Capítulo IV

IV

En una primera y rápida ojeada no tomarán ustedes a este príncipe por un anciano, y sólo mirándole de cerca y fijamente verán que es un muerto que se mueve por resorte. Todos los recursos del arte han sido puestos en juego para dar a esta momia el aspecto de un hombre joven. Peluca, patillas, bigote y perilla todo ello es maravilloso, de un lustroso color negro, y le cubre la mitad del rostro. Éste está blanqueado y coloreado con arte insólito, y en él apenas hay arrugas. Se ignora dónde se han metido. Viste a la última moda, como si acabara de salir de un figurín. Lleva puesto un traje de visita o algo por el estilo, a decir verdad no sé a punto fijo lo que es; sólo que está muy de moda, muy al día, algo hecho para las visitas matinales. Los guantes, la corbata, el chaleco, la ropa blanca y lo demás, todo es de una frescura deslumbrante y del gusto más exquisito. El príncipe cojea ligeramente, pero con tanta destreza que parece que lo hace porque está de moda. Lleva monóculo en un ojo, cabalmente en el que ya de por sí es de cristal. El príncipe está empapado de perfume. Al hablar tiene una manera especial de arrastrar ciertas palabras, quizá por debilidad de la vejez, quizá porque todos sus dientes son postizos, o quizá sencillamente para darse importancia. Pronuncia algunas sílabas con especial suavidad, apoyándose sobre todo en la letra e. En él la palabra sí suena se-e, sólo que algo más suave. En todos sus gestos se echa de ver cierto descuido, adquirido en el curso de su vida de petimetre. Pero en general, si algo ha quedado de esa previa vida de dandy, ha quedado inconscientemente, en forma de ciertos vagos recuerdos, de una vejez que se ha sobrevivido a si misma, y que no hay cosmético, corsé, perfume o peluca que pueda remediar. Por eso haremos bien en reconocer de antemano que si bien el anciano no ha sobrevivido su inteligencia todavía, sí ha sobrevivido su memoria, y a cada minuto desbarra, se repite y hasta desatina por completo. Se necesita cierta pericia para hablar con él. Pero Marya Aleksandrovna tiene confianza en sí misma, y a la vista del príncipe da rienda a un entusiasmo indescriptible.

—¡No ha cambiado usted nada, absolutamente nada! —Exclama, cogiendo al visitante por ambas manos y sentándole en un sillón cómodo—. ¡Siéntese, siéntese, príncipe! ¡Seis años, nada menos que seis años sin vernos, y ni una carta, ni un solo renglón en todo ese tiempo! ¡Qué mal se ha portado usted conmigo, príncipe! Y yo, ¡qué enfadada he estado con usted, mon cher prince! Pero el té, el té. ¡Ay, Dios mío! ¡Nastasya Petrovna, el té!

—Le estoy agradecido, sí, señora, muy a-gra-de-cido, y con-trito —ceceó el príncipe (olvidamos decir que ceceaba un poco, y que lo hacía como si fuera moda cecear)—. ¡Con-tri-to! Y, figúrese usted, el año pasado quería venir aquí sin fal-ta —agregó escudriñando la habitación—. Pero me asustaron diciendo que aquí había có-le-ra…

—No, príncipe, aquí no ha habido cólera —dice Marya Aleksandrovna.

—Aquí hubo epidemia bovina, tío —hace notar Mozglyakov, queriendo distinguirse. Marya Aleksandrovna le mide con una mirada severa.

—Pues sí, e-pi-de-mia bovina o algo por el estilo… Y me quedé en casa. ¿Pero cómo está su marido, mi querida Marya Nikolaevna? ¿Sigue en su fis-ca-lía?

—N-no, príncipe, —dice Marya Aleksandrovna un poco cortada—. Mi marido no es fiscal.

—¡A que mi tío se confunde y la toma a usted por Anna Nikolaevna Antipova! —Exclama el perspicaz Mozglyakov, pero se contiene al punto cuando nota que, aun sin tales aclaraciones, Marya Aleksandrovna parece un tanto cohibida.

—¡Ah, sí, sí, Anna Nikolaevna!, y… (se me olvida todo). ¡A, sí, Antipova, eso es, Antipova! —corrobora el príncipe.

—N-no, príncipe, está usted muy equivocado —dice Marya Aleksandrovna con una amarga sonrisa—. Yo no soy Anna Nikolaevna, no, señor; y no esperaba, lo confieso, que usted no me reconociera. Me asombra usted, príncipe. Yo soy su antigua amiga Marya Aleksandrovna Moskalyova. ¿Se acuerda usted, príncipe, de Marya Aleksandrovna?

—¡Marya A-lek-san-drovna! ¡Hay que ver! ¡Y yo que suponía que era usted (¿cómo se llama?), ah, sí, Anna Vasilievna…! ¡C’est délicieux! O sea, que me he equivocado de sitio. ¡Y yo que pensaba, amigo mío, que me habías llevado a casa de esa Anna Matveevna! ¡C’est charmant! Pero, en fin, esto me sucede con frecuencia. Yo a menudo me equivoco de sitio. Estoy contento, siempre contento, vaya adonde vaya. ¿De modo que no es usted Nastasya Va-si-liev-na? Es interesante…

—¡Marya Aleksandrovna, príncipe, Marya Aleksandrovna! ¡Oh, qué mal se ha portado usted conmigo! ¡Olvidarse de la que es su mejor amiga!

—Pues sí. De la me-jor amiga… ¡Pardon, pardon! —masculló el príncipe, dirigiendo la mirada a Zina.

—Ésta es mi hija Zina. Ustedes todavía no se conocen, príncipe. Ella no estaba aquí cuando usted nos visitó el año 18…, ¿recuerda?

—¡Ésta es su hija! ¡Charmant, charmant! —Murmura el príncipe, mirando a Zina con el monóculo codiciosamente—. ¡Mais quelle beauté! —Añade visiblemente impresionado.

—Té, príncipe —dice Marya Aleksandrovna, dirigiendo la atención del príncipe al paje que está ante él bandeja en mano. El príncipe toma la taza y fija los ojos en el muchacho, que tiene las mejillas regordetas y sonrosadas.

—¡A-ah! ¿É-ste es su chico? —Pregunta—. ¡Qué guapo mo-ci-to! Y-y… supongo… que se por-ta bien.

—Príncipe —interrumpe al punto Marya Aleksandrovna—, me han contado lo del terrible accidente. Confieso que he estado loca de susto… ¿No se ha hecho usted daño? ¡Cuidado, que no hay que desatender esas cosas…!

—¡Me volcó! ¡Me volcó! ¡El cochero me volcó! —exclamó el príncipe con insólita animación—. Yo pensé que había llegado el fin del mundo o algo por el estilo y, francamente, me asusté; o que —¡los santos me perdonen!— se me caía el alma a los pies. ¡No lo esperaba no lo esperaba, de ninguna manera lo es-pe-ra-ba! Y quien tiene la culpa de todo es mi cochero Feofil. Yo tengo confianza en ti para todo, amigo mío. Tú dispón lo que convenga e investiga el caso. Estoy con-venci-do de que aten-tó contra mi vida.

—Bueno, tío, bueno —responde Pavel Aleksandrovich—. Lo investigaré todo. Pero, escuche, tío. Le perdonará por lo de hoy, ¿no? ¿Qué dice?

—De ninguna manera le perdono. Estoy persuadido de que ha aten-ta-do contra mi vida. Tanto él como Lavrenti, a quien dejé en casa. Figúrense ustedes, ha abrazado no se que nuevas ideas, ¿saben? Parece repudiar algo… ¡en fin, que es un comunista en el pleno sentido de la palabra! ¡A mí me da miedo hasta de tropezar con él!

—¡Ay, príncipe, cuánta razón tiene usted! —Exclama Marya Aleksandrovna—. No querrá usted creer lo que yo también sufro con estos criados incapaces. Imagínese, acabo de tomar a dos nuevos y debo decir que son tan tontos que me paso el día entero guerreando con ellos. No puede usted imaginarse, príncipe, lo tontos que son.

—Pues sí, sí. Sin embargo, debo decir que a mí hasta me gusta que un lacayo sea algo tonto —indica el príncipe que, como todos los viejos, se pone contento cuando escuchan su cháchara con atención servil—. Eso le va bien a un lacayo, e incluso le presta dignidad si es buena persona además de tonto. Por supuesto, sólo en ciertas cir-cuns-tancias. Aumenta con ello su distin-ción, y su rostro adquiere cierto aspecto solemne. En suma, que resulta mejor educado, y lo que yo ante todo exijo de un criado es la buena e-du-ca-ción. Ahí está, por ejemplo, mi Terenti. Tú, amigo mío, de seguro que te acuerdas de Te-ren-ti. Apenas le vi, me dije: tú tienes pinta de conserje. Era fe-no-me-nal-mente tonto. Parecía un borrego mirando el agua. ¡Pero qué so-lemni-dad! ¡Qué pres-tan-cia! ¡Qué nuez en la garganta, de color de rosa! Pues bien, alguien así, con corbata blanca y uniforme de gala, produce bastante efecto. Yo le quiero mucho. De vez en cuando le miro y no puedo apartar los ojos de él: se diría que está escribiendo una disertación a juzgar por ese aspecto tan imponente. En suma, un auténtico filósofo alemán, un Kant, o, mejor aún, un pavo bien cebado, mantecoso. Un verdadero comme il faut del género servil.

Marya Aleksandrovna ríe a carcajadas en un rapto de entusiasmo y hasta prorrumpe en aplausos. Pavel Aleksandrovich la imita de todo corazón. Encuentra a su tío divertidísimo. También Nastasya Petrovna suelta una risotada. Hasta Zina se sonríe.

—¡Pero cuánto humorismo, cuánta jocundidad, cuánta agudeza tiene usted, príncipe! —Proclama Marya Aleksandrovna—. ¡Qué preciosa capacidad para subrayar el rasgo más sutil, más divertido! ¡Y desaparecer de la sociedad, encerrarse durante cinco años enteros! ¡Con ese talento! Usted podría escribir, príncipe. ¡Usted podría ser un nuevo Fonvizin, un nuevo Griboyedov, un nuevo Gogol!

—Pues sí, sí —dice el príncipe muy satisfecho—. Yo podría ser un nuevo… ¿Saben ustedes? Yo era extraordinariamente agudo en tiempos pasados. Hasta escribí un vaudeville para el teatro… en el que puse algunos cuplés de-li-cio-sos. Pero no se representó nunca…

—¡Qué agradable hubiera sido leerlo! Y ¿sabes, Zina?, ahora vendría aquí muy a propósito, porque se preparan funciones de teatro para recaudar donativos patrióticos, príncipe, a beneficio de los heridos… ¡Ahora su vaudeville nos vendría de perilla!

—¡Claro! Estoy hasta dispuesto a escribirlo de nuevo… aunque se me ha olvidado por completo. Recuerdo, sin embargo, que tenía dos o tres juegos de palabras que… (y el príncipe se besó la punta de los dedos). Por lo común, cuando estaba en el ex-tran-je-ro producía un ver-da-dero en-tu-sias-mo. Recuerdo a Lord Byron. Fuimos bastante amigos. Bailó admirablemente la cracoviana en el Congreso de Viena.

—¡Lord Byron, tío! Perdón, tío, ¿qué dice?

—Pues sí, Lord Byron. Pero a lo mejor no fue Lord Byron, sino otra persona. En efecto, no fue Lord Byron, sino un polaco. Ahora me acuerdo bien. ¡Qué hombre tan o-ri-gi-nal era ese polaco! Se hacia pasar por conde, y al cabo resultó que era un maestro de cocina. Ahora bien, bailaba la cracoviana ad-mi-ra-ble-mente y acabó por romperse una pierna. Yo con ese motivo escribí unos versos:

Un caballero polaco

a bailar aficionado…

Y luego sigue… se me ha olvidado el resto…

se quebró la pierna izquierda…

¡que le quiten lo bailado!

—Pero ¿de veras que seguía así, tío? —Exclama Mozglyakov, cada vez más entusiasmado.

—Así parece que fue, amigo mío —responde el tío—, o algo pa-re-ci-do. Pero quizá no fuera así, y sí sólo que hayan salido bien esos versecillos. El caso es que se me olvidan algunas cosas ahora. Eso resulta de mis muchos quehaceres.

—Diga, príncipe, ¿en qué se ha ocupado usted durante todo este tiempo de soledad? —Inquiere con interés Marya Aleksandrovna—. He pensado tanto en usted, mon cher prince, que confieso que estoy ardiendo de impaciencia por enterarme de ello punto por punto.

—¿En qué me he ocupado? Por lo general, ¿sabe usted?, en varias cosas. A veces uno descansa; otras veces ¿sabe usted?, ando de aquí para allá, imagino varias cosas…

—Usted, tío, debe de tener una imaginación sobremanera viva.

—Sobremanera viva, querido. En ocasiones imagino tales cosas que yo mismo me a-som-bro después. Cuando estuve en Kaduevo… A propos, tú, según creo, fuiste vícegobernador de Kaduevo…

—¿Yo, tío? Perdón, ¿qué dice usted?

—¡Pues figúrate, amigo mío! Y yo que te he tomado por el vicegobernador, y me decía: ¿cómo es que de repente parece que ha cambiado de cara? Porque la suya ¿sabes?, era una cara tan impresionante, tan inteligente… Era un hombre ex-tra-or-di-na-riamente listo y com-po-nía versos para todas las ocasiones. Visto de perfil se parecía un poco a un rey de baraja…

—No, príncipe —interrumpe Marya Aleksandrovna—. Apuesto a que con esa vida se está matando usted. ¡Hundirse cinco años en la soledad, no ver a nadie, no oír nada! ¡Está usted perdido, príncipe! Pregunte si quiere a cualquiera de los devotos de usted y le dirá sin duda que está usted perdido.

—¿De veras? —Exclama el príncipe.

—Se lo aseguro. Le hablo como una amiga, como una hermana. Le hablo así porque le tengo afecto, porque el recuerdo del pasado es sagrado para mí. ¿De qué me valdría ser hipócrita? No, tiene usted que cambiar radicalmente de vida. De lo contrario, perderá usted fuerzas, se pondrá enfermo, morirá…

—¡Dios mío! ¿Tan pronto habré de morir? —Exclama asustado el príncipe—. ¡Y pensar que lo ha adivinado usted! Padezco muchísimo de hemorroides, sobre todo desde hace algún tiempo. Y cuando me da un ataque se me presentan, por lo general, los síntomas más raros… Voy a describírselos con todo detalle. Primero…

—Tío, eso nos lo cuenta usted otra vez, —interrumpe Pavel Aleksandrovich—. ¿Y qué? ¿No es hora de que nos vayamos?

—Pues sí. Quizá otra vez. Después de todo, puede que no sea muy interesante de escuchar… Pero, de todos modos, es una enfermedad muy curiosa. Hay varios episodios… Recuérdame, amigo mío, que a la noche te cuente un caso en de-ta-lle…

—Pero escuche, príncipe —interrumpe una vez más Marya Aleksandrovna—; debería usted tratar de curarse en el extranjero.

—¡En el extranjero! ¡Pues sí, sí! Iré sin falta al extranjero. Recuerdo que cuando estuve en el extranjero allá por los años 20 lo pa-sé muy bien. Estuve a punto de casarme con una vizcondesa francesa. Andaba yo entonces muy enamorado y quería consagrarle toda mi vida. Pero quien se casó con ella no fui yo, sino otro. ¡Caso más raro! Yo me ausenté un par de horas, y el otro, que era un barón alemán, salió triunfante. Más tarde pasó algún tiempo en un manicomio.

—Yo lo que decía, cher prince, es que necesita usted pensar seriamente en su salud. ¡Hay tan buenos médicos en el extranjero! Y, sobre todo, ¡que vale la pena cambiar de vida! Sin duda alguna necesita usted salir de Duhanovo, aunque sea sólo por poco tiempo.

—Sin du-da al-gu-na. Hace ya tiempo que lo tengo resuelto, y ¿sabe usted?, Pienso hacer una cura hi-dropática.

—¿Hidropática?

—Hidropática. Ya he hecho una. Estaba entonces en un balneario. Había allí una dama de Moscú…, no me acuerdo del nombre, sólo de que era una mujer sumamente poética, de unos setenta años. Estaba con ella una hija, de cincuenta, viuda, con una catarata en un ojo. Ésta también casi hablaba en verso. Más tarde le sucedió una desgracia: mató a una de sus criadas en un arrebato de ira y fue procesada. Ellas fueron las que me dieron la idea de hacer una cura de aguas. Yo, a decir verdad, no padecía de nada, pero ellas, machaconas, me decían: «¡Tome la cura, tome la cura!». Y por delicadeza empecé a beber agua y pensé que efectivamente me sentaría bien. Bebí a más y mejor, me bebí una cascada entera, y ¿saben ustedes?, esta hidropatía es muy beneficiosa. Me hizo muchísimo provecho, hasta el punto de que si no hubiera acabado poniéndome enfermo, les aseguro que hubiera tenido muy buena salud…

—Esa conclusión está plenamente justificada. Dígame, tío, ¿ha estudiado usted lógica?

—¡Dios mío, qué cosas pregunta usted! —Comenta con severidad la escandalizada Marya Aleksandrovna.

—La estudié, amigo mío, pero hace ya mucho tiempo. También estudié filosofía en Alemania, la estudié todo un curso, pero la olvidé toda ella en seguida. Pero… confieso… que me ha asustado usted tanto con esas enfermedades que… me ha dejado deshecho. Vuelvo en seguida…

—¿A dónde va usted, príncipe? —Pregunta asombrada Marya Aleksandrovna.

—Vuelvo en seguida, en seguida… Sólo quiero apuntar un nuevo pensamiento… Au revoir.

—¿No es un tipo delicioso? —Exclama Pavel Aleksandrovich retorciéndose de risa.

Marya Aleksandrovna pierde la paciencia.

—¡No comprendo, no comprendo en absoluto de qué se ríe usted! —Dice con voz enojada—. ¡Burlarse así de un anciano venerable, ridiculizar cada palabra suya, abusar de su angélica bondad…! Me pone usted colorada de vergüenza, Pavel Aleksandrovich. A ver, ¿qué hay en él de ridículo? Yo no he visto nada en él que cause risa.

—¡Pero si no reconoce a la gente, si pierde el hilo cuando habla!

—Eso es consecuencia de la vida horrenda que lleva, de los cinco años de horrible reclusión, bajo la vigilancia de esa mujer abominable. Hay que tenerle lástima, y no reírse de él. Ni siquiera me reconoció a mí, ya lo vio usted. ¡Da grima, por así decirlo! Es absolutamente preciso salvarle. Le he propuesto que vaya al extranjero sólo con la esperanza de que pueda dar esquinazo a esa… tendera.

—¿Sabe usted lo que pienso? Pues que hace falta casarle, Marya Aleksandrovna —anuncia Pavel Aleksandrovích.

—¡Vuelta a las andadas! ¡Usted es incorregible, monsieur Mozglyakov!

—No, Marya Aleksandrovna, no. En esto hablo con completa seriedad. ¿Por qué no casarlo? Es una idea, c’est une idée comme une autre. Dígame por favor, ¿en qué puede perjudicarle? Al contrario, en una situación como la suya sólo una medida como ésa puede salvarle. Legalmente puede casarse todavía. En primer lugar, se verá libre de esa gorrona (disculpe la expresión). En segundo lugar, y lo que es más importante, figúrese que elige a una muchacha, o mejor aún, a una viuda, simpática, buena, sensata, tierna y, sobre todo, pobre, que le cuide como si fuera hija suya y que comprenda que él le ha hecho un favor casándose con ella. ¿Y quién mejor para él que una persona noble y sincera de su propia familia, que esté junto a él siempre, en lugar de esa… mujeruca? Por supuesto, tiene que ser de buen ver, porque a mi tío todavía le gustan las mujeres guapas. ¿Ha notado usted cómo miraba a Zinaida Afanasievna?

—¿Pero dónde hallará una novia como ésa? —Pregunta Nastasya Petrovna, escuchando con atención.

—¡Ah, bien hablado! Pues usted misma, si lo tiene a bien. Permita la pregunta: ¿por qué no habría de ser usted la novia del príncipe? En primer lugar, es usted bonita; en segundo, viuda; en tercero, de buena familia; en cuarto, pobre (porque realmente no está usted muy bien de dinero); en quinto, es usted una señora discreta, y por tanto le querrá usted, le llevará en palmitas, mandará a esa mujer a freír espárragos, le llevará al extranjero, le dará de comer puré de semolina y dulces todo ello hasta el momento en que diga adiós a este mundo efímero, cosa que ocurrirá al cabo de un año a quizás al cabo de dos o tres meses. Entonces será usted princesa, viuda rica, y como premio de su acción se casará con un marqués o un general. C’est joi, ¿verdad?

—¡Uf, Dios mío! ¡Me parece que si el pobre señor se me declarase me enamoraría de él de pura gratitud! —Exclama la señora Zyablova, a quien le brillan los ojos negros y expresivos—. Pero todo eso… es absurdo.

—¿Absurdo? ¿Quiere usted que no lo sea? ¡Pídamelo de buenos modos y me puede cortar un dedo si mañana no es novia suya! No hay nada más fácil que engatusar a mi tío o convencerle de algo. A todo dice: «Pues sí, pues sí». Ustedes mismas lo han oído. Lo casamos y ni se entera. Quizá lo engañamos y lo casamos. ¡Por su bien haga una obra de caridad…! Convendría que se pusiera su mejor vestido, por si acaso, Nastasya Petrovna.

El entusiasmo de monsieur Mozglyakov llega al máximo. A la señora Zyablova, a pesar de su sensatez, se le hace la boca agua.

—Bien sé yo que, sin que me lo diga usted, estoy hecha hoy un adefesio —replica—. No me cuido de mi aspecto; hace ya mucho tiempo que no tengo ilusiones. Por eso estoy como estoy. ¿Qué? ¿No parezco una cocinera?

Mientras tanto Marya Aleksandrovna sigue sentada, con una extraña expresión en el rostro. No me equivoco si digo que ha escuchado la extraña propuesta de Pavel Aleksandrovich con cierta perplejidad… Por fin vuelve en su acuerdo.

—Sin duda todo eso está muy bien, pero es absurdo y ridículo; y, peor aún, es inoportuno —dice, interrumpiendo bruscamente a Mozglyakov.

—Pero, estimada Marya Aleksandrovna, ¿por qué ha de ser absurdo y ridículo?

—Por muchas razones, la principal de las cuales es que está usted en mi casa, que el príncipe es mi huésped y que no tolero que nadie se olvide del respeto que se debe a mi casa. Estimo que sus palabras son sólo una broma, Pavel Aleksandrovich. Pero, gracias a Dios, aquí viene el príncipe.

—¡Aquí estoy! —exclama éste entrando en la habitación—. ¡Es asombroso, cher ami, cuántas ideas se me ocurren hoy! Otras veces, aunque no lo creas, no se me ocurre ninguna. Paso el día entero en blanco.

—Eso quizá se deba a la caída de hoy. Le ha sacudido los nervios y, por tanto…

—También yo lo atribuyo a eso, amigo mío, y creo que el accidente hasta me ha resultado pro-ve-cho-so. Tanto así que he decidido perdonar a mi Feofil. ¿Sabes lo que te digo? Que me parece que no atentó contra mi vida. ¿Qué crees tú? Además, ya fue castigado no hace mucho cuando le afeitaron la barba.

—¿Que le afeitaron la barba? ¡Pero si la tiene más grande que el Imperio Germánico!

—Pues sí, más grande que el Imperio Germánico. Por lo común, amigo mío, tienes mucha razón en lo que dices. Pero es postiza. Mira lo que pasó: me mandaron un catálogo anunciando que acababan de recibir del extranjero excelentes barbas para caballeros y cocheros, además de patillas, perillas, bigotes, etc, todo ello de la mejor calidad y a precios muy módicos. Decidí encargar una barba para ver cómo eran y pedí una de cochero, una verdadera maravilla de barba. Resultó, sin embargo, que la de Feofil, la suya propia, era casi el doble de grande. Y, claro, surgió una duda: ¿afeitarse la propia o devolver la encargada y quedarse con la natural? Después de pensarlo mucho acordé que lo mejor era que llevara la postiza.

—Probablemente, tío, por aquello de que el arte supera a la naturaleza.

—Precisamente. ¡Y qué pena le causó el que le afeitaran la barba! ¡Como si con ella hubiera perdido toda su carrera…! Pero ¿no es hora ya de que nos vayamos, querido?

—Estoy listo, tío.

—Espero, príncipe, que sólo vaya usted a ver al gobernador —exclama agitada Marya Aleksandrovna—. Usted es ahora mío, príncipe, y pertenece a esta familia todo el día de hoy. No quiero decirle nada, por supuesto, de la sociedad local. Quizá quiera usted visitar a Anna Nikolaevna y no tengo derecho a desengañarle; además de que estoy convencida de que el tiempo todo lo aclara. Pero recuerde que yo soy la anfitriona, la hermana, la madre, la enfermera de usted durante todo este día; y, lo confieso, príncipe, tiemblo por usted. Usted no conoce a esa gente, usted no la conoce todavía a fondo.

—Cuente conmigo, Marya Aleksandrovna —dice Mozglyakov—. Todo lo que le he prometido se cumplirá.

—¿Con usted, señor veleta? ¿Contar con usted? Le espero a comer, príncipe. Comemos temprano. ¡Y cuánto siento que en esta ocasión esté mi marido en el campo! ¡Le hubiera gustado tanto verle a usted! ¡Le admira a usted tanto, le tiene tanto afecto!

—¿Su marido? ¿Pero tiene usted marido? —Pregunta el príncipe.

—¡Ay, Dios mío, pero qué olvidadizo es usted, príncipe! Usted ha olvidado por completo, pero por completo, todo el pasado. ¿Es posible que no se acuerde de mi marido, Afanasi Matveich? Ahora está en el campo, pero antes le ha visto usted mil veces. ¿Recuerda, príncipe? Afanasi Matveich.

—¡Afanasi Matveich! ¡En el campo, hay que ver! ¡Mais c’est délicieux! ¿Con que tiene usted marido? ¡Pues sí que es raro! Esto es exactamente igual que un vaudeville: el marido en la aldea y la mujer en… dispénsenme, se me ha olvidado. La mujer parece que también había ido a otro sitio, a Tula, o a Yaroslavl; en fin, que sale un dicho muy festivo.

El marido en la aldea y la mujer donde sea, tío —dice Mozglyakov acudiendo en su ayuda.

—Pues sí, pues sí. Gracias, amigo mío, eso es: donde sea. ¡Charmant, charmant! Sale muy rimado. Tú siempre das con la rima, querido. Eso es, ahora me acuerdo: a Yaroslavl o a Kostroma…; bueno, que la mujer también va a algún sitio. ¡Charmant, charmant! Pero se me ha olvidado un poco de qué estaba hablando… ¡Ah, sí!, que nos vamos, amigo mío. Au revoir, madame; adieu, ma charmante demoiselle —añade el príncipe, volviéndose a Zina y besándose la punta de los dedos.

—¡A comer, príncipe, a comer! No se olvide de volver pronto —exclama tras él Marya Aleksandrovna.