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LA PETICIÓN DE MANO
«Los detalles íntimos» de los que me enteré pueden resumirse en unas pocas palabras: su padre y su madre habían muerto hacía tiempo, tres años antes, y ella había quedado al cuidado de unas tías estrafalarias. Aunque este calificativo se queda corto. Una de ellas era viuda y estaba cargada de hijos, nada menos que seis, todos de poca edad; la otra era una vieja solterona detestable. Ambas eran detestables. Su padre había sido funcionario, pero no había pasado de escribiente, y su nobleza era personal, no hereditaria[1]; en resumidas cuentas: todo estaba a mi favor. Yo parecía surgir de un mundo superior: no en vano, era capitán ayudante retirado de un renombrado regimiento, noble de nacimiento, independiente y demás; y en cuanto a la casa de empeños, solo podía infundir respeto a las tías. Durante tres años había sido esclava de sus tías, pero, a pesar de todo, había aprobado no sé qué examen; había conseguido aprobarlo, arrancando algún momento a su despiadada labor cotidiana, lo que daba muestras de su aspiración por lo noble y lo sublime. Pero ¿para qué quería yo casarme? Sin embargo, no merece la pena hablar de mí; ya nos ocuparemos de eso más tarde… ¡Como si fuera de eso de lo que se trataba! Daba lecciones a los hijos de sus tías, cosía ropa blanca, y al final, por si no bastara con eso, le hacían fregar los suelos, a pesar de lo débil que tenía el pecho. La verdad es que hasta le pegaban y le echaban en cara cada mendrugo de pan. Y acabaron concibiendo la idea de venderla. ¡Uf! Pasaré por alto esos inmundos detalles. Más tarde ella misma me lo contó todo con pelos y señales. Todo aquello lo venía observando desde hacía un año un grueso comerciante del vecindario, y no un comerciante cualquiera, pues era propietario de dos tiendas de ultramarinos. A base de palizas, había mandado ya a la tumba a dos mujeres y andaba buscando una tercera; y miren por dónde le había echado el ojo a ella: «Es tranquila –pensaba–, ha crecido en la pobreza; pero si me caso es solo pensando en mis huérfanos». Y, en efecto, tenía hijos. Hizo su petición, empezó a negociar con las tías; añadiré que el hombre tenía unos cincuenta años. Ella estaba horrorizada. Fue entonces cuando empezó a frecuentar mi negocio para poder poner sus anuncios en La Voz. Finalmente, suplicó a sus tías que le dieran algún tiempo para pensarlo. Se lo concedieron, pero muy poco, y no dejaban de atosigarla: «Ni nosotras mismas sabemos qué vamos a comer y encima tenemos que alimentar una boca de más». Estaba al tanto de todas esas cosas y aquel día, después de lo que había sucedido por la mañana, me decidí. Esa misma tarde se presentó el comerciante; había traído de su tienda una libra de caramelos por valor de medio rublo; ella estaba sentada a su lado, pero yo llamé a Lukeria, que se hallaba en la cocina, y le pedí que se acercara y le susurrara que la esperaba junto al portón y que tenía algo urgente que comunicarle. Estaba muy satisfecho de mí. En general, todo ese día me había sentido muy contento.
Allí, junto al portón, delante de Lukeria, le anuncié –había que ver lo sorprendida que estaba por el mero hecho de que la hubiera llamado– que consideraría una felicidad y un honor… En segundo lugar, le dije que no se asombrara de mi manera de proceder y de ese encuentro junto al portón: «Soy un hombre sincero y he estudiado las circunstancias del caso». Y no mentía al calificarme de hombre sincero. Bueno, dejemos eso. Hablé no solo de forma correcta, es decir, demostrando que era un hombre educado, sino también con originalidad, que es lo principal. ¿Qué pasa? ¿Acaso está mal reconocerlo? Quiero juzgarme y me juzgo. Debo hablar en pro y en contra, y así lo hago. Más tarde recordaría esa escena con placer, por absurdo que pueda parecer: en aquella ocasión declaré con toda claridad, sin empacho alguno, que, en primer lugar, no tenía mucho talento ni era muy inteligente, y quizá tampoco especialmente bondadoso; que era más bien un egoísta barato (recuerdo que esa expresión se me ocurrió por el camino y quedé muy satisfecho de ella) y que era más que probable que tuviera muchos otros rasgos desagradables. Todo eso lo dije con un orgullo de una clase muy especial; ya saben cómo se dicen esas cosas. Desde luego, tuve el suficiente buen gusto para, después de confesarle con nobleza mis defectos, no ponerme a enumerar mis virtudes, diciendo, por ejemplo: «Pero, en compensación, poseo tales y tales cualidades». Vi que ella aún tenía muchísimo miedo, pero yo no atenué mis palabras; al contrario, advirtiendo lo asustada que estaba, cargué las tintas a propósito; le dije claramente que no pasaría hambre, pero que se olvidara de los vestidos, de los teatros y de los bailes, al menos hasta más tarde, cuando hubiera alcanzando mi propósito. Ese tono severo me entusiasmaba. Añadí, también como sin darle importancia, en la medida de lo posible, que, si había elegido esa ocupación, es decir, si mantenía esa casa de empeños, era con un solo fin, que había determinada circunstancia… La verdad es que tenía derecho a hablar de esa manera: ese fin y esa circunstancia existían realmente. Debo confesarles, señores, que soy el primero que toda la vida he odiado esa casa de préstamos, pero, en verdad, aunque resulte ridículo decirse a sí mismo frases enigmáticas, «me estaba vengando de la sociedad». ¡Sí, así es, así es! De manera que su broma de esa mañana, cuando me preguntó si me «estaba vengando», era injusta. Es decir, entiéndanme, si yo le hubiera dicho de manera expresa: «Sí, me vengo de la sociedad», ella se habría reído a carcajadas, como por la mañana, y la verdad es que habría sido ridículo. Mientras que, mediante una alusión indirecta y soltando una frase enigmática, fui capaz de excitar su imaginación. Además, en aquel momento no tenía miedo de nada: sabía que, en cualquier caso, el grueso comerciante le repugnaba más que yo y que, allí en el portón, aparecía como su liberador. Me daba perfecta cuenta. ¡Ah, el ser humano entiende especialmente bien las vilezas! Pero ¿era eso una vileza? ¿Se puede condenar a un hombre por algo así? ¿Acaso no la amaba ya entonces?
Esperen. Ni que decir tiene que no le hablé para nada de una buena acción; al contrario, muy al contrario: «Soy yo quien debe sentirse agradecido, no usted». La verdad es que lo expresé hasta con palabras, incapaz de contenerme, y debió de resultar estúpido porque advertí una fugaz arruga en su frente. Pero en conjunto había ganado totalmente la partida. Esperen. Si hay que recordar toda esa inmundicia, debo mencionar una última porquería: mientras estaba allí delante de ella, esto es lo que me daba vueltas en la cabeza: «Eres alto, apuesto, bien educado y, en fin, sin que suene a fanfarronada, nada feo». Eso era lo que se me pasaba por la imaginación. Naturalmente, ella me dio el sí allí mismo. Pero… pero debo añadir una cosa más: estuvo un buen rato pensando antes de aceptarme. Tan sumida estaba en sus reflexiones que estuve a punto de preguntarle: «¿Y bien?»; y al final no pude contenerme y se lo pregunté con cierto rebuscamiento: «¿Y bien, señorita?».
–Espere un momento, déjeme que lo piense.
¡Y tenía una expresión tan seria que ya entonces podría haberlo adivinado todo! Pero, en vez de eso, me sentí ofendido: «¿Será posible que entre el tendero y yo no sepa a quién elegir?». ¡Ah, entonces todavía no entendía! ¡Entonces no entendía nada, absolutamente nada! ¡No he entendido nada hasta hoy! Recuerdo que Lukeria salió corriendo detrás de mí cuando ya me iba, se detuvo en medio del camino y me dijo atropelladamente: «Dios le recompensará, señor, por casarse con nuestra querida señorita, pero no se lo diga; es orgullosa».
¡Conque orgullosa!, me dije. Pero a mí me gustan las mujeres con orgullo. Están especialmente bien cuando… bueno, cuando uno ya no duda del poder que tiene sobre ellas, ¿no es así? ¡Ah, hombre vil y torpe! ¡Ah, qué satisfecho me sentía! Pero miren ustedes: cuando ella estaba entonces en el portón, sumida en sus reflexiones, antes de darme el sí, me asombraba, saben, que por su cabeza pudiera estar pasando el siguiente pensamiento: «Ya que seré infeliz tanto con uno como con otro, ¿no sería mejor elegir sin más al peor, es decir, al comerciante gordo, para que me mate a golpes cuanto antes durante una borrachera?». ¿Eh? ¿Qué dicen ustedes? ¿Creen que pudo albergar ese pensamiento?
Ahora tampoco lo entiendo. ¡Ahora tampoco entiendo nada! Acabo de decir que pudo albergar este pensamiento: de dos desgracias, elegir la peor, es decir, al comerciante. Pero ¿quién era el peor para ella entonces, el comerciante o yo? ¿El comerciante o el prestamista que citaba a Goethe? ¡Ésa es la cuestión! ¿Qué cuestión? Tampoco ahora comprendes nada: ¡tienes la respuesta encima de la mesa y sigues hablando de una «cuestión»! ¡Al diablo conmigo! En este caso no se trata de mí… Aunque, por lo demás, ¿qué puede importarme ahora que se trate o no de mí? Eso es lo que no puedo dilucidar. Será mejor que me vaya a la cama. Me duele la cabeza…