—¿No nos llegamos entonces por la parroquia, jefe? Quizás no fuese mala idea remover un poco los papeles —terció Sampedro.

—Habrá que hacerlo, sin duda. Y seré yo quien se encargue de eso. Pero a su debido tiempo, Pepe. Por ahora, mejor nos ahorramos cualquier paso en falso.

—Perdona, jefe, pero hay una cosa que no me queda clara —preguntó Vázquez, ya a punto de levantar la reunión. Benegas lo miró expectante—. Tu amigo el profesor dice que el ingeniero Solís estuvo en su casa el día antes de morir, pero ¿por qué está el viejo tan seguro de que fue justo el día de antes? Con esto de las vacaciones, la autopsia se está retrasando, y además, tal como ha aparecido el cadáver, me temo que nos va a llevar su tiempo saber la fecha exacta de la muerte. Si es que llegamos a saberlo...

—Porque se habían citado para el día siguiente —contestó Benegas la muy técnica y lógica pregunta de Vázquez—. Doña Rita le dijo al ingeniero Solís que creía haber guardado documentos e informes de aquella época; no de la Operación Hospicio, por supuesto, a esos no tenía acceso la clase tropa, si es que alguna vez los hubo —puntualizó Benegas—, y que a lo mejor en alguno de esos viejos expedientes podía encontrar algún tipo de información, siquiera tangencial, sobre esos hechos que a él tanto le interesaban y no quería contarles. Le pidió que volviese al día siguiente para tener tiempo de buscarlos en el trastero. Y el profesor Sepúlveda está seguro de que si Solís no fue a por ellos es porque ya estaba muerto, pues parecía irle la vida en ese asunto. Atando cabos, empiezo a sospechar que en esta ocasión no se trata de una simple frase hecha. El caso es que cuando, varios días después, los Sepúlveda se enteraron de la muerte de Solís, quienes de inmediato ataron cabos fueron ellos, me llamaron y me contaron toda esta historia.

—¿Y qué hay de los documentos, jefe? —fue Maqueijan quien intervino, tras apurarse de un trago hasta la espuma caliente.

—Nada, Maq, no había nada. O doña Rita no los había guardado, como ella creía, o se los comieron los ratones.

Un fantasma sin mansión

Vázquez hizo ayer el trabajo de campo oficial y ahora le tocaba a él hacer la descubierta y mostrar algunas cartas de esa baraja de hipótesis que entre todos habían apuntado: las que interesasen por el momento, aunque tampoco es que tuviera una jugada maestra. Simplemente, tenía un esbozo de «plan B» perdido en la bruma de la Historia por si fallaba el mucho más plausible móvil del contrabando de oro. Eso y nada era lo mismo. «Las malditas brumas de la maldita Historia», refunfuñó Benegas, encaminándose hacia la casa de Agustín Soldevilla. En el trayecto sintió varias veces, tarantuleándole el espinazo, el mismo desasosiego que lo invadió durante la investigación de los «códices templarios», aquel caso que comenzó con un falso suicidio cantado que lo llevó finalmente a descubrir un asesinato ocurrido en el siglo XIII. Igual que en aquel entonces, el principal argumento con que ahora contaba Benegas para solucionar una extraña muerte pendía de un ligerísimo hilo. Y el hilo del que en estos momentos tiraba el gato resabiado que Benegas llevaba dentro, y cuya constancia tanto admiraba su amigo Sepúlveda, se llamaba chantaje, no otra cosa que documentos y pruebas sólidas para sustentarlo era lo que Marcos Solís rastreaba en casa de los Sepúlveda poco antes de que alguien lo asesinase, o mandase asesinar. De eso estaba seguro el inspector.

* * *

La casa de Agustín Soldevilla estaba situada en la mejor zona de Santa Marina, justo en la parte opuesta al lugar donde a duras penas resistía el vetusto bloque de pisos de los Sepúlveda. Al parecer, el barrio se había puesto de moda entre los ricos: una cosa es que Córdoba fuese Patrimonio de toda la Humanidad y otra muy distinta el uso y disfrute de sus mejores rincones. Benegas conocía bien esa casa. ¿Quién no la conocía en la ciudad? Incluso había turistas despistados que preguntaban a los transeúntes si era un monumento más de la cercana Judería que no figuraba en sus mapas de colorines. El palacete pertenecía a don Agustín Soldevilla desde antes de hacer fortuna, y probablemente partiendo de él la edificó en buena medida, usándolo como aval en sus primeros y más comprometidos negocios, así que podía considerarlo con toda justicia como la casa solariega de la familia, sólo faltaba que le pusiese el escudo de armas sobre los balcones. «Dos tibias cruzadas y una calavera», sonrió con malicia el inspector delante de la fachada, donde permaneció inmóvil y silencioso un instante, perfilando la estrategia del interrogatorio.

«O el yugo y las flechas», se dijo Benegas dándole vueltas a la historia de doña Rita, entrecruzada con la del ingeniero Solís, ya con su mano sobre el pomo de la puerta, concentrado y meditabundo, buscando poner orden a las muchas dudas que lo asaltaban; buscando explicaciones y certezas con las que calmar el creciente desasosiego que lo maltrataba desde un par de días atrás.

Como sesenta y siete años antes, en abril de 1942, hizo justo en ese mismo lugar —en ese mismo lugar y no en otro, ¡maldita casualidad!; ¡qué puntería la de Benegas para ocupar el sitio exacto de los difuntos! —Eduardo Soldevilla, Jefe Provincial de Falange y padre de don Agustín, toda vez que, hasta bien entrados los cincuenta del pasado siglo, la casa que dentro de un momento iba a recibir al inspector fue la sede falangista en Córdoba, el lugar donde se gestó y aprobó, por tanto, la puesta en marcha de la Operación Hospicio por toda la provincia. Así que no era descabellado conjeturar, en relación al inmueble y a la fortuna adquirida con turboacelerador por el Pirata en muy pocos años, un oscuro punto de partida relacionado con la Guerra Civil o con la posguerra. Otro indicio más a tener en cuenta para apuntalar el andamio de las sospechas, se dijo Benegas. O aún peor, otro pliegue más en ese amplísimo abanico de posibilidades que se les abriría de ser cierto el chantaje político ya apuntado en la reunión de ayer, concluyó su razonamiento, un tanto ensimismado, el inspector. De Babia lo sacó el mimoso acento caribeño de una asistenta que lo invitaba a pasar. Estaba tan a las suyas, elucubrando hipótesis, que ni siquiera escuchó el timbre que él mismo había pulsado varias veces.

La casa en cuestión era un típico palacete del XVIII al que sólo le faltaba para la postal un fantasma de prestigio y un estirado y eficiente mayordomo inglés. Al mayordomo lo sustituía una cohorte de sirvientas con cofia y vestidas de negro hasta el gaznate que trajinaban de un lado para otro sin cesar, abriendo y cerrando maletas. Y puestos a buscar un fantasma de alcurnia, éste bien podría ser doña Matilde Maldonado, señora de Soldevilla, que con su palidez de pergamino y explícito desdén vigilaba en silencio los movimientos de Benegas por el salón, mientras el inspector esperaba que bajase el esposo. De pulcros y suaves movimientos, vestida impecablemente incluso para desayunar sola en casa, y con ese punto de altivez en la mirada y en los ademanes que sólo da la buena crianza, Matilde Maldonado era una de esas personas ante las que uno no puede evitar la sensación de estar desaseado.

A tanto no llegaba, pero un poco sudoroso sí que se notó Benegas, mariposeando entre la porcelana y la plata de ley que abarrotaba los aparadores, abrumado en una estancia en la que se podía jugar perfectamente al baloncesto.

—Te dejo con la policía, Agustín. No tardes mucho, que tenemos prisa —se despidió la señora de la casa cuando vio aparecer a su marido, sin ni siquiera haberle dirigido una palabra a Benegas desde que llegó.

—Disculpe a mi esposa, inspector, está furiosa con usted por haber retrasado nuestras vacaciones —se presentó Soldevilla, sonriendo y tendiéndole la mano—. ¿De qué soy sospechoso ahora? —bromeó el dueño del castillo.

—Discúlpenme ustedes a mí, en todo caso. No tardaré mucho, don Agustín. Es pura rutina, pero me gustaría hacerle unas preguntas sobre el ingeniero Marcos Solís, ya sabe usted —comenzó Benegas, que nada más ver a Soldevilla no pudo evitar calcularle la edad. Bronceado de solarium y en bermudas, parecía más joven que en las fotos que solía publicar el periódico.

Y aunque Benegas nunca se creyó, allá en sus lejanos tiempos de Academia, esa milonga de Lombroso acerca de los rasgos fisonómicos como determinantes genéticos para identificar a los potenciales asesinos, lo cierto es que al verse reflejado en la sonrisa ancha y perfecta de Soldevilla, constatar la ausencia casi total de arrugas en su rostro agradable y proporcionado, y comprobar la seguridad que emanaba de su mirada o de cada uno de sus gestos, tuvo que reconocerse que si el psiquiatra italiano resucitara y asistiera a este interrogatorio, sin duda llegaría a la conclusión de que tipos como Soldevilla son los que nacen con casi todas las papeletas para ser triunfadores en aquello que se propongan.

De vuelta al presente, y con la misma y anunciada rutina que Benegas le preguntaba sobre su comprobada relación con Solís, o de éste con la trama de introducción de oro que tanto podría afectar a alguno de sus negocios, Soldevilla le iba respondiendo que, en cuanto a sus empresas, él ya no se ocupaba del día a día de las mismas, si acaso de las imprescindibles relaciones públicas de alto nivel, así que poco podía decirle acerca de ese asunto sin consultarlo antes con alguno de sus gerentes. Y respecto a la segunda cuestión, como el inspector comprendería, a estas alturas de su vida no iba él a valorar las insidias o rumores que corrían por la ciudad, y mucho menos si afectaban a la memoria de un difunto, con lo cual el interrogatorio fue lo más parecido a un formulario administrativo del que Benegas apenas pudo extraer como dato novedoso que Soldevilla mantenía con Solís una relación comercial más parecida a la caridad que al intercambio mutuo. A punto estuvo de decirle si convertirse en ONG a tiempo parcial desgravaba a Hacienda, pero se calló porque el inspector siempre fue de natural prudente y educado, y porque, en el fondo, Soldevilla no le caía del todo mal. Aunque más que caerle simpático, lo que Benegas sentía por él era ese respeto no exento de admiración que todo cazador guarda ante una presa demasiado escurridiza. Y en ese sentido, Soldevilla llevaba varios años viviendo al filo de la navaja. Tan al filo que, si uno se descuidaba en su presencia, acababa cortándose irremisiblemente.

—¿Cargo de conciencia? —preguntó Benegas tanteando el terreno, midiendo sus palabras para no ir demasiado lejos de una sola vez.

—¿¡Cómo dice!? —lo sorprendió el primer embate—. ¡No, por Dios! —exclamó una vez hubo comprendido. Las cogía al vuelo este Soldevilla, un tipo listo sin duda—. Ese hombre tuvo mala suerte. Me gustaba ayudarle, eso es todo —dijo displicente, intentando encajar el arreón con estilo. Aun así, se le notó incómodo por primera vez. Benegas confirmó sus sospechas. Había dado con la tecla adecuada.

—Y parece que no dejó de tenerla, a pesar de su ayuda —replicó. Vuelta de tuerca más, a ver si hacía daño.

—¿Me acusa de algo, inspector?, ¿de ser buena gente? —le retó Soldevilla en un tono que quiso hacer pasar por afable, pero que ya ni su media sonrisa de hombre que domina la situación pudo disimular.

—Espero que no se haya hecho esa idea, don Agustín. Para acusar a alguien hay que tener pruebas. Ya sabe usted, la Constitución, las leyes y todo eso —no se bajó del burro Benegas, que ya que había llegado a los umbrales de la Transición, quiso despejar la duda que le surgió delante de la fachada y que le entretuvo la espera mientras jugueteaba con la porcelana—. Oiga, por cierto, ¿cómo pasó esta casa de ser la sede provincial de Falange a una propiedad exclusiva de su familia?

Si en el tramo final del interrogatorio Agustín Soldevilla se había mostrado en algún momento tenso, aunque siempre bajo control, con esta pregunta se convirtió en lo más parecido a un arco olímpico a punto de dispararse.

—¿¡Y eso qué tiene que ver con Solís!? —se revolvió Soldevilla—. No veo qué pueda interesarle a usted la historia de mi familia, señor inspector —disparó el venablo, hosco y cortante. Nueva diana, pensó Benegas, extendiendo en su cabeza el mapa del «plan B»—. ¿A cuento de qué me pregunta usted por eso?

Esa sí que era una buena pregunta. Una pregunta sin respuesta por el momento. Así al menos lo indicaba el silencio de Benegas. Sí, quizás había ido demasiado lejos sin darse cuenta. Lo que no iba a revelarle, desde luego, eran los últimos movimientos de Solís y las posibles implicaciones que eso pudiera conllevar para él o para su familia. Que Soldevilla interpretase la pregunta y su silencio como quisiera. Podía empezar a sentirse en peligro, creer que daba palos de ciego, o tenerlo por un absoluto gilipollas, ahí quieto sin decir nada, con los brazos caídos en medio de su salón.

—Intento establecer conexiones, eso es todo —se escabulló el inspector cuando le volvió el habla.

—No sé qué conexiones puedan ser esas —le escupió Soldevilla, indignado, pensando que tal vez fuesen las de las neuronas que le faltaban—. Mi padre se la compró a buen precio al partido por los muchos servicios prestados, poco antes de su muerte. Si le interesa, llame a mi abogado y le enseñará los planos, pero no está en venta —intentó ponerlo en su lugar echando mano del sarcasmo—. Y si me disculpa ahora usted a mí, señor Benegas —barrió Soldevilla con calculada frialdad cualquier atisbo de cortesía que hubiera podido haber durante el encuentro—, y puesto que no se le ofrece nada más, mi esposa debe de estar ya algo más que impaciente. Permita que le acompañe —dijo, mostrándole el camino de salida, sin darle en realidad otra opción que seguirle.

A paso ligero llegaron a la puerta sin mediar palabra, con el dueño de la casa sopesando hasta dónde podrían llegar las extrañas conexiones cerebrales de un policía del que tenía demasiadas buenas referencias como para no andarse precavido ante una pregunta tan fuera de tono. Ya con un pie en la calle, Benegas se volvió y le preguntó, más por incordiar y escucharlo de sus propios labios que porque no lo pudiera constatar, y muy fácilmente además, en cualquier registro o archivo:

—Perdone, don Agustín, una última cosa: ¿soy muy indiscreto si le pregunto cuántos años tiene?

—Lo es —contestó Soldevilla secamente—. Sesenta y seis acabo de cumplir. Pero no soy de los que se jubilan, y además no los aparento, ¿verdad? —dijo, cerrándole la puerta en las narices, encantado de perder de vista a aquel maldito entrometido.

Camarada «mediohombre»

—Ya que no eres capaz de hacerme un hijo, me lo vas a traer —vociferó, ultrajada en su desnudez, cogiendo el camisón de un manotazo.

El hombre asintió sin esbozar palabra, sentado en el filo de la cama, cabizbajo y vencido, abrumado por el olor a hembra herida que despedía su esposa.

—¿Me has oído? —lo zarandeó de nuevo el grito de ella.

Él seguía mirando al suelo, sin levantar la vista para no ver su humillación, para no verla tan desnuda, para no verla tan mujer.

—¿Que si me has oído, camarada «mediohombre»? —rizó ella la puñalada.

—Te he oído perfectamente —contestó él con frialdad de sepulcro, sin alterarse ante sus reproches e insultos—. Mañana hablas con don Martín y arreglas el asunto. Yo me doy por vencido, Asunción.

—No, perdona. Soy yo la que se da por vencida, no lo olvides —le replicó ella con rencor—. Ya empiezan las murmuraciones, no sé si te has dado cuenta. ¡Claro, tú no te das cuenta de nada! Y además, no quiero que don Martín se entere de esto. Mi hijo me lo traes tú, que para eso eres el jefe de Falange. Y si no puede ser hoy, pues que sea mañana. Esta noche la luna está preciosa para pasear. Así que diles a tus hombres que la aprovechen. Haz algo, Eduardo, haz algo que yo así no puedo seguir.

—No hará falta llegar a tanto, Asunción —dijo el hombre con voz cansada—. Y de sobra sabes que don Martín se entera de todo en esta ciudad. Mañana irás con él, los médicos dicen que la madre no llegará al amanecer. Y ten cuidado, la difteria es contagiosa —le advirtió.

La siguiente noche, Asunción acompañó a don Martín. Hacía frío aquella noche, demasiado frío para Córdoba, y la habitación rezumaba humedad por todas partes. La mujer tardó poco en morir, en efecto; apenas le quedaba un hálito de vida cuando llegaron. Don Martín le dio la extremaunción y la cubrió con una toquilla maloliente que descansaba a los pies del camastro. Luego, los mozos del Auxilio se llevaron el cadáver envuelto en una lona. Cuando ambos quedaron de nuevo a solas, todo sucedió muy deprisa. Era una noche muy fría, y la luna también estaba preciosa, colgada en el firmamento. Pero no brillaba tanto como los ojos del pequeño aquel. Asunción lo cogió en brazos y ya no hubo nada más que decir.

Ahora lo mejor sería marcharse, regresar discretamente a casa protegida por la madrugada y esperar que las cosas siguieran su curso ordinario. Esperar, como llevaba tanto tiempo haciendo. El resto corría de cuenta de don Martín.

No obstante, y aunque todo se haría según los cauces habituales, y hubiese por tanto que entregar el niño a la Sección Femenina hasta que la nueva identidad del pequeño estuviese lista, Asunción probó su poder y arrancó una concesión de la ira del sacerdote: esa noche se lo llevaría con ella para paliar su instinto de madre huérfana. Mañana a primera hora lo entregaría. Lo juraba por Dios, por su corazón, por lo más sagrado...

Cuando llegó a su casa pudo comprobar que su marido, como de costumbre, no estaba. Pero esa noche le daba absolutamente igual. En el dormitorio, uniendo dos viejas mecedoras, preparó una especie de cuna junto a la cama y estuvo un rato meciéndola, absorta y feliz.

Antes de acostarse, con un desprecio infinito, cogiéndola apenas con dos dedos, como si no quisiera mancharse con ella, echó a un lado la reluciente guerrera blanca que Eduardo siempre dejaba por medio cuando se iba de parranda con sus cada vez más jóvenes amigos.

Historias perdidas

Mientras aguardaba a que le abrieran —hoy se había presentado de improviso en casa de los Sepúlveda y nadie le aseguraba que no se tuviera que volver de vacío—, Benegas observó cómo unos operarios municipales retiraban con desgana las pancartas ante las tímidas protestas de los vecinos. El turismo era lo primero y había que amamantar al becerro de oro desde pequeñito, que se cebase bien, no fuera a atragantarse con las impertinencias de cuatro viejos chochos.

En realidad, el turismo no era lo primero, era el único motor económico que iba quedando por estos lares. Tan es así, que había momentos en los que la Córdoba actual parecía haber sido diseñada por sus gobernantes sólo en función del dichoso turismo, quedando los nativos reducidos a poco más que extras en un absurdo y gigantesco parque temático, su otrora tranquila ciudad. Con su escasa industria desmantelada a lo largo del siglo XX, y vistos los vientos que empezaban a soplar para el sector de la joyería —la única actividad que medio aguantó la debacle económica, si bien buceando en las aguas jurisdiccionales de la legalidad—, Córdoba se había convertido en un conglomerado de servicios con los que agasajar a aquellos que venían a dejarse unas pocas monedas alrededor de la Mezquita-Catedral. Maqueijan tenía una frase lapidaria que, tras veintitantos años del más glorioso y ultramontano comunismo, resumía la zozobra social de la que en su tiempo fue luz de Occidente: «dentro de poco, todos putas o camareros. O viceversa». Y no iba descaminado el filósofo de las manos grandes y largas.

Pero hoy doña Rita se dio prisa en abrir. Y que los dos lo recibieran en el rellano, expectantes, como si hubiese sido el primer día de colegio del hijo que nunca tuvieron, le reafirmó la impresión de que los Sepúlveda llevaban estos dos días esperándolo con ansiedad. Don Matías se lo confesó sin ambages poco después, dejando aparte los preámbulos engorrosos:

—No me puedo olvidar de este asunto, inspector. La tristeza de Rita me lo recuerda a cada paso. La tristeza y la vergüenza, si he de serle franco.

Por su parte, Benegas le expuso su teoría final sobre el chantaje, rematada alrededor de una mesa del Lisboa, aunque bien es cierto que sustentada en las impresiones que el matrimonio le había transmitido tras la repentina visita de Solís. También le informó, sin entrar en detalles concretos, de las pesquisas que estaban llevando a cabo él y su equipo. Por último, lo que sí le detalló pormenorizadamente fue el cara a cara que había tenido con Soldevilla.

—Es posible que, como usted dice, durante su etapa de párroco en Santa Marina, Solís se enterase de algo que no hubiera debido saber, inspector. Cuando usted se marchó, Rita y yo estuvimos un buen rato dándole vueltas al asunto y esa fue la conclusión a la que llegamos. Fueron varios años en esta parroquia y es probable que ahora buscase unos documentos que él ya hubiese tenido alguna vez en sus manos, o que al menos supiera que existían —dijo Sepúlveda.

—Es posible, profesor. Todo es posible. Lo malo es que no sé dónde buscar pruebas, fechas, datos, indicios..., lo que usted quiera, para que alguna de esas posibilidades se haga realidad —se quejó Benegas, echando el anzuelo bien cebado de carnaza. Ahora era cuestión de paciencia. Bien conocía él la pieza.

—Verá, inspector —lo mordió mansamente su amigo, que también se conocía todos los trucos del pescador—, a lo mejor me paso de listo pero, desde que usted se fue la otra noche, he estado pensando que quizás no sería mala idea ir a ver a don Tomás, el sacristán de la parroquia. Incluso yo mismo lo tanteé ayer, sin atreverme al final a preguntarle nada, ya me conoce usted; a veces me falta fuelle. Pero si alguien puede aclararnos algo sobre este asunto es él, eso desde luego —propuso Sepúlveda—. En el caso de que quiera hablar, cosa que no siempre ocurre, se lo aviso.

—¿Cuántos años lleva en la parroquia? —preguntó Benegas, recogiendo carrete.

—Los mismos que Cristo en la cruz —respondió don Matías con un humor que sorprendió al inspector, aunque Benegas tenía comprobado que cuando el anciano empezaba a sentirse Sherlock Holmes, tendía a hablar como él suponía que lo hacían los policías en una reunión de trabajo—. ¡El pobre está ya tan viejo como yo, pero le funciona la memoria mejor que a mí! —concluyó don Matías, retomando de nuevo su personalidad, levantándose de su mullido sillón con agilidad de colegial e instando a Benegas con la mirada a que hiciera lo mismo. Ya llevaban un retraso de más de cuarenta años en lo que quiera que estuviesen buscando. No era cuestión de perder más tiempo con chácharas absurdas.

* * *

Alto y enjuto, más que un hombre taciturno y un punto hosco, Tomás Rebollo era el cordobés paradigmático; esto es, un hombre que no dice una palabra de más, aunque se reproche toda su vida haberla dicho de menos. Estaba sentado al fondo de una de las naves laterales de la iglesia, poniendo en orden partidas de bautismo y certificados de defunción, el alfa y omega de nuestro triste paso por la vida. Los vio venir de lejos y los recibió sin levantarse, acostumbrado como estaba a despachar de esa manera con los feligreses. La tenue claridad del atardecer, que entraba por una ventana superior situada a su espalda, le escurría aún más el rostro al contraluz, esculpiéndole cada hueso de la cara y de las manos, ya de por sí casi descarnadas. Por un momento, Benegas pensó si uno de esos lúgubres certificados que clasificaba aquel esqueleto en potencia no sería el suyo propio. Sepúlveda hizo las presentaciones y cuando, tras varios circunloquios y dudas, por fin le explicó a qué venían, el sacristán negó con la cabeza y, resignado, como si retomase un asunto hace mucho tiempo pendiente, dijo:

—Así que de eso se trataba ayer, ¿no es así? ¿Y por qué me pregunta usted por eso ahora, don Matías, después de tantos años? —más que agresividad había recelo y cansancio en su voz—. Por supuesto que me acuerdo de don Marcos y de los años que estuvo aquí, ¿no me voy a acordar? Y más en estos días, su alma descanse en paz. Siempre le dije que remover esos asuntos no iba a traerle más que desgracias. Se lo advertí una y mil veces. ¡Hasta el mismísimo día de su muerte se lo estuve advirtiendo! —dijo Rebollo dejando fluir las palabras y los recuerdos con soltura, para extrañeza de Sepúlveda, que en cincuenta años no le había oído enhebrar nunca más de tres frases seguidas—. Y ahora viene usted a decirme que ha sido precisamente esa obsesión la que se lo ha llevado a la tumba. Pues, por lo que a mí respecta, no hacía falta que viniera. Siempre lo supe.

—Perdone que le interrumpa, don Tomás —intervino Benegas—, pero ¿usted y Solís estuvieron hablando el día que el ingeniero murió? ¿Vino él a verle o le telefoneó?, ¿recuerda la hora y el día exacto? —ametralló el inspector, queriendo cuadrar esas fechas con las del relato de Sepúlveda sobre la visita sorpresa de Solís a su casa. A partir de ahí habría que hacerle a don Tomás la que parecía iba a ser la pregunta del millón en este caso: pero cómo puede estar usted seguro de que fue ese día, justo ese día y no otro...

—¿¡Perdón, cómo dice?! ¡Eh..., no, no! ¡Vamos a ver...! —se trastabilló el sacristán—. Es una forma de hablar. Quiero decir que cada vez que don Marcos me visitaba e insistía en el asunto, yo no dejaba de repetirle que por ahí no iba a llegar a ningún sitio, que lo mejor era dejar que esos archivos se apolillasen o se pudriesen. Eso es lo que quería decir, a lo mejor me he expresado mal. La última vez que vino a verme debió de ser diez o doce días antes de que apareciese su cadáver en el río, de eso estoy seguro. Y esa fue también la última vez que lo vi, porque desde que salió por esa puerta no habíamos vuelto a hablar ni siquiera por teléfono —aclaró don Tomás, señalando vagamente el portón de la sacristía, ante la anuencia del inspector.

Y aunque él no fuera consciente de la importancia de sus palabras, lo que Tomás Rebollo acababa de confirmarles era mucho más de lo que Benegas esperaba. En realidad, no se podía decir más con menos, pues la declaración del veterano sacristán confirmaba a carta cabal su teoría de que el ingeniero Solís —por aquel entonces el joven sacerdote don Marcos—, encontró en los archivos parroquiales algún documento que podía probar la participación del Jefe Provincial de Falange, Eduardo Soldevilla, o de alguien de su familia, en la Operación Hospicio. Ya se investigaría luego si solamente por obediencia debida, para lucrarse con el inmenso mercadeo humano que controlaban, o quizás incluso para quedarse con alguno de esos niños, como Marita había planteado en la reunión del Lisboa. Pasado el tiempo, se dijo Benegas, y llegada la hora en que le hicieron verdaderamente falta, Solís quiso recuperar esos documentos. Por eso, tras probar infructuosamente en la parroquia gracias a su buena relación con su antiguo sacristán, fue a hablar con los Sepúlveda. Pero no buscaba un experto en Historia, sino a los feligreses más antiguos de esa parroquia, concluyó Benegas que, viendo la brecha abierta, se lanzó por ella al instante.

—¿Y desde cuando lo sabía usted, don Tomás? —preguntó el inspector.

—Pues, no sé... —dudó el sacristán—. Desde poco después de su llegada a la parroquia, supongo; a principios de los sesenta debió ser, porque don Marcos llegó a Santa Marina para sustituir a don Martín tras la muerte de este.

—¿Y antes no sospechó usted nada? —inquirió Benegas con tacto.

—¿Antes? ¡Pero cómo quiere usted que yo sospechase nada de ese asunto, por Dios! —protestó airado Rebollo—. Además, hay cosas que es mejor no saberlas —repuso más calmado, para añadir—: verá, señor policía, los sacristanes no sabemos nada, pero lo escuchamos todo. Así que, si me lo pone así, le diré que un poco sí que me extrañó que un joven y brillante sacerdote, como lo era don Marcos, créame, pidiese expresamente esta parroquia pudiendo haber hecho una rápida carrera en el obispado o cerca del cabildo, pero de ahí a sacar conclusiones...

Esta última afirmación dejó a Benegas, absoluto desconocedor de la jerarquía eclesiástica, un tanto descolocado, pero no le dio tiempo a asumir su perplejidad, sino a preparar las meninges para encajar el siguiente golpe que la conversación le depararía, pues Sepúlveda pareció entrever el discurso desvaído de don Tomás y quiso comprobar de inmediato si eran ciertas las señales que estaba empezando a mandarle su intuición, esto es, que se habían equivocado. O que, si bien no se habían equivocado del todo, como mínimo habían errado la perspectiva.

—No es tan sospechoso si se tiene en cuenta que de esta parroquia dependía la sede de Falange, con su Sección Femenina y también la del Auxilio Social, con su orfanato incluido, que estaba relativamente cerca, ¿no es así, don Tomás? —dijo Sepúlveda, cogiendo las riendas del interrogatorio. A Benegas le pareció entonces un poli auténtico. La próxima vez que quedasen en el Lisboa a tomar cervezas, tendría que invitarlo.

—Bien lo sabe usted, don Matías —fue la seca respuesta del sacristán.

—Y Marcos Solís vino aquí para investigar su pasado, pues sólo desde aquí podía tener acceso a los archivos de todas esas instituciones, ¿me equivoco? —aseguró, más que preguntó, Matías Sepúlveda, con el corazón queriéndosele salir del pecho—. Probablemente nunca había oído hablar de la operación Hospicio, o como quiera que la llamaran entonces, pero Solís siempre recordó entre la bruma de su infancia ser uno de esos niños, ¿verdad, don Tomás?

Ahora es cuando Benegas estaba descolocado de verdad. Como no lo había estado en mucho tiempo. La perspectiva desde la que observaba el caso del ingeniero Solís era errónea, en efecto; considerablemente errónea. Así que el niño robado no era el Pirata, se dijo el inspector sacando la patita de donde la tuviese metida hasta arriba, sino el propio Solís. Lo que el ingeniero buscaba no eran solamente pruebas para llevar a cabo un chantaje, sino para demostrar su propia identidad.

—¿¡...!? —Rebollo se quedó un buen rato mirándolo, perplejo y encogido de hombros. «¡Pues claro, hombre!, ¿de qué demonios llevamos hablando todo este rato si no?», parecía decirles a ambos con su inmovilidad.

Sepúlveda y Benegas se miraron sin calibrar muy bien del todo las consecuencias de lo que Rebollo les estaba confesando por medio de ese prolongado silencio. Pero no hacía falta ser un lince para saber que esta novedad complicaba la investigación. Y mucho, porque la desenfocaba por completo. Y eso era especialmente peligroso en un caso como éste, comprendió al instante Benegas, pues habría que darle un nuevo planteamiento a todo el asunto y buscar de no sabía muy bien dónde las correspondientes pruebas sobre las que sustentar ese giro imprevisto; al tiempo que obligaba a buscarle unos más complejos ángulos y aristas a un móvil como el del chantaje puro y duro, que hasta el momento le había parecido de manual de academia. Además de bastante lógico. Pero, de repente, la lógica se iba al garete. El móvil se difuminaba. Y quizás no hubiera ni caso, sino un pobre tipo buscando su identidad perdida, su pasado prostituido.

Rehaciéndose sobre la marcha del contratiempo, ya fuese para apuntalar el cada vez más débil flanco de la extorsión o, por el contrario, para provocar que se le vinieran abajo los argumentos de forma irreversible y así no tener excusa alguna a la hora de tirar para otro lado —dándole de paso la razón a los políticos de turno—, Benegas jugó su última carta y, fiel a un guion que cada vez parecía servir para menos, sacó a colación la figura de Agustín Soldevilla. O de su padre, para ser más exactos.

—Perdone, don Tomás, hay una cosa que me gustaría saber. Esto..., durante el tiempo que Marcos Solís estuvo aquí, al frente de la parroquia, ¿qué tipo de relación mantuvo con la familia Soldevilla? —preguntó, sintiendo las arenas movedizas bajo sus pies.

—¿Con la familia Soldevilla? La de don Eduardo se refiere usted, claro. Pues la normal entre un párroco y su feligresía en aquellos años, ¿por qué? —contestó Rebollo, cauto y extrañado por la pregunta, a ver por dónde le salía ahora el inspector—. Nada fuera de lo común, teniendo en cuenta quién era don Eduardo, por supuesto. Además, como usted ya sabrá, luego compró la casa que fue de Falange y la familia continuó viviendo en este barrio. Siempre colaboraron con nosotros. Incluso el hijo mayor, don Agustín, fue monaguillo aquí durante bastantes años cuando era un crío, usted se acordará —contestó Rebollo, dirigiéndose a Sepúlveda.

—Lo recuerdo —asintió don Matías.

Sin dejar que la conversación decayera por la senda de la nostalgia, y viendo cada vez más cerca el muro del callejón sin salida contra el que iba a darse estrepitosamente de bruces, Benegas volvió a la carga:

—Quiero que haga memoria, don Tomás, y me diga si don Marcos le comentó alguna vez si encontró algo acerca de ese pasado que tanto buscaba: algún nombre, algún detalle, por pequeño que este fuera... —rogó el inspector.

—Nunca me comentó que encontrase nada. Aunque me consta que lo buscó con empeño durante los años que estuvo aquí —respondió, frío y hastiado, el sacristán.

—¿Y después de esta parroquia adónde lo mandaron? —quiso saber Benegas, buscando un resquicio donde sustentar futuras pesquisas.

Tomás Rebollo se quedó otro buen rato callado, sopesando cómo contestarle al inspector, al tiempo que dirigía miradas de cierto reproche a Sepúlveda. Suponía que éste ya se lo había contado a Benegas y que por eso ambos habían omitido educadamente el asunto durante la visita.

—¿Adónde lo iban a mandar? A ningún sitio —respondió—. ¡Fue suspendido ad divinis!

—¿Y eso por qué?

—Supongo que por preguntar lo que no debía, a quien no debía. ¿Usted me comprende? Ya le advertí a don Marcos que eso no iba a traerle más que desgracias. ¡Se lo dije tantas veces! —volvió a lamentarse el sacristán.

—Ya —claudicó Benegas, notando cómo se le venía abajo un caso que nunca llegó a serlo en realidad—. No vamos a molestarle más, don Tomás, pero dígame, tanto después de la guerra como en los años en los que don Marcos hubo de abandonar esta parroquia y la Iglesia, en fin..., ¿notó usted algo extraño o se sintió presionado por don Eduardo Soldevilla?

—Mire usted, señor policía —dijo Rebollo todo lo seriamente que pudo, y era mucho—, por supuesto que vi cosas extrañas en esta parroquia después de la guerra. Más de una vez, y más de dos. Pero ni más ni menos graves que otras tantas con tal de borrar o disimular hijos naturales que podían complicarle la vida a más de uno. Usted no puede saber lo que era el año cuarenta, créame, no puede ni imaginárselo. Cuando hay tantos fantasmas por enterrar, no merece la pena buscar otros donde a uno no lo llaman, ¿entiende lo que quiero decir?

—Entiendo —dijo Benegas, resignado—. Lo entiendo perfectamente.

—Y si presionar significa que, en aquellos años, sólo con que te mirase a los ojos el jefe de los falangistas ya te temblaban las piernas el resto del día, aunque no tuvieses nada que temer, como era mi caso, pues entonces, sí, señor Benegas, me sentí presionado más de una vez y más de dos —contestó Rebollo con la que parecía su coletilla preferida—. Todo el mundo se sentía completamente presionado en aquellos días, todo el mundo. Y a todas horas, ¿sabe usted?

* * *

Cuando Benegas y el profesor Sepúlveda salieron de la iglesia el día aún se resistía a irse, diluyéndose la luz en el horizonte en una amalgama lechosa de tonos ocres y anaranjados. Todo muy bucólico y pastoril, esas cosas en las que uno se fija cuando las cosas le van bien, acaba de echar un buen polvo o va con dos copas de más, pero el inspector no estaba ahora precisamente para zarandajas.

Mientras caminaban, Benegas resopló un par de veces con fuerza por la nariz e hizo un gesto que podía pasar por un mohín de disgusto, como si acabase de archivar el caso en algún recoveco de su cerebro, el más íntimo y alejado, ese que anota y certifica los fracasos y frustraciones.

Como ya era tarde y la zona no muy segura, Benegas decidió que lo mejor sería acompañar a don Matías hasta la misma puerta de su casa. Enfilaron el rumbo cansinamente, como lo que eran, un ejército en derrota. Pero ninguno de los dos supo explicar por qué en lugar de dirigirse hacia el descascarillado edificio donde doña Rita debía estar esperándolos asomada al balcón —tal vez no queriendo despedirse el uno del otro con aquel sabor de boca—, sus pasos los llevaron justo hasta el espléndido palacete de Agustín Soldevilla, al otro lado del barrio. Allí, fue Benegas quien liberó bilis:

—Ya ve, profesor, estamos investigando historias perdidas. Historias que se ha llevado el viento. Y el puñetero sólo nos deja el olor de un cadáver flotando en el río, ¡me cago en la...! —rezongó—. Además, muerto el ingeniero, no podemos probar nada, y será casi imposible conocer el curso de las investigaciones que ese pobre diablo hubiera estado haciendo, ya ha oído usted al sacristán: es mejor dejar los fantasmas en sus tumbas. Soldevilla se me va de rositas otra vez, fuera lo que fuese lo que Solís se traía entre manos contra él. Si en verdad se traía algo, ¡ojo!, que quizás me estuviera yo obcecando con este asunto... Demasiadas nebulosas incluso para mí, que últimamente vivo en las nubes. Punto y final, pues —se dejó vencer por la amargura el inspector.

—No desespere. Si existen, esos documentos tienen que estar en algún sitio —intentó Sepúlveda mostrarle su apoyo, aunque sin poder ocultar él tampoco su desánimo.

Y a pesar de que fue Benegas quien la trajo a colación, y de que Rita se lo había encarecido varias veces, no se atrevió a preguntarle por Blanca, no fuera a ser que el inspector se pegara un batacazo al regresar en picado a la tierra.

—Sí, en el fondo del río —contestó Benegas, sarcástico—. Perdone, don Matías, usted no tiene la culpa —se disculpó al instante, consciente de su hosquedad—. Muy amable por su parte, pero usted mismo lo ha dicho: en el caso de que existan y Solís los hubiese tenido en su poder, cosa que dudo, Soldevilla habrá tenido tiempo suficiente para destruirlos si creía que lo incriminaban en algo, a él o a su familia. Así que, ya le digo, estarán desde hace días en el fondo del Guadalquivir, podridos como sus aguas. Con ese bagaje, cómo me presento yo ante un juez pidiéndole que encarcele a Agustín Soldevilla por el crimen de un hombre con el que tenía cierta relación comercial, como puede tener con otros mil más, aunque resulta que ese hombre fue un niño secuestrado hace sesenta años en el marco de una misteriosa operación de limpieza ideológica, circunstancia esta que, además, sospechamos es el móvil determinante de su asesinato. Aunque eso sí, téngalo usted en cuenta, señoría —ironizó el inspector para suavizar su impotencia—, las pruebas se nos han perdido en las brumas de la maldita historia. ¡Joder, ni a Kafka se le ocurriría algo así! ¡Y con las influencias que luce el fulano, me echan de la Policía y terminan deteniéndome a mí! En fin, qué le vamos a hacer —chasqueó la lengua resignado, mientras restallaba en sus tímpanos el pitido final—; qué demonios le vamos a hacer si esto funciona así, don Matías, y ni usted ni yo lo hemos inventado. ¡Venga, lo acompaño a casa!

—No, déjelo, inspector; si son cuatro pasos. Ya voy yo solo. Usted márchese a la suya y procure calmarse por el camino, que le hará bien. Esta noche refrescará —volvió a poner el mundo en su sitio el viejo profesor.

—Como usted quiera —concedió Benegas con una sonrisa—. ¿El martes a la misma hora, entonces?

—A la misma hora, inspector. Como siempre.

—Pues cuídese hasta ese siempre, ¡eh, don Matías!

El peor de los chantajes

Dos meses después el caso estaba a punto de ser pasaportado al olvido administrativo, archivado como el suicidio un tanto extraño de un tipo con demasiados problemas económicos que nunca supo gestionar su vida. «Quizás porque se la cambiaron nada más nacer», no dejaba de repetirse Benegas. Además, la autopsia que a duras penas pudo medio hacérsele a los lamentables restos de Solís en ese entretiempo ayudaba a sustentar dicha hipótesis oficial, pues los resultados eran tan vagos y poco concluyentes que podían interpretarse de muy distinta manera.

Por una parte, y sin retorcer demasiado el colmillo, un investigador quisquilloso podía sospechar que quizás el ingeniero pudo haber sido víctima de algún tipo de agresión antes del ahogamiento. «Demasiados condicionales», se dijo el inspector repasando una vez más el expediente, máxime cuando no se descartaba la acción corrosiva de la humedad ni la carroñera de animales.

Pero por otra, como el informe dejaba bien claro que la causa última de la muerte había sido la asfixia por ahogamiento, así, sin más, sin poder determinar otros extremos, pues todo invitaba a creer que Solís se había despedido de este mundo por propia iniciativa, abonado al eufemístico epígrafe de muerte natural o desgraciado accidente en las esquelas de esos mismos periódicos que ya lo habían asesinado en vida cuantas veces les hubiera hecho falta fabricar un titular escandaloso. Y fueron más de una y más de dos, que diría Rebollo, el medido y silencioso sacristán.

Lo que más irritó a Benegas durante ese tiempo fue la paradoja que parecía regir todo este asunto, pues, al contrario que el caso de los «códices templarios», que comenzó como un simple suicidio y acabó convertido en un asesinato atroz, este parecía un homicidio con un claro trasfondo histórico que iba a terminar en nada, en un absurdo e incongruente punto final, cuando esa tozuda lucecita que nunca dejaba de brillar en lo más profundo de su cerebro le decía que no debía ser así.

Pero sucede que, a veces, un corto lapso de tiempo es el paréntesis que el destino impone como caja de resonancia para que sus carcajadas retumben mejor. Porque al cabo de esos dos meses, Zamorano llamó de nuevo al despacho del inspector jefe para decirle que tenía una llamada urgente de su viejo amigo, el profesor jubilado don Matías Sepúlveda. Y esta vez tampoco era martes. Benegas descolgó el auricular con un punto de inquietud, pero no le dio tiempo ni a esbozar el consabido y neutro «¿sí?».

Excitado como quien acaba de besar por primera vez al amor de su vida, don Matías tartamubalbuceó al otro lado del hilo telefónico que don Tomás, el sacristán de Santa Marina, le había mandado llamar deprisa y corriendo a primera hora de la tarde.

No hizo falta que don Matías dijese nada más para que Benegas supiera que acababa de producirse un giro inesperado en los acontecimientos, ese impredecible factor que todo lo trastoca y con el que siempre hay que contar en cualquier investigación. Para bien o para fatal, como ya había comprobado él mismo en este extraño caso, aunque ahora esa cabriola del azar no iba a dejarlo de nuevo descolocado, como ya hicieron una vez las palabras de don Tomás Rebollo, sino todo lo contrario.

Según parece —a cada poco don Matías se tranquilizaba y su voz llegaba más nítida—, en uno de esos virulentos sarpullidos que les da a los políticos cada cuatro años (esto es, cuando el curso acaba en las consabidas elecciones, sobre todo si son municipales, lo cual los lleva a una frenética actividad de inauguración de obras y zanjas por todos los barrios de la ciudad), se acordó por unanimidad del Pleno acometer de una vez por todas la mejora y acondicionamiento del ábside gótico de la iglesia de Santa Marina, la más antigua de Córdoba; obras que parecían llevar un retraso congénito desde que el mismísimo Fernando III el Santo las ordenase allá por el siglo XIII, y que tenían por objeto liberar tan magno espacio arquitectónico de un paredón horrible que lo constreñía y casi ocultaba a la simpar contemplación mística del turismo oriental o centroeuropeo.

—¿Y...?, ¿y...?, ¿y...? —inquirió Benegas desde su despacho, con el teléfono pegado a la oreja, los ojos desorbitados y el pensamiento echando humo, impaciente por la disgresión de Sepúlveda, que él creía que no les llevaba a ninguna parte, y comprobando que el espíritu reivindicativo de los vecinos seguía en todo lo alto. Por lo demás, él ya sabía la noticia por los periódicos.

—Pues eso —continuó don Matías, al cual, pensó Benegas por el tono de voz que le llegaba desde el otro lado del hilo telefónico, sólo le faltaba dar saltitos y entrechocar los pies en el aire para mostrar su ánimo exultante—, que esta mañana, un poco antes de la hora de comer, en las excavaciones ha aparecido una caja enterrada que no tenía pinta de ser medieval, sobre todo porque en la tapa se veían perfectamente el yugo y las flechas, y no me refiero a las de los Reyes Católicos... ¿me oye usted, inspector?, ¿inspector?... —ante el prolongado silencio que le devolvía el aparato, Sepúlveda quiso cerciorarse de que Benegas seguía vivo—. Y entonces he corrido hacia el teléfono como no creía que aún pudiera hacerlo —finalizó Sepúlveda, eufórico, lo que tenía que decirle.

Sólo al cabo de un rato reaccionó Benegas ante lo que acababa de escuchar. Y entonces fue a él a quien le dieron ganas de darle un beso a su viejo y entrañable amigo, el emérito profesor Matías Sepúlveda.

—En quince minutos estoy en su casa, don Matías, y nos vamos usted y yo a ver a ese sacristán.

Cuando terminaron de comprobar los distintos legajos y documentos que contenía la caja —un arcón de material cuarteado por el tiempo, protegido por dos correas que lo rodeaban longitudinalmente y aseguraban sus hebillas en la parte superior—, la tozuda lucecita de la intuición del inspector Benegas se había convertido en una llamarada salvaje. Ahora todo cuadraba, aunque no de la forma que él había previsto en un principio; en verdad que el guionista de la vida era un tipo enrevesado como pocos. Sobre el cansancio que demacraba los rostros del grupo, el inspector entrevió la sonrisa de complicidad del profesor Sepúlveda.

Ante la insistencia y el temor del sacristán, todo hubo de hacerse esa misma tarde, pues a primera hora de la mañana siguiente los arqueólogos de la Junta de Andalucía reclamarían el hallazgo para sus burocráticos reales, y a partir de ahí podría transcurrir otro lapso de tiempo igual o superior al que la caja llevaba enterrada hasta que el resto de los mortales tuviese acceso a la misma. Benegas llamó entonces a Marita y a Vázquez, y los cuatro se dispusieron a sumergirse de inmediato en el piélago de documentos que se extendió ante ellos nada más desabrochar las correas con sumo cuidado, tras forzar el inspector el oxidado cierre con una ganzúa.

Tal como Benegas supuso durante la investigación, la operación Hospicio careció de soporte escrito o documental alguno, al menos en Córdoba. O si lo hubo, en aquel baúl no estaba, eso desde luego. La mayoría de los expedientes desenterrados eran certificados de nacimiento y defunción de niños, y abarcaban un periodo que iba desde finales de los años treinta hasta principios de los cincuenta, según pudieron comprobar. Que a veces hubiera algún muerto que ni siquiera había nacido, administrativamente hablando, indicaba a las claras tanto las irregularidades testamentarias a las que se había referido don Tomás cuando lo interrogaron, como el trasiego de identidades de los afectados por la operación Hospicio. Con eso ya contaba Benegas.

Durante las dos primeras horas el trabajo fue descorazonador, pues consistió en ordenar un sinfín de carpetas con nombres que nada les dijeron, con sus correspondientes anotaciones sobre la fecha del bautismo o del prematuro óbito. En una mesa, a la derecha, los vivos. En el escritorio de la sacristía, a la izquierda, los que no tuvieron tanta suerte, a veces criaturas con una doble mala suerte virtual, puesto que algún nombre se repetía con el descuido que da la impunidad.

Hasta que, pasadas otro par de horas más, ya perdida la noción del tiempo y cuando el fondo del baúl podía atisbarse, Benegas fue a coger un expediente pero, sin pretenderlo, sacó dos, ambos toscamente unidos por un doblez mal practicado. En un primer instante, no le dio importancia al hecho y quiso separarlos. Pero cuando se fijó más detenidamente en ellos, se dio cuenta de que, en efecto, tenía en sus manos lo que tanto tiempo llevaba buscando, porque esos documentos cuarteados por el tiempo y el olvido, de un apagado color sepia autarquía, eran los papeles que demostraban la doble filiación de un niño que pasó a llamarse Marcos Solís, con su antiguo nombre y apellidos subrayados. Unos apellidos que coincidían con los del expediente adjunto, que también reflejaba la nueva identidad dada a ese otro niño, dos años y nueve meses menor que Solís. Benegas emitió entonces un grito de júbilo tan tenue y amortiguado que bien podía confundirse con un suspiro de alivio. Tal vez fuese más de esto que de aquello.

—¡Hermanos! ¡Solís y Agustín Soldevilla eran hermanos, en realidad! —se sorprendió Benegas ante el resto del grupo, que continuaba a su alrededor en completo silencio tras haber analizado minuciosamente las cuatro o cinco páginas de ambos expedientes, cada uno de ellos encajando el descubrimiento.

—Caín y Abel, el más viejo crimen, la más antigua de las rencillas —musitó Marita, exhausta, las ojeras comenzando a aparecer, dos estragos violáceos bajo los párpados que le imprimían a su rostro de mármol un aura casi espectral en medio de aquella semicripta.

—Pues si hablamos del primer delito de la Historia, mal camino llevamos, jefe, porque me parece a mí que entonces este también habrá prescrito —intentó bromear Vázquez—. Como todos los demás recogidos en estos legajos.

—Andrés, yo no sé si el primer delito de la Historia fue ese o el que cometieron con Adán. Otra cosa es que el gilipollas no denunciara que lo habían abierto en canal para sacarle las costillas, pero hubiera ganado el pleito, no me cabe duda —echó también mano el inspector, con su sorna típica, de la arqueología criminal—. Pero por lo que a este caso respecta, lo que sí tengo muy claro es que el cuerpo del ingeniero Solís se convierte, de repente, en la principal prueba de cargo de un asesinato. Y todavía huele, así que de prescripciones nada de nada. El Pirata va listo esta vez.

—Un hermano amenazó al otro no con destapar una verdad, inspector, sino una mentira: toda su vida —intervino Sepúlveda, reconduciendo el asunto al plano policial. Definitivamente, el viejo era uno de ellos—. El peor de los chantajes que uno pueda imaginarse.

—Y esta era la prueba que fue a buscar a su casa el ingeniero Solís, don Matías —le contestó Benegas, sosteniendo los documentos en alto—. Nunca sabremos si, al hacerse cargo de esta parroquia, Solís ya tenía constancia de quiénes eran sus padres y esa fue la pista que lo guió hasta estos archivos, aunque lo más seguro es que no supiese nada y averiguase ese dato también en esta sacristía. Lo que sí sabemos ahora es que fue aquí donde investigó y descubrió quién se quedó con su hermano pequeño, que ni siquiera tenía un año cuando su madre murió, tal como dice esta nota adjunta del Auxilio Social, en diciembre del año 43, enferma de difteria. Y en este otro lado —continuó Benegas pasando un par de páginas, intentando poner en orden sus ideas lo más rápidamente posible, al tiempo que las compartía con los demás—, se especifica cómo a él lo entregaron al convento de monjas Redentoristas para que lo educasen hasta su posterior ingreso en el seminario, bajo la nueva identidad de Marcos Solís; firmado y sellado con el consentimiento de la madre superiora y de un tal don Martín, obviamente el párroco anterior del que nos habló don Tomás —Sepúlveda asintió en silencio—. Doña Rita lo clavó: uno para la Iglesia, y al más pequeño le encuentran acomodo en una nueva familia.

—La de don Eduardo Soldevilla, el Jefe Provincial —musitó don Matías—. En efecto, se cierra el círculo sesenta años después. Supongo que cuando don Marcos lo descubrió no se atrevió a denunciarlo. O se dio cuenta de que lo más inteligente era guardar silencio, dadas las circunstancias.

—El caso es que cuando intentó recuperar los documentos, estos habían desaparecido. Y cuando quiso quebrar ese silencio, lo mataron. Ahora sí podemos escribir el punto y final, don Matías, ahora sí. Y sin que nos quede un borrón en el papel.

* * *

Por lo demás, no había tiempo que perder. La sombra temerosa de Rebollo al otro lado de la sacristía les conminaba a moverse rápido. Así que Vázquez guardó los documentos en una carpeta y se marchó a comisaría para fotocopiarlos antes de devolverlos al arcón y cerrarlo de nuevo, ya habría tiempo de utilizar los originales si algún juez se ponía en plan legalista, tras los preceptivos permisos administrativos de los arqueólogos autonómicos. Menos mal que la justicia va lenta, pensó Benegas mientras iban colocando de nuevo el resto de expedientes dentro del baúl, calculando cuándo podría disponer de ellos. Luego, una vez Vázquez hubo regresado, se despidieron de don Tomás tras agradecerle su paciencia. Pero antes de marcharse, Benegas quiso saber por qué había llamado a Sepúlveda, por qué cambió de opinión y removió los restos de algún incierto fantasma allá en su oscura y brumosa tumba.

Tomás Rebollo no le contestó. Esbozó apenas una mueca en la que Benegas quiso ver algo parecido a una sonrisa lejana, mientras se parapetaba tras la puerta de la sacristía, ya medio cerrada. Benegas intuyó que, de alguna forma, en el comportamiento del desvencijado sacristán no primaba tanto soltar lastre de su conciencia —lo cual sería comprensible con todo lo que hubo de ver, oír y olvidar a lo largo de los años— como darle una última satisfacción a su amigo y confidente muerto.

—No es que importe mucho, don Tomás, pero ¿quién los enterró, el padre o el hijo? —preguntó Benegas.

Pero don Tomás, ya se sabe, era de esa clase de hombres que no decía una palabra de más, a pesar de llevar toda su vida reprochándose cada noche haberla dicho de menos.

* * *

Aquella templada mañana de otoño, el inspector Benegas aún no sabía que Marcos Solís le había pedido a su hermano, Agustín Soldevilla, casi la mitad de su fortuna actual como pago por mantener la boca cerrada. Eso lo confesó él mismo cuando se derrumbó ante el juez, tras comprobar que todo estaba perdido. Siempre mantuvo Soldevilla, durante el sonado juicio que siguió al caso, que él había vivido ajeno a su verdadera identidad hasta que Marcos Solís se presentó un día en su casa intentando chantajearlo, pero que a partir de ahí se dedicó a investigar su pasado y no cejó hasta que alguien de la familia —una pariente lejana que vivía en Madrid, prima segunda de su madre—, le contó la verdadera historia de su vida.

Esa declaración inculpatoria satisfizo al fin la curiosidad profesional de Benegas: los expedientes los mandó enterrar don Eduardo, a instancias de su esposa, Asunción Munárriz, cuando ésta comprobó, aterrorizada, la identidad del sacerdote que venía a sustituir a don Martín. Su primera intención fue quemar todos los archivos provinciales, pero desde altas instancias eclesiásticas que don Tomás Rebollo, cuando fue llamado a declarar, no recordó —a Benegas le resultó divertido que achacase las debilidades de la memoria a su mucha edad—, se le hizo ver la inconveniencia de tan drástica medida, pues corrían ya otros tiempos para la Iglesia y lo único que se podía conseguir con una cosa así era levantar innecesarias sospechas si alguien andaba al cabo del asunto.

Soldevilla se empecinó, y a tal punto llegó el encono que hubo de intervenir un enviado del Vaticano. A cambio de ceder, Soldevilla impuso el silencio enterrando todos los expedientes evacuados en la parroquia de su barrio durante aquellos años, estuviesen o no afectados por la operación Hospicio, como maniobra para dificultar futuras investigaciones o pesquisas. Ahora bien, mientras el jefe de Falange daba con la solución definitiva para deshacerse de las pruebas, Marcos Solís tuvo tiempo para corroborar sus sospechas. No mucho, pero las tardes son muy largas en una sacristía, y más cuando uno sabe qué va buscando. Finalmente, tras borrar cualquier rastro que lo incriminase, Eduardo Soldevilla presionó hasta conseguir la expulsión de la Iglesia del joven sacerdote Marcos Solís, a quien acuso con pruebas falsas, fabricadas ex profeso, de mantener relaciones sexuales con jóvenes catequistas de sus cursillos de cristiandad. No mucho después, a mediados de los sesenta, don Eduardo moría.

Tal como sospechaba Benegas desde que encontró los dos expedientes unidos, en el juicio también quedó claro que Agustín Soldevilla no ordenó asesinar a Solís únicamente para salvaguardar el honor o el nombre de su familia, sino, sobre todo, porque para él las consecuencias del chantaje irían mucho más allá. De hecho, si se demostraba que no era hijo legítimo de don Eduardo —ni siquiera biológico— tendría algo más que problemas respecto a la parte de herencia ya recibida con sus dos hermanas menores, Victoria y María del Pilar, las cuales no se sabe si también fueron concebidas a través de sendos expedientes pergeñados en oscuras sacristías o gracias a que don Eduardo superó un par de noches el asco que le daba el cuerpo de su mujer.

* * *

En cualquier caso, esa era otra investigación que no les correspondía hacer a él ni a su gente. Y menos aquella cálida mañana de octubre, mientras se dirigían a la casa de Agustín Soldevilla en el coche camuflado. Estaba decidido a que nada le perturbase ese estado de placidez en el que se encontraba instalado desde la pasada noche, una sensación difusa e inexplicable de bienestar por haber puesto las cosas en su sitio que Benegas siempre interpretaba como la demostración palmaria de que el trabajo estaba bien hecho.

Maqueijan y Sampedro esperarían en el coche, no tenía por qué haber problemas de ningún tipo. Salió despaciosamente del automóvil y encaró la fachada del típico palacete dieciochesco, sintiendo la agradable brisa otoñal en el rostro.

Pensativo y meditabundo, como sesenta años antes estuviera en ese mismo lugar don Eduardo Soldevilla, Jefe Provincial de Falange en Córdoba, el inspector Benegas giró el pomo de la puerta de la antigua sede, con las fotocopias de los expedientes desenterrados en la otra mano, dispuesto a pedirle al Pirata que, después de tantos años de ir tras su estela por el proceloso mar de todos los días y todos los delitos, arriase la bandera, rindiese el barco, y se diese por detenido.