«Don Lotario, tengo que comunicarle algo muy importante. ¿Podrá esperarme a las doce y media en la terraza del San Fernando?». Éstas fueron las palabras exactas que Manuel González, alias Plinio, jefe de la Guardia Municipal de Tomelloso, le dijo por teléfono con aire de bastantico misterio. «Allí te espero, Manuel», fue la respuesta que le dio el veterinario con su repunte de curiosidad.
Ni que decir tiene que a las once y media ya estaba don Lotario dando paseíllos por la glorieta de la plaza. Desde el ángulo donde estuvo antiguamente la gasolinera, hasta la misma esquina de la calle de la Independencia.
Y fue pocos días después del remate de vendimia, cuando el pueblo tiene color breva y aire calmoso. Las bodegas están llenas, los bolsillos fuellean de esperanza o están hinchados de billetes nuevos (esos billetes recién esmaltados de verde que dan los bancos en octubre); las conversaciones apaciguadas, los cuerpos relajados, los jaraices recién limpios; y las viñas, coronadas de sienas y pajizos, de pámpanos declinativos, lloran menopáusicas y añorantes del fruto perdido. Todo el pueblo olía a vinazas, a caldos que fermentaban, a orujos rezumantes. Hasta las lumbreras llegaba el zurrir de tripas de las tinajas coliqueras. El sol del membrillo calentaba sin pasión, pero calentaba. Las moscas últimas hacían círculos incompletos buscando la vereda de la muerte. Y la sequía de muchos meses mantenía los surcos abiertos, custrios, sin sembradura. Desde la misma orilla del pueblo se veían las viñas derrotadas, las pámpanas caídas como calzones viejos, sin el orgullo ya de aquellas ubres de oro y polvo que se llevó la lona. De cuando en cuando, bandadas de rebuscadores pasaban minuciosos entre los hilos, husmeando la gancha que se dejó la vendimiadora manisa o deprisera; el rincón de fruto que perdonó la navaja; el racimo fantasma y camuflado bajo el sobaco de la cepa. La cosecha fue más corta que la del año anterior, pero las cuatro pesetas que valió el kilo de uva contentó en buena parte a los quejicas y dio consuelo a los invariables hijos del pedrisco.
Decía que don Lotario dio unos cuantos paseíllos locos, hasta que reparó en la presencia de su amigo Baudelio Perona, sentado en un sillón de hierro de la terraza del casino. Colocado estaba mismamente debajo de un árbol de pájaros cagoneros. Sin petición de permiso, ni mayor ceremonia, arrastró una silla y se sentó junto al hermano Baudelio Perona Cepeda, hijo de Baldomero y nieto de Simón. Sobrino del Cebollano y primo carnal de Paco el Jaro.
—A los buenos días, Baudelio.
—Buenos los tengas —dijo el saludado con poca voz y sin dejar de mirar con aire de cansado al infinito, que se acababa justamente en la frontera posada de los Portales.
Don Lotario, más en lo suyo y en por qué sería la cita de Plinio, que en el aire caidón de Baudelio, empezó a hablar del tiempo que hacía, de la terca sequía y del precio altísimo del vino nuevo, sin mirar mayormente a Baudelio, que lo escuchaba con una mano soportando la mejilla y la otra echada sobre la tabla del muslo, con los dedos, eso sí, un poco chorreados sobre la rodilla.
Aunque Baudelio Perona, según las cuentas, tenía los ochenta años vencidos, pero que muy vencidos, conservaba el pelo negro, de negro caldereta, que le asomaba como cerquillo de clérigo bajo la boina negra, que nadie jamás le vio apeada de su bóveda occipital. Como tantos hombres de su condición y nacionalidad tomellosera, llevaba la boina atornillada sobre la testa desde que se logró mocete y no se la descendía, aunque echasen bandos y requerimientos, a ninguna hora del día ni de la noche. Que ni a la iglesia iba por no destocarse. Y sólo en los entierros de gran cumplimiento se la alzaba dos dedos del flequillo con muchísimo pulso, en señal de excepcionalísima reverencia. Cuestión de honra entre los viñeros más viejos del lugar. La goina puesta hasta la muerte. Era mote de la casta virula. Y cuando algún presidente del Casino de San Fernando —que los socios del otro casino eran de testa visible—, cansado de que llamasen al círculo de su dirección «el casino de los caballeros cubiertos», intentaba alguna ordenanza de descubrimiento y destoque, fracasaba totalmente; y «desde luego, seguro, cierto», como decían por allí, que no lo reelegían, aunque lo propusiera el mismo archipámpano de las Indias. Y Baudelio Perona era uno de los socios capitanes en la terquería de la goina. El Perona y todos los de la secta de los caballeros cubiertos se acostaban emboinados. Y cuando iban a la peluquería, mientras les andaba el rapador en el remolino, tenían la gorra bien a mano, colgada en la rodilla, pero así que les daba el último maquinazo —porque intentar peinar aquella adustez de pelos abrigados era inútil—, se volvían a calcar el redondel de paño, no fuese a llegarles por aquella parte la muerte supitaña. Cierto es, las cosas como son, que antes de reponérsela y levantarse del sillón del barbero, la sacudían bien un par de veces sobre la mano izquierda para dejarla en su negro o azul original, sin cana ni caspa que la motease.
Digo, otra vez, que don Lotario seguía con su dale que dale a lo de la sequía y al precio que alcanzaron las uvas, cuando cayó en la cuenta de que Baudelio Perona hacía mucho rato que no decía esta boca es mía. Y lo que fue más llamativo, que al ofrecerle un cigarro, el viejo, a pesar de tener los ojos clavados en el paquete de «caldo» que le mostraba el veterinario, ni movió un dedo. Cosa rarísima, si se tiene en cuenta que Baudelio siempre confesó dos vicios inquitables a lo largo de toda su dilatada biografía: fumar pitos uno, y fumarlos de gorra el otro, salvo en casos de extrema necesidad que sacaba de lo suyo. Quedó don Lotario sorprendido de la abstención de Baudelio, hijo de Baldomero y nieto de Simón, aunque de momento no pensó en lo peor, porque aun en quedo, tenía el hombre entre los labios un tercio de sonrisa; los ojos, con su mirar habitual de hombre que escucha y las manos, en la posición que se dijo, todo con ademán muy natural y corriente.
—Baudelio… —le llamó don Lotario con voz sorda, a la vez que le daba suavemente sobre la mano que tenía sesteando sobre el plano del muslo y vertida un poco hacia la rodilla, como dije—; chico, Baudelio.
Pero a pesar de los dos llamados, Baudelio, como decían los antiguos, fincó callado. Torció la jeta don Lotario en vista del raro silencio y guardándose el paquete de «caldo», lo palpó con tiento médico. El cuerpo del hombre estaba caliente, pero no rebullía. Encendió una cerilla y se la pasó al filo de las pestañas, a lo cual Baudelio no respondió con el más pequeño parpadeo. Le alcanzó los pulsos de la mano que soportaba la mejilla; y calma total. Casi temblando de emoción estaba don Lotario en este instante de sus auscultaciones, cuando notó cierta vibrátil y sutil mutación en la cara y aladares de Baudelio Perona. Como el pintor que contempla el efecto de su último pincelazo, dio un paso atrás y miró con los ojos entornados el rostro del inmóvil, enriquecido por claras e inesperadas calidades.
«Pero, coño —recitó para sí el veterinario—, desde que tengo potra no he visto otra».
Y es que el viejo Baudelio, nada más dejar la vida, encanecía con toda la prisa que no tuvo en los ochenta años de su partida de nacimiento. Como si a la muerte no le pareciese propio llevarse a un tomellosero tan anciano sin albura en el pelo. Y vio que la barba de Baudelio, intonsa desde el sábado último, como si le estuviesen echando chorritones de leche con mucha rapidez, se tornaba blanca, blanca, sin perdón de pelo ni punta, de bigote ni patilla, de sien ni gorguero. Y la misma invasión lechal acosaba el trozo de pelo que quedaba visible entre el cerquillo de la boina y la nuca que hasta hacía un minuto fue del negro, negro sartén. Durante un poco, aquel baño de almidón de tantas y tan rápidas corrientes, dejó en paréntesis cejas y pestañas. Pero apenas acabó con los pelos anteriores, como si el teñidor hubiera descansado para tomar resuello, aquellos pelos del ojo y de sobre el ojo, de un brochazo de mala leche, quedaron albos cual moquero… Y como si todos estos trueques no fueran bastantes, luego de un breve tiempo, tuvo don Lotario ocasión de ver en aquel cuerpo un rematín fenomenal. Y fue, que sin duda alguna, el pelo negro del octogenario, al perder negrura perdió calibre, cobró lisura o lo que fuere, y poco a poco la boina se le fue escurriendo a Baudelio Perona, alias Malagüera, hasta cubrirle el entrecejo por delante y la arruga del cuello por detrás.
Tan suspendido quedó don Lotario con aquel espectáculo del calizo, que casi cayó sentado en el sillón y cruzándose las manos sobre el vientre empezó a meditar sobre los grandes misterios de la naturaleza. En un minuto la diñó el Baudelio, encaneció seguramente por todo el cuerpo; y como terco de la goina, se le quedó encasquetada hasta las orejas. Ésa es la manera de morir un caballero cubierto en el Casino de San Fernando, aunque sea en la terraza. Genio y figura hasta la sepultura. Boina calada hasta el requiem eternam dona is domine. Qué leche.
Así estaban las cosas un rato después, cuando al calderazo de la campanada de la media para la una, se acercó Plinio arrastrando un poco los pies, y plantó el jirón de su sombra sobre el pecho de don Lotario. Tan ensimismado estaba éste con sus cavilaciones que ni reaccionó. Manuel, con el cigarro en un rincón de los labios y las manos atrás, permaneció parado ante los sedentes y, claro está, enseguida reparó en la irregularidad del cuadro. Sin embargo, el jefe, que así era de calmo, decidió no romper a hablar, hasta que al menos don Lotario hiciese acuse de recibo de su presencia. Como don Lotario seguía en el mutis y por toda expresión se limitaba a hacer unos visajes comiquillos, Plinio empezó a investigar por su cuenta y lo primero que hizo fue tocar la mano del muerto y a seguido, levantarle un poco la boina para cerciorarse si el inmóvil era el que suponía. Todavía con gesto ambiguo, después del despeje de la frente, se la quitó del todo, y al verle la cabeza tan pelosa y cana, hizo un gesto de asombro. Volvió la boina a su lugar natural y con el mismo cuidado, tentó la mano de don Lotario, aunque presumiendo que su mal último no pasaba de estransimiento por lo que tenía delante. Don Lotario, al sentir el tacto de Manuel alzó los ojos con un velo de lástima y le quedó encanado sin decir palabra. Echó otra vez un reojo rápido y temeroso al muerto y enseguida volvió a mirar lastimero a la cara del jefe.
—Siéntate un poquito, Manuel —dijo casi en suspiro.
Plinio arrimó una de las sillas y sentado esperó el discurso y aclaración del veterinario… No arrancó tan aína, pero al fin con la mirada baja y la boca seca, contó el episodio del encuentro y muerte rápida del Perona, a más del súbito enjalbegue de sus pelos.
Acabada la aclaración, se rascó la sien el guardia y puso la mano sobre el hombro de su compadre y auxilio, diciéndole estas palabras:
—Pero, hombre, no se ponga usted así. Son cosas del oficio de vivir y no digamos del policíaco.
—Si no ha sido la muerte, Manuel… Si no ha sido la muerte, sentida por ser tan amigo Baudelio… que muertes he visto a gavillas: ha sido el cambio del color del pelo, tan repentino na más expirar, como si le fuesen chorreando leche sobre esas partes… Yo creo que hasta se me ha cortado la digestión.
—Venga, venga, don Lotario, parece mentira. Siga usted aquí como de tertulia, para no hacer gente, que voy rápido a por los del Juzgado.
—Avisa también a la familia… Claro que no lo van a reconocer —aclaró el veterinario sin intención de hacer gracia.
Cuando acabaron los trámites judiciales entre un buen corro de gente, que al ver a los de la justicia ventearon el siniestro, y hasta que se llevaron al depósito a Baudelio, sentado en el sillón del casino —porque no hubo manera de ponerlo tieso—, dieron las tres de la tarde.
—Ay, Plinio, hijo mío —dijo una— el pobrecico ha muerto como un escribiente.
Y a cruza plaza se llevaron a Baudelio Perona, en silleta la reina, sobre el sillón de su casino, con la boina calada hasta más abajo de las orejas, según su ley de caballero cubierto y de virulo integral. Seguían a aquella silla póstuma, a aquel tertuliano que murió con su plaza pegada al tras, un recuelo de muchachos y familiares, aventajados por dos guardias que envió Plinio para hacer calle hasta el depósito.
—Así que acabe usted con la autopsia —dijo Plinio a don Saturnino— no olvide reponerle la gorra.
Tan afectado quedó don Lotario con la muerte veloz de su interlocutor, que no mostraba tensión alguna en el gesto, o la mirada. Estaba como bombizo. Y sin la menor curiosidad por lo que fuera a decirle Manuel, marchó a su casa con el hombro un poco caído.
—¡Hale, coma usted un poco y descanse! Y cuando se encuentre a gusto, me llama y le digo lo que quería —le había dicho Plinio.
—¡El pobre Baudelio se ha amortajado él solico! ¡Te paice que echar toas las canas de golpe, na más pisar la linde de la muerte! —comentó un caballero cubierto.
—Si no podía ser —coreó otro casinero— a los ochenta y pico años estar sin canas. Las tenía retenías, indigestas, y claro, con la flojera de la muerte lo invadieron de sopetón.
—Ya hay en este casino tres sillones con el R. I. P. —comentó Antonio Moraleda, el camarero. Tres socios, con éste, han muerto en el local. El último fue mientras veía la televisión. Dio un gritejo, se llevó las manos al cuello y se quedó con la cabeza hacia atrás como si se hubiera ahogado él mismo… Claro que a ése no le salieron canas. Ya sabe usted quien le digo: el hermano Justo Lara, el Panzarriba.
—Ya, ya.
En el casino, todo eran corrillos, comentarios y recordaciones de muertes de socios de número. El presidente mandó poner en los balcones banderas nacionales con lazos negros.