5
LA MANSA SE REBELA

Las disputas empezaron cuando a ella, de pronto, se le ocurrió hacer los préstamos a su manera y tasar los objetos por encima de su valor; incluso un par de veces se atrevió a discutir el asunto conmigo. Yo le manifesté mi desacuerdo. Y fue entonces cuando apareció esa viuda de capitán.

Se presentó la anciana con un medallón, regalo de su difunto marido; bueno, ya se sabe, un recuerdo. Le di treinta rublos. Se puso a gemir y a implorar con voz lastimera que no lo vendiéramos; naturalmente, yo la tranquilicé. Resumiendo, a los cinco días volvió para cambiarlo por un brazalete que no valía ni ocho rublos; ni que decir tiene que me negué. Es probable que adivinara algo en los ojos de mi mujer, pues el caso es que volvió en mi ausencia, y que ella le cambió el medallón.

Al enterarme ese mismo día, le hablé con mansedumbre, pero en términos firmes y razonables. Estaba sentada en la cama, mirando el suelo, dando golpecitos en la alfombra con la punta del pie derecho (un gesto muy suyo); en sus labios se dibujaba una sonrisa maliciosa. Entonces, sin levantar lo más mínimo la voz, le aclaré con la mayor serenidad que ese dinero era mío, que tenía derecho a ver la vida con mis propios ojos y que, cuando la había invitado a entrar en mi casa, no le había ocultado nada.

De pronto ella se levantó de un salto, temblando de pies a cabeza, y, llevada de la cólera que sentía contra mí –¿pueden creerlo?–, se puso a patalear; era una fiera, una furia; era una fiera enfurecida. Estaba paralizado de asombro: nunca me había esperado semejante arrebato. Pero no perdí el dominio de mí mismo, ni siquiera me moví, y con la misma voz serena de antes le declaré con toda claridad que a partir de ese momento le prohibía participar en mis ocupaciones. Ella se rió en mi cara y salió a la calle.

El caso es que no tenía derecho a marcharse así. Ya antes de casarnos habíamos convenido en que no iría a ninguna parte sin mí. Cuando volvió por la tarde, no le dirigí la palabra.

Al día siguiente también se marchó por la mañana, y al otro lo mismo. Yo cerré el negocio y fui a ver a sus tías. Después de la boda había roto toda relación con ellas: ni las recibía en mi casa ni aparecía por la suya. Me enteré de que no había ido a verlas. Me escucharon con curiosidad y se rieron en mis propias narices: «Se lo tiene merecido», me dijeron. Pero ya había contado yo con sus burlas. A continuación soborné a la menor de las tías, la soltera, prometiéndole cien rublos, de los que le adelanté veinticinco. Al cabo de dos días vino a verme y me dijo: «En el asunto está mezclado un oficial, el teniente Yefímovich, antiguo compañero suyo de regimiento». Yo me quedé muy sorprendido. Ese Yefímovich era la persona que más me había perjudicado en el regimiento, pero un mes antes había tenido el descaro de presentarse en mi negocio un par de veces, con el pretexto de empeñar un objeto, y recuerdo que había empezado a bromear con mi mujer. Yo entonces me acerqué y le dije que, en consideración a nuestras antiguas relaciones, hiciera el favor de no volver a aparecer por allí; pero no se me pasó por la cabeza que pudiera suceder algo semejante; simplemente, pensé que era un insolente. Y ahora, de pronto, la tía me anunciaba que ya habían concertado una entrevista y que, detrás de todo aquel asunto, estaba una antigua conocida de las tías, Yulia Samsónovna, viuda de un coronel: «Es a su casa adonde se dirige ahora su esposa».

Abreviaré la historia. El asunto vino a costarme cerca de trescientos rublos, pero a los dos días había arreglado las cosas de tal modo que pude instalarme en la habitación contigua, detrás de una puerta entornada, y escuchar ese primer rendez-vous a solas entre mi mujer y Yefímovich. Unas horas antes, la víspera, habíamos tenido una disputa breve, pero muy significativa para mí.

Regresó al anochecer, se sentó en la cama, me dirigió una mirada burlona y empezó a dar golpecitos en la alfombra con el pie. De pronto, mientras la miraba, me acometió la idea de que en ese último mes o, mejor dicho, en esas últimas dos semanas, su carácter había cambiado de manera drástica; hasta podría decirse que se había convertido en su propia antítesis. Era una criatura violenta, agresiva, no puedo decir que desvergonzada, pero sí descomedida y con ganas de armar gresca. Buscaba la manera de armar gresca. Pero su mansedumbre se lo impedía. Cuando una mujer así se rebela, se ve enseguida que, aunque se pase de la raya, ella misma tiene que forzarse y aguijonearse, y que a pesar de todo no puede quebrar su sentido de la moralidad y de la decencia. Por eso tales mujeres a veces llegan tan lejos que uno no puede creer lo que ven sus propios ojos. Un alma habituada a la depravación, por el contrario, siempre atenúa las cosas; procede de una forma más infame, pero con cierta apariencia de decoro y decencia, con la pretensión de quedar por encima de todos.

–¿Es verdad que le expulsaron a usted del regimiento porque tuvo miedo de batirse en duelo? –preguntó de pronto, de buenas a primeras, y sus ojos centellearon.

–Sí; por decisión de los oficiales se me obligó a abandonar el regimiento, aunque había pedido el retiro antes de eso.

–¿Le expulsaron por cobarde?

–Sí, eso decía la sentencia. Pero no me negué a batirme por cobardía, sino porque no quise someterme a su tiránica decisión y desafiar a un hombre cuando no me sentía ofendido. Debe usted saber –no pude dejar de añadir– que rebelarse contra esa clase de tiranía y afrontar todas las consecuencias requiere mucha más valentía que batirse en duelo.

No había podido contenerme y había pronunciado una frase que sonaba como una justificación; y era eso lo que ella estaba esperando, esa nueva humillación mía. Estalló en una risa maligna.

–¿Y es verdad también que, durante tres años, iba por las calles de San Petersburgo como un vagabundo, pidiendo limosna, y que pasaba las noches debajo de las mesas de billar?

–Y también en la plaza de la Paja, en la casa Viázemski[2]. Sí, es verdad; después de abandonar el regimiento, tuve que soportar muchas situaciones oprobiosas y denigrantes, pero sin sufrir ningún menoscabo moral, porque ya entonces era yo el primero en detestar mi conducta. Aquello no fue más que un desmayo de la voluntad y de la razón, motivado por lo desesperado de mi situación. Pero todo eso pertenece ya al pasado…

–¡Ah, sí, ahora es usted todo un personaje, un financiero!

Era una alusión a la casa de préstamos. Pero yo ya había conseguido dominarme. Me di cuenta de que deseaba escuchar explicaciones humillantes para mí y no se las di. En ese momento sonó la campanilla, anunciando la llegada de un cliente, y yo pasé a la sala. Una hora más tarde, estando ya vestida para salir, se detuvo delante de mí y me dijo:

–Pero usted no me dijo nada de eso antes de la boda.

Yo no respondí y ella se marchó.

En suma, al día siguiente me encontraba en aquella habitación contigua, detrás de la puerta, y escuchaba cómo se decidía mi suerte; llevaba en el bolsillo un revólver. Ella se había puesto sus mejores galas y estaba sentada a la mesa, mientras Yefímovich se pavoneaba delante de ella. Y figúrense, todo resultó (lo digo en mi honor) como había previsto y supuesto, aunque ni yo mismo fuese consciente de mis previsiones y suposiciones. No sé si me expreso de manera comprensible.

Esto es lo que pasó. Estuve escuchando una hora entera y a lo largo de esa hora asistí a un duelo entre la mujer más noble y de espíritu más elevado y un individuo mundano, depravado y limitado, con un alma rastrera. ¿Cómo es posible, pensaba yo, que esa mujer mansa, ingenua y poco locuaz sepa todas esas cosas? Ni el autor más ingenioso de comedias ligeras habría sido capaz de escribir esa escena de burlas, carcajadas ingenuas y santo desprecio de la virtud en aras del vicio. Y ¡qué chispeantes eran sus palabras y sus breves comentarios, qué ingenio denotaban sus rápidas respuestas, cuánta verdad había en sus reprobaciones! Y, al mismo tiempo, ¡cuánta ingenuidad casi virginal! Se reía en la propia cara del teniente de sus declaraciones de amor, de sus gestos, de sus proposiciones. Yefímovich, que había acudido con la idea de un asalto sin contemplaciones y que no había esperado encontrar resistencia, se encontró de pronto desarmado. Al principio yo no podía dejar de pensar que se trataba de simple coquetería por parte de ella… «de la coquetería de un ser perverso, pero ingenioso, que quiere hacerse valer». Pero la verdad resplandeció como el sol, sin que cupiera albergar ninguna duda. Solo llevada de un odio impetuoso e insincero a mí, había sido capaz esa criatura inexperta de concertar esa cita, pero cuando llegó el momento de la verdad, se le abrieron de pronto los ojos. Había tratado de ofenderme por un medio u otro, pero, una vez decidida a cometer semejante vileza, no había podido soportar tamaña irregularidad. Y, en verdad, ¿cómo habría podido Yefímovich o cualquier otro de esos individuos mundanos seducir a una mujer como ella, tan pura e inocente, con tales ideales? Al contrario, para ella solo era motivo de risa. Toda la verdad resplandeció en su alma y la indignación hizo brotar sarcasmos de su corazón. Lo repito: aquel bufón se vio al final completamente desarmado y se quedó sentado, con el ceño fruncido, sin responder apenas, hasta el punto de que empecé a temer que se atreviera a ultrajarla movido de un bajo espíritu de venganza. Y vuelvo a repetirlo: puedo decir en mi honor que escuché toda esa escena sin apenas asombro. Era como si estuviera asistiendo a algo conocido. Me parecía que había acudido a ese lugar para contemplar precisamente eso. Había ido sin creer en nada, sin dar crédito a ninguna acusación, aunque me había guardado el revólver en el bolsillo… ¡ésa es la verdad! Pero ¿podía acaso imaginar otra conducta por su parte? En tal caso, ¿por qué la quería? ¿Por qué la tenía en tan alta estima? ¿Por qué me había casado con ella? Ah, naturalmente, quedé entonces completamente convencido de lo mucho que me odiaba, pero también de lo pura que era. Interrumpí bruscamente la escena abriendo la puerta. Yefímovich pegó un salto, yo cogí a mi mujer de la mano y la invité a salir conmigo. Yefímovich se recobró y, de pronto, estalló en una carcajada sonora y estridente:

–¡Ah, no puedo decir nada contra los santos deberes conyugales! ¡Llévesela! ¡Llévesela! Ya sabe –me gritó cuando salía– que un hombre de honor no puede batirse con usted, pero de todos modos, por respeto a la señora, me pongo a su disposición… Suponiendo que tenga usted valor…

–¿Has oído? –le pregunté, deteniéndola un segundo en el umbral.

Luego, a lo largo de todo el camino, no intercambiamos ni una sola palabra. Yo la llevaba del brazo y ella no oponía resistencia. Al contrario, estaba terriblemente sorprendida, pero ese estado solo duró hasta que llegamos a casa. Una vez dentro, se sentó en una silla y me miró fijamente. Estaba muy pálida; aunque sus labios se habían plegado en ese mohín de burla, me miraba con solemne y severa expresión de desafío; por lo visto, en los primeros momentos estaba plenamente convencida de que iba a matarla de un disparo. Pero yo saqué el revólver del bolsillo sin abrir la boca y lo dejé en la mesa. Ella me miró y luego volvió los ojos al revólver. (No se olviden de que ella conocía ese revólver. Lo había adquirido cuando abrí la casa de empeños y estaba cargado desde entonces. Cuando puse ese negocio, tomé la decisión de no tener grandes mastines ni un criado musculoso, como el que servía a Mózer, por ejemplo. A mis clientes les abría la cocinera. Pero en una actividad como la nuestra, no puede uno privarse, por lo que pueda pasar, de un medio de defensa personal, y yo me había decidido por un revólver cargado. Los primeros días que pasó en mi casa, ella se interesó mucho por el revólver y me hizo algunas preguntas; yo le expliqué incluso el mecanismo y el modo de usarlo y una vez hasta la persuadí para que disparara contra un blanco. Tengan todo eso en cuenta.) Sin prestar atención a su mirada asustada, me tumbé en la cama a medio vestir. Estaba muy cansado: eran ya cerca de las once. Ella siguió sentada en el mismo sitio, sin moverse, cerca de una hora; luego apagó la vela y se tumbó, vestida también, en el sofá que había junto a la pared. Era la primera vez que no dormía a mi lado; no pierdan tampoco de vista ese detalle…