CAPÍTULO IV

Me restablecía despacio, y cuando abandoné en definitiva el lecho, mi razón seguía aún presa de una especie de torpeza que, por mucho tiempo, me impidió comprender lo que me había pasado. En ciertos momentos me parecía que soñaba, y recuerdo que deseaba, en efecto, que cuanto me había sucedido no fuese más que un sueño. Por la noche, al dormirme, esperaba que me despertara de nuevo, súbitamente, en nuestra pobre habitación y vería a mis padres. Pero, por fin, la razón reapareció poco a poco, y comprendí que me había quedado sola por completo y que vivía en una casa extraña. Entonces fue cuando sentí por primera vez que era huérfana…

Comencé por examinar ávidamente cuanto me rodeaba y era tan nuevo para mí. Al principio todo me pareció extraño y maravilloso. Todo me molestaba: las nuevas personas y las nuevas costumbres. Las habitaciones del antiguo hotel del príncipe, que me parece estar viendo aún, eran grandes, altas y lujosas, si bien tan sombrías y oscuras, que recuerdo haber sentido miedo muy en serio al aventurarme por un amplio salón, donde creía que llegaría a perderme. Mi dolencia no había terminado en realidad, y mis impresiones eran sombrías y penosas, adecuadas a aquella morada solemne y taciturna. Además, una angustia, todavía imprecisa para mí, aumentaba cada vez más en mi joven razón. Asombrada, me detenía delante de un cuadro, de un espejo, de una chimenea labrada a conciencia o de una estatua que parecía escondida adrede en una hornacina profunda con objeto de observarme mejor y horrorizarme… Me detenía; luego olvidaba de pronto por qué me había detenido, lo que deseaba y en qué pensaba; y cuando volvía a recordarlo, el temor y la turbación me invadían de nuevo y mi corazón comenzaba a latir con fuerza.

De todas las personas que llegaban a verme cuando yo estaba enferma en el lecho, me impresionó, sobre todo, el viejo doctor, por su semblante de hombre ya de bastante edad, serio y bueno, que me miraba con una compasión profunda. Me agradaba su rostro más que los de los otros. Hubiera querido hablarle, pero no me atreví a ello. Estaba siempre muy triste, hablaba muy poco, empleando frases muy cortas, y jamás aparecía en sus labios la sonrisa. El mismo príncipe X… fue quien me encontró y me recogió en su casa.

Cuando empecé a restablecerme, sus visitas se hicieron cada vez menos frecuentes. Por fin, la última vez que fue a verme me llevó bombones y un libro con estampas; luego me besó, hizo sobre mí el signo de la cruz y me preguntó si estaba ya más contenta. Para consolarme añadió que muy pronto tendría una compañera, una chiquilla de mi edad, su hija Catalina, que entonces se encontraba en Moscú. Después de decir algunas palabras a una francesa ya mayor —la institutriz de sus hijos— y a una mujer joven que me cuidaba, me recomendó a ellas. Luego estuve tres semanas sin verle.

El príncipe vivía en su casa completamente aparte. La princesa ocupaba la mayor parte del hotel. También ella permanecía durante semanas enteras sin ver al príncipe. Más adelante, observé que ella misma y todos los familiares hablaban muy poco del príncipe, como si no estuviese allí. Todos le respetaban, y hasta, cuando le veían, demostraban quererle; sin embargo, le consideraban hombre extraño y raro. Lo parecía, en realidad, y él mismo se daba cuenta de que no era como todo el mundo; por eso procuraba mostrarse lo más de tarde en tarde posible… Páginas adelante, tendré ocasión de hablar de él al detalle.

Una mañana me dieron ropa muy blanca y muy fina, me vistieron un traje de lanilla negra adornado de gasa blanca, que miré con un triste asombro, y me hicieron bajar al aposento de la princesa.

Cuando entré allí, me detuve como aturdida. No había visto nunca tanta riqueza, tamaña magnificencia. Pero aquella impresión duró poco, y me puse pálida al escuchar la voz de la princesa, que ordenaba conducirme a su lado. Mientras me vestían, yo había pensado —Dios sabe por qué tuve semejante pensamiento— que me preparaban algo que me haría sufrir.

En general, había entrado en mi nueva vida con una desconfianza extraña hacia cuanto me rodeaba. Pero la princesa se mostró muy afable conmigo y me besó. Yo me atreví a mirarla. Era la misma señora que había visto cuando recobré el conocimiento, después de mi síncope. Temblé toda al besarle la mano, y no me sentía con fuerzas para responder a sus preguntas. Me pidió que me sentara junto a ella en un taburete bajo. Aquel sitio parecía preparado para mí. Se veía que la princesa pretendía solo quererme con toda su alma, colmarme de caricias y reemplazar a mi madre; mas yo no podía comprender, de ningún modo, que aquella era una suerte feliz para mí y apenas despertó en mi interés.

Me dieron un libro con estampas muy bonito, diciéndome que las mirase. La princesa estaba escribiendo una carta. De cuando en cuando dejaba su pluma y se ponía a hablar conmigo; pero yo me turbaba y no podía responder. En una palabra, aunque mi historia era extraordinaria, aunque la fatalidad y diferentes influencias misteriosas desempeñaban en ella un gran papel, y en general estaba llena de cosas interesantes, inexplicables, hasta fantásticas, yo, personalmente, contraria por completo a aquella apariencia melodramática, parecía una niña muy vulgar, tímida y tonta inclusive.

Esto era precisamente lo que más disgustaba a la princesa, y me pareció que inmediatamente se cansó de mí, de lo cual solo yo tenía la culpa.

A las tres o cosa así, comenzaron las visitas. La princesa se tornó de súbito más atenta, más cariñosa conmigo. A las preguntas de los visitantes, respecto a mi respondía que tenía una historia en extremo interesante, y empezaba a relatarla en francés. Mientras ella hablaba, me miraban, movían la cabeza y lanzaban exclamaciones. Un hombre joven dirigió hacia mi sus anteojos; un viejecillo, con el pelo muy blanco y muy perfumado, quiso besarme… Yo palidecía y enrojecía alternativamente. Permanecía sentada, con los ojos bajos, temiendo hacer cualquier movimiento, temblándome todo el cuerpo. Mi corazón sufría. Me transporté con el pensamiento a nuestro desván. Me acordé de mi padre, de nuestras largas veladas taciturnas, de mamá, y ante el recuerdo de mamá, las lágrimas acudieron a mis ojos, se me oprimió la garganta y deseé huir, desaparecer, quedarme sola…

Cuando terminaron las visitas, el rostro de la princesa se hizo más duro. Entonces me miraba más severamente, y lo que sobre todo me horrorizaba eran sus ojos negros, penetrantes, que permanecían fijos en mí a veces durante un cuarto de hora, y sus delgados labios muy apretados.

Por la noche me condujeron a la parte alta del edificio. Me dormí con fiebre. A medianoche me desperté llorando a causa de las pesadillas. Por la mañana se repitió la misma ceremonia: me condujeron de nuevo a presencia de la princesa. Por último, dejó de contar mis aventuras a sus visitantes y estos de escucharlas. Además, yo era una niña muy ordinaria, sin ingenuidad alguna, según expresión de la princesa al hablar a una señora de edad, que le preguntó si se aburría conmigo; de suerte que, una noche, me condujeron al piso más alto y ya no bajé más a presencia de la princesa. Así terminó mi período de valimiento. Por otra parte, tenía permiso para ir adonde quisiera, y como no podía sostenerme en pie a causa de mi profunda angustia, me consideraba muy satisfecha al aislarme de todos en las amplias salas.

Recuerdo que sentía un vivo deseo de hablar con los familiares de la casa; pero temía mucho contrariarles y prefería quedarme sola. Mi pasatiempo favorito consistía en ocultarme en cualquier rincón donde nadie me viese o detrás de un mueble cualquiera y allí rememorar lo que me había pasado y pensar. Pero —cosa extraña— parecía olvidar lo último que había ocurrido en casa de mis padres y aquella terrible historia. Por delante de mí pasaban los rostros y los hechos y todo lo evocaba: la última noche, el violín y mi padre. Recordaba cómo le había procurado el dinero, pero no podía reflexionar acerca de estos acontecimientos y analizarlos. Solo se oprimía mi corazón al acordarme de ellos. Llegaba al momento en que recé por mi madre muerta y un escalofrío recorría todos mis miembros. Temblaba, exhalaba un leve grito, mi respiración se tornaba fuerte, y sobrecogida de espanto, abandonaba mi rincón.

Por otra parte, no era exacto que se me dejara sola; se me vigilaba sin cesar y con mucho celo, ejecutando puntualmente todas las instrucciones del príncipe, quien había ordenado se me otorgara completa libertad y no se me contrariara en nada, pero que no me perdieran de vista ni un solo instante. Observé que, de cuando en cuando, alguno de los familiares o domésticos dirigía una mirada a la habitación donde yo me encontraba y se marchaba después, sin decirme una palabra. Yo me quedaba muy asombrada y un poco inquieta ante semejante atención. No podía comprender por qué se hacía aquello. Me parecía que se me acechaba con algún fin, que tenían la intención de hacer algo conmigo más adelante.

Buscaba siempre el rincón más apartado con el fin de poder ocultarme allí en caso de considerarlo necesario. Una vez salí por la escalera principal. Era toda de mármol, amplia, cubierta con una alfombra y adornada de plantas y hermosos jarrones. En cada rellano estaban sentados, en silencio, dos hombres de elevada estatura, vestidos de una manera extraña, enguantados y con corbata azul. Los miré, asombrada, no pudiendo comprender por qué estaban allí y por qué callaban. Mirábanse uno a otro sin hacer nada…

Aquellos paseos solitarios me agradaban de un modo progresivo. Además, existía otra razón por la cual huía de mi aposento. Arriba vivía la anciana tía del príncipe, y apenas abandonaba sus habitaciones. El recuerdo de aquella vieja está grabado claramente en mi memoria. Era quizá el personaje más importante de la casa. En sus relaciones con ella, todos observaban una etiqueta severa, y la princesa misma, cuya mirada resultaba siempre tan soberbia y tan altiva, tenía que subir dos veces a la semana, en días fijos, a visitar a su tía. De ordinario, acudía por la mañana y entablaba una conversación banal, interrumpida a menudo por silencios imponentes, durante los cuales la vieja murmuraba algunas plegarias o desgranaba un rosario. La visita no acababa hasta que lo deseaba la tía. Entonces se levantaba y besaba a la princesa en los labios, lo cual significaba que la visita había terminado.

Otras veces, la princesa debía acudir todos los días para rendir pleitesía a su pariente; pero después, a instancias de la vieja, seguía un ligero descanso. Durante los otros cinco días de la semana, la princesa solo se informaba, por las mañanas, acerca de la salud de su tía. En general, la vieja princesa vivía casi recluida. Era soltera. A los treinta y cinco años entró en un convento, donde pasó diecisiete años, aunque sin profesar. Abandonó el convento para acudir a Moscú, a casa de su hermana, la condesa de L…, que se había quedado viuda, y cuya salud se alteraba de un año para otro, y para reconciliarse con su segunda hermana, la princesa X…, con la cual estaba enfadada desde hacía más de veinte años.

Decían que las tres viejas habían querido separarse muchas veces, sin resolverse jamás a ello, pues en el momento de hacerlo se daban cuenta de lo muy necesaria que era cada una de ellas a las otras dos para preservarse del tedio y de las molestias de la vejez. A pesar del poco atractivo de su vida y del tedio solemne que reinaba en su hotel de Moscú, toda la alta sociedad se creía obligada a visitar a las tres reclusas. Las consideraban como guardianes de todas las tradiciones aristocráticas, como la historia viva de toda la aristocracia.

La condesa dejó tras sí varios recuerdos memorables. Era una mujer excelente. Las personas que llegaban de Petersburgo le reservaban su primera visita. El que era recibido en su casa podía serlo en todas partes. Pero murió la condesa, y las otras dos hermanas se separaron. La mayor, la princesa X… se quedó en Moscú para recoger su parte de la herencia, pues la condesa había muerto sin dejar hijos. La menor —la que había estado en el convento— fue a vivir a Petersburgo, a casa de su sobrino, el príncipe X…

En cambio, los dos hijos del príncipe —una hija, Catalina, y un hijo, Alejandro— se quedaron en Moscú, en casa de su abuela, para distraerla y consolarla en su soledad. La princesa, que amaba apasionadamente a sus hijos, no se había atrevido a decir nada al separarse de ellos por todo el tiempo que durase el luto. Olvidaba decir que toda la casa del príncipe, cuando fui recogida en ella, estaba aún de duelo; pero ya el plazo tocaba a su fin.

La anciana princesa iba toda vestida de negro, ostentaba un vestido sencillo de lana, con un cuellecito blanco plisado, lo cual le daba el aspecto de una hermana conversa. No abandonaba su rosario nunca. Hacía salidas solemnes para dirigirse a misa, observaba todos los ayunos, recibía la visita de diferentes eclesiásticos, leía libros piadosos, y en general, llevaba una vida casi monacal.

Arriba, el silencio era aterrador. No se toleraba que rechinase una puerta; la vieja poseía el oído de una muchacha de quince años, y enviaba inmediatamente a preguntar la causa del ruido, aunque este ruido consistiera en un crujido, y no más. Todos hablaban en voz baja; todos andaban de puntillas, y la pobre francesa, una mujer también de edad, se veía obligada a renunciar a los tacones altos, a pesar de preferirlos: los tacones estaban prohibidos.

Dos semanas después de mi instalación, la anciana princesa envió a tomar informes acerca de mí: quién era yo, cómo me encontraba en la casa, etcétera, etcétera. Muy respetuosamente y en seguida se le dio satisfacción de todo. Entonces envió a la sobrina un segundo mensaje, preguntándoles por qué la princesa no me había visto hasta aquel día.

Al punto se movió un gran revuelo. Me peinaron; me lavaron cara y manos, aunque estaban muy limpias: me dijeron cómo tenía que andar, que debía saludar, mirar más alegre y afablemente, hablar… En una palabra, se me aleccionó para el caso. Luego fue enviada una mensajera por nuestra parte para preguntar si la princesa deseaba ver a la huérfana. La respuesta fue negativa; pero quedé convocada para el día siguiente, a raíz de la misa. No dormí durante toda la noche. Me han contado después que estuve delirando, diciendo que había de ir a ver a la princesa para pedirle perdón…

Por fin, tuvo lugar la presentación. Vi a una viejecita muy delgada, sentada en un sillón inmenso. Me saludó con un movimiento de cabeza y se puso sus anteojos para examinarme mejor. Recuerdo que no le satisfice por completo. Observó que yo estaba en estado completamente salvaje, que no sabía siquiera hacer una reverencia ni besar la mano… Comenzó el interrogatorio y apenas respondí; pero cuando me preguntó por mis padres, me eché a llorar. Esto desagradó a la vieja. Sin embargo, trató de consolarme y me recomendó que tuviera confianza en Dios. Después me preguntó cuándo había estado en la iglesia por última vez. Apenas comprendí su pregunta, pues mi educación había permanecido abandonada. La anciana princesa se aterró.

Mandaron llamar a la sobrina. Se celebró consejo. Quedó decidido que me condujeran a la iglesia al domingo siguiente, y la anciana princesa prometió entonces rogar por mí; pero dio orden de que me sacaran de allí, pues, según decía, le había producido una impresión muy lamentable. No había en aquello nada de extraordinario, y hasta debía de ser así; se veía que yo le había disgustado francamente. El mismo día enviaron a decir que yo hacía demasiado ruido y que se me oía en toda la casa, aunque había estado durante todo el día sin moverme. Por lo visto, aquella era una opinión de la vieja; sin embargo, al día siguiente hicieron la misma observación.

Aquel mismo día dejé caer un vaso, que se rompió. La francesa y todas las doncellas llegaron al colmo de su desesperación. Inmediatamente se me trasladó a la pieza más apartada, hasta donde todos me siguieron, presa del más profundo terror.

He olvidado cómo terminó aquella historia; pero ello es que me consideré feliz al quedarme sola en los grandes salones, sabiendo que allí no molestaría a nadie.

Recuerdo que una vez me senté en un salón del piso bajo, y ocultando mi rostro entre mis manos, con la cabeza baja, permanecí así durante no sé cuántas horas. Pensaba y pensaba sin interrupción. Mi espíritu no estaba aún bastante maduro para resolver toda mi angustia y algo me oprimía el alma cada vez más. De pronto, una voz dulce me llamó:

—¿Qué tienes, pobrecita?

Levanté la cabeza. Era el príncipe. Su semblante expresaba una compasión profunda y yo le miré con una expresión tan dolorosa, que aparecieron lágrimas en sus grandes ojos azules.

—¡Pobre huérfana! —exclamó, acariciándome la cabeza.

—¡No, no; huérfana, no! ¡No! —protesté.

Los sollozos se escapaban de mi pecho y todo mi ser se hallaba trastornado.

Fui hacia él. Le cogí la mano y la besé, y, sollozando, repetí con voz suplicante:

—¡No, no; huérfana, no!

—Hija mía, ¿qué tienes?… Querida mía, pobrecita Niétochka, ¿qué tienes?

—¿Dónde está mamá, dónde está mamá? —pregunté entre sollozos, no pudiendo ocultar mi angustia y cayendo de rodillas delante de él—. Di, ¿dónde está mamá?

—¡Perdóname, hija mía!… ¡Ah, pobrecita mía!… He despertado sus recuerdos… ¿Qué le he hecho?… ¡Vaya; ven conmigo, Niétochka… Vamos!…

Me tomó de la mano y rápidamente me llevó consigo. Le había conmovido hasta lo más profundo del alma. Por fin llegamos a una habitación que no había visto nunca. Era una capilla. Caía la noche; las luces de las lámparas se reflejaban en los marcos dorados y en las piedras preciosas de los iconos. Los rostros sombríos de los santos miraban a todas partes. Aquello contribuía a que pareciese la estancia diferente a las demás. Todo era tan misterioso, tan oscuro, que me quedé sobrecogida y el espanto embargaba mi corazón. Además, ¡me hallaba en una disposición de espíritu tan enfermiza! El príncipe me hizo que me pusiera de rodillas delante de la imagen de la Santa Virgen y se colocó detrás de mí.

—Reza, hija, reza. Recemos ambos —me dijo con voz dulce y entrecortada.

Pero yo no podía rezar. Estaba atónita, como horrorizada. Recordaba las palabras de mi padre durante la última noche, junto al cadáver de mi madre, y sufrí un ataque de nervios. Me trasladaron muy enferma al lecho, y en el período de recaída de mi dolencia me faltó poco para morir. He aquí cómo:

Una mañana, un nombre que yo conocía llegó a herir mis oídos. Oí pronunciar el nombre de S… junto a mi cama por uno de los familiares. Me estremecí. Me invadieron los recuerdos, y medio recordando, medio soñando, permanecí acostada no sé cuántas horas, presa de un verdadero delirio.

Cuando me desperté era ya muy tarde; mi alcoba estaba a oscuras. Se había apagado la lamparilla, y la niñera, que estaba siempre a mi lado, había desaparecido. De pronto, llegaron hasta mí los sonidos de una música lejana. A momentos cesaban por completo los sonidos; otras veces se elevaban, cada vez más distintas, como si se aproximaran. No recuerdo qué clase de sentimientos me invadió, qué idea apareció de pronto en mi cerebro enfermo. Me levanté del lecho, y sin saber cómo tuve fuerzas para ello, me puse mi vestido de luto y salí a tientas de mi habitación. Ni en el segundo cuarto, ni en el siguiente, encontré a nadie. Al cabo, me hallé en el corredor. Los sonidos se aproximaban cada vez más. A la mitad del corredor había una escalera que conducía al piso de abajo. Por ella descendí a los grandes salones. La escalera aparecía brillantemente iluminada. Abajo andaba alguien. Me oculté en un rincón para no ser vista, y tan pronto como el instante me pareció propicio, bajé al segundo corredor. La música procedía del salón contiguo. Allí hacían ruido, hablaban como si se hubieran reunido millares de personas. Una de las puertas del salón que daban al corredor estaba oculta por una enorme cortina doble de terciopelo rojo. Me deslicé entre las dos colgaduras. Mi corazón latía tan fuerte, que apenas podía tenerme en pie. Pero tras de algunos minutos, dominando por fin mi emoción, me atreví a levantar una punta de la segunda cortina.

¡Dios mío!… Aquel enorme salón oscuro, donde tanto había temido entrar, brillaba entonces con millares de luces. Se me antojó hallarme sumergida en un océano de luz, y mis ojos, acostumbrados a la penumbra, cegaron hasta dolerme. El aire perfumado, como un cálido soplo, me rozaba la cara. Una multitud se paseaba de un lado a otro. Todos parecían alegres y satisfechos. Las mujeres iban vestidas de claro, muy lujosas. Por doquiera encontré miradas encendidas de placer. Estaba maravillada. Me figuré haber visto todo aquello en otra parte, otra vez, en un sueño… Recordé nuestro tugurio, el anochecer, nuestra alta ventana y, abajo, la calle con sus reverberos, las ventanas de la casa de enfrente con sus cortinas rojas, los coches aglomerados junto a la escalinata, los pasos y los resoplidos de los caballos, el ruido, los gritos, las sombras que pasaban por las ventanas y la música lejana, débil…

¡Entonces, allí tenía el paraíso! —deduje—. ¡Era allí donde yo quería ir con mi pobre padre!… Luego aquello no había sido un sueño… Lo había visto tal como era en mis alucinaciones, en mi imaginación… Esta, excitada por la enfermedad, se iluminaba, y las lágrimas de un entusiasmo inexplicable brotaban de mis ojos. Busqué a mi padre. Debe de estar aquí; está aquí —pensé—. Y mi corazón palpitaba de ansiedad… La música cesó, y un estremecimiento recorrió toda la sala. Contemplé ávidamente los rostros que pasaban por delante de mí. Traté de reconocer a alguien…

De pronto, una sensación extraordinaria se manifestó en el salón. Distinguí, sobre el estrado, a un viejo delgado y alto. Su pálido semblante sonreía. Saludaba en todas direcciones. Tenía un violín en sus manos. Se hizo un silencio profundo, como si todas aquellas personas retuvieran su respiración. Todos esperaban. Requirió su violín y el arco, y pulsó las cuerdas. La música comenzaba. Sentí como una punzada en el corazón. Con una angustia indecible, reprimiendo mi aliento, escuchaba aquellos sonidos. Algo conocido sonaba en mis oídos, algo que me parecía haber escuchado ya. Era como el presentimiento de una cosa terrible. Las notas del violín se hacían cada vez más fuertes, se deslizaban más rápidas y más agudas; luego fueron como un sollozo, como un grito, dirigido hacia toda aquella multitud. Mi corazón recordaba cada vez más algo conocido; pero se resistía a creer en tal semejanza. Apreté los dientes para no gritar de dolor; me agarré a la cortina para no caer… A veces, cerraba los ojos y los abría súbitamente, esperando que todo fuese un sueño, que iba a despertar en un momento terrible, conocido…

Todo lo veía como durante el sueño de aquella última noche, y escuchaba los mismos sonidos… Abrí los ojos; quería convencerme, y miré, ansiosa, a la multitud… No; aquellas eran otras personas, otros rostros… Suponía que todos, como yo, esperaban algo; que todos, como yo, sufrían una angustia profunda; que todos querían gritar ante aquellos terribles sollozos para que cesaran y dejaran de torturarles el alma. Pero los gemidos y los sollozos se hacían cada vez más prolongados. De repente estalló el último grito, terrible, largo, que me conmovió toda…

No cabía duda. ¡Era el mismo grito! Lo reconocía, lo había oído ya, aquella noche, cuando quebrantó mi alma… ¡Padre, padre! Esta idea pasó como un relámpago por mi cerebro. ¡Está aquí, es él; me llama con su violín! De toda aquella multitud salió como un gemido, y frenéticos aplausos conmovieron la sala. Un sollozo desesperado, súbito, se escapó de mi pecho. No pude esperar más, y separando la cortina, me introduje en el salón.

—¡Padre, padre! ¿Eres tú? ¿Dónde estás? —grité, fuera de mí.

No sé cómo llegué hasta donde estaba el anciano. Me dejaban paso, se apartaban de mí… Me arrojé sobre él, lanzando un grito terrible. Creí abrazar a mi padre… De improviso noté que me cogían dos largas manos huesudas y me levantaban. Unos ojos negros se fijaban en mí y parecían querer abrasarme con su alma. Miré al viejo. No; no era mi padre… ¡Es su asesino! Tal idea cruzó por mi cerebro. Me invadió una rabia infernal, y súbitamente, me pareció que estallaba una carcajada sobre mí, y que aquella carcajada repercutía en el salón con otra carcajada general. Perdí el conocimiento.