CAPÍTULO III
Por aquel entonces todo Petersburgo se conmovió súbitamente ante una gran noticia: se anunciaba la llegada del célebre S… Cuantos pertenecían al mundo musical de Petersburgo se pusieron en movimiento. Cantantes, actores, poetas, pintores y aun aquellos que no lo eran y afirmaban con un modesto orgullo no entender la música, obtenían sus localidades. El salón, no podía contener la décima parte de los entusiastas con posibilidad de pagar la entrada, que costaba veinticinco rublos. La reputación europea de S…, su gloria coronada de laureles, la flexibilidad inalterable de su talento y los rumores que corrían de que ya solo de cuando en cuando tomaría el arco para presentarse en público, producían su efecto. En una palabra, la impresión era general y profunda.
Ya he dicho en otro lugar que la llegada de todo nuevo violinista, de toda celebridad, causaba en mi padrastro la impresión más desagradable. Siempre se apresuraba a escuchar al artista para formar su juicio acerca del talento del individuo. Le ocurría con frecuencia ponerse enfermo al escuchar las alabanzas que se dirigían al recién llegado, y no se tranquilizaba hasta descubrir los defectos del violinista y exponer con una ironía amarga su opinión en todas partes donde le fuese posible. ¡Pobre loco! No reconocía en el mundo sino un único talento, un solo artista, y naturalmente, este artista era él…
El revuelo habido a propósito de la llegada de S…, genio musical, surtió en mi padre un efecto fulminante. He de hacer observar que, durante los diez años últimos, no había llegado a Petersburgo ningún artista notable, ni siquiera muy inferior a S…, por lo cual mi padre no tenía idea alguna de los artistas europeos de primer orden. Me han referido que cuando se difundió la noticia de la llegada de S… vise a aquel presentarse de nuevo en los pasillos del teatro. Me han dicho también que estaba muy emocionado, informándose con inquietud acerca de S… y de su futuro concierto.
Desde hacía mucho tiempo no se le había vuelto a ver en los corredores, y por eso su aparición produjo mayor extrañeza. Alguien, por excitarle, le dijo, empleando un tono provocativo:
—Mi querido Egor Petrovitch, lo que va usted a escuchar mañana no es música de baile, sino una música que, después de haberla oído, no le dejará vivir.
Afirman que palideció al escuchar esta broma. Respondió, no obstante, sonriendo nerviosamente:
—Veremos. Las campanas suenan mucho detrás de las montañas. Creo que a S… no se le ha oído más que en París. Los franceses, pues, son los que han formado su reputación, y ya sabemos lo que son los franceses…
Todos los presentes estallaron en una carcajada. El desdichado se consideró ofendido; pero, conteniéndose, añadió que él no decía nada, que ya se vería, que al día siguiente llegaría S…, y que bien pronto se descubrirían todos los milagros.
B… me ha referido que aquel mismo día, antes de anochecer, encontró al Príncipe X…, diletante muy conocido, que amaba y comprendía profundamente el arte. Caminaban juntos y hablaban del artista recién llegado, cuando de pronto, al volver una esquina, B… distinguió a mi padre parado delante del escaparate de un almacén, donde examinaba con atención un programa, en el cual, con gruesos caracteres, se anunciaba el concierto de S…
—¿Ve usted a ese hombre? —preguntó B…, señalando a mi padre.
—¿Quién es? —interrogó el Príncipe.
—Ha oído usted aludir a él. Es Efimov, de quien le he hablado varias veces, y a quien usted mismo ha concedido en distintas ocasiones su protección.
—¡Ah!, es curioso —exclamó el Príncipe—. Me ha hablado usted mucho de él. Dicen que es muy divertido… Quisiera oírle tocar…
—No vale la pena —contestó B…—; da lástima… No sé qué efecto le producirla a usted; a mí me destroza el corazón. Su vida es una tragedia lamentable, horrible… Conozco a fondo a ese hombre, y aunque ha caído muy bajo, no ha muerto en mi toda la simpatía hacia él. Dice usted, Príncipe, que debe de ser muy divertido… Cierto; pero causa una impresión harto dolorosa… En primer lugar, está loco; además, ese loco es un criminal, pues sin contar la suya propia, ha malogrado dos existencias: la de su mujer y la de su hija. Le conozco. Si tuviera conciencia de su crimen, moriría; lo más horroroso consiste en que hace ocho años se ha dado cuenta de su crimen, y desde entonces lucha con su conciencia por no confesarlo.
—¿Decía usted que es pobre? —inquirió el Príncipe.
—Sí; pero la miseria constituye casi una felicidad para él, pues le sirve de pretexto. Ahora puede asegurar a todo el mundo que solo la miseria le impide triunfar; que si fuese rico, tendría tiempo, se ahorraría muchos cuidados, y al fin se vería qué clase de artista es. Se casó con la extraña esperanza de que los mil rublos que poseía su mujer le permitirían reponerse. Obró entonces como un poeta, y toda su vida la ha pasado siempre así. ¿Sabe usted lo que no cesa de decir hace ocho años?… Afirma que su mujer es la causa de todas sus desgracias, que ella le detiene en todo… No hace nada, no quiere trabajar, y si se le apartara de su mujer seria la criatura más miserable del mundo.
Hace ya varios años que no ha tocado el violín. ¿Sabe usted por qué?… Porque siempre que toma el arco en su mano, se ve obligado a confesar en su fuero interno que no es un artista. Pero cuando abandona el arco conserva, al menos, la lejana ilusión de que no es certero su juicio. Se trata de un soñador. Cree que de pronto, en virtud de un milagro, se convertirá en el hombre más célebre del mundo. Su lema es: «O César, o nada»… Como si se pudiera triunfar de cualquier modo en un momento dado… Tiene sed de gloria. Y cuando un sentimiento semejante se convierte en el móvil principal y único de un artista, este artista deja de serlo, pues ha perdido el principal instinto artístico, que es el del amor al arte por el arte, y no por la gloria o por otra cosa cualquiera. Así, cuando S… coge el arco, no existe ya nada en el mundo para él más que la música. Después del arte, lo que tiene más importancia para él es el dinero, y solo en tercer lugar está la gloria. Pero se cuida muy poco de ella ¿Sabe lo que preocupa ahora a ese desdichado? —añadió B…, señalando a Efimov—. Lo más estúpido, lo más miserable, lo más ridículo del mundo: saber si él es superior a S… o si S… es superior a él. Nada más, aunque en el fondo está completamente convencido de que él es el músico más grande del universo… Le aseguro a usted que si se le dice que no es un artista, se muere al punto, como herido por un rayo… Es, en efecto, algo terrible separarse de la idea fija a la cual se ha sacrificado toda la vida, y cuyo fundamento, por lo mismo, es serio y profundo… Al principio su vocación era realmente sincera…
—Sería curioso saber qué será lo que sienta cuando oiga tocar a S… —observó el Príncipe.
—Sí —asintió B…, pensativo—. Pero no se sabrá; se rehará inmediatamente. Su locura es más fuerte que la verdad, y al punto inventará cualquier argucia que le permita ocultar su opinión…
—¿Usted cree?…
En aquel instante, se encontraban junto a mi padre. Este pretendió hacerse el distraído; pero B… le detuvo. Mi padre dijo con indiferencia que no sabía nada de aquel acontecimiento, que estaba ocupado por un asunto mucho más interesante que todos los conciertos y todos los virtuosos extranjeros, que ya vería, por otra parte, y que, si disponía de algún tiempo, tal vez fuese a escuchar a S… Luego, en actitud inquieta, miró alternativamente a B… y al Príncipe, y, esbozando una sonrisa forzada, se echó mano al sombrero, hizo un leve movimiento de cabeza y abandonó a sus interlocutores, pretextando que tenía prisa.
Pero yo, desde la víspera, conocía las preocupaciones de mi padre. No sabía precisamente qué era lo que le atormentaba; pero veía que tenía una inquietud mortal. Mamá misma lo notó. En aquella época estaba muy enferma, y apenas podía mover las piernas. Mi padre, a cada instante, salía de casa y volvía a entrar. Por la mañana, tres o cuatro compañeros, antiguos colegas, fueron a verle, lo cual me extrañó mucho, pues a excepción de Carlos Feodorovich, no veía nunca a nadie digámoslo así, entre nosotros; todo el mundo había dejado de ir a vernos cuando mi padre abandonó en definitiva el teatro. Carlos Feodorovich llegó el último, todo sofocado. Llevaba el programa. Todo aquello me inquietaba, como si yo fuese la culpable de toda la turbación, de toda la angustia que leía en el semblante de mi padre. Hubiera querido enterarme de lo que hablaban, y por primera vez oí pronunciar el nombre de S… Oí decir después que se necesitaban, por lo menos, quince rublos para poder escuchar a S… Recuerdo también que mi padre, sin poder contenerse, hacía grandes movimientos con la mano y aseguraba que conocía a las maravillas de ultramar, a genios extraordinarios, y también a S…; que eran todos unos judíos que venían a llevarse el dinero ruso, porque los rusos creen siempre en todas las necedades, sobre todo cuando proceden de los franceses. Comprendía ya lo que significaba la frase: «No tiene talento». Oía reír a los visitantes. Bien pronto se fueron todos, dejando a mi padre de muy mal humor. Me di cuenta de que se hallaba enojado, por cualquier motivo, contra aquel S…, y para distraerle, me acerqué a la mesa, cogí el programa y empecé a leer en voz alta el nombre aquel. Luego, riendo y mirando a mi padre, que permanecía sentado en una silla, pensativo, concluí:
—Probablemente, será un artista como Carlos Feodorovich. Tampoco triunfará.
Mi padre se estremeció, y como si tuviera miedo, me arrebató el programa de la mano, dio un grito, golpeó con el pie en el suelo, tomó su sombrero y se dispuso a salir de la habitación. Pero se volvió en seguida y me llamó a la puerta. Allí me besó; luego, con una especie de inquietud, con una especie de temor disimulado, comenzó a decirme que yo era una niña inteligente y buena que, de seguro, no querría entristecerle, y que esperaba de mí un gran favor; pero no me dijo cuál. Además, me costaba trabajo escucharle. Veía que sus palabras y sus caricias no eran desinteresadas, y todo aquello me trastornaba. Comencé a sentirme terriblemente inquieta por su causa…
Al día siguiente, que era la víspera del concierto, durante la comida, mi padre pareció completamente consternado. Había cambiado mucho, y a cada instante miraba a mamá. Por último, quedé asombrada cuando se puso a hablar con ella. Me quedé asombrada, porque no le hablaba casi nunca.
Después de comer, empezó a alabarme particularmente. A cada instante, con distintos pretextos, me llamaba hacia la puerta de la escalera y miraba mucho alrededor, como si temiera ser cogido en falta; me acariciaba la cabeza, me besaba y me decía al mismo tiempo que yo era una niña buena y obediente que, sin duda, amaba a mi padre, y que con seguridad haría cuanto él me dijese. Todo aquello me causaba una angustia espantosa. Por fin, cuando por décima vez me llamó, quedó explicado todo. En una actitud dolorosa, mirando con inquietud a todas partes, me preguntó si yo sabía dónde había guardado mamá los veinticinco rublos que trajo la víspera por la mañana. Ante aquella pregunta, enloquecí de terror. En aquel momento se oyó ruido en la escalera, y mi padre, asustado, me abandonó y se fue.
No volvió hasta la noche, confuso, triste y preocupado. Se sentó silenciosamente en la silla y empezó a mirarme con una especie de júbilo. Yo estaba temerosa y me esforzaba en evitar sus miradas.
Por fin, mamá, que se había quedado todo el día en la cama, me llamó, me dio dinero, y me mandó que fuese a comprar té y azúcar. Tomábamos té muy de tarde en tarde; mamá no se permitía ese verdadero lujo, dada la escasez de nuestros medios, sino cuando se sentía enferma y febril.
Recogí el dinero y salí. Tan pronto como llegué a la puerta, eché a correr como si temiera que fueran a alcanzarme. Pero sucedió lo que yo me temía. Mi padre se reunió conmigo cuando ya me hallaba en la calle, y me hizo volver a la escalera.
—Niétochka —dijo con voz temblorosa—, querida mía, escucha: dame ese dinero, y mañana…
—¡Padre, padrecito! —exclamé suplicante, poniéndome de rodillas—. No puedo, es imposible: mamá necesita té. No se debe disponer del dinero de mamá; es imposible. Otra vez será…
—Entonces, ¿no quieres?… ¿No quieres? —murmuró, delirante—. Entonces, ¿tú no me amas?… Está bien. Ahora te repudio. Quédate con tu madre. Yo me iré y no te llevaré conmigo; ¿oyes, mala hija?… ¿Oyes?
—¡Padrecito! —grité, llena de horror—. ¿Qué voy a hacer ahora? —me pregunté, retorciéndome las manos y agarrándole de la americana—. Mamá llorará. Mamá me reñirá mucho.
Parecía no haber esperado semejante resistencia. Sin embargo, tomó el dinero. Por fin, no sintiéndose con fuerzas para escuchar mis súplicas y mis sollozos, me dejó en la escalera y bajó corriendo.
Yo subí a casa; pero ya en la puerta de nuestro cuarto, me abandonaron las fuerzas. No me atreví a entrar; no podía entrar. Todo mi corazón se alteraba y trastornaba. Con el rostro hundido en las manos, me senté junto a la ventana, como el día en que oí expresar a mi padre su deseo de que mamá muriera…
Me hallaba sumida en una especie de inconsciencia, y temblaba al escuchar el menor ruido en la escalera. Por fin oí que subían apresuradamente. Era él. Conocí sus pasos.
—¿Estás aquí? —murmuró.
Me dirigí hacia él.
—Toma —dijo, poniéndome el dinero en la mano—. Tómalo. Ahora no soy ya tu padre. Amas a tu madre más que a mí. Pues vete a casa de tu madre. No quiero ya conocerte.
Al decir estas palabras me rechazó y descendió de nuevo le escalera apresuradamente.
Llorando con desconsuelo, eché a correr detrás de él.
—¡Padre, padrecito, yo te obedeceré! —voceaba—. ¡Te quiero más que a mamá! Toma el dinero. ¡Tómalo!
Pero no oyó, y desapareció de mi vista…
Durante toda la noche me creí próxima a la muerte, temblando de fiebre. Recuerdo que mamá me habló, me llamó para que fuese a su lado. Pero yo no la oía ni veía nada. Por fin se produjo la crisis. Empecé a gritar y a llorar. Mamá, horrorizada, no sabía qué hacer. Me llevó a su cama, y no recuerdo ya cómo me dormí, rodeando su cuello con mis brazos y temblando de miedo a cada instante. Pasó la noche. Por la mañana me desperté tarde. Mamá no estaba ya en la casa. Era el momento en que se encontraba siempre fuera para ir a su trabajo. Mi padre estaba allí con un extraño, y los dos hablaban en voz alta. Yo esperaba con impaciencia a que saliera el visitante, y cuando me encontré sola con mi padre me arrojé en sus brazos sollozando, y hube de suplicarle que me perdonara mi conducta del día anterior.
—¿Vas a ser una niña buena como antes? —me preguntó severamente.
—Sí, padrecito —le respondí—. Te diré dónde guarda mamá el dinero. Ayer estaba en una cajita…
—¿Dónde? —indagó, animándose de súbito y levantándose de la silla—. ¿Dónde está?
—Está guardado, padrecito —indiqué—. Espera hasta la noche, cuando mamá vaya a cambiar, pues el dinero suelto se ha gastado ya todo.
—Necesito quince rublos, Niétochka, ¿comprendes?… Proporciónamelos hoy, y mañana te lo devolveré todo… Y luego iré a comprarte pasteles y nueces… Te compraré también una muñeca mañana mismo… Y todos los días te haré regalos, si eres buena…
—No, padre; no es menester. No quiero pasteles. No los comeré. ¡Te los devolvería! —protesté, sollozando, pues una terrible angustia me oprimía el corazón.
Comprendí en aquel momento que mi padre no me tenía lástima, que no me quería, puesto que no veía cómo le amaba yo y suponía que obraría por efecto de los regalos… En aquel instante, yo, que era una niña, lo comprendía todo maravillosamente, y presentía que en adelante no podría quererle como hasta entonces… Él estaba entusiasmado a causa de mis promesas. Veía que yo estaba dispuesta a todo por él, que todo lo haría por él, y Dios sabía cuántas cosas significaba aquel todo para mí… Veía cuánto representaba aquel dinero para mi pobre mamá. Sabía que podía caer enferma de contrariedad si lo perdía, y el remordimiento nacía en mí. Pero él no advertía nada. Me consideraba como a una niña de tres años, cuando ya me daba cuenta de todo. Su entusiasmo no tenía límites. Me abrazaba, me suplicaba que no llorase, me prometía que aquel mismo día nos iríamos los dos a cualquier parte sin mamá, halagando así mi persistente capricho. Por último, sacó de su bolsillo un programa y llegó a decirme que aquel hombre, al que iba a oír aquel día, era su peor enemigo, su enemigo mortal, aunque sus enemigos no triunfarían. Parecía él mismo un niño al hablarme de sus enemigos. Habiendo observado que yo no sonreía, como tenía por costumbre cuando me hablaba, y que le escuchaba en silencio, cogió su sombrero y salió de prisa, como si estuvieran aguardándole. Al marcharse me besó una vez más y me hizo un signo de cabeza acompañado de una sonrisa, cual si no se hallara seguro de mí y me exhortase a que no reflexionara.
Ya he dicho que estaba como loco desde la víspera. Necesitaba dinero con el fin de comprar una localidad para el concierto que debía decidir su suerte. Parecía presentir que aquel concierto lo zanjaría todo; pero estaba tan trastornado, que el día anterior quiso quitarme una moneda de cobre, como si con aquel dinero pudiera procurarse una localidad.
Sus extravagancias se manifestaron más aún durante la comida. No podía literalmente estarse quieto y no tocaba ningún plato. A cada instante se levantaba de la mesa y luego volvía a sentarse, como si cambiara de resolución. Unas veces cogía su sombrero cual si tuviera que ir a alguna parte; luego, de pronto, se quedaba medio distraído, murmuraba entre dientes palabras ininteligibles o de pronto me miraba, guiñando los ojos, y me hacía señas como si le corriese prisa recibir el dinero cuanto antes y como si se mostrara enojado porque aún no lo había cogido. Mamá misma notó sus excentricidades y le miró con extrañeza. Yo me sentía inquieta, como un condenado a muerte.
Cuando terminó la comida, fui a ocultarme en un rincón, y temblando de fiebre, contaba los minutos hasta que llegara la hora en que mamá tenía por costumbre enviarme a hacer compras. En mi vida he pasado tan penosos instantes como aquellos, que están grabados para siempre en mi memoria. Cuánto padecí durante aquellas horas hay momentos en que la conciencia vive más que durante años enteros. Él mismo avivó mis buenos instintos cuando, asustado por haberme impelido al mal, me dijo la primera vez que obraba vergonzosamente. ¿No podría, pues, comprender que es difícil engañar a una naturaleza ávida de impresiones y que ya siente y concibe lo que son el bien y el mal? Suponía que solo una terrible necesidad le había podido obligar a impulsarme al vicio por segunda vez y a sacrificar así a una pobre niña indefensa, exponiéndola de nuevo a que se pervirtiera su conciencia inestable.
Entonces, oculta en un rincón, me preguntaba yo:
—¿Por qué me prometió recompensas, si me hallaba en absoluto decidida a obrar voluntariamente?
Nuevas sensaciones, nuevas aspiraciones, nuevas preguntas surgían en mí y me atormentaban. Después, de repente, hube de pensar en mamá. Me representaba su dolor ante la pérdida de su último dinero, fruto de su trabajo.
Por fin, mamá, una vez terminada la tarea que tanto trabajo le costaba hacer, me llamó. Yo me estremecí y me acerqué a ella. Sacó dinero de la cómoda y me lo entregó, diciendo:
—Toma, Niétochka; pero, por Dios, cuida de que no te lo roben, como la otra vez, ni pierdas nada…
Miré a mi padre en actitud suplicante; pero él movió la cabeza, y me sonrió con aire de aprobación, frotándose las manos con impaciencia.
El reloj dio las seis. El concierto empezaba a las siete. También él debía de sufrir mucho a consecuencia de aquella espera.
Me detuve en la escalera para aguardarle. Se hallaba tan conmovido y tan impaciente que, sin precaución alguna, salió detrás de mí. Le entregué el dinero. La escalera estaba oscura y no pude ver su rostro; pero noté cómo temblaba al tomar el dinero. Casi perdí el conocimiento y no me movía. Al cabo me rehíce cuando pretendió que subiera por su sombrero.
No quería volver a casa.
—Padre, ¿no subirás conmigo? —pregunté con voz entrecortada, constituyendo mi última esperanza que él me defendiese.
—No… Ve tú sola… ¡Espera, espera!… —exclamó—. Pronto te haré un regalo… Sube antes y tráeme aquí mi sombrero.
Fue como si una mano helada me oprimiera el corazón. Exhalé un grito y subí corriendo. Cuando entré en el cuarto estaba pálida como una muerta, y si hubiese pretendido decir que me habían quitado el dinero, mamá no lo habría creído. Pero era incapaz de pronunciar una sola palabra. En el paroxismo de mi desesperación me eché sobre la cama de mamá y oculté el rostro entre las manos. Un minuto después, la puerta rechinó suavemente.
Entró mi padre. Volvía a buscar su sombrero.
—¿Dónde está el dinero? —exclamó de pronto mamá, adivinando que algo extraordinario acababa de pasar—. ¿Dónde está el dinero?… Habla, habla pronto…
Me separó de la cama y me trajo en medio de la habitación.
Yo callaba, con los ojos bajos. Apenas me daba cuenta de lo que me ocurría y de lo que habían hecho conmigo.
—¿Dónde está el dinero? —preguntó de nuevo mi madre, soltándome y volviéndose bruscamente hacia mi padre, que cogía su sombrero—. ¿Dónde está el dinero? —repitió—. ¡Ah!… Te lo ha dado a ti… ¡Bribón, asesino!… ¿Conque quieres perder a esta niña? ¡No, no te irás como si tal cosa!…
Súbitamente, se abalanzó hacia la puerta, la cerró y se echó la llave en el bolsillo.
—¡Habla! Confiésalo —me dijo con voz turbada por la emoción—. Confiésalo ¡Habla; habla pronto, o!… ¡No sé lo que te haría!
Me había cogido de la mano y me la retorcía al interrogarme.
Por un momento, me propuse callarme, no decir una palabra acerca de papá; pero, tímidamente, por última vez, levanté los ojos hacia él. Una mirada suya, una frase, algo que esperaba, que imploraba, y me hubiese considerado dichosa, a pesar de los sufrimientos, de todas las torturas… Pero ¡Dios mío!… Con un gesto frío y amenazador me ordenó que callara, como si en aquel momento pudiera atemorizarme ante otra amenaza. Se oprimió mi garganta, mi respiración se detuvo, mis piernas se doblaron…
Perdí el conocimiento y caí al suelo.
Mi ataque nervioso de la víspera se reproducía.
Volví en mi cuando llamaron de improviso a la puerta de nuestro aposento. Mamá fue a abrir y distinguí a un hombre dé librea que, al entrar en la estancia, paseó una mirada de asombro por todos nosotros y preguntó por el músico Efimov. Mi padre se adelantó. El criado le tendió un sobre, diciendo que iba de parte de B…, quien, en aquel momento, se encontraba en casa del príncipe. El sobre contenía una entrada para el concierto.
La aparición del criado, vestido con lujosa librea, que pronunciaba el nombre de su amo el príncipe, el cual le enviaba expresamente a casa del pobre músico Efimov, produjo por un momento una gran impresión en mamá. Ya he dicho al comienzo de mi relato, al hablar de su carácter, que la pobre mujer amaba mucho a mi padre. Y entonces, a pesar de los ocho años de angustia y sufrimientos continuos, su corazón no había cambiado. ¿Podía amarle aún?… ¡Quién sabe!… Acaso entreviera en un relámpago cierto cambio de su suerte… La sombra misma de una esperanza podía obrar sobre ella… ¡Quién sabe!… Acaso ella también se hallaba contaminada por la confianza inquebrantable de su loco esposo… Era imposible, en verdad, que esta confianza no ejerciese alguna influencia sobre ella, débil mujer… Y en un instante podía hacer mil suposiciones acerca de la intención del príncipe… En aquel momento estaba dispuesta de nuevo a volverse hacia su marido, a perdonárselo todo, incluso su último crimen —la corrupción de su única hija—, y en un acceso de entusiasmo y esperanza, a ver en aquel crimen una simple falta, una falta de carácter debida a su miseria, a su vida repugnante, a su situación desesperada… Estaba totalmente entusiasmada, y ahora se mostraba dispuesta al perdón y a la piedad infinita para su desdichado esposo. Mi padre comenzaba a agitarse. Él también se sentía conmovido por la atención del príncipe y de B… Cambió algunas palabras en voz baja con mamá y salió. Dos minutos más tarde, mi madre volvió, tras de haber ido a cambiar el dinero, y entregó un rublo al criado, que desapareció saludando muy cortésmente. Luego, mamá, que había salido otra vez un instante, volvió con una plancha, sacó la mejor camisa de su marido y empezó a plancharla. Le puso una corbata blanca que tenía guardada, por casualidad, en el armario, así como también el traje negro —muy usado, por cierto— que se había hecho al ingresar en la orquesta del teatro. Cuando terminó de arreglarse, mi padre cogió su sombrero, y antes de salir, pidió un vaso de agua. Estaba pálido y fatigado y se sentó en una silla. Yo fui la que le dio el agua. Acaso un sentimiento hostil se apoderó de nuevo del corazón de mamá y paralizó su primer movimiento.
Mi padre salió. Nosotras nos quedamos solas. Yo me oculté en un rincón, y durante mucho tiempo permanecí en silencio, contemplando a mamá. Nunca la había visto tan emocionada. Temblaban sus labios, sus pálidas mejillas se coloreaban de pronto por momentos, todos sus miembros se estremecían… Por fin, su angustia terminó deshaciéndose en lamentaciones, murmullos y sollozos…
—Sí; soy yo; yo soy culpable de todo… ¡Desgraciada! —decía—. ¿Qué será de ella?… ¿Qué será de ella cuando yo muera?
Se detuvo en medio de la habitación, como herida por un rayo ante aquella sombría idea.
—Niétochka, hija mía, ¡pobrecita, desdichada niña! —exclamó, cogiéndome de las manos y besándome—. ¿Qué será de ti cuando yo no pueda educarte ni cuidarte?… Ahí… No me comprendes… ¿Comprendes?… ¿Te acordarás de lo que te digo ahora?… Niétochka, ¿te acordarás?…
—Sí, sí, mamá —asentí, cruzando las manos.
Durante mucho tiempo me retuvo fuertemente estrechada en sus brazos, como si sintiera miedo ante la idea de separarse de mí. Se me desgarraba el corazón.
—¡Madrecita, mamá! —murmuré sollozando—. ¿Por qué… por qué no quieres a papá?…
Los sollozos me impidieron continuar hablando… Un grito se escapó de su pecho. Después, terriblemente angustiada, comenzó de nuevo a pasearse por la estancia.
—¡Pobre, pobrecita mía!… Ni siquiera me había dado cuenta de que crecía… ¡Lo sabe, lo sabe todo! ¡Dios mío!… ¡Qué impresión!… ¡Qué ejemplo!…
Y tornaba a retorcerse las manos desesperadamente… Después se acercó a mí y me abrazó con pasión… Me besaba las manos, las mojaba con sus lágrimas y me suplicaba que la perdonara… Nunca he presenciado un sufrimiento semejante… Pareció tranquilizarse. Transcurrió así una hora. Luego se levantó fatigada, destrozada, y me dijo que fuese a acostarme. Me trasladé a mi rincón y me envolví en la manta, sin poder dormirme. La idea de ella y de mi padre me atormentaba. Impaciente, esperaba que mi madre viniese hacia mí.
Ante el recuerdo de lo que había pasado, me invadía el terror.
Media hora después, mi madre cogió la vela y se acercó a mí para ver si dormía. Por tranquilizarla, cerré los ojos y fingí dormir. Luego, de puntillas, mi madre fue hacia el armario, lo abrió y llenó un vaso de vino. Se lo bebió y se acostó, dejando la vela encendida encima de la mesa y la puerta abierta, como hacía siempre, cuando mi padre iba a volver tarde. Yo permanecía acostada y en un estado casi de inconsciencia; mas no dormía. Apenas cerraba los ojos, me asaltaban terribles visiones. Mi angustia aumentaba cada vez más. Quería gritar, aunque mi voz se ahogaba en la garganta. Era ya muy tarde, cuando vi que se abría la puerta. No sé cuánto tiempo transcurrió; pero cuando abrí los ojos por completo, vi a mi padre. Estaba sentado en una silla, junto a la puerta, y parecía reflexionar. Un silencio de muerte reinaba en la habitación. La vela, casi consumida, iluminaba tristemente nuestro aposento.
Estuve mirando durante largo rato, y mi padre no se movía de su sitio. Continuaba sentado, inmóvil, con la cabeza baja y las manos apoyadas sobre las rodillas.
Varias veces quise llamarle, sin que los sonidos salieran de mi garganta. Por fin, de pronto, se movió, irguió la cabeza y se levantó de la silla. Continuó de pie en medio de la pieza, durante algunos minutos, como si meditase antes de tomar una decisión. Luego, resueltamente, se acercó a la cama de mamá y estuvo escuchando. Después, convencido de que dormía, se dirigió hacia el cofre donde guardaba el violín. Abrió el cofre, sacó la caja negra que encerraba el violín y la colocó sobre la mesa. Miró de nuevo alrededor. Su mirada era turbia y vaga. Yo no había visto nunca en él una mirada semejante…
Cogió el violín y lo volvió a dejar inmediatamente. Fue a cerrar la puerta. Luego, habiendo observado que el armario estaba abierto, se aproximó despacio, vio el vaso y la botella, se echó vino y bebió. Entonces, por tercera vez, cogió el violín; pero volvió a dejarlo y se acercó al lecho de mamá. Temblando de miedo, esperé.
Escuchó durante algún tiempo. Luego, rápidamente, apartó la manta que ocultaba el rostro de mi madre y comenzó a palpar con la mano. Me estremecí. Se inclinó, una vez más y casi apoyó su cabeza en la cara de mamá. Cuando se irguió por última vez, una especie de sonrisa pasó por su semblante extraordinariamente pálido. Volvió a colocar suave y cuidadosamente la manta del lecho sobre mamá, envolviéndole la cabeza y las piernas… Comencé a temblar, presa de un terror incomprensible. Temía por mamá, temía por su sueño profundo y con inquietud contemplaba la línea inmóvil que dibujaba su cuerpo bajo la manta. Una terrible idea atravesó mi espíritu como un rayo.
Terminados todos aquellos preparativos, mi padre se dirigió aún hacia el armario y se bebió el resto del vino. Temblaba todo su cuerpo al acercarse a la mesa. Se hallaba tan pálido, que me parecía desconocido. Cogió de nuevo su violín. Yo había visto antes aquel violín y sabía lo que era; pero entonces esperaba algo terrible, asombroso, maravilloso, y me estremecí al escuchar las primeras notas. Mi padre comenzaba a tocar. Pero las notas se precipitaban. A cada instante se detenía él, como si tratara de recordar algo. Por último, adoptando una actitud desgarradora y dolorosa, dejó su arco y miró hacia el lecho de una manera extraña. Algo había allí que no cesaba de inquietarle. Se aproximó de nuevo al lecho… Yo no perdía uno solo dé aquellos movimientos, y presa de un sentimiento atroz, los seguía con la mirada.
De pronto, presurosas, sus manos empezaron a buscar algo, y nuevamente la idea terrible me traspasó como un rayo. Me pregunté: «¿Por qué duerme tanto mamá? ¿Por qué no se despierta cuando él le toca el rostro?». Por último vi que recogía todo lo que encontraba en el ropero. Cogió el mantón de mamá, su chaqueta vieja, su bata de casa y hasta el vestido que yo me había quitado al acostarme, y puso todo aquello encima de mamá, envolviéndola así casi por completo en un montón de ropa. Ella continuaba quieta, sin mover una sola parte de su cuerpo. Dormía con un sueño profundo…
Cuando hubo terminado su trabajo, respiró él más libremente; nada le estorbaba ya. No obstante, algo le inquietaba aún. Quitó la bujía y se volvió hacia la puerta a fin de no ver siquiera el lecho. Entonces cogió el violín y con un gesto desesperado blandió el arco.
Comenzó la música. Pero aquello no era música… Lo recuerdo todo con una claridad particular. Recuerdo cuanto en aquel instante embargó mi atención… No; aquello no era música, tal y como he tenido ocasión de oírla más tarde. Aquel sonido no era el de un violín; diríase que era el de una voz terrible que aullaba en nuestro sombrío aposento…
No sé si por obra de mis sentidos o de sentimientos enfermizos y anormales que se conmovían ante los hechos de que eran testigos; pero estoy firmemente convencida de que ola gemidos, gritos humanos y sollozos. Una terrible desesperación brotaba de aquellos sonidos, y cuando, por fin, estalló el horrible acorde final, me pareció que se unía en un solo conjunto cuánto hay de más espantoso en los sufrimientos: la angustia y la agonía.
No podía más. Temblaba. Las lágrimas se escapaban de mis ojos, y con un grito loco, desesperado, me lancé hacia mi padre y lo estreché entre mis brazos. Él exhaló un grito y abandonó el violín.
Durante un momento se le creería desorientado. Al cabo, sus ojos se dirigieron hacia todas partes. Parecía buscar algo. De pronto, cogió el violín y lo agitó sobre mi cabeza… Un instante más, y tal vez me habría matado.
—¡Padre! ¡Padrecito! —exclamé.
Al oír mi voz empezó a temblar como una hoja y retrocedió dos pasos.
—¡Ah, ahí! ¡Todavía estás ahí! ¿Entonces no ha terminado todo?… Entonces te has quedado conmigo… —notó, alzándome por los hombros.
—¡Padre! —exclamé de nuevo—. No me horrorices, te lo suplico. ¡Tengo miedo! ¡Ahí!…
Me deshice, en lágrimas. Me dejó suavemente sobre el suelo, y durante un momento me contempló en silencio, como si tratara de reconocerme y de recordar algo. Por último, de pronto, pareció trastornado, como herido por un pensamiento terrible. Las lágrimas brotaron de sus ojos extraviados. Se inclinó hacia mí y comenzó a contemplar con atención mi cara.
—Padrecito —le dije, temblando de miedo—, no me mires así. Vámonos de aquí cuanto antes. ¡Vámonos, vámonos!…
—Sí, sí; vámonos. Todavía es tiempo. ¡Vámonos, Niétochka; pronto, pronto!…
Y tornó a agitarse, como si comprendiera entonces lo que debía hacer. Miraba rápidamente alrededor, y descubriendo sobre el pavimento el mantoncillo de mamá, le recogió y se lo guardó en el bolsillo. Después vio un gorro, que recogió y ocultó también, como si se preparara a hacer un largo viaje y quisiera llevarse todo lo que pudiese necesitar. En un abrir y cerrar de ojos, me puse el vestido, y yo también, presurosa, empecé a apoderarme de cuanto consideraba necesario para el viaje.
—¿Está todo? —preguntó mi padre—. ¿Todo está dispuesto?… ¡Pronto, pronto!…
De prisa hice un lío, me eché un pañuelo a la cabeza, y ya íbamos a salir, cuando me acordé de pronto de que debíamos llevamos también el cuadro clavado en la pared. Mi padre fue de la misma opinión. Entonces se mostraba amable, hablaba en voz baja y se limitaba a apremiarme. El cuadro estaba muy alto. Entre los dos acercamos una silla, sobre la cual colocamos una banqueta, y por fin, tras de grandes esfuerzos, descolgamos el cuadro. Todo estaba dispuesto ya para nuestro viaje. Me tomó de la mano, y ya íbamos a salir, cuando, bruscamente, mi padre se detuvo. Durante algún tiempo se estuvo pasando la mano por la frente, como para reflexionar acerca de lo que debíamos hacer. A la postre, pareció haber encontrado lo que buscaba. Tomó las llaves que había bajo la almohada de mamá, y en seguida se dedicó a buscar algo en la cómoda. Luego volvió junto a mí, y me entregó algún dinero suelto que había encontrado en el cajón.
—Toma, toma esto, y guárdalo bien —murmuró—. No lo pierdas; ten cuidado.
Primero me puso el dinero en la mano; luego lo deslizó en mi corpiño. Recuerdo que me estremecí cuando aquel dinero tocó mi cuerpo, y creo que solo a partir de tal momento, comprendí lo que aquel dinero significaba…
Estábamos ya dispuestos; pero de pronto mi padre me detuvo aún.
—Niétochka —me dijo, como si hiciera un esfuerzo por concentrar sus ideas—, hija mía, he olvidado… ¿Qué?… ¿Qué más?… No me acuerdo… Sí, sí; ya sé… Ven acá, Niétochka…
Me condujo al rincón donde estaba el icono y me hizo ponerme de rodillas.
—Reza, reza, hija mía… Será mejor… Sí; verdaderamente, será mejor —repuso, señalando a la santa imagen y mirándome de un modo extraño—. Reza, reza… —añadió con voz suplicante.
Me arrodillé, crucé las manos, y llena de espanto y desesperación, me incliné sobre el suelo. Permanecí así durante algunos minutos como muerta. Orienté todas mis ideas y todos mis sentimientos hacia la oración; pero el miedo la interrumpía… Me levanté torturada por la angustia. No quería ya seguirle. Le tenía miedo. Quería quedarme. A la postre, se escapó de mi pecho lo que me atormentaba.
—Padre —dije, deshaciéndome en lágrimas—. ¿Y mamá? ¿Qué hace mamá? ¿Dónde está? ¿Dónde está mamá?
No pude pronunciar una palabra más, y me anegué en llanto. Él, también con las lágrimas en los ojos, me miraba. Por fin me cogió la mano, me condujo junto al lecho, quitó el montón de ropa y separó la manta. ¡Dios mío! Estaba muerta, ya fría y amoratada… Casi sin conocimiento, me arrojé sobre el cadáver de mi madre y la abracé.
Mi padre me hizo ponerme de rodillas.
—Salúdala, hija mía; dile adiós —recomendó.
Me incliné. Mi padre salió conmigo. Estaba horriblemente pálido. Sus labios se movían y pronunciaban algunas palabras.
—No he sido yo, Niétochka; no he sido yo —me previno, señalando al cadáver con mano temblorosa—. ¿Oyes? No he sido yo. Yo no soy culpable de esto. Acuérdate, Niétochka.
—Papá, vamos… Aún es hora —murmuré, llena de miedo.
—Sí; hace mucho tiempo que convenía partir.
Y cogiéndome del brazo, anduvo resueltamente hacia la puerta.
—¡Ea! Ahora en marcha Gracias a Dios, todo ha terminado.
Bajamos la escalera. El portero, medio dormido, nos abrió la puerta de la calle y nos lanzó una mirada sospechosa. Mi padre, como si temiese alguna pregunta suya, salió el primero, casi corriendo, de suerte que me costó trabajo alcanzarle. Atravesamos nuestra calle y salimos al malecón del canal. Durante la noche había nevado y aún nevaba a grandes copos. Hacía frío. Estaba transida hasta los huesos. Corría detrás de mi padre colgada al faldón de su chaqueta. Él llevaba su violín debajo del brazo y a cada instante se detenía para asegurar bien la caja.
Caminamos así durante cerca de un cuarto de hora. Por último, él se adelantó hasta el canal y se sentó en el último borde, a dos pasos del agua. No se veía un alma en nuestro derredor. ¡Dios como lo recuerdo, como si se produjera hoy mismo, la terrible sensación que súbitamente se apoderó de mi!… ¡Por fin, cuanto yo había soñado durante todo un año, se realizaba! Habíamos abandonado nuestro miserable aposento… Pero ¿era aquello lo que yo había soñado? ¿Era aquello lo que había creado mi imaginación infantil cuando pensaba en la dicha de lo que amaba tan a fondo?… En aquel momento me sentía principalmente atormentada por la idea de mamá.
—¿Por qué la hemos dejado sola? —pensaba—. ¿Por qué hemos abandonado su cuerpo como un objeto inútil?…
Recuerdo que esta idea me atormentaba sobre todo.
—Padre —insinué, no sintiéndome ya con fuerzas para contenerme—, padrecito…
—¿Qué?
—Padre, ¿por qué hemos abandonado allí a mamá? —pregunté, llorando—. Padre, volvamos a casa y llamemos a alguien que acuda en nuestro socorro…
—Sí, sí —aprobó de súbito, levantándose del borde, como si una idea nueva le acudiera al cerebro: una idea que resolviese todas sus incertidumbres—. Sí, Niétochka; no se la puede dejar así. Hay que volver junto a mamá… ¡Allí tiene frío!… Ve a su casa, Niétochka… Ve… Queda una bujía… No está oscuro… No tengas miedo… Procura que alguien acuda junto a ella… Después, vendrás a encontrarme… Vendrás sola; aquí te esperaré. No me iré sin ti…
Partí inmediatamente; pero apenas subí a la acera, cuando, de pronto, no sé qué sentimiento conmovió mi corazón… Me volví y vi que ya iba lejos de mí, dejándome sola, abandonándome en tan importante momento. Grité con todas mis fuerzas, y sobrecogida de espanto, eché a correr para alcanzarle. Me ahogaba. Corría cada vez más de prisa, y ya le perdía de vista. En el camino, encontré su sombrero, que había dejado caer. Lo recogí y continué mi carrera. Me faltaba la respiración; mis piernas se debilitaban. Me sentía juguete de algo horrible. Me parecía que todo aquello no era sino un sueño, y por momentos experimentaba la misma sensación que al soñar, cuando me veía huyendo de alguien y cedían mis piernas bajo mi cuerpo, alcanzándoseme en cuanto yo caía sin conocimiento. Esta sensación espantosa me desgarraba el alma. Tenía lástima de él; mi corazón sufría al verle sin capa ni sombrero huir de mí, su amada hija… Solo quería alcanzarle para abrazarle una vez más muy fuerte y decirle que no me tuviera miedo, para tranquilizarle, para asegurarle que no correría detrás de él si no quería, y que me iría sola a casa de mamá.
Por fin, le vi volver una esquina. Volví yo también en la misma dirección. Le distinguí aún delante de mí… Pero allí, mis fuerzas me abandonaron… Rompí a llorar y a gritar…
Recuerdo que, mientras corría, tropecé con dos transeúntes que se detuvieron en medio de la acera y me miraron con asombro.
—¡Padre, padrecito! —grité por última vez.
De pronto, resbalé en la acera y caí. Noté que mi rostro se cubría de sangre. Un momento después, perdí el conocimiento…
Cuando volví en mí, me encontré en un lecho tibio y mullido y vi alrededor mío rostros afables y afectuosos que se mostraban satisfechos de mi sueño. Vi a una señora anciana con unos lentes sobre la nariz y a un señor de elevada estatura que me miraba con profunda conmiseración; después, a una joven muy bella, y en fin, a un señor viejo, que me tenía cogida de la mano y contemplaba su reloj.
Acababa de despertar a una nueva vida.
Uno de los transeúntes que había encontrado durante mi huida era el príncipe X…, y precisamente delante de su hotel fue donde caí. Cuando, tras de largas averiguaciones, se supo quién era yo, el príncipe, que había enviado a mi padre la entrada para el concierto de S…, conmovido ante tan extraña coincidencia, decidió recogerme en su casa y educarme con sus hijos. Se hicieron gestiones para averiguar lo que había sido de mi padre. Se supo que le habían detenido fuera de la ciudad, presa de un acceso de locura furiosa. Se le condujo al hospital, donde murió dos días más tarde.
Una muerte semejante era la consecuencia obligada y natural de toda su vida. Debía morir así, cuando todo lo que le sustentaba en la vida desaparecía de un golpe como una visión, como un sueño vacío. Murió después de haber perdido su última esperanza, después de haber tenido la visión clara de todo lo que había encauzado y sostenido su vida. La verdad le cegó con su resplandor insoportable, y cuanto era mentira apareció como tal en sí mismo. Durante la última hora de su vida oyó a un genio maravilloso que le relató su propia existencia y la condenó para siempre. Con el último acorde que sonó en el violín del genial S…, había aparecido ante sus ojos el misterio del arte, y el genio, eternamente joven, potente y verdadero, le había aplastado con su certeza. Parecía que todo lo que le había atormentado durante su vida con sufrimientos misteriosos e indecibles, todo lo que no había visto aquel día sino en un sueño, lo que rehuía con horror y lo que se ocultaba con la mentira de su vida, lo que presentía y temía, todo aquello, de un golpe, brillaba ante sus ojos obstinados que no querían reconocer cómo la luz es luz y las tinieblas son tinieblas. La verdad se hacía intolerable para aquellos ojos que veían claro por primera vez. La verdad le cegó y destruyó su razón.
Le hirió bruscamente, como el rayo. De pronto, se realizaba lo que él había estado esperando toda su vida con un estremecimiento de terror. Parecía que a lo largo de su existencia había permanecido suspendida un hacha sobre su cabeza, que a lo largo de su existencia había aguardado hasta aquel instante, entre sufrimientos increíbles, dispuesto a que el hacha le golpeara. Por fin, le había golpeado. El golpe fue mortal. Quería huir; pero no sabía hacia dónde dirigirse. La última esperanza se había desvanecido; se destruyó el último pretexto: el de que la vida había sido para él una carga durante muchos años, el de que la muerte, puesto que él lo creía en su ceguera, debía conducirle a su resurrección. Ella había muerto. Al cabo estaba solo; nada le estorbaba ya. ¡Al cabo era libre!… Por última vez, en un acceso de desesperación, había querido juzgarse a sí mismo, condenarse despiadadamente, como un juez equitativo; pero su arco había sido débil, y solo débilmente había podido repetir la última frase musical del genio. En aquel momento la locura, que le acechaba desde hacía diez años, le había atacado irremisiblemente…