Matilde Manrique tenía treinta y ocho años, pizca más o menos. Era de carnes enjutas y blancas y a veces ponía un gesto de belleza. Pero cuando los ojos del observador empezaban a iluminarse, de pronto ocurría algo en su semblante que emborronaba el agrado.
Plinio, que la tenía muy observada y le aguantó muchas veces la tabarra de sus sueños… o del sueño que decía que soñaba, como luego en parte se descubrió, solía definirla como mujer que vivía con un pie en este mundo y el otro en el camaranchón de los melones. Y decía esto porque Matilde, cuando estaba hablando con alguien y especialmente escuchando, de pronto se le iba el santo al cielo, se le trasponían los ojos y quedaba de reojo al infinito como si columbrara una aparición de sospechosa bondad. A veces estos viajes de su atención eran tan sostenidos y evadientes que era preciso darle un codazo para que regresase a la escena. Dado el aviso, la mujer hacía un guiño de susto, como si despertase, y rehilvanaba la parla por un tiempo prudente. Quizás por estos despliegues tan rarísimos, la mujer no ligó novio y vivía huérfana y sola en un caserón, el de sus mayores, en la calle de la Cruz Verde, reduciendo su actividad a la administración de los viñotes que le dejó su padre, a atender las haciendas de la casa y a no faltar a ninguna misa, función, novena o jubileo de la parroquia de Nuestra Señora de la Asunción. Algo pariente de los Torres y Arrecios, que viven por aquella santa calle, consideraba el San Antón la fiesta capital del año en el universo mundo.
En el pueblo tenía fama de un mucho «virada» y de provocar el sueño más fulminante y duradero de sus asiduos confesores. Que la Matilde era de comunión diaria y confesión semanal. Pero tanto al hablarle al cura como a los paisanos lo hacía con tal desmayo y monotonía, que si a ello se añaden sus fugas esporádicas ya dichas, su trato resultaba de verdad relajante y exiliador. Cuando era ella la que escuchaba, las ausencias eran, claro está, menos notables porque sólo se apreciaban en el virar de los ojos y transposición del gesto. Pero si la fuga le llegaba en pleno discurso, poco a poco se le iba agotando el tono hasta que se quedaba chisteante, con ligero vibrar de labios, y los ojos, ya digo, en las bovedillas del techo si el encuentro era bajo techado o en el gran palio del cielo si era al aire libre.
La más sobresaliente obsesión de Matilde consistía en contar al prójimo que había soñado «otra vez» con una habitación que no había en su casa. Las personas de su trato, ya se sabía, más en broma que en serio, solían preguntarle: «¿Qué, Matilde, soñaste anoche con la habitacionceja?».
A Plinio y a don Lotario, ¿cómo no?, les había contado más de milenta veces el argumento de su sueño, que poco más o menos venía a ser así: Que veía una habitación muy grande, muy grande, que nunca estuvo en su casa, con un aparador, una cama y un ventanillo muy alto; algunas veces, en la habitación misteriosa, había un gato negro, morrongo, sesteando en la cama. Otras estaba su padre —que murió en 1938—, sentado en una mecedora fumando un cigarro. Y con menos frecuencia se veía a sí misma manejando juguetillos y Pulgarcitos.
Plinio, en cachondeo, le solía preguntar:
—¿Y cuando ves al gato morrongo no ves a tu padre?
—No, señor.
—¿Y cuando no ves a tu padre tampoco ves la mecedora?
—No, señor.
—¿Y en qué parte de la casa te dice el sueño que está situada la habitación?
—No sé, Manuel. Siempre me sueño en la puerta entreabierta. Sin haber llegado por parte alguna… Algunas veces subo una escalera. Otras, no. Según.
La Matilde Manrique, cuando contaba su sueño con breves palabras, siempre las mismas, precisaba la imagen del gato diciendo que estaba echadico sobre la cama. La de su padre, que fumaba sentado en la mecedora. En cualquiera de los dos casos siempre citaba el ventanillo y el aparador, uno de cuyos cajones chirriaba mucho al ser abierto o cerrado… Ni su padre hablaba ni el gato maullaba. En cuestión de ruidos sólo se refería al chillar del aparador, aunque no decía quién tiraba de sus cajones para conseguir ese ruido. Este último detalle era el único que le hacía siempre pensar a Plinio, aunque la verdad sea dicha, nunca dio importancia a las cantinelas oníricas de Matilde Manrique.
Y, generalmente, luego de explicar su sueño, se quedaba con los ojos perdidos, en la transposición que se dijo.
El sueño de Matilde era, digamos, una realidad, tan realidad como ella misma, para cuantos la conocían. En el pueblo se hablaba de la habitación de la Manrique como de sitio fijo, aunque disparatado. Otra cosa que llamaba la atención de Plinio algunos minutos cada año era que no se sabía que nadie, a excepción de los gañanes que pasaban por la portada del corral trasero, hubiera entrado jamás en la casa de la calle de la Cruz Verde, ahora de doña Crisanta. Ella entraba y salía ciñéndose mucho a la puerta y echando la llave aunque no fuese más allá de la esquina de enfrente. Era mujer callejera e iglesiera, pero sin recibo ni para las vecinas más próximas. Muchas no habían puesto el pie en aquella casa desde la muerte del padre. Matilde, hasta que fue mayor de edad, tampoco vivió en ella. Estuvo en la casa de su abuela materna.
Así andaban las cosas por junio de 1970, cuando cierta mañana que Plinio pasaba ante la oficina de correos que está en la calle de Socuéllamos, el administrador, asomado a la ventana con su guardapolvos azul, le dijo:
—A propósito, Manuel. Tengo algo que consultarle. Entre, si no le importa.
Pasó el jefe y, aprovechando el frescor de la umbría, se quitó la gorra de plato y enjugó el sudor de su cuasi calva.
—Siéntese, Manuel.
Y con cierto misterio, el administrador abrió un armarito decimonónico y sacó, con mucha delicadeza, una carta de sobre enmielado por el tiempo, que puso sobre las manos del guardia.
—Observe usted esa carta, jefe —le dijo el administrador con aire secreto.
Plinio quedó mirando a la dentadura blanquísima y la sonrisa un poco de payaso del administrador, sin comprender muy bien de qué iba, pero como el hombre no añadía palabra y parecía dispuesto a dejarlo todo a su gestión adivinatoria, el jefe depositó la carta sobre la tabla de su muslo, sacó las gafas, se las puso sobre el riñón de la nariz y remiró el sobre.
El despacho del administrador de correos de Tomelloso era todavía el mismo que tuvo antaño don Juan Ugena. Mesa, armario, sillón y dos sillas galdosianas; sin más cuadros, lámparas, alfombras u ornamentos. La gran decoración de la estancia era la ventana grande que daba a la calle de Socuéllamos. Ventana con persiana, alterada de vez en cuando por las sombras de las gentes que pasaban por la calle o se detenían a hablar justamente al lado. Pasaban coches y tractores. Y muy de cuando en cuando, se hacía un antiguo silencio. Sobre la mesa, papeles postales y el periódico de la mañana abierto y a disposición para los ratos libres. Daba aquella ventana la impresión de un escenario pequeño en el que a ratos se jugaba una escena breve. En las habitaciones contiguas se oía el martilleo de los matasellos y las voces de las gentes y carteros que despachaban por las ventanillas. En un rincón del despacho un montón de sacos de lona franjados con la bandera nacional. Y junto a la ventana tres jaulas con periquitos amarillos que decían sin cesar: «perico, perico».
El sobre de la carta iba dirigido a don Alfredo Hevia, de Gijón. Detrás el remite: «Sebastián Manrique. Cooperativa de la C. N. T. Calle de don Víctor Peñasco. Tomelloso».
—Cooperativa de la C. N. T. —casi rezó Plinio—; coño, coño, pues de cuándo es esto.
—Mire el matasellos… mire… 1936.
—¿Y qué hace aquí esta carta desde hace treinta y cuatro años?
—Usted es que no lee los periódicos.
—No mucho, no.
—Últimamente ha sido descubierta en Asturias una saca de cartas de distintas procedencias, extraviada en 1936, seguramente cuando la caída de Gijón.
—¡Ángela María!
—Y están tratando de buscar a los destinatarios o, en su defecto, quiero decir si han desaparecido, a los remitentes o lugar de remesa para entregársela al que la mandó o a la persona más próxima. Y parece ser, según este oficio, que en Gijón, de este don Alfredo Hevia no hay ni recuerdo… Dice concretamente que murió sin dejar familia, antes de acabar la guerra.
—Ya, ya.
—Entonces, mi gestión con usted y perdone la molestia, es la siguiente: ¿usted sabe quién era o quién es Sebastián Manrique que trabajó en la C. N. T.?
Plinio, con los ojos guiñados, se quedó mirando al resol que se filtraba a través de la enorme persiana y después de pasarse los dedos índice y pulgar por las comisuras de la boca, dijo:
—Claro que sé quién era. Pero no recuerdo que tuviese nada que ver con los de la C. N. T.
—¿Ya murió?
—Sí. Sólo queda una hija, Matilde Manrique, que vive en la calle de la Cruz Verde, hacia la mitad, en la acera de la derecha.
—Ya suponíamos aquí que sería esa señora o señorita la heredera… Manuel, le agradezco mucho su información —dijo el administrador volviendo la carta al armario donde antes estaba—. ¡Qué cosas, eh! —dijo de pronto el de correos mirando a Plinio más con sus dientes blanquísimos que con sus ojos.
Plinio seguía pensativo. Dos mujeres se habían parado ante la ventana y con las cestas al brazo hablaban muy deprisa. Sus figuras se veían rayadas por la falsilla de la persiana.
Al día siguiente por la mañana, a pesar de estar a primeros de junio, hacía un calor agostino. Plinio, cuando volvió de desayunar de la casa de la Rocío, se quitó la gorra, se desabrochó la guerrera y apoyando la cabeza en el respaldo del sillón, colocándose las manos entre las partes pudendas, se dedicó unos minutos a descansar. Por la plaza sonaban los motores de los coches y camiones, y de los pasillos del Ayuntamiento llegaban voces y taconeos. A lo mejor había suerte y lo dejaban media horita así, desflecao sobre el asiento. La noche última durmió mal con el calor. Su mujer no quería abrir la ventana de la alcoba, por aquello de que a su madre le dio un aire que le puso la boca torcida hasta la muerte, por dejar una noche de agosto la ventana entornada. Y hasta que no se mudaban a la alcobilla de abajo, ya bien andado el verano, Plinio pasaba muy malas noches en la baja primavera. Que así como resistía muy bien el frío, el calor le desgalichaba mucho el cuerpo y el aparato sensitivo.
Pero no hubo suerte en el relajo. Apenas llevaba Manuel González quince minutos en aquella flojedad y descanso, cuando notó que se abría la puerta de su despacho con mucha cautela. Miró entre pestañas y vio que por el entreabierto asomaba la nariz y los ojos avizorantes de Matilde Manrique, la del sueño terquísimo.
—¿Se puede, Manuel?
—Pasa.
—A los buenos días. Veo que se ha quedado usted un poco vencido.
—Es que anoche dormí malamente.
—Y yo igual, mire usted. Pero me puse a rezar y al tercer rosario me quedé frita.
—Así, cualquiera.
—Pues haber hecho usted lo mismo.
—La primera noche que me desvele lo haré. Tú, descuida. Siéntate. ¿Qué te trae por aquí? No me dirás que has vuelto a soñar después del rosario con el gato sobre la cama.
—No. Vengo por lo de la carta que usted sabe. Me dijo el administrador que usted le señaló que yo era la hija del remitente, Sebastián Manrique… ¿Qué es un remitente?
—Remitente es el que manda la carta.
—¡Ah, claro! Fíjese, al cabo de tantos años un escrito de mi padre. Me dio un no sé qué al verla. Ya no me acordaba cómo era su letra.
—Lo que no sabía es que tu padre trabajó en la cooperativa de la C. N. T.
—Ni yo tampoco, Manuel. Piense que cuando él murió yo tenía tres o cuatro años.
—Ya, ya.
—Sería alguna temporada. Como le incautaron las viñas y la bodega…
—¿Y qué dice la carta?
—Pues no entiendo ni ajo. Y por eso se la traigo a usted, por si le saca alguna sustancia. Mírela.
Y sacándola de entre las hojas del libro de misa que llevaba en la mano, la puso sobre la mesa. Plinio se caló las gafas y empezó a leer a media voz:
Señor don Alfredo Hevia. Muy señor mío:
La presente es para decirle que dentro de las cosas naturales de la guerra, este pueblo está bastante tranquilo y todos con salud. Suponemos que usted también estará bien. Así es que no se preocupe. El cordero que usted nos mandó está gordo, hermoso y muy bien cuidado. Lo llevaré al campo así que mejore el tiempo. Nos gustaría saber de usted. Escriba a la cooperativa de la C. N. T., en la calle de don Víctor, donde ahora tengo un empleíllo. Muchos recuerdos de todos y salud, como ahora se dice. Su seguro amigo que lo es,
SEBASTIÁN.
Cuando Plinio acabó la lectura quedó mirando por encima de las gafas hacia la ventana empersianada con cara de pensar mucho. Luego echó un reojo a la Matilde, que en aquel momento estaba completamente traspuesta, con los ojos virados hacia la séptima esfera y las manos engarzadas con cierto enclavijamiento. Plinio sacó un cigarro de «caldo» y empezó a liar, sin abandonar su semblante meditativo y a la vez avizorante, hacia el vuelo o tránsito de la Manrique. Como prendido el pito y el humo regodeante por el ambiente, la otra seguía en órbita, Manuel dejó caer el mechero sobre el tablero de la mesa, a cuyo ruido la lela volvió los ojos a la escena y luego de humedecerse los labios con una lengua tímida y pequeñaja, dijo con tono natural:
—Usted ha entendido algo, Manuel.
—Creo que no hay mucho que entender —dijo el jefe con gesto hipócrita—; una carta de un amigo asturiano.
—Nunca oí que los de mi familia tuvieran tratos en Asturias. Ni en Asturias, ni en León… Si fuera en Pedro Muñoz o en Alcázar.
—Tú qué sabes…
—Y eso del cordero tiene miga. ¿Por qué iba mi padre a hablarle de un cordero a ese hombre de Gijón…?
A Plinio le extrañó esta observación de quien decía no entender la carta, y la miró ahora con un reojo muy jodido.
—… Como me ha dicho don Belarmino el cura, en Gijón hay vacas y no corderos.
—Coño, Milagros; de modo que ya has consultado con el cura… Te podías haber ahorrado el venir aquí después de tan docto consejero —dijo Plinio con mosqueo.
—Es que me fui a confesar con él… y ya al paso —replicó la otra un poco confusa.
—Te lo entiendo todo, Manrique… El cura te ha puesto en ascuas con la vaca y el cordero.
—Ea…
—A lo mejor es que tu padre, al escribir, se confundió de animal y puso cordero por vaca.
—No se haga usted el tonto, Manuel, que lo del cordero tiene miga. En eso estoy con don Belarmino.
—Pues mira, Matilde, si estás con don Belarmino, vuélvete con él que te lo ponga todo en claro. Que en este país, desde los tiempos más antiguos, los curas se tienen que meter en todo… y no siempre para acertar.
—No se ponga usted así. Pues, anda con Dios, y qué hombre éste.
—No me pongo de ninguna manera; lo que pasa es que no creo que tenga yo que hacer nada en este asunto de corderos y muertos de hace treinta años.
—Si ya lo sé, Manuel; usted me entiende, es por la curiosidad de lo que podía decir mi pobre padre.
—Yo de verdad que no le doy ninguna importancia. Es de las muchas cartas que se escriben; y que todo lo de la guerra siempre tiene un aire misterioso.
—Ahí está la cosa, en el aire misterioso. Usted lo ha dicho, igualico que don Belarmino.
Plinio se frotó las manos con cara de muy mal café al oír otra vez el nombre del cura, y la Matilde, como si de pronto volviese a oír el cuerno celestial, rodó los ojos y entreabrió la boca. Plinio la miró con descaro por encima de las gafas… «Ahora va y me cuenta su sueño otra vez», pensó. Pero, no. Matilde, al cabo de unos segundos, regresó suavemente su pensamiento de aquellas playas lontanas donde solía bañarlo tan a menudo y le preguntó con voz tierna:
—Manuel, ¿usted conoció a mi padre?
—… Sí, hija mía. Mucho —dijo Plinio casi compasivo.
—¿Y cómo era, Manuel?
—Era muy suyo.
—¿Qué quiere decir con eso?
—Que tenía mucho carácter. Hacía lo que le venía en gana y no lo que veía hacer a los otros. Eso es una buena cosa… A lo mejor lo paraba a uno en la calle y de pronto, como sin venir a cuento, empezaba a hablarle de algo que se traía pensado…
—Igual que yo, Manuel.
—Es verdad. Lo que pasa es que en vez de sueños solía hablar de negocios. A lo mejor te decía a bocajarro: «¿Tú qué harías si te ofreciesen por cinco mil duros una casa vieja en la calle Mayor?». Era una buena persona y franco.
—¿Sí?
—Recuerdo que una vez me dijo aquí, en la puerta del Ayuntamiento: «Oye, Manuel; ¿a ti te gustaría ser concejal?». «¿A mí? —le dije—; yo soy guardia». «Es verdad», contestó riéndose. «Y a usted, ¿le gustaría ser concejal?», le pregunté yo con malicia. Él se echó a reír y dijo: «Sí». Y así, riendo, se alejó sin decirme otra cosa.
—¿Y nunca fue concejal, verdad?
—Sí, cuando ganó Gil Robles.
—No lo sabía… Oiga, ¿y por qué mi padre, que era de derechas, parroquial y santonero, trabajó en eso de la C. N. T.?
—No sé si eso será verdad. Yo no me acuerdo. Pero en la guerra todo el mundo hacía cosas muy raras. Había que comer y conservar la piel. Que en este país, cuando las cosas se ponen cicutrinas, lo despellejan a uno por cualquier gesto desarreglado.
Plinio clavó de nuevo los ojos en la carta amarillenta y tiesa, de tinta lejana y sellos republicanos, y sintió el coletazo del tiempo en su espinazo.
—Mi madre murió tan jovencica, cuando yo tenía un año. Y mi padre cuando tenía los cuatro recién cumplidos. Me fui con mi abuela, que me duró otros pocos años. Luego viví con mi tía Anuncia hasta la mayoría, pero era mujer muy despegada y triste… Qué vida tan sola la mía. Por lo que dice usted de los curas. Ellos y las vecinas fueron mi familia. Novios tampoco me acudieron. Yo soy muy desgraciaíca, Manuel —dijo al tiempo que se metía la carta en el bolsillo y se levantaba con aire resignado.
Plinio la despidió con cierta ternura de ojos y suspiró suave. Pero apenas traspuso la puerta sacudió el amago sentimental y ya sin pereza ni relajo, empezó a pasearse por el despacho con las manos en el riñón, los ojos guiñados y el morro un poco salido, según solía cuando pensaba. Sin dejar de andar, lió otro «caldo» y así estuvo más de un cuarto de hora, hasta que de pronto cogió el teléfono y llamó a don Lotario:
—¿Usted se acuerda si Sebastián Manrique, el padre de Matilde la Soñadora, trabajó durante la guerra en la cooperativa de la C. N. T.?
—Coño, Manuel; haces unas preguntas de repente… Él era muy beato y no le cuadra lo de la C. N. T., aunque, la verdad es que en las cooperativas trabajaron muchos de derechas… Pero a él no lo recuerdo. ¿Qué pasa?
—Nada de particular. Ya le contaré a usted. Otra cosa: ¿le suena a usted el apellido Hevia?
—¿Hevia…? No. Vamos, así, al pronto.
—Ya. Los que deben saber eso de seguro son los del ministerio de información de la calle Nueva.
—Ésos lo saben todo. Hasta lo que no pasa.
—¿Vamos para allá?
—Pero ¿qué pasa, puñeto?
—Ya le explicaré por el camino. Le espero aquí.
Llaman allí ministerio de información a la casa de don Ruperto Cepeda Calabria, sita en el comedio de la calle Nueva, donde a media mañana suelen reunirse los más licenciados y holgones del pueblo a comentar las peripecias del día anterior, sobre todo en lo relativo a noviazgos, abortos, palizas matrimoniales, embarazos ortodoxos y puteriles, enfermedades, agonías, sequías y gorduras de los cuerpos y las vides.
Aquella mañana, a causa del calor, sedentes en butacas de mimbre, in emiciclum sicut solebant, hacían su tertulia en el patio fresquito. Patio entre sevillano y de Castilla, con azulejos, montera de cristal con toldo y una palmera ética y rubianca en el centro, sembrada en una cuba verde. Al fondo, la escalera de mármol blanco con pasamanos de madera barnizada; en las paredes, fotografías de familia, de primeras comuniones y un Sagrado Corazón tras una verjilla de hierro negro. El fresco y la penumbra, el vivo de los azulejos y el ramo sonso de la palmera, conseguían buen escenario para aquella tertulia de señores y señoras mayorcísimos, cuyo deporte de toda la vida fue enterarse y comentar los menudos accidentes biográficos del pueblo.
Ruperto Cepeda, al ver entrar por la puerta entreabierta —que el hemiciclo siempre era abierto— al jefe Plinio y a su colateral don Lotario, puso cara de extraño gozo y levantando los brazos, dijo: «Adelante la justicia».
Con Ruperto Cepeda, cabecera del ministerio, hacían corro, Florencio Colás, especialista en contubernios maricones; Florentino Sánchez, perito en viajeros, que él sabía muy bien quién salía y entraba en el pueblo cada día. Ahora, con los coches, se le despistaban algunos, pero de los que iban y venían en trenes y autobuses, no marraba uno. La Sacra Ramírez, sabuesa de sacristía, experta en curas, monjas, frailes, beatos, funerales y política eclesiástica en general. José Manuel Roncero Cuernavaca, especialista en asuntos económico-domésticos, alcoholeros, vinateros y bancarios. Anacleto Semidiós, corredor de noviazgos formales, por afición se entiende… Y como una institución histórica la gran cronista del pueblo en todo pelaje de incidencias menores, doña María del Amor Hermoso, con noventa y seis años cumplidos. Tenía ésta aire de artista de teatro venida a menos, de señorita de la generación del 98. Todavía con su rostro arrugado y adobado de pintura y polvos de arroz, con el cabello tintado de rubio sangre hecho caracolas y barquillos; conservaba unos ojos de acero entre linces y sensitivos y un volumen de pecho imposible a sus años y a pesar de su delgadez. Daba la impresión de que cada mañana resucitaba en su panteón familiar, se acicalaba con aquel pecho y aquel cabello churrigueresco, se ponía los ojos también prestados y venía al ministerio de información de la calle Nueva. Sus manos, ovillos de huesos y venas azules, o descansaban sobre el esquema del halda o se alzaban de vez en cuando para ordenarse la escultura retinta del pelo. Porque al hablar lo hacía inmóvil, marcando la melodía de la frase o pasión exclamativa con el arqueo de las cejas, movimiento de sus ojos jóvenes o bajando la voz e inclinando un poco la cabeza hacia el oyente en los secretos calderones.
—¿Qué, Manuel; venís de caso o de paso? —preguntó el ministro ofreciendo asiento.
Plinio titubeó un poco:
—Más bien de paso.
—Estábamos hablando de la dimisión de la presidenta de las Hijas de María —aclaró la cronista—. Fíjate, Manuel que ha presentado su dimisión por escrito, y con carácter irrevocable, como si fuese un ministro de los de antes.
—¿Y quién es la presidenta de las Hijas de María? —preguntó Plinio, ingenuo.
Todos se miraron atónitos.
—¿Quién va a ser, Manuel? Parece mentira que seas policía —se asombró doña María del Amor Hermoso—; doña Julia Novillo Castañeda. Lo es desde que acabó la guerra nada menos.
—Yo siempre creí que era presidenta de la Cruz Roja, pero no de las Hijas.
—De las dos cosas, Manuel, de las dos cosas.
—¿Y por qué ha presentado la dimisión?
—El pretexto oficial es su estado de salud —dijo la especialista en asuntos eclesiásticos—, como todas las dimisiones, pero la verdad es muy otra, que algún día acabará por saberse para vergüenza de…
Y a partir de esta misteriosa sugerencia, todos los del ministerio comenzaron a hacer prolijas suposiciones, que a Plinio no le interesaban lo más mínimo. Y tuvo que esperar una buena serie de turnos hasta que se hizo un silencio breve y pudo preguntar sobre el posible trabajo de Sebastián Manrique en la cooperativa de la C. N. T. durante la guerra.
Y fue Florentino Colás el que dio el acierto:
—Sebastián Manrique —dijo presumiendo de memorión y mirando al infinito— estuvo algo así como cuatro meses en la cooperativa, encargado del almacén de comestibles que suministraba a los cooperativistas. Luego se salió porque lo querían llevar a segar.
Todos quedaron pasmados con la erudición de Florentino Colás. El hombre, engreído por la acogida, dio mayor noticia de quiénes y cuándo trabajaron en la cooperativa de la C. N. T. por aquellos últimos años treinta, así como de su destino una vez acabada la contienda.
—Y otra cosa —continuó Plinio cuando Florentino acabó su tema—. ¿A vosotros os suena el apellido Hevia?
—¿Hevia? —saltó rápida la Sacra Ramírez, dedicada a lo canónigo—. Don Pelayo Hevia fue un sacerdote que vino de catedrático del instituto que crearon los republicanos. Catedrático de latín… ¿No recuerdas, Manuel; un cura muy alto y algo desgarbado, ya entrado en años, que iba mucho al fútbol?
—Ahora caigo —saltó don Lotario—; vivía en la pensión Marquina.
—Estuvo aquí no llegaría al año —concluyó la Sacra.
—Ya… Tengo una idea —rememoró Plinio con el cigarrillo entre los labios—. ¿Y qué fue de él?
—No sé —titubeó la Sacra—. Los primeros días de la guerra lo vi de paisano salir del instituto. Pero no sé qué fue de él. Nunca tuvo demasiada sociedad en Tomelloso.
—Yo lo recuerdo muy bien —añadió Florencio—. Era buen profesor, pero arisco. Le dio clases particulares a un sobrino mío.
Plinio dejó de hacer preguntas y se retiró a sus meditaciones particulares, bien cobijado por el humo del cigarro. El pleno ministerial volvió a su tema del día sobre la presidenta de las Hijas de María. Luego hicieron un desvío sobre lo que había costado el traje de primera comunión del hijo de Ramón Álvarez, el procurador.
Cuando salieron a la calle, dijo don Lotario con aire entre satisfecho y despectivo:
—Está visto que para informarse de gentes no hay como este ministerio de bacines.
—Claro que el día que muera doña Ana María del Amor Hermoso van a perder mucho del archivo.
—Ca, ésa no se morirá nunca.
Se llegaron hasta el bar Lovi para tomar el cafetito de media mañana.
—Según lo oído —dijo Plinio mientras meneaba el café— y la carta devuelta después de treinta y cuatro años, don Pelayo Hevia se camufló en Tomelloso y Sebastián Manrique, que debía saber dónde estaba, dio cuenta a su hermano o primo, don Alfredo Hevia, del estado seguro y satisfactorio del «cordero»… Éste es el asunto, que no sé qué coño nos importa…
—La mayor parte de las cosas de nuestra guerra están por saber —sentenció don Lotario—, y también es cosa de buenos policías clarificar la historia.
—¿Y por qué no pudo ser el mismo Manrique el que camufló al don Pelayo Hevia?
—Podría ser.
—Vamos al contao a casa de la Matilde Manrique —dijo de pronto Plinio, dejando el dinero sobre el mostrador del bar.
—Manuel, se te ha puesto cara de pálpito.
—De pálpito o de gilipollas, pero vamos allí a ver si se columbra algo.
Cuando Matilde abrió la puerta de su casa y vio que eran los de la justicia, pareció muy sorprendida. Encajada en el quicio, sin dejar pasar ni salir del todo, los miraba como si no los conociera.
—¿Se puede pasar o no? —preguntó Plinio acusando, reticente, la sorpresa de Matilde.
—Es que estaba guisando —dijo titubeando y sin la menor intención de dejar paso.
—Bueno; puedes seguir guisando mientras hablamos. Te traemos noticias.
Ella no reaccionó. Frunció la boca, viró los ojos hasta el caballete del tejado frontero y quedó talmente como figura de palo. Plinio, con los brazos en jarras, la miraba fijo, como si pretendiera hipnotizarla. Don Lotario observaba a uno y a otra sin entender el juego. Ella, quieta. Plinio, mirón, retador. Así. Pasaba el tiempo. Plinio, por fin, suavemente empujó la puerta. Matilde la sujetó con más fuerza. Volvió sus ojos al jefe. Ojos tristísimos. Casi implorantes. Cerraba el paso con una extraña y apasionada obstinación. Plinio miró a uno y otro lado de la calle. No venía nadie. Con especial pulso puso las manos sobre los hombros de Matilde y la obligó a retroceder después de breve forcejeo. Entró, y don Lotario, con un salto nervioso, tras él. Cerraron.
Plinio no recordaba haber pasado en su vida a aquella casa de patio grande, trazado tal vez el siglo XVIII, con columnas de madera, bovedillas y galería con barandas, antaño pintadas de almagre. Debía hacer muchos años que no había entrado un artesano en la casa. Los muros tenían un turbio color entre de humedad y telarañas. Asomaban hierbas entre las baldosas del patio y en un rincón, con la garrucha rota y sin maroma, quedaba un pozo con brocal de piedra sin pulimentar. No se veían macetas ni muebles. Y en el centro del patio, junto al sumidero, con las alas muy extendidas, se pudría un pájaro muerto. Plinio y don Lotario miraban con asombro aquel abandono y arqueología tan impropio del limpísimo Tomelloso.
Matilde, sin medias y con unas zapatillas a chancla, caminaba a la zaga de ellos, como a rastras. Entraron a un comedor con aparador y trinchero de nogal altísimos, de columnas y bolillos torneados. A través de los cristales empolvados se veía algún vaso antiguo, aislado. La mesa grande del mismo estilo y sólo dos sillas en rincones opuestos. La cocina también era enorme con el suelo de yeso y una chimenea pintada de verde sucio y antiguo. Era, sin embargo, la pieza más cuidada. Sobre el fogón aceiteaba una sartén sobre lumbre de leña. Toda la casa tenía aire de cuartel abandonado.
Matilde, de manera mecánica, se acercó al fogón y movió con el cucharón las asadurillas que se freían en la sartén. Eran asadurillas, bofes, riñones y criadillas con ajos. La fritanga quedaba un poco oscura, sin más animación que el verde de los ajos. Sin embargo, esparcía un olor tan apetitoso que Plinio no pudo remediar un ligero arremangue de nariz. A lo mejor fue por este aroma carnívoro su cambio de táctica. Así es que se sentó en la única silla que había junto a un viejo armario de pino sin pintar y con mucho comedimiento sacó el paquete de «caldo» y ofreció a don Lotario.
—Matilde —le dijo con voz paternal—. Ya sabemos quién era ese «cordero» a quien se refería tu padre en la carta.
Sin contestar miró al guardia con dramática curiosidad.
—Era un cura que fue profesor de latín en el instituto. Matilde callaba, pero haciendo mucho oído, no queriendo perder ni una letra de los textos de Plinio.
—Debió camuflarse en alguna casa cuando empezó la guerra y tu padre se lo comunicaba a su pariente, hermano, tío o padre, vaya usted a saber, Alfredo Hevia. ¿Tú oíste alguna vez hablar de don Pelayo Hevia, de ese cura del instituto?
Matilde, como dice el romance, fincó callada.
—A lo mejor fue tu padre el que camufló al cura. Tu padre era un buen hombre. Tu padre, en efecto, trabajó dos o tres meses en la cooperativa de la C. N. T.
Matilde volvió a darles la espalda. Apartó la sartén y tapó el hornillo con unos rulos. Sin nada entre manos siguió de espaldas.
Se veía que Matilde no quería seguir la conversación por alguna razón que no se les alcanzaba. Los visitantes se miraron sin saber qué hacer. Plinio, después de darle unas cuantas chupadas al cigarro, como pensando, sin decir palabra, se levantó y lentamente pasó al comedor. Don Lotario lo siguió tímidamente. Matilde quedó donde estaba, sin volver la cabeza. El comedor se comunicaba con una alcoba, con cama de hierro de matrimonio, que debió ser de los padres de Matilde. Había una cómoda grande de nogal, un palanganero de hierro y un crucifijo enorme, como de iglesia. Allí debía dormir ahora Matilde porque la cama estaba bien hecha y con el embozo limpio. Esta alcoba comunicaba con otra, en la que había dos camas cameras, también de hierro, pero sin colchones. Salieron de nuevo al patio y continuaron su leve inspección. Pasaron a un cuarto trastero en el que había unos baúles amontonados, unas jaulas y dos candelabros de hierro. Cuando volvieron al patio vieron a Matilde que, con la boca muy apretada, los ojos guiñados y las manos enclavijadas sobre el pecho, venía tras ellos muy despacio. Daba la impresión de que en el pecho tenía un dolor tan grande que no la dejaba andar… o de que completamente loca componía aquel visaje.
La contemplaron unos segundos. Parecía ausente, arrastrando los pies muy despacio sobre las baldosas con hierba. Plinio, por fin, se encogió de hombros y decidió seguir curioseando por la casa, por aquella casa con aspecto de viejo cuartel de las órdenes militares. Se fueron hacia la escalera, también de baldosas rojas, con pasamanos de hierro. Subieron; ya casi arriba se detuvieron para mirar a Matilde. Ahora estaba en el centro del patio, con las manos cruzadas sobre el pecho, encanada en ellos con los ojos tristísimos. Parecía penitente en procesión.
Todo aquel segundo piso estaba en mayor abandono, si cabe. Habitaciones totalmente vacías, suciedad de lustros, montones de muebles viejos y rotos. Ratones que corrían veloces al oír ruido. Crujir de vigas. Los balcones, velados con cortinas viejas, llenas de telarañas. En el extremo de la galería había unas muñecas destrozadas y un costurero infantil. Plinio se detuvo y miró significativamente a don Lotario. Junto a la cocina encontraron una puerta cerrada. La primera puerta cerrada que veían en toda la casa. Plinio empujó con fuerza, pero no cedía. Por el tamaño de la bocallave se veía que era de cerradura recia. El jefe volvió por sus pasos hasta la escalera. Matilde estaba ahora sentada en el primer escalón, reclinada, con los brazos cruzados sobre el vientre, como si le doliese mucho. Y se balanceaba lentamente, de atrás adelante.
—Matilde —la llamó el guardia con voz convincente. Volvió la cabeza hacia Plinio como si la llamase un desconocido.
—¿Dónde está la llave de esa habitación que hay junto a la cocina?
No contestó.
—Venga, mujer; si queremos ayudarte —le decía Plinio mientras descendía.
Se paró junto a ella y le pasó la mano suavemente sobre el pelo:
—Venga, dame la llave, tontorrona.
—No… no… no… no —empezó a sonllorar con terquería infantil, apretándose algo que tenía dentro del escote.
—No… no quiero… no —seguía como contestando a alguien lejano e invisible.
Plinio, después de esperar un rato, se sentó junto a ella y le dijo:
—Si no me la das tendré que echar la puerta abajo.
Don Lotario, en el escalón superior, miraba la escena entre tierno y sorprendido.
—Venga, Matilde; dame la llave.
—No… no… no quiero.
Plinio pensó que aquello que apretaba con tanto afán bien podía ser la llave y se le ocurrió una estratagema infantil. Se apartó de Matilde y, poniéndose de pie, dijo a don Lotario en voz baja:
—Hágale usted cosquillas en los sobacos.
Don Lotario miró a su jefe y amigo un poco perplejo.
—Venga, haga el favor, pero fuerte.
Y el veterinario, sin abandonar su gesto de extrañeza, se aproximó a Matilde por la espalda, que seguía encorvada y agarrada a lo que tenía en el pecho y empezó a hacerle cosquillas. Con cierta risa infantil, la pobre mujer gritó asustada y echó los brazos atrás. Plinio aprovechó el relajo para meterle mano por el escote y sacar, en efecto, una llave de tamaño más que regular.
—Lo siento, Matilde, no había más remedio.
Ella, con aire indiferente y ausentado, quedó sentada en el escalón.
Volvieron hasta la habitación de la puerta cerrada. Abrieron con facilidad. Encontraron un zaguán desnudo y pequeño, del que arrancaba una escalera estrecha que llevaba al sobrado. Subieron uno a uno. La puerta del camarón, también estrecha, tenía la llave puesta. Entraron. Era muy grande, iluminado por ventanas con alambreras y cristales sucios. Había viejos aperos de labranza, aguarones, rollos de maroma, varjas, tijeras de esquilar oxidadas, un santo de madera despintado y sin narices, jaulas, una silla de montar de estilo andaluz, arcaduces y, en la pared del fondo, un enorme trillo. Plinio, con los brazos en jarras, empezó a examinarlo todo con gesto fatigado. Don Lotario, más indiferente, se sacudía la americana llena de polvo. Ya junto al trillo, el jefe, después de un examen superficial, se fijó en el suelo con mucha atención. Don Lotario le siguió la mirada… se veían trozos de rasilla, picaduras de yeso. Plinio quiso ver qué había entre el trillo y la pared donde estaba apoyado.
—Ayúdeme, don Lotario.
No pesaba tanto como suponían y apenas apartado, apareció un gran boquete hecho en el delgado tabique de rasilla, en forma de burda ventana, que comunicaba con otra habitación o antigua parte del camarón, ahora casi en tiniebla. Plinio y don Lotario, con las cabezas juntas, oreja con oreja, estuvieron mirando un buen rato el extraño cuadro que por aquel ventanillo improvisado se veía. Daba la impresión de que con aquel tabique habían cortado el extremo del camarón, dejando algo así como una habitación de unos diez metros cuadrados. Posiblemente esta división estuvo siempre y lo verdaderamente posterior fue el entabicado de una puerta, que estuvo exactamente donde se había abierto el boquete a golpes de picola y que cubría el trillo. Un ventanillo, como los demás del camarón, cubierto de polvo y telarañas, dejaba pasar la escasa luz que iluminaba aquel oculto apéndice. Realmente toda la habitación estaba cruzada por gigantescas telarañas… Y después de examinado con mucha meditación, dijo:
En primer término, un aparador muy alto y una mecedora curvada, y al fondo una cama. Sobre ella, entre unos cobertores llenos de polvo, asomaba, semivuelto, el esqueleto, mejor dicho, la momia de un hombre con la cabeza muy gorda. Aunque parezca mentira, lo que más imponía era aquella quietud, aquella mugre, aquel silencio de tumba desvelada. Se notaba que era una quietud de muchos años, un mundo pequeño y detenido, un silencio perfecto, almohadillado por tanto polvo, por tantas telarañas, por tan callada tragedia.
El boquete abierto con picola no permitía la entrada de una persona. Plinio metió por él la mano con el mechero encendido. Pero fue inútil. La momia quedaba en la misma tiniebla y lejanía. En aquella postura escorzada sobre el embozo mugriento. A la luz del mechero sólo se apreciaba con más detalle el tejido sucio brillante de las telarañas que cubrían todo el volumen de la habitación, formando a todas las alturas doseles o palios de tejido marrón, brillante y misterioso.
Plinio apuró el examen y comprobó que, en efecto, el tabique era mucho más antiguo que el enrasillado de la puerta que fue. Aunque todo había sido enjalbegado a la vez, la parte de la puerta quedaba más clara. Y el agujero que permitía ver aquella celda del muerto estaba picado sobre el mismo lugar donde estuvo la puerta. Plinio y don Lotario se miraron con mucha tristeza.
—Ésta es la habitación que soñaba la Matilde —dijo el veterinario.
—Que soñaba… y que veía.
—Este boquete lo ha abierto ella.
—Seguro… Ha sido de las pocas personas que ha tenido oportunidad de encontrar el escenario de sus sueños.
—De sus tristes sueños.
—Eso es verdad.
La Matilde seguía sentada en el escalón donde la dejaron, con los brazos cruzados sobre el pecho y la cabeza reclinada.
Plinio, pensativo, se sentó en el descansillo. Don Lotario lo imitó.
El guardia sacó el paquete del «caldo». Liaron con mucha melancolía y rememoración.
—Pobre don Pelayo Hevia —suspiró el jefe.
—Y pobres todos nosotros.
—Y la más pobre de todos, ahí la tiene usted, destrozada por la tragedia que no alcanzó a vivir.
—¿Qué crees que pasó, Manuel?
—Lo más seguro es que el cura Hevia murió y Manrique, que le dio miedo comunicar el caso, lo ennichó en la alcoba. Cuando Manrique también murió en la guerra se llevó el secreto a la huesa.
—Ya.
Abajo, en el patio, a unos dos metros del primer escalón, junto al sumidero, estaba el pájaro muerto, con una ala tiesa, como despidiéndose.