Aquella noche de agosto, Plinio prefirió dormir en el portal del Ayuntamiento. Temiendo el calor de su alcoba, de su cama y de su mujer, se tumbó sobre una hamaca, en mangas de camisa, con la gorra de plato echada sobre los ojos.
Roncó apaciblemente hasta las cinco de la mañana, que le despertó el fresco de la amanecida. Entonces llamó al guardia de puertas para que le echase la guerrera encima.
A aquella hora llegaban a la plaza los primeros carros de mercaderías y comenzaban a montar los puestos de la carne. Se veía a la gente, afanosa, armando las mesas y los toldos; descargando los carros y carretillas; sacando los pesos y ordenando lo que querían vender.
Pero aquellos ruidos eran tan familiares para Plinio, que una vez reconfortado con el calorcillo de la guerrera, concilio el sueño… que le duró muy poco. A la media hora escasa notó que alguien le tocaba en el hombro suavemente. Entreabrió un ojo bajo la visera de la gorra de plato y vio junto a sí al cabo de guardia Justo Maleza.
—Jefe, jefe…
—¿Qué sucede?
—Ahí está el Casillero con otro…
Plinio no necesitó más aclaraciones. Sabía, por desgracia, cuánto quería decir aquella frase. Sin responder palabra, se puso la guerrera, se ciñó el sable y el revólver, que dejase colgado en la barandilla de la escalera, y abrochándose lo más urgente y peinándose con la mano, fue hacia la puerta. Junto a un carro estaba, como siempre, Serafín el Casillero. Pequeño, enjuto e inexpresivo.
—Buenos días, Serafín —le dijo Plinio mirando al carro.
Se aproximó un poco más, apartó las seras por la parte de atrás y, en el fondo de las bolsas, vio un cuerpo mal tapado con una manta de mulas. Tiró de ella. El cadáver era de un hombre de mediana edad, vestido con blusa azul y boina. Estaba, sobre el suelo del carro, boca abajo, como si lo hubieran echado allí desde un lugar más alto. Plinio le levantó un poco la cara.
—Éste es un Tostao, ¿no? —dijo, dirigiéndose a Maleza.
Maleza miró al muerto por encima del hombro de su jefe.
—Cara de Tostao tiene.
—Sí, es Severo el Tostao —aclaró el Casillero.
Plinio cubrió el cuerpo con la manta y mandó a Maleza a buscar al juez y a que entrase el carro en la posada para evitar que la gente curiosease. Luego invitó al Casillero a entrar en su despachito.
Plinio se sentó en el sillón de madera curvada y dejó de pie a Serafín. Antes de preguntarle nada, comenzó a liar un cigarrillo con su habitual paciencia.
Serafín era un hombre imperturbable e inmóvil. Parecía una pequeña figura de barro, carecía de la menor elasticidad en los músculos faciales.
—Ya hemos empezado la racha hogaño —comentó Plinio.
—Sí. Eso parece.
—El año pasado dos muertos, y ahora, nada más empezar la cosecha de los melones, otro.
—Vaya…
—¿Cómo ha sido?
—Poco más o menos, como siempre. Cuando me levanté a darle paso al mixto de las dos de la mañana vi el carro parado y atravesado en la vereda, como a un tiro de escopeta de la casilla. Miré lo que iba y cuando acabé mis obligaciones, me lo traje para acá.
—¿Tú no oíste nada?
—No, señor. Me acosté a eso de las nueve y dormí de un tirón.
—Antes de venirte para acá, ¿sí habrá pasado algún carro?
—No le puedo decir.
—¿Tú no te has quedado a vigilar alguna noche como te dijimos?
—Sí, señor; el año pasado sí lo hacía. Éste no… Yo creo que debían ustedes mandar por allí a alguien, porque yo tampoco estoy seguro.
—Tú no tienes cuartos.
—Desde luego, pero tengo ojos.
—Ya entiendo… Siéntate, que tendrás que esperar a que te interrogue el juez.
—Sí, señor.
Serafín, con mucha pausa, envarado, como si se moviese por un pausado mecanismo, se sentó en una silla muy baja e, inexpresivo, quedó mirando hacia la ventana del despachillo que daba a la plaza, ya llena de sol.
Plinio salió a la puerta del Ayuntamiento y se quedó parado en el umbral, con las manos en la espalda y los ojos entornados, como siempre que estaba a disgusto. Aquellos crímenes de las «Cuestas del hermano Diego» le iban a quitar la vida. Todo el pueblo estuvo alarmado el otoño anterior. Ahora, cuando se enterasen de que comenzaba la racha de nuevo, las cosas se iban a poner muy feas. Lo malo es que todos le culpaban a él por no haber descubierto ya al criminal. Como si no hubiese más justicia que él, un humilde jefe de la Guardia Municipal de Tomelloso.
Llegó Maleza de avisar al juez.
—¿Qué, ya?
—Sí, me ha dicho que avisase al médico y al secretario… Pero yo le pasé el encargo al alguacil del Juzgado que encontré por la calle, que para eso cobra.
Maleza se quedó junto a Plinio sin decir palabra. Sabía que el jefe no estaba para armar conversación.
A aquella hora, la plaza de la Constitución, convertida en mercado, ya estaba llena de puestos. La gente, con las cestas en la mano, iba y venía mirando las mercancías. Se oían los pregones, dichos con la voz fresca de la mañana.
—Voy a desayunar a la buñolería de la Rocío —dijo Plinio—; cuando venga el juez me avisas. Manda a uno que dé la noticia a la familia de el Tostao.
—Vaya trago.
Plinio, con paso tardo, se fue a la buñolería que estaba en la calle de la Independencia. En la buñolería del Rocío, como siempre a aquellas horas, había poca gente. El Rocío, con mandil blanco y manguitos, cortaba buñuelos con una navaja de la rueda que tenía de ellos sobre el mostrador de mármol.
Al ver entrar a Plinio se volvió a la cafetera y comenzó a prepararle un café solo.
—Vaya diíta que se le presenta hoy, jefe —dijo la moza como saludo y sin volver la cabeza.
Plinio tosió levemente como respuesta.
Rocío le puso el café negro y seis buñuelos sobre el mostrador, y acercándose mucho a Plinio le dijo en voz baja:
—¿Quién ha sido esta vez?
Plinio comenzó a mojar dos buñuelos, sin responder. Rocío, luego de sonreír guasona, volvió a su faena de cortar buñuelos y despacharlos a las mujeres, que con grandes cestas al brazo se agolpaban frente al mostrador.
—¿Vino ya don Lotario? —preguntó Plinio.
—¿Qué hora e? —preguntó ella a su vez.
—Las seis y media —respondió una mujer que acababa de entrar.
—Entonse está ar llegá —dijo Rocío a Plinio.
Plinio, pausadamente, mojaba sus buñuelos. Rocío, un par de veces le guiñó el ojo y sonrió haciéndose la lista. Luego, como hablando para sí y mirando la rueda de buñuelos humeantes que tenía entre las manos:
—En estas ocasiones es donde se ve er talento de los hombres.
—¿En qué ocasiones? —le respondió una mujer con aire de beata.
—En la cosecha de lo melone, niña de mi arma.
—No sé qué tendrá que ver.
—Pero arguien lo sabrá, no t’apures —dijo, volviendo a guiñar el ojo a Plinio.
Cuando apuraba los posos de su café, Rocío volvió a dirigirse a él:
—Aquí tiene usted a su don Lotario, jefe… y ahora, autito que te crió… ¿Si sabré yo?
Don Lotario, que entraba en aquel momento, se quedó mirando a Plinio con fijeza.
—Sí, don Lotario, no se quede usted así; dele pronto de desayunar a sus niñas, que tiene que ir de gira. —Al decir esto, Rocío se rió con todas sus ganas.
Don Lotario, el veterinario, era muy menudo, moreno; llevaba muy caída sobre las cejas el ala del sombrero y miraba siempre con ojos de sospechar de todo el mundo. Comenzó a hablar en voz baja con Plinio.
Casi enseguida que el veterinario, llegó corriendo a la buñolería Joselito, el sobrino de la Rocío. Pasó bajo la trampilla del mostrador, y obligando a su tía a bajar la cabeza, le dijo algo al oído con mucha precipitación. Luego de su mensaje, el chico tomó un churro y comenzó a comérselo sin quitar los ojos del guardia y el veterinario, masticando con muchos ruidetes y saliveo.
—Tostaíto nos ha salío er día, ¿eh, jefe?, pero que mu tostaíto —dijo Rocío, luego de haber escuchado a su sobrino y volviendo a guiñar el ojo.
Plinio dejó los sesenta céntimos de su consumición sobre el mostrador y salió, después de hacer un breve y burlesco saludo a Rocío, llevándose la mano a la visera de la gorra. Don Lotario se precipitó tras él.
—¡Que haya suerte! —gritó Rocío.
Plinio y don Lotario salieron juntos de la buñolería y se detuvieron a hablar en la próxima esquina de la botica de don Gerardo.
—¿Pero otro crimen, Manuel? —le preguntó el veterinario como si el jefe tuviera la culpa.
—Otro —dijo como pesaroso Manuel González, alias Plinio, mientras liaba su cigarro con mucha atención—. ¿Quién se lo ha dicho?
—El alguacil del Juzgado, que venía de llamar al forense… ¿Vamos a ir?
—Sí, a las ocho.
—De acuerdo. Te espero en el herradero. Voy a llevarles los buñuelos a las niñas antes de que se enfríen.
—Bueno.
Plinio vio al juez y a sus acompañantes, con cara de sueño, que salían del Juzgado camino de la posada del Rincón. Él también se dirigió hacia allá.
Plinio llegó a la plaza y la atravesó, camino de la posada, con una pesadumbre infinita. Por primera vez en su carrera de jefe de la Guardia Municipal de Tomelloso se le presentaba un caso tan escandaloso —tres muertos— y no veía luz por parte alguna.
Con la barbilla clavada en el pecho, las manos cruzadas en la espalda y el sable mal ceñido, casi a rastras, cruzó la glorieta de la plaza, seguro de que le miraban los madrugadores que ya estaban sentados en la terraza del casino de San Fernando. Los menos, compadeciéndole; los más, riéndose de sus fracasos anteriores y de la posibilidad de fracasar en el caso presente.
Sin levantar apenas la vista del suelo, también se dio cuenta de que en aquellos momentos, en el mercado, nadie vendía, ni nadie compraba; todos, en silencio o cuchicheando, miraban a los señores del Juzgado que entraban en la posada del Rincón. El guirigay normal del mercado había cesado, y a pesar de andar entre tanta gente, a Plinio le parecía marchar por una calle desierta, con los pesos y las básculas inmóviles; con el olor a pescado, a carne y a frutas, sin justificación en aquel momento.
Mucha gente se había agolpado en la puerta de la posada. Plinio tuvo que hacerse lado entre ellos con aspereza.
Cuando llegó el guardia, don Antonio, el forense, con su habitual cara de desgana, levantaba con el pulgar los párpados del cadáver. Luego, ayudado por el alguacil del Juzgado, dio la vuelta al cuerpo muerto. Le levantó la blusa y la camisa.
—Un solo navajazo en el lado del corazón, como siempre —comentó el médico con voz casi imperceptible. Plinio se aproximó a ver la herida. En efecto, un solo navajazo, ancho y hondo… como siempre.
Apenas había ordenado el señor juez el levantamiento del cadáver para llevarlo al depósito judicial, rompieron el silencio unos gritos de mujeres, que hicieron volver la cara a todos los mirones.
Corriendo, desgreñadas, enloquecidas, llegaban la mujer y la hija de el Tostao. La gente las dejó pasar con respeto. Las dos mujeres se lanzaron al interior del carro con los brazos extendidos. Como el cadáver estaba en las bolsas del carro y éste era alto, desde el suelo no llegaban al cuerpo con las manos. En vano las tendían hacia el muerto. La hija, moza de unos treinta años, morena y rechoncha, dio un salto desmañado, mostrando a todos los presentes lo que no era del momento. Y ya sobre el carro, se abalanzó sobre el cadáver de su padre entre gritos y lágrimas.
La madre, en vano intentaba saltar al carro, hasta que dos vendedoras de la plaza, enternecidas, tomándola de las axilas, la echaron al interior de las bolsas, donde cayó revuelta con su hija y el muerto.
Sin dejar de gritar, echadas sobre él, pugnaban por besarlo y acariciarlo con furia. Más que ansia cariñosa parecía brega y disputa.
Los señores del Juzgado se retiraron en silencio. Don Antonio, el forense, al salir, dijo a Plinio en voz baja:
—A media tarde le haré la autopsia.
Los alguaciles del Juzgado habían traído una camilla de madera cubierta con lona negra, que empleaban para aquellos menesteres.
Luego de presenciar durante un largo rato las muestras de dolor de los familiares del Tostao, varias personas se aproximaron al carro para separar a las mujeres del muerto. La cosa no fue fácil:
—¡Qué lástima de mi padre!
La madre lanzaba unos gritos roncos, secos, inarticulados.
Cuando Plinio, con gesto de mucha pesadumbre, se disponía a abrirse paso entre los curiosos para marchar al herradero de don Lotario, la hija del Tostao, ya en el suelo, inesperadamente, con las manos abiertas y los ojos desorbitados, se dirigió hacia él con tono desgarrado:
—¡¡¿Pero es que no hay justicia en este pueblo?!!
Plinio, sin saber dónde mirar, se pasó la mano por la boca, como si acabase de beber y se limpiase, según su costumbre en los momentos de confusión, y dando media vuelta se abrió paso entre la gente, que, según le parecía, lo miraban con hostilidad, como si fuese él quien agujerease a los melones y montase aquel teatro.
Cuando doblaba hacia la calle del herradero vio que el sargento de la Guardia Civil, con dos números, salía del cuartel camino de la posada. Plinio sonrió para sus adentros.
El Ford amarillo de don Lotario estaba en la portada de su clínica. El dueño aguardaba impaciente, con la gorra de visera puesta y las gafas de automovilista que le cubrían, envidrierándole casi toda su breve y bruna cara.
—Creí que no llegabas nunca —dijo el veterinario poniéndose al volante.
Pero Plinio, que parecía tener menos prisa que el veterinario, parado junto al auto, se pasaba la mano por la cara, meditativo, sin la menor intención de subir.
Esta actitud del maestro moderó un tanto el nerviosismo de don Lotario. Durante unos segundos respetó la meditación del jefe de la G. M. T. y, por fin, le dijo con ternura:
—¿En qué piensas, Manuel?
Como si continuase una conversación interrumpida hacía poco, Plinio levantó un dedo con ademán sentencioso y dijo:
—Un solo navajazo, don Lotario, como siempre…
—¿Ancho?
—Ancho.
—¿Como hecho con navaja de melonero?
Al oír aquello, Plinio quedó mirando con fijeza al veterinario.
—De melonero… eso es, navaja ancha de melonero…
Don Lotario, frotándose las enguantadas manos con fruición, nervioso, preguntó al jefe:
—¿Piensas que puede ser un melonero, Manuel?
Plinio, mirando al suelo, asintió con la cabeza:
—Muy bien podría ser un melonero.
—Nada más natural que sea un melonero quien mata a los meloneros —añadió entusiasmado don Lotario.
—Sí, señor; un melonero o uno que entiende mucho de meloneros…
Don Lotario quedó un poco detenido por el final de la frase de Plinio; sin embargo arriesgó su chiste:
—Un melonero que en vez de hacerle cala a los melones se la hace a los meloneros —y don Lotario echó una media risa a su medio chiste.
Luego de una pausa, dijo Plinio al veterinario, acodándose sobre la puerta del Ford:
—¿Qué le parece a usted si antes de empezar el viajecito les pasamos revista a los meloneros del mercado?
—Muy buena idea, Manuel, muy buena idea… Pero lo haremos por separado. Cuatro ojos ven más que dos y luego, la gente, ya sabes como es; dice que si me meto donde no me llaman, que si patatín que si patatán.
—Bueno. Yo voy primero.
El mercado había recobrado ya su aspecto normal. Aunque dominaban las conversaciones sobre el crimen, las transacciones se hacían ya con el ritmo acostumbrado. El sol recio y casi zumbante del agosto, caía de plano sobre los toldos de los puestos de mesa, sobre los tenderetes de los puestos del suelo. Los toldos y tenderetes dibujaban unas sombras azules y radicales sobre el empedrado de la plaza. Sobre las mesas se cruzaban los brazos de los vendedores que entregaban las mercancías con los de los clientes que las tomaban. Se oía el ruido metálico de los pesos y el quirio de los pregones. Unas gentes parecían inmersas en las sombras, bajo los toldos. Otras, a pleno sol, pasaban entre los puestos, mirando hacia un lado y otro, buscando la mercancía deseada. En los puestos de la carne, las piernas de cordero, y los tocinos, parecían resudar. El carnicero, sobre el tajo, hacía relumbrar su hacha bajo el sol.
Plinio, en vez de dirigirse a la acera de la calle del Campo de Criptana, donde estaban los puestos de melones, fue primero en busca del funcionario municipal encargado de cobrar los arbitrios a los vendedores. No tardó en encontrarlo. Sentado junto a la Antonia la Horchatera, sudoroso, repasaba sus listas y de cuando en cuando tomaba su sorbito de agua de cebada helada que tenía sobre el borde de una heladera de la Antonia. Ésta, con un plumero hecho con tiras de papeles de colores, aventaba las moscas de sus vasos, de su cara y del vaso del rabichero municipal.
Plinio, para no hablarle al rabichero municipal delante de la Antonia, lo llamó aparte con un gesto imperativo.
—Buenos días, jefe.
—Oye, ¿han venido esta mañana todos los meloneros que tenían solicitado puesto?
—Sí, señor, todos… menos el Tostao.
—Me vas a hacer una lista de todos y me la dejas en el cuerpo de guardia antes de mediodía. Nada más.
Plinio se dio media vuelta sin añadir palabra.
El rabichero, encogiéndose de hombros, volvió junto a su vaso de agua de cebada y quedó traspuesto, como si pasase la revista melonera en el interior de su cabeza.
Plinio, con su habitual paso lento, y mirando con los ojos casi cerrados, comenzó a pasar revista a los meloneros. Todos, junto a su montón de sandías —todavía no era tiempo de melones chinos— voceaban su mercancía:
—¡A perrilla el kilo!
—¡A cata y cala!
—¡Dulces como la miel!
Pesaban con romanas las sandías brillantes, hacían «catas» que, si salían rojas, las mostraban con orgullo; echaban el dinero sobre un cajoncillo.
—¡Vaya melón de agua que te llevas, parroquiano! —gritaban al cliente que marchaba con su sandía bajo el brazo. Los compradores, hombres con blusa, y criadas, pasaban ante los puestos buscando a su proveedor habitual.
En los momentos de descanso, los meloneros hablaban con sus amigos próximos y con los mirones; bebían vino de grandes botas y algunos almorzaban pan y tocino. Detrás de cada montón de sandías, a manera de trastienda, estaban los carros, apoyados en el suelo sobre las lanzas. La toldilla del carro servía de sombrajo a los meloneros en los momentos de descanso.
Hacia la plaza desfilaban las gentes con sus sandías bajo el brazo o difícilmente encajadas en la cesta de mimbre.
Se veían algunos arrapiezos que, sentados en el bordillo de la acera, comían sandías reventadas o acalabazadas, que les daban generosamente los meloneros.
Plinio no sacó nada en claro de su revista, ésa es la verdad. Cuando había dado dos repasos a la ringla de puestos, se encontró con don Lotario, que para disimular —a él le gustaban mucho estas cosas— se había comprado una sandía pequeña, que llevaba bajo el brazo. Dijo al jefe con aire misterioso:
—¿Has visto algo de particular, Manuel?
—No. ¿Y usted?
—Yo, sí. Lo nunca visto.
—¿Qué?
—Un melonero durmiendo a las ocho de la mañana. Plinio se rascó la cabeza bajo la gorra, como pensando el alcance de las observaciones del albéitar.
—¿Un melonero durmiendo? —preguntó como para sí—. Eso es.
—¿Cuál?
—Sígueme.
Don Lotario, en vez de pasar ante los puestos, se fue a la acera, junto a cuyo borde estaban aculados los carros que servían de trastienda. Iba el veterinario a buen paso. Plinio le seguía a cierta distancia.
Por fin se detuvo don Lotario y se ocultó entre dos carros. Plinio se le acercó.
—Éste era… Ahora, claro, está despachando.
Plinio miró con disimulo. Se trataba de un hombre bajo y gordote, que le llamaban el Chinitas.
El Chinitas en aquel momento despachaba a una moza de servicio, que mientras le pesaban la sandía hacía cuentas con los dedos.
Marchó la moza y el puesto quedó solo con el melonero, que se sentó en la lanza del carro y quedó mirando al infinito, con los brazos cruzados con mucha fuerza y a mucha altura y los hombros encogidos.
Plinio y don Lotario lo observaban sin ser vistos. De pronto el veterinario dio un codazo al guardia:
—Mira, otra vez está dando cabezadas.
En efecto, así era, pero enseguida cesaron, porque alguien se detuvo ante el puesto y comenzó a elegir sandías.
Plinio echó una mirada al carro, especialmente a las ruedas; luego, a la navaja del Chinitas, que en aquel momento rajaba una sandía… Pero al fin, escéptico, encogió los hombros y dijo:
—Vámonos, don Lotario, que el calor va apretando.
Volvieron a la puerta del herradero y sin más dilaciones subieron al Ford. Don Lotario se puso las gafas y la gorra. Damián, el herrador, le dio a la manivela. El auto comenzó a temblequear, a echar gases y truenecillos.
El sargento de la Guardia Civil y sus números volvían hacia el cuartel. El sargento saludó un poco jocosamente a Plinio, llevándose la mano al tricornio. Plinio apenas respondió con un gruñido.
El coche arrancó calle arriba.
Cuando pasaban ante el cementerio, camino de Argamasilla, se cruzaron con el carro del Tostao. Dentro iba la camilla. Un mocete triste llevaba la mula delantera del diestro. Las dos mujeres, seguidas de un grupo de vecinas y parientes, iban tras el carro, entre la blanca polvisca del camino del camposanto.
Como el calor apretaba y su sueño había sido tan accidentado aquella noche, Plinio se quedó dormido apenas salir del pueblo. Con la cabeza sobre el pecho y el cuerpo completamente laxo, el traqueteo del coche lo zarandeaba como un pelele. Algunas veces se reclinaba tanto sobre don Lotario, que éste, embarazado con su conducción, tenía que rechazarlo con un empujón nervioso hacia el lado opuesto.
Don Lotario era tan pequeñito que, para dominar bien el volante, iba sentado sobre dos altas almohadas de una antigua tartana.
Pasaron por Argamasilla de Alba como saeta polvorienta e incendiada. Ya, a aquellas horas, algunos hidalgos, acodados sobre el breve puente del menguado río, deshacían la mañana entre bostezos. A la salida del pueblo, las mocedades argamasilleras, vestidas de la manera peregrina que acostumbran, fatigaban los caminos con sus caballos y carricoches.
Tomaron la vereda de Manzanares. Plinio roncaba a toda presión. El polvo le había blanqueado totalmente las pestañas, el uniforme caqui y los cueros del correaje y sable.
A la altura de las «Cuestas del Hermano Diego», don Lotario detuvo el Ford, que de puro caliente echaba humo por el radiador como una locomotora. Y luego de despojarse de las gafas, contempló unos momentos a Plinio. Le daba lástima despertarlo, pero al fin, consciente de su deber, se decidió:
—¡Manuel, Manuel, que hemos llegado!
—¿Qué?
—Que estamos en el lugar.
Plinio se restregó los ojos, reencendió el cigarro que durmió con él y, recogiéndose el sable, descendió del auto.
Empezaron a merodear por las «Cuestas», que eran unos montículos de tierra rojiza que arrancaban de la misma vereda y llegaban por su vertiente opuesta hasta la vía. Junto a ellas, hacia la parte de Argamasilla de Alba, estaba la casilla de Serafín. El paisaje por allí era desolador. Tierras estériles de la piedra y la cardencha; llanura reseca y empolvada; cielo nítido, azul, incendiado por el sol de agosto.
Don Lotario, que iba delante, dijo a Plinio, señalando al suelo:
—Mira, Manuel, las rodás de marras.
En efecto, se veían las huellas de las llantas de un carro. Mirando con atención las siguieron en cuanto se veía de su trazado. Eran dobles, como de entrada y salida.
—Se ve bien claro —dijo el veterinario— que el criminal oculta aquí su carro para esperar a la víctima. Luego, cumplida, su tarea, lo saca y marcha.
—Ésa es la teoría de Serafín —dijo Plinio con gesto escéptico y todavía soñoliento.
—¿Es que no crees que el criminal viene en carro… probablemente de Tomelloso? —argumentó el albéitar, mosqueado.
—No digo ni que sí ni que no.
—Esconde aquí el carro hasta que llega la víctima. Mientras tanto, acecha.
—Puede ser…
—No te obceques, Manuel; si no, ¿para qué demonios van a sacar un carro de la vereda para meterlo entre las cuestas?
—No lo sé.
—Nunca ha fallado. Siempre, después de cada crimen, hemos visto estas huellas desviadas.
Plinio, con la mano en la barbilla, pensaba mirando las huellas del carro. Por fin dijo:
—De modo que, según usted, ¿el criminal viene de Tomelloso con su carro; para que nadie lo vea, se aparta de la vereda, ocultándose entre las cuestas; espera al melonero de turno, lo asesina, saca su carro del escondite y vuelve a Tomelloso?
—Eso es.
—¿Qué le parece a usted si reconstruimos los hechos a nuestra manera, a ver dónde vamos a parar?
—Manos a la obra —dijo el veterinario excitadísimo.
—Nosotros somos el criminal —dijo el guardia—. Primera pregunta: ¿Sabemos de antemano a quién vamos a matar?
—Sí, a un melonero.
—¿A qué melonero?
—A uno que viene de vacío y sin compañía.
—¿Cómo sabemos que precisamente esta noche va a venir ese melonero solo y de vacío?
—¡Hombre! —titubeó don Lotario—, eso, entre meloneros (ya hemos convenido que el criminal es un melonero), no debe ser difícil.
—Bien —cortó Plinio—; quede admitido que ya sabemos que esta noche va a venir el melonero Fulano o Mengano con el producto de su venta y sin compañía.
—Queda admitido.
—Ahora nosotros lo esperamos tranquilamente con nuestro carro apostado tras las cuestas.
—Eso es… Y, cuando llega, lo matamos por la espalda… Esto no me lo explico bien, Manuel. Siempre les da la puñalada en el mismo sitio y casi en la misma forma… Porque lo más lógico es que el carrero vaya dentro del carro, o andando junto a sus mulas, con los ojos bien abiertos.
Una sonrisa de suficiencia se dibujó en la boca de Plinio:
—Ya he pensado en esto durante el camino.
—¡Cómo ibas a pensar, Manuel, si venías como un tronco!
Plinio, sin hacer caso de la observación de su amigo, le dijo:
—Vamos a suponer que usted es el melonero que pasa por la vereda al lado de su carro.
—Vamos a verlo —dijo don Lotario, descendiendo al camino y echando a andar muy serio hacia Tomelloso, con una mano alzada, como si llevase una mula del diestro.
Plinio, al pasar don Lotario junto a él, bajó de las cuestas y le dijo:
—A las buenas noches, don Lotario. ¿Me quiere usted dar un poco de lumbre para este cigarro?
—Sí, hombre; no faltaba más.
Don Lotario sacó el mechero y le dio lumbre a Plinio.
—Que Dios se lo pague.
—No hay de qué.
—Ahora, usted sigue andando —añadió Plinio al veterinario.
—Muy bien…
—Y ahora…
Plinio avanzó unos pasos tras don Lotario e hizo ademán de darle un golpe en la espalda.
—Muy bien, Manuel —exclamó don Lotario.
Pero el escéptico gesto de Plinio no denotaba que le hubiese convencido mucho su propia explicación.
—No puede ser así —añadió el guardia, moviendo la cabeza.
—¿No?
—No.
—¿Por qué?
—Porque ningún carrero se fía de quien pueda salir de entre estas cuestas en plena noche, a pedir lumbre, y menos después del primer crimen ocurrido aquí.
—Llevas muchísima razón, Manuel —declaró don Lotario, vencido—. ¿Entonces?
—Entonces… hace lo que es natural hacer en un camino. Cuando ve venir al que va a matar, el criminal saca su carro del escondite en dirección contraria, hacia Manzanares, y al cruzarse con el otro, como es corriente entre carreteros, para y se pone de conversación con la víctima… o le pide lumbre, o lo que sea. Al despedirse es cuando lo mata… Todo esto, en el caso de que el criminal venga en carro…
Don Lotario, al oír el final, quedó mirando a Plinio con mucha tristeza.
Los dos amigos se sentaron en el estribo del Ford para liar un cigarro. Lo encendieron y guardaron un prolongado silencio… Por fin, como suspirando, habló el veterinario:
—Entonces, Manuel, ¿qué hemos sacado en limpio hasta ahora, después de tres muertes?
—Nada.
—Pues sí que estamos buenos —rezongó el veterinario.
Plinio se quitó la gorra, se secó el sudor con su pañuelo enorme y dijo:
—Vamos a ver si le sé explicar todo lo que pienso.
—Vamos a verlo —replicó el albéitar con entusiasmo.
—Hace un calor que torra y no hay un maldito sombrajo.
—Sí, hombre, nos metemos en el auto. Algo evita la toldilla.
—Vamos.
—O, si quieres, vamos marchando y mientras hablamos.
—No, entremos, pero sin andar, que me amodorro.
—Como quieras.
Ambos subieron al auto.
—Sospecho —empezó Plinio— que el criminal no viene en carro, porque llamaría más la atención. Y si cometiera la tontería de venir así, no veo claro por qué esconde el carro y luego lo saca. Es una maniobra sospechosa, ya que no haría aparecer el carro hasta que tuviera la víctima a ojo… Mejor cuenta le tendría tener el carro parado por aquí, sin ocultarlo, hasta que la víctima llegase a su altura… No, no veo clara la maniobra de esconder el carro en un hombre tan cuidadoso y exacto como parece el criminal.
—Pero ¿no habías dicho que el salir un hombre solo de entre las cuestas producía graves sospechas a la presunta víctima?
—Es que no tiene por qué salir exactamente de tras estas cuestas… puede venir desde el mismo Manzanares, o desde cualquier otro punto, con la víctima.
—Y ¿por qué los mata a todos frente a este sitio?
—Ah… no lo sé. Capricho, tal vez.
—Y esas rodás que salen de las cuestas y vuelven, ¿de qué son?
—No lo sé, don Lotario, no lo sé.
—Entonces, ¿qué sabemos, Manuel?
—Sabemos que hay un criminal muy listo y unas rodás de carro que salen y vuelven a las cuestas, pero nada más. No acierto a hacerme una conjetura lógica… Y, o yo soy un zote, o el criminal es un tipo que lo tiene todo muy bien estudiado y no hace las cosas así como así.
—Y tan estudiado, ¡como que no ha fallado en tres veces!
—Ya.
—Ya fallará.
—A lo mejor cuando no queden meloneros en Tomelloso.
—¿Y qué quiere usted que haga yo?
—No te exaltes, Manuel; si llevas mucha razón… Pero ¿no se te ha ocurrido, aunque sea un disparate, de qué pueden ser esas rodás?
—Sí… pero no estoy muy convencido.
—Dime.
—Veamos: el criminal, que muy bien puede venir andando junto a la víctima, charlando con él, lo mata cuando se le presenta la primera oportunidad. Luego lo echa en el carro. Él también monta. Dentro, le quita la cartera. Después oculta el carro entre las cuestas (rodás de entrada), para así tener tiempo de huir. Pasado el tiempo, las mulas, por la querencia, tiran solas hacia Tomelloso… o bien Serafín encuentra el carro aquí mismo, junto a su casilla (rodás de salida).
—Todo eso es muy verosímil.
—Sí, pero algo hay en este razonamiento que a mí mismo me suena a falso.
—¿El qué?
—Esas caminatas que tiene que darse el criminal para efectuar mi plan no me convencen.
—Puede venir en el tren.
—¿Y apearse en marcha?
—¿No se apea el casillero cuando viene de Tomelloso?
—Al casillero le paran ex profeso… De todas formas, admito antes lo de venir andando a gatas, si usted quiere, que en carro.
—¿Y por aquí no vive absolutamente nadie?
—Nadie más que el casillero.
—¿Qué te parece si investigásemos quiénes tienen melonares por aquí cerca?
—No hay inconveniente… Y a usted, ¿qué le parece si nos fuésemos?
—Andando.
Cuando el coche arrancaba, vieron cómo un tren, que pasaba por el otro lado de las cuestas, detenía su paso.
—Vaya usted despacio —dijo Plinio al veterinario.
Y con la cabeza vuelta miraba hacia la casilla. En seguida apareció Serafín, el casillero. Llegó hasta su casilla. Se disponía a abrir cuando vio el Ford que se alejaba. Levantó el brazo tímidamente, saludando, por si le veían. Plinio no le respondió. Siguió mirando hacia él hasta que lo vio entrar en su casa.
—¿Es Serafín? —preguntó el veterinario, que no pudo apartar los ojos del camino.
—Sí.
—Pronto lo ha dejado el juez.
—¿Qué va a hacer con él?
—Nada.
El sol torraba el camino; de vez en cuando, para mayor delicia, llegaba el aliento de un viento gordo, ardiente, saturado de polvo de las eras.
Al llegar a Tomelloso eran las dos de la tarde. Plinio invitó a don Lotario a entrar en el cuarto de guardia. Sobre la mesa encontraron la lista de los meloneros hecha por el funcionario de arbitrios.
Plinio llamó a los hombres de su confianza: el cabo Maleza, el sereno Ordóñez y Pisuerga, el bombero. Todos gentes agudas y de fiar. Asignó a cada uno de ellos, incluyéndose él y don Lotario, un número de los meloneros apuntados en la lista, para que sobre ellos averiguasen los siguientes extremos: qué clase de personas eran; quiénes se dedicaban a la exportación de melones, y quiénes se limitaban a venderlos en el lugar; quiénes tenían melonares en lugar próximo a las «Cuestas del Hermano Diego».
Cuando, agotado y sudoroso, Plinio se disponía a marchar a su casa, un alguacil vino a avisarle de parte del alcalde.
Plinio subió la escalera trabajosamente. Ya sabía que le esperaba…
—¿Da usted su permiso?
En el despacho, con el alcalde, estaba el señor juez. Plinio entró respetuosamente, con la gorra sobre el brazo.
Tanto el alcalde como el juez tenían cara de pocos amigos.
—¿Qué hay del crimen del Tostao? —le preguntó el alcalde.
Plinio, en breves y cansadas palabras, resumió sus gestiones y proyectos. Ambos personajes parecían interesados por su relación; sin embargo, el juez le replicó con cierta severidad:
—Manuel, el pueblo está alarmado. Estamos ante el tercer crimen y no sabemos lo que pueda ocurrir en los próximos días. Creo que no debes enfadarte si ponemos el hecho en manos de la policía gubernativa de Ciudad Real.
El señor juez, luego de decir su última palabra, quedó mirando a Plinio por encima de sus gafas.
Plinio meció levemente los hombros.
—Hagan ustedes lo que quieran, pero ya saben que los de la secreta poco pueden hacer en este asunto… hay tres policías para toda la provincia.
—Ya, Manuel; pero nuestra responsabilidad… lo requiere —añadió el alcalde.
—Sí, está muy bien —dijo Plinio, perdiendo un poco la serenidad—, pero lo que yo no averigüe en Tomelloso no lo averigua nadie.
—De eso estamos seguros, Manuel…
—¿Qué hicieron el año pasado? —preguntó Plinio.
—De acuerdo, de acuerdo, no hicieron nada; pero nuestra responsabilidad…
Don Lotario esperaba a Plinio en la puerta de las Casas Consistoriales.
—¿Qué dice el alcalde, Manuel?
—Nada. Que van a llamar a la Secreta por aquello de la responsabilidad.
—Apañaos van… con la responsabilidad.
—Debe haber sido el sargento de los civiles, que les ha metido miedo. Así, de paso, se quita él el muerto de encima… Hay que procurar arreglar este asunto cuando lleguen los de la Secreta, porque la verdad es que ya va estando bien.
—Descuida, Manuel; trabajaremos como fieras.
—A media tarde iré a ver lo que ha resultado de la autopsia.
—Iremos.
—Claro, iremos.
Plinio comió sin ganas. El calor, las emociones y la fatiga le habían quitado el apetito. Cuando su hija le sacó para postre una sandía, el jefe de la G. M. T. dijo como apartando de sus ojos una mala visión:
—No quiero postre.
Durmió la siesta sobre la banca de su cocina hasta las cinco. Luego sacó un cubo de agua fresquita del pozo, se refrescó la cabeza, lió un cigarro y se echó a la calle camino del herradero.
Don Lotario ya lo aguardaba junto a su Ford, bien lavado y reluciente. Montó el jefe y el Ford, modelo «T», matrícula de Ciudad Real número 102, arrancó hacia el cementerio. Las calles ardían. Apenas se veía a nadie. De vez en cuando pasaba una galera cargada, desmelenada la mies, trepidando sobre las piedras de las calles. Platilleando en el denso silencio de la siesta. Don Lotario, por asociación de ideas, luego de cruzarse con una galera monumental, chorreante de mies, con un miriñaque que ocupaba toda la anchura de la calle, recordó una seguidilla estival que no dejaba de cantar su criada:
Conocí la galera
por el platillear,
el andar de la mula
y el cantar del gañán.
Desde el camino del cementerio se veían las eras envueltas en nubes de polvo dorado. Las trillas, guiadas por muchachos cubiertos con sombrerones de paja, giraban sobre la parva crujiente y cálida. Las sombras de las casas y de los árboles se recortaban violentas sobre el suelo inundado de sol.
Como Plinio se pasase la lengua sobre los labios resecos, don Lotario, sin dejar de mirar el camino, apescado en el volante como solía, dijo:
—Manuel, mira lo que he puesto ahí detrás para aliviar la tarde.
Miró el guardia. Era una garrafilla de vino de un cuarto de arroba.
—Bebe, Manuel, que está muy fresco… y le he puesto unos melocotoncillos.
Plinio bebió un buen trago y se secó la boca con la mano.
—Buena idea, don Lotario.
El veterinario sonrió satisfecho.
Luego de una pausa, sonriendo, preguntó don Lotario, recordando un viejo chiste:
—¿Qué le echaré yo al vino para que lo aborrezcas?
—Unos «malacatoncillos» —respondió Plinio riéndose del todo.
En el portal del cementerio estaban sentados en el suelo los familiares del Tostao. La mujer y la hija, más que llorar, tenían un hipo seco. También estaba allí la madre del muerto, que tenía más de ochenta años. Era la única que estaba sentada en una silla. Llevaba un pañuelo negro ceñido a la cabeza. Impasible, con la boca hundida y los ojos perdidos en el horizonte, rezaba el rosario con unas cuentas negras que pasaba entre sus dedos deformes. Cuando vio entrar a Plinio interrumpió su rezo, levantó la mano que sostenía el rosario con aire filosófico, y le dijo:
—Que Dios te ilumine, Plinio, y puedas vengar la muerte de mi hijo.
Plinio, sin saber qué responder, le pasó la mano tiernamente sobre la cabeza. La mujer levantó sus cansados ojos hacia el guardia. Por un momento parecía que iba a romper a llorar, pero hizo un esfuerzo, tragó saliva y siguió rezando serenamente.
—Pase usted a ver —le dijo Plinio a don Lotario.
—De acuerdo —respondió el veterinario, que entreabriendo la puerta se deslizó en la sala del Depósito.
A Plinio no le gustaban las autopsias. Por hacer algo mientras acababan, llamó al primer patio del cementerio a la mujer del Tostao.
Ella fue de mala gana. Restregándose los ojos.
—¿Para qué me quiere usted? —le preguntó la mujer malhumorada.
—¿Sospechas quién puede haber matado a tu marido?
La mujer negó con la cabeza.
—¿Quién sabía que iba a volver anoche?
—Todo el pueblo. Él va todos los sábados a Ciudad Real y vuelve los lunes… Yo le decía: «Ten cuidado…, vete por otro sitio…, ya sabes lo que pasa por las Cuestas…» y él se reía. Que Dios lo haya perdonado, pero era muy terco el pobre mío.
Luego llamó a una hermana del muerto y le hizo las mismas preguntas. Tampoco le supo aclarar nada.
Plinio decidió no interrogar a más gente y pasear en espera del resultado de la autopsia. Por un momento pensó ir hasta el coche y darle un tiento a la bomboncilla, pero desistió. Le parecía irrespetuoso si lo veían los del duelo.
Al cabo de un rato salió una niña enlutada, de unos diez años:
—Hermano —le dijo—, dice mi abuela que si puede usted ir a hablar con ella.
Plinio volvió al portal.
—Vamos a ver qué dice la abuela.
La vieja del rosario le hizo una seña para que se inclinara hasta su altura.
—Manuel, hijo —musitó la vieja con gestos de pitonisa—, la mala sangre se hereda de padres a hijos, como los trajes de pana, y entre los meloneros del pueblo hay tres familias con historia muy negra… No te digo más, que no quiero cargar mi conciencia, pero no des paz a tus ojos…
La abuela no parecía dispuesta a hablar más. Y Plinio se incorporó. Y se disponía a volver a sus paseos, cuando se abrió la puerta del depósito y salió don Lotario. Ambos se montaron en el auto y marcharon camino del pueblo. Así que se quitaron un poco de la vista de los del duelo, Plinio echó mano a la bomboncilla de vino con melocotón.
—El muerto tiene contusiones en la cabeza y en la espalda —dijo el veterinario.
—Ya… Debieron hacérselas al echarlo, ya muerto, en el carro.
—Eso he pensado yo.
—Los mata en el suelo y luego los echa al carro como un fardo.
—Y manchas de sangre en la blusa.
—De cogerlo —afirmó el guardia.
—De acuerdo.
El resto de aquella tarde y parte de la noche la pasaron los dos amigos en hacer averiguaciones sobre el lote de meloneros que les cayó en suerte.
A primera hora de la mañana siguiente se reunió en el despacho de Plinio la comisión de investigadores. Los resultados de la gestión arrojaban los siguientes resultados: de los sesenta y dos meloneros habituales en la plaza, ocho tenían melonares en sitios próximos a las cuestas. De estos ocho, tres eran gente de conducta poco clara. Sobre ellos decidió Plinio, no con grandes esperanzas, estrechar su vigilancia. Eran: Juan José Machaco, Hortigosa y Braulio Agujas. A todos los conocía el guardia, al menos de vista.
Cuando vino el coche de Simeón, que traía los viajeros de Cinco Casas, a la caída de la tarde y no llegaron en él los de la secreta, Plinio respiró, pero después de cenar le acometió un gran pesimismo. Realmente —pensaba— no se había adelantado nada después del último crimen y cualquier noche, aquella misma, podía ocurrir uno nuevo.
Paseaba por su patio, patio con pozo, en mangas de camisa, y varias veces le entró la tentación de ir a buscar a don Lotario y largarse a las cuestas. Por fin decidió acostarse. Pero durmió muy mal. Soñaba con montones de sandías pinchadas con navajas y otras fantasías melonarias.
A las seis de la mañana ya estaba de nuevo en la plaza vigilando a sus sospechosos. «Cuando el gato está ocioso, con el rabo mata moscas», decía para sí, consciente de la ineficacia de su trabajo. Todo discurría normalmente. Hacia las siete apareció don Lotario, que iba a comprar churros para sus niñas.
—Manuel, te invito a un café.
Pero Plinio rehusó. No quería exponerse a las pajolerías de Rocío.
—Como quieras. En seguida que desayune vengo a vigilar.
—Como usted guste, don Lotario.
Con un infinito gesto de amargura desayunó pan y media sandía en el cuarto de la báscula, con los pesadores y rabicheros, aunque su magín viajaba en el entretanto por las Cuestas del Hermano Diego.
Hacia las once, cansados de vigilar a sus meloneros, don Lotario marchó al herradero y Plinio al Ayuntamiento.
A eso de las doce y media, cuando ya estaban desmontando los puestos, se oyó un gran vocerío en la plaza. A Plinio, que estaba escribiendo cosas de trámite, le dio un vuelco el corazón. Con la pluma en el aire y las gafas de plata que se ponía para leer, en mitad de la nariz, esperó unos segundos. El vocerío se acercaba y aumentaba. Por fin, decidió salir a la puerta. En seguida se arrepintió y prefirió mirar por la ventana.
De la calle de la Feria, en aquel momento, desembocaba en la plaza un carro tirado por dos mulas y seguido de una multitud de gente. Un guardia traía la mula delantera del diestro. Detrás una espesa multitud, entre el polvo, avanzaba mirando al carro. Cuando el guardia detuvo el carro frente a la puerta del Ayuntamiento, Plinio pudo ver que el brazo de un hombre, oculto en la bolsa, venía arrastrando por el suelo. La mano era un buruño de sangre y tierra. Parte de la cabeza del muerto, con la boina puesta, se veía también entre las seras de la bolsa.
Las gentes que seguían al carro venían en actitud hostil y belicosa.
—¡Queremos justicia! —gritó alguno con voz destemplada.
—¡Eso, queremos justicia! —le coreó una mujer.
Comenzaron a llegar, corriendo, gentes de todos lados. Los vendedores dejaban sus puestos, ya medio desarmados, para acudir junto al carro. Por momentos aumentaban las voces y la destemplanza.
El guardia seguía parado, con el diestro en la mano, sin saber qué hacer. Como por acuerdo, nadie se había asomado, de manera ostensible, a los balcones y ventanas del Ayuntamiento.
Plinio hubiera dado cualquier cosa por no encontrarse allí. Sentía un miedo irrazonable.
De momento no se le ocurrió otra cosa que llamar por teléfono al juez.
—No estoy ciego, Manuel —le dijo el juez desde el otro lado del hilo—; a ver si se calma un poco el ambiente. Plinio se arrepintió de su torpeza, aumentó su confusión. El Juzgado estaba en la plaza y era natural que el juez, desde su balcón, hubiera advertido todo aquello. Su llamada —pensó— había sido una invitación subconsciente para que el juez diese primeramente la cara ante aquella muchedumbre nada tranquila.
La gente, buscando la sombra y acuciada por la curiosidad, se arrimaba más al Ayuntamiento, dejando un respetuoso cerco en torno al carro. El guardia que llevaba la ramalera del carro parecía cada vez más encogido y atemorizado. Con verdadera ansiedad miraba al Ayuntamiento por ver si salía alguien en su ayuda.
El vocerío iba aumentando. Entre los gritos de ¡justicia!, se oían insultos poco disimulados al alcalde y a los guardias municipales.
El de la voz ronca gritó ahora:
—¡Que salga el alcalde!
La petición tuvo éxito. En seguida empezaron a corearlo con furia.
A Plinio, que seguía pegado a la persiana de su ventana sin saber qué hacer, le agradó el sesgo que tomaba la cosa. «Sí —se dijo—; que sea él quien dé la cara». El juez debía pensar lo mismo —imaginó Plinio, buscando solidaridad en su cobardía.
—¡Que salga el alcalde! —gritaban a todo pulmón.
—¡Que salga!… Si se atreve.
—Que salga, que salga, que salga, que salga —canturreaban en son casi de guasa.
Después de unos minutos de insistencia, se abrió el balcón central y apareció la oronda figura del alcalde. Vestía traje de verano, gris claro. El hombre comenzó a hacer señas con la mano para que la gente se callase. Antes de que pronunciase una sola palabra, un alguacil sacó un sombrero de paja blanco, que el alcalde se puso precipitadamente sobre su calva. Por ensalmo se abrieron todos los balcones del Ayuntamiento y la gente se asomó a ellos sin temor.
Cuando el silencio fue aceptable, el alcalde comenzó como siempre: «Ciudadanos de Tomelloso, ¡hijos míos!, ¡hermanos míos!…, gracias a su majestad el rey don Alfonso XIII hay justicia en España… Gracias a su invicto general don Miguel Primo de Rivera, hay paz y justicia en esta España del corazón… Hijos míos, ¿creéis que alguien os va a negar la justicia que queréis… ni yo, ni Primo de Rivera, ni su majestad el rey?…, ¿creéis que todas las autoridades y los del Concejo no queremos también esa justicia?… Pero decidme, hermanos…, ¿contra quién se ha de ejercer esa justicia?, ¿es que hay alguno de vosotros que lo sepa?, ¿es que creéis que estamos dormidos?».
El señor alcalde sudaba copiosamente. Se pasaba el pañuelo por la cara y por la cabeza. El alguacil de marras apareció de pronto en el balcón de nuevo y abrió sobre la testa del alcalde una enorme sombrilla gris. Acción que provocó la hilaridad de muchos, e hizo perder al alcalde por unos momentos el hilo de su discurso.
«Yo os invito a todos a que colaboréis…, hijos míos…, a que agucéis vuestros oídos y vuestros ojos… para que en esta tierra del caballero justiciero don Quijote no quede un desafuero por remediar… a ver si conseguimos dar con el criminal que atenta contra la vida de los hijos más honrados de Tomelloso… Yo os juro, ante ese cuerpo muerto de la última víctima… que el asesino será justamente castigado… y que no cejaremos hasta hallarlo… Que estos muertos inocentes serán vengados a plena satisfacción…
»Y ahora os invito, hijos míos, a que desalojéis la plaza para que las autoridades competentes puedan cumplir su triste cometido… Id tranquilos a vuestros cristianos hogares…, que se hará justicia…, pero ayudadnos… y hasta que el asesino no sea detenido, que a nadie se le ocurra ir por esas funestas Cuestas a altas horas de la noche… No seáis tercos…».
Cuando concluyó la oración de la primera autoridad, la gente comenzó a murmurar, a hablar entre sí, se hicieron corrillos. Algunos vendedores volvieron a sus puestos. Dos parejas de la Guardia Civil, con el sargento a la cabeza, llegaron hasta la puerta del Ayuntamiento. Inmediatamente empezaron a salir los guardias municipales vestidos de caqui. La gente, al ver a la Guardia Civil, comenzó a disgregarse con más actividad. Se cerró el balcón central y se entró el alcalde con su séquito. Del próximo Juzgado llegó el señor juez seguido de alguacil, secretario y médico. Plinio, suavemente, salió entre los guardias y se puso a mirar el carro. El médico comenzó a examinar el cadáver. Con la ayuda de Plinio le dio la vuelta al cuerpo.
—Está cosido a puñaladas… —dijo el forense—, ninguna en el corazón.
El sargento de la Guardia Civil se asomó sobre el hombro de Plinio. Y de pronto, encarándose con él, le dijo, congestionado:
—Yo creo que ya va siendo hora de dar fin a esta carnicería.
Plinio dio un gruñido, y marchaba hacia el interior del Ayuntamiento cuando se topó con el alcalde, que también le increpó furioso:
—Me parece, Manuel, que estáis tocando el violón, pero a dos manos. Esto no puede seguir así.
Plinio notó que se le saltaban las lágrimas. Fue a responder y no pudo. Dio media vuelta en seco, y llorando marchó para su casa.
El sargento de la Guardia Civil quedaba dando órdenes a toda voz.
A las seis de la tarde, de vuelta de otro viaje a las «Cuestas del Hermano Diego», Plinio y don Lotario se encontraban sentados en torno a un velador del casino de Argamasilla de Alba, que en verano tenía una terracilla en la glorieta. El casillero había pasado todo el día fuera y no lo encontraron en su lugar de trabajo.
Tomaban unos inmensos «carajillos» y fumaban unas tagarninas negras y malolientes. No hablaban. Miraban a los ancianos árboles de la glorieta de Argamasilla, a los pájaros recién levantados de la siesta que surcaban, cantores, el cielo.
Ambos amigos tenían cierto temor a Tomelloso, a la plaza, a los casinos. Por eso habían elegido la glorieta del pueblo vecino para poner en orden sus ideas…, que no sus palabras, ya que Plinio se había cerrado en un silencio completo.
Don Lotario temía mucho los ataques de silencio de Manuel. Le parecían como una indigestión de ideas y palabras que luego le ponían a morir. Además, con tales silencios de su compadre, el veterinario se ponía nerviosísimo. Ahora, se removía en el asiento, se cruzaba de brazos, se descruzaba, se rascaba la calva puntiaguda y movía las piernas a cada instante, como poseído.
Cuando hubo consumido la tagarnina, falto de distracción, don Lotario estalló:
—Me voy a pasear por el río —dijo indignado. Y marchó con las manos atrás.
Plinio lo dejó marchar sin el menor comentario. Quedó inmóvil, mirando el suelo. Fruncido el ceño.
Como media hora después se levantó el jefe. Se levantó perezosamente y tomó el camino del río.
No tardó en encontrar al veterinario, que ya volvía. Se reunieron sin hablar y, por tácito acuerdo, se sentaron a la orilla del Guadiana, apoyados en un grueso tronco de árbol, casi entre los juncos.
El fresco olor de los álamos oreaba el ambiente. El agua del río se deslizaba con un murmullo blando, casi imperceptible. El suave viento movía levemente las alzadas puntas de los chopos y los cipreses. A la izquierda, el pueblo entre sus calles. A la derecha, la llanura se despejaba bajo un sol desmedido.
Plinio se quitó la gorra, se aflojó el correaje, tumbó el sable sobre la hierba y dijo a don Lotario con media sonrisa:
—¿Resumimos?
A don Lotario se le alegraron los ojos y replicó frotándose las manos:
—Resumamos.
—Muerto número cuatro.
—Sí, señor, número cuatro; ¿a dónde llegaremos, Manuel?
—Muerto número cuatro y no con una puñalada en la espalda como los anteriores, sino con cinco. Tres en el vientre y dos en la espalda.
—Y no sólo le han quitado el dinero, sino el reloj, la bota y la varja.
—Y no hay huellas de carro alguno en las Cuestas, como antes.
—No las hay —contestó el veterinario con pesar.
—Ni en los meloneros sospechosos se notó ninguna anormalidad esta mañana. Y eso que el crimen debió cometerse ya bien entrado el día, puesto que el carro llegó casi a mediodía al pueblo… Por despacio que vinieran las mulas no pudieron tardar más de cuatro o cinco horas.
—Y a esas horas, Manuel, ¿cómo es posible que nadie viera el carro por la vereda?
—Estoy convencido de que a todos los asesinados los ha visto alguien antes de llegar al pueblo, pero se callan por temor a complicarse.
—Estamos de acuerdo… Ya se sabe, el sentido cívico de los españoles… ¿qué piensas entonces, Manuel?
—Muchas cosas.
—El que este crimen no tenga las características de los otros ha venido a complicar las cosas.
—No.
—¿No? ¿Entonces?
—Creo que esto se aclara.
—Explícate.
—Sencillamente, creo que este crimen último lo ha cometido una persona distinta que quien mató a los otros.
—¿Tú crees?
—Estoy casi seguro. Este cuarto crimen lo ha cometido un imitador, un envidioso. Las trazas son de eso… La gente tiene envidia de todo… hasta de los criminales… El autor de este último crimen es un novato, es tan torpe que va a ponerse a tiro enseguida. El autor de los primeros asesinatos es astuto, reconcentrado, muy cuidadoso, silencioso…; seguramente solterón o viudo.
—¡Qué cosas tienes, Manuel!
—Este otro es un manazas, pobretón, voceras y desordenado; probablemente sin oficio y sin sitio donde caerse muerto.
—¿Por eso se ha llevado el reloj, la varja y la bota de vino?
—Sí. Y este hombre —siguió impaciente Plinio— esta noche irá a gastarse el dinero en vino o en el juego… Seguro, don Lotario —dijo Plinio en un rapto de entusiasmo.
—Qué grande eres, Manuel —dijo el veterinario dando un manotazo en la espalda del jefe—. Tan bien has descrito a los dos tipos que es como si los estuviera viendo. Plinio, satisfecho, se pasó la mano por la boca como si se limpiase y poniéndose de pie casi de un salto, dijo jubiloso a su amigo:
—Vamos, que esta noche tendremos mucho trabajo.
El corto trayecto de Argamasilla a Tomelloso lo hicieron jubilosamente. Don Lotario cantaba trozos de zarzuelas y cuplés; el jefe, con su pésima voz, lo coreaba llevando el compás dando con la contera del sable sobre el suelo del coche.
Cuando llegaron ya era casi de noche. Marcharon a cenar a sus respectivas casas.
Sobre las diez y media, Plinio reunió en su despachito a todos los guardias y gentes de su confianza. Les dio minuciosas instrucciones para que vigilasen todos los prostíbulos, cafetines y tabernas del extrarradio. Les mandó que realizasen su servicio de paisano para llamar menos la atención. Él y don Lotario aguardarían en el Ayuntamiento, junto al teléfono, con el coche en la puerta. A cada uno de sus colaboradores señaló un lugar para su trabajo y el teléfono más próximo. La orden era la siguiente: «Esta noche, probablemente, un pobretón, golfo y vago habitual, sin costumbre de tener dinero, irá a alguno de estos lugares —o ya estará allí— a beber, a armar jaleo y quizás a jugar. Quien encuentre alguno de estas características que me avise».
Apenas había Plinio despachado a su gente cuando se presentó un camarero del casino de San Fernando.
—Dice el señor alcalde que se acerque usted, que está ahí en su tertulia de la terraza.
Plinio sospechó de lo que se trataba.
—¿Hay algún forastero con el alcalde?
—Sí, señor. También está el sargento de la Guardia Civil.
Plinio salió con el camarero. Llegó al corro de contertulios del alcalde que tomaba la fresca de la plaza, bajo los árboles. Saludó con desgana a la primera autoridad llevándose la mano a la visera de la gorra. Luego dio la mano al inspector de la Secreta de Ciudad Real, que no conseguía hacerle tirar al puro que fumaba. Al sargento lo metió en el saludo general, sin ninguna deferencia.
—¿Quieres café, Manuel? —le dijo el alcalde.
—No, señor; muchas gracias.
—Como quieras. Creo que será conveniente que cambies impresiones con estos señores.
—No hay inconveniente. Cuando ellos gusten.
El alcalde quedó mirando al inspector como interrogándole.
El inspector, que se esforzaba en vano por hacerle arder al puro, dijo:
—Mañana a las nueve, ¿vale?
—Vale —se apresuró a responder Plinio—. En el Ayuntamiento les espero.
—Es que estoy muerto de sueño —explicó el inspector—. Este viajecito de Ciudad Real aquí mata a un caballo.
Plinio miró de reojo al sargento, a quien los gitanos llamaban el Caballo.
El sargento tosió y bebió agua.
—Pero hombre, Manuel, ¿cómo no tomas café con nosotros?
—Dispénseme, señor alcalde, pero estuve toda la tarde fuera y tengo ahí un montón de cosas que hacer…
—Como quieras. Hasta mañana, entonces.
—A sus órdenes.
Plinio, al pasar junto a la tertulia del médico, respetuosamente, lo llamó un momento aparte.
—Don Antonio, perdone una pregunta.
—Dígame usted, Manuel.
—La navaja con que apuñalaron al de hoy, ¿es tan ancha como la que emplearon otras veces?
—Verá usted: estas puñaladas están muy mal dadas, no fueron por sorpresa. Estoy casi seguro que se ha empleado una navaja más corta y más estrecha.
—¿Otra navaja?
—No me extrañaría.
—¿Tenía contusiones de otra clase?
—No.
—Nada más. Usted perdone.
Cuando Plinio llegó al Ayuntamiento se apresuró a llamar por teléfono a don Lotario. Tuvo que darle más de cien vueltas a la manivela del aparato, porque las telefonistas, que debían estar sentadas en la puerta, al fresco, no contestaban.
Dijo al veterinario que no se le ocurriese traer el coche a la puerta del Ayuntamiento, que lo dejase en la del herrero. No quería despertar la curiosidad de los del Casino. Luego advirtió a las telefonistas para que estuvieran atentas.
Hechas estas diligencias, se tumbó en la hamaca y empezó a darle una ojeada al periódico, cuyos textos parecían importarle lo que las andanzas del Preste Juan de las Indias.
Pasó más de una hora sin que Plinio recibiese aviso alguno. Al pie del teléfono fumaba cigarro tras cigarro; de vez en cuando volvía al periódico. A ratos también le echaba un vistazo a la lista de meloneros sospechosos que se confeccionase días atrás. Al tropezar sus ojos con alguno de aquellos nombres, quedaba pensativo, intentando recordar cosas relativas a la persona que se refería. Así, alternando el periódico, los cigarros y la lista, dejaba pasar los minutos. Impaciente, a veces sentía él tentaciones de llamar a los teléfonos convenidos, pero siempre acababa por abandonar la idea, no fuese con ello a despertar sospechas sobre sus subordinados.
Cuando Plinio comenzó a sentir que los nervios se le desbordaban en el silencio de su despachito, apareció don Lotario también con muestras de impaciencia:
—¿Qué pasa, Manuel?
—Nada, absolutamente nada. Esta gente ha enmudecido.
Antes de acabar de pronunciar la última sílaba, sonó el timbre del teléfono. Plinio tomó el auricular casi de un manotazo.
—¿Quién eres?… Ya… ya. Bueno. Tú sigue. ¿Sabes quién ha entrado en los cuartos? Bueno, bueno, sigue y no bebas demasiado.
Colgó el teléfono con desanimación.
—¿Nada?
—Nada. Llaman de la casa del Ciego. Unos horteras bailan y los señoritos están en un reservado.
—Entonces, ¿por qué llama?
—Por aburrimiento.
Don Lotario echó la petaca sobre la mesa y ambos comenzaron a liar. En torno a la luz giraban unas moscas gordas y densas, como el ambiente, y el péndulo del reloj de pared latía con son obsesivo.
Plinio volvió al periódico. Don Lotario se asomó a la ventana. Pasaron unos minutos en silencio. De nuevo sonó el teléfono.
—¿Dime?… Sí, sí… ¿Cómo?… El Chavico… Sí… que… que no se vaya. Retenlo como puedas… Que le den más vino, lo que sea. ¿Está claro? Yo iré por ahí dentro de media hora… Oye, dile a la Carmen que se ponga. Espero.
—Don Lotario, ¿usted conoce a el Chavico?
—Claro.
—¿Cómo no habremos pensado antes en esta buena pieza?
»Oye, Carmen… Ahí está un tal Chavico, que te indicará Maleza. Retenlo como sea, ¿estamos? A lo mejor tardo una hora en ir por él. En ti confío. Que no sospeche. Tú sabes hacer estas cosas. Hasta luego.
—El Chavico está borracho y gastando dinero en gordo en la casa de la Carmen —dijo Plinio, colgando el teléfono.
—Sí, hombre; este Chavico estuvo en la cárcel por robar en la zapatería.
—Y por romper las urnas de las elecciones… No podía ser otro. Vamos a su casa primero.
Salieron. Plinio, ciñéndose el sable, encargó al de puertas que anotase las llamadas.
Algunas gentes paseaban plácidamente por la plaza. La terraza de San Fernando estaba llena. Era tanto el calor que no se meneaban los árboles. Junto a las puertas de la iglesia un grupo de chicos jugaba a la pídola.
Plinio y don Lotario caminaban con aire de perezosa indiferencia, como si fueran dando un paseo, para no despertar sospechas en los del Casino.
—¿Tú sabes bien dónde vive el Chavico? —preguntó el veterinario.
—Sí, hombre, al final de la calle de Oriente. En un cercado.
—Entonces, ¿vamos en el coche?
—Desde luego, si no le importa.
—Qué cosas tienes, Manuel.
La calle de Oriente estaba imposible. La tierra cubría unos baches insondables. No había una sola luz en toda la calle. Había gentes sentadas a la puerta de sus casas, al fresco, que quedaban deslumbradas por los faros.
—Vaya usted despacio, no nos llevemos por delante a una familia.
Algunos novios, completamente incrustados en la puerta, hablaban con sus mozas.
—Aquí creo que es —dijo Plinio.
Golpeó con un gigantesco llamador que había en la portada. Hubo de repetir.
—Ya voy… Ya voy —se oyó desde lejos. Era una voz de mujer malhumorada.
Por las rendijas de la portada se filtró una luz pajiza, que debió encender la mujer para alumbrarse el camino.
Por fin se escuchó el chirriar de cerrojos que se descorrían y apareció una mujer de unos cincuenta años, en camisa, el pelo negro y suelto le caía sobre los hombros y con una mano se cerraba el escote.
—¿Vive aquí el Chavico? —preguntó Plinio.
—¿Qué pasa? —dijo la mujer, aterrada al ver al guardia.
—Nada, mujer; ¿vive o no?
—Sí…
—Entonces vamos a pasar a hacerte unas preguntas.
—Unas, ¿qué?… —dijo la mujer con desconfianza.
—Unas preguntas. No temas.
Entraron y avanzaron por el ejido adelante.
—El Chavico, ¿es tu marido?
—A cualquier cosa se le llama marido —rezongó la mujer—. La verdad es que son unas horas de hacer preguntas…
—¿Lo es o no?
Se pararon bajo la alta luz que había en una esquina del edificio, que estaba en el centro del cercado.
—Lo es por la Iglesia, sí, señor.
—¿A qué hora vino a acostarse anoche?
—Él no viene a acostarse ninguna noche.
—Pues, ¿qué hace?
—¿Qué quiere usted que haga? Se pasa la noche en el cuartillejo de la Marrana.
—Anoche, ¿a qué hora vino?
—Vino hoy a media tarde. Se comió unas sardinas y se volvió a ir al atardecer.
—¿Te dio dinero?
—¿A mí? No me ha dado en la vida. Si no fuese por estas manos…
—¿Trajo algo?
—¿Qué algo?
—No sé. Una bota de vino… una varja…
—Yo no lo vi entrar. Pero ése nunca trae nada… a no ser hambre.
—¿Estás segura?
—Yo no he visto nada, de verdad… ¿Se puede saber qué ha hecho?
—De momento, nada. Puedes acostarte. Nos vamos, pero piensa bien lo que has dicho. Como me hayas mentido vas a la trena.
—Por mí, puede registrar… Pues anda, qué humos…
Plinio estaba convencido de que la mujer era sincera.
Se volvieron al Ayuntamiento.
El guardia de puertas se apresuró a decirle a Plinio:
—Ha llamado Maleza dos veces desde la casa de la Carmen.
—¿Nadie más?
—Nadie.
Entró al teléfono seguido de don Lotario.
—Oye… ¿Qué pasa?… ¿Qué? ¿Qué no es? Maldita sea tu estampa, desgraciao… Eso no se le ocurre ni al que asó la manteca… Entonces, ¿quién es?… Atiza… Parece mentira que no lo conozcas, ni la p… de la Carmen tampoco… No, no, hombre, imposible; ése tiene cuartos para comprar todos los melones del pueblo… Sí, hombre, déjalo que marche cuando quiera… ¿Ninguna otra novedad? No. Sigue ahí hasta que te avise.
—¿Qué pasa, Manuel?
—El desgraciao éste, que me dice que se había confundido, que no es el Chavico el que está ahí, sino un hijo de Perlado.
—Eso es que Melaza se ha chispado.
—No me extrañaría…
Como ya estaba la plaza desierta, Plinio y don Lotario salieron a darse un paseo. Plinio había vuelto al mutismo que le invadía cuando rumiaba algo. Al cabo de un buen rato, en el que no sonó el teléfono, se plantó ante don Lotario.
—¿Sabe usted lo que le digo?
—¿Qué?
—Que aunque no sea ése, me gusta la idea del Chavico. ¿Vamos al cuartillejo de la Marrana?
—Vamos.
Si mala estaba la calle de Oriente, la calle Mayor, especialmente en su segundo trozo, parecía hecha por el demonio. No había ninguna luz y los baches eran capaces para contener entero el Ford amarillo de don Lotario con sus dos ocupantes. Las luces del coche alumbraban un mar de tierra blancuzca. Marchaban a la mínima velocidad posible y con temor de quedarse sepultados a cada instante.
Por fin salieron al campo, que estaba mejor que la calle. Llegaron hasta el canal.
—Le advierto a usted que el canal trae agua —dijo Plinio.
—Entonces va a ser menester apearnos, porque este Ford, aunque es muy valiente, no sabe nadar.
Dejaron el coche vuelto hacia el pueblo, a la vera del canal. Don Lotario bajó provisto de la linterna eléctrica y del revólver descomunal que siempre llevaba en el auto. Se lo ató al cinturón.
—No hay más remedio que mojarse un poco, don Lotario.
—¡Qué remedio! Todo sea por la Justicia.
Se sentaron ambos en el estribo del coche para quitarse las botas y los calcetines. Se arremangaron asimismo los pantalones, y a la luz de la linterna se arriesgaron a la somera corriente del canal.
La noche era oscura, pero no silenciosa. Llegaban ecos de voces, ladridos de perros, el traqueteo de un carro próximo, el reloj lejano de la iglesia dio las cuatro de la madrugada.
Cruzaron el canal con mucha lentitud, temerosos de las piedras que había en el fondo.
—No me gusta nada el agua, don Lotario.
—A mí, tampoco. Es un líquido sin gracia alguna.
Ya en la orilla, se calzaron.
—¿Tú sabes, Manuel, dónde cae ese cuartillejo?
—Sí, señor, a ciegas. Está a unos doscientos pasos hacia la izquierda.
A medida que avanzaban a la luz de la linterna, Manuel iba indicando a don Lotario los cuartillejos que quedaban atrás:
—Éste es el de la Chata… Aquél, el de la Alcahueta… Este otro, el de la Langosta, y el de enfrente, que es el mayor, el de la Marrana.
Se aproximaron con precaución al cuartillejo de la Marrana. Dentro se oía hablar. Por las rendijas de la puerta se veía la luz de un candil. Despacio se llegaron a la ventana. No se veía nada. Pero se oían con más claridad voces y risas de varias personas.
Plinio se acercó a la puerta y llamó con energía. Se hizo silencio en el interior. En seguida abrieron un ventanuco.
—¿Quién va? —preguntó una voz oscura de mujer. Plinio, sin responder, se acercó a la ventana y enchufó la linterna a la cara de quien demandaba.
—Abre, Marrana, que tomemos una copa con vosotros.
La llamada Marrana quedó un momento indecisa. Por fin se entró. Susurró algo a los que había dentro. Plinio y don Lotario aguardaron en la puerta unos segundos.
—¿No tiene esta casa puerta trasera? —preguntó don Lotario.
—No…
Se oyó descorrer el cerrojo. Abrieron con cierta cautela. Plinio empujó fuertemente y entraron los dos.
Había en la cocina un ambiente denso, de humo de tabaco, de aceite de fritangas, del candil, de vino agriado. Sobre una mesa oscura había naipes sucios, trozos de salchichón, de pan, cortezas de melón y botellas de vino. Sentada en una banca, a medio vestir, había una mozona morena de descomunal esqueleto.
Por encima de la sábana, con la que intentaba cubrirse el pecho, mostraba sus brazos musculosos y tapizados de vello negro. Con el cabello revuelto y unos impresionantes ojos claros, ojos casi irracionales, miraba a los recién llegados empavorecida. Daba la impresión que temía que le fuesen a pegar o a quitar algo.
El Chavico, bajo, rechoncho, de unos cincuenta años, muy chato, mostraba el pecho velloso bajo la blusa azul, puesta con precipitación. Con ambas manos se sujetaba los pantalones de pana negra. Tenía la mirada turbia y obstinada del beodo.
La Marrana, de unos cuarenta años, pelirroja y oronda, era la única que tenía sus ropas en orden. Estaba más serena que sus amigos y miraba a Plinio y a don Lotario con ojos de astuta desconfianza. Lentamente, como disimulando, trataba de masticar algo que le quedaba en la boca.
A la luz del candil, la cocina parecía un tobogán de sombras inquietas y grotescas.
Plinio, sin decir palabra, echó una ojeada por la habitación; luego de mirar de arriba abajo a las dos mujeres, quedó frente a frente del Chavico, que permanecía inmóvil, un poco torcido, como si fuera a caerse hacia un lado.
—Buenas noches —dijo con cierto aire de burla, cuando, después de estar allí unos minutos, el saludo resultaba fuera de lugar.
El Chavico se limitó a temblequear un poco la cabeza a manera de saludo. La mozona quiso esbozar una palabra que no se oyó. La única que articuló algo con aire de seriedad fue la Marrana:
—Buenas noches traigan ustés.
—¿Nos podemos sentar a tomar una copa?
—Sí, señor; no faltaba más. Aquí tienen sillas —dijo la Marrana, que empezaba a pisar terreno conocido.
Plinio, adrede, se sentó en la silla en cuyo respaldo estaba colgada la chaqueta vieja del Chavico. Esa chaqueta que los labradores manchegos llevan siempre bajo la blusa. Don Lotario se sentó en una silla coja, que le obligó a ladear el cuerpo para mantener el equilibrio.
—Ponnos una copa, Marrana.
—Sí, señor, no faltaba más.
Tomó dos vasos y comenzó a lavarlos en un cubo de agua que había junto a la puerta.
—Siéntate, Chavico, y alterna. Y tú, moza.
Chavico miró hacia un lado y otro y, como no veía sillas a mano, se sentó muy rígido en la banca que ocupaba la morena.
—Y tú, ¿de dónde eres, buena moza? —preguntó Plinio a la semidesnuda.
—De Alcázar —contestó con voz opaca.
—¿Cuánto tiempo llevas en Tomelloso?
—Hará quince días que vine con la Langosta.
—¿Y cómo estás aquí?
—Me dio lástima del hambre que pasa en casa de la Langosta y le dije que se viniera a tomar un bocado con nosotros —dijo la Marrana.
—¿Es que andas tan bien de despensa ahora?
—¡Uh, qué lástima! —exclamó—. Es que no sabe usted lo tirana que es la Langosta para las pupilas.
—Ya lo sabía; lo que ignoraba es que tú fueses tan generosa.
—Tome usted, para hacer sed —dijo, dándole una rodaja de salchichón pinchada en la punta de la navaja. Dio otra a don Lotario y les aproximó los vasos de vino.
—Buen salchichón —exclamó el jefe de la G. M. T.—. ¿Desde cuándo cenas tú salchichón, Marrana?
—¿Verdad, usted, que está bueno?
—Tampoco es malo el vino —comentó don Lotario, que se lo tomó de un trago.
—Tome usted otro, señor veterinario.
La moza morena seguía en la misma postura, sin quitar los ojos al guardia.
—Qué, ¿desde cuándo cenas tú salchichón?
—Qué cosas tiene usted… Una es pobre, pero de cuando en cuando…
Plinio había deslizado sus manos hasta los bolsillos de la chaqueta que había colgada en el respaldo de su silla y comenzó a registrar en ellos con falso disimulo.
Primero sacó un reloj abultado, que se puso a examinar.
—¿De quién es este reloj, Chavico?
—Mío… —dijo con voz desentrenada.
—¿Tuyo? Pero ¿tú has tenido reloj alguna vez?
—Sí, señor…
—Pues claro que ha tenido. ¡Qué cosas tiene usted! —reforzó la Marrana.
Plinio, sin hacer más comentarios, lo dejó sobre la mesa. Luego, del bolsillo interno sacó una cartera blanda y sudada, que abrió con mucho tiento. Lentamente sacó de ella cuatro billetes de veinticinco pesetas. Se los puso en una mano, como si fueran naipes, e hizo un gesto de extrañeza al Chavico. Éste seguía mirando al guardia con su gesto aturdido, idiotizado.
—¿Quieren ustedes otro vaso? —dijo la Marrana al tiempo que les servía.
Plinio sacudió la cartera sobre la mesa y salieron unas monedas de plata. Y volvió a hacer el mismo gesto de cómica extrañeza al Chavico.
Acabó de registrar los bolsillos y nada nuevo encontró que le llamase la atención. Entonces se levantó y comenzó a husmear por la habitación. Abrió la puerta del cuarto contiguo, que era la alcoba de la Marrana, pero no veía bien lo que había dentro.
—Deme usted la linterna, don Lotario… Y siga usted alternando con esta sociedad mientras yo echo un vistazo por la alcoba de la señora.
Don Lotario le entregó la linterna encendida.
Plinio entró en el cuarto. Mientras, don Lotario, sin quitar los ojos de aquellas tres personas, acariciaba con la mano el revólver que tenía en el cinto. Por la puerta abierta se veía cabrillear el chorro de luz de la linterna. Pronto volvió Plinio cargado con una varja y una bota de vino completamente desinflada. Dejó todo sobre la mesa y volvió a hacer el sabido gesto de extrañeza al Chavico, que de puro encogido parecía haberse reducido a la mitad.
Estaba totalmente «aterrado», como diría Maleza.
—¿Cuándo has tenido tú veintitrés duros, Chavico?
—Don Manuel… —empezó la Marrana.
—Oye, Marrana —la interrumpió Plinio a su vez—, ¿tú sabes cuánto son veintitantos duros? No, ¿verdad? Pues son, pizca más o menos, lo que cuesta un carro de melones.
El Chavico ahora respiraba por las narices, casi con sonoridad.
—No has escarmentado, ¿eh, Chavico? Después de estar dos veces en la cárcel, vuelves a las andadas y matas a cuatro meloneros en dos años…
—Él no ha matado a cuatro meloneros —saltó, furiosa, la Marrana.
La mozona musculosa, al oír aquello de las cuatro muertes, empezó a mover la cabeza de una manera muy rara y a emitir un sordo berrido. Se le salían los ojos de su sitio y comenzó a caerle una babilla blancuzca por la comisura del labio.
Todos quedaron mirándola.
—¿Qué te pasa, muchacha? —le preguntó la Marrana con un grito histérico.
La otra, ausente, rompió a tiritar y un sudor copioso le chorreaba por el rostro. La Marrana la tomó de los hombros y la sacudió como si quisiera espabilarla.
—¿Qué te pasa?
La mozona dio un grito ronco como un rebuzno, y tirándose con toda su potencia sobre la banca, comenzó a revolcarse, al tiempo que se daba cogotazos sobre el asiento y echaba baba de manera abundante y envuelta en una especie de espuma amarillenta.
La Marrana y Plinio en vano intentaban inmovilizarla poniéndole las manos encima, apretándole. Se movía con la misma agilidad que si nadie la tocase. Luego, de pronto, cambió el ritmo de los movimientos e inició una especie de vibración menuda, numerosísima, como una cuerda de guitarra. Sin abandonar este movimiento daba vueltas sin caerse de la estrecha banca, como un muñeco automático. A los que intentaban sujetarla se les iba de las manos como la pieza que gira vertiginosa en el torno. Al cabo de unos segundos hubo una nueva fase en su epiléptica movilidad: apoyó la cabeza enérgicamente en un brazo de la banca, los pies enormes en el otro y dio un tremendo estirón, que hizo crujir el maderamen del mueble, y quedó, al cabo, rígida, inmóvil, tensa como un alambre, sin hacer el menor ruido ni movimiento. Todavía hubo un grado más, casi inmediato. Se fue distendiendo hasta quedar laxa, acurrucada, completamente empapada en sudor… En los distintos pasos de aquel trance había quedado completamente desnudo su cuerpo musculoso, enorme y peludo como el de un mozo descomunal, aunque con trasuntos femeninos.
Don Lotario, movido sin duda por la relación de su profesión con el caso, se aproximó a la paciente, le levantó los párpados, le pegó el oído al corazón y acabó por taparla con la manta que había a mano.
—¿Un ataque epiléptico? —le preguntó Plinio.
—Algo así…, aunque yo no entiendo mucho de personas.
Después que todo aquello se tranquilizó un poco (la moza parecía dormir), a Plinio le costó un poco de trabajo coger el hilo del interrogatorio. Luego de liar un cigarro, se decidió a continuarlo con cierto desmayo.
—¿De modo, Chavico, que te has cargado a cuatro meloneros?
El Chavico contestó con voz lejana:
—Yo no me he cargado cuatro meloneros.
—Entonces, ¿a cuántos?
—A ninguno —respondió sordamente.
—Mira, Chavico, si no me lo dices por las buenas, me lo dirás por las malas. Ya sabes que yo sé hacer hablar a los mudos.
—No hay derecho a achuchar así a un pobre inocente —dijo la Marrana, sacando fuerzas de flaqueza.
—Chavico, ¿a cuántos?
Chavico levantó los ojos hacia Plinio como pidiendo misericordia.
—Habla —le dijo Plinio—. ¿A cuántos?
Por fin, con un hilo de voz:
—Sólo a éste…
Y lo dijo como si el muerto estuviera presente.
—Él no ha matado a nadie —saltó la Marrana.
—Tú te callas —le atajó Plinio. Y siguió—: Entonces, ¿quién mató a los otros?
El Chavico se encogió de hombros.
—Es que te dio envidia, ¿verdad?
El hombre estaba entregado, sin ganas de hablar. Volvió a encogerse de hombros.
—Manuel, ya hay luz —dijo don Lotario, que siempre se compadecía del entregado, del confeso.
—Vámonos, entonces. Bueno, ésta que se quede aquí —dijo señalando a la mozona—. Tú, Marrana, te vienes con nosotros.
—¿Yo?
—Sí, hija.
—Yo no he matado a nadie.
—Tú te vienes y te callas.
Plinio sujetó las manos del Chavico con sus esposas antiguas y descomunales.
La mozona parecía dormir con una respiración tranquila. Ya no sudaba.
Salieron los cuatro a las eras que rodeaban el cuartillejo. El cielo estaba sonrosado y transparente. En un punto del horizonte, como arrancado del mismo borde de la llanura, asomaba un poquito de sol… Las sombras de los hombres y las casas, largas y alámbricas, se perdían no se sabía dónde. Un aire sutil, recién filtrado, oreaba el rostro.
Los tres hombres y la mujer caminaban un poco deslumbrados por la alborada. Avanzaban como figuras confusas, entre grises y rosas intensos; disminuidos, pálidos y encogidos bajo la grandeza del amanecer.
Al pasar junto al cuartillejo de la Langosta, la Marrana se apartó del grupo sin decir nada y llamó en el ventanuco.
Plinio comprendió y detuvo la marcha suya y de sus acompañantes. Aguardaron, y al cabo de unos minutos se asomó una moza despeinada, que apenas podía abrir los ojos a la luz.
—¿Qué pasa?
Oyó la respuesta sin enterarse, al parecer. La presencia del guardia y del Chavico esposado atrajo toda su atención. Los miraba ahora con la boca abierta y los ojos desmesurados.
—Ahí está la de Alcázar, que le ha dado un patatús —dijo la Marrana—; se queda sola porque nosotros nos vamos a la cárcel.
La del ventanuco no respondía, no reaccionó. Seguía mirando embobada al guardia y al Chavico, que parecía aterrado con la resaca.
—Vamos —ordenó Plinio.
Cuando habían andado unos pasos, la moza del ventanuco rompió a hablar:
—Le pasan solos esos ataques… Ya vendrá cuando despierte… ¿Le habéis dado los dos duros?
—Para duros estamos —rezongó la Marrana.
—¿Que si le habéis dado los dos duros?
Para cruzar el canal, don Lotario y Plinio volvieron a descalzarse pacientemente. Los presos pasaron indiferentes a pie calzado.
Plinio pidió a don Lotario que antes de ir al Ayuntamiento se llegase a la calle de San Lorenzo.
Iban por las claras calles de la prima mañana, entre las mujeres que barrían las puertas, al son estrepitoso del Ford.
La Marrana iba delante con don Lotario. Plinio detrás, con el Chavico esposado. La Marrana, que montaba por primera vez en auto, mostraba cierto solivianto.
Algunos carros madrugadores iban camino del haza.
Cuando llegaron al final de la calle de San Lorenzo, Plinio mandó detener el coche. Tomó la varja y la bota de vino y se bajó.
—Tenga usted cuidado con estos pájaros —dijo a don Lotario—; si se mueven, plomo con ellos.
Plinio anduvo unos cuantos pasos hasta llegar a una casa bajita, muy mal enjalbegada. Era la casa del Calabaíno, el último melonero asesinado. La puerta estaba abierta. El patio, lleno de sillas. No se veía a nadie.
—¿Quién hay por aquí? —gritó Plinio.
Un muchacho como de unos doce años, vestido de luto y con una boina encasquetada hasta las cejas, se asomó entreabriendo una cortina de saco.
—¿Está tu madre?
El chico desapareció sin contestar. Al poco salió la madre y otra mujer, que resultó ser la hermana del muerto. Ambas, enlutadas y con los ojos enrojecidos.
Plinio, luego de saludarlas, mostró la varja y la bota que llevaba en la mano.
—¿Son éstas?
Las dos mujeres miraron con los ojos muy abiertos. El chico estaba otra vez entre cortinas.
La mujer del muerto remiró y palpó el arca y la bota y, de pronto, abrazándose a ellas, comenzó a llorar y a dar gritos. La cuñada lloraba menos, o por mejor decir hacía como que lloraba.
—¡Ay, mi pobre! ¡Sí que son… siempre las llevaba él! Luego, Plinio sacó el reloj. La mujer lo tomó temblorosa y comenzó a besarlo también.
Cuando Plinio consiguió desasirse de las mujeres, volvió al auto.
Plinio pensó darle el mayor espectáculo posible a su llegada a la plaza con los detenidos. Por eso prefirió hacer tiempo. Mandó a don Lotario que fuese rodeando el pueblo con el coche. Luego pararon ante un ventorrillo de las afueras para tomar unas copas de aguardiente y echar un cigarro.
Después de dar las ocho, solemnemente, el Ford, a la mínima velocidad, entró por la calle del Campo entre los puestos de meloneros y la curiosidad de todos.
—Conviene que propalemos —dijo Plinio al oído de don Lotario— que el Chavico es el autor de todos los crímenes.
Don Lotario asintió, con cara de comprender la intención.
Cuando el auto se detuvo en la puerta del Ayuntamiento de Tomelloso, puede decirse que cuantos había en la plaza miraban hacia allí.
Don Lotario, impaciente por haber pasado la hora de llevar los churros a sus niñas —como él llamaba a su mujer e hijas—, marchó a toda prisa. Antes le dijo Plinio:
—Cuéntele usted a la Rocío la faena.
—De acuerdo… ¿Tendremos más trabajo?
—No sé… Ya lo veré más tarde… Creo que sí.
Plinio se encerró con el Chavico en su oficina. Cerró por dentro para no ser interrumpido. Mandó que encerrasen a la Marrana hasta nueva orden. El Chavico estaba muy derrumbado. La resaca, la amanecida y su inesperada detención lo tenían entregado. Sentado ante la mesa de Plinio, parecía un cuerpo sin esqueleto: fofo, con los ojos semicerrados, y los mechones de pelo en la cara. De vez en cuando bostezaba sonoramente. Se veía que lo único que apetecía de momento era irse a la cama.
Plinio durante un buen rato no le dijo palabra. Le miraba fijamente, se levantaba, daba vueltas en torno de él, se paraba detrás de él sin decirle nada y volvía a sentarse.
El Chavico lo miraba con ojos de carnero y por toda respuesta volvía a bostezar.
Por fin Plinio, de pie, colocándose a la espalda del detenido, lo cogió de las orejas con fuerza y le dijo con aire casi confidencial:
—¿Cómo fue el ocurrírsete matar al Calabaíno?
El Chavico, con la cabeza echada hacia atrás para mitigar el dolor de sus orejas, dijo con voz de queja:
—No sé…
Plinio le tiró un poco más.
—Quiero decirte que cuándo lo pensaste.
—En Manzanares —musitó el otro sordamente.
—¿Y qué hacías tú en Manzanares?
—Me fui con el Ricote para ayudarle a descargar.
—¿Tú trabajas? ¿Desde cuándo?… ¿Iba el Ricote solo?…
—Sí…
—Tú lo que pensabas era matar al Ricote, ¿no es eso?
El Chavico no respondió. Plinio le dio un fuerte tirón de orejas.
—¡Contesta!
—¡Ay!… sí —musitó.
—¿Por qué no lo hiciste?
—No encontró buena proporción para vender allí sus melones y siguió a Ciudad Real.
—¿Entonces encontraste al Calabaíno?
—Sí.
—En vista de que eres un buen chico y has contestado a todo, te dejaré las orejas en paz.
Plinio se sentó en su sillón frente al Chavico, que se frotaba las partes doloridas, ahora encarnadas.
—¿Cómo te viniste con él?
—Le dije que si quería traerme en su carro… Como venía solo, le gustó.
—¡Pobre hombre! Debió creer que contigo venía más a salvo… ¿Y por qué le mataste junto a las cuestas?
Chavico se encogió de hombros.
—Pensaste que se lo achacarían «al otro».
El detenido movió la cabeza como asintiendo.
—¿A qué hora lo mataste?
—No sé… serían las cinco.
—¿Cómo? ¿Ibais los dos en el carro?
—Sí… él se durmió.
—Ya… Valiente que eres, Chavico… ¿Qué hiciste luego?
—Dejé el carro junto a las cuestas y me vine andando.
—¿Viste a alguien por allí?
—No.
—¿No hablaste con nadie en todo el camino?
—No…
—¿Y al ir, con el Ricote?
—Tampoco…; bueno, a no ser con el casillero.
—¿Qué hablasteis?
—Nada de particular. Estaba junto a la vereda y al vernos pasar nos paró y echamos un cigarro.
—Algo hablaríais.
—Lo que se habla en estos casos. Que dónde íbamos, que qué tal era la cosecha, que si me había yo hecho melonero…
—¿Le extrañó verte con el Ricote?
—Se conoce…
Plinio, apenas concluyó el interrogatorio, salió a la plaza y buscó el puesto del Ricote. Cuando llegó junto a él el jefe de la G. M. T., el llamado Ricote dormía bajo un carro mientras un cuñado suyo despachaba… Plinio se inclinó bajo el carro y lo despertó. El Ricote se sobresaltó mucho al ver al guardia:
—¿Qué… qué pasa?
—Nada, hombre, no te asustes… No hace falta que te muevas.
El hombre se restregó los ojos con más confianza.
—¿Cuándo has llegado de Ciudad Real?
—Anoche.
—¿Te llevaste al Chavico contigo?
—Sí… Por cierto que he tenido suerte, según cuentan.
—Desde luego. Si te vuelves con él, te liquida, como al Calabaíno.
—¡Qué tío!
—Me ha dicho que cuando ibais para allá no encontrasteis a nadie. ¿Es verdad?
—Sí… no vimos a nadie.
—Pero hablasteis con el casillero.
—Sí, con ése siempre se habla… Como se aburre, se conoce, cuando pasa un carro sale a la vereda.
—Y… al volver, ¿no lo has visto nunca?
El Ricote antes de contestar se quedó mirando fijamente a Plinio, como si adivinase su intención:
—No… no lo he visto nunca…
Plinio, durante unos segundos quedó en cuclillas, pensativo. Un olor agrio de sandías pasadas llegaba a su nariz. En la postura que estaba, casi debajo del carro, veía sólo las piernas de las gentes que iban y venían entre los puestos de melones… Pero sin duda lo que pensó Plinio durante aquellos momentos fue en ir a desayunar a la buñolería de Rocío, a juzgar porque enseguida marchó de allí, dejando dormir al Ricote.
Rocío, enseguida de verlo entrar, le sirvió su café y buñuelos, pero nada le dijo. Plinio la miraba de reojo, pero ella seguía impertérrita, cortando los buñuelos, envolviendo los churros, sirviendo los cafés, sin hacer el menor caso del guardia.
Plinio se sentía como decepcionado. Nadie parecía saber en aquella maldita churrería la detención de el Chavico… Nadie, a excepción de la Rocío, naturalmente, que quería hacerle padecer con su silencio.
Plinio desayunó en un rincón del mostrador entre la indiferencia de todos.
Cuando estaba concluyendo su colación, Rocío, sin decir palabra, le puso una copita de anís dulce delante. Plinio la miró, pero ella continuaba inexpresiva.
Un poco molesto en el fondo, cuando terminó la consumición y hubo liado su cigarro, preguntó:
—¿Qué se debe?
—Nada, Manué —contestó Rocío—; hoy invito yo —y gritó de pronto llena de júbilo para que se enterasen todos—: ¡Porque yo disfruto invitando al hombre más grande de este pueblo! ¿No sabéis que acaba de meter en la cárcel al asesino de los meloneros?
Todos los presentes se volvieron hacia Plinio, que no podía evitar una media sonrisa de satisfacción.
Comenzaron enseguida las preguntas y los comentarios. Plinio, como siempre, contestaba lacónicamente. Iba animándose un poco en sus respuestas cuando llegó Maleza.
—Jefe, ahí está Serafín, el casillero. Dice que quiere hablar con usted.
Plinio, sin añadir palabra, salió rápido hacia el Ayuntamiento.
Serafín esperaba en la puerta, con sus alforjas al hombro.
—Qué hay, Serafín.
—Buenos días, Manuel; quería hablarle.
—¿Qué pasa? ¿Traes noticias de otro muerto?
—No, señor; esta vez no. Es que esta mañana pasó por allí un carro camino de Manzanares, se paró a que echásemos un cigarro y me dijo el carrero que había habido otro muerto.
—Sí. Éste se te ha escapado, Serafín.
—Es verdad, éste es el único que no he visto, como estuve ayer en Alcázar.
—Pues lo mataron a la misma hora que a los demás, poco más o menos.
—Yo salí antes de hacerse de día.
—¿Te han dicho quién es el muerto?
—Sí, el Calabaíno.
—¿Lo conocías tú?
—Sí, señor; le vi pasar por allá el sábado.
—¿Y cuándo te dijo que volvería?
—Hoy… creo…; se conoce que se adelantó.
—Se conoce —replicó Plinio con su habitual impasibilidad. Y siguió pausado buscando el efecto:
—Lo que no sabrás es que ya está en la cárcel el asesino.
Serafín entornó un poco los ojos, como queriendo descubrir los pensamientos de Plinio.
—¿Quién es? —preguntó con voz sorda.
—Es ese sinvergüenza que llaman el Chavico.
—¡Qué tío!… ¿Es ése el que ha matado a todos?
—Sí, claro, a todos.
—Menuda le espera.
—Ya puedes imaginarte.
—¿Está ya en la cárcel?
—Sí. ¿Quieres verle?
—No, ¿para qué?
Volvió a aparecer Maleza:
—Jefe, que lo llaman al cuartel de la Guardia Civil.
—Está bien. Serafín, si quieres, te llevamos en coche a tu casilla. Dentro de un rato iremos don Lotario y yo hacía Manzanares.
—Se agradece.
—Pues me esperas en el herradero de don Lotario.
—De acuerdo.
Y Plinio marchó hacia el cuartel.
El sargento todavía estaba desayunándose en su comedorcito. El inspector lo esperaba con los ojos de sueño en el despacho del comandante de la plaza.
Plinio y el secreta hablaron de cosas viejas en espera del sargento. Al fin llegó éste abrochándose la guerrera y con el gorrillo de cuartel en el cogote.
—Bueno, Manuel —dijo el inspector—, vamos a ver qué tiene usted averiguado y pensado sobre este feo negocio de los meloneros.
Plinio estuvo a punto de morir de gozo al darse cuenta de que aquellos hombres ignoraban la detención del Chavico. Y mientras chupaba morosamente su cigarro, pensó una serie de socarronerías divertidas, que no hubo tiempo de ponerlas en voz, porque sonó el teléfono.
El sargento dio un manivelazo para acusar la llamada y tomó el auricular:
—Diga… a sus órdenes, señor alcalde… Sí, aquí está. Es para usted —dijo, entregando el auricular a Plinio.
Las palabras que oyeron el sargento y el inspector fueron éstas:
—A sus órdenes, señor alcalde… Muchas gracias… muchas gracias… No tiene importancia… Sí… sí. Lo detuvimos en las primeras horas de la madrugada. A lo mejor no es el autor de todos los crímenes. Ya veremos… El inspector y el sargento, que saben interrogar mejor que yo, le sacarán la verdad. Yo he estado toda la noche sin dormir y, si usted me da permiso, me iré a casa hasta la tarde… Muchísimas gracias… Sí, sí… no faltaba más. Esta noche en el Casino le contaré la detención con todo detalle. No, no ha sido muy difícil… A sus órdenes, señor alcalde.
Cuando Plinio colgó el auricular vio que el inspector y el sargento lo miraban con la boca abierta. Durante unos segundos no le dijeron palabra. Segundos que Plinio invirtió para sacudirse pacientemente la ceniza del cigarrillo que le había quedado en la guerrera caqui mientras hablaba por teléfono.
—¿Es que lo ha detenido usted ya? —dijo el sargento con voz lejana.
Plinio asintió con la cabeza.
—¿Cómo ha sido?
—Los detalles no tienen importancia. Y yo ahora tengo un sueño que me caigo. Lo importante, si ustedes no estiman otra cosa, es hacerle cantar del todo, ya que éste, el Chavico, no se confiesa más que autor del último asesinato. Mi colaborador amistoso, don Lotario, podrá darles todos los detalles que precisen, si ustedes son tan amables de no obligarme, antes de dormir unas horas.
Plinio, mientras decía estas cosas, simulaba estar cayéndose de sueño, cosa que no era real, ya que la intensidad de la jornada última y sus proyectos de trabajo inmediato le mantenían en la mayor tensión.
—Vamos a la cárcel —dijo el inspector—. Y usted, Manuel, vaya a dormir, que ya charlaremos luego.
Cuando Plinio salió del cuartel, se metió en la relojería de Reguillo para desde allí ver dónde iban el sargento y el inspector. Como suponía, no marcharon a la cárcel derechamente, sino al herradero de don Lotario. Debía esperar a que salieran de allí para llevar a cabo sus planes.
El sargento y el de la secreta encontraron a don Lotario en bata blanca, curando una mula. Después de una serie de rodeos poco diplomáticos, el sargento entró en materia:
—Ya sé que han detenido ustedes al autor de les asesinatos.
—Vaya, sí. Ha sido una buena faena de Manuel. Muy científica, como ya les habrá contado.
De sobra sabía don Lotario que Plinio no contaba a nadie cómo hacía sus trabajos, de no ser a él. Y menos a «la competencia», como él decía.
—No nos ha contado nada de momento. Tenía mucho sueño. Por eso, antes de interrogar al Chavico, queríamos que usted nos informase —dijo el inspector.
—Pues ya les digo, ha sido un gran trabajo de Manuel. Don Lotario, con un gran algodón sujeto por unas pinzas, seguía dando en la herida que tenía la mula en el lomo.
—Bueno, hable usted de una vez, que tenemos prisa —dijo el sargento.
—No es fácil de contar porque la investigación ha sido mucho más psicológica que otra cosa. Ya saben ustedes que la psicología es la especialidad de Manuel.
El policía y el sargento se miraron.
—Manuel, por la naturaleza del último crimen, se dio cuenta de que el criminal debía ser un hombre de vida desordenada, un manirroto, seguramente con barragana. Sobre este supuesto, magníficamente intuido por mi maestro, era fácil deducir que el criminal, con dinero en el bolsillo, la misma noche del crimen haría una gran orgía. Sólo hizo falta vigilar los lugares de vicio y perversión a ver si se localizaba algún sospechoso… En el cuartillejo de la Marrana encontramos, de francachela, al hombre que buscábamos. Le acompañaban su querida y un refuerzo de Alcázar de San Juan… Pura psicología, eso es todo.
El guardia y el secreta se miraron de nuevo, y, sin añadir palabra, salieron del herradero camino del Ayuntamiento.
Plinio llegó enseguida. Todavía se estaba riendo don Lotario.
—Prepare usted el auto, que nos vamos a las cuestas.
—¿Qué pasa?
—Vamos a ver.
Don Lotario se quitó la bata y dio unas instrucciones a su herrador. Echaron agua y gasolina al coche.
—¿Vamos?
—Espere usted un poco, que vendrá el casillero para que lo llevemos.
El veterinario miró de reojo a Plinio.
En seguida llegó el casillero con un cesto grande cargado de viandas. Don Lotario y Plinio subieron delante. Detrás, Serafín, con su cesta sobre las piernas. Entre la polvareda de la vereda, el Ford iba como una saeta.
Cuando llegaron a la casilla, pararon. Serafín abrió la puerta para apearse.
—Bueno, pues que tengan ustedes buen viaje hasta Manzanares…
Don Lotario quedó mirando a Plinio, sorprendido. Éste, dirigiéndose al casillero, contestó:
—He pensado otra cosa. Vamos a quedarnos aquí. Quiero explicarle a don Lotario y a ti cómo se hicieron los primeros crímenes. Porque sabrás, Serafín, que el Chavico sólo ha matado al último. A los anteriores los mató otro.
—Venga, explícanos, Manuel —dijo don Lotario, muy animado.
—Verán ustedes —dijo, sin bajarse del coche y mirando hacia atrás a Serafín—. En contra de lo que supusimos al principio, don Lotario, el criminal no es un melonero que viene a acechar por aquí. Es muy expuesto pasarse por aquí las noches en espera de que venga un melonero con dineros y solo. En estos viajes, lo mismo se pueden invertir dos días que tres. No se venden los melones donde se quiere ni cuando se desea. Además, si alguien se viniese a merodear por aquí con frecuencia, Serafín lo hubiera visto. ¿Verdad, Serafín?
Serafín hizo un gesto vago, que lo mismo podía ser afirmativo que dudoso.
—El criminal —continuó Plinio— sólo tenía dos caminos para cumplir su cometido con eficacia: uno, saber desde dónde, y a qué hora, partía la presunta víctima, para seguirla y atacarla en el lugar elegido. Esto es lo que ha hecho el Chavico. Desde Manzanares se vino con el Calabaíno en su mismo carro…
—¿Y el otro camino, Manuel? —preguntó don Lotario con impaciencia.
—El otro camino resulta tan simple y tan encima lo teníamos, que no lo queríamos ver…
Plinio se interrumpió y quedó mirando a sus dos oyentes con sonrisa que quería ser enigmática.
—Sigue, Manuel…
—Ya saben ustedes aquello del gitano: «uno, dos, tres, un borrico me falta», y no contaba en el que él iba montado… Por todo esto he sacado la conclusión de que el criminal no puede ser más que un vecino de por aquí, que con mucha discreción puede acechar quién va y quién viene.
Don Lotario asintió con la cabeza. Serafín estaba inmóvil, con sus breves ojos sepultados bajo las cejas y el cesto entre las manos.
—El criminal —siguió Plinio—, hombre del que nadie recela, se acerca a los carros que pasan por aquí, camino de Manzanares o Ciudad Real. Se entera de qué vienen. Si vienen solos o en compañía y de su fecha de regreso.
Cuando todo le es propicio, los espera, les habla y, al despedirse, los apuñala por la espalda… con un solo golpe, certerísimo. Esconde el carro tras las cuestas, hasta bien entrada la mañana, para que nadie lo vea, y, cuando le parece oportuno, toma la mula del diestro y se presenta ante las autoridades de Tomelloso diciendo que ha encontrado aquello al levantarse.
Ambos, con mirada acusadora, quedaron mirando a Serafín, que seguía inmóvil y tal vez un poco más pálido.
—Vamos a tu casa, Serafín —ordenó Plinio.
Serafín no se movió. Parecía ausente totalmente. Plinio le dio un empujón.
—He dicho que vamos a tu casa.
El hombre echó a andar con la cabeza baja y un medio paso, como de cojo. Sacó la llave de su faja. Al abrir se dieron cuenta de que temblaba.
En la casilla no cabía mayor desnudez. Una mesa, una silla, una alacena con cacharros muy limpios y unos faroles de ferroviario. Dentro de otra habitación, una cama alta de hierro con colcha encarnada. No cabía mayor austeridad ni limpieza.
Plinio sonreía y don Lotario sabía que era porque aquella ordenación de casa y de vida respondían al carácter del criminal que el jefe había presumido.
Plinio comenzó a husmear entre el breve menaje. Levantó el colchón de la cama y palpó. No parecía encontrar nada que le llamase la atención. Por fin sus ojos se fijaron en un cuadrito de San Luis que había sobre la cama. Se subió sobre la cama, que no era baja, y descolgó el cuadro. Quitó el cartón que servía de respaldo y salieron unos billetes de cinco y diez duros. No conforme con aquello, siguió husmeando.
—¿Dónde tienes la plata?
Serafín, sentado en una silla, callaba.
—¿Que dónde está la plata? —dijo, zarandeándole.
Serafín, con un leve movimiento de barbilla, señaló hacia el fogón.
Plinio tomó el badil y tanteó las baldosas. Una que parecía más floja la levantó apalancando. Dentro había un bote con duros y pesetas.
Plinio le puso sus viejas esposas de cadeneta al casillero. Luego le registró los bolsillos y le sacó una navaja ancha y larga.
Llegaron a Tomelloso antes de mediodía.
Cuando Serafín estuvo en la cárcel, dijo don Lotario:
—Yo me voy corriendo a mi clínica, que si no se me van a desigualar los clientes.
—¿Está usted contento? —le preguntó Plinio.
—Eres muy grande, Manuel, pero que muy grande —fue su respuesta. Y se marchó casi con los ojos húmedos.
Plinio se fue para el Juzgado, porque le dijeron que el Chavico estaba siendo interrogado allí.
En el despacho del juez estaba todo el cónclave. El juez, el secretario, el alcalde, el sargento, el de la secreta y un empleado con la máquina de escribir.
El Chavico, sentado, miraba al suelo con los ojos inexpresivos.
—Manuel —le dijo el inspector con aire de circunstancias—, este hombre sólo se confiesa autor del último crimen.
—Así es.
—Entonces habrá que buscar ahora al otro, al viejo —dijo el guardia civil con aire de cansancio.
—Ya está buscado y en la cárcel —dijo Plinio.
El señor juez se quitó las gafas y le miró con media sonrisa.
—¿Y quién es? —inquirió el alcalde.
—Serafín, el casillero.
Todos quedaron mirándolo, sin decir nada. Plinio bajó los ojos. Hasta el Chavico lo miraba ahora con cierto arrobo.
—Voy a proponer al Pleno que se te dé una importante gratificación por tu gran pericia y tus servicios a Tomelloso, Manuel.
—No, a mí, no. Si acaso, que me suban el sueldo. Lo que convenía era ver de pagarle la gasolina a don Lotario, que ése lo hace por amor al arte.
Cuando Plinio marchaba para su casa, ahora sí que rendido de sueño de verdad, don Lotario lo detuvo en la esquina del herradero:
—Oye, Manuel; ha estado aquí la Rocío para invitarnos a merendar a su huerta mañana para celebrar el éxito. ¿Iremos?
—Muy bien, pero en tartana.
—De acuerdo.
—¿Dormirá usted la siesta, supongo?
—No, tengo que ir al Casino para contar tu faena.
—La nuestra, dirá usted.
—No, no, la tuya, Manuel, que eres el más grande. Oye una cosa, Manuel… —dijo don Lotario, cuando ya estaba separado unos pasos de Plinio.
—¿Qué quiere usted?
—¿Tú tenías la seguridad de que era Serafín?
—No… Cuando entramos en su casilla a registrar me lo jugué todo… Si no hubiésemos hallado las pruebas indiscutibles, habríamos fracasado para siempre. Porque él, al saberse sospechoso, no hubiese vuelto a matar.
—¿Sospechaste de él desde el principio?
—Confieso que no. Ni yo ni nadie. No sé por qué parece un hombre honrado. Caí en la cuenta cuando vi las diferencias entre el último crimen y los anteriores. La meticulosidad y orden con que se cometieron éstos me hizo pensar en ese hombre, todo orden, silencio y puntualidad, que es Serafín… Y luego, el saber por el Chavico que solía charlar con los meloneros que pasan.
Don Lotario, oyéndole, movía la cabeza con arrobo.